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Estudios Políticos

Print version ISSN 0121-5167On-line version ISSN 2462-8433

Estud. Polit.  no.51 Medellín July/Dec. 2017

https://doi.org/10.17533/udea.espo.n51a09 

Seccion temática

La política del canto y el poder de las alabaoras de Pogue (Bojayá, Chocó)*

The Politics of Chants and the Power of Prayers of Pogue (Bojaya, Choco)

Natalia Quiceno Toro1 

María Ochoa Sierra2 

Adriana Marcela Villamizar3 

1 Colombia. Antropóloga. Magíster en Ciencia Política. Doctora en Antropología Social. Instituto de Estudios Regionales, Universidad de Antioquia UdeA. Calle 70 No. 52-21, Medellín, Colombia. Correo electrónico: natalia.quiceno@udea.edu.co

2 Colombia. Estudiante de Sociología. Universidad de Antioquia. Correo electrónico: adriana.villamizar@udea.edu.co

3 Colombia. Socióloga. Magíster en Ciencia Política. Instituto de Estudios Políticos, Universidad de Antioquia UdeA. Calle 70 No. 52-21, Medellín, Colombia. Correo electrónico: maria.ochoas@udea.edu.co


Resumen

Este artículo muestra las prácticas creativas y políticas a las que han acudido las mujeres cantadoras de alabaos del corregimiento de Pogue, municipio de Bojayá, departamento del Chocó, para denunciar los daños causados por la guerra, sanar las heridas y tramitar las pérdidas de acuerdo a los repertorios espirituales afrochocoanos. Las Musas de Pogue proponen nuevos lenguajes políticos como escenarios de diálogo para la paz y expresan los temores e incertidumbres sobre el futuro de las comunidades afrodescendientes en Bojayá. Este artículo es resultado de un ejercicio participativo de investigación con enfoque etnográfico en el que se construyeron narrativas visuales y radiales con las voces de las alabaoras, sus hijas y parientes como protagonistas.

Palabras clave Cantos; Mujeres Afrochocoanas; Víctimas; Resistencia; Bojayá; Chocó

Abstract

This article shows the work of women who sing to dead, alabaoras, in Pogue, town of the municipality of Bojayá. According to the Afro spiritual repertoires, their creative and political practices denounce the damage caused by the war in order to heal their wounds and to process their losses. Las musas de Pogue propose new political languages as scenarios for the dialogue on peace in their territories. Through chants, they express the fears and uncertainties about the future of the Afro Colombian communities. This article is the result of a participatory research exercise with an ethnographic approach in which female singers, their daughters, and relatives constructed visual and radio narratives.

Keywords Chants; Afro Women; Victims; Resistance; Bojaya; Choco

Cuando el resonar del sonido del tambor de mis abuelos me hizo conocer el sonido y el silencio, aprendí a cantar para llevar mensajes a los pueblos olvidados (Elcina Valencia tomado de Ocampo y Cuesta, 2010, p. 20).

Introducción

Desde 2002 Las Musas de Pogue, alabaoras del corregimiento de Pogue, municipio de Bojayá, departamento del Chocó, adquirieron un protagonismo inusitado en la región del Medio Atrato. Un acontecimiento trágico y sus consecuencias transformaron su labor de acompañantes vitales de los rituales fúnebres y otros escenarios religiosos en espacios políticos, para reivindicar, a través del canto como testimonio, las memorias del pueblo bojayaceño y el papel fundamental de las mujeres cantadoras en la elaboración de duelos colectivos.

Desde mediados de la década de 1990 la región del Medio Atrato fue escenario de graves hechos de violencia contra las comunidades rurales afrochocoanas e indígenas. La “mala muerte”1 se transformó y las muertes violentas, los cuerpos sin nombre arrojados al río, las desapariciones y las masacres alteraron sus modos de comprender la vida y la muerte. El 2 de mayo de 2002 Bojayá vivió un fuerte enfrentamiento entre guerrilla y paramilitares que tuvo como resultado la masacre de más de 79 personas, entre ellas 48 niños. En vista de que los armados no pararon el combate, ni siquiera al ver semejante resultado, la comunidad cruzó el río con pañuelos blancos para procurar ayuda en el pueblo vecino de Vigía del Fuerte. Ante la impotencia y la desprotección por parte de los organismos del Estado, quienes salieron se vieron obligados a desplazarse a la ciudad de Quibdó y los ritos fúnebres de sus parientes “caídos” quedaron suspendidos: “Ante el miedo de nuevas explosiones y la continuidad del cruce de balas, la población debió huir, y éste es tal vez uno de los mayores costos, pues aún se evoca con mucho dolor el que los muertos no hayan recibido los rituales debidos” (CNMH, 2010, pp. 100-101).

Las dinámicas del conflicto armado reciente en Colombia y especialmente en la región del Chocó han sido documentadas en diversos trabajos que han destacado la forma como comunidades enteras se han visto afectadas por la violencia y las estrategias de resistencia a las que han acudido para permanecer en sus territorios y reconstruir sus vidas (CNMH, 2010; Bello et al., 2005; Espinosa, 2012; Millán, 2009; Riaño y Baines, 2011; Vergara, 2011; Ríos, 2014; Quiceno, 2015). En los últimos años, la pregunta por la memoria y la manera como configura un presente singular en las sociedades afectadas por la guerra también ha sido un eje de atención para comprender cómo se apropian los acontecimientos del pasado en las luchas y retos del presente, en las comunidades afrodescendientes e indígenas del Medio Atrato (Ríos, 2014; Millán, 2009; CNMH, 2010).

En el campo de los estudios sobre memorias traumáticas se ha comenzado a expandir una línea de trabajo alrededor de los cantos testimoniales y otras materialidades de la memoria (Arenas, 2015). En este marco son relevantes los trabajos de Renzo Aroni (2015) y Jonathan Ritter (2014), quienes de acuerdo a la experiencia musical de las comunidades indígenas de Ayacucho en Perú evidencian el lugar del canto y los registros sonoros en la construcción de narrativas históricas dinámicas y heterogéneas. Asimismo, Pilar Riaño y Ricardo Chaparro (2016) resaltan el carácter testimonial de los nuevos alabaos compuestos por las mujeres de Pogue en contextos de reconstrucción de memoria histórica.

Las experiencias localizadas de las mujeres, sus luchas y activismos son imprescindibles para proponer otros modos de comprender la teoría y la política, no exclusivamente en escenarios académicos e institucionales sino en la vida cotidiana, que reinventa los modos de ser mujer. Bajo estas premisas se fundan diferentes formas de feminismo que cuestionan el feminismo hegemónico y establecen críticas a la colonización, al imperialismo económico y, en todo caso, al occidentalismo racional, y reivindican los saberes, pero sobre todo, la lucha del movimiento de mujeres —indígenas, campesinas, afrodescendientes, mestizas, con sexualidades no normativas— en una expresión variada y sincrética, también georreferenciada. Entre ellas se, dentro de los cuales se encuentran corrientes latinoamericanas (Siu, Dierckxsens y Guzmán, 1999; Lagarde, 2012) y los feminismos de frontera (Hooks et al., 2010).

Algunas autoras feministas (Farr, 2002; Barth, 2002; Cockburn, 1999) han señalado las implicaciones de la militarización de la vida civil y el impacto de los civiles en el conflicto armado. En ese sentido, se reclama una lectura de la militarización más amplia que la que implica la presencia de actores armados: culturalmente, la militarización conlleva cambios en el ser hombre y el ser mujer, y altas valoraciones de lo masculino en contraposición de las características consideradas femeninas o de lo predominante —blanco— sobre lo minoritario (Theidon, 2006).

La militarización de los territorios se siente de muchas maneras, algunas indirectas como la preponderacia de valores masculinos y del grupo étnico dominante, y otras directas como las que se detallan a continuación de acuerdo al actor: en el caso del Ejército se establecen retenes, trincheras en territorios que tienen finalidad simbólica diferente y en ocasiones contrapuesta a la guerra, se ocupan lugares comunitarios, escuelas, centros de asamblea permanente, entre otras violaciones del derecho internacional humanitario; en el caso de las guerrillas y paramilitares, se imponen normas como no usar celulares con cámara, no transitar libremente por algunos caminos o por el río, tener determinados cultivos, regular formas de vestir o de ser, entre otros (Ruta Pacífica de las Mujeres, 2013). En el caso que aquí nos convoca, la valoración del canto como cuidado y de su papel sagrado para combatir el miedo, para resistir y recuperar lo perdido, es una forma de contrarrestar esta militarización de la vida civil.

Como lo señaló recientemente la profesora Mara Viveros (Cepafro Medellín, 28 de junio de 2016) en la Cátedra Ana Fabricia Córdoba en Medellín, en Colombia las mujeres negras son descritas en el lugar de la marginalidad y la pobreza, y pocas veces de acuerdo a sus luchas y condición de sujetos políticos. No obstante, este empobrecimiento es resultado de relaciones de poder que establecen unos territorios para el saqueo y transforman sus condiciones culturales y de producción; tal es el caso del Pacífico colombiano, que pasó de ser una economía de autoaprovisionamiento a una de desposeimiento y carencia (Lozano, 2010, marzo 23). Por lo tanto, es importante entender a las mujeres negras como mujeres que históricamente han sido parte de luchas políticas y sociales, luchas contra el sexismo, el racismo, el patriarcado y la violencia, e indispensables en el movimiento social afrodescendiente en Colombia y en la historia de emancipación de las mujeres. Estos enfoques del feminismo son los que acompañarán la lectura, las formas en que los repertorios culturales locales permiten responder a los daños y a las pérdidas, y a la agencia de las mujeres negras en el corregimiento de Pogue. Valoramos otros lenguajes para comprender las formas en que se confronta la militarización y los daños causados en medio de la disputa. En el caso de las alabaoras es en la composición, en el viaje que el canto propone y en el encuentro colectivo para interpretarlo, donde se reconstruyen y reelaboran los sentidos y las experiencias que las mujeres y comunidades rurales del río Bojayá han vivido en la historia reciente.

Esta aproximación hace parte de un trabajo colaborativo con las alabaoras de Pogue desde 2012. La metodología de trabajo se fundamenta en el enfoque etnográfico y su articulación con la producción audiovisual. Se realizó una producción audiovisual de cuatro clips documentales y una serie radial2 en la cual las mujeres narran sus experiencias cotidianas en relación con el cuidado, la salud, las plantas, el viaje y el canto.

En este artículo se resalta el papel del canto y de las alabaoras como agentes en el trabajo de duelo de las comunidades negras. Se propone pensar el trabajo de tramitación de las pérdidas a partir de los dispositivos culturales propios del mundo afrochocoano, donde el daño tiene una dimensión colectiva y el dolor se canta. Para esto nos aproximamos al lugar de la tradición oral en relación con la acción política y la resistencia a través de la reflexión sobre el papel de dispositivos rituales como el alabao, lenguajes políticos que contribuyen a hacer memoria, reactivar vínculos y recomponer las conexiones rotas entre vivos y muertos. Finalmente, hacemos una reflexión sobre el lugar de las mujeres como agentes políticos en la reconstrucción de la vida.

1. Las Musas de Pogue

Luz Marina Cañola comenzó a cantar a los veinticinco años, antes sentía pena. Su espíritu de liderazgo la llevó a convertirse en promotora de salud de la comunidad, acompañante constante de las mujeres de su pueblo, y a ser hoy la coordinadora del grupo de alabaoras. Alzar su voz en público para poner un canto —como dicen las mujeres de Pogue— es algo para lo que se necesita fuerza, convicción y decisión. Esas cualidades no le faltaban a la Negra, como es conocida. Sin embargo, el miedo o la pena de cantar venía de la pregunta de si tenía o no tonada. Eso solo lo supo el día que —como a muchas otras— las mujeres mayores la animaron a “cantar más duro”.

La tía Lola, apelativo con el cual es reconocida Senaida Mosquera, tuvo una experiencia similar. Desde niña le gustó acompañar los velorios y escuchar a las mujeres mayores cantar. Su madre, una importante alabaora del pueblo, le decía que cantara, que por lo menos respondiera, pues responder es el camino por donde se inicia a cantar, es la ruta que las mujeres emprenden para adquirir fuerza y confianza, descubrir su tonada y atreverse a poner el canto. Para la madre de Lola, que su hija aprendiera a cantar fue el gesto de aceptación de una herencia de sus ancestros.

Hacerse alabaora es un proceso que vincula a las mujeres. El alabao, en tanto canto colectivo, exige el encuentro, la relación entre mujeres de diversas generaciones y, en muchos casos, de diferentes procedencias. Pero implica fundamentalmente confianza y reconocimiento de la potencia personal. Quien no se atreve a poner o responder el canto, difícilmente reconoce su poder interior para acompañar la muerte y a los dolientes, el poder de armonizar las relaciones entre vivos y muertos, y por tanto, de dar continuidad a la vida en sociedad.

En general, las mujeres de la región son las encargadas de las ceremonias, festividades religiosas, proyectos comunitarios (Flores, 2009, 31 de agosto-4 de septiembre), azoteas, crianza colectiva; lo que Silvia Federici (2013) identifica como lo común, esfera en la que las mujeres son socializadas, en cuanto a su producción y reproducción: la vida en común como elemento esencial a la organización política y no solo relegada a la esfera privada. Sus rezos y cantos, sus curares, las ubican en un lugar privilegiado pero diferenciado respecto de los hombres. En la región los cantos y alabaos, las historias o los juegos de palabras, son frecuentes e importantes en su comunicación: “Las cuestiones de interés común, las quejas, los conflictos y las noticias se expresan a través de coplas —un tipo específico de ritmo que las mujeres expresan ampliamente (aunque no son las únicas en utilizarlo)—” (Asher, 2002, p. 115).

La comunidad de Pogue, en el municipio de Bojayá, es reconocida en la tradición ancestral del canto mortuorio y por eso desde otros municipios y comunidades mandan traer a las alabaoras para que canten a los muertos. La fuerza de sus voces y el poder de “conmover” a los presentes, otorga a las alabaoras vigor espiritual para hacer efectiva la práctica de acompañar a muertos y a dolientes, elaborar el duelo y recuperarse de las pérdidas.

La transmisión de los cantos en la comunidad de Pogue tiene una línea familiar, existen alabaos que son reconocidos por el apellido de cierta familia o porque trae la memoria de uno de los ancestros que lo cantaba y quien enseñó a los más jóvenes. Existen diferentes tipos de alabaos que son cantados según el momento y contexto ritual. El ejercicio de composición y creación de nuevos alabaos o “composiciones para la memoria” (Riaño y Chaparro, 2016) retoman la memoria musical -ritmo, tonada- de los alabaos tradicionales, pero hablan de realidades y experiencias del presente.

2. El alabao y la mortuoria afrochocoana

La mortuoria afrochocoana es rica y compleja. La muerte es vivida como proceso y cada momento tiene su práctica ritual. En este sentido, la anunciación, la agonía, el fallecimiento, el velorio, la novena, el cabo de año, son momentos ritualizados de la muerte que tienen un tratamiento cuidadoso (Ayala, 2011; Serrano, 1994). El ritual tiene la capacidad de conectar y reactivar relaciones existentes entre parientes, comunidades vecinas y la diáspora chocoana del país. En la mortuoria se activan relaciones espaciales fundamentales como el viaje, el mantenimiento del espacio asignado a los muertos y el movimiento, que hacen parte del sentido espacial y territorial de una comunidad que se vincula alrededor del río.

En el momento del anuncio de la muerte, las relaciones con el entorno, los animales, las plantas, son indicadores necesarios. Es a través de los signos de la alteración de esas relaciones como se reconoce la necesidad de preparación para la muerte (Ayala, 2011). Al momento específico de la agonía se activan relaciones con los santos de devoción, las conexiones espirituales de la persona son deshechas para permitir un buen morir. Nina S. de Friedemann (1989) describe la práctica de la “desombligada”, como el ritual en el que la persona rompe la conexión espiritual que fue establecida con alguna sustancia vegetal o animal a través de la ombligada en el momento de su nacimiento. Asimismo, Ana Gilma Ayala (2011) narra la necesidad de “ayudar al buen morir” a las personas sabedoras de secretos, quienes usualmente tienen una agonía más larga para entregar el saber a otro o deshacerse de él para alcanzar el descanso.

En el momento del velorio el alabao sobresale y acompaña al muerto y a sus dolientes. Es con la fuerza del canto que el alma del difunto emprende el viaje adecuado y descansa, debe ser cantado toda la noche con un ritmo específico, vinculado a los rezos y demás elementos del ritual. Los ritos mortuorios afrocolombianos se rigen por una estructura en la que el canto exige un grupo de alabaoras que responda con el estribillo a los versos de la alabaora principal: “En el Pacífico colombiano, el estribillo o responso es casi una norma dentro de este tipo de relatos; con él se convoca a toda la comunidad para que participe cantando” (Tobón y Gómez, 2009, p. 31).

Las articulaciones rituales y políticas que se expresan en el canto del alabao y en la mortuoria de las sociedades ribereñas rurales afrochocoanas, son una pista para comprender la creación de redes de solidaridad, la posibilidad de reproducir la sociedad y la capacidad para enfrentar el duelo y el daño. Un concepto utilizado por las alabaoras para describir su oficio es el de acompañamiento. Viajar, embarcarse para cantar en el velorio o a la novena de algún pariente o vecino, hace referencia a la posibilidad de participar en la labor de acompañar al difunto y a sus dolientes. En este sentido, el canto es un dispositivo útil para el cuidado, “compartir el dolor” es una manera de hacer del duelo individual un duelo colectivo.

3. La oralidad y la resistencia

El contacto cultural entre indígenas, españoles y esclavos africanos traídos a América entre los siglos xv y xvii es uno de los procesos históricos que así como produjo mucho horror en el mundo americano, también generó procesos de creación y resistencia que dieron lugar a nuevas sociedades. En esos procesos las prácticas asociadas a la oralidad constituyen un campo valioso para pensar la supervivencia y la transformación política y cultural de las comunidades afrocolombianas.

Tras el señalamiento de toda manifestación espiritual que no fuera cristiana, los esclavos se veían obligados a desarraigar sus prácticas culturales, historias, súplicas y recuerdos, y acomodarlos a las formas establecidas por los colonizadores. En este contexto, la oralidad se posiciona como un dispositivo cultural (Suescún y Torres, 2008; Havelock, 1986) que permite la conexión entre las religiones africana y española y, en un sentido general, de ambas culturas, pues conforme se expandía el proyecto evangelizador, las memorias de los ancestros africanos en el nuevo mundo sobrevivían por medio de la adaptación que sus descendientes hacían de los cantos e historias. Por ejemplo, los cantos, romances, alabaos y gualís que hoy se cantan en el Atrato y en toda la zona del Pacífico tienen su origen en los romanceros españoles (Tobón, Tobón, Ochoa, Serna y López, 2015).

Con estos precedentes la tradición oral afrocolombiana no se presenta únicamente como medio comunicativo para crear conexiones y redes comunitarias, sino que también resulta ser un recurso esencial para la reconstrucción de la memoria colectiva y para resistir a condiciones espacio-temporales hostiles y desfavorables, tales como las que se crean con el desarrollo del conflicto armado en la cuenca del Atrato.

En relación con lo anterior, hay que mencionar dos características que le posibilitan a la oralidad ser una herramienta en la producción de conexiones. En primer lugar, esta se caracteriza por su constante actualización. Como no es un ejercicio mecánico, se reinterpreta cada vez que alguien cuenta algo a otro. Si se añaden, quitan, exageran o minimizan elementos o escenas es porque el contexto lo requiere y esto no debe subestimarse dentro de la construcción de las formas de sociabilidad. La fácil reproducción y recepción de los relatos hace que todo oyente —futuro emisor— participe en su construcción y, en consecuencia, que la actualización de los cantos, cuentos, historias, chistes, alabaos, arrullos, responda a la necesidad de quien los utiliza (Tobón y Gómez, 2009). En segundo lugar, la oralidad es una expresión cotidiana que genera congregación porque engloba relatos, cantos y disposiciones corporales de creación colectiva; en otras palabras, formas de hacer que se aprenden observando a otros y acompañándolos (Jaramillo, 2006).

En este sentido, frente a la presencia de actores armados o el temor a su aparición hay una transformación en las formas de congregación y emergen nuevos relatos y condiciones para contarlos. Así, diversas expresiones orales adquieren una responsabilidad mayor en la comunidad. Sin dejar de ser una expresión cultural, el contexto obliga a integrar esta expresión cotidiana en la agenda política, es decir, a agenciar la participación ciudadana por medio de la oralidad. La transformación de los contenidos de algunos cantos o la creación de nuevos versos son una muestra de cómo lo oral entra en tensión con las consecuencias de la guerra: con el silencio y la muerte.

Ulrich Oslender (2003, p. 206) analiza el direccionamiento político de la tradición oral como fuente de “discursos ocultos”, es decir, como el origen de una resistencia “oculta”, que si bien no desestabiliza el orden social nacional, sí tiene un carácter concientizador y movilizador en los pueblos afrocolombianos. Entendida así la oralidad, el ritual trasciende a escenarios donde no hay muerte ni muertos sino denuncias o historias de guerra, conforma una red social para su grupo y establecen lazos de solidaridad para enfrentar la incertidumbre de la vida diaria.

4. La fuerza política del canto

Las mujeres de Pogue encuentran en el alabao un espacio para constituir la enunciación colectiva. Con el canto, la voz y sus cuerpos configuran un nuevo “nosotros” para afectar a aquellos que no viven directamente la guerra, para “compartir” el dolor y conmover, fundan un proyecto político de denuncia en la oralidad y el arte.

Cuentan que esta iniciativa de componer nace de la indignación y el rechazo de lo vivido, de su experiencia como testigos de una guerra donde quienes más sufren son “los que no empuñan las armas” (Oneida Orejuela, comunicación personal, 6 de marzo, 2016). Ese sentimiento se tradujo en versos que fueron las primeras composiciones de denuncia. Hacer del verso un nuevo alabao permitió a las mujeres recuperar la potencia del ritual mortuorio, hacer audibles sus voces y testimonios, viajar y llevar el mensaje del horror a nuevos territorios:

La idea de componer me nace por las cosas, las situaciones que estamos viviendo y hemos vivido, pa’ ver si con todos esos cantos, que por la radio, que por la televisión, la gente viene allá en Bellavista está filmando y así, pa’ ver si esos dolores le llegan también allá al presidente. Porque nosotros los campesinos somos los que tenemos que sufrir, somos los que pagamos los platos rotos de los actores armados, porque nosotros no tenemos el arma y nosotros somos a los que nos masacran, desplazan, entonces esas cosas no nos dejan, entonces esos dolores no nos dejan a nosotros (Oneida Orejuela, comunicación personal, abril 15, 2016).

Oneida Orjuela Barco ha creado varios alabaos desde el momento de la masacre. Recuerda que antes, cuando las comunidades negras del Medio Atrato se organizaron en la lucha por la tierra, también compuso algunos cantos. De ese tiempo varios se han olvidado. En los cantos de denuncia es común que estas mujeres se dirijan a las autoridades reclamando derechos. El propósito es que la fuerza de la voz se propague, que sus ideas viajen de la selva a la capital para subvertir los órdenes territoriales en los que lugares como el Chocó son marginados.

La cartilla El oficio de cantar memoria (Riaño y Chaparro, 2016) describe el alabao más allá de su contenido musical como “un tejido colectivo y ancestral, cuyos versos se entrelazan como hebras siguiendo una puntada musical, cuya tonada tiene la capacidad de transmitir y de crear un sentimiento compartido de dolor, de solidaridad y de respeto por la muerte y sus tradiciones” (p. 3). Los cantos recreados en el nuevo contexto del conflicto armado como estrategia para narrar las experiencias del pueblo bojayaseño son denominados composiciones para la memoria.

Retomamos esta recopilación de las composiciones hechas por las mujeres desde 1990 hasta 2015 para aproximarnos a los temas de sus cantos. Posteriormente, se analizan los agenciamientos del canto más allá de su letra, a partir del acompañamiento realizado al grupo en sus experiencias de viaje “llevando” los cantos a diferentes lugares del país.

4.1 Luchas por la tierra

Somos negritos chocoanos,

vivíamos en su parcela,

de allá salimos a buscar

la titulación de tierras.

Llegaron los invasores,

todo el mundo lo sabía

que lo que estaba pasando

no era bueno en esta vida.

Somos negritos chocoanos, Oneida Orejuela, 1997 (tomado de Riaño y Chaparro, 2016).

En este alabao aparece la titulación colectiva de las tierras de las comunidades negras del pacífico colombiano como una lucha crucial emprendida desde 1980. En Colombia, el reconocimiento de la propiedad colectiva de la tierra de las comunidades negras se da en la Asamblea Nacional Constituyente de 1991 y la promulgación de la Ley 70 de 1993.

Como lo plantea Liliana Hincapié (2013), la lucha por el territorio fue el primer motor de las organizaciones, dio nacimiento a asociaciones campesinas de la región del Atrato, entre ellas la Asociación Campesina Integral del Atrato (ACIA), hoy Consejo Comunitario Mayor de la Asociación Campesina Integral del Atrato (Cocomacia). Estos procesos organizativos se articularon al trabajo de los misioneros Claretianos y las Comunidades Eclesiales de Base (CEBS) impulsadas en la década de 1980.

En este caso, la composición de cantos y versos fue promovida dentro del trabajo de las CEBS para confrontar la representación de los territorios del Pacífico colombiano como “baldíos de la nación”, que podían ser colonizados por las empresas madereras para su lucro particular. Posteriormente, la movilización retoma el lenguaje de la diferencia étnica y las demandas por reconocimiento (Hincapié, 2013), transformando el proceso de movilización a partir de la identificación de unas prácticas ancestrales de “pertenencia” y existencia diferenciada de las comunidades negras. En ese proceso la música tuvo un lugar destacado como rasgo diferenciador de la vida de las comunidades negras. Así, el movimiento social negro en Colombia está articulado a los reclamos territoriales basados en prácticas culturales que incluyen la música, la sensibilidad sonora, la relación con el ambiente para la producción de instrumentos particulares y los contextos de producción musical, como el mundo de los santos y las festividades religiosas (Van Vleet, 2012).

Si bien estas comunidades han logrado cierta seguridad jurídica con la titulación de tierras, esto no significa la posibilidad de disfrutar el territorio con autonomía y según su visión de bienestar. Una de las principales afectaciones que el conflicto armado ha generado en la región es la imposibilidad de realizar libremente las prácticas de subsistencia debido a la militarización de sus territorios, expresada entre muchas otras prácticas en la existencia de minas, las restricciones de movilidad y la articulación a nuevas fuentes de productividad asociadas a economías ilegales.

4.2 El padre Jorge Luis

Oiga señor presidente,

colóquese en mi lugar,

nos dice la Ley 70

que esta es nuestra propiedad,

si no hacemos resistencia

sin tierra nos vamos a quedar.

Señor Santos, le pregunto, Oneida Orejuela, 2014 (tomado de Riaño y Chaparro, 2016).3

El año de 1998 se caracterizó por la fuerte confrontación armada. La entrada de los paramilitares por el norte de Antioquia fue experimentada con todas sus consecuencias por las comunidades del Bajo Atrato. Desde mediados de 1990 se inició la avanzada del bloque paramilitar Elmer Cárdenas por el Bajo Atrato hacia el centro del departamento del Chocó. Los desplazamientos masivos, bloqueos y retenes militares por el río, las restricciones en la circulación de alimentos, los asesinatos selectivos y la estigmatización como supuestos colaboradores de la guerrilla impactaron la cotidianidad de esta población.

Ante este panorama, los equipos misioneros y los consejos comunitarios implementaron la estrategia de tiendas comunitarias para resistir a las restricciones de circulación de alimentos, por lo cual fueron asesinados en 1999 el padre Jorge Luis Mazo y el cooperante vasco Iñigo Egiluz cuando se dirigían en un bote a Quibdó para aprovisionar las tiendas (CNMH, 2010). Aunque este hecho violento impactó moral y físicamente a las comunidades rurales del Medio Atrato, su fuerza para continuar resistiendo no se menguó. Las mujeres de Pogue reconocen este hito y han creado varias composiciones al respecto, una de ellas relata los detalles del atentado al padre Jorge Luis y señala a los paramilitares como responsables. Las otras destacan las cualidades del padre y denuncian el dolor causado a su familia y al pueblo bojayaceño.

4.3 La Masacre

El día 2 de mayo

una pipeta cayó,

¡Ay!, cayó dentro de la iglesia,

el cristo lo mutiló.

---

Esto quedó en el oscuro

de la bala desplotada,

como corría el agua

y era sangre derramada.

Esto quedó en el oscuro, Ereiza Palomeque, 2014 (tomado de Riaño y Chaparro, 2016).

La masacre de Bojayá en 2002 representa la “guerra sin límites” (CNMH, 2010) que alcanzó nuestro país en aquella década. Hubo impedimentos para realizar los rituales mortuorios tradicionales y los restos de los cuerpos, sin identificar, fueron depositados en una fosa, mientras los sobrevivientes fueron desplazados a Quibdó. Esta desconexión que la masacre produjo entre dolientes y difuntos al momento de la muerte afectó el camino de elaboración y tramitación del duelo.

La atrocidad de este crimen y el impacto que tuvo en la vida de los pueblos afrodescendientes e indígenas continúan haciéndose visibles con las composiciones realizadas por las mujeres para la conmemoración cada 2 de mayo. Las alabaoras se han apropiado de la conmemoración de la masacre para cantar y homenajear a los muertos. En la actualización del duelo a través de un proceso ritual activan la fuerza del canto, de sus voces y cuerpos, como una manera muy propia de acompañar a los dolientes, al pueblo bojayaseño y a sí mismas, en ese adiós que quedó inconcluso.

Las primeras composiciones sobre la masacre narran el acontecimiento y destacan actores como el padre Antún y su gesto heroico de motivar al pueblo a salir “en medio del combate” hacia el pueblo vecino de Vigía del Fuerte y enfrentar a los armados con pañuelos blancos, exigiendo respeto a la población civil. Denuncian a la guerrilla de las FARC y los paramilitares como agresores de los campesinos y al Estado por la indiferencia frente a la garantía de derechos y la priorización de la presencia militar que reproduce los ciclos de violencia.

4.4 El guayacán de un pueblo

Nosotros los campesinos

hemos sido maltratados,

la pelea de los armados

nosotros hemos pagado.

Esto quedó en el oscuro, Ereiza Palomeque, 2014 (tomado de Riaño y Chaparro, 2016).

Así como el canto opera transformaciones en el contexto ritual, también lo hace en la subjetividad de la mujer cantadora, la ubica en un lugar vital para el sostenimiento de la comunidad y la negociación entre mundos que permanecen en relación, como el mundo de los vivos y los muertos, de los dolientes y los otros. Igualmente, los cantos para la memoria transforman las vidas de las alabaoras de Pogue, su relación con otros actores e instituciones fuera del Chocó4 que reconocen en ellas una acción política y los cambios en lógicas y órdenes de autoridad en su comunidad.

El 9 de abril de 2016, día de la dignidad de las víctimas en Colombia, las alabaoras de Pogue viajaron a Bogotá y sin pensarlo el alabao las llevó a encontrarse con el presidente de la República. Oneida Orjuela (comunicación personal, abril 15, 2016) manifiesta que fue un momento crucial poder “echarle” un canto al Presidente frente a frente. Es decir, el viaje a Bogotá significó la posibilidad de entregar sus cantos personalmente a quienes habían estado dirigidos. Ver cara a cara al Presidente, entrar a la Casa de Nariño, reconocer el poder de la voz para “sintetizar” la complejidad de sus demandas. Y es que ese poder de sintetizar, propio de los contextos rituales, ha sido apropiado por las mujeres de Pogue para el terreno de la política, narrando sus historias y dolores.

El último de los cantos que las mujeres llevaron a Bogotá alude a las tensiones raciales. A todo pulmón, las mujeres cantaron en la casa de Nariño y denunciaron que por ser negros e indios la guerra los ha afectado de manera desproporcional:

Las mujeres vinieron a Bogotá a una actividad alrededor del Museo de la Memoria y reciben una invitación a cantar a la Casa de Nariño y sorprenden a la gente cantando sobre los temas de la paz, la reconciliación, el perdón y manifiestan su preocupación sobre las expectativas de paz, que eso no puede llevar a un mayor engaño. Hacen reclamación de cómo la guerra ha afectado más a los negros e indígenas, a las comunidades rurales de este país. A mí me sorprende cómo en un canto recogen tantos temas, los ponen en discusión, los mezclan y pueden ponerlo en un escenario político tan importante como ese espacio de la Casa de Nariño (Leyner Palacios, comunicación personal, abril 9, de 2016).

Consideraciones finales

El viaje que ha propiciado el alabao reivindica un nuevo lugar para estas mujeres que con sus saberes ancestrales demuestran la eficacia política del canto. El canto es una materialidad que produce corporalidades, localiza la voz de las mujeres en espacios que antes no habían sido autorizados para ellas.

De igual forma, el reconocimiento externo tiene impacto en el cuestionamiento a posiciones jerárquicas de género; por ejemplo, ser autorizadas por el marido para ejercer ciertos oficios es ahora un tema discutido por ellas en público y abiertamente. Desde que sus cantos se han vuelto “famosos” son incluso sus compañeros quienes las motivan a que salgan del pueblo a giras, festivales, eventos, conmemoraciones. Son emisarias de un mensaje grupal que anhela ser conocido. Como le dijo alguna vez una de las mujeres de la comisión de Género del Consejo Comunitario Mayor del Medio Atrato a una de las alabaoras de Pogue: “ustedes con el canto han logrado grandes cosas para las mujeres de su comunidad”. Sin estar articuladas en un movimiento feminista,5 su papel como alabaoras ha creado conciencia feminista, ha ampliado las demandas y denuncias más allá del ámbito de la guerra.

Como lo destaca Federici (2013) el rol de las mujeres está asociado a la gestión de bienes materiales e inmateriales que pertenecen a la comunidad. La autora reitera que histórica y actualmente las mujeres han sido defensoras y han dependido de los recursos comunes para su sobrevivencia, lo que implica relaciones permanentes de solidaridad. Asimismo, Carol Gilligan (2013) posiciona la ética del cuidado como una forma de resistencia al daño moral en el que la capacidad de amar y de generar confianza es fundamental para la democracia, pues permiten el bienestar y estrechan los lazos interpersonales. Eso es lo que ha permitido el canto de las Musas de Pogue, pues en él se condensan diversas dimensiones de lo político en el territorio: por un lado, mantener el cuidado ritual de los muertos y de los vivos; pero por otro lado, la enunciación en la esfera pública de los daños que ha causado la guerra, fungiendo como embajadoras de su pueblo y de sus reivindicaciones.

Reconocer el papel de las mujeres afrochocoanas, la esfera del cuidado de los bienes comunes y el mantenimiento de relaciones vitales para la búsqueda del bienestar colectivo, y rescatar la preponderancia de las mujeres en la reconstrucción de la vida después de la guerra es necesario para construir la paz. Resistir y movilizarse en nombre de los vínculos ayuda a las mujeres a superar el trauma, a rehacer las condiciones de humanidad y tejer la vida colectiva a pesar de las vivencias de violencia que tuvieron lugar en sus cuerpos y territorios.

Las memorias que se activan en los cantos que componen las mujeres pogueñas son de carácter político. Retoman fuerzas del pasado, reclaman autonomía, cuestionan órdenes establecidos, emancipan e incomodan; confrontan la indiferencia de quienes no han experimentado la guerra en su propia casa.

Las Musas de Pogue han resistido en el vínculo que crea el canto y la religiosidad, le dan existencia a un espacio en el que se sienten seguras y protegen a los suyos, se deshacen del dolor y el miedo. El canto como dispositivo para narrar la experiencia histórica ayuda a comprender la emergencia de espacios políticos identificados tradicionalmente como “femeninos”.

(Estas mujeres) se han convertido en el guayacán6 de la comunidad de Pogue. Son un guayacán porque han acompañado a la comunidad en los momentos más fuertes (sic). Porque le enseñan y transmiten esos saberes a los más jóvenes. Porque la comunidad ha sufrido mucho en medio del conflicto armado y ellas han logrado transmitir las denuncias de lo que pasa en nuestra comunidad a través del canto (Leyner Palacios, comunicación personal, abril 9, 2016).

Los agenciamientos que tienen lugar en el canto y el papel de las alabaoras revelan conexiones existentes en el Medio Atrato entre política y cosmología. Conexiones vitales entre mundos espirituales para la reconstrucción de la vida afectada por la guerra. El canto denuncia, hace memoria, viaja y habita para reivindicar el lugar del pueblo bojayaseño en el país; instala las preocupaciones y perspectivas de las comunidades locales en los debates nacionales tales como los diálogos de paz, las disputas por la tierra, la indiferencia del Estado y el racismo institucional. Esta vez sus portavoces son las mujeres de la comunidad.

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* El artículo es resultado del proyecto Las Musas de Pogue cocinan sus cantos. Arte, política y resistencia, del Instituto de Estudios Regionales, Universidad de Antioquia. Ganador de la beca Capitana María Remedios del Valle, promovida por Flacso-Argentina y la Red Iberoamericana de Organismos y Organizaciones Internacionales Contra la Discriminación, 2015, y con el apoyo del grupo de alabaoras Las Musas de Pogue. Agradecemos a Alicia Reyes, Germán Arango y Andrea García por sus aportes y sugerencias en el marco de las reuniones del equipo de investigación.

Cómo citar este artículo Quiceno, Natalia; Ochoa Sierra, María y Villamizar, Adriana. (2017). La política del canto y el poder de las alabaoras de Pogue (Bojayá, Chocó). Estudios Políticos (Universidad de Antioquia), 51, pp. 175-195. DOI: 10.17533/udea.espo.n51a09

1Sin anuncio y violenta.

2De esta serie, Oí, vengo de un río. Voces de mujeres Pogueñas, producida por Alicia Vanesa Reyes, el primer capítulo fue premiado recientemente como mejor crónica radial del concurso de Periodismo Cultural del Ministerio de Cultura 2016. Para acceder a la serie radial, véase

3Cantado en Bogotá en la conmemoración de la masacre de Bojayá, 2 de mayo de 2014.

4El 26 de septiembre del 2016 las mujeres de Pogue cantaron en la ceremonia de firma del Acuerdo Final entre la guerrilla de las FARC y el Gobierno nacional en Cartagena. Este acto y su participación tuvo una serie de consecuencias que no logramos analizar en este artículo; sin embargo, este acto da cuenta del protagonismo que estas mujeres han ganado en la actualidad, pero también de los riesgos de la instrumentalización de su figura y su palabra en escenarios de intensa polarización política.

5Si bien los espacios organizativos de mujeres afrodescendientes se han multiplicado, no así los reclamos que argumenten razones de género. Esto en parte porque los discursos desarrollistas cooptan al movimiento de mujeres y logran que la reivindicación de la diferencia étnica esencializada sea central en los repertorios de acción de las organizaciones y no la condición de subordinación de las mujeres asociada el neoliberalismo o al racismo

6El guayacán es un árbol fuerte, y por eso las casas de los pobladores se hacen de la madera de este árbol. El símil con las mujeres es diciente y habla de su papel estructurante de la comunidad.

Recibido: Agosto de 2016; Aprobado: Octubre de 2016

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