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Estudios Políticos

Print version ISSN 0121-5167On-line version ISSN 2462-8433

Estud. Polit.  no.53 Medellín July/Dec. 2018

https://doi.org/10.17533/udea.espo.n53a02 

Ensayo

Testimonio, Justicia y Memoria. Reflexiones preliminares sobre una trilogía actual*

Testimony, Justice, and Memory. Preliminary Reflections on a Current Trilogy

Gonzalo Sánchez Gómez1 

1 Colombia. Abogado y filósofo. Magíster en Historia. Doctor en Sociología Política. Director general del Centro Nacional de Memoria Histórica. Correo electrónico: gsanchez.go@gmail.com


Resumen

El testimonio en la Memoria ocurre en una relación tensa que solo es posible cuando el acontecimiento, el narrador y el escucha están afinados, es decir, se mantienen en un cierto equilibrio. Solo ese equilibrio puede producir su propósito: manifestar y darle a conocer a alguien el modo en que ocurrió el acontecimiento y a aquellos a quienes afectó. Cada vez que se rompe esa relación triádica que mantiene al testimonio en movimiento el testimonio se convierte en un indecible, la experiencia se asume como imposible, el sujeto se torna problemático y el auditorio sordo, vale decir, desconfiado. No obstante, en los diversos escenarios en los que se manifiesta el testimonio —en la Historia, la Justicia o la Literatura—, ese equilibrio siempre está roto, es más, esa falta de equilibrio lo constituye como tal para cumplir el propósito para el cual ha sido citado por cada una de estas disciplinas.

Palabras clave Testimonio; Testigo; Narración; Historia; Justicia; Literatura; Memoria

Abstract

The testimony in the memory occurs in a tense relationship that is only possible when the event, the narrator and the listener are in tune, that is, they remain in a certain balance. Only that balance can produce its purpose: to manifest and make known to someone the way in which the event occurred and those it affected. Each time that this triadic relationship, which keeps the testimony in motion, is broken, the testimony becomes unspeakable, the experience is assumed to be impossible, the subject becomes problematic and the audience deaf, that is, distrustful. However, in the different scenarios in which the testimony is expressed —history, justice or literature—, that balance is always broken. Moreover, that lack of balance constitutes it as such in order to fulfill the purpose for which has been summoned by each of these disciplines.

Keywords Testimony; Witness; Narration; History; Justice; Literature; Memory

1. El testimonio, sus escenarios y la crítica del testimonio

Su muerte me mira. Tengo parte en la muerte del otro. Porque el otro muere, yo ya no estoy del todo en casa en el mundo […]. Una voz viene de la otra orilla y me cuestiona y me pide que rinda cuentas y ya me acusa, siempre ya, de haberla abandonado. Con el otro, no es el infierno lo que se me cae encima, es el Aqueronte —el río de los muertos— que me rompe, que me atraviesa, que fractura mi vida (Finkielkraut, 2002, p. 23).

Entre el ser humano que vivió o presenció un acontecimiento y la audiencia conformada por una o más personas dispuestas a escucharlo media el testimonio, es decir, la traducción en palabras1 que alguien hace de un acontecimiento ante otro en una situación específica con la intención de re-presentárselo. El testimonio es el recipiente en el cual se vierten o del cual desbordan, en primer lugar, el acontecimiento; en segundo lugar, su relación con aquel que lo «cuenta» y con aquellos a los que se refiere; y en tercer lugar, la escucha que recibe el testimonio. El testimonio actúa también como una suerte de catalizador ya que, una vez emitido, transforma el acontecimiento en narración, a quien cuenta en testigo y a quien escucha en juez —o en testigo por delegación, si considera que aquello que le ha sido confiado debe ser recordado, repetido o traducido—. El hecho narrado, el narrador y el interlocutor, tal es la tríada básica que estructura el testimonio como acto de comunicación, como una estructura comunicativa.

Aquello que enunciamos como la verdad del testimonio depende tanto de quien lo enuncia como del crédito que le otorga aquel que lo escucha y de la relación que se establezca entre ambos y el acontecimiento. Marie-France Begué (2003) expresa del siguiente modo la metáfora de Ricoeur, que ella interpreta como una cláusula de sinceridad:

El testimonio de algo en tanto acto de discurso, implica una cláusula de sinceridad que tiene dos caras: el testigo cree en lo que dice y los demás también creen en su palabra. Se trata de la creencia como «crédito» que alguien da a tal idea. […] No es certeza ni es verificación sino apertura confiada a quien creemos que nos dice la verdad (p. 334).

Debo aclarar que uso el concepto de verdad sin dejar de lado el carácter abstruso de aquello que ha de ser tomado como lo verdadero, inmerso como está cualquier discurso en una constante tensión entre lo puro y lo impuro, entre lo transparente y lo opaco. Al afirmar que la verdad del testimonio depende de quien la enuncia me refiero a que depende de su presencia durante los hechos, su disposición, sus acciones, su intencionalidad, su capacidad de recordar, su uso de una retórica de la enunciación, el lugar que asume como narrador. Sobre este último punto vemos que entre los relatos de los sobrevivientes de un hecho violento, por ejemplo, se encuentra una amplia variedad de posturas: algunos testigos asumen una posición militante; otros se autorreconocen como guardianes de un saber que debe ser recogido y su relato puede tomar la forma de la narración tradicional;2 algunos relatos no eluden las emociones subjetivas; otros, por el contrario, son narrados con intencional estoicismo; algunos relatos incluyen un pedido de ayuda o de protección. Algunas veces hay que buscar los relatos contra la reticencia de los testigos; otras veces un acontecimiento traumático, un contexto propicio, un escucha autorizado puede desatar una verdadera «avalancha» de testimonios. Recordemos la angustia testimonial de Primo Levi al salir del campo de concentración. Crédito es la metáfora que usa Paul Ricoeur (1996) para referirse a la confianza que se tiene el narrador y a la credibilidad que le otorga quien escucha a aquel que relata un testimonio:

[…] Se cree precisamente en la palabra del testigo. De la creencia o, si se prefiere, del crédito que se vincula a la triple dialéctica de la reflexión y del análisis, de la ipseidad y de la mismidad, de sí y del otro, no se puede recurrir a ninguna instancia epistémica más elevada […] el crédito es también (y, deberíamos decir, no obstante) una especie de confianza […]. Crédito es también fianza. […] Esta confianza será, alternativamente, confianza en el poder de decir, en el poder de hacer, en el poder de reconocerse personaje de narración, y, finalmente, en el poder de reconocerse personaje de narración, y, finalmente, en el poder de responder a la acusación con el acusativo: ¡héme aquí! (pp. xxxv-xxxvi).

Ese crédito —construcción de confianza— será mayor o menor según su conocimiento previo de los hechos, según el lugar desde el cual se sitúan para narrar o escuchar el testimonio, según el marco que rodea el acto del testimonio, según su ética de la narración y de la escucha, según su rol social o cultural, según su compenetración con lo dicho, entre otros. Por último, en cuanto a la relación que se establece entre quien narra y quien escucha podemos preguntarnos, por ejemplo: ¿el escucha es solo el escriba de una declaración o está dispuesto a reflexionar sobre lo que escucha? El testigo, por su parte, ¿se ve a sí mismo como una voz que debe ser registrada o como alguien que busca establecer un diálogo con su audiencia?

Renaud Dulong (1998 citado en Hartog, 2001) define el acto y el momento en el que una persona se convierte en testigo de la siguiente manera: «ser testigo no es solamente haber sido espectador de un evento sino declarar haberlo visto» (p. 12) y comprometerse a decirlo en los mismos términos. Y aun se puede ir más lejos para afirmar que es propio del carácter del testimonio no solo esa cualidad performática —eso que lo convierte en un «acto de habla»— sino su cualidad iterativa. Para que haya testimonio este debe estar en condiciones de ser repetido: «Aunque un testimonio sea singular debe ser repetido infinitas veces. Sin repetición no hay testimonio. Aquel que declara ante el otro, promete ofrecer de nuevo, ad aeternitatem, el mismo testimonio» (Aragón, 2011, p. 306). Tal es la vida propia del testimonio: ser viajero.

La forma propia del testimonio es la afirmación, la «aseveración».3 Pese a todo lo que se diga acerca de la indecibilidad de determinados testimonios, de la imposibilidad de narrar o de tener una experiencia, o de la indiferencia con la que puede ser escuchado, el testimonio es, de hecho, una enunciación que dice algo.

Desde aquí vemos que ya no parece posible continuar diciendo algo genérico acerca del testimonio, pues incluso al citar la definición de diccionario —el testimonio es la atestación o aseveración de algo— comienza a ser evidente que el testimonio está en medio del campo de disputas de varias disciplinas, de usos y puntos de vista enfrentados.4 En adelante, para no quedar atrapados en los insolubles teóricos en los que desembocan tales disputas, intentaré situar el testimonio del que hablo, cercarlo lo más posible para poder avanzar en su descripción e ir, de ser necesario, en su auxilio. Diré, desde ya, que para la Memoria, que es el campo desde el cual hablo, el testimonio no es una esfinge a la cual nos acercamos a consultar con temor de ser devorados. El testimonio al que hago referencia es una enunciación real —un acto comunicativo que tiene lugar entre dos o más personas— proclamada por una persona individualizada —no por un sujeto des-subjetivizado—, que se escucha en tiempo real y que afecta e interpela en modos concretos, una enunciación que como investigadores sometemos a crítica y que nos suscita reflexión, y que en caso de considerarla verosímil o verídica estamos en posibilidad y en necesidad de repetirla, de volver a atestar. Voy a consignar aquí, mientras tanto, un ejemplo aleatorio del tipo de testimonio al que hago referencia:

Aquí [en La Bonga] había un caserío. […] Aquí era el campo donde jugábamos béisbol. […] Este era el colegio. Por aquí estaba una casita. […] Aquí daban hasta quinto año de primaria. […] Aquí se hacían las fiestas. Había que hacerlas de aquel lado. Venían de Mampuján, San Pablo, Palenque, San Cayetano, Las Brisas, Arroyohondo. […] Colindábamos hasta allá, hasta Las Brisas, en donde hubo la masacre […]. Él [uno de los que mataron] era el que ganaba el concurso del ñame más grande que se hacía en San Cayetano (CNMH, 2016, octubre 31).

Lo anterior son fragmentos tomados de un testimonio grabado en video sobre unos de los caseríos, veredas y municipios que fueron abandonados por sus pobladores entre el 10 y el 11 de marzo de 2000 tras la masacre ocurrida en la vereda Las Brisas, conocida como la masacre de Mampuján, en la que fueron sacados de sus casas al amanecer, torturados y asesinados en el campo doce campesinos acusados de ser colaboradores de la guerrilla por parte de los paramilitares del Bloque Héroes de los Montes de María. De La Bonga, municipio de Mahates, sur de Bolívar, hoy no queda nada, o quedan las fantasmagorías que describen las palabras de sus antiguos pobladores y que ellos llevan consigo. Tal como lo comprobamos al escuchar las palabras del hombre de La Bonga, los testimonios orales no expresan solo el espíritu de quien las dice sino el de las cosas que ya no vemos: una es la mirada del hombre que habla, pletórica de pasado, otra es la de quien escucha atentamente y reconoce la presencia y la realidad de lo que se nombra.

El testimonio ocurre en una relación tensa, que solo es posible cuando los tres elementos descritos arriba —el acontecimiento, su relación con aquel que lo «cuenta» y con los terceros a los que se refiere, y el tipo de escucha que recibe el testimonio— están afinados, es decir, se mantienen en un cierto equilibrio. Solo ese equilibrio puede producir su propósito: manifestar y dar a conocer el modo en que ocurrió el acontecimiento y a aquellos a quienes afectó. Cada vez que ha fallado esa relación triádica, la cual mantiene al testimonio en movimiento, en medio de esa tensión de fuerzas, es cuando sentimos que es indemostrable el hecho, es problemática la figura del testigo, la experiencia no es posible o bien el auditorio no escucha; por lo tanto, el testimonio se convierte, entonces, en un indecible, la experiencia se asume como un imposible, el sujeto se torna problemático y el auditorio sordo, vale decir, desconfiado.

Este equilibrio no excluye lo que Esteban Lythgoe (2008) considera, interpretando a Paul Ricoeur, como una asimetría epistémica entre el testigo y su auditorio, que consiste en reconocer que quien hace una declaración:

[…] Tiene un privilegio epistémico respecto del auditorio por haber presenciado el suceso declarado. Como contraparte, el auditorio debe confiar en la palabra del declarante, pero no lo puede hacer del mismo modo que lo hace con las otras fuentes de conocimiento. Aun cuando el testimonio sea una narración de percepciones, su carácter solo puede ser cuasi empírico: amplía nuestros conocimientos de un modo que ni la razón, memoria o sentidos puede hacerlo, pero a costa de perder parte de su peso epistémico (p. 38).

Como se deduce de aquí, en el momento en que se realiza el testimonio esa asimetría, cuando es puesta en juego durante el acto de dar testimonio, vuelve a instaurar el equilibrio epistémico entre quien declara y quien escucha.

2. Escenarios del testimonio: la historia, la justicia, la literatura y los trabajos de memoria5

La narración, el testigo y la audiencia generan relaciones diferentes según las condiciones de producción, es decir, el contexto en el que aparece y actúa el testimonio, y según la función que este desempeña, que puede estar en relación de servidumbre, como lo está el testimonio respecto a la verdad en la producción histórica o la decisión en el Derecho; o presentarse de modo ambiguo, en un limbo inescrutable entre la ficción y la realidad en el ámbito de la Literatura; o responder a una necesidad de sentido o de reconocimiento, como ocurre en los trabajos de Memoria.6

2.1 El lugar del testimonio en la Historia

La Historia dispone una situación específica en la que el testimonio es reconfigurado como recurso de demostración de un acontecimiento, es decir, como una fuente. Es tarea, entonces, del historiador transformar los testimonios en fuentes históricas. La fuente puede ser cualquier documento escrito, público o privado —una carta, un diario, un recibo, un decreto—; puede referirse a testimonios orales o entrevistas —una tradición comunitaria, una narración dada por uno de los protagonistas del acontecimiento, una leyenda—; o puede encontrarse en otros vestigios materiales —huesos, fotografías, vestidos, videos—. Para el historiador el repertorio testimonial es extremadamente rico. Como lo ilustra la clásica sentencia de Marc Bloch (1952 [1949]): «La diversidad de los testimonios históricos es casi infinita. Todo cuanto el hombre dice o escribe, todo cuanto fabrica, cuanto toca puede y debe informarnos acerca de él» (p. 55). En la literatura reciente, el cuerpo mismo es reconocido cada vez más como fuente y como voz que dice mucho sobre sobre los escenarios, los contextos y la experiencia; el cuerpo, en suma, como un lugar de memoria.

El conocimiento que adquieren los historiadores acerca de los acontecimientos solo puede tener lugar en tanto está mediado por los rastros y las huellas que dejan los testigos de los mismos. Los historiadores, en ese sentido, son jueces de instrucción «encargados de una vasta investigación sobre el pasado» (Bloch, 2006a, p. 18), que se dedican a recoger testimonios, sobre los cuales están obligados a discernir lo verídico, lo falso y lo verosímil. El sentido y función del testimonio en el trabajo historiador es la producción de un esclarecimiento-conocimiento.

Por reflejar el punto de vista de un solo individuo los testimonios son considerados como una fuente parcial, distorsionada y fragmentaria que debe ser confrontada con otras fuentes parciales u otros documentos, y sometida a un examen riguroso de verosimilitud por parte del investigador-historiador. Desde la Filosofía, la desconfianza frente al testimonio es, de hecho, inseparable de él. A manera de ejemplo, cito la posición del deconstruccionismo, por tratarse, quizá, de una de las más radicales:

Mientras que en todo testimonio nos encontramos con una verdad transida de subjetividad, la filosofía tiene como voluntad alcanzar una transparencia sin claroscuros. De lo que el testigo testifica, en primer término, es de su destierro o expulsión del logos. Allí donde habla el testigo, calla la razón. Lo que está en juego en este olvido del testigo es una teoría de la verdad que vincula ésta con la objetividad de las ideas o con la presencia diáfana de sí en la autoconciencia. El testigo compromete un conjunto de valores asociados a la noción de verdad como pueda ser el de evidencia, objetividad e intersubjetividad.

[…] Antes de centrarnos en el testimonio como tal habría que empezar sospechando que se pueda determinar algo así como una esencia, una identidad estable, un concepto puro de testimonio, libre de toda contaminación extraña […] la palabra del testigo exige como condición de posibilidad su imposibilidad, esto es, el asedio de aquello mismo que lo pone en cuestión y lo conduce a la ruina: el perjurio o la mentira. Si olvidamos esta advertencia preliminar, todo discurso que pretenda aislar un contenido propio en el testimonio estará condenado al desastre. Dicho esto, tampoco hay que concluir que no exista diferencia alguna entre testimoniar, mentir y demostrar. Que los límites no sean tan nítidos como cabría esperar y que la frontera entre los mismos sea permeable, transitable o porosa no supone que no haya que hacer un esfuerzo por diferenciar teóricamente entre cada uno de los términos (Aragón, 2011, pp. 297-300).

¿Cómo discierne un historiador entre sus testimonios aquello que es verídico, falso o verosímil? Hay algunas reglas que deben seguir que constituyen la crítica histórica, según Bloch (2006b), y de las cuales recojo algunas aquí a manera de ejemplo: a) el primer deber del historiador consiste en citar a sus testigos o citar sus fuentes; b) debe dudar de la noticia que le traen los testimonios y buscar la verdad; c) los mismos documentos delatan la cualidad del testimonio, es lo que sucede cuando el historiador descubre contradicciones entre ellos: cuando dos noticias se contradicen, lo más seguro, hasta que se demuestre lo contrario, es suponer que una de ellas, al menos, es errónea; d) el historiador debe desconfiar de que dos testimonios distintos presenten la misma versión del mismo acontecimiento: el investigador se pregunta, entonces, ¿cuál es versión de cuál?, ¿cuál es el testimonio original?

En suma, el testimonio no se valida por sí mismo, está sometido a la crítica testimonial, o crítica histórica, con un par de advertencias adicionales: cada época tiene su propia lectura o representación sobre esos testimonios, hechos o huellas, y como lo señala Georges Duby (1988) «la restitución total del pasado es imposible» (p. 42).

Según Bloch, se acusa a la crítica histórica de destruir la poesía del pasado al desconfiar de las narraciones de los hombres del pasado. Pero, para Bloch, las reglas de la crítica histórica no son solo un juego erudito o de preferencias estéticas sino una herramienta indispensable para que el historiador pueda discernir entre un testimonio verdadero y uno falso. Lo que interesa, en últimas, al historiador es encontrar la verdad del acontecimiento, la verdad del relato. Tal es la función positiva del testimonio —la que pretende llegar a la verdad de los hechos—, es decir, su contribución a la precisión de los hechos —fechas, lugares, nombres, entre otros—, a la objetividad y a la externalización de los mismos.

El archivista, por su parte, al transcribir los testimonios orales los ha convertido en declaraciones, en documentos, a la manera en que lo hace la Justicia, que es su modelo original; al hacerlo, según Ricoeur, rompe la estructura de diálogo que define al testimonio oral, subsumiéndolo en la lógica de la escritura, sometida a las exigencias del discurso de la declaración, que introduce, precisamente, las reglas de la crítica histórica que pretenden poder distinguir lo verdadero de lo falso. Por otro lado, el discurso oral del testimonio es despojado de los elementos valorativos, estéticos y tropológicos, para alcanzar la «neutralidad impersonal» (Lythgoe, 2010) que caracteriza al discurso histórico: «Un recuerdo archivado ha dejado de ser en el sentido propio de la palabra un recuerdo, es decir, algo que mantiene una relación de continuidad y de pertenencia con un presente del que se es consciente. Ha adquirido el estatuto de resto documental» (Lythgoe, 2008, p. 45).

2.2 El lugar del testimonio en la Justicia

El lugar que tiene el testimonio en la Historia tiene como modelo y antecedente el uso del testimonio en la Justicia, para la cual el testimonio es una declaración hecha por un testigo, sobre la cual se debe determinar si ha de ser citada o no como prueba o indicio por alguna de las partes en disputa en un juicio acerca de un acontecimiento. No es pues un espacio de conversación sino de confrontación de intereses. Pero más allá de demostrar el hecho, lo que interesa a la justicia es el vínculo con el responsable. El testimonio, por lo tanto, no tiene un valor autónomo para la justicia. Solo importa en tanto a una de las partes enfrentadas le interese presentarlo frente a un tribunal como materia de evidencia. En el estrado judicial se parte del hecho sabido y lo que interesa demostrar es la conexión causal entre el hecho sabido y el responsable por determinar. En este sentido, el testimonio está, además de altamente regulado, constreñido en su interpretación, ajustado en sus límites al uso que le otorgan las partes en disputa. En el escenario judicial el testimonio está esencialmente instrumentalizado, es un medio de prueba. Es esta despersonalización la que permite una figura tan controvertida en el mundo jurídico como lo es la del testigo con «reserva de identidad».

El testigo declara ante un tribunal sobre un acontecimiento que conoce directamente o del cual tiene noticia preferencial, y cuya declaración es considerada relevante por alguna de las partes enfrentadas para la decisión de una disputa o controversia. Su declaración es llamada testimonio y para que sea aceptado como una de las pruebas propuestas debe estar sujeto a reglas estrictas de ponderación, a las llamadas tarifas probatorias. Normalmente el testigo judicial no declara voluntariamente. Salvo en los casos expresamente excluidos —parentesco o sigilo profesional—, el testigo es obligado a comparecer, a rendir testimonio. La coerción no riñe en este caso con la validez del testimonio. Además, es sometido a juramento de decir la verdad y nada más que la verdad, lo cual implica que en caso de dar un falso testimonio será acusado y criminalizado por la ley por el delito de perjurio o falso testimonio. Pero el falso testimonio no depende del grado de conocimiento que tiene el testigo acerca de la verdad objetiva sobre la cual declara sino de la diferencia entre lo que declara y lo que el testigo efectivamente conoce o sabe:

El testimonio no depende ni del vínculo de lo declarado con la realidad, ni de la sinceridad del testigo. Si bien existe una precondición de confianza dada por la competencia, autoridad o credenciales del testigo, se asume que lo que diga el testigo puede llegar a ser falso debido a problemas en su percepción o memoria, o incluso por dolo. Aun en este último caso, un testigo mentiroso o insincero podrá ser severamente castigado a nivel judicial e incluso social, pero no por ello se dejará de afirmar que ha brindado su testimonio (Lythgoe, 2008, p. 36).

El testimonio es quizás el medio de prueba más antiguo de todos. Desde su remoto origen, los testimonios de los testigos —Adán y Eva— han de ser más de uno y se reciben por separado, para que ninguno se contamine con el relato del otro, ya que es específico del uso del testimonio en la Justicia —y también en la Historia— su disposición a ser cotejado para llegar a una conclusión razonada.7 Se mueve en la disyuntiva simple de falso-verdadero.

Otra específica característica del modo como aparece el testimonio en la justicia para que sea admisible es el carácter ritual, e incluso espectacular, del juicio y sus audiencias; a ese evento es «convocado» el testigo para apoyar la posición de una u otra de las partes en disputa: «El testimonio constituye un acto de palabra inserto en un complejo entramado ritual de prácticas normalizadas y que es convocado para decir, desde cierta posición, algún contenido de interés para el juicio» (Retamal, 2007).8 Es evidente, entonces, que el testimonio se encuentra fuera de equilibrio en el espacio judicial, pues importa menos que la resolución de la disputa y ubica al testigo en un lugar jerárquico por debajo de los actores que intervienen en su puesta en escena ritual —el juez, los abogados o incluso el mismo acusado—. El testigo es, en parte, un auxiliar del proceso, pero no un protagonista del mismo.

La disputa prima por sobre el testimonio. Esto significa que aquello que se declare solo será considerado testimonio si es relevante a la resolución de la disputa entre dos posiciones antagónicas. En la medida en que toda aquella declaración que no pueda ser encuadrada en la disputa acabe siendo descartada, el auditorio termina primando por sobre el testigo (Lythgoe, 2008, p. 36).

El testimonio judicial, una vez ofrecido, es sometido a pruebas acerca de su veracidad o falsedad, de la pertinencia del mismo en la disputa, de la confiabilidad del mismo dadas las condiciones físicas o mentales; y son los jueces quienes finalmente deciden si se excluye o incluye como apoyo en el discurso que se elabora en su sentencia. Aquí se introduce una nueva traducción del testimonio, ya no al documento, como en la historia, que ha de ser resguardado en un archivo, sino a la sentencia y, por consiguiente, que ha de aparecer unido a un expediente del cual no puede ser «legajado», separado; entra, pues, a hacer parte de un corpus, que es el juicio. Para tomar esta decisión, el testimonio debe someterse a preguntas como las siguientes: respecto del sujeto: ¿es sincero?, ¿es confiable? Respecto del testigo: ¿es coherente y verosímil? Respecto del acontecimiento: ¿es útil?, ¿corrobora otras pruebas más objetivas? (Retamal, 2007). Pero, tal como lo recuerda Lythgoe (2008):

[…] Por medio del testimonio nunca se logrará alcanzar deductivamente una conclusión necesaria y, por tanto, cierta, sino solamente una probable, por medio de una lucha de opiniones, en la que se tienen en cuenta la disposición de la audiencia y el carácter del orador. El segundo aspecto a tener presente es la introducción del componente moral en el testimonio a través del decisionismo jurídico. En caso de que haya alguna sospecha de que un testimonio es falso, el juez tiene la potestad de invalidarlo. Ricoeur nos recuerda que por este motivo Gary Hart sostuvo que todo enunciado jurídico no es una descripción, sino una adscripción (p. 389).

En el escenario judicial, el testimonio no solo se emite sino que se controvierte. El condenado aparece como un vencido en juicio. El discurso guerrero que pretende superar o reemplazar la justicia sigue subrepticiamente presente de manera simbólica en la estructuración ritual del proceso como guerra de interpretaciones. El resultado —la sentencia— está respaldado no solo por la persuasión sino por la autoridad de quien la emite. En el escenario judicial, el uso del testimonio se cierra con un acto de autoridad cuyo sello distintivo es la absolución o la atribución de responsabilidades. En la Historia, en cambio, el resultado del trabajo con el testimonio queda abierto y puede ser sometido a la controversia, a la reafirmación, o eventualmente a la invalidación de la verdad invocada. En los trabajos de Memoria el testimonio no está necesariamente regido por los criterios de verdad. Su enunciado en sí, incluso cuando es distorsionante o elusivo, puede rastrearse como un registro de experiencia cargada de sentido.

2.3 El lugar del testimonio en la Literatura

De algún modo, el testimonio se presenta también como un discurso cerrado cuando asume una forma literaria. El autor testimonial busca, mediante la forma, un sentido narrativo para su experiencia, además de aquellos otros, explícitos, que encuentra mediante su rememoración personal. Y él es el único que tiene, no solo conocimiento sino la autoridad para cerrar su relato. Es una forma testimonial autárquica, cerrada sobre sí misma. Su discurso no está sujeto a verificación. Y aunque después de algún tiempo su relato testimonial pueda ser controvertido,9 el autor ya ha brindado testimonio, y ese testimonio ha sido publicado y divulgado en la esfera pública.

Vamos a partir de la siguiente definición: el discurso-testimonio es un mensaje verbal en primera persona, perfectamente escrito para su divulgación editorial aunque su origen primario y estricto sea oral, cuya intención explícita es la de brindar una prueba, justificación o comprobación de la certeza o la verdad de su hecho social, previo a un interlocutor, interpretación garantizada por el emisor del discurso al declararse actor o testigo (mediato o inmediato) de los acontecimientos que narra (Prada, 2001, pp. 13-14).

La anterior definición posible del testimonio en la Literatura afirma que el testimonio es un tipo de discurso que surge de la oralidad, pero que ha sido mediada, académica o literariamente, para ser llevada o traducida a una forma literaria.

La experiencia a la que hace referencia el testimonio literario no es cualquier experiencia. En palabras de John Beverley (citado en Prada, 2001), «involucra cierta urgencia o necesidad de comunicación que surge de una experiencia vivencial de represión, pobreza, explotación, marginalización, crimen, lucha […]. Su punto de vista es desde abajo» (p. 14). Elie Wiesel (1977, citado en Felman y Laub, 1992) no fue parco en darle, de este modo, la bienvenida: «Si los griegos inventaron la tragedia, los romanos la epístola y el renacimiento el soneto, nuestra generación ha inventado una nueva literatura, la del testimonio. Todos hemos sido testigos y sentimos que debemos dejar testimonio para el futuro» (pp. 113-114). Esta es una expresión cuando menos comprometedora para aquel que ha de convertir su testimonio en una forma narrativa, en un discurso dado en primera persona, que ha de ser firmado, que es necesariamente autorreferencial y que está sujeto a determinadas convenciones retóricas.

John Beverley (1993) señala que existe una tensión necesaria entre el testimonio y la literatura, entre el narrador y el lector de un testimonio literario. El testimonio literario permanece en un limbo epistemológico. Su pretensión de ser al mismo tiempo narración oral verdadera y género literario hace que sea y no sea, a fin de cuentas, literatura, tanto como es y no es narración oral de un acontecimiento; asimismo, tampoco puede considerarse ni negarse de manera absoluta su carácter de verdad en su integridad. Elzbieta Sklodowska (1990, citada en Beverley, 1993), al respecto de esto último, afirma que no se puede asumir que exista:

[…] Una relación de homología directa entre la historia y el texto. El discurso del testigo no puede ser un reflejo de su experiencia, sino más bien su refracción debida a las vicisitudes de la memoria, su intención, su ideología […] aunque la forma testimonial emplea varios recursos para ganar en veracidad y autenticidad —entre ellos el punto de vista de la primera persona-testigo— el juego entre ficción e historia aparece inexorablemente como un problema (p. 490).

Así como buena parte de las obras literarias de ficción no establecen un territorio de la ficción exento de mezclarse con la realidad, se asume como posible la operación inversa en toda obra de literatura testimonial: la realidad recordada, el testimonio de una realidad no está expresado en forma pura, sino que está atravesado, desde el mismo uso del lenguaje literario, por elementos ajenos al testimonio, como la retórica propia de la literatura novelesca.

Pero es una cualidad del discurso testimonial, en su forma literaria, afirmar la versión del sujeto que habla en primera persona, la versión del autor. Está, pues, puesto de relieve el testigo. Esta supremacía del testigo en la literatura testimonial puede hacer que se pierda el equilibrio entre los elementos que conforman el testimonio desnudo. Es el testigo —tanto como su versión de los hechos— lo que importan a este uso del testimonio. Generalmente, la narración de este tipo de literatura no solo es autorreferencial sino, además, referencial, es decir, existe otra versión, enunciada en otro u otros discursos, a la cual se opone el testimonio literario: una versión oficial, una verdad fragmentada, otros testimonios semejantes, otros libros publicados, entre otros. Renato Prada Oropeza (2001) lo plantea de la siguiente manera: «el discurso testimonial es siempre intertextual pues, explícita o implícitamente, supone una otra versión o interpretación (otro texto) sobre su objeto (referente), una versión opuesta, contraria o distorsionada, a la cual corrige, se opone o ratifica» (p. 11).

Pero el problema del testimonio en este caso no es simplemente un problema epistemológico: nos sitúa frente a los mecanismos que pone en acción una situación extrema, una situación, sin embargo, que en lugar de acallar al testigo o de someterlo al mutismo lo incita a hablar con nombre propio y lo obliga a adoptar procedimientos expositivos distintos a los usuales en el mundo académico. Incluso surgen estrategias narrativas que tratan de borrar el sello personal, como cuando algunos autores escogen la tercera persona para contar lo que vivieron en primera persona y con ello permitir que su relato se vuelva objeto de interpretaciones, al evitarle al lector la autoridad de la primera persona y la presión moral de aceptar la veracidad del relato de la víctima por ser víctima. Es el caso de la tercera persona elusiva de Jorge Semprún (1995).

2.4 El testimonio en los trabajos de Memoria

El dar una voz a las víctimas contra el silencio, el olvido y la omisión sigue siendo una fuerte arma en la lucha permanente por las percepciones, las identidades (Fleer, 2012, p. 210).

El testimonio en la memoria —y esto es algo que tiene en común con el testimonio en la Literatura— también considera al testigo como elemento central en su proceso discursivo. Pero a diferencia del lugar que ocupa el testigo en la Literatura, el papel que representa el testigo en la Memoria es mucho menos espectacular, es —si se quiere— mucho menos presencial, de algún modo espectral, en tanto el testigo es un sobreviviente que testifica por sí mismo, pero también por aquellos que no lograron sobrevivir, por todos los afectados por el acontecimiento.

Considerando la «cláusula de sinceridad», el «crédito» que hay que otorgarle al testigo para que el testimonio tenga realmente lugar, hay que establecer una diferencia ontológica entre el relato de la víctima y el de los excombatientes y perpetradores, pues en estos últimos dos casos el crédito de la audiencia frente a su testimonio puede tener un saldo en rojo —por el conocimiento previo de los hechos que tiene el escucha— o gastarse demasiado pronto —por las modalidades lingüísticas en las que el excombatiente o el perpetrador escuda o encubre sus propias acciones—, lo cual se hace evidente en su disposición a enunciar su relato desde la primera persona plural, desde un «nosotros» más bien mayestático y no en primera persona del singular.10 Este es un tema de gran interés que requiere un tratamiento específico, sobre todo en el caso de Colombia en donde hay ya una experiencia acumulada en el trabajo con los Acuerdos de Verdad con ex paramilitares reinsertados que se acogieron a este programa en Colombia. El testimonio para que sea tomado como tal, debe responder, en su fondo, a una necesidad de testimoniar. Las declaraciones de los excombatientes y perpetradores, aun cuando ellos mismos hayan sido de algún modo víctimas de la violencia, residen en un espacio híbrido entre la declaración judicial y los trabajos de Memoria, y pertenecen a una zona de intercambio, legítima, de verdad por justicia. El crédito que se le otorga a la verdad del relato de la víctima se otorga porque su narración solo es verificable en él mismo y por el hecho de su necesidad, aunque no por eso deje de ser escuchado críticamente o reflexivamente. El relato del excombatiente o del perpetrador, en cambio, es un relato sometido a verificación bajo criterios de justicia. El testimonio precede al criterio de justicia. Sus declaraciones no son testimonios, así como la declaración de un acusado ante la ley no es un testimonio por el derecho que tiene a no autoinculparse. La ley colombiana llama «contribuciones» a los relatos que brindan los excombatientes en su compromiso con los Acuerdos de Verdad.

Para la Historia, como quedó dicho arriba, cualquier fuente es un documento y el testigo pude ser solo una fuente más entre las fuentes inanimadas de su investigación. Para la Justicia lo que importa es el modo de resolver una disputa y la cualidad de verdadero o falso de los elementos que ayuden a este propósito. En la Memoria importan tanto el testigo ausente como el presencial, una vez ha rendido su testimonio el testigo no cesa nunca de reiterarlo, ni siquiera una vez concluido el proceso judicial que hubiere tratado su caso. En condiciones excepcionales, el testigo puede llegar a ser hipostasiado con su testimonio. Primo Levi es el modelo de esta testificación incesante y él mismo se refiere a ella como una necesidad del sobreviviente, más que como una cualidad del testimonio, usando a manera de parábola la Balada del viejo marinero, el famoso poema de Samuel Taylor Coleridge, cofundador del romanticismo inglés. Como le ocurre al viejo marinero, Primo Levi tiene que volver a contar su historia para sentirse liberado cada vez que en hora incierta esa angustia me alcanza y a cantar me obliga (Levi, 1989, epígrafe). De alguna forma se es testigo para predicar la verdad o al menos la experiencia.

En el poema de Coleridge un marinero ha sido castigado por haberle dado caza al albatros que acompañaba al barco en el que navegaba. El viento cesa, el barco se aquieta durante jornadas y todos sus compañeros de navegación mueren de sed. Entonces el marinero es condenado a vagar, ni muerto ni vivo, en ese mismo barco, teniendo como compañeros de navegación a los espectros de la antigua tripulación, culpable y víctima del castigo de los dioses. En un puerto un viejo marinero llama —aborda— a una persona cualquiera —el invitado a una boda— y establece un diálogo obligado con aquel, que preferiría dejarlo pronto y no escucharlo pues el viejo marinero va a retrasar su llegada a la celebración que lo espera. Cuando el viejo cesa de dar su testimonio quien lo escucha ha perdido todo afán.

Dos asuntos se hacen relevantes en este modelo literario del testimonio en la Memoria: por un lado, la zona gris, de la que habló Levi, es encarnada por el viejo marinero, que se sabe culpable de haber matado al albatros, una deidad marina, a la vez que víctima de una terrible ley impuesta por los dioses sobre los hombres, que no se ha cobrado la vida de él por la del albatros sino la de sus compañeros, inocentes, de navegación.

El segundo asunto que se pone de relieve en el poema es el carácter dialogante que está en la esencia del testimonio y la necesaria transformación del que escucha, a quien un imperativo moral lo ha obligado a escuchar en un primer momento —una cierta cortesía obligada hacia el viejo marinero que lo aborda—, pero luego es atrapado por el devenir de su narración, que al final cobra sentido para él mismo, en tanto ha escuchado bien. Esto último es una cualidad específica del testimonio en la Memoria: el testimonio ha de afectar, implicar, hacer partícipe a quien lo escucha. Cuando realmente se cumplen todas las condiciones para que el testimonio suceda, este no puede dejar impávida a su audiencia, y lo que habría de otorgarle el testimonio a quien lo escucha, más que compasión, debería ser comprensión, desciframiento de sentido: «el que escucha tiene que sentir las victorias, las derrotas y los silencios de la víctima», nos dicen en un notable texto Shoshana Felman y Dori Laub (1992, p. 57).

No ocurre lo mismo con el testimonio en el escenario judicial. El testimonio en la Memoria, según lo expresó Ricoeur, es dialógico, es un diálogo entre un narrador y su interlocutor. En el modelo jurídico, en cambio, se trata de una simple declaración, no de una vivencia. Y una declaración es un monólogo guiado, cuestionado, un decir que responde solo a las preguntas planteadas, que excluye de sí todo lo que sea personal. En la declaración-testimonio judicial no hay empatía, y de llegar a producir sentido solo está dirigido hacia el objeto de la disputa.

El judicial es un testimonio altamente regulado y en él solo interesa su fuerza probatoria. Experiencia vivida, daño sufrido, expresiones de emoción están excluidas del austero e incluso hostil formato del testimonio-declaración judicial. Mientras más aséptico es, mejor valorado resulta en la escena judicial el testimonio, puesto que lo que importa es la prueba, no el hablante. La Memoria, en cambio, es el lugar en el que la emoción y la vivencia del testigo, el hecho mismo de dar testimonio, se pueden expresar libremente y exigen la atención del observador. Las comisiones de la verdad, como dispositivos de reconocimientos recíprocos, son desde la década de 1970 el escenario por excelencia del testimonio y el relato directo de las víctimas. Un proceso judicial cierra un caso, pues la autoridad que falla está investida de la potestad para hacerlo; en cambio, un relato de memoria abre un debate, puesto que el que escucha y el que habla están situados al mismo nivel en el escenario en el que sucede el testimonio. En este caso, más que asimetrías hay empatías.

En el escenario de la Historia, el testimonio también es despojado de toda la impronta que pudiera afectar al investigador de modo personal, ponerlo en peligro de subjetividad frente al relato objetivo de la historia que debe elaborar. Aunque considero que esta caracterización de la Historia es muy rígida, y no tiene en cuenta aquí modos diversos y contemporáneos de hacer historia, me interesa en este texto despejar precisamente todos los matices que recorren la mucho más estrecha relación entre la Historia y la Memoria que señalar sus puntos de encuentro, para poder llegar a una definición del uso específico del testimonio en cada materia.

Siguiendo a Esteban Lythgoe (2010), uno de los aportes significativos al tema del testimonio provino de Frank Ankersmit —Historical Representation—, quien consideró que el testimonio no es una descripción de un acontecimiento pasado que le proporciona evidencias a un historiador, sino una representación del mismo y, en ese sentido, situó «en pie de igualdad las declaraciones de los testigos con las investigaciones de los historiadores» (s. p.):

Cuando Elie Wiesel o Annette Wieviorka sostienen que nos encontramos en la era del testimonio están reconociendo, entre otras cosas, que nuestra visión del Holocausto ha sido configurada no solo por la obra de historiadores como S. Friedlander o R. Hilberg, sino también por los testimonios de Primo Levi o del propio Wiesel, y que incluso suele dársele mayor reconocimiento y valor a estos últimos (s. p.).

Pese a tener su origen en la Historia, los trabajos de Memoria no deben ser confundidos con aquella. Desde este lugar hablamos para venir en auxilio de la validez del testimonio cuando se trata de acercarnos a los acontecimientos violentos que han trastocado las vivencias personales o de la vida en común de una sociedad, así como para superar sin generar nuevas violencias se ha requerido de la actuación de una justicia transicional se ha hecho necesaria, si se quiere llamar así, una historia transicional. Esa historia transicional, ligada a periodos recientes y enfocada en las víctimas y cuyas fuentes son los testimonios, no sería otra cosa que la memoria histórica.

Como lo dicen Esther Cohen (2004), y tantos otros defensores del testimonio, esta marca la especificidad de la Historia desde la segunda mitad del siglo xx. Así como antes los héroes eran convocados por la Historia, ahora lo serían los testigos, las víctimas. Por un lado, esta novedad ha convertido al historiador en una suerte de juez, toda vez que junto con su discurso narrativo acerca de los acontecimientos se siente impelido, debido a la magnitud de la injusticia o la atrocidad de los hechos de los que se ocupa, a expresar también un juicio acerca del carácter criminal de tal o cual acontecimiento (Brossat, 2006):

El testigo produce una marca irregular, deformante, en el flujo del tiempo para que el recuerdo conserve toda su potencia de interrupción y su poder de sofocar: para que el recuerdo conserve —contra el olvido— su capacidad infinita de suscitar el terror y la repulsión […]. El testigo es un militante, no tanto de la memoria en general, sino de la huella. Tiene la misión de ser el guardián de las huellas de lo que, precisamente, está destinado a un proceso de desrealización (superlativo contemporáneo del olvido) […]. La causa militante y la lucha del testigo se hacen en contra del sepultamiento anónimo en las fosas de la historia de este desperdicio hiperviolento (p. 127).

La historia se hizo, pues, consciente de ese «desperdicio hiperviolento» que quedaba por fuera de sus abstracciones y se vuelca por entero sobre el acontecimiento concreto, para lo cual tiene que salir en busca del testigo de ese acontecimiento y acoge la idea de que su testimonio, más que convertirse en un documento archivable, debe conservar la huella de aquel que habló, como una necesidad de «reanudar los hilos que unen el crimen al lenguaje» (Brossat, 2006, p. 133). Y puesto que «vivimos una época donde acontecimientos similares al Holocausto son posibles» (Bauer, 2002, citado en Cohen, 2004, s. p.) o, en palabras de Levi, en una época en la cual «Auschwitz no ha dejado de advenir» (citado en Brossat, 2006, p. 130), la Historia, a través de los trabajos de Memoria, sigue enfrentándose a la necesidad de buscar la manera de dar cuenta de esta vigencia de la violencia superlativa.

Al privilegiar el análisis de los excluidos, de los marginados y de las minorías, la historia oral resaltó la importancia de memorias subterráneas que, como parte integrante de las culturas minoritarias y dominadas, se oponen a la «memoria oficial», en este caso a la memoria nacional. En un primer momento, ese abordaje hace de la empatía con los grupos dominados estudiados una regla metodológica y rehabilita la periferia y la marginalidad. Al contrario de Maurice Halbwachs, ese abordaje acentúa el carácter destructor, uniformizante y opresor de la memoria colectiva nacional. Por otro lado, esas memorias subterráneas prosiguen su trabajo de subversión en el silencio y de manera casi imperceptible afloran en momentos de crisis a través de sobresaltos bruscos y exacerbados. La memoria entra en disputa. Los objetos de investigación son elegidos, de preferencia, allí donde existe conflicto entre memorias en competencia (Pollak, 2006, p. 18).

Michael Pollak (2006), citanto a Halbwachs, nos recuerda que lo que hace que nuestra memoria se pueda beneficiar de la de otro no es solo ser depositario de su testimonio sino, sobre todo, concordar con la memoria de quien testifica: «[…] es preciso también que ella no haya dejado de concordar con sus memorias y que haya suficientes puntos de contacto entre nuestra memoria y las demás para que el recuerdo que los otros nos traen pueda ser reconstruido sobre una base común» (p. 18).

Por la existencia de esa base común, no obstante, los trabajos sobre la memoria suceden en medio de un escenario de disputas acerca del pasado y acerca del relato. Como ya lo he dicho en otros contextos, lo que está en juego en la memoria no es solo una reinterpretación de un pasado distante, sino la manera de contar un pasado reciente y en continuidad con el presente y el futuro inmediato. Estas temporalidades son objeto de disputa porque con ellas se definen roles e imaginarios sobre las víctimas, los actores y sus responsabilidades.

Milán Kundera (2013) afirmó que:

La gente grita que quiere crear un futuro mejor, pero eso no es verdad, el futuro es un vacío indiferente que no le interesa a nadie, mientras que el pasado está lleno de vida y su rostro nos excita, nos irrita, nos ofende y por eso queremos destruirlo o retocarlo. Los hombres quieren ser dueños del futuro solo para poder cambiar el pasado (p. 17).

Pero esta fórmula se vuelca sobre sí misma en cuanto se reconoce la capacidad de intervención del pasado en el futuro y en cuanto se abandona la idea de que el futuro no está marcado ni es intervenido por el pasado. A eso se refiere Jesús Martín Barbero (2000, p. 53) cuando dice que «Hay un futuro olvidado en el pasado que es necesario rescatar, redimir y movilizar». En palabras de Rosa Belvedresi (2013):

[…] La expectativa del futuro es la que hace que surjan en el presente las preguntas por el pasado […]. El futuro es el tiempo que no es pero que se avizora […]. Introduce la dimensión de la esperanza que configura un aspecto particular del hacer actual que resignifica lo ya sucedido. Involucra una novedad que no tiene por qué reducirse a ser solo la espera de que algo no suceda [recordar para que no se repita], sino también la apuesta positiva de que algo nuevo surgirá, algo que no ha sucedido antes (pp. 152-154).

Ese horizonte de expectativas acerca del futuro que tiene ante sí la Memoria es otra de sus diferencias fundamentales con la Historia, cuyo objeto fundamental y cuya tarea se dirige a descifrar y narrar una verdad que sea lo más verificable y objetiva posible acerca del pasado.

Ahora bien, en los escenarios de justicia transicional se escuchan no solo las voces de las víctimas. Las audiencias públicas, diseñadas en Colombia al amparo de la Ley de Justicia y Paz para inducir la confesión de crímenes a cambio de beneficios judiciales, terminaron convirtiéndose en un oprobioso escenario de discursos heroicos y legitimadores de los paramilitares, confrontados de manera asimétrica con la palabra de las víctimas. Mientras más se valoraba, reconocía y escuchaba el testimonio del victimario, más se demeritaba y marginalizaba el de las víctimas. Se trata de una de las expresiones del fenómeno ampliamente estudiado por Leigh Payne en su libro Testimonios Perturbadores (Sánchez, 2010; Aranguren, 2012), perspectiva que desborda los alcances de este ensayo.

3. En auxilio del testimonio desde la Memoria

3.1 El testimonio indecible

Inspirado en la descripción que hace Primo Levi del musulmán, Giorgio Agamben propició, con su descripción de una fenomenología del testimonio en Primo Levi, que hoy se diga que el sobreviviente es incapaz de llegar hasta el fondo de la experiencia; que hoy se diga, por lo tanto, y desde distintas corrientes de pensamiento, que el testimonio es indecible:

[…] El testimonio se presenta aquí como un proceso en el que participan al menos dos sujetos: el primero, el superviviente, puede hablar pero no tiene nada interesante que decir, y el segundo, el que «ha visto a la Gorgona», el que «ha tocado fondo», tiene mucho que decir, pero no puede hablar. ¿Cuál de los dos es el que testimonia? ¿Quién es el sujeto del testimonio? (Agamben, 2000, p. 126).

Pero el filósofo italiano no niega la posibilidad del testimonio. Dice que el sobreviviente es un testigo que testimonia por los que no pueden rendir testimonio; que el testigo es un hombre que cede su subjetividad a la de aquellos no-hombres que fueron aniquilados en el Lager; que el suyo es un testimonio vicario, por delegación: «en ese caso, según el principio jurídico en virtud del cual los actos del delegado se atribuyen al delegante, es el musulmán el que de alguna manera testimonia» (Agamben, 2000, p. 126). La pregunta de Agamben, como él mismo la subraya en la cita de arriba es: ¿quién es el sujeto del testimonio?

Esa pregunta, que estamos lejos de ser capaces de responder aquí, no obstante, debe ser contextualizada. Nos hemos acostumbrado a descontextualizar, es decir, a deshistorizar la filosofía, tanto que convertimos en principios irrevocables sus enunciados —no otra cosa sucedió con el famoso enunciado de Adorno acerca de que ya no era posible la poesía después de Auschwitz—. Olvidamos incluso que un enunciado como el de Agamben tiene un objeto concreto: el testimonio de Primo Levi. Y es verdad que cuando Primo Levi escribió él mismo quería decir que no era él el protagonista de su testimonio, que él iba a testimoniar por los que no sobrevivieron, por aquellos que no podían dar testimonio, y que para eso iba a sobrevivir, en primer lugar, y para eso iba a dedicar su vida a testimoniar, a darle cauce a un inevitable imperativo de hablar. Levi descubrió que no era fácil ser oído, que su testimonio no iba a ser tomado por verdadero y en medio de esa dificultad genera un tipo de testimonio que no debe ser tomado como el modelo universal del testimonio sino como un magistral modo de resolver un problema difícil: la tríada necesaria entre el acontecimiento, el testigo y la audiencia que lo escucha se había logrado desequilibrar debido a la magnitud del acontecimiento, un acontecimiento tan inhumano que no podía ser aceptado sin violencia por los hombres que lo escucharan. Agamben habla de ese problema, de esa crisis del testimonio que enfrentó Levi y de cómo la resolvió.

Aun si el testimonio es incapaz de llegar hasta el fondo de los hechos —hasta la muerte, en el caso de las víctimas totales de la violencia—, el testimonio dice muchas otras cosas interesantes. Pero sobre todo dice lo que puede ser dicho. Y en esa medida no puede ser refutado por no llegar hasta el fondo. Debe ser valorado en tanto es capaz de afirmar lo que afirma, no lo que no puede afirmar.

[…] Cuál es la verdad del testigo es una cuestión permanentemente debatida, ya sea en el caso de las víctimas del Holocausto nazi (Roseman 1998), de las dictaduras militares latinoamericanas (Amar 1991), del apartheid sudafricano (Andrews 2007) o del terrorismo de ETA (Etxebarria 2009). No es, ni tiene por qué serlo, una «verdad histórica»; el testigo presenta, en el mejor de los casos, un relato preciso de su propia experiencia: este es el límite infranqueable de su testimonio (Agamben, 2000; Calveiro, 2006), este es también su valor profundo (Todorov, 2000, 35) (Zubero, 2015, p. 91).

En el límite del debate sobre la imposibilidad del testimonio nos lleva a otro tema, el de las temporalidades del testimonio, tema que no vamos a desarrollar en este ensayo, pero que deja abierta la pregunta por el sentido del silencio o de los silencios como estrategia de protección personal, política o comunitaria en determinados contextos en donde reina el miedo. El silencio como testimonio diferido, como palabra en espera, porque en el fondo el silencio no es necesariamente olvido sino lugar de protección.

3.2 El testimonio imposible

Otra de las teorías que hacen a los más escépticos dudar acerca de la realidad del testimonio brota de la inagotable fuente de los escritos de Walter Benjamin: metafóricos, parabólicos. Subrayo estos dos adjetivos pues de ellos se deriva la lectura que podemos hacer de Benjamin. Cuando el filósofo alemán escribe en su ensayo El narrador que tras la experiencia de la Primera Guerra Mundial los soldados que regresaron lo hicieron enmudecidos, pues su cuerpo abatido, caído en medio de los combates, solo pudo conservar de esa violencia el paso de «las nubes», cuando define esa experiencia como una experiencia de shock que anula para siempre la posibilidad de que los seres humanos en adelante vuelvan a ser capaces de narrar su experiencia a la manera en que lo hace el narrador tradicional, Benjamin no está hablando de la imposibilidad de la experiencia ni de la imposibilidad del testimonio. El filósofo alemán está diciendo que esa experiencia y esa narración ya no volverán a ser lo que eran cuando el sujeto no había sido escindido de sí mismo, enajenado por la violencia de su propia experiencia y por ello mismo capaz de narrarla como lo hiciera un narrador tradicional. Es verdad que el testimonio no es una narración tradicional. No es un «érase una vez», es una narración fragmentada, en constante movimiento de despliegue y repliegue, difícil, entrecortada… Y aquel que lo enuncia, cuando se trata de dar cuenta de una experiencia de violencia, es un sujeto roto, escindido de sí mismo, de su cuerpo, pero en todo caso presente en el lugar de su atestiguación.

El testimonio en la mayoría de los casos no redime, no vemos surgir de allí a un sujeto recompuesto y redivivo, pues a través suyo han hablado los vencidos —como diría Manuel Reyes Mate (1991)— y ha hablado la violencia de la que ha sido víctima también. Pero que el testimonio sea reconocido por otro, que el testimonio sea escuchado como un reclamo de justicia sí puede brindar algún alivio. La razón por la cual, en primer lugar, el testigo ha decidido hablar, ha sido cumplida. O se cumple cada vez que enuncia su testimonio, porque hay reclamos de justicia que no cesan. Pero también porque el testimonio por sí mismo puede tener una gran capacidad liberadora.

Otra alusión a la posibilidad de narrar la experiencia traumática después de la guerra, distinta de la de Benjamin, que me parece más cercana a nuestro contexto, es la que narra Italo Calvino en el prefacio que escribió para su primera novela, El sendero de los nidos de araña (1946), veinte años después de publicada:

El haber salido de una experiencia —guerra, guerra civil— que no había perdonado a nadie establecía una inmediatez de comunicación entre el escritor y su público: nos encontrábamos cara a cara, cargados por igual de historias que contar; todos habíamos tenido la nuestra, todos habíamos vivido vidas irregulares, dramáticas, de aventuras, nos arrebatábamos la palabra de la boca. Al principio, la renacida libertad de hablar fue para la gente furia de contar: en los trenes que volvían a circular, atestados de pasajeros y paquetes de harina y bidones de aceite, cada uno contaba a los desconocidos las vicisitudes que había atravesado […]; nos movíamos en un multicolor universo de historia.

Quien comenzaba entonces a escribir se encontraba, pues, tratando la misma materia que el narrador oral anónimo: a las historias que habíamos vivido personalmente o de las que habíamos sido espectadores, se añadían las que nos habían llegado ya como relatos, con una voz, una cadencia, una expresión mímica. Durante la guerra partisana las historias se transformaban apenas vividas y se transfiguraban en historias contadas por las noches en torno al fuego, iban adquiriendo un estilo, un lenguaje, un humor como de bravata, una búsqueda de efectos angustiosos o truculentos. Algunos de mis cuentos, algunas páginas de esta novela atienen en su origen esa tradición oral recién nacida en los hechos, en el lenguaje (Calvino, 1964, s. p.).

3.3 El testimonio bajo sospecha

La famosa afirmación de Vladimir Jankélévitch (1987, citado en Finkielkraut, 2002), «Allí donde no podemos hacer nada, podemos al menos sentir inagotablemente» (p. 24), parece haber perdido vigencia ahora que percibimos cómo se ha ido afianzando precisamente la idea contraria, la idea de una cierta fatiga de la compasión:

Es lo que trabajos más recientes vienen denominando fatiga de la compasión (Chouliaraki 2008b, 373; Kinnick, Krugman y Cameron 1996; Moeller 1999; Tester 2001, 17-22); o lo que Keenan (2002, 104) denomina la «lección de Bosnia»: en el corazón de Europa un país fue destruido y se perpetró un genocidio, todo ello televisado, y Occidente se limitó a mirar sin hacer nada. […] Pero no caigamos en la fantasía de un conocimiento que despierte automáticamente la conciencia (Rieff 2003, 53). Aunque podemos estar informados, no estamos necesariamente concernidos por dicha información (Zubero, 2015, p. 92).

Es necesario pensar cómo nos situamos como audiencia frente al testimonio. ¿Nos situamos frente al testimonio como nos situamos frente a las imágenes, frente a la información aparentemente no mediatizada que hoy recibimos en ráfagas? Según la reflexión de Alain Finkielkraut (2002):

Lo que era puesto en palabras es primero y ante todo dado a ver. Lo que era objeto de una traducción aparece en vivo y tal cual es. Lo que era diferido es instantáneo. Que ocurran aquí o en otra parte, los hechos nos llegan en tiempo real, es decir, más rápidamente que las noticias. Éramos los destinatarios de la información; nos convertimos en los testigos de la historia de los hombres (p. 23).

La razón por la cual hoy todos nos vemos llamados a testificar, ya no sobre Auschwitz sino sobre cualquiera de los crímenes que conocemos, es que ya no estamos a salvo de no verlos. Pero, agrega el filósofo francés, pese a la inmediatez con la que recibimos la información, no nos parece que ella sea sinónimo de verdad, que sea sinónimo de realidad, ni que su inmediatez sea sinónimo de falta de mediación; en resumen, ni la información, ni la imagen, ni la inmediatez son sinónimo de sentido: «A las preguntas ¿por qué? o ¿desde cuándo?, no hay respuesta accesible a simple vista. La experiencia humana, bajo el régimen visual, aparece expoliada de su textura narrativa. Los hechos están desoldados de su memoria» (Finkielkraut, 2002, p. 34). Y concluye, alertando sobre el doble peligro de reducir todo a Auschwitz, de pretender explicarlo todo ante ese mismo tribunal y de desconfiar de todo y en todo buscar su falsedad sin hacer caso a lo obvio que vemos: «vivimos bajo el doble imperio del presente perpetuo y de un pasado reducido a la Shoah» (p. 44): «Como ningún acontecimiento estará libre de sospecha, ninguna noticia imprevista vendrá a molestar a nadie. Demasiado mediólogo como para dejarse engañar, demasiado clarividente como para confiar en sus propios ojos, el cibernauta incrédulo no reconocerá sino los hechos que le convengan a su creencia» (p. 45).

Me uno a la idea de Finkielkraut de que Auschwitz hipostasiado en modelo trascendente de acontecimiento, en modelo de testimonio, en modelo de testigo, en modelo de audiencia nos impide no solo ver a Auschwitz como un acontecimiento real, sino ver hacia nuestros propios acontecimientos locales, concretos, particulares y situados históricamente.

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* El texto es uno de los compromisos generados con motivo de un premio de Colciencias como Investigador Emérito. Una versión de este ensayo se presentó en la cátedra inaugural de la Maestría en Ciencia Política, cohorte xiii, en la Seccional Oriente de la Universidad de Antioquia el 30 de septiembre de 2017.

Cómo citar este artículo: Sánchez Gómez, Gonzalo. (2018). Testimonio, Justicia y Memoria. Reflexiones preliminares sobre una trilogía actual. Estudios Políticos (Universidad de Antioquia), 53. http://doi.org/10.17533/udea.espo.n53a02

1Uso palabras en sentido metonímico, con la conciencia de que no es el único tipo de lenguaje capaz de enunciar un testimonio.

2Véase el trabajo de Gilles Bataillon y Vania Galindo (2008) sobre los relatos de los miembros del Consejo de ancianos en su trabajo acerca de la guerra civil de la década de 1980 en La Mosquitia, Nicaragua.

3En el Diccionario de la lengua española, testimonio es un nombre definido en su primera acepción como «atestación o aseveración de algo» (RAE, s. f.).

4Algunos de los títulos que se producen sobre el testimonio son de este tenor: «la ausencia del testimonio», «la encrucijada del testimonio», «las aporías del testimonio».

5Este apartado está en deuda con la lectura que de los planteamientos de Paul Ricoeur acerca de los usos del testimonio en la historia y en la justicia hace el filósofo argentino Esteban Lythgoe.

6Los trabajos de Memoria buscan responder las preguntas clásicas de las comisiones de verdad: ¿qué pasó? ¿A quiénes afectó? ¿Por qué pasó? ¿Quién fue responsable? ¿Cómo evitar que se repita?

7Otra cosa puede ocurrir con el testimonio en la Memoria, pues muchas veces se reciben testimonios en forma colectiva; por otro lado, hay que tener en cuenta que contar es parte del proceso de reconstitución de los lazos sociales rotos por la violencia, puede ser un estímulo en la transición hacia el nunca más y es un recurso para la puesta en escena de los derechos en la esfera pública.

8Inicialmente, en el proceso de Eichmann, el centro, el protagonista, es el verdugo, pero los testimonios públicos fueron desplazando cada vez más al acusado y pusieron en el centro, por primera vez en la historia, el testimonio y el sufrimiento de las víctimas, en tanto víctimas y no solo en tanto testigos en un juicio. En Colombia, otro fue el caso cuando se le dio a Salvatore Mancuso —líder paramilitar— el lugar en el centro y a las víctimas un lugar en la trastienda.

9Tal fue lo que ocurrió con la controversia que suscitó la investigación que hizo David Stoll (2008) acerca de Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia (1983), cuyos resultados arrojaron muchas imprecisiones o desvíos de lo vivido realmente y lo que Rigoberta Menchú le transmitió en entrevistas a Elizabeth Burgos, la autora del libro. Se han hecho varias hipótesis acerca de este desvío, pero aquí me interesa resaltar que hubiera podido responder a una necesidad formal: la verdadera historia necesitaba más dramatismo, el personaje necesitaba ser más novelesco para que funcionara mejor la forma adoptada por el testimonio o para que su mensaje fuera captado con la fuerza que se pretendía en su momento. Lo cierto es que los testimonios, cuando son literarios, y más aún cuando son dictados a un escritor que aparentemente los transcribe —las autobiografías-modelo de la antropología, por ejemplo—, sufren no solo intervenciones sino modificaciones que hacen que se debilite el crédito que se les otorga, en tanto se mueven en una lábil frontera entre la ficción y la realidad.

10Al respecto, son interesantes las conclusiones a las que llegó Jean Hatzfeld, autor de Una temporada de machetes (2004), en sus diálogos con los supervivientes de la matanza y en su diálogo posterior con los perpetradores de la misma.

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