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Estudios Políticos

Print version ISSN 0121-5167On-line version ISSN 2462-8433

Estud. Polit.  no.47 Medellín July/Dec. 2015

https://doi.org/10.17533/udea.espo.n47a12 

SECCIÓN TEMÁTICA: PERSPECTIVAS DIFERENCIADAS DE LA MIGRACIÓN INTERNACIONAL Y TRANSFRONTERIZA

 

DOI: 10.17533/udea.espo.n47a12

 

De la migración económica a la migración forzada por el incremento de la violencia en El Salvador y México*

 

From Economic Migration to Forced Migration Due to the Increase of Violence in El Salvador and Mexico

 

 

Cristina Gómez–Johnson (México)1

 

1 Licenciada en Historia y en Estudios Latinoamericanos. Doctora en América Latina Contemporánea. Becaria en el Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias (CRIM) de la UNAM, e investigadora y docente de la misma institución. Correo electrónico: cgomez@correo.crim.unam.mx; crisismilenio@yahoo.com.mx

 

Fecha de recepción: febrero de 2015

Fecha de aprobación: abril de 2015

 

Cómo citar este artículo: Gómez–Johnson, Cristina. (2015). De la migración económica a la migración forzada por el incremento de la violencia en El Salvador y México. Estudios Políticos, 47, Instituto de Estudios Políticos, Universidad de Antioquia, pp. 199–220. DOI: 10.17533/udea.espo.n47a12

 


RESUMEN

Esta investigación se propone determinar el impacto del incremento de la violencia en las movilizaciones actuales desde el estado de Guerrero en México y en la zona conurbada de San Salvador y La Libertad en El Salvador, durante la década del 2000. Los migrantes aquí estudiados no forman parte de los flujos tradicionales, comúnmente relacionados con precariedad laboral y económica, sino que se ven obligados a salir por la inseguridad. Se utilizó el enfoque cualitativo, aunque las cuestiones de seguridad constituyeron un reto para la construcción del instrumento y para el contacto con los sujetos de estudio. Se optó por entrevistas semiestructuradas a personas afectadas por la violencia y a personal que trabaja y ayuda a esta población. Para esto se contó con apoyo del Comité de Familiares de Desaparecidos en México (Cofamide), la Procuraduría de Derechos Humanos de El Salvador y la Universidad José Simeón Cañas (UCA), y con el Centro Regional de Defensa de Derechos Humanos José María Morelos y Pavón y Médicos Sin Fronteras, en México.

Palabras clave: Violencia; Migración Forzada; Desplazamiento; Derechos Humanos; El Salvador; México.


Abstract

The main goal of this research is to study the impact of the increase of violence on current migrations from Mexico (Guerrero) and El Salvador (San Salvador and La Libertad) during the first decade of this century. These new migrations are not caused by the lack of job or economic instability, but by the lack of public safety. To do so, we chose qualitative methodology, but the climate of insecurity was a challenge to accomplish the field job. We made semistructurated interviews to people affected by violence and social workers. This research would not have been possible without the support of COFAMIDE, Human Rights Center of El Salvador and José Simeón Cañas University (UCA). In Mexico, we received support by Human Rights Center José María Morelos y Pavón, and Doctors Without Borders.

Keywords: Violence; Forced Migration; Displacement; Human Rights; El Salvador; Mexico.


 

 

Introducción

Según datos del Centro Internacional para los Derechos Humanos de los Migrantes (Cidehum) (2012), en la frontera entre México y Centroamérica existen canales de comunicación que movilizan drogas, armas, sumando a sus actividades el contrabando, la trata de personas y el tráfico ilegal de migrantes. Al no tener respuesta de sus Estados, la población comienza a trasladarse hacia una zona segura: primero hacia otras regiones del país, a veces hacia el exterior. Este fenómeno crece junto con el número de víctimas del crimen organizado, pero al mantenerse al margen de los canales legales, se desconocen los datos sociodemográficos y las necesidades generadas. Los Estados consideran a esta población como migrante económica y por eso la gestión de los flujos es puramente administrativa, convirtiéndolos en migrantes irregulares en lugar de posibles solicitantes de refugio.

Es importante diferenciar al migrante económico, cuya movilidad busca la mejora de sus condiciones de vida y de trabajo que, por tanto, se consideraría voluntaria. Aun así, las precarias condiciones socioeconómicas pueden constituir una razón que obliga a ciertas personas a dejar sus zonas de origen (Riaño y Villa, 2008; Orozco y Yansura, 2014; Castles, 2003; Gzesh, 2008). La migración forzada o involuntaria tiene varias acepciones legales que implican a personas que abandonan sus hogares, forzados por conflictos sociales, persecución o violencia criminal. Aunque se tiende a llamarlos refugiados, es una figura legal muy restringida (ONU, 1951), pero provee garantías que los migrantes forzados no tienen: legalidad —si cruzan fronteras internacionales— y el compromiso de los países firmantes de la Convención sobre el estatuto de los refugiados de no repatriarlos a sus países en tanto sigan en peligro. En todo caso, las razones de los desplazados internos y los refugiados para dejar sus hogares suelen ser las mismas: conflicto armado, violencia, abusos, violación de los derechos humanos, desastres naturales, entre otros. La diferencia es que quienes cruzan las fronteras buscando asilo tienen un reconocimiento legal, tanto nacional como internacional, y es la Agencia de la ONU para los Refugiados (Acnur) la que representa internacionalmente a esta población, mientras que los desplazados internos no cuentan con ningún organismo internacional que los proteja; en el caso de México y El Salvador, tampoco nacional (Durin, 2012).

En los países del Triángulo Norte Centroamericano (TNCA) —Guatemala, El Salvador y Honduras— existe una tasa de cuarenta asesinatos por día, cinco veces el promedio mundial.1 Las víctimas de desplazamiento generalmente son población urbana marginal o de zonas fronterizas, algunas poseen pequeños negocios, terrenos o casas, por lo que son extorsionadas por parte del crimen organizado. Los jóvenes menores de edad son muy vulnerables, presa fácil del reclutamiento de las bandas criminales. Muchas veces las víctimas no denuncian por temor a que las autoridades estén al servicio del crimen y tampoco son conscientes de que pueden solicitar el refugio fuera de sus países. Cuando esta población logra entrar a México —única vía hacia Estados Unidos— la situación no mejora (Cidehum, 2012).

En el caso mexicano, a partir de 2000 la situación de seguridad ha desmejorado debido al incremento del accionar del crimen organizado, agravada por la guerra que inició el gobierno de Felipe Calderón en 2006 para afrontar dicha situación. Diversos son los estados afectados por el incremento de la violencia, entre ellos: Chihuahua, Tamaulipas, Sinaloa, Coahuila, Durango, Baja California, Nuevo León, Veracruz, Oaxaca, Tierra Caliente de Michoacán y Guerrero. Actualmente se habla de al menos 1 400 000 desplazados —según datos no oficiales de la Comisión Nacional de Derechos Humanos—.2 A pesar de que la ONU desde 2002 resalta que una de las causas para migrar de muchas personas es el narcotráfico, no existe instancia pública ni plan de acción ante dicha situación. La cantidad de homicidios en México y El Salvador ha estado siempre por encima de la media mundial (Banco Mundial, s. f. a).

Aunque tradicionalmente la migración mexicana había sido impulsada por situaciones socioeconómicas desfavorables —sobre todo en la zona rural—, en la actualidad mucha gente se ve obligada a dejar sus bienes y romper con lazos familiares por miedo a la violencia, la extorsión y otras formas de coerción utilizadas por el crimen organizado (Proceso, 2011, noviembre 26, p. 1). En Guerrero, la violencia es parte de la vida cotidiana. Siendo uno de los estados más pobres del país,3 es afectado por el desplazamiento debido a la situación económica, que empuja sobre todo a la población de zonas rurales a dejar sus tierras para emplearse como jornaleros temporales en estados del Norte de México. Este sistema de trabajo "forzado" acontece desde mediados del siglo XX, convirtiéndose, a la fecha, en una estructura bien organizada que beneficia a todos —patrones e intermediarios— excepto a los propios trabajadores (Tlalchinollan, 2011); además, la producción de amapola se extiende por las regiones altas del estado, y con ese pretexto el Ejército y la Policía Federal se instalan en algunos municipios para controlar que no se utilice para la fabricación de narcóticos. Los abusos de autoridad no se hacen esperar y se suman a la violencia ejercida por organizaciones delictivas, la población está completamente vulnerable, sin un Estado que los proteja y con el incremento del control del crimen organizado que coopta a las autoridades (SJP, 2014).

Según datos de Parametría (s. f.) e In Sight Crime (Gurney, 2014), entre 2013 y 2014 se contabilizaron 4000 desplazados en Guerrero. Durante el primer semestre del presente año, Guerrero se convirtió en la entidad con más homicidios en el país, 21,99 por cada 100 000 habitantes, muy por encima de la media nacional, 6,77. La zona de Tierra Caliente es la más afectada, pero también La Montaña, donde predomina la producción de mariguana y opio. En este sentido, la violencia no tiene únicamente relación con el crimen organizado —vinculado al narcotráfico—, sino también con actividades "legítimas": minería y construcción.

En el caso salvadoreño, las movilizaciones son una constante en su historia contemporánea, sobre todo en el periodo de guerra civil de la década de 1980, en la que se calcula que hubo seiscientos mil desplazamientos internos y ochocientos mil salvadoreños hacia México, Venezuela, Estados Unidos, Canadá, España, Francia, Alemania, Suecia e incluso Australia. Para finales de la década de 1980, se estima que un millón de personas dejaron el país, más o menos el 20% de la población total de ese momento (Córdova, 2005). Antes de la guerra, los salvadoreños emigraban pero nada comparado con lo que sucedió en las siguientes tres décadas. Mientras que en la década de 1960 vivían en Estados Unidos 5000 salvadoreños, para la década de 1980 esta cifra aumentó a 96 600, hasta llegar a 464 100 en la década de 1990 y cerca de 651 000 en 2000 (PNUD, 2005, pp. 35–40). Sumándose a la situación de vulnerabilidad socioeconómica para acelerar el proceso de migración, los fenómenos naturales son otra razón para salir —los huracanes Mitch e Ingrid, que golpearon la zona de la montaña de Guerrero, por ejemplo—.

El Salvador y México adolecen de un recrudecimiento de la violencia en distintos municipios, involucrando a los ciudadanos al margen del conflicto. La sensación de inseguridad constante se ve reflejada en las entrevistas realizadas para esta investigación. El argumento de que anteriormente los enfrentamientos eran entre bandas criminales rivales, se repite y plantea un panorama actual en el que la huida es la única solución. En la zona conurbada de San Salvador y el municipio de La Libertad las extorsiones, amenazas, violaciones y violencia física se han propagado, manteniendo a la población en suspenso, con el temor de no saber cuándo y de dónde vendrá el ataque. Muchas familias comienzan a planear la salida —al menos del miembro amenazado—, aprovechando redes tejidas en migraciones pasadas. Algunas intentan el cambio de domicilio antes de la salida internacional. Lo cierto es que la violencia se está convirtiendo en la protagonista de las nuevas movilizaciones, tanto internas como internacionales, siendo la meta Estados Unidos. Lamentablemente, después de los ataques terroristas de 2001, México —en acuerdo con Washington— ha endurecido los controles fronterizos, haciendo más difícil el paso, sumado a abusos y extorsiones perpetrados por fuerzas de control que vulneran a los migrantes, en ocasiones, con consecuencias mortales.

 

1. Migración en situación de violencia: el caso mexicano y salvadoreño

La violencia en la zona denominada Triángulo Norte de Centroamérica (TNCA) tiene relación con el aumento y generalización del accionar criminal, proveniente de maras, crimen organizado o narcotraficantes, incluso agentes del Estado. A esto se suma la guerra contra el narcotráfico en México a partir de 2006, lo que alteró sus rutas y las del contrabando de mercancías y personas; además, desequilibró el liderazgo dentro de las bandas criminales, que iniciaron enfrentamientos por el control geográfico. Conjuntamente, en el TNCA a inicios del presente siglo se implementaron programas de "mano dura",4 con la intención de reprimir y apresar a los delincuentes, en combinación con políticas de expulsión desde Estados Unidos para deshacerse de criminales. Los países que conforman esta zona han vivido conflictos civiles que dejaron en circulación armas sin control, además de una percepción trastocada5 de la violencia. La violencia es continua a pesar de los procesos de paz. Entre 2009 y 2011 se alcanzaron niveles de homicidios muy altos, manteniendo a la zona entre las más violentas del mundo (PNUD, 2013).

1.1 El Salvador: precariedad, violencia y migración

El Salvador es uno de los países con mayor población residiendo fuera del país. Se calcula que de 9 millones de personas originarias de ese país 6,2 millones permanecen allí y los 2,8 millones restantes están fuera. Según datos del PNUD (2013), el 85% de estos emigrantes residen en Estados Unidos, cerca del 5% en Canadá y el resto están desperdigados en América Latina, Europa y Australia. Esta tendencia no parece aminorar, pues 4 de cada 10 salvadoreños manifiestan interés en emigrar, cifra que aumentó a 5 de cada 10 en los últimos 3 años.

La mayoría de los migrantes salvadoreños son varones, aunque el porcentaje de mujeres creció casi hasta igualarse al de los hombres: 48% y 50% respectivamente. El 90% está en edad laboral, de los cuales el 55% no tiene el bachillerato. Se trata de una población con escasos recursos y deficiente inserción laboral en origen, lo que replica la vulnerabilidad en el país de destino. Las razones para salir se relacionan con las escasas oportunidades laborales en un contexto de creciente crisis económica en el país. Desde 2004, el crecimiento ha ido a la baja, hasta llegar a un periodo de recesión en 2009, cuando la economía decreció 3%. Aunque los índices actualmente han mejorado, continúan siendo bajos —según datos del Banco Mundial (s. f. b) no llegan al 2% anual—. El sistema socioeconómico actual ha dejado fuera a muchos salvadoreños: entre 2007 y 2008 se incrementó el número de pobres del 34,6% al 40% (PNUD, 2005, 2013).

Los índices de violencia en El Salvador son los más altos de la región. A pesar de que en 1992 se firmaron los acuerdos de paz en Chapultepec, que dieron por terminada la guerra, en los años siguientes la violencia fue en aumento, posiblemente relacionada con la guerra pero también con las deportaciones de pandilleros desde Estados Unidos. De ahí que la violencia y la inseguridad generada estén entre las principales razones para considerar dejar el país, sin menospreciar las económicas. Los actores armados replican estrategias de control similares a las utilizadas durante la guerra —tortura, ejecuciones, reclutamiento forzado—, que en un terreno lleno de impunidad, inequidad y pobreza se multiplican exponencialmente. En general, "[...] los salvadoreños que han considerado emigrar afirman que la razón principal para dejar su país es la falta de oportunidades (47%), seguido del crimen y violencia (28%), oportunidades de trabajo en Estados Unidos (13%), y reunificación familiar (9%)" (Orozco y Yansura, 2014, p. 12). En el caso salvadoreño, las cuestiones de seguridad le están ganando terreno a los factores económicos de la migración y, aunque no reflejadas en las cifras oficiales, empiezan a aglutinar a un número considerable de población.

Según datos de la Acnur, entre 2011 y 2013 las deportaciones de migrantes del TNCA se incrementaron un 46%, lo que corroboraría la tesis del incremento de los flujos irregulares como una estrategia de huida, y el índice de fracaso provendría de la escasa planeación (Acaps, 2014). Lamentablemente, la violencia llega hasta las zonas por las que transita esta población en busca de un lugar donde instalarse y repite los mismos patrones, por lo que los desplazados son revictimizados, tanto dentro como fuera de sus territorios.

Las personas que sufren este fenómeno son de origen rural o urbano marginal. Cuentan con residencia, tierras o algún negocio pequeño en las zonas de influencia o estratégicas de las pandillas o del crimen organizado relacionado con el narcotráfico. Muchas han sufrido pérdidas, tanto materiales como humanas, lo que las amedrenta para denunciar, aunado a la desconfianza hacia las autoridades, que pueden estar coludidas con las bandas criminales. El 40% de las víctimas son mujeres y de ellas la mitad son menores de 18 años, el resto —en partes iguales— están en los rangos de edad de 18 a 35 años y 35 a 60. A diferencia de los varones, las mujeres sufren explotación sexual comercial y trabajo forzado. Los hombres concentran el 60% restante, aunque el 25% son menores y otro porcentaje igual oscila entre 18 y 35 años, el resto está entre 35 y 60 años. Los hombres son víctimas —al igual que las mujeres— de extorsiones, amenazas, asesinato de familiares, secuestro y reclutamiento forzado (Cidehum, 2012).

A los visibles efectos de la violencia —muertes, destrucción de infraestructura, pérdidas económicas, abandono de viviendas— se suman aquellos que no se notan pero que no por eso son menos importantes. Los desplazamientos causan desintegración familiar, pueden generar situaciones de pobreza extrema, desgaste de tejido social, desconfianza en el Estado y entre la población, y pérdida de espacios públicos.

1.2 México: guerra, crimen organizado y desplazamiento

Al igual que El Salvador, México es un país de tradicional migración hacia Estados Unidos. El factor económico ha sido el detonante de las movilizaciones desde México, que a su vez responde a una demanda de mano obra en sectores específicos de la Unión Americana —la agricultura, por ejemplo—. Con el paso de los años, la frontera sur de Estados Unidos se ha "blindando" para detener el ingreso de migrantes irregulares a su territorio. La seguridad es el argumento principal para justificar los métodos de control y mantener el apoyo de la sociedad estadounidense. Como respuesta, los migrantes buscan rutas alternativas con los consecuentes riesgos y aumento de costos. Antes de 2001 esta situación mantenía cierto equilibrio, pero el temor a la infiltración de terroristas en suelo norteamericano hizo que Washington implementara políticas de control y persecución de migrantes sin precedentes, las mismas que se extendieron a territorio mexicano por medio de acuerdos bilaterales para blindar la frontera sur de México y a la vez combatir al narcotráfico, pensando que puede aliarse con el terrorismo —cuestión que no ha sucedido hasta ahora— (Artola, 2006).

El periodo de mayor incremento de criminalidad en México es entre 1994 y 1997, un aumento del 64% en el promedio nacional (Williams, 2010). A esto le acompaña un acusado deterioro de las condiciones socioeconómicas. El Banco Mundial estimó en 1998 que el 40% de la población en México vivía con menos de dos dólares diarios y el 15% con menos de un dólar al día. En 2000 el Banco Mundial actualizó las cifras, el primer grupo subió a 42,5% y el segundo a 18% (Lustig y Kamur, 2000). Estas inconsistencias provocaron índices delictivos muy altos en el país. En ese periodo, dos ciudades fronterizas —Tijuana y Ciudad Juárez— se identificaron como las de mayor concentración de tasas de criminalidad, seguidas de ciudades del centro —México F. y Guadalajara— (Azaola, 2008). En la actualidad, el mapa de inseguridad ha cambiado y se han integrado más ciudades. Ya entonces se identificaba al tráfico de drogas como unas de las amenazas más importantes para la seguridad, no únicamente por el volumen de recursos sino por su penetración en los cuerpos de seguridad. Aunado a ello, la guerra de los distintos cárteles de la droga por el control de los mercados influye en el desmejoramiento de la seguridad en el país; asimismo, la impunidad "[...] constituye el principal problema de seguridad en México. De cada 100 delitos denunciados: 50 alcanzan a ser investigados, en 8 se inicia procedimiento en contra de algún posible responsable y sólo [sic] en 3 [hay sanción]" (Azaola, 2008, p. 4).

Con el cambio del partido en el poder también vinieron transformaciones en la política de lucha contra las drogas. Los gobiernos panistas, tanto el de Vicente Fox y con mayor fuerza el de Felipe Calderón, empezaron una persecución sin tregua a los criminales, que se tradujo en el aumento de los índices de violencia. Gracias a la guerra contra el crimen organizado iniciada por Felipe Calderón se registraron 50 mil muertes, 16 mil desaparecidos y 230 mil han abandonado sus hogares (Albuja et al, 2012). A pesar de estas cifras el Estado no responde, afirmando que la violencia es generada únicamente por la delincuencia y no por la Fuerza Pública. Según cifras del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) (s. f.), en 2008 el índice de homicidios pasó de ocho a dieciocho por cada cien mil habitantes. Estos datos reflejan el debilitamiento del Estado, así como la impotencia y vulnerabilidad en la que se encuentra la sociedad civil. El incremento de la violencia viene acompañado por el desplazamiento interno, generalmente de núcleos rurales a urbanos y, en ocasiones, hacia afuera de las fronteras nacionales (Albuja y Rubio, 2011).

En México han muerto 47 mil personas desde que inició la ola de violencia en 2007, mientras que organizaciones de la sociedad civil estiman 70 mil muertes hasta abril de 2012. La población afectada ha sufrido situaciones de violencia generalizada —para considerarse desplazado debe haber sufrido coerción directa de los actores criminales—, algunas no salen de sus zonas de origen hasta que sus recursos se ven mermados por el incremento de la violencia en la región (Albuja, 2014). Lamentablemente, México no tiene ninguna política pública de atención a esta población y tampoco reconoce situaciones violentas de algunos países centroamericanos que podrían acogerse al refugio. Se pueden mencionar dos excepciones que no responden, en todo caso, al desplazamiento sino a quejas sobre situaciones violentas: por un lado, la Procuraduría Social de Atención a las Víctimas de Delitos (Províctima), creada en septiembre de 2011 para asistir a las personas víctimas de secuestro, desaparición forzada, homicidio, extorsión y tráfico de personas; y también la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), que desde el mismo año empezó a documentar quejas de personas desplazadas por violencia y que está en proceso de publicar un protocolo para la atención a desplazados (Albuja, 2014).

 

2. Migrantes o desplazados

La migración forzada se diferencia del proceso migratorio "clásico" en varios aspectos, entre ellos: la decisión de partir es más bien un imperativo, una manera de preservar la vida; no es lineal, sino que consta —en general— de varios desplazamientos internos que pueden convertirse en transfronterizos o internacionales; la salida no se da en busca de mejoras económicas o para encontrarse con familiares en el exterior, por lo que no tiene como resultado el envío de remesas; es provocada por la vulneración de derechos básicos que no pueden ser garantizados por el Estado o que son violados por él. A esta situación se le suman los obstáculos para ingresar a los sistemas de protección humanitaria, muchas veces complejos y burocráticos; además, muchos migrantes forzados no cuentan con la información necesaria para solicitar apoyos institucionales, lo que precariza sus condiciones de vida y el goce de sus derechos básicos en destino, sin mencionar la estigmatización de ser refugiado o desplazado. Todo esto cuestiona la eficiencia de las herramientas de respuesta de los Estados y de la comunidad internacional, así como la definición de quién es el sujeto de protección. Las movilizaciones forzadas tienen estrecha relación con estrategias de violencia y miedo utilizadas por los actores armados, sea para expulsar a la población o como recurso de control de zonas clave para consolidar el dominio de uno de los actores del conflicto.

2.1 San Salvador y La Libertad

Diversas colonias en San Salvador y sus alrededores se encuentran bajo el control de maras. La mayoría de los afectados vive en zonas que hace algunos años fueron de ocupación irregular y que ahora han logrado, al menos, acceder a servicios básicos; sin embargo, son sectores en donde las pandillas se han instalado y "laboran" sin límites legales. Por ejemplo, en la colonia San Rafael, La Libertad, que limita con la capital, años atrás ni siquiera entraba la Policía porque sus habitantes estaban a merced de la MS13. Sus actividades incluían desde extorsiones a comerciantes y residentes, amenazas y robos, hasta desapariciones de quienes se negaran a pagar o a involucrarse en sus actividades. "La colonia donde vivimos, siempre ha estado la pandilla, y a uno le toca siempre estar en medio. Siempre ha sido peligroso [...]. Usted comenta que va a ir al Pino o a la San Rafael, y púchica, le dicen no hombre no vayás, ¿por qué?, de ahí no sales vivo"(Comunicación personal, "Roberto", San Rafael, marzo 28, 2014). Son conscientes de los sufrimientos enfrentados y cómo marcan sus vidas, pero no de que pueden exigir la protección especial del Estado —sea el de origen, el de recepción o ambos—. El aprendizaje viene a través de redes familiares y acciones institucionales, siempre forzado por la búsqueda de atención humanitaria, apoyos alimentarios, de vivienda, salud y trabajo. El estatus de refugiado está determinado por tratados internacionales y finalmente por el Estado que puede otorgarlo. Es, por tanto, susceptible de interpretación, y si el funcionario desconoce el conflicto, el solicitante puede quedar excluido.6

En las primeras indagaciones con población afectada por este fenómeno, los testimonios señalan la violencia como razón para salir, aunque el factor económico siempre está presente. Al realizar el trabajo de campo en El Salvador y visitar las zonas de las que proceden algunos de los nuevos migrantes, se comprende que las cuestiones económicas y de seguridad se mezclan. Las condiciones en las que viven son precarias y esto genera situaciones violentas, empezando en el hogar y después en la comunidad. El empeoramiento de las condiciones en la zona que habitan, sea por la presencia de maras o simplemente por violencia doméstica o laboral, se suma a las razones económicas de salida. Entre los entrevistados, la mayoría se ha visto afectado —o algún familiar— por la presencia y accionar de las maras, pero también son discriminados por habitar en determinadas colonias:

Ya estando aquí, igual comencé a buscar trabajo. Uf, pasé meses y meses [...] en el currículum como uno pone otra dirección...no se puede. [...] por medio de un amigo conseguí trabajo en supermercado. Es bien difícil trabajar en súperes [sic], en la forma de que los vigilantes, la forma de aquí del país, yo no sé por qué, tienen una ley bien fea, pues a uno por el hecho de ser del Pino, lo friegan más (Comunicación personal, "María", El Pino, marzo 20, 2014).

Las mujeres, además, viven situaciones de violencia doméstica, perpetradas por su pareja y, a veces, por su progenitor. Algunas entrevistadas vivieron en hogares con madres como único sostén y padres alcohólicos que abusaron de ellas y de sus hijos. Su primera salida ocurre al tener suficiente edad para "acompañarse" y buscar su propio espacio —antes de los dieciocho años, en su mayoría—; no obstante, no consiguen que los abusos disminuyan, simplemente cambian de victimario. Algunas son además perseguidas por los pandilleros con fines sexuales. "[...] tuve problemas [con] un pandillero [...], trató de decirme que a la fuerza me casara con él, pero yo no tenía DUI,7 era menor de edad. Y entonces él me dijo que me podía sacar falso, [...] una vez intentaron secuestrarme" (Comunicación personal, "Georgina", El Pino, marzo 27, 2014).

Al migrar, estas mujeres son vulnerables a episodios de violencia durante todo el proceso, ya sea por sus acompañantes de viaje, salteadores ocasionales, autoridades u otros, sobre todo si están desplazándose solas. Algunas de las que han decidido quedarse en México y conviven en pareja también son víctimas de violencia, pues al estar de manera irregular sus parejas las presionan física y psicológicamente, vulnerando su integridad. Si bien las cuestiones económicas continúan encabezando las razones para salir, la violencia se está convirtiendo en la segunda razón para las nuevas movilizaciones (RDODM, 2013).

Otra forma para que el crimen organizado y las maras ejerzan presión es la extorsión. Cuando los migrantes cuentan sobre los altos costos que pagan8 a un "pollero" para que los lleve al Norte, muchos se preguntan por qué no quedarse en el país e invertir en un pequeño negocio; lamentablemente, hasta los negocios más pequeños son susceptibles de cuotas, así que la solución es salir.

[...] Aquí un compañero cuenta que en su colonia a una señora le exigían a la semana determinada cantidad, pero además tenían que estar a la disposición de que si llegaba uno de los jefes y decía deme cincuenta pupusas [...]. La inseguridad es una de las causas, contrario a lo que dice el discurso oficial, por las que más se está yendo la gente, que se están yendo familias (Comunicación personal, Lissette Campos, abogada Comité de Familiares de Migrantes, Fallecidos y Desaparecidos de El Salvador, marzo 4, 2013).

Pero no solo eso, en El Salvador se reactivó el proceso de reclutamiento como en el periodo de guerra: las maras buscan en la población joven una veta para hacer crecer la pandilla. Si antes la reunificación familiar era una razón por la que muchos menores de edad salieran de ese país, ahora huyen del enganche. Los barrios tomados por las maras no dejan opción a los varones, "te enlistas o mueres". Lo mismo sucede en el caso de las mujeres, aunque son utilizadas como mercancía sexual de los jefes de las bandas. Las familias buscan soluciones rápidas y envían a sus hijos a otras regiones del país, intentando despistar a las maras; desgraciadamente, la organización criminal es muy eficaz y la extensión territorial de El Salvador es reducida. La huida, entonces, no siempre es efectiva.

En eso son muy eficientes. Entonces, igual si el niño se mueve de oriente y occidente, ahí lo van encontrando [...]. Entonces, ellos dicen, si me voy para Estados Unidos tengo la posibilidad de que me pase o que no me pase. Pero si me quedo viviendo en la colonia en que vivo, seguramente me va a pasar, entonces vale la pena: cincuenta y cincuenta (Comunicación personal, William Espino, Procuraduría de Derechos Humanos, El Salvador, marzo 4, 2013).

La violencia de las maras en El Salvador comenzó a ser noticia en 2003, cuando el Gobierno lanzó el plan Mano Dura contra las pandillas. La intención era atrapar y encarcelar a los miembros de organizaciones ilícitas, lo que resultó en un proceso de estigmatización de las zonas con fuerte presencia de esas bandas. Se realizaron numerosas redadas, pero sin garantizar que el Estado tomara el control territorial. El área conurbada de San Salvador y algunos departamentos vecinos, como La Libertad o Sonsonate, concentran los cantones o colonias con mayor presencia de maras (Acaps, 2014; Gómez–Johnson, 2015); sin embargo, no se conoce el número exacto de los desplazados, porque no existen denuncias. El miedo a las represalias inhibe a las familias de acusar a los miembros de alguno de estos grupos. Únicamente los afectados pueden dar detalles, y salen tan sigilosamente que nadie puede documentar con exactitud su situación.9 De ahí que —como en México no exista una política gubernamental dirigida a solucionarla.

2.2 Guerrero, México

En México se registra desplazamiento interno forzado desde la década de 1990, aunque los casos más recientes datan de 2007, y tienen relación con el inicio de la guerra contra el crimen organizado durante el sexenio calderonista. Los desplazamientos son individuales, familiares o colectivos, dependiendo de las estrategias implementadas por los afectados (Salazar, 2014). Se trata de población rural o urbana marginal, en su mayoría mujeres con sus familias. La movilización rompe con sus vínculos familiares y culturales, lo que vulnera su desarrollo socioemocional. Según lo observado en esta investigación, la mayoría de los desplazados no regresan a origen y se instalan en localidades cercanas o centros urbanos de las principales ciudades del país. México no ha reconocido el desplazamiento interno y, por lo tanto, no existe política pública para atenderlo. Los registros con los que se cuenta son pos evento de violencia —cuando los afectados ya han sido víctimas de algún tipo de violencia—, por lo que la información no está completa y es difícil de subsanar en el corto plazo. El desplazamiento se produce, pero no se registra. El apoyo que reciben no proviene del Estado, sino de familiares o vecinos, y comunidades de acogida.

Los desplazados en México llegan a 160 mil, más que en Palestina —en guerra— o que en Congo, Liberia o Libia (Albuja et al., 2014). A pesar de ser un número alto, apenas representa el 0,1% del total de la población. En la última década esta situación ha empeorado y son decenas de miles los que están dejando sus hogares y comunidades. El enfrentamiento entre las fuerzas de seguridad mexicanas y las organizaciones criminales ha cobrado muchas víctimas civiles, que se han visto atrapadas en fuego cruzado, a lo que se suman extorsiones, amenazas, violencia física y sexual, que han obligado a huir a la población; además, los criminales se disputan territorio para controlar rutas de tráfico de drogas y así exigir pago para transitar; también se enfrentan por el control de los cultivos de amapola y el acceso a recursos tales como el oro y la madera, desplazando a poblaciones enteras para lograr su objetivo; asimismo, el miedo al reclutamiento es una causa más de desplazamiento, sumado a los desastres naturales que, junto con las pobres condiciones de algunas zonas, hacen más dramática la salida (Guerrero, 2010, noviembre 3; 2012, febrero 1.°; Merino, 2011, junio 1.°; Villalobos, 2011, enero 1.°).

En los primeros testimonios recabados, la mayoría no tenía planeado su desplazamiento y su salida fue intempestiva —"salvando la vida de las balas", en palabras de Manuel Olivares del Centro Regional de Defensa de Derechos Humanos José María Morelos y Pavón (CDHJMMP) (comunicación personal, diciembre 27, 2014)—. La población es acosada por el accionar del crimen organizado y no tiene más remedio que salir. En Guerrero, una de las áreas con mayor desplazamiento es Tierra Caliente —junto con la Sierra y La Montaña—, particularmente se han identificado dos municipios —Coyuca de Catalán y San Miguel Totolapan— que concentran rutas de trasiego de drogas, pero también de siembra de amapola.

En los primeros acercamientos a las familias, estas relacionaron su salida única y exclusivamente al incremento de la violencia, cuyo origen identifican con el actuar del narcotráfico. Las tierras que ocupaban —terrenos ejidales— llamaron la atención del crimen organizado, no únicamente como área de cultivo, sino como zona de paso y almacenamiento de la droga. La actitud del Gobierno frente a la situación de estos ciudadanos ha sido de indiferencia; incluso, existen empresas canadienses ávidas por explotar los recursos mineros presentes en la zona, que no tienen un acuerdo con los propietarios de los terrenos ejidales. El Gobierno ha buscado por diversos medios convencerlos o alejarlos de allí.10

Los activistas sociales —entre ellos el CDHJMMP y el Centro de Derechos Humanos de La Montaña Tlalchinolan— son quienes han buscado soluciones, pero aun así no dan abasto con la situación de precariedad en la que viven las familias desplazadas. No cuentan con casa, trabajo, ni ingresos fijos para alimento o vivienda. Viven hacinados en carpas, en un terreno de una zona cuyo clima empeora sus condiciones. Manuel Olivares trabaja con 40 familias de Hacienda Dolores —parte alta de la sierra, municipio La Laguna, Coyuca de Catalán—, que suman 27 muertos y 3 desaparecidos desde 2005. La comunidad formada por dichas familias prácticamente no existe, la mayoría se mantuvo unida, aunque finalmente decidieron moverse: 16 familias se fueron a Puerto de las Ollas y en la Costa Chica están instalados dos grupos, 7 familias en Tepango y 9 en La Unión.

En Puerto de las Ollas solamente quedan cinco familias y las once restantes se movieron a El Cafetal —unos kilómetros más al sur—, a un terreno que adquirió el gobierno estatal, y en donde también otorgó apoyos para la construcción de cinco viviendas;11 sin embargo, únicamente realizó el primer pago para adquirir las 76 hectáreas en donde se encuentran, por eso el riesgo de ser desplazados nuevamente es alto; además, no cuentan con recursos para cultivar, acceso escolar,12 servicios médicos básicos o simplemente agua corriente.13 A pesar de que formalmente no hay un reconocimiento de desplazamiento por violencia, en Puerto de las Ollas el gobierno estatal ha enviado, por recomendación de la CNDH, doce vehículos y doce elementos para proteger la zona.

La violencia en esa región es de larga data, se puede decir que desde la llamada "guerra sucia" de las décadas de 1970 y 1980, cuando más de ochocientas personas desparecieron por estar acusadas de pertenecer a movimientos armados (Russo, 2013). La violencia social se inició en los primeros años de 2000, con la presencia de paramilitares que realizaron incursiones a la comunidad de La Laguna —y otras—, robando y golpeando a la gente. La situación se agravó cuando en 2009 asesinaron al líder de todas las familias de esa región, Rubén Santana Alonso, que se oponía a la explotación irracional de los bosques. A su muerte, todo el movimiento sufrió un retroceso, aunque tiempo después su esposa, Juventina Villa Mujica, retomó la orientación de lo que se estaba trabajando y empezaron a idear un plan para salir de la comunidad; lamentablemente, el apoyo del Gobierno demoró y el 8 de noviembre del mismo año asesinaron a la señora Villa Mujica y a su hijo Reinaldo de 16 años (comunicación personal, Manuel Olivares, marzo 15, 2014; marzo 23 y 27, 2015). Entonces las familias se dividieron en pequeños grupos que se fueron desplazando a las tres zonas antes mencionadas. El incremento de la violencia no tiene únicamente que ver con la presencia del crimen organizado, sino también con intereses de explotación de recursos naturales —de propiedad ejidal— sin contar con los pobladores originarios.14 Esta población es la más vulnerable ante desastres naturales debido a su precaria situación y pueden verse obligados a realizar un nuevo desplazamiento.

En cuanto a legislación para la atención de esta población, el Gobierno federal lanzó en diciembre de 2012 la Ley General para Víctimas, proponiendo la creación de un sistema nacional que ayude a los desplazados, no únicamente mediante reparación de daños, sino proporcionando comida, vivienda, seguridad y acompañamiento en su retorno, con garantías de seguridad. La Comisión Ejecutiva para la Atención de Víctimas fue llamada a supervisar la implementación de la Ley, sin que hasta ahora haya entregado ningún informe al respecto. En este sentido, el Programa Nacional para la Prevención Social de Violencia y Delincuencia incluye un apartado para los desplazados, pero no menciona iniciativas específicas. Lo que se ha encontrado es que estados como Guerrero, Sinaloa y Chiapas han adoptado programas locales dirigidos a esta población (Albuja et al., 2014).

 

A modo de conclusión

Si bien es cierto que el factor de seguridad no suele mencionarse como una de las razones principales para salir, lo que se constata con el trabajo de campo es que ambos aspectos están unidos. Al menos en el caso salvadoreño, la precariedad económica forma parte del día a día de los entrevistados, que además han sufrido violencia constante, casi todos en el hogar y después a manos de los pandilleros. Las zonas en las que residen son casi siempre territorio de las maras y, a partir de ahí, el calvario para entrar y salir, trabajar, construir un negocio o simplemente mejorar la vivienda, no cesa. No importa si la amenaza es directa o si han sido testigos de algún crimen, los habitantes de esas colonias tienen un lema para sobrevivir: mirar, oír y callar. Una leyenda que está escrita en la entrada y en algunas paredes dentro de la Comunidad de San Rafael y en El Pino.

A pesar de ser colonias con vecinos antiguos, la solidaridad se corta en caso de un hecho perpetrado por los mareros. No hay denuncias, no hay defensa, simplemente el silencio sordo y ciego que les ayuda a sobrellevar el día a día. El tejido social se afecta y la unión que antes les sirvió para conseguir mejoras en el barrio —acceso a servicios básicos, transporte público—, ahora se ha roto por el accionar de los pandilleros. La mayoría no confía en nadie, quizá únicamente en la familia, y hasta eso es relativo porque los jóvenes son susceptibles de unirse a las maras o —en el caso de las mujeres— emparejarse con alguno de sus miembros, cambiándolo todo. Así, la salida de la colonia tampoco tiene apoyo de nadie, quizá del familiar que recibe —sea en el mismo país o en Estados Unidos—, la comunicación se corta y se pierde contacto con la familia y amigos, siempre pensando en evitarles riesgos. Solos, deben iniciar un camino que, si es hacia Estados Unidos, está plagado de obstáculos que vuelven a vulnerar su seguridad física, psicológica y emocional.

En el caso mexicano, la salida está precipitada por un evento violento. Las familias contactadas no tienen intenciones de dejar sus viviendas, sus tierras. A pesar de que para muchos sus condiciones de vida pueden ser precarias, tienen lo suficiente para vivir. Su situación es dramática porque no cuentan con apoyos externos, ninguno tiene familia en Estados Unidos, así que no reciben apoyo de remesas. Tampoco reciben apoyo en caso de una salida internacional. Los han despojado de todo lo que conocen y la búsqueda de trabajo es difícil. Son campesinos que no han hecho otra cosa en su vida y que de pronto se encuentran en una zona en donde no pueden realizar esa labor, donde la gente los discrimina: "Algo deberán [dicen], en algo andarían metidos para que tuvieran que salir huyendo". Una situación similar a la de los salvadoreños vulnerados por sus propios connacionales, y las autoridades ajenas a su situación. Quieren volver a sus casas, pero el gobierno de Guerrero ha acordado donarles tierras y viviendas con la condición de que no regresen, si lo hacen habrá conflictos, sobre todo por los intereses económicos de empresas mineras al acecho. El Gobierno no quiere más inconvenientes.

Nuevamente, los afectados son quienes menos recursos tienen —económicos y humanos—, pero porque son doblemente afectados por la indiferencia gubernamental y por el accionar del crimen. Es necesario que los gobiernos hagan frente a esta situación y asuman responsabilidades para garantizar lo más básico: la seguridad de su ciudadanía.

 

Notas

* Este artículo forma parte de la investigación posdoctoral De la migración económica a la migración forzada por el incremento de la violencia en El Salvador y México, en curso, financiada por el Programa de Becas Posdoctorales de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).

1 Según datos del Banco Mundial (s. f. a), el promedio mundial de homicidios diarios por cada 100 mil habitantes fue de 8,4 en 2012, mientras que en El Salvador se registraron 41 homicidios por día y en México 22.

2 Keisdo Shimabukuru (comunicación personal, febrero 21, 2014), mencionó esta cifra a partir de un estudio realizado en los estados con mayor presencia de la delincuencia organizada. Lamentablemente, el documento no se ha publicado y las cifras no se han hecho oficiales.

3 Según datos del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval) (2012), entre 2010 y 2012 Guerrero se situó como la segunda entidad con mayor porcentaje de personas en pobreza extrema, después de Chiapas.

4 Los programas Plan Mano Dura (2003), Ley Antimaras (2003) y Plan Súper Mano Dura (2004) integraron a Ejército a los operativos de la Policía para la detención masiva de pandilleros. Los resultados de esos planes y estrategias únicamente evidenciaron el fracaso, pues la violencia y delincuencia continuaron en aumento (Tager y Aguilar, 2013).

5 En el desarrollo del trabajo de campo, uno de los testimonios de una mujer que sufría violencia doméstica por parte de su marido, afirmaba que la única manera en que se plantearía denunciar y abandonar a su cónyuge era si este atacaba a sus hijos: quemarlos o romperles el brazo o la pierna. Los golpes como castigo eran cotidianos y aceptados.

6 Solicitante de asilo o refugiado es, según la Convención de Ginebra, aquel individuo que deja su país de origen de manera involuntaria y que no puede regresar a él en un futuro próximo (Thielemann, 2011).

7 Documento Único de Identidad.

8 Jorge Andrade (comunicación personal, abril 18, 2013) y Javier Urbano (comunicación personal, marzo 12, 2014) afirman que, dependiendo del lugar de origen, los costos se incrementan o reducen. Desde Guatemala o El Salvador los costos pueden llegar hasta los 8000 dólares, mientras que en el caso mexicano se abarata en al menos un 50 o 60%, dependiendo del estado del que provengan.

9 Daniel Valencia (2012, octubre 1.°) sugiere que una vía para calcular una cifra aproximada de desplazados es mediante la lista de casas desocupadas del Fondo Social para la Vivienda (FSV). En entrevista, realizada por Valencia al gerente de créditos, afirma que la cifra de viviendas abandonadas en San Salvador y La Libertad fue de 613 en 2012. Si cada familia consta de 5 miembros —según el Censo de 2007 (Digestyc, 2008)—, entonces son aproximadamente 3000 personas que dejaron sus hogares sin razón aparente.

10 Manuel Olivares del CDHJMMP (comunicación personal, diciembre 27, 2014) afirma que el Gobierno está cediendo otras tierras de cultivo y viviendas para instalarlos lentamente. La condición es que no vuelvan a sus zonas de origen.

11 En total, se trata de casi 100 personas —63 en El Cafetal y 33 en Puerto de las Ollas—, casi un tercio de ellas menores de 5 años.

12 María Simón (comunicación personal, mayo 21, 2015) comentó que la comunidad había conseguido que el Consejo Nacional de Fomento Educativo (Conafe) le asignara a El Cafetal un maestro rural.

13 Juan Antonio Vega (comunicación personal, febrero 22, 2015) afirma que tienen dos tomas de agua abiertas, lo que pone en riesgo la calidad del agua, sobre todo en época de lluvias. No cuentan con letrinas ni regaderas —excepto en una de las casas de la líder, Leonor—. El centro de salud más cercano está a tres horas y media, y está cerrado por cuestiones de seguridad, por lo que tienen que ir a Petatlán —una hora y media más de camino— para atención médica y hospitalización. Aunque se realizan brigadas médicas en la zona —la última en Puerto de las Ollas—, no hay comunicación entre las comunidades y cuentan con poca atención.

14 Esta zona tiene puntos muy ricos en oro, donde hay varias concesiones privadas. Manuel Olivares del CDHJMMP (comunicación personal, diciembre 27, 2014) intuye que existen intereses estatales y privados para despoblar la sierra y que no haya quién defienda los recursos naturales, pues al instalar la minería a cielo abierto se afectaría gravemente todo el ecosistema.

 

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