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Estudios Políticos

Print version ISSN 0121-5167On-line version ISSN 2462-8433

Estud. Polit.  no.47 Medellín July/Dec. 2015

https://doi.org/10.17533/udea.espo.n47a06 

SECCIÓN GENERAL

 

DOI: 10.17533/udea.espo.n47a06

 

El laberinto de las sombras: desaparecer en el marco de la guerra contra las drogas *

 

The Labyrinth of Shadows: Disappear in the Context of Mexico's Drug War

 

 

Carolina Robledo Silvestre (Colombia)1

 

1 Comunicadora Social y Periodista. Magíster en Desarrollo Regional. Doctora en Ciencias Sociales. Investigadora del Instituto de Investigaciones Sociales, Universidad Autónoma de Baja California, México. Correo electrónico: carolinarobledosilvestre@hotmail.com

 

Fecha de recepción: abril de 2014

Fecha de aprobación: octubre de 2014

 

Cómo citar este artículo: Robledo Silvestre, Carolina. (2015). El laberinto de las sombras: desaparecer en el marco de la guerra contra las drogas. Estudios Políticos, 47, Instituto de Estudios Políticos, Universidad de Antioquia, pp. 89-108. DOI: 10.17533/udea.espo.n47a06

 


RESUMEN

En este artículo se propone un análisis de la desaparición de personas como un hecho sociohistórico que se ha transformado sustancialmente en las últimas dos décadas en México, tanto en la práctica como en el discurso, con el paso de un contexto de guerra sucia a un contexto de guerra contra las drogas. Las desapariciones, que antes se explicaban bajo el marco de la represión política, hoy ofrecen contornos menos claros sobre motivos y actores asociados al fenómeno. Este documento es fruto de un trabajo de campo cualitativo de más de cinco años en la ciudad de Tijuana, y de revisión documental y hemerográfica que recoge textos desde inicios de la década de 1990. La información recabada indica que las disputas simbólicas actuales en el campo de la desaparición, empujadas principalmente por los movimientos de víctimas, están ampliando los marcos de reconocimiento en torno a la desaparición de personas en contextos de violencia criminal.

Palabras clave: Guerra Sucia; Guerra Contra las Drogas; Desaparición Forzada; Violencia; Víctimas; México.


Abstract

This article presents an analysis of the phenomenon of missing persons understood as a socio–historical fact that has been substantially transformed in the last two decades in Mexico, both in practice and discourse, passing from a Dirty War context to the Drug War. Forced disappearances, previously explained within the framework of political repression, today offer less clarity on the motives and actors associated with the phenomenon. This document is the result of a qualitative fieldwork over five years in the city of Tijuana, and a literature review that includes texts from the early 90's and newspaper archives. The information collected indicates that current symbolic disputes in the field of forced disappearances, under the pressure exerted by victims' movements, are expanding the frames of recognition around the phenomenon of missing persons in the context of criminal violence.

Keywords: Dirty War; War on Drugs; Forced Disappearance; Violence; Victims; Mexico.


 

 

Introducción

El 26 de septiembre de 2014 en el poblado de Ayotzinapa, Estado de Guerrero, 43 jóvenes estudiantes de la Normal Superior Raúl Isidro Burgos1 fueron interceptados por policías municipales que abrieron fuego en contra del bus en que se transportaban hacia una manifestación pública. Después de rafaguearlos, acabando con la vida de tres de ellos y otros tres civiles, los jóvenes fueron transportados en camionetas hacia el poblado de Cocula, en donde desaparecieron después de ser entregados al grupo armado Guerreros Unidos. La desaparición de los jóvenes despertó una movilización masiva nacional e internacional obligando al Gobierno a asumir la responsabilidad por el crimen y a movilizar su aparato de procuración de justicia para la búsqueda; asimismo, evidenció la colusión de diferentes órdenes del Estado con grupos delictivos y la insuficiencia de los marcos de la violencia política tradicional para explicar la desaparición forzada de estos estudiantes y de los más de veintidós mil desaparecidos que se cuentan en los últimos siete años en México (Merino, Zarkin y Fierro, 2015).

Para entender este tipo de violencia relacionada con las desapariciones recientes, se propone partir de una revisión del contexto en el cual ocurren, iniciando con el periodo de la guerra sucia como referente histórico para entender la desaparición en el México de la guerra contra las drogas.

Las desapariciones ocurridas en las últimas dos décadas son sustancialmente diferentes a aquellas ocurridas en la llamada guerra sucia. Estas diferencias se relacionan con los cambios en el ejercicio de una violencia imprecisa y difusa, con la posición del Estado respecto al fenómeno y con la emergencia de discursos y prácticas relativas a los derechos humanos, las mismas que enmarcan nuevas formas de protesta y de respuesta institucional al problema de la desaparición.

 

1. Cambios históricos para entender la desaparición en México

En términos formales, la desaparición forzada o desaparición involuntaria de personas designa a un tipo de delito complejo que supone la violación de múltiples derechos humanos que, en determinadas circunstancias, constituye un crimen de lesa humanidad. La apropiación y el ejercicio de este discurso tiene expresiones locales que están determinadas por factores políticos, económicos, sociales y culturales del contexto en que suceden los hechos (Estévez, 2007). Pese a la universalidad de los márgenes formales del delito, es diferente hablar de desapariciones en la guerra sucia y en la guerra contra las drogas. Los modos en que se interpreta y actúa frente al fenómeno cambian sustantivamente de un contexto a otro.

Si bien el término guerra sucia remite a los procesos de violencia política que tuvieron lugar en la década de 1970 —especialmente en el centro y sur del país—, aún continúa vigente para señalar la acción represiva por parte del Estado en contra de aquellos considerados enemigos públicos. Por su parte, la guerra contra las drogas se entiende como un periodo de tiempo acotado a la aplicación de una política de seguridad nacional que incluye la intervención militar y policiaca del Gobierno federal, así como las acciones de delincuencia organizada simultáneas y anteriores a dicha intervención (Robledo, 2013);2 es decir, todas aquellas acciones realizadas por tres o más personas organizadas para cometer en forma permanente o reiterada, conductas delictivas, así como la acción policiaca y militar para repelerlas.3

Hasta la década de 1990, el análisis de la violencia en México y América Latina tenía contornos bien definidos. Básicamente se limitaba a los conflictos políticos internos y a la lucha que los gobiernos militares o civiles sostenían contra los enemigos del Estado —el comunismo, la guerrilla y sus organizaciones clandestinas— (Alba y Kruijt, 2007, p. 485). Esta violencia dominó durante décadas el espectro de interpretaciones sobre los hechos violentos —y las desapariciones—, hasta que la delincuencia organizada asociada al tráfico de drogas irrumpió en el espacio público como protagonista de la agenda política. Si bien el narcotráfico hacía parte de la vida política y económica de una parte significativa del territorio mexicano desde mediados de la década de 1940, se trató de un fenómeno relativamente controlado hasta la década de 1980, gracias a la centralización efectiva del Estado mexicano. Desde allí se gestionó la organización eficiente y pacífica del mercado, a cambio de la aceptación de impuestos extraídos de la actividad criminal (Palacios y Serrano, 2010).

El desmantelamiento de la práctica autoritaria dominante, y otros factores internos y externos, empezaron a transformar esta aparente pax a finales de la década de 1990. La descapitalización del campo y la implantación de políticas antidrogas en el marco de la descentralización administrativa, fortalecieron los arreglos locales y regionales de ciertos actores involucrados en el narcotráfico y en la política (Maldonado, 2012), y generaron crisis en otros (Guerrero, 2011). En Tijuana, particularmente, el desmantelamiento de los acuerdos que sostenían la repartición del poder llevó a los brazos armados del Cártel Arellano Félix y del Cártel de Sinaloa a disputar la plaza, a la vez que se incrementaban las acciones de delincuencia común a través de las cuales sostenían a sus ejércitos. Bajo la acción de "El Teo" —lugarteniente del Cártel de Sinaloa en Tijuana— los levantones y secuestros empezaron a ser menos selectivos y más violentos, afectando a poblaciones que antes se consideraban seguras.

A estas dinámicas propias de la ciudad fronteriza se sumaron factores externos como la implementación de políticas antidrogas en Sudamérica, que hicieron de México un espacio privilegiado para abastecer el mercado norteamericano4 y la apertura económica que propició la emergencia de organizaciones criminales transnacionales (Maldonado, 2012; Palacios y Serrano, 2010; Alba y Kruijt, 2007).5

La producción y el tráfico de drogas aumentó de manera acelerada, fortalecidos por la entrada de exmilitares que aprovecharon una infraestructura de inteligencia militar mucho más desarrollada, fusionados con los cárteles de la droga y con las bandas criminales (Alba y Kruijt, 2007). En estos espacios empezaron las manifestaciones de violencia asociadas con la presencia y actuación de nuevos actores, incluyendo "la violencia criminal de la calle, los motines y los disturbios, la 'limpieza social' y los ajusticiamientos, la arbitrariedad de la policía, las actividades paramilitares, las acciones guerrilleras de la época de la posguerra fría, etc." (Alba y Kruijt, 2007, p. 491), caracterizados por una violencia privatizada, globalizada, centrada en el negocio, desinhibida y desterritorializada (Kiza, Rathgeber y Rohne, 2006).

El ejercicio de este tipo de violencia se relaciona con intereses particulares, generalmente asociados al flujo de dinero y a la apropiación de territorios, lo que no implica que el Gobierno haya perdido completamente la capacidad para ejercer la violencia o sembrar el terror, sino que sus prácticas han mutado en relación con nuevas alianzas y formas de operar en la consecución de nuevos intereses. Dichos espacios de ilegalidad son alimentados por la exclusión social de vastos segmentos de la población, intensificada a partir de la década de 1990 (Valenzuela, 2009) y por un sistema policial y judicial con graves fallas (Carbonell y Ochoa, 2008).

A esta red de fenómenos complejos se debe sumar la respuesta del Estado mexicano, que privilegia el uso de la fuerza para obtener resultados en la guerra contra las drogas, con dos consecuencias inmediatas: "Por un lado, la militarización de las políticas antinarcóticos en la región empujaría a los criminales a recurrir cada vez más a métodos violentos y propiciaría a su paso la resistencia armada a estas políticas" (Palacios y Serrano, 2010, p. 140). Y por otro lado, el incremento del abuso de la fuerza por parte de las corporaciones policiacas y militares en este contexto de securitización:

Las fuerzas armadas mexicanas han cometido una amplia serie de violaciones a los derechos humanos, en sus esfuerzos por combatir los grupos del crimen organizado, incluyendo asesinatos, desapariciones y tortura. Casi ninguno de estos abusos se ha investigado adecuadamente, exacerbando el clima de violencia e impunidad en muchas partes del país (Human Rights Watch, 2013, p. 246).

Estos nuevos tipos de violencia han dejado un saldo de 4000 cuerpos en 400 fosas comunes (La Jornada, 2014, febrero 14), cuarenta mil muertos y por lo menos veintidós mil desaparecidos en los últimos ocho años (Merino, Zarkin y Fierro, 2015).6 Al mismo tiempo, los grupos de la delincuencia organizada han sufrido un largo periodo de inestabilidad y fragmentación, resultando en su atomización en células criminales menores, compuestas por sicarios dedicados principalmente al narcomenudeo y la extorsión (Guerrero, 2013). Han aparecido así organizaciones de "tercera generación", desprendidas de grupos mayores que operan de forma autónoma, aunque mantienen vínculos con el cártel que les provee de drogas y recursos a cambio de la protección de sus intereses en una localidad determinada (Guerrero, 2013). Así, el marco de la represión se sustituyó por un nuevo espectro de fuentes de violencia complejo y diverso.

 

2. De la represión a la confusión

Hasta hace unos años, la desaparición en México se anclaba a la guerra sucia, como parte del conjunto de medidas de represión militar y política encaminadas a disolver los movimientos de oposición que resistían al poder representado en el Partido Revolucionario Institucional (PRI). Durante este periodo, que algunos enmarcan entre 1968 y 1982 (Coordinación de la Campaña, 2014), desaparecieron al menos quinientas personas (CMDPDH, 2008).7

La noche de Tlatelolco —2 de octubre de 1968— se constituyó como el momento emblemático de ese periodo represivo, debido a la gran cantidad de víctimas generadas por la acción de las autoridades federales en su objetivo de desahogar el movimiento estudiantil, en que por lo menos dos mil personas fueron arrestadas y una cantidad aproximada de doscientas, asesinadas; simultáneamente, estados como Guerrero experimentaban el hostigamiento constante de militares en contra de los movimientos de resistencia asociados con la guerrilla de Lucio Cabañas (CMDPDH, 2008).

Aunque la guerra sucia de la década de 1970 representa un hito para entender la desaparición en el México contemporáneo, no es un suceso privativo de este periodo. Se trata, de hecho, de una estrategia de represión que continúa a pesar de las transformaciones en los marcos y las modalidades de la violencia. Aun con la firma de acuerdos internacionales que previenen y procuran la erradicación de la desaparición, sigue habiendo "desaparecidos por cuestiones políticas, personas que son consideradas 'enemigas' del Estado y 'peligrosas' para los intereses de quienes detentan el poder" (Romo y Ariana, 2011, p. 19).

Entre los casos más recientes de desaparición forzada que han llamado la atención general, se encuentran los de Edmundo Reyes Amaya y Gabriel Alberto Cruz Sánchez, militantes del Ejército Popular Revolucionario (EPR), desaparecidos el 24 de mayo de 2007, capturados por autoridades estatales bajo acusaciones de "delincuencia organizada" y "privación ilegal de la libertad". Esta imputación implica un nuevo lenguaje para justificar las desapariciones cometidas bajo formas tradicionales de represión. En este caso, la delincuencia organizada aparece como una categoría propia de la guerra contra las drogas, que marca un camino para interpretar los hechos de violencia de los últimos años. Al respecto, el Partido Democrático Popular Revolucionario–Ejército Popular Revolucionario (PDPR–EPR) señala que la guerra sucia continúa vigente a pesar del cambio de discurso:

Ni ajustes de cuentas, ni "levantones sin intención de rescate", ni "daños colaterales", ni mucho menos muertes de "civiles" en fuego cruzado, todos son asesinatos premeditados, asesinatos de Estado que se configuran bajo la estrategia de "limpieza social" y el control contrainsurgente de la población por medio del terrorismo de Estado (2011, p. 661).

La lucha contra la delincuencia organizada es entendida por estos grupos como una "coartada" para mantener el control de la oposición y el monopolio de la fuerza, y este solapamiento de prácticas y discursos promueve rupturas en las formas de explicar la desaparición.

Desde la primera intervención del presidente Felipe Calderón como mandatario, se hizo evidente el objetivo central de su proyecto de nación de erradicar la delincuencia organizada, definiéndola como la principal amenaza para el país. Desde entonces, la política de seguridad nacional se convirtió en el centro de la agenda pública y la palabra guerra empezó a dotarse de sentido a través del discurso y la acción del ejecutivo federal (Rábago y Vergara, 2011).8 En este contexto, los familiares de los desaparecidos se organizaron motivados por un sentimiento de agravio sostenido en la impunidad y la estigmatización, imputando el discurso oficial que ha puesto bajo sospecha a las víctimas, identificándolas como parte del crimen, y denunciando la impunidad, que en México alcanza cifras alarmantes (Acosta, 2011).

La construcción de sus narrativas de protesta configuró tramas de culpabilidad, responsabilidad y valor atribuido a diferentes actores que intervienen en el espacio social del conflicto, aunque estos contornos siguen siendo difusos. Si durante la guerra sucia la imputación de responsabilidades quedaba enmarcada en un cuadro fácilmente reconocible de actores involucrados, en la guerra contra las drogas esos marcos son menos claros.9

 

3. Imputación de responsabilidades

La construcción de las categorías y de los sujetos que participan de la violencia resulta fundamental para configurar la lucha de los familiares de desaparecidos en el terreno público. Identificar a los responsables de las desapariciones marca el tono de la disputa, la relación con el Gobierno y la manera en que la sociedad integra las desapariciones a su historia; por eso, la lucha de los familiares se centra en la búsqueda de la verdad, que implica no solo encontrar a los ausentes sino también en identificar y castigar a los culpables.

En la revisión de prensa de diarios de la ciudad de Tijuana entre 1990 y 2010, se observó que las desapariciones hacen parte de la agenda mediática local desde mediados de la década de 1990. En la mayoría de los casos documentados se cita como responsable a las fuerzas armadas oficiales pero, a diferencia de la guerra sucia, se indica que estas no actuaban solas o en el marco exclusivo de la represión política (Reforma, 1997, octubre 8, p. 54). En el mes de agosto de 1997, el New York Times denunció la desaparición de por lo menos noventa personas en la frontera norte de México, entre ellas ocho ciudadanos estadounidenses, como resultado de detenciones por parte de oficiales del Estado mexicano, contratados por traficantes para eliminar rivales o castigar deudores (Dillon, 1997, septiembre 7); en otros casos, se denunció la desaparición de testigos clave en la persecución a los cárteles.10 En estas versiones del fenómeno, se hace evidente el grado de corrupción, complicidad y colusión entre los criminales, y algunas esferas de los gobiernos local y federal. La identificación de los actores se complejizaba debido a la irrupción en la prensa de entonces de nuevas categorías como narcomilicia, narcopolicías, "comandos negros" o "escuadrones de la muerte", relacionadas al fenómeno de las desapariciones (El Financiero, 1997, agosto 11, p. 54; Frontera, 2007, noviembre 9).

Para finales de la década de 1990 se experimenta un descenso en dichos eventos —o al menos en su cobertura— a causa de la detención del general Jesús Gutiérrez Rebollo, que habría estado detrás de las desapariciones ocurridas hasta entonces.11 Con su detención, la institución castrense buscó purgar su imagen y orientar el tema de la responsabilidad como el resultado de una fuerza exógena que corrompía fracciones de una institución decorosa y no como una política de Estado.

Mientras en la guerra sucia el Gobierno —como ente cohesionado representado por el Presidente y las Fuerzas Armadas— se posicionó como oponente único y global del reclamo de los familiares de desaparecidos, en el marco de la guerra contra las drogas en Tijuana, las primeras denuncias alrededor de la participación clara de los agentes del Estado se fueron desvaneciendo con el tiempo. La experiencia de las nuevas formas de violencia cerró estos procesos que se gestaban desde la década de 1990, y de ser el principal responsable de las desapariciones el Estado se convirtió en corresponsable de la situación —al menos discursivamente—.

En entrevistas con los familiares de desaparecidos,12 asoma constantemente la referencia al Gobierno corrupto y, en algunos casos, el señalamiento directo de funcionarios implicados en las desapariciones; pero en términos del discurso colectivo–público, estas manifestaciones de culpabilidad se pierden en la condición borrosa de la violencia y sobre todo en la incapacidad de demostrar responsabilidades en un estado permanente de impunidad. Sin investigaciones no es posible definir responsabilidades.

En una reunión celebrada en el Palacio de Gobierno entre representantes de la Secretaría Estatal de Seguridad, la Procuraduría General de Justicia del Estado (PGJE) y la Asociación Ciudadana Contra la Impunidad,13 Fernando Ocegueda —líder del colectivo—, al dirigirse a Fermín Gómez —entonces subprocurador de delincuencia organizada de la Procuraduría General de Justicia—, intentó introducir el tema de la participación de agentes policiales en el secuestro de un joven:

Fernando: No se le olvide que usted tiene ahí trabajando a dos agentes en antisecuestros que están señalados por don Toño14 y ahí siguen, ¿qué van a hacer con esas personas?

Fermín Gómez: Sí, bueno, vamos por pasos, de eso ya se está encargando Asuntos Internos. Tenemos que esperar a que ellos hagan su trabajo (anotaciones de diario de campo, septiembre 1.°–24, 2010).

Aunque el Gobierno no niega que exista responsabilidad por parte de alguno de sus elementos, estratégicamente desplaza el tema hacia un asunto de control interno o configura discursos de contención que protegen a la institución del cuestionamiento. De este modo, y marcando una distancia sustantiva con las formas de lucha por los desaparecidos de la guerra sucia, su responsabilidad es desplazada del centro de disputa.

El Grupo de Trabajo sobre Desapariciones Forzadas o Involuntarias de la ONU en su visita a México en 2011, indicó que los casos de desaparición están rebasando el marco jurídico y que debe acoplarse a las exigencias internacionales pero también al contexto: "[La ley] no incluye la posibilidad de que las desapariciones forzadas sean perpetradas por grupos organizados o particulares que actúen en nombre del Gobierno o con su apoyo directo o indirecto, autorización o aquiescencia" (ONU, 2011).

Una parte significativa de los familiares que denuncian la desaparición de sus seres queridos indican la participación de grupos de hombres fuertemente armados, identificados con emblemas de corporaciones oficiales, como los responsables de las desapariciones (comunicación personal con Yessica, esposa de desaparecido, mayo 5, 2010; y Rodrigo, hermano de un desaparecido, noviembre 23, 2010); otros confirman que ministerios públicos en activo participaron de las negociaciones de rescate de los secuestrados que no regresaron a casa; y algunos otros cuentan con pruebas que revelan la responsabilidad de funcionarios de alto nivel en la planeación y ejecución de dichas desapariciones. La mayoría denuncia la negligencia en la investigación y el trato denigrante de las autoridades (anotaciones de diario de campo, mayo 1.°–31, 2010; septiembre 1.°–30, 2011). Pero más allá de estos indicios, el señalamiento al Gobierno como responsable directo es una tarea cada vez más compleja en el laberinto de sombras que impone este contexto de violencia.

Pese a esta situación, organizaciones de derechos humanos han denunciado que miembros de las fuerzas de seguridad de México han participado en numerosas desapariciones forzadas ocurridas desde que el ex presidente Calderón inició la "guerra contra el narcotráfico", y que integrantes de todas las ramas de las fuerzas de seguridad continúan perpetrando desapariciones durante el gobierno de Enrique Peña Nieto (2012–2016), en algunos casos en colaboración directa con organizaciones delictivas (HRW, 2013; Coordinación de la Campaña, 2014). En junio de 2013, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) de México indicó que estaba investigando 2443 desapariciones en las que se encontró evidencias de la posible participación de agentes del Estado (Goche, 2013, julio 14).

 

4. Identidades en disputa

Así como la guerra contra las drogas ha generado, de alguna manera, un desdibujamiento de los responsables y un desplazamiento de las culpas, también ha construido un escenario de señalamientos y silencios en torno a la identidad de las víctimas.

Al aproximarse a la identidad de los desaparecidos se debe partir de la premisa de que se está frente a una "crisis de representación" (Gatti, 2006), dado que se trata de "individuos sometidos a un régimen de invisibilidad, de hechos negados, de cuerpos borrados, de cosas improbables, de construcción de espacios de excepción" (p. 28). Esto exige superar la idea de que la autoafirmación es un proceso necesario para construir una identidad (Morin, 1980) y entenderla más bien como un conjunto de atributos construidos por actores que le otorgan valor al sujeto, en un campo de relaciones de poder en el que se juega su reconocimiento.

El concepto de estigma de Erving Goffman (2010) resulta conveniente si se entiende como el producto de un proceso asimétrico de poder en que los rasgos del otro son otorgados de manera genérica y sin un marco real de apreciación. Dada la ausencia de este marco, las relaciones históricas actúan como el verdadero soporte de la existencia y permanencia del estigma, que niega las biografías de los desaparecidos y los enmarca en una serie de atributos y marcas sociales ajenos a su existencia. Así, el contexto social que rodea a la desaparición es fundamental para la imputación de atributos a los ausentes, dado que las identidades "se encuentran referidas a coordenadas sociales específicas en las que cobra sentido y direccionalidad" (Valenzuela, 2000, p. 27).

En el marco de la guerra contra las drogas, gran parte de la lucha de los familiares de desaparecidos, desde el inicio de su presencia en el terreno público en 2011,15 ha consistido en la recuperación de la honra de sus seres queridos y el cuestionamiento a los discursos que señalan a las víctimas como daños colaterales, como partícipes o cómplices del conflicto (Palacios, 2010). Esta lucha se sostiene en el propósito de superar la crisis de representación mediante la cual el sujeto ha sido despojado de su identidad para ser consignatario de atributos generales que lo desubjetivan. En este proceso se presenta un doble discurso de culpabilización y victimización en el que se juega el reconocimiento de los desaparecidos.

Por un lado, los deudos han recibido de manera directa señalamientos de sus seres ausentes por parte de funcionarios públicos cuando se acercan a realizar algún trámite relacionado con la desaparición: "Uno va allá y le dicen que el esposo de uno a lo mejor andaba en malos pasos y uno qué puede hacer, ellos son los que tienen el poder" (Camarena, 2010, 24 de septiembre). "'Debió haberse ido con otra, algo debía para que se lo llevaran': es lo que le dicen a uno" (comunicación personal con Lourdes, madre de un joven desaparecido, diciembre 1.°, 2010). A partir de esta imputación de atributos y prejuicios, los desaparecidos asisten, como sostiene Judith Butler (2006; 2010), a una política de duelo en que son estratificados y excluidos de la posibilidad de ser valorados colectivamente como una pérdida social.

Por otro lado, además de los escenarios cara a cara en que los familiares asisten a la imputación de atributos negativos de forma directa, en el ámbito del discurso público el estigma actúa como una "ideología para explicar su inferioridad y dar cuenta del peligro que representa esa persona" (Goffman, 2010, p. 17), que se hace evidente en comentarios de las autoridades a los medios de comunicación, señalando a las víctimas como integrantes de grupos delictivos:

La mayoría de las personas que son parte de las desapariciones forzadas tienen que ver con el crimen organizado [...] en base a [sic] los casos que se han resuelto han comprobado que las personas desaparecidas andaban en malos pasos, pese a que sus familiares digan lo contrario (La Crónica, 2003, abril 21, p. 2A).

Estas palabras pronunciadas por el sub procurador de Zona en Mexicali, capital del estado de Baja California, Javier Salas Espinoza, no han sido las únicas en señalar a los desaparecidos. Siete años después de este testimonio, el Presidente de México, Felipe Calderón, declaró: "Más que una 'guerra del gobierno contra el delincuencia organizada', la guerra más mortífera que existe es la que libran los criminales entre sí" (Calderón, 2010).

Aunque el discurso de Calderón tuvo que adaptarse con los años al reclamo de los familiares de las víctimas, haciendo concesiones de los atributos que les han sido impuestos, fue el estigma el principio rector que configuró las narrativas en este periodo violento. Con la proscripción del sujeto se le ha negado su biografía, olvidado su nombre y extraviado sus posibilidades de justicia, poniendo en juego el señalamiento de "anormalidades" sociales que se criminalizan o condenan moralmente.

Como indica José Manuel Valenzuela (1998): "las identidades proscritas son en gran parte asignadas pero sin llegar a serlo en su totalidad porque dejan de ser identidades para ser meros estereotipos" (p. 31). Pero también señala que estas identidades pueden ser objeto de resignificación por parte de las colectividades estigmatizadas en un proceso de confrontación con los imaginarios dominantes. En el espacio de interacción y dominación en que los familiares de los desaparecidos ejercen su reclamo, se promueve un ejercicio cotidiano de restitución de la honra: "Tengo tres años buscando a mi hijo y siempre han dicho que era narcotraficante, ahora aunque sé que no lo voy a encontrar, espero algún día limpiar su nombre para que la comunidad no lo tenga en ese concepto" (La Crónica, 2003, abril 21, p. 2A).

Pero la proscripción de los ausentes, además de generar un efecto simbólico sobre la identidad de los sujetos, trae consigo prácticas de exclusión del sistema de justicia para aquellos considerados sujetos "no legítimos" del Estado de derecho. Los familiares de desaparecidos en ocasiones asumen de manera hipotética la "culpabilidad" de sus seres ausentes para enfatizar la obligación de procurar justicia para todos. Rosario Moreno, madre de un desaparecido, comentaba en la prensa: "si tienen alguna cuenta con la autoridad, pues que se les juzgue, se les castiguen si tienen delito [...]. En este caso primero los desaparecen y después dicen pues eran esto (tenían vínculos con la delincuencia organizada o con el crimen organizado)" (El Mexicano, 2001, septiembre 14, p. 28A). Es así como la lucha por restituir el estatus del desaparecido va más allá del rescate de la honra en términos morales —"era un buen muchacho"— y ubica en el centro del debate el acceso igualitario a la justicia para cualquier ciudadano, cuestionando de fondo la inoperancia del Estado de derecho.

Los desaparecidos de la guerra sucia también fueron objeto de construcciones simbólicas proscritas. Desde su discurso oficial, el presidente mexicano Luis Echeverría (1970–1976) insistió en que la respuesta militar del gobierno en Tlatelolco, buscaba sofocar una confrontación entre grupos de jóvenes armados con el apoyo de la Unión Soviética (Montemayor, 2010).16 Sin embargo, este discurso fue imputado por los familiares de las víctimas y activistas de la oposición que empezaron a reconstituir la identidad:

Por lo demás, las víctimas son personas a las que se puede calificar de idealistas, convencidos de la inutilidad de esperar de las autoridades el cumplimiento de la ley. Están hartos de los saqueos de su patrimonio, de los robos, y ultrajes de la policía y las bandas armadas, y de las complicidades entre latifundistas, presidentes municipales y políticos "agrarios"; los reprimidos son líderes obreros, estudiantes, militantes profesionales (Monsiváis, 2004, p. 159).

La lucha de los familiares de los desaparecidos de la guerra sucia no ha claudicado en el propósito de recuperar la honra de sus seres queridos y en promover justicia para sus casos. Aunque hasta ahora su demanda sigue confinada a la impunidad (Coordinación de la Campaña, 2014). El sostenimiento del reclamo ha sido alimentado por la producción constante de informes, literatura, eventos académicos y políticos, muestras museográficas, documentales y otros soportes, que sirven para reedificar la identidad de los ausentes y otorgarles un espacio en los marcos de reconocimiento social.

Este proceso de incorporación de los sujetos a la memoria nacional también acompaña el avance de los discursos de los derechos humanos,17 que han sido absorbidos por los colectivos de resistencia como un marco discursivo y práctico para la lucha, no solo en México sino en otros países de América Latina, con consecuencias que Emilio Crenzel (2008) cuestiona:

[...] Esta restitución asume la forma de una humanización abstracta, que presenta sus vidas genéricas, eclipsando su condición de seres históricos concretos, sus vidas políticas, atributos que, precisamente, recuerdan los enfrentamientos que dividieron a la sociedad argentina (p. 52).

La designación de víctima que deriva del discurso revela una forma de resistencia activa, un ejercicio en contra de la impunidad y, sobre todo, una forma de hacer política en un contexto violento, pero también genera consecuencias inesperadas, como la des–historización de la violencia que denuncia Crenzel (2008) en Argentina; es decir, la falta de un marco específico de imputación de responsabilidades asociado al ejercicio de una violencia que se reconoce en sus márgenes, sus actores y sus motivos. La víctima adquiere este estatus no porque derive, en el caso mexicano, de condiciones históricas que implican factores económicos, sociales y políticos, sino de la afectación por un delito o violación a los derechos humanos, como un hecho particular.18

En el contexto actual mexicano, ser considerado víctima implica el ingreso a un sistema burocrático que desactiva la protesta por medio de su institucionalización. La burocracia copta a los líderes de los movimientos para trabajar desde adentro y no desde el espacio público (Rosagel, 2015, abril 7); asimismo, promueve una especie de reduccionismo al considerar víctimas solo a aquellos sujetos que se acogen al sistema de atención creado por el Gobierno, negando a quienes han decidido mantenerse al margen o no han podido acceder a sus programas de atención (Robledo, 2014, septiembre 23). Esta burocratización de la identidad de víctimas se manifiesta en la reciente creación de instituciones que atiendan el problema.19 Mientras estas instituciones se crean, aquellas que tradicionalmente han victimizado y humillado la condición de los afectados permanecen casi intactas. Este es el caso de las procuradurías estatales de justicia, las policías locales y el sistema judicial, que promueven procesos lentos de cambio institucional y un raquítico enfoque de atención a las víctimas.

La política de guerra contra las drogas exige a los gobiernos que se incorporan a ella, mantener un grado de respeto por los derechos humanos. Esta exigencia genera sus propios extravíos, pues al mismo tiempo que incorpora a las víctimas al terreno de lo público, también promueve tipos de violencia menos clara en la que participan las corporaciones, así como formas de clasificación de los afectados en términos de su integración a la burocracia gubernamental.

 

Conclusiones

Como se ha sostenido en este artículo, la irrupción de la llamada guerra contra las drogas imprime cambios sustanciales en los marcos de interpretación para entender el fenómeno de la desaparición de personas. En primer lugar, los tipos de violencia reconocidos actualmente rebasan las condiciones históricas que explicaban el fenómeno e introducen nuevas rutas de análisis. Trata de personas, explotación de mano de obra, asesinatos selectivos, tráfico de órganos, detenciones ilegales, secuestro extorsivo son prácticas contemporáneas que se suman a las tradicionales formas de desaparecer heredadas de la guerra sucia y que conviven con formas tradicionales de represión y violencia política.

Esta diversidad de actores, alianzas, motivos y víctimas, en conjunto con las tendencias globales del crimen organizado, hacen mucho más complejo categorizar los hechos, instaurando un estado de incertidumbre que domina el horizonte de la justicia y la reparación de las víctimas en México, al menos hasta el momento. Una de las tareas urgentes para superar el estado actual de las cosas es definir los contornos de las responsabilidades de los actores que participan en la desaparición —especialmente de los funcionarios públicos— por acción, planeación, negligencia o complicidad, como un camino necesario hacia la verdad y la justicia.

Por otro lado, la recuperación de la honra y la producción de narrativas que visibilicen biografías y nombres deben ser tareas fundamentales en la lucha por promover la ampliación de los marcos de reconocimiento de los sujetos vulnerados por la violencia. Asumir la existencia de las víctimas y burocratizar su atención ha sido una reacción del Gobierno a las demandas de los familiares, tanto como a las presiones externas, sin que esto implique necesariamente un giro en el proyecto nacional que privilegia la acción armada o un cambio en las formas dominantes de impunidad.

El estado actual de las cosas sugiere que la identidad de los desaparecidos de la guerra contra las drogas es un proceso en ciernes, que requerirá décadas para alcanzar una narrativa estable desde la cual pueda darse sentido a este tipo de violencia. Las iniciativas ciudadanas de memoria, que en los últimos años se han multiplicado, cumplen un papel fundamental en las dos rutas de lucha: por un lado, mantienen vigente la denuncia frente a los responsables de las desapariciones y, por el otro, permiten recuperar los nombres y las biografías de los ausentes. A pesar de que continúan siendo prácticas marginales, es posible que allí se encuentre el camino para la ampliación de los marcos de reconocimiento y la posibilidad de construir espacios de verdad para la justicia.

 

Notas

* Derivado de la investigación de tesis doctoral Drama social y política del duelo de los familiares de desaparecidos en el marco de la guerra contra el narcotráfico: Tijuana 2006–2012, Colegio de México, 2013.

1 Las normales rurales fueron concebidas como parte de un plan de masificación educativa implementado a partir de la década de 1920. La Normal de Ayotzinapa fue la casa de estudios de Lucio Cabañas y Genaro Vázquez Rojas, líderes de importantes movimientos guerrilleros.

2 La intervención federal iniciada en 2007 consistió en el envío de tropas policiacas y castrenses a las regiones consideradas más violentas, lo que implicó el desmantelamiento de las corporaciones policiacas locales con el propósito de combatir la corrupción y la colusión con los grupos criminales. En algunos estados se implementó el Mando Único, una estructura de trabajo conjunto entre las policías municipales, estatales y federales en la lucha contra el crimen.

3 México. Cámara de Diputados del H. Congreso de la Unión. (7, noviembre, 1996). Ley Federal contra la Delincuencia Organizada (última reforma publicada DOF 14–03–2014).

4 Especialmente en lo referente al tránsito de cocaína, producción de marihuana y, más recientemente, producción y narcomenudeo de metanfetaminas.

5 El crimen transnacional involucra grupos o individuos asociados temporalmente, que operan bajo mecanismos autorreguladores con el objetivo de obtener lucro por medios parcial o enteramente ilegales, dentro de ámbitos territoriales de más de un Estado, a través de actividades que generalmente son protegidas por el uso sistemático de la corrupción y los arreglos colusivos (Pérez, 2007).

6 A la fecha no se cuentan con datos empíricos que permitan comprobar qué porcentaje corresponde a desapariciones asociadas al crimen organizado.

7 La desaparición de Rosendo Radilla el 25 de agosto de 1974, es hasta el momento el único caso por el que la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha sentenciado al Estado mexicano en un caso de desaparición forzada.

8 Calderón utilizó por primera vez la palabra "guerra" el 6 de diciembre de 2006 (Rábago y Vergaram, 2011). Con el tiempo matizó su uso y lo reemplazó con términos como batalla o enfrentamiento.

9 El carácter borroso de la violencia que experimenta México en los últimos años está vinculado con la incapacidad de la sociedad en su conjunto para definir a los actores y los motivos de los crímenes que se cometen. Se trata de una condición relacionada con la impunidad, la falta de investigación, la heterogeneidad de las víctimas y victimarios, y con las técnicas del ejercicio de la violencia, que rebasan los márgenes tradicionales para comprender los hechos violentos.

10 El de Alejando Hodoyán Palacios es un caso emblemático. Hijo de Cristina Palacios Roji —fundadora de la Asociación Ciudadana contra la Impunidad—, desapareció a manos de altos mandos castrenses.

11 Algunas notas de prensa indican que Rebollo puso en marcha una estrategia de desapariciones selectivas con el fin de desmantelar al Cártel Arellano Félix en Tijuana y proteger al líder del Cártel de Ciudad Juárez, Amado Carrillo Fuentes (El País, 1997 marzo 12, p. 16; Animal Político, 2011, junio 27).

12 Realizadas a 11 familiares de personas desaparecidas entre mayo de 2010 y septiembre de 2011 en Tijuana, en el marco del trabajo de campo de mi tesis doctoral: 7 mujeres y 4 hombres; 5 madres, 2 esposas; tres padres y un hermano (Robledo, 2013).

13 Creada en 2009, se dividió en dos en 2011. De allí nació la Asociación Unidos por los Desaparecidos de Baja California, que a la fecha es el único colectivo de víctimas activo en ese estado.

14 El nombre ha sido cambiado para proteger la identidad de las víctimas. Se refiere al padre de un joven desaparecido que señaló la participación de agentes ministeriales en el secuestro de su hijo.

15 Aunque la protesta de familiares de desaparecidos hace presencia local desde 2007, en 2011 alcanzó estatus nacional gracias a la visibilidad que promovió la Caravana por la Paz con Justicia y Dignidad convocada por el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad.

16 Más adelante se demostró que dichas armas pertenecían a agitadores del Gobierno infiltrados entre los jóvenes (Montemayor, 2010).

17 En 2011 México reforma el título primero de su Constitución, cambiando el concepto de garantías individuales por el de "derechos humanos y sus garantías", reconociendo que toda persona "goza" de derechos y mecanismos de garantía reconocidos tanto por la Constitución como por los tratados internacionales.

18 La Ley General de Víctimas de México (9 de enero de 2013) promueve un concepto de víctima muy amplio, al definirla como toda persona que ha sufrido la comisión de un delito —cualquiera— o una violación a sus derechos humanos.

19 En octubre de 2011 el gobierno del presidente Felipe Calderón creó la Procuraduría Social de Atención a Víctimas de Delitos (Províctima); el presidente Enrique Peña Nieto la desmanteló en 2013 para instalar la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas.

 

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