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Estudios Políticos

Print version ISSN 0121-5167On-line version ISSN 2462-8433

Estud. Polit.  no.48 Medellín Jan./June 2016

https://doi.org/10.17533/udea.espo.n48a03 

SECCIÓN GENERAL

 

DOI: 10.17533/udea.espo.n48a03

 

 

Políticas sociales y empoderamiento de las mujeres.
Una promesa incumplida*

 

Social Policies and Women Empowerment. An Unfulfilled Commitment

 

 

Marta Ochman (México)1

 

1 Licenciada en Estudios Hispánicos. Magíster en Letras Hispánicas. Doctorada en Ciencias Sociales, área de Teoría Política. Profesora investigadora de la Escuela de Gobierno y Transformación Pública, y del Departamento de Derecho y Relaciones Internacionales del Tecnológico de Monterrey, México. Correo electrónico: mochman@itesm.mx

 

Fecha de recepción: agosto de 2015

Fecha de aprobación: octubre de 2015

 

Cómo citar este artículo: Ochman Ikanowicz, Marta Barbara. (2016). Políticas sociales y empoderamiento de las mujeres. Una promesa incumplida. Estudios Políticos, 48, Instituto de Estudios Políticos, Universidad de Antioquia, pp. 32–51. DOI: 10.17533/udea.espo.n48a03

 


RESUMEN

Aunque los gobiernos y los organismos internacionales desde la década de los noventa han reconocido la necesidad de integrar la perspectiva de género a las políticas de desarrollo, las políticas sociales no han sido capaces de encontrar una solución que tenga impacto real en la calidad de vida de las mujeres. Este artículo analiza la evolución de los programas de combate a la pobreza implementados en México que declaran haber integrado la perspectiva de género en su diseño. El objetivo es analizar hasta qué grado estos programas han sido capaces de impulsar el empoderamiento de las mujeres. Para el análisis, retomamos los conceptos de intereses estratégicos y necesidades básicas (Young, 1998); así como diferentes niveles de poder (Rowland, 1998). Estos programas hacen imposible el empoderamiento de las mujeres, ya que aunque promueven cierto grado de independencia económica en las mujeres, reproducen y refuerzan los estereotipos y roles tradicionales de género, de manera que —en última instancia— tienen impacto negativo en el bienestar de las mujeres.

Palabras clave: Políticas Sociales; Empoderamiento; Perspectiva de Género; Desigualdad de Género; Pobreza; México.


Abstract

Since the 90's, governments and public agencies have recognized the necessity to integrate gender perspective in development policies, in order to have a real impact on women's quality of life. Nevertheless, twenty years later, this postulate is still a pending issue in public policy. This article focuses on the evolution of public policy implemented in Mexico with the purpose of both: reducing rates of extreme poverty, and improving social and economic conditions of poor women. First, we will evaluate Oportunidades, the most important anti–poverty program in the last twelve years, which explicitly claims to integrate gender perspective in its design. Later, we will evaluate the probable impact on women's empowerment of Prospera, the new anti–poverty program recently launched by the Mexican government as the next step in the efforts to alleviate poverty. This analysis considers the following theoretical approach: strategic interests and practical needs (Young, 1998), and different dimensions of power (Rowlands, 1998).

Keywords: Social Policies; Empowerment; Gender Perspective; Gender Inequality; Poverty; Mexico.


 

 

Introducción

La conciencia de que la pobreza femenina tiene características particulares ha estado presente en el diseño de las políticas sociales desde los años ochenta. Las líneas de acción establecidas en la Plataforma de Beijing incluyen no solamente los compromisos puntuales de ayudar a los hogares con jefatura femenina, aumentar la participación de las mujeres en la toma de decisiones en la comunidad o extender el acceso al crédito para las mujeres de pocos recursos, sino que también piden a los gobiernos la incorporación de la perspectiva de género —gender mainstreaming— como un enfoque integral hacia las políticas públicas. Revisando la evolución de los programas sociales en México, puede pensarse que en los últimos quince años las mujeres se han convertido en el centro de las estrategias de combate a la pobreza y han logrado acceso a recursos antes imposibles de alcanzar. Sin embargo, la desigualdad de género persiste y la pobreza sigue siendo uno de los factores que la agrava. El convertirse en el blanco de incidencia de programas sociales indudablemente ha traído ventajas, pero también costos significativos para las mujeres pobres, y su empoderamiento —fin último declarado por los políticos y diseñadores de programas— sigue siendo una promesa no cumplida.

El objetivo de esta revisión de programas sociales en México es demostrar que su fracaso en atender las causas profundas de la pobreza y falta de empoderamiento de las mujeres está intrínsecamente vinculado con su diseño, que ha sido alabado nacional e internacionalmente y, por ende, sigue siendo la visión predominante de la acción gubernamental, tal y como se observa en el programa Prospera, inaugurado en septiembre de 2014.

Son dos los principales problemas de la visión que inspira este tipo de programas sociales. Por un lado, la concepción simplista del empoderamiento de las mujeres que lo relaciona exclusivamente con la satisfacción de sus necesidades prácticas básicas, sin considerar los intereses estratégicos del género (Young, 1998),1 lo que se traduce en ignorar la dimensión de las relaciones cercanas (Rowlands, 1998; Meza, Tuñón, Ramos y Kauffer, 2002). Por el otro, el rol central de las mujeres en el diseño de los programas sociales no responde a la lógica de incorporación de la perspectiva de género —gender mainstreaming—, sino a una visión instrumental de su función social, como un medio más efectivo para mejorar las condiciones materiales de la familia, reforzando los roles tradicionales de género, lo que a su vez tampoco permite modificar la dimensión del poder desde adentro (Rowlands, 1998; Meza et al., 2002).

 

1. Empoderamiento: una aproximación conceptual

Andrew Peterson y Marc Zimmerman (2004, p. 129) definen el empoderamiento como un proceso participativo a través del cual individuos, organizaciones y comunidades logran aumentar control, eficiencia y justicia social. Esta definición general, en el caso de empoderamiento de las mujeres, necesita algunas precisiones, sobre todo si se quiere evaluar el potencial de empoderamiento de las políticas sociales. Para el empoderamiento de las mujeres es importante considerar que este se puede lograr en las dimensiones individual, colectiva y de relaciones cercanas (Rowlands, 1998; Meza et al., 2002).

El empoderamiento individual implica el incremento de la autoconfianza y de fuerza interna, pero también el reconocer que una no es fuente de todos los problemas, sino que existen estructuras externas que restringen la acción individual. De ahí que, en el caso de las mujeres, el empoderamiento requiere entender el contexto sociopolítico y, particularmente, la condición de subordinación de las mujeres, paso previo a la aspiración de cambiarla (Rowlands, 1998; Santana, Kauffer y Zapata, 2006). Solamente así es posible el empoderamiento colectivo, que se traduce en la capacidad de emprender acciones conjuntas para modificar estructuras sociales y políticas más amplias. Para esto es indispensable que las mujeres puedan superar el aislamiento que implica el trabajo doméstico, adquirir habilidades para interactuar en público, de representar los intereses comunes, de organizarse y llegar a los acuerdos. Si se habla de políticas públicas o de programas sociales, el empoderamiento colectivo exige un proceso participativo no solo en la implementación, sino también en la etapa de planeación, diseños de estrategias y evaluación. De hecho, un proceso de política pública que busque impulsar el empoderamiento de las mujeres debe reconocer que la construcción social del problema —incluyendo la pobreza o el desarrollo— ha sido un proceso dominado por la perspectiva de los hombres, e incluso las necesidades de las mujeres frecuentemente son identificadas sin considerar su voz.

Si el empoderamiento individual y colectivo son procesos que las mujeres y los hombres des–empoderados comparten, la dimensión de las relaciones cercanas es fundamental para las mujeres. Frecuentemente, la capacidad de renegociar las relaciones con los miembros de la familia o con los compañeros de trabajo es incluso más difícil, porque son espacios donde se ejerce el poder, pero también donde surgen las relaciones de apoyo emocional y de intimidad, que se ponen en riesgo cuando las mujeres exigen transformar las prácticas de discriminación arraigadas en las relaciones privadas.

Las dimensiones del empoderamiento se relacionan con la tipología del poder que propone Jo Rowlands (1998) para entender las relaciones entre hombres y mujeres. En la dimensión colectiva se tiene el poder sobre, que implica las relaciones de obediencia y dominación de los hombres sobre las mujeres; el poder para, que se traduce en la capacidad de estimular la acción del otro; y el poder con, que permite una acción colectiva y solidaria. En cambio, las dimensiones individual y de relaciones cercanas son regidas por el poder desde adentro, que permiten vencer la opresión internalizada, inculcada a través de procesos de socialización que nos dicen quiénes somos y cómo debemos ser. Desde esta perspectiva, un programa social que aspira a impulsar el empoderamiento de las mujeres debe incluir las estrategias para transformar las relaciones de poder en las tres dimensiones.

 

2. Progresa–Oportunidades: análisis de principios rectores2

En el contexto de crisis económica y aumento de la pobreza, en 1997el Gobierno mexicano anuncia el Programa de Educación, Salud y Alimentación (Progresa), que se convierte en el paradigma de combate a la pobreza extrema y sienta bases a los programas subsiguientes, que cambian de nombre pero mantienen el diseño esencialmente igual: el Programa de Desarrollo Humano Oportunidades (2000–2012) y el Programa de Inclusión Social Prospera, iniciado en septiembre de 2014. Aunque estos programas no han sido los instrumentos únicos del combate a la pobreza,3 sí se han convertido en programas emblemáticos que han marcado el imaginario social sobre la pobreza, las formas de combatirla y el papel de las mujeres en esta tarea.

El diseño de estos programas corresponde a los siguientes presupuestos (Arriagada y Mathivet, 2007; Gammage y Orozco, 2008; León, 2011; Tetreault, 2012; Huesca, 2014):

a) Para mantener la disciplina fiscal, los programas deben ser focalizados y eficientes en cuanto al gasto. Para esto, el Gobierno debe centrarse en la pobreza extrema.

b) Los pobres no pueden superar esta condición por déficit de capacidades, que restringe su competitividad, por ende, les impide el acceso al mercado laboral. Una vez que los pobres desarrollen las capacidades podrán generar sus propios ingresos y romperán el círculo transgeneracional de la pobreza.

c) La familia es donde se llevan a cabo los procesos de reproducción cotidiana y generacional, por ende, es donde también se pueden cambiar las conductas y las formas de pensar. La familia sigue conceptualizada en su modelo tradicional: el padre, quien es proveedor económico, la madre, quien se ocupa del cuidado de la familia y los hijos.

d) Las mujeres son principales agentes de cambio y el instrumento más eficiente para asegurar que el dinero otorgado por el Gobierno se traduzca en la mejora de la alimentación, la salud y la educación de los hijos.

Estos programas consisten en la transferencia de dinero condicionada a las familias en pobreza extrema. Los recursos se entregan de manera preferencial a las mujeres y vienen etiquetados para educación y alimentación. Para mantener el derecho al subsidio, las mujeres deben demostrar que los hijos menores de dieciocho años asisten regularmente a la escuela y que toda la familia acude a las citas programadas en los centros de salud; también deben participar en talleres de formación para la alimentación sana y el autocuidado de la salud. Aunque la entrega del dinero no está condicionada a la realización del trabajo comunitario, sí se promueve a través del comité de Promoción Comunitaria formado por las mujeres beneficiarias del programa, cuya función es promover voluntariamente —sin remuneración— el desarrollo de la comunidad en la que viven.

Como se puede notar, desde el diseño el papel de las mujeres es conceptualizado de manera instrumental, aprovechando el des–empoderamiento en la dimensión de las relaciones cercanas, reforzando el rol tradicional de las mujeres como cuidadoras de las familias y responsables por el bienestar de los hijos. Desde la Conferencia de Beijing (1995), se ha promovido la incorporación de la perspectiva de género —gender mainstreaming— como enfoque estratégico para las políticas públicas y programas de desarrollo. Este enfoque pide una transformación de relaciones de género de manera que surjan estándares nuevos asociados con feminidad y masculinidad, transformación que exige no solo revisión de procesos estratégicos y técnicos, sino una visión que incorpora la participación de las mujeres en la toma de decisiones (Walby, 2005; Squires y Wickham–Jones, 2004). Como se puede apreciar, los principios que determinaron el diseño de los programas Progresa–Oportunidades buscan solo la eficiencia en la aplicación del recurso financiero, manteniendo la visión de roles sociales distintos para hombres y mujeres, intentando —a lo sumo— transformar el rol de las mujeres, sumando responsabilidades sin afectar los roles tradicionales de los hombres. La revisión de las evaluaciones institucionales del programa permite entender el impacto limitado que estos han tenido en el empoderamiento de las mujeres.

 

3. Evaluación de programas: una radiografía de relaciones de poder

Antes de analizar los impactos en el empoderamiento de las mujeres, es importante señalar que el objetivo fundamental del programa —romper el proceso de transmisión intergeneracional de la pobreza— no se ha logrado. De acuerdo con Angélica Enciso (2015, febrero 24), con doce años de operación del programa Oportunidades, en el 38,5% de los hogares beneficiarios los hijos que formaron sus propias familias se convirtieron en beneficiarios. Incluso si se considera este programa como una estrategia de combate a la pobreza, es difícil hablar de éxito. Según Coneval (2015), en 2012 el 23,3% de la población mexicana presentó carencia en el acceso a la alimentación. En cuanto a las mujeres específicamente, el 45,8% vivía en situación de pobreza en 2012.

Los juicios positivos sobre el programa se basan en la evaluación del impacto a corto plazo en la alimentación de los niños, alargamiento de carreras escolares a educación secundaria y media superior, o en mejoras en la salud de los hijos (Escobar y González, 2002; 2005a; 2005b; Agudo, 2008; Saavedra y García, 2012). El impacto positivo en escolaridad es particularmente interesante para el presente planteamiento, porque ha sido mayor en el caso de las niñas —sobre todo, niñas indígenas—, que se atribuye al diseño del programa que otorga becas más altas a las niñas que a los niños. A su vez, el alargamiento de la trayectoria escolar de las niñas se asocia con un impacto también positivo en la disminución de tasas de fecundidad de las adolescentes y la postergación del inicio del ciclo reproductivo (González, 2008; Agudo, 2008; Riquer, 2000). En cambio, la mayoría de los investigadores coincide en que la asistencia a la escuela no se traduce en la disminución del trabajo infantil sino en la intensificación de la jornada de los niños (Escobar y González, 2002; 2005a; Tetreault, 2012). A su vez, los estudios sobre el uso del tiempo de las mujeres y niñas concluyen que la disminución del trabajo doméstico no remunerado de las niñas que asisten a la escuela es asumido por sus madres y, sobre todo, por las abuelas (Molyneux, 2006; Gammage y Orozco, 2008), demostrando impacto nulo sobre la renegociación de la división sexual del trabajo.

Siguiendo con el tema de impactos de corto alcance, los evaluadores coinciden en que este se limita a años de escolaridad y no mide la calidad de la enseñanza, que sigue siendo un problema fundamental en la educación en México.4 Los programas de transferencia condicionada de dinero asumen que la inversión en salud y en educación tiene efectos positivos sobre la capacidad de los beneficiarios de incorporarse al mercado de trabajo. No obstante, existe un consenso de que a veinte años de implementar Progresa no existe evidencia de que los jóvenes beneficiarios hayan tenido mayor éxito en incorporarse al mercado de trabajo (Tetreault, 2012; León, 2011; Escobar y González, 2005b; Agudo y González, 2006; González, 2008); en cambio, existe evidencia de que las mujeres beneficiarias de transferencia condicionada enfrentan barreras adicionales en el acceso al mercado formal de trabajo.

Como lo plantean Patricia Provoste (2013) o Nathalie Lamaute–Brisson (2013), este tipo de programas aumenta la cantidad de tiempo necesario para articular las tareas de cuidado entre la familia, el Estado y el Mercado. Son tareas distintas a la provisión directa del cuidado, sin embargo, exigen tiempo, a la vez que permanecen invisibles tanto para los diseñadores de los programas como para las mujeres. Ambos actores asumen que las mujeres desempeñan este trabajo de manera desinteresada, dado que representa beneficios para los hijos, la familia e incluso para la comunidad. Este diseño fortalece, entonces, los roles tradicionales de las mujeres como cuidadoras desinteresadas de otros, al mismo tiempo que aumenta la jornada laboral y el estrés. Este diseño maternalista constituye también la trampa de inactividad, dado que el tiempo y las obligaciones que las mujeres deben asumir para ser beneficiarias del subsidio inhiben sus posibilidades de insertarse en el mercado laboral, sobre todo el formal (Escobar y González, 2002; 2005a; 2005b; Molyneux, 2006; Provoste, 2013).

Más allá del tiempo invertido y las desigualdades de esta aportación, la forma en que el principio de corresponsabilidad se integra en el programa tiene un impacto negativo sobre la potencialidad de empoderamiento. Cualquier programa de transferencia condicionada de dinero incluye indicaciones muy específicas sobre las conductas deseadas —asistencia a la escuela, a los talleres, participación en trabajos comunitarios—, al mismo tiempo que los mecanismos de control del cumplimiento. No se incluyen, en contraste, mecanismos de participación en el diseño del programa. Como se puede apreciar, el programa es diseñado para ejercer el poder sobre las mujeres beneficiarias, limitando así su potencial de empoderamiento. De hecho, se han documentado casos de ejercicio de un poder autoritario y arbitrario por parte de los administradores de programas, maestros o personal de centros de salud (Escobar y González, 2005b; González, 2006c; Molyneux, 2006; León, 2011). Incluso si estas prácticas no son predominantes —la mayoría de las beneficiarias reconoce un trato respetuoso—, el diseño del programa refuerza la idea de que las mujeres son las responsables por la mejora del bienestar de la familia y también las culpables por el fracaso. Como se ha mencionado, las corresponsabilidades implican inversión significativa de esfuerzo personal por baja calidad de servicios públicos de salud y de educación; sin embargo, la sanción —retiro del subsidio— se impone solo a las mujeres beneficiarias y no a los maestros ni al personal de los centros de salud. El disciplinamiento, entonces, se dirige fundamentalmente a las mujeres y la responsabilidad por el logro de los objetivos también —como se ha expuesto— se recarga en ellas.

A pesar de estas reflexiones pesimistas, también se han identificado impactos positivos: las mujeres asumen cierto discurso de empoderamiento; reconocen que ha mejorado su estatus en la comunidad y su autonomía económica, sobre todo porque son vistas como sujetos de crédito; ven un futuro mejor para sus hijas y aprecian las oportunidades de capacitación, aunque critican la oferta limitada a nutrición y salud, y piden más capacitación para poder acceder a un trabajo remunerado (Escobar y González, 2002; Molyneux, 2006). Tampoco se han comprobado impactos negativos temidos al inicio, como el aumento del problema de alcoholismo en los varones y de violencia intrafamiliar; y aunque estos problemas siguen siendo graves, el acceso de mujeres a un ingreso propio no los ha fomentado, incluso se considera que el acceso a un subsidio estable ha aumentado el número de mujeres que abandonan una relación con una pareja abusiva, lo que implica un impacto positivo en la dimensión del poder de relaciones cercanas (Escobar y González, 2005a; 2005b; Molyneux, 2006; González, 2006c). Finalmente, las mujeres reconocen que tienen mayor autonomía en decidir el destino del dinero recibido, sin embargo, es una afirmación que debe contextualizarse desde el concepto del poder desde adentro. Las mujeres siguen considerando que el dinero que reciben debe ser destinado a la familia, a mejorar el bienestar de los hijos sobre todo, tanto por los roles de género internalizados, como por el diseño del programa,5 que etiqueta el recurso entregado y castiga el uso no autorizado del mismo; aunque también es cierto, libera el recurso familiar conseguido a través del trabajo remunerado para destinos distintos a la alimentación o educación de los hijos.

El diseño de programas de transferencia condicionada de dinero, en los que las mujeres son las articuladoras de los beneficios que el Gobierno transfiere a la familia, tiene efecto negativo en la capacidad de hombres y de mujeres de renegociar las relaciones de poder en la dimensión de relaciones cercanas, así como de modificar la dimensión del poder desde adentro. ¿Qué pasa con el poder colectivo? Aquí hay percepciones encontradas. Por un lado, los espacios de capacitación y las tareas comunitarias ofrecen a las mujeres la posibilidad de salir de casa, de crear nuevas redes de solidaridad y espacios de discusión; sin embargo, este impacto positivo no es parte del diseño intencional, es más bien una externalidad positiva no prevista, y por lo mismo no existen mecanismos que aseguren su sostenibilidad.

El capital social, las redes de amigos, parientes y vecinos, que siempre han sido un mecanismo vital de apoyo entre los pobres, son un recurso agotable, y la creciente presión sobre el tiempo de las mujeres, el aumento del estrés, llevan al agotamiento de las relaciones de ayuda mutua (Agudo y González, 2006; González, 2006b). También varios estudios mencionan el impacto negativo de la focalización en las relaciones comunitarias, entre las familias beneficiarias y las que quedan fuera del programa, tensiones que afectan el capital social comunitario (González, 2006c; Arriagada y Mathivet, 2007). Hablando del poder colectivo, es interesante el estudio de Carmen Ávila y Mariana Gabarrot (2009) sobre el impacto del programa Oportunidades en los usos y costumbres de las comunidades indígenas, en el que las mujeres enfrentan problemas graves de exclusión de ámbitos públicos. Las autoras consideran que el programa no tiene problemas para ajustarse a las comunidades indígenas, precisamente porque su vertiente de empoderamiento de las mujeres no funciona: ni aumenta su prestigio o presencia comunitaria, ni amplía los espacios de toma de decisiones en el hogar.

En resumen, las conclusiones sobre el impacto de programas de transferencia condicionada de dinero sobre el empoderamiento son contundentes: el diseño maternalista de estos programas fortalece la percepción de que las mujeres son las responsables por las tareas de cuidado. El acceso a una cantidad de dinero pequeña y etiquetada para satisfacer las necesidades de la familia no fortalece la autonomía de las mujeres ni dentro del hogar ni en la comunidad, al mismo tiempo que las tareas de articulación de los beneficios otorgados implican la necesidad de mayor inversión de tiempo, que combinado con la necesidad de trabajo informal, aumenta considerablemente la presión sobre la jornada laboral de las mujeres. No existen mecanismos que cuestionen la distribución del trabajo dentro del hogar o la manera en que se toman las decisiones sobre el destino de los recursos. En el mejor de los casos, se puede reconocer que existen mecanismos de equidad de género para las niñas; sin embargo, los datos sobre la inefectividad del programa Oportunidades para romper el ciclo transgeneracional de la pobreza ponen en duda el impacto real sobre el empoderamiento, incluso en las generaciones de niñas que crecieron con el programa.

 

4. Prospera: un cambio para seguir igual

El Programa de Inclusión Social, Prospera, se crea oficialmente el 5 de septiembre de 2014, y su decreto fundador lo define como parte de las políticas de desarrollo, en las cuales el Estado "se convierte en un facilitador para que las personas encuentren los espacios y las fórmulas adecuadas para mejorar sus condiciones de vida", y particularmente responde a la necesidad de revisar las políticas sociales y adecuarlas para un México en el que "exista competencia, crecimiento económico y productividad en todos los ámbitos". Se reconocen los impactos positivos del programa antecesor, Oportunidades, incluso se afirma que su "impacto y los aprendizajes históricos" deben "ser parte de cualquier política pública de desarrollo social que el Estado mexicano implemente en el futuro". De hecho, la única razón que justifica la actualización del programa es "la ausencia de apoyos de programas productivos y al empleo [que] limita su capacidad para mejorar sus ingresos de manera sustentable".6

Como se constata en el apartado anterior, no faltan estudios y evaluaciones que cuestionan el impacto de Oportunidades en el empoderamiento, incluso en el simple bienestar de las mujeres; sin embargo, estos no son considerados parte del citado "aprendizaje histórico". De hecho, al revisar las reglas de operación de sendos programas,7 el apartado 11, Equidad de género, tiene exactamente la misma redacción. En este apartado, se establece que el programa debe "identificar las circunstancias que profundizan las brechas de desigualdad, que generan sobrecargas o desventajas, en particular para las mujeres a fin de determinar los mecanismos que incidan en su reducción o eliminación"; sin embargo, sigue considerando como mecanismos de equidad de género únicamente la canalización de apoyos, preferentemente a través de las madres cabeza de familia, e impulsar el esquema diferenciado de becas para contrarrestar las desventajas de las niñas para acceder a la educación.

Las reglas de operación de Prospera declaran, de hecho, que la educación es "el mecanismo más eficiente para permitir una movilidad social real y sustentada en un bagaje de conocimientos y habilidades que permitirán contar con una masa crítica capaz de pugnar por el cumplimiento de otros derechos igual de relevantes". Esta visión ignora la complejidad de la relación entre educación y empleo, por ejemplo, el hecho de que el sesgo de género presente en la educación refuerza la segregación ocupacional (Morton, Klugman, Hanmer y Singer, 2014).

Las diferencias entre sendos programas consisten en añadir el objetivo de "articular y coordinar la oferta institucional de programas y acciones de política social, incluyendo aquellas relacionadas con el fomento productivo, generación de ingresos, bienestar económico, inclusión financiera y laboral".8 Se trata de articular los distintos programas ya existentes sin revisar su diseño. Se incorporan cuatro líneas de acción, que deben asegurar la inclusión social, financiera, laboral y productiva, de las cuales la inclusión laboral se orienta de manera preferencial a los jóvenes becarios del programa Oportunidades. Resumiendo entonces, Prospera mantiene toda la estructura de Oportunidades en cuanto a sus componentes de nutrición, educación y salud. Sigue siendo el diseño maternalista, en dos sentidos:

a) Al entregar los recursos económicos etiquetados para la alimentación y cuidado de los niños preferencialmente a las mujeres, refuerza los roles tradicionales de género y el imaginario social de la mujer como la cuidadora de otros, sobre todo de los dependientes.

b) Los mecanismos explícitos de empoderamiento —educación e incorporación al mercado laboral— se dirigen a las niñas y a las jóvenes, considerando que las mujeres adultas y mayores simplemente deben satisfacerse con la esperanza de una vida mejor y relaciones más justas para sus hijas y nietas.

En el programa, las tareas de mediación entre la familia, el Estado y, ahora en mayor grado, el mercado, siguen siendo invisibles. No se incluyen mecanismos de corrección de los efectos negativos ya identificados para las mujeres:

a) Son las mujeres las que invierten la mayor cantidad de tiempo en las tareas de mediación, y este hecho, a mediano plazo, no se modificará si no existen incentivos para que los varones asuman mayor responsabilidad en las tareas reproductivas del hogar.

b) Estas tareas, aunque ya se han cuantificado en términos monetarios, se conciben como aportación voluntaria, o incluso sin valor económico propio.

c) No se incluyen mecanismos para evitar la trampa de inactividad, es decir, no se reconoce que las tareas de mediación son contradictorias a las demandas del mercado laboral. O quizás sí se reconoce implícitamente, y es por eso que el programa explícitamente centra la inclusión laboral en las jóvenes, asumiendo que las mujeres adultas deben resolver por sus propios medios las dificultades que enfrentan.

Finalmente, desde el punto de vista de la dimensión colectiva del empoderamiento, no existen mecanismos que fortalezcan el debate sobre las causas sociales de la desigualdad o promuevan una participación colectiva de las mujeres en el diseño o la evaluación del programa. De hecho, se refuerza la visión individualista de la condición humana: las medidas de inclusión social son diseñadas para los individuos y refuerzan la interpretación de que es el mercado el mecanismo más eficiente de nivelar las desigualdades. De ahí que Prospera pretende incorporar a los y las jóvenes al mercado, ignorando no solamente el aprendizaje de Oportunidades, sino también un vasto acervo de investigaciones y casos documentados sobre el mercado laboral, proyectos productivos y equidad de género. En el caso de proyectos productivos, los estudios establecen las siguientes tendencias negativas (Schmukler, 1998; Isserles, 2003; Escobar y González, 2005b; Morton et al., 2014; Riaño y Okali, 2008; Enríquez, Kauffer, Tuñón y Soto, 2003):

a) Las mujeres son responsables de proyectos productivos sin que se renegocien sus responsabilidades por las tareas reproductivas del hogar, lo cual se traduce en una carga de trabajo más pesada, mayor estrés y menor bienestar físico y psicológico.

b) Los proyectos se centran en actividades tradicionales para las mujeres: costura, alimentación, artesanía o cuidado infantil, reforzando así la tendencia de mercado laboral de segregar de acuerdo al género.

c) Los proyectos se diseñan exclusivamente para las mujeres y, además de comercializar actividades tradicionales para mujeres —o quizás a causa de eso—, tienen poca inversión en tecnología; son intensivos en trabajo manual y la capacitación que implica es básica, sin desarrollar habilidades nuevas en las mujeres beneficiadas.

d) Los funcionarios, tanto públicos como de instituciones crediticias, tienen actitudes paternalistas hacia las mujeres beneficiadas. También existen actitudes de ejercicio arbitrario del poder, incluyendo la intimidación y la amenaza.

e) En el caso del crédito para el proyecto productivo, las mujeres son responsables por su pago, mientras que el destino del dinero frecuentemente es decidido por los varones. Incluso si son las mujeres las que deciden en qué emplear el dinero, los patrones de socialización hacen difícil la distinción entre el interés de la mujer y el de su familia.

En el caso de la inserción al mercado de trabajo, no solamente faltan mecanismos específicos para mujeres adultas, también se ignora que las jóvenes no se incorporarán a un mercado laboral ciego a la diferencia de género. Hoy en día hay evidencia abrumadora (Swift; Bond y Serrano, 2000; Enríquez, 2001; Calderón, 2013; Coneval, 2013; 2015; Morton et al., 2014; OECD, 2015) de que en el mercado laboral las mujeres enfrentan la segregación horizontal y vertical,9 que se traduce en:

a) Discriminación salarial: en promedio, en el mundo las mujeres ganan entre el 10 y el 30% menos que los varones. En México, una mujer con educación básica percibe 78 pesos por cada 100 del hombre con un mismo nivel de educación.

b) Las mujeres tienen menor probabilidad que los varones de tener trabajo de tiempo completo. El trabajo de tiempo parcial o en hogar asegura mayor flexibilidad pero menores percepciones y ausencia de prestaciones o protección social. En México, menos del 10% de mujeres tiene seguridad social a través de su empleo. Existe evidencia de que el empleo flexible hace posible combinar el trabajo remunerado y el doméstico, pero esto tiene un impacto significativo en el incremento del estrés que experimentan las mujeres.

c) En los países en desarrollo, como México, las mujeres se concentran en trabajos informales e invisibles, como trabajo doméstico o trabajo no remunerado en negocios familiares. Las mujeres representan el 83% de trabajadores domésticos en el mundo.

d) Menor movilidad ascendente y escaso acceso a la toma de decisiones.

e) Menor estabilidad del empleo. Todavía el 40% de personas en el mundo considera que si hay pocos trabajos estos deben ser asignados a un varón.

f) La doble jornada de trabajo aumenta el aislamiento de las mujeres por falta de tiempo y energía para fortalecer las redes. Esto impacta no solamente la dimensión colectiva del poder, sino también el bienestar de la mujer como individuo, dado que la existencia de redes de apoyo es el factor más importante en la disminución del estrés.

 

Conclusiones

La revisión de los programas sociales que se acaban de presentar demuestra que el concepto de empoderamiento que los inspira no tiene potencial de impactar significativamente en la redistribución del poder entre los géneros, ni en la calidad de vida de las mujeres. Indudablemente existe una ligera mejora en la satisfacción de las necesidades básicas, sin embargo, esta no es suficiente para superar la condición de pobreza en la que viven los hogares; además, esta se logra a costa de una inversión fuerte por parte de las mujeres en cuanto a su tiempo y su trabajo. De hecho, el diseño de los programas depende de esta inversión, la convierte en un factor central, y a pesar de reconocer en sus reglas de operación la existencia de brechas de desigualdad que generan sobrecargas para las mujeres, no incluye mecanismos para eliminar este problema.

En cuanto a los intereses estratégicos, los programas tienen incluso un impacto negativo, dado que su diseño maternalista refuerza los estereotipos sociales sobre el rol de las mujeres como cuidadoras de otros, cuyo bienestar no se diferencia del de los hijos o de la familia en general. A pesar de la ya abundante literatura sobre las relaciones de poder dentro de los grupos familiares, los diseñadores de los programas no reconocen que el acceso a los recursos materiales no equivale, para muchas mujeres, a la libertad de decidir su destino. Es más, en el caso de programas de transferencia condicionada, los recursos que se entregan vienen ya etiquetados para el cuidado de la familia, e incluso se incluyen medidas de disciplinamiento que controlan detalladamente la administración de estos.

Los mecanismos de combate a la pobreza que incluye el nuevo Programa de Inclusión Social Prospera tampoco integran los hallazgos ya muy difundidos sobre el impacto del mercado laboral en la desigualdad de género. De ahí que se puede concluir que la intención de impactar positivamente el empoderamiento de las mujeres que viven en pobreza extrema se queda en mera declaración y no refleja un compromiso genuino con la equidad de género.

El enfoque de la incorporación de la perspectiva de género —gender mainstreaming— exige un proceso planificado de la revisión de leyes, políticas y programas para identificar las normas y prácticas culturales que son discriminatorias y obstaculizan el proceso de empoderamiento de las mujeres. En el caso de los programas analizados, es evidente que no ha habido una reflexión seria sobre su impacto en las relaciones de género ni en el bienestar de las mujeres. Los mecanismos de equidad de género incorporados no parten de la realidad de las mujeres, sino de las necesidades de la administración pública, que ve en las mujeres un instrumento útil para hacer más eficiente el gasto público.

Desde hace décadas, los diseñadores de las políticas sociales afirman que las mujeres tienen la capacidad de construir un futuro mejor para sus familias. Abundan las evaluaciones y los indicadores que les dan la razón. Ya es hora de que los diseñadores abandonen la visión de las mujeres como mulas del desarrollo (Young, 1998) y las consideren ciudadanas con derechos y personas con aspiraciones independientes.

 

Notas

* Este artículo es parte del proyecto Enhancing Knowledge for Renewed Policies Against Poverty (Nopoor), financiado por la Unión Europea en el VII Programa Marco de Investigación y Desarrollo (Grant 290752), abril 2012–marzo 2017.

1 Las necesidades básicas son derivadas de las responsabilidades de las mujeres por el bienestar de la familia y la comunidad, el cuidado y la educación de los hijos; implican, por ejemplo, acceso al alimento, al agua, a servicios de salud o transporte seguro. Los intereses estratégicos se derivan del hecho de que las mujeres, como categoría social, tienen acceso desigual a los recursos y al poder. Su satisfacción implica cuestionar la posición de las mujeres en la sociedad.

2 Dado que no existen diferencias sustanciales entre los programas Progresa y Oportunidades, muchas evaluaciones, sobre todo las que miden impacto a largo plazo, los consideran como un mismo programa.

3 Según el informe del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval) (2015), en 2014 existían en México 5904 programas sociales, de los cuales 233 eran programas federales, con el presupuesto de 905 499 millones de pesos —aproximadamente 60 mil millones de dólares—.

4 Los resultados del Programa Internacional para la Evaluación de Estudiantes (PISA) 2012, sitúan a México en el último lugar entre los 34 miembros de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), y en el lugar 53 de los 65 países que aplicaron la prueba: el 55% de los alumnos no alcanza el nivel de competencias básico en matemáticas y el 41% no lo alcanza en lectura (Coneval, 2015).

5 También los hombres están de acuerdo en que el Gobierno entregue el dinero a las mujeres, porque es el dinero "para la familia y para los hijos", ámbitos de responsabilidad de estas (Meza et al., 2002).

6 México. Presidencia de la República. (5 de septiembre de 2014). Decreto por el que se crea la Coordinación Nacional de PROSPERA Programa de Inclusión Social.

7 México. Secretaría de Desarrollo Social. (30 de diciembre de 2013). Acuerdo por el que se emiten las Reglas de Operación del Programa de Desarrollo Humano Oportunidades, para el ejercicio fiscal 2014.

México. Secretaría de Desarrollo Social. (30 de diciembre de 2014). Acuerdo por el que se emiten las Reglas de Operación de PROSPERA Programa de Inclusión Social, para el ejercicio fiscal 2015.

8 México. Secretaría de Desarrollo Social. (30 de diciembre de 2014).

9 Se entiende por segregación horizontal la concentración de mujeres en ocupaciones definidas como femeninas en términos culturales —educación, cuidado de enfermos, costura, entre otros— y por la vertical, menor participación en puestos altos de jerarquías (Arriagada, 1997).

 

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