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Estudios Políticos

Print version ISSN 0121-5167On-line version ISSN 2462-8433

Estud. Polit.  no.47 Medellín July/Dec. 2015

https://doi.org/10.17533/udea.espo.n47a04 

SECCIÓN GENERAL

 

DOI: 10.17533/udea.espo.n47a04

 

Representación política y democracia deliberativa. ¿Qué puede significar hoy la participación política?*

 

Political Representation and Deliberative Democracy. What Can the Political Participation Mean Today?

 

 

Roberto García Alonso (España)1

 

1 Politólogo. Licenciado en Derecho. Magíster en Democracia y Gobierno. Doctor en Derecho y Ciencia Política. Profesor asistente de la Facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales en la Pontificia Universidad Javeriana y miembro del Centro de Teoría Política, Madrid, España. Actualmente forma parte del grupo de Investigación en Participación Política y Ciudadana de la Facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la Pontificia Universidad Javeriana. Correo electrónico: garcia.roberto@javeriana.edu.co

 

Fecha de recepción: febrero de 2014

Fecha de aprobación: septiembre de 2014

 

Cómo citar este artículo: García Alonso, Roberto. (2015). Representación política y democracia deliberativa. ¿Qué puede significar hoy la participación política? Estudios Políticos, 47, Instituto de Estudios Políticos, Universidad de Antioquia, pp. 47–66. DOI: 10.17533/udea.espo.n47a04

 


RESUMEN

Los defensores de la democracia deliberativa han respaldado concepciones participativas de la democracia y han hecho hincapié en la inclusión política, la discusión pública, el razonamiento y el juicio político. Sin embargo, uno de los principales retos de las teorías deliberativas es el desarrollo de un diseño institucional viable. En otras palabras, ¿por qué, cómo y dónde debemos participar? Dadas las nuevas experiencias y desarrollos teóricos planteados por los modelos deliberativos existe una excelente coyuntura para proceder a una reevaluación del conjunto de los problemas planteados por el self–government y la participación política. Esto pasa necesariamente por un reconocimiento explícito de los desafíos que se enfrentan y de los límites de estas propuestas; en concreto, se hace urgente discutir: a) los requisitos político–institucionales que deben cumplir los procedimientos deliberativos y b) aclarar la delimitación normativa que la deliberación debe mantener con los elementos propios de nuestros gobiernos.

Palabras clave: Democracia; Participación Política; Representación Política; Institucionalización.


Abstract

Proponents of deliberative democracy have defended participatory conceptions of democracy, inclusive participation, and an emphasis on public discussion, reasoning, and judgment. However, one of the main challenges of the deliberative theories is the development of a feasible institutional design. In other words, why, how and where should we participate? Given the new experiences and theoretical developments, we are at an excellent juncture to proceed with a reevaluation of the set of problems posed by self–government and political participation. In this sense, the most important task is to establish the feasibility of this model of legitimacy and its institutions. Thus, the purpose here is to define, firstly, the political and institutional requirements of these "real" deliberative processes, and, secondly, the delimitation between deliberation and the main elements of our representative government.

Keywords: Democracy; Political Participation; Political Representation; Institutionalization.


 

 

Introducción

Muchos países de Europa están experimentando una aguda crisis económica, en la que se muestran las carencias de las instituciones democráticas y sus problemas para hacer frente a este desafío colosal. En este contexto, los ciudadanos no parecen "dar la espalda" a los gobiernos, sino a todo el sistema de representación política.

Esta crisis de la representación se ha manifestado en una progresiva valoración negativa de los partidos, la política y las instituciones por parte de los ciudadanos en la mayoría de las democracias avanzadas. Una crisis que, por el contrario, no ha venido acompañada de un descenso del apoyo a los valores de la democracia (Putnam, Pharr y Dalton, 2000, p. 7). En otras palabras, en nuestras democracias subsiste un apoyo mayoritario a los valores e instituciones democráticas, al tiempo que se produce un incremento de la desconfianza en las instituciones que traducen esos valores democráticos (Pharr y Putnam, 2000), y en el que tiene lugar el debate actual sobre la democracia representativa y sus límites, en el que lo local y sus instituciones se han convertido en los espacios de recomposición del orden político construido sobre una agenda más participativa y deliberativa.

El debate actual sobre la democracia arranca de la aceptación de la existencia de un déficit de las democracias representativas que cuestiona su reducción a la mera existencia de elecciones competitivas regulares. Paradójicamente, lo cierto es que al calor de este fenómeno se ha asumido casi unánimemente que la solución a los problemas de la democracia representativa es más democracia, es decir, mayor y más activa participación de la ciudadanía en la política; un nuevo orden político construido sobre una agenda más participativa y deliberativa, y que se ha concretado con la puesta en marcha de multitud de experiencias de participación ciudadana con caracteres y dinámicas diferentes —jurados ciudadanos, conferencias de consenso, consejos ciudadanos, encuestas deliberativas, entre otros— (Barber, 2004; Cohen y Sabel, 1997; Fung y Wright, 2001).

Pocos conceptos están tan de moda y aparecen tan a menudo en la literatura académica como el de "democracia deliberativa"; sin embargo, no parece haberse consolidado una agenda de investigación integrada. Al contrario, los dos campos de análisis —la teoría política de la democracia de corte normativo y los estudios sobre participación política de inspiración positivista y empirista— hasta ahora se han ignorado mutuamente, trabajando en "mesas" separadas.

El objetivo de este trabajo es reflexionar sobre qué puede significar hoy la participación política en el seno de democracias representativas. Su pertinencia es bifronte. Por un lado, si se admite que el proceso de democratización de las sociedades modernas pasa por la creación de espacios de deliberación y participación en el seno de los sistemas representativos, la problematización del valor añadido que supone un modelo deliberativo respecto a la democracia realmente existente requiere de un minucioso examen de los límites y desafíos que impone a la naturaleza representativa de estos sistemas; por otro lado, exige un punto de partida que supere el malentendido mutuo que hasta ahora ha sido característico de los diversos campos de estudio que participan directamente en esta cuestión. A medida que desarrollan sus programas de investigación, hipótesis y preguntas, la teoría normativa tiene necesidad del análisis de la sociología y la Ciencia Política empírica, mientras que la Ciencia Política empírica no puede ignorar el mundo normativo de valores en los que estos modelos deliberativos se inspiran.

 

1. Democracia deliberativa. Teoría normativa y Ciencia Política empírica

Las décadas de 1980 y 1990 sirvieron para reavivar un debate en torno a las insuficiencias del modelo liberal representativo. Un debate que —al menos "provisionalmente"— ha culminado en un acuerdo a favor de la llamada democracia deliberativa. Un escenario de escepticismo, frustración y descrédito de los políticos, reavivaron un debate en torno a las insuficiencias del modelo liberal representativo, y encumbró la democracia deliberativa como "modelo alternativo" a la democracia realmente existente, haciendo de lo local y sus instituciones los espacios de recomposición del orden político. Un nuevo orden construido sobre la base de multitud de experiencias de participación ciudadana —jurados ciudadanos, conferencias de consenso, consejos ciudadanos, encuestas deliberativas, entre otros—.

El término de democracia deliberativa fue formulado primeramente por Joseph Marie Bessette (1980) y, desde entonces, son muchos los autores que han hecho eco de este concepto. A partir de ese momento, este giro deliberativo se ha nutrido por autores como Bernard Manin (1987), Joshua Cohen (1986), James Bohman (1997), pero sobre todo Jürgen Habermas (1994; 1998). Los teóricos de la deliberación abandonaron la perspectiva dominante de los modelos participativos en que las decisiones democráticas son representadas como una expresión de las elecciones de las personas, o de la "voluntad popular", y se enfrentaron también a la visión liberal. Su defensa es dada por una alta variedad de autores y desde muy diferentes puntos de vista, lo que no impide que todos ellos compartan un conjunto básico de proposiciones (Habermas, 1994; 1998; Cohen, 1986; Gutmann y Thompson, 1996; Bohman, 1997; Barber, 2004).

Al margen de las grandes diferencias entre todos ellos, comparten un rasgo común: la democracia deliberativa como una concepción epistémica de la democracia. En otras palabras, rechazan la idea de que la vida política se reduce a una mera confrontación entre grupos rivales que persiguen intereses sectoriales y egoístas, y sostienen la necesidad de alcanzar, mediante un debate público algún tipo de bien común. La democracia deliberativa basa su justificación de la legitimidad de las decisiones políticas en términos del valor epistémico de las decisiones, adoptadas a raíz de un procedimiento deliberativo democrático; en este sentido, se afirma que tiene un valor epistémico, toda vez que las condiciones bajo las cuales se desarrolla permiten reputar como correctas las decisiones alcanzadas. Estos autores, no hacen tanto énfasis en una maximización de la participación en términos cuantitativos, sino más bien en su dimensión cualitativa; es decir, no inciden tanto sobre los mecanismos de participación de los ciudadanos en los asuntos públicos, sino sobre el propio proceso de decisión en sí mismo.

En términos de diseño institucional, la ausencia de propuestas institucionales claras y concretas ha sido —y continúa siendo— un rasgo común en la mayoría de los autores. Por otra parte, la mayoría de las propuestas se han caracterizado por un claro idealismo, muchas veces exento de cualquier atisbo de reflexión capaz de incorporar las evidencias empíricas al respecto, aunque con meridianas excepciones (Habermas, 2008); aunque en términos de implementación y práctica ha habido una apuesta generalizada por una mayor y más activa participación de la ciudadanía en la política, tanto así que ha sido común la apertura de nuevas formas de participación o de nuevos espacios de debate y discusión ciudadana, muchas de ellas calificadas deliberativas: agenda 21, asambleas, círculos de estudio, conferencias de consenso, teledemocracia, presupuestos participativos, deliberative polls®, entre otros.

La ausencia de un lenguaje accesible a los investigadores empíricos ha contribuido a consolidar un enorme puente entre lo normativo y la política real. Las investigaciones empíricas habrían resuelto este problema de la mano del desarrollo de un concepto analítico de deliberación que habría menospreciado la clara dimensión normativa que subyace al concepto. Este claro menosprecio ha obviado, por un lado, el modo en que la deliberación se involucra con las restantes variables propias del modelo de democracia en el que se inserta y, por otro, ha contribuido a un proceso de conceptual stretching (Sartori 1991, p. 247 y ss.), es decir, a una supra extensión del concepto al quedar reducido a sus dimensiones analíticas y obviando así la clara diferenciación que cohabita en su interior. En este orden de cosas, los trabajos empíricos sobre la democracia deliberativa se ha concentrado en tres aspectos principales: comprobar los supuestos beneficios que se atribuyen a la deliberación, las condiciones de formación de la opinión y la voluntad políticas, así como sobre las competencias "deliberativas" de los participantes. Se han concentrado en verificar si existe o no discusión pública y si se puede hablar propiamente de una democracia deliberativa, concentrándose sobre algunos espacios específicos, bajo "condiciones de laboratorio". Los estudios empíricos acerca de la deliberación, se han concentrado en medir la calidad de la deliberación en sí misma (Ryfe, 2005), en analizar en qué medida estos foros específicos cumplen con las normas de deliberación o en evaluar el desempeño de las instituciones —parlamentos, tribunales, jurados—. Solo el propio Habermas (2008) ha abordado un análisis conjunto, articulando análisis normativo con estudios o evidencias empíricas, en un intento por construir una agenda de investigación integrada.

El problema de la agenda de investigación sobre la democracia deliberativa no es un caso de problem–driven, es decir, no se trata de desarrollar una teoría política metodológicamente orientada, se trata del caso de uno de esos términos que al pasar a la vida política ven difuminarse sus contornos hasta no saber muy bien de qué se está hablando. No se afirma aquí que esté mal que los términos académicos de claro contenido normativo tengan éxito político, sino que se cuestiona la preparación para dar ese salto. El gran reto al que se enfrenta hoy el modelo deliberativo consiste en el desarrollo de diseños institucionales viables y acordes con los principios enunciados por la teoría deliberativa. El diseño institucional es una labor que se construye al mismo tiempo sobre consideraciones empíricas y normativas, y supone un proceso de ajuste mutuo entre principios normativos y selección de circunstancias empíricas relevantes, bajo el prisma de la condición de factibilidad de tales principios (Goodin, 1996, pp. 53–56); es decir, necesariamente requiere de una articulación conjunta de ambos momentos: normativo y empírico.

 

2. La deliberación como un tipo de participación cualificada. El valor epistémico de la deliberación

La noción de democracia deliberativa adquiere sentido a partir de un entramado de presupuestos. La democracia deliberativa aspira a adoptar las decisiones mediante un proceso intersubjetivo de carácter argumentativo: deliberar es dar y pedir razones, a favor o en contra de nuestras acciones y creencias. Este proceso se somete a una serie de criterios de calidad: la deliberación debe ser inclusiva y cada participante deberá tener la misma posibilidad de ser escuchado, introducir temas, propuestas y enfoques; serán públicas y estarán libres de cualquier coerción externa o interna. Estas condiciones están llamadas a garantizar la adopción de una decisión motivada solo por la fuerza del mejor argumento y que generalmente adoptará la forma de un acuerdo racionalmente motivado (Elster, 2001a; Parkinson, 2003). Desde el punto de vista práctico, la deliberación democrática aparece entendida como una comunicación limitada normativamente, que tiene como objetivo modificar el contenido de la intensidad o la razón de las preferencias, creencias, acciones, o la interpretación de los interlocutores con respecto a asuntos de interés público (Neblo 2005, p. 174).

El punto de conexión entre ambas dimensiones radicaría en que estas condiciones procedimentales no solo están llamadas a garantizar la posibilidad de un juicio imparcial sino que además permitirían un mejor entendimiento de las cuestiones planteadas. En consecuencia, las decisiones alcanzadas no solo son legítimas porque se han adoptado bajo condiciones procedimentales que permiten una toma de decisiones imparcial, sino que además son correctas porque han sido adoptadas sobre la base del mejor argumento, del argumento más racional.1 De este modo, las decisiones alcanzadas serán mejores y más racionales que las que se podrían obtener con respecto a los mecanismos propios de la democracia liberal de carácter agregativo, tales como la negociación o el voto.

Los estudios empíricos empeñados en evaluar la calidad de la deliberación, en su afán por controlar las variables que pueden incidir en el correcto desenvolvimiento de la deliberación —entendida como discusión cualificada—, han obviado el papel de las restantes variables del sistema político en que estos mecanismos se insertan e ignoran toda la complejidad propia de los sistemas políticos contemporáneos, así como el papel de nuestras principales instituciones en los sistemas políticos multinivel (García Guitián, 2012). Obvian no solo el contexto político concreto en el que cualquier propuesta de reforma institucional se inserta, sino también toda la red de procedimientos complejos y difusos para la adopción de decisiones, para elaborar la legislación y para diseño de las políticas públicas.2

La articulación de la representación política está vinculada al concepto moderno de soberanía y constituye la base de la legitimidad de nuestras democracias contemporáneas (Brito y Ruciman, 2008; Palonen, 2008; Habermas, 1998). Si de lo que se trata es de abrir nuevos espacios de participación y discusión en el seno de los Estados democráticos, es imprescindible un minucioso examen de los límites y desafíos que la naturaleza representativa de los sistemas políticos impone a esta apertura. Por eso resulta fundamental aclarar, en primer lugar, el papel que desempeña la representación en estos debates, toda vez que afectarla supone afectar directamente las condiciones y procesos que dotan de legitimidad a nuestras instituciones democráticas.

 

3. La representación política en las teorías deliberativas

En términos teóricos se puede establecer una cierta línea de continuidad entre los llamados modelos participativos y las teorías deliberativas de la democracia; sin embargo, aun cuando la democracia deliberativa pueda entenderse como resultado de una evolución de los modelos participativos, las diferencias entre ambos son significativas. Es cierto que ambos comparten un mismo diagnóstico de los problemas de nuestras democracias pero no así un mismo modo de contenerlos.3 La democracia deliberativa centra su atención, no ya sobre la propia decisión tomada, "la voluntad general", sino sobre el propio proceso de formación; por tanto, la legitimidad de las decisiones políticas no reside en su adopción por una mayoría legitimada sino en que las decisiones se toman tras un proceso de deliberación previa (Manin, 1987, p. 352). Las decisiones son legítimas porque han sido adoptadas en un procedimiento que garantiza la igual participación de los ciudadanos en una deliberación públicamente orientada. Para conseguirlo, hay que participar y fomentar la inclusión real de los ciudadanos, pero no se trata de cualquier participación sino de una participación muy especial, hay que ser capaz de razonar, de exponer argumentos, de escuchar a los demás, de reflexionar. El énfasis se sitúa así en una dimensión cualitativa de la participación, no en una reivindicación de una mayor participación simplemente en términos de cuántos son los que participan.

Siguiendo a Pedro Jesús Pérez–Zafrilla (2010), cabe afirmar que las diferencias entre las diversas propuestas institucionales están en el lugar donde sitúan el valor epistémico que posee la deliberación. Las posturas divergen entre aquellos que atribuyen este valor a la participación directa de la ciudadanía, y aquellos a una adecuada institucionalización de las condiciones procedimentales de la deliberación. En este sentido, de acuerdo con este criterio, se pueden distinguir dos grandes grupos de autores o de propuestas.

Los primeros entienden que la calidad de la deliberación se ve reforzada por la participación directa de la ciudadanía. Una decisión adoptada es más correcta en la medida en que participe el mayor número de personas, que intercambien información. En consecuencia, otorgan un papel fundamental a la participación ciudadana en este proceso e incluso plantean la sustitución de la deliberación de los representantes por la decisión directa de los ciudadanos (Barber, 2004);4 los segundos, por el contrario, sostienen que la calidad de las decisiones deriva de que el proceso deliberativo se desarrolle bajo condiciones determinadas, un proceso cuyo valor epistémico podría verse desestabilizado e incluso entorpecido por la participación directa de la ciudadanía. Es por eso que mantienen intacta la institución representativa —los representantes son los que tienen la última palabra y por ello responden posteriormente—. Para estos autores, la representación política sigue siendo el espacio propio de toma de decisiones y como contrapartida apuestan por extender la deliberación en la sociedad civil (Michelman, 1986; Sunstein, 1988; Habermas, 1998).5

La respuesta de Jürgen Habermas es original en cuanto identifica el poder constituyente en el espacio público deliberativo y hace de este último el centro de su propuesta política. Esta deliberación se sitúa en el seno de la sociedad civil, en las discusiones ordinarias de los ciudadanos sobre la esfera pública. Este espacio público estaría destinado a ejercer la influencia en la forma de una opinión pública informada sobre las instituciones representativas que, en última instancia, conservarían el poder de decisión y articulación (Habermas, 1998, p. 252). Muy similar es la propuesta de autores inscritos dentro del "republicanismo" contemporáneo como Cass Sunstein o Frank Michelman, que también apuestan por una deliberación pública asentada sobre la sociedad civil y, por tanto, separada de los ámbitos de procesamiento de estos inputs y de la adopción de decisiones. Sin embargo, la apertura de la deliberación a la sociedad requiere previamente del cultivo de las virtudes y de un fuerte compromiso cívico de la ciudadanía, lo que Sunstein (1988) calificó como una "república de razones". Esta apertura haría menos probable que las decisiones de los representantes se tomaran teniendo en cuenta únicamente el interés privado o los intereses de los grupos de presión. Aunque la deliberación sea una garantía imperfecta, obligar a ciudadanos y representantes a dar razones basadas en consideraciones acerca del interés general de la comunidad aumentará la probabilidad de que esto sea realmente así (Sunstein 1985, pp.81–84; Sunstein, 1993). No faltan tampoco aquellos autores que, enlazados con el carácter deliberativo originario del gobierno representativo, sitúan la deliberación como la actividad propia de los representantes (Manin, 1998; Spörndli, 2003).

 

4. ¿Qué puede significar hoy la participación política?

Llegados a este punto, la respuesta a esta pregunta viene condicionada por dos importantes puntos para la reflexión. Por un lado, ninguna de las propuestas institucionales de la mayoría de los teóricos de la democracia deliberativa pone en cuestión alguna de las piezas fundamentales del sistema de instituciones políticas de la democracia representativa. Todas las versiones de la democracia deliberativa comparten un mismo diagnóstico: el creciente desapego y el bajo compromiso con la política de los ciudadanos tendrían su origen en las características institucionales del sistema liberal–representativo: "Ni siquiera los promotores de la democracia directa buscan resucitar la democracia asamblearia ateniense, que desde Tucídides ha sido desacreditada" (Rubio Carracedo, 2000, p. 76). De hecho, ninguno de los modelos planteados hasta el momento ha pretendido recrear un modelo alternativo completamente a la democracia representativa, en el mejor de los casos han propuesto que sus "defectos" se corrijan mediante la apertura de espacios de participación y deliberación política.

Detrás de las discusiones sobre la representación política se esconde un debate en torno a la razón de ser de su existencia. La existencia del mecanismo de representación se ha justificado por la imposibilidad de la participación material de todos los ciudadanos en la elaboración de las normas generales, debido al tamaño físico de la colectividad y a los inconvenientes que generaría en sociedades grandes, complejas y densamente pobladas (Montesquieu, 2001; Mill, 2001). No se puede esperar que todos los ciudadanos destinen el tiempo y el esfuerzo necesario para participar en las decisiones políticas. Por eso sería preciso que sean individuos especialmente designados los que realicen esta labor. La superioridad del sistema representativo estribaría entonces en que constituye la forma más apropiada de gobierno para las condiciones de las sociedades modernas, donde los ciudadanos ya no gozarían del tiempo libre que se requiere para prestar atención a los asuntos públicos.6

Aun cuando este argumento esconde gran parte de verdad, desconoce la abrupta ruptura que se produce en el concepto de representación moderno, respecto al propio de la mentalidad medieval. Limitándose a esas apreciaciones, se obvia aquí el cambio drástico del modelo de legitimidad del poder político que se produjo con ocasión de las revoluciones francesa y americana, que es el que sirve de base para formular la idea del gobierno representativo. La representación política no se justificaba en términos de una segunda mejor alternativa —second best— frente a una participación directa de la ciudadanía. La articulación de la representación política está vinculada al concepto moderno de soberanía y constituye la base de la legitimidad de nuestras democracias contemporáneas (Brito y Ruciman, 2008; Palonen, 2008). La existencia de la representación política no responde en ningún caso a una elección de segundo orden, al contrario encuentra su justificación en la necesidad de reconstruir teóricamente la unidad del poder y superar la pluralidad de intereses presente en la sociedad (Rubio Carracedo, 2000 p. 117). El significado originario de representación política es la actuación en nombre de otro en defensa de sus intereses, en que la parte principal —la nación— cede al representante el papel de defender y difundir sus intereses.

La representación política, en efecto, tiene un contenido cualitativamente importante: el representante no solo defiende y difunde los intereses de la nación, sino que ostenta el poder de racionalizarlos y desarrollarlos. Las elecciones de representantes está llamada a ser un instrumento unificador frente a una sociedad dividida con intereses distintos; no buscan reforzar esas divisiones sociales prexistentes, sino atenuarlas y compensarlas; no se limita a reflejar en un cuerpo institucional la realidad social, sino que pretende generar un cuerpo deliberante que filtre y descubra, mediante el debate y la argumentación, el verdadero interés de la nación. Es por esto que, para buena parte de los demócratas deliberativos, la existencia de la representación política no se ve como un problema. De este modo, la pregunta quedaría replanteada en los siguientes términos: ¿en qué medida la deliberación y la participación directa de la ciudadanía pueden contribuir a superar los problemas actuales de la representación política? La respuesta queda circunscrita así al tipo de relación que estos órganos o instituciones deliberativas y de participación directa deben mantener con los órganos representativos electorales. Sin embargo, ni Habermas ni otras teorías de la democracia deliberativa parecen ofrecer una respuesta que no suscite dudas importantes.

Por un lado, la respuesta a la cuestión de si estos espacios de participación directa deben o no tener un poder decisorio y vinculante, plantea importantes problemas de legitimidad. Si se quiere que estos órganos participativos tengan capacidad decisoria, su existencia será paralela a la de los órganos representativos electorales ya existentes. Si los cauces representativos normales deben complementarse con la apertura de instancias de participación directa, la coexistencia de estos foros con los parlamentos será paralela y —por tanto— también su legitimidad. Como consecuencia, ¿qué sucedería en el caso de qué la decisión emanada de estos órganos contradiga la decisión emanada desde los representantes? Bien puede observarse que la participación directa de la ciudadanía podría contribuir a una deslegitimación de la autoridad de los órganos representativos (García Guitián, 2009, pp. 49–51).

Por otro lado, será necesario revisar el modelo de representación que mantienen estos órganos participativos con los ciudadanos. En otras palabras, la creación de estos cauces de participación directa trae consigo un nuevo problema, la representatividad de los ciudadanos. Cuando participan directamente, pueden hacerlo bien como representantes de sí mismos, bien como representantes de otros. Es en este último punto en el que surgen los problemas más graves. Estos mecanismos participativos, si ostentan un poder decisorio y vinculante para toda la comunidad, en última instancia imponen una nueva forma de representación, que depende no ya de la elección por parte de toda la ciudadanía sino de su participación activa. La participación bien podría evitar algunos de los problemas de la representación política actual pero a la vez impone nuevas preocupaciones como son los criterios de selección de estos participantes (Warren, 2008, p. 50; García Guitián, 2009, pp. 46–47; Urbinati y Warren, 2008).

Sin embargo, hay un tercer problema que aún no se ha abordado y que remite al carácter costoso y condicional de la participación. La participación se encuentra condicionada por factores motivacionales y estructurales. Su desarrollo a gran escala cuenta con evidentes limitaciones como la escasez de tiempo —disponibilidad para participar— y espacio —ubicación de la reunión—,7 así como por factores motivacionales como la confianza en las instituciones, en el propio proceso democrático o el propio interés por la política; y por lo tanto, afectada por los mismos problemas de apatía y desinterés que afectan actualmente a los sistemas representativos. Es más, el carácter condicional de la participación, así como los problemas aquí expuestos parecen jugar a favor de la representación política.

El incremento del número, la creciente complejidad de las decisiones a adoptar en las sociedades modernas, unido a las limitaciones de habilidades, tiempo y atención que las decisiones requieren en los sistemas democráticos, parece que convergen en limitar el potencial racional de la participación (Warren, 1996a). Como bien sugieren algunos autores, la representación política podría ayudar a mejorar la calidad deliberativa del sistema. Si la representación no es un compromiso desafortunado entre un ideal de democracia directa y la desordenada realidad moderna (Plotke, 1997 p.19), si la institucionalización de la democracia deliberativa requiere de una separación en ámbitos institucionales y en momentos distintos el proceso deliberativo de la toma de decisiones, bien podría ser que la representación política pudiera desempeñar un papel clave para forjar el carácter democrático–discursivo de la política.

La representación podría ayudar a resolver un problema epistémico, y es que como señala Roberto Gargarella (2001, pp. 325 y 328), la imparcialidad exige que se traten las preferencias de los otros como si fueran propias, pero que resulta complicado de satisfacer por las dificultades para ponerse en el lugar de los otros. En este sentido, un sistema representativo —plenamente representativo— puede ayudar a afrontar estas dificultades, porque los otros estarán allí para hacer que se respeten sus preferencias.8

La representación puede facilitar que la deliberación no tenga que estar condicionada por el tiempo, el espacio y la necesidad de tomar una decisión, que puede perjudicar la calidad de sus resultados. La separación en distintos momentos de la deliberación y la toma de decisiones, al contrario de lo que ocurre con la democracia directa, permitiría a los ciudadanos que la deliberación no estuviera condicionada por esos factores que pueden perjudicar la calidad de sus resultados. La representación crearía distancia entre el discurso y los momentos de decisión. En este sentido, la representación permitiría: "una mirada crítica al mismo tiempo que protege a los ciudadanos del acoso de las palabras y las pasiones que la política genera" (Urbinati, 2000, p. 768).9

No se debe olvidar que la participación política en las democracias modernas no solo se limita a la elección de representantes, en ellas existen —de iure y de facto— múltiples formas de participación, algunas de carácter institucionalizado: referendos, derechos de petición, revocatorias de mandato, iniciativa legislativa popular; y otras menos institucionalizadas: huelgas, manifestaciones, recogida de firmas, entre otras. En cualquier caso, lo más importante es que, ni en sus formas más restringidas, la votación es la única forma de participación.10 Y ni aun así se consigue una implicación masiva de la ciudadanía en estos procesos.

La representación moderna cumple una función legitimadora que impide descartarla sin más. Las dificultades señaladas en relación con la apertura de instancias de participación directa obliga a repensar la deliberación, a analizar la participación y la deliberación desde el discurso de la representación. Detrás del discurso crítico a muchos de los elementos de la democracia representativa —partidos políticos, sistema electoral, parlamentos—, parece que late una aspiración normativa de un ideal de ciudadano que no existe y que nada tiene que ver con los medios y posibilidades realmente existentes. Es por eso que quizás antes de ahondar en los potenciales beneficios de la participación e implicación directa de la ciudadanía, se deba ahondar más en las causas reales de este creciente desinterés.

 

Conclusiones

El análisis crítico realizado sobre los debates en torno a la institucionalización del modelo deliberativo ha puesto de manifiesto la gran heterogeneidad de propuestas que abarca esta teoría de la democracia. Muy lejos queda del tema extendido de una reforma del sistema político vigente, basada en la alteración de su naturaleza representativa. En este sentido, parece que la mayoría de los autores han asimilado que las condiciones de complejidad que rodean la política contemporánea hacen inevitable la representación política e imposibilitarían su sustitución por la participación directa de la ciudadanía.

Sin embargo, esta aceptación de la representación política no ha culminado con este debate; es más, muchos de los teóricos deliberativos siguen apostando por la ampliación de la participación directa de la ciudadanía, basándose en su supuesto valor epistémico. En este sentido, se ha podido constatar una interesante paradoja: al tiempo que se produce un incremento de la desconfianza en las instituciones y que aumentan los niveles de desinterés y descontento con lo político, se apuesta decididamente por una mayor participación ciudadana en los asuntos públicos. La razón reside en que todos parecen compartir un mismo diagnóstico: el creciente desapego y el bajo compromiso de los ciudadanos con la política tendría su origen en las características institucionales del sistema liberal–representativo. En consecuencia, alterando las características institucionales de las democracias, cambiaría el sujeto político que las habita.

El incremento del número, la creciente complejidad de las decisiones a adoptar en las sociedades modernas, unido a las limitaciones de habilidades, tiempo y atención que estas decisiones requieren, convergen en limitar el potencial racional de la participación (Warren, 1996a); sin embargo, se apuesta por otorgar a la participación directa de la ciudadanía un papel protagonista, como si todas las decisiones en nuestros sistemas democráticos pudieran someterse a extensos e intensos debates ciudadanos. En este sentido, en este trabajo se ha defendido que la democracia deliberativa debería apostar por una división del trabajo. Desde esta perspectiva, el peligro potencial de deslegitimación del sistema democrático no proviene sino de la pérdida del impacto de los parlamentos y del crecimiento de la brecha política generalizada entre los ciudadanos y las instituciones políticas.

Hay dos formas de continuar el camino emprendido: proseguir con la teorización de mecanismos alternativos a la representación o articular una teoría sobre la manera de aumentar la calidad de la representación y, por ende, de la propia democracia. Desde el punto de vista normativo, la corriente principal es la democracia deliberativa, pero esta apuesta por una política deliberativa no debe suponer la sujeción de todos los procesos políticos a debate público, ni el desmantelamiento de toda forma institucional representativa en beneficio de una radical descentralización participativa.

La deliberación puede ayudar a entender sistémicamente estos procesos de reforma, destacando su presencia en diferentes instituciones y procedimientos quizás de funcionamiento paralelo y que afirman representatividad y legitimidad propias. Lo que queda claro es que, en este juego simultáneo de legitimidad y modus operandi, es preciso evitar el falso y peligroso argumento de una legitimidad "de la calle", enfrentada a la legitimidad parlamentaria, un escenario ante cuyos efectos podríamos no estar preparados.

 

Notas

* Artículo derivado del subprograma de proyectos de investigación no orientada 2008–2011 Las consecuencias políticas de la crisis económica, referencia CSO2011–28041. Investigador principal: Fernando Vallespín.

1 El procedimiento democrático tendería a producir decisiones correctas —epistemic proceduralism— (Estlund, 2008). En otras palabras, son capaces de explicar por qué los principios que subyacen al procedimiento democrático también pueden justificar que los resultados son correctos de acuerdo con algún criterio sustantivo de justicia (Brettschneider, 2007, p. 18).

2 Aunque la mayor parte de estas propuestas se han originado en América del Norte o Europa, en España destacan los trabajos y experiencias puestas en marcha por el equipo de investigación de Joan Font, que ha dirigido muchos proyectos de investigación aplicados a la participación ciudadana en la toma de decisiones para diferentes ayuntamientos y administraciones públicas. Su equipo ha replicado una encuesta deliberativa en Córdoba sobre ocio juvenil (Font, 1996; 2011; Font y Blanco, 2007; Cuesta, Navarro y Font, 2009; Jorba, 2008; 2010). A pesar de esto, cada vez son más frecuentes los trabajos y propuestas pensadas para la realidad latinoamericana (De Sousa Santos y Avritzer, 2004; Goldfrank, 2006). Para una revisión de la importancia de las variables contextuales en la implementación de la democracia deliberativa, véase Juan Esteban Ugarriza (2012).

3 Para artículos relevantes sobre las diferencias y similitudes entre modelos participativos y la democracia deliberativa, véase Mark Warren (1996b); Emily Hauptmann (2001).

4 Tal es el caso de la Directly Deliberative Democracy y la Empowered Participatory Governance. Ambas propuestas comparten la premisa de que el mejor modo de controlar la acción política de los gobernantes es mediante la participación directa de la ciudadanía (Cohen y Sabel, 1997; Cohen y Rogers, 1998; Fung y Wrigh, 2001).

5 Se opera una distinción clara entre las instituciones propias del Estado de derecho, en particular el gobierno representativo —deliberación formal— y la deliberación pública que tiene lugar en el seno de la sociedad civil —deliberación informal—. Esta es la postura de Jamers Mansbridge (1983), James Fishkin (1995), Gutmann y Thompson (1996), Carlos Santiago Nino (1997), John Dryzek (2001).

6 De este modo, la diferencia más importante respecto de la democracia antigua radica en la distinción entre gobierno directo e indirecto. Bajo la democracia representativa, el pueblo se gobierna por sí mismo indirectamente o a través de representantes. La representación política se presenta así como un mero sucedáneo de la democracia directa.

7 Lo que Dryzek (2001, p. 652) denomina "constricción de la economía deliberativa".

8 La propuesta se inspira directamente en la lectura "deliberativa" de las instituciones representativas de Estados Unidos, muy en la línea de autores republicanos como Sunstein o Michelman. Aunque este artículo difiere de las propuestas de estos autores, se comparte con ellos no solo la ineludibilidad de las instituciones representativas, sino también las virtudes de la representación para lograr el objetivo de hacer al sistema político "más deliberativo", (Gargarella, 2001; Elster, 2001b). Sobre algunas críticas a los planteamientos neo–republicanos, véase Roberto García Alonso (2010; 2013).

9 Sobre las implicaciones para el ejercicio de la representación política y de la relación entre representantes y representados, a la luz de recrear una relación mediada por procesos deliberativos, véase Mansbridge (2003). Para una mirada parcialmente opuesta a la que aquí se presenta, que llama la atención sobre las posibilidades de la deliberación en el seno mismo de los parlamentos, véase Juan Gabriel Gómez Albarello (2012).

10 Existen cauces de participación formal —es decir, institucionalizada—, pero también de carácter no formal; existen múltiples tipologías construidas desde criterios parecidos pero no idénticos —participación electoral versus no electoral, participación convencional versus no convencional; participación basada en la voz versus participación basada en la salida— (Montero, Teorell y Torcal, 2006; Barnes y Kaase, 1979; Hirschman, 1977; Verba y Nie, 1972; Verba, Nie y Kim, 1978).

 

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