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Estudios Políticos

Print version ISSN 0121-5167On-line version ISSN 2462-8433

Estud. Polit.  no.53 Medellín July/Dec. 2018

https://doi.org/10.17533/udea.espo.n53a11 

Sección general

Feminismos del Sur, abriendo horizontes de descolonización. Los feminismos indígenas y los feminismos comunitarios*

Feminism in the Global South, Opening Horizons of Decolonization. Indigenous Feminisms and Communal Feminisms

Catherine Moore Torres1 

1 Colombia. Politóloga. Estudiante de maestría en Antropología. Integrante del grupo de investigación en Teoría Política Contemporánea (Teopoco) de la Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional de Colombia. Correo electrónico: cmooret@unal.edu.co


Resumen

Una apuesta descolonizadora a partir del feminismo implica la crítica interna de los feminismos hegemónicos de Occidente y, en especial, a la manera en que se ha producido discursivamente a la «mujer del tercer mundo» como un sujeto monolítico y ahistórico —deconstrucción—. Pero esta crítica resulta insuficiente si no se acompaña de un desprendimiento epistémico de la matriz de la modernidad-colonialidad que conlleve a la búsqueda creativa de pensamientos alternativos localizados por fuera del universo europeo y estadounidense. En esta tensión se pueden ubicar algunos pensamientos y prácticas feministas provenientes de los mundos indígenas latinoamericanos. En particular, resulta interesante analizar el feminismo comunitario porque este se ubica más allá de la crítica poscolonial. A través de categorías como territorio-cuerpo y territorio-tierra, este feminismo se sostiene en una epistemología alternativa o en otra forma de conocer y sentir el mundo. La fuerza de esta apuesta reside en concebir la opresión sexual como la contracara de la dominación colonial, lo que sugiere una doble despatriarcalización de los distintos territorios frente a las formas de opresión del capitalismo, pero también del patriarcado ancestral.

Palabras claves Feminismo; Decolonialismo; Poscolonialismo; Deconstrucción; Despatriarcalización; América Latina

Abstract

Decolonizing Feminism implies the internal critique of «western hegemonic feminisms», and especially the way in which these theoretical and political approaches discursively produce «women of the third world» as monolithic and ahistorical subjects (deconstruction). This criticism is, however, insufficient if there is not an epistemic detachment from the Modernity/Coloniality matrix and a creative intention oriented to search for alternative thoughts located «outside» the European and American universe. Is in this tension that some feminist thoughts and practices from Latin American indigenous worlds can be located. In particular, it is interesting to analyze the communal feminism, since it is located beyond the postcolonial critique. Through categories such as territory-body and territory-land, this feminism grounds itself in an alternative epistemology. The strength of this feminism lies in conceiving sexual oppression as the counterpart of colonial domination, which suggests a double depatriarchalization of the different territories against the forms of oppression of capitalism and, also, of the ancestral patriarchy.

Keywords Feminism; Decolonialism; Postcolonialism; Deconstruction; Despatriarcalization; Latin America

La diferencia es esa conexión en carne viva y poderosa de la que se fragua nuestro poder personal (Lorde, 1988, p. 91).

Introducción

En el camino de comprender lo que significa hablar de las luchas y las experiencias de las mujeres en el Sur, un Sur no solamente geográfico —América Latina, África y Oriente— sino también epistemológico y simbólico atravesado por la experiencia de la colonialidad, se encuentran al menos dos ideas centrales que están en el trasfondo de la apuesta descolonizadora de los llamados feminismos poscoloniales y decoloniales. Por un lado, es necesario propiciar la crítica interna de los feminismos hegemónicos de Occidente, en especial, a la manera en que se ha producido discursivamente a la «mujer del tercer mundo» —al Otro no-occidental— como un sujeto monolítico y ahistórico. Chandra Mohanty (2008) enmarca esta crítica interna en el componente de deconstrucción del feminismo poscolonial.

En segundo lugar, es un ejercicio crítico y creativo de corte «externo», aunque no se trate de una exterioridad absoluta,1 que va más allá de la crítica interna localizada en el universo europeo y estadounidense, y que se relaciona con el pensamiento de ruptura o el desprendimiento epistémico, el cual conlleva a cambiar los términos de la conversación impuestos y a buscar alternativas entendidas como «otras epistemologías, otros principios de conocer y de entender y, por tanto, otras economías, otras políticas, otras éticas» (Mignolo, 2010, p. 17) que se ubican en la «exterioridad» producida por la matriz de la modernidad-colonialidad. Para Mignolo, este proceso se relaciona con el vuelco descolonial.

Cabe aclara que estas dos tradiciones intelectuales —la poscolonialidad y la decolonialidad— no son equiparables, puesto que están situadas teórica, histórica y geográficamente de manera diferente. En otros términos, los estudios poscoloniales tienen una trayectoria diferente que hace que se distancien de los aportes latinoamericanos y las reflexiones sobre la colonialidad del poder, el saber y el ser (González, 1963; Quijano, 1992; 2000; Mignolo, 2000; 2003; Segato, 2011; 2016; Lugones, 2008; Rivera, 1993; 2006).

Los estudios poscoloniales tienen como referente la obra clásica de Edward Said (1979), y remiten al Grupo de Estudios Subalternos de la India conformado por intelectuales como Ranajit Guha, Gayatri Chakravorty Spivak y Homi Bhabha, quienes estuvieron influenciados por los historiadores marxistas británicos que desarrollaron el enfoque de la historia desde abajo —Edward Palmer Thompson, Eric Hobsbawn, entre otros—, por las relecturas de Antonio Gramsci y por el pensamiento posestructuralista francés —principalmente Michel Foucault, Jacques Derrida y Jacques Lacan—.

En razón de lo anterior, estos académicos y académicas se interesaron por el problema de la representación y la idea de la deconstrucción como apuesta crítica, muchas veces de la mano de la crítica literaria. Para estos estudios, ciertas perspectivas teóricas de los pensadores occidentales siguieron siendo centrales para elaborar una teoría crítica, aun cuando estas opacaron otros aportes desde ubicaciones subalternas raciales y étnicas.2 Esto último se convirtió en una preocupación central para la inflexión decolonial por lo que se destaca una ruptura con los referentes teóricos occidentales constitutivos de la crítica poscolonial, en particular, del posestructuralismo francés. Esta ruptura involucra también al marxismo por ser una de las narrativas de la modernidad atrapada en el eurocentrismo. Así, aunque para algunos autores como Aníbal Quijano y Ramón Grosfoguel «se conserva la clase como un vector explicativo, en otros […] ocupa un lugar más marginal hasta prácticamente desaparecer» (Restrepo y Rojas, 2010, p. 219).

Por otra parte, no se puede obviar que más allá de tratarse de tradiciones intelectualmente diferentes, las experiencias de colonialidad que se estudian en cada caso también son cualitativamente distintas. Por un lado, los estudios poscoloniales surgen del contexto de la descolonización de la segunda mitad del siglo xx; esto es, en medio de las luchas anticoloniales y el fin de administraciones coloniales en Asía y África por parte de las potencias del Norte europeo. Para el Grupo de Estudios Subalternos de la India, el análisis se centró en la herencia cultural del colonialismo británico y la dominación colonial del nacionalismo indio. No obstante, desde antes del momento de «alta teorización» (Mongin, Lempereur y Schlegel, 2006) de estos estudios en la década de 1980, la crítica poscolonial ya se estaba elaborando a partir de textos producidos por la diáspora africana y negra de habla francesa3 que reflexionaron sobre su propia experiencia como sujetos colonizados.

Por el contrario, en América Latina no se vivieron procesos de descolonización propiamente dichos que llevaran a la formación de nuevos Estados-nación en la periferia a mediados del siglo xx. En este caso, la inflexión decolonial «opera dentro del espacio de problematización abierto por la colonialidad» (Restrepo y Rojas, 2010, p. 24) y no por el colonialismo, y su locus de enunciación es el de la «diferencia colonial que se remonta a la colonización de América Latina y el Caribe por las primeras potencias europeas, España y Portugal, entre los siglos xvi y xix» (p. 24).

A pesar de lo esbozado, también es cierto que existen puntos en común y puentes de diálogo que contribuyen a comprender mejor la experiencia de habitar la herida colonial en contextos particulares. Así, la conceptualización sobre la subalternidad puede servir para interpretar al sujeto colonial de la diferencia como un sujeto subalterno que más allá de señalar un límite, una frontera o lo marginal en abstracto —lo subalterno como «aquello que es irreductible a la representación» (Alabarces y Añón , 2016, p. 16)—,4 se puede entender mejor como un sujeto heterogéneo y plural. Un sujeto cuya condición de subordinación no es ontológica sino histórica y está atravesada por múltiples relaciones de poder inscritas en contextos particulares:

Lo importante es reconocer no sólo la posición subordinada de clase (traducida en experiencia subalterna) como potencia de subjetivación, sino asumir que en contextos poscoloniales como Asia, África, o América Latina, media eso que llamamos la «diferencia colonial», la marca de la colonia (que es un trazo histórico de racialización, subordinación lingüística y subordinación superpuesta en el caso del género) (Rufer, 2012, p. 61).

Justamente es desde la marca de la colonia que ciertos feminismos del Sur reflexionan poniendo en tensión al feminismo hegemónico de Occidente que, siguiendo la crítica de Mohanty, privilegia al género como la única fuente de opresión, desconociendo la experiencia de otras mujeres que no encarnan la vivencia particular de la mujer blanca, heterosexual y de clase media que se proyectó como el sujeto universal del feminismo. En contravía, la descolonización en el feminismo se ha traducido en la búsqueda constante de un discurso y una práctica política que interroga «el contexto global-local a la vez que analiza las subjetividades producidas por raza, clase, sexo y sexualidad dadas en este contexto pero que se articulan a las dinámicas estructurales» (Curiel, 2014 p. 327). No obstante, en el caso de los feminismos latinoamericanos, lo anterior no implica desconocer el sesgo burgués, blanco-mestizo, urbano y heteronormativo (Espinosa, 2014, p. 314) que también impregna a estos feminismos por lo que, en sí mismos, no constituyen una ruptura total con respecto al etnocentrismo: «[Si el] feminismo del Sur se alimentó de las ideas emancipadoras y de igualdad de las feministas europeas y estadounidenses, seguramente también, habrá que admitir la herencia etnocéntrica de tal adscripción» (p. 314). En esta línea, el feminismo con pretensiones descoloniales participa necesariamente de la «reinterpretación de la historia en clave crítica a la modernidad, ya no solo por su androcentrismo y misoginia —como lo ha hecho la epistemología feminista clásica—, sino desde su carácter intrínsecamente racista y eurocéntrico» (Espinosa, Gómez y Ochoa, 2014, p. 31).

Siguiendo las dos premisas o ideas enunciadas al inicio de la introducción, el objetivo de este artículo es analizar la apuesta descolonizadora del feminismo en dos momentos y a partir de la revisión de fuentes secundarias. Por un lado, señalando de manera resumida en qué consiste la apuesta deconstructivista o la crítica «interna» del feminismo y cuál es la importancia política de este ejercicio. Por otro lado, retomando la idea del desprendimiento epistémico de la matriz de la modernidad-colonialidad para abordar otros feminismos que se construyen a partir de otras epistemologías, como aquellas provenientes de los mundos indígenas. Este segundo momento se aborda a la luz del feminismo comunitario porque representa una apuesta política que va más allá de la crítica poscolonial del feminismo para ubicarse en el terreno del pensamiento y los proyectos alternativos.5

Lo anterior cobra sentido si se tiene en cuenta que las experiencias de las mujeres indígenas y el pensamiento que producen han sido históricamente confinados al espacio de lo local y lo folclórico, y producido activamente como «no existente» o como una alternativa no creíble con respecto a lo existente (Santos, 2011a, p. 30). Se hace necesario entonces traer a colación estas experiencias que fueron sustraídas del tiempo presente por la razón eurocéntrica dominante, darles presencia siguiendo la orientación de la sociología de las ausencias. Asimismo, este artículo requiere también de una sociología de las emergencias que amplíe el presente en función de las posibilidades y expectativas futuras. Se trata de un doble trabajo sobre el presente «como un pasado incompleto y como un presente incumplido» (Santos, 2011b, p. 17) que las feministas comunitarias, y otras corrientes de los feminismos que se ubican en las genealogías poscoloniales y decoloniales, han venido realizando en función de la concreción de una sociedad sin patriarcados.

1. Los límites del feminismo hegemónico de Occidente: el problema de la diversidad

Audre Lorde (1988) le increpaba al feminismo que predominaba en la academia estadounidense que:

Si la teoría blanca americana no tiene que tratar con las diferencias entre nosotras, ni con las diferencias que resultan en los aspectos de nuestras opresiones, entonces ¿qué hacen ustedes con el hecho de que las mujeres que limpian sus casas y cuidan a sus hijos son, en su mayoría pobres, y mujeres tercermundistas? ¿Cuál es la teoría tras el feminismo racista? (p. 91).

Lorde denunciaba el racismo del feminismo a la vez que ponía en evidencia cómo todo privilegio está soportado en una relación de opresión y de desdoblamiento. Trayendo a colación el concepto de Hourya Bentouhami (Escuela Estudios Género, 2017, marzo 9) del cuerpo doble, se puede asumir que un privilegio se expresa a través de cuerpos que viven por o en función de otros, en este caso, cuerpos racializados que (sobre)cargan y ejercen trabajos —en un sentido amplio que incluye las labores de cuidado— para garantizar o soportar la existencia de otro. El reclamo de Lorde evidencia este desdoblamiento en el caso de las mujeres racializadas, en su mayoría pobres, que limpian las casas y cuidan los hijos de las mujeres blancas para que estas puedan habitar el espacio de lo público, accediendo al mercado laboral o al espacio académico.

En el fondo, la invisibilización de los cuerpos dobles por el feminismo, su encubrimiento, se relaciona con un proceso más amplio de eliminación de la diferencia que ya había rastreado Mohanty (1984) cuando empezó a criticar la manera en que discursivamente el feminismo hegemónico de Occidente representaba a la «mujer del tercer mundo»; concretamente como una categoría monolítica y ahistórica. Lo anterior es problemático al menos por dos razones: en primer lugar, porque conlleva a la supresión de las heterogeneidades materiales e históricas de las vidas de las mujeres en concreto, que como se observa con Lorde, implica la subsunción de la diferencia en la categoría de mujer entendida como un «grupo ya constituido y coherente, con intereses y deseos idénticos sin importar la clase social, la ubicación o las contradicciones raciales o étnicas» (Mohanty, 2008, p. 119). En otros términos, la diferencia es reducida, apropiada y colonizada cuando categorías como las de patriarcado, diferencia sexual, dominación masculina, entre otras, operan como categorías transculturales y transhistóricas.

En segundo lugar, es problemático por los efectos políticos que tiene esta producción discursiva. Las representaciones sobre las mujeres del llamado «tercer mundo», basadas en la lógica binaria en donde se constituyen como la otredad de Occidente, y el imperialismo están estrechamente ligados. Así las cosas, estas representaciones afianzan y reproducen su lugar de subordinación y victimización en relación con el centro en el que ya no se ubica solamente al Hombre del humanismo occidental, sino también a la Mujer blanca como sujeto universal. No solo se trata de un grupo que se piensa homogéneo, sino que, además, se trata de un grupo que se asume de antemano como inherentemente explotado, víctima de la violencia masculina, sexualmente acosado y carente de poder. En otros términos, se anula la agencia de las mujeres del Sur, así ellas sean narradoras de sus propias vidas, a pesar de ser (re)escritas por otras mujeres bajo «retóricas salvacionistas» (Bidaseca, 2011).

En este orden de ideas, la historia del Sur no puede reducirse a la historia de los grupos colonizadores o de los grupos subyugados que se reconocen en esa historia dominante. Por el contrario, se hace necesario revalorar aquellas narrativas y epistemologías que han sido encubiertas por la retórica de la modernidad occidental-colonial-patriarcal, que también ha impregnado al feminismo latinoamericano, y dotarlas de contemporaneidad. Sin duda, este proyecto involucra la crítica a los feminismos hegemónicos de Occidente, pero también la trasciende porque nos ubica en el terreno fértil y creativo de la «exterioridad» relativa a la matriz modernidad-colonialidad. Terreno en donde es posible pensar no solo la modificación de los enunciados sino, sobre todo, la subversión y transformación de los términos de la conversación.

En esta tarea se han embarcado varias(os) pensadoras(es), como es el caso de la socióloga Silvia Rivera Cusicanqui (2015), quien da cuenta del borramiento del indio y de la mujer de las narrativas asociadas al colonialismo interno presente en las elites bolivianas. Se trata de la «supresión de los oprimidos y explotados del campo y de la ciudad como sujetos de su propia historicidad» (p. 96) en el marco del relato hegemónico sobre la nación, en donde ha predominado la estructura ideológica de la ciudadanía blanca-mestiza-patriarcal. Esta ha generado y sostenido en el tiempo la visión ornamental del indio —como remoto pasado— en la esfera pública estatal y la práctica internalizada de autodesprecio e higienización de lo indio como parte del proceso de «ciudadanización forzada de las poblaciones indígenas a través de la violencia física y simbólica» (p. 94). En este contexto, la restitución de la historicidad de los sujetos subalternos —indios, mujeres, entre otros— y el reconocimiento de otras modernidades se convierte en un proyecto descolonizador que permite la emergencia de otras epistemes6 que construyen y habitan estos sujetos y que desafían las lógicas dicotómicas de la modernidad-colonialidad —pensar-hacer; cuerpo-razón; naturaleza-cultura; Occidente-no Occidente, entre otros—. En el caso de Rivera se refiere a epistemes indias o ch’ixi7 que, en vez de confinarse a lo local, específico o folclórico, son capaces de formular espacios de universalidad siempre redefinibles (Gómez-Müller, 2018, p. 92) en contraposición con la lógica del privilegio epistémico. En este marco de ideas, en el que se destaca la restitución de la agencia de los sujetos subalternos y la revalorización de otras formas de pensar, conocer, sentir y vivir, se ubica la apuesta del feminismo comunitario.

2. Feminismos indígenas o feminismos desde Abya Yala, y el feminismo comunitario como desprendimiento epistemológico

Soy una tortuga, por donde voy, cargo «mi hogar» a la espalda (Anzaldúa, 2016, p. 63).

De entrada, hablar de «feminismos indígenas» es problemático, precisamente por la marca de colonialidad que impera en ciertas corrientes feministas, como se señaló anteriormente. Retomando las palabras de Manuela Alvarado López (Gargallo, 2015), dirigente k’ich’e que participó del Foro Internacional sobre Participación Política de Mujeres Indígenas de las Américas en ciudad de México el 30 de mayo de 2012, «el feminismo es una alternativa de liberación de las mujeres […] pero existen feminismos que no nos permiten ser congruentes con lo que somos» (p. 99). El desconocimiento de las experiencias diferenciadas de las mujeres indígenas es lo que impide que muchas mujeres se reconozcan y se enuncien políticamente desde el feminismo. Por ejemplo, su doble militancia o el hecho de que muchas mujeres indígenas se asumen como integrantes activas de sus pueblos por lo que «su primera identificación y solidaridad la sienten con su pueblo» (p. 120). De allí que feministas comunitarias como la boliviana y aymara Julieta Paredes (2015) afirmen que «cuando conseguimos usar las palabras para nombrar las luchas, los cuerpos, los sueños, estábamos muy lejos de las teorías de las y los intelectuales» (p. 103). El feminismo, en este caso, adquiere sentido como «práctica política [relacionada con cuerpos, pueblos y territorios particulares] que se nombra» (p. 103).

Pero, además, también es cierto que no existe solo una corriente dentro de lo que podríamos denominar «feminismos indígenas». No es la intención de este texto indagar por esta compleja genealogía de pensamientos y experiencias y sus contradicciones; no obstante, resulta interesante enunciar esa diversidad a partir de la caracterización general que propone Francesca Gargallo (2015). Para esta autora, en términos generales, se pueden identificar cuatro líneas del pensamiento feminista indígena o cuatro expresiones de las prácticas políticas de las mujeres indígenas si se toma como referencia la redefinición del concepto «feminismo» por parte de las feministas comunitarias:

1) mujeres indígenas que trabajan en favor de una buena vida para las mujeres a nivel comunitario según su propia cultura, pero que no se llaman feministas [al] reivindicar la solidaridad entre mujeres y hombres como dualidad constituyente de su ser indígena [y para no ser cuestionadas por los hombres de su comunidad]; 2) indígenas que se niegan a llamarse feministas porque cuestionan la mirada de las feministas blancas y urbanas […]; 3) indígenas [que se reivindican feministas o «iguales» al reflexionar] sobre los puntos de contacto entre su trabajo en la visibilización y la defensa de los derechos de las mujeres en su comunidad y el trabajo de las feministas blancas y urbanas […]; 4) indígenas que se afirman abiertamente feministas desde un pensamiento autónomo; y que elaboran prácticas de encuentro, manifiestan públicamente sus ideas, teorizan desde su lugar de enunciación en permanente crítica y diálogo con los feminismos no indígenas […] como las que han elaborado una idea de Feminismo Comunitario […] (pp. 209-210).

Para Paredes (2014) el feminismo «es la lucha y la propuesta política de vida de cualquier mujer, en cualquier lugar del mundo, en cualquier etapa de la historia que se haya rebelado ante el patriarcado que la oprime» (p. 76). Esta definición amplia resulta interesante porque permite leer las experiencias, prácticas y pensamientos que tejen las mujeres indígenas en función de una «buena vida» —como algo distinto a la noción de riqueza capitalista (Red de Feminismos Descoloniales, 2014, p. 457)—, en clave feminista, aunque no se enuncian necesariamente desde este lugar.

Esta diversidad, que no se reduce a la esquematización reseñada, pone en evidencia que ya está en marcha, y desde muchos lugares, la apuesta por descolonizar al feminismo para que este proyecto no sea exógeno a la realidad de los pueblos indígenas. Al mismo tiempo, se refiere a una apuesta que no está exenta de tensiones, divergencias y conflictos entre distintos feminismos, debido a la manera en que cada uno concibe el lugar de la identidad étnica y de género como ejes de su acción política; algunos privilegiando la primera y enfatizando la discriminación y opresión racista, otros centrándose en el cuestionamiento de la supremacía masculina y las prácticas machistas dentro de las comunidades, sin abandonar otras reivindicaciones como la defensa del territorio. Pero por el momento, lo que interesa señalar es lo problemático que resulta el ocultamiento de estas prácticas políticas que se nombran de distintas maneras por estar insertadas en la vida comunitaria. Este ocultamiento es parte de la «tendencia general» de ver a «todas» las indígenas como igualmente subordinadas, silentes oprimidas necesitadas de la solidaridad de las blancas u mestizas, verdaderos «objetos» de su interés (Gargallo, 2015, p. 216).

En contravía, los feminismos que tejen creativamente las mujeres indígenas se ubican en un pensamiento alternativo y de ruptura con respecto a Occidente. Se trata de feminismos que se ubican en una razón posoccidental, «que está más allá de la democracia y quizá más allá del feminismo, si es que el feminismo occidental ha de servir para dejar sin realidad a las mujeres del Tercer Mundo en el nombre de la liberación femenina […]» (Mendoza, 2006, p. 92). Una razón posoccidental en la medida en que se cuestiona la colonialidad anclada al desarrollo del capitalismo y la modernidad, al poner en evidencia la violencia epistémica producida desde el momento de la conquista y la colonización; violencia traducida en el «encubrimiento del otro» (Dussel, 1992) y en la subalternización de pensamientos que fueron negados o incorporados en «las formas en que el colonizador generó conocimiento sobre los colonizados» (Red de Feminismos Descoloniales, 2014, p. 459). En esta línea, estos feminismos rearticulan los saberes no hegemónicos «contenidos en las prácticas de sociabilidad diversas que caracterizan las formas de organización comunal [que] delinean proyectos de futuro y mantienen abierta la posibilidad de rearticular las formas de sociabilidad desde otros espacios distintos a la dinámica capitalista» (p. 459).

Dentro de este amplio marco, me interesa centrarme en el feminismo comunitario que han elaborado principalmente las mujeres xikas, mayas (Guatemala) y aymaras (Bolivia) como propuesta vivencial que ha desarrollado un entramado de categorías y conceptos propios y en este sentido plantea un desprendimiento epistemológico para comprender la configuración de los sistemas de opresión que atraviesan la vida de ciertas mujeres indígenas, y plantear resistencias y rebeldías con un significado propio. Dentro de ese marco categorial propio aparecen dos conceptos que llaman la atención y que aborda la feminista xinxa-maya Lorena Cabnal, integrante de la Asociación de Mujeres Indígenas de Santa María Xalapán.

En primer lugar, el de territorio-cuerpo como el primer lugar de enunciación con una memoria corporal e histórica propia; de la historia de expropiación colonial y de las rebeldías asociadas a su liberación. A su vez, este territorio cohabita y se interrelaciona con la memoria larga de los pueblos que buscan recuperar, sanar y liberar el territorio-tierra que también está expuesto a la expropiación y la violencia colonial. Piénsese en las violencias que produce el despliegue del modelo de desarrollo económico neoliberal y extractivista, como prolongación de la penetración capitalista-colonial histórica, en los territorios en términos de la objetivización y explotación de la naturaleza. Ahora bien, para las feministas comunitarias, la descolonización de los pueblos es impensable sin la despatriarcalización tanto del territorio-cuerpo como del territorio-tierra (Asociación IDIE, 2014, p. 451). Se plantea aquí una relación que difícilmente se puede comprender a partir del enfoque individualista que impera en los feminismos occidentales y que sustrae al sujeto de la comunidad y del territorio perdiendo la mirada del sujeto como en su corporalidad extensa.

Siguiendo a Cabnal (2010, pp. 23-24), las feministas comunitarias de la montaña de Xalapán se han organizado contra la minería de metales en su territorio, la cual amenaza la relación armónica de hombres y mujeres con la vida. Pero además de esto, resultaría ser una contradicción asumir esta defensa, que es una consigna política de los movimientos indígenas continentales del Abya Yala, sin reconocer y confrontar otras formas de desarmonización de la vida, como lo son las violencias que viven las mujeres que conviven en el territorio tierra y que incluye la expropiación de su cuerpo, dentro y fuera de sus comunidades, a través de la violencia sexual, económica, psicológica, simbólica y cultural.

Para Gargallo (2015) la centralidad que tiene el cuerpo en el feminismo comunitario como territorialidad primera conduce a una radicalización de este feminismo a partir de una perspectiva ecofeminista, en particular a partir de la Cumbre de los Pueblos sobre el Cambio Climático y los Derechos de la Madre Tierra en Cochabamba (19-22 de abril de 2010), en donde se postula «la absoluta no-propiedad» del cuerpo y la tierra. La relación con la Pachamama es recíproca, ella garantiza la vida en comunidad y, a su vez, la comunidad «trata con respeto a la pachamama, sin depredarla, sin eliminar, torturar y perseguir a los seres que están [en] ella» (Feminismo Comunitario, 2014, p. 429).

En el caso del territorio-cuerpo, la comprensión de la opresión sexual y la dominación colonial como dos caras de una misma represión que se entreteje les permite a las feministas comunitarias oponerse a todas las formas de opresión del capitalismo patriarcal que saquea sus cuerpos y sus territorios pero, al mismo tiempo, les permite develar y desafiar la imposición del rol de cuidadoras y reproductoras que recae sobre sus vidas y cuerpos, y que se sostiene en los fundamentalismos étnicos de su propia cultura. Este punto es central porque se refiere a la existencia de varios patriarcados que se entrecruzan, a saber, el llamado patriarcado ancestral o indígena que trasciende en el tiempo al patriarcado capitalista.

Las feministas comunitarias denuncian la existencia de un patriarcado dentro de sus comunidades que si bien ha sido mediado históricamente por el capitalismo mediación que lo ha exacerbado, tiene una autonomía relativa al tener su origen en los fundamentalismos étnicos. Es aquí que se introduce un segundo concepto central de estas corrientes de pensamiento que permite conceptualizar de otra manera la colonialidad: el entronque patriarcal propuesto también por la feminista aymara Julieta Paredes (2014). Hablar en estos términos permite comprender la forma sistémica en que se reajusta el patriarcado originario o ancestral con la incursión de la violencia del patriarcado moderno. Lo anterior implica reconocer que las relaciones desiguales e injustas entre hombres y mujeres no solo son una herencia colonial. En sus palabras, hay «también un patriarcado y un machismo boliviano, indígena y popular. Descolonizar el género, en este sentido, significa recuperar la memoria de las luchas de nuestras tatarabuelas contra un patriarcado que se instauró antes de la invasión colonial» (p. 73).

La noción del entronque patriarcal, a su vez, ha sido abordada por otras feministas como la antropóloga Rita Laura Segato (2016), quien plantea la existencia de patriarcados de «bajo impacto» y de «alto impacto». Esto le permite señalar, por un lado, que el género se expresaba también de manera jerárquica en sociedades precoloniales; y por otro lado, para analizar la manera en que estos se relacionan a parir de la expansión e intrusión del «frente estatal-empresarial-colonial y paraestatal» en el mundo-aldea y la consecuencia que esto trae para las vidas de las mujeres en términos de la intensificación de las violencias del patriarcado a partir de la introducción de la mirada pornográfica8 sobre el cuerpo de las mujeres y la representación focalizada y objetivada de sus placeres.

Lo anterior tiene al menos dos consecuencias importantes para el pensamiento y la práctica feminista que se inscriba en una apuesta descolonizadora. En primer lugar, habría que aceptar que para erradicar el colonialismo no es suficiente con la supresión del patriarcado occidental y el capitalismo. No se podría hablar de una «armonización total cósmica» (Cabnal, 2010, p. 19) si se continúan expresando las relaciones desiguales de poder entre hombres y mujeres o una dualidad opresiva dentro de las comunidades indígenas. La reflexión de Cabnal parte de su propia experiencia como mujer indígena reconociendo y cuestionando poco a poco una serie de incoherencias de la vida en su comunidad con respecto a la noción de armonía.9 En una entrevista afirmaba:

¿Por qué el gobierno xinka está formado por 357 señores y no hay ninguna mujer? ¿Por qué solo hay hombres guías espirituales, que son los que hacen las grandes ceremonias, y las mujeres estamos a la orilla? ¿Por qué las mujeres somos las más empobrecidas? […] Si los indígenas somos de paz y amor, el enunciado que yo tenía desde pequeña bien internalizado, ¿por qué mi papá hacia violencia sexual conmigo? ¿Por qué? (Giménez y Bravo, 2017, junio 9).

Estos interrogantes ponen en tensión algunas corrientes de los feminismos indígenas que asumen como mito la existencia de la equidad o complementariedad entre hombres y mujeres en términos de responsabilidades compartidas que se ubica en un tiempo «originario», anterior a la colonización de los pueblos en donde el género no existía o no se expresaba como una relación desigual. Esto no quiere decir que estas corrientes no sean relevantes políticamente, puesto que también habría que leer este mito en un sentido estratégico, esto es, como una reinterpretación que hacen las mujeres indígenas de su propia cosmogonía para buscar realizar dicha complementariedad entre los géneros en sus comunidades, sin que esto implique desarraigarse de sus tradiciones. No obstante, las feministas comunitarias se distancian de estas posiciones porque desconocen la existencia de relaciones jerárquicas entre los géneros dentro de las comunidades que no son producto directo del colonialismo moderno.

En segundo lugar, y en relación con lo planteado anteriormente, se hace necesaria la desesencialización y desidealización de la comunidad. Es común encontrar una defensa de un ethos comunitario en las comunidades o movimientos indígenas; no obstante, está defensa de las llamadas «costumbres» puede ser problemática porque expresa una ilusión de continuidad histórica entre el mundo-aldea antes y después de su intervención por el frente colonial-moderno-patriarcal (Segato, 2016, p. 47), y porque estas «costumbres» contienen elementos que reproducen la opresión y subordinación de las mujeres dentro de las comunidades. La crítica a los fundamentalismos étnicos es entonces central en el feminismo comunitario porque conlleva a cuestionar aquellos rasgos patriarcales inscritos en las cosmogonías y los relatos ancestrales como la heterosexualidad obligatoria expresada en la «hetero-realidad cosmogónica» (Gargallo, 2015, p. 295) del pensamiento originario continental.

Esta hetero-realidad cosmogónica que denuncia el feminismo comunitario, a diferencia de otras corrientes, se expresa en la manera en que se nombra lo femenino y lo masculino en la naturaleza, asociando al primero a la tierra (Madre-Tierra), y el segundo a los astros (Padre-Cosmos) lo que desemboca en una visión pasiva y subordinada de la mujer que representa lo fecundado. No obstante, ¿se pueden simplificar las cosmogonías indígenas con esta crítica del feminismo comunitario aun cuando en algunas la relación entre lo masculino y lo femenino llega a ser más difusa y menos dicotómica de lo que acá se presenta? Es el caso de las deidades en las que lo femenino y masculino coexisten sin presentar un elemento subordinado al otro. Por ejemplo, Ometeotl en el mundo nahuatl es entendido como un «doble principio creador, masculino y femenino, del que provienen por generación los otros dioses» (León-Portilla, 1999, p. 134) o como un ser masculino —Ometecuhtli Tonacatecuhtli— y a la vez femenino —Omecihuatl Tonacacihuatl—.

Con respecto a esto último, resulta interesante la manera en que la feminista chicana Gloria Anzaldúa (2016) reinterpreta la genealogía de espiritualidad indígena como un camino para historizar y revalorar lo femenino dentro de la cultura mexicana, desentrañando —al mismo tiempo— la manera en que se logra su inferiorización tanto por la cultura azteco-mexica y, posteriormente, tras el proceso de colonización. En este sentido, retoma a Coatlalopeuh, descendiente o expresión de anteriores diosas mesoamericanas de la fertilidad y la tierra como Coatlicue —Falda de Serpiente—, la diosa creadora, y Huitzilopochtli y su hermana, Coyolxauhqui —la de las Campanas Doradas—, diosa de la luna. Anzaldúa relata cómo la cultura azteco-mexica «relegó a las poderosas deidades femeninas al inframundo, asignándoles atributos monstruosos y sustituyéndolas por deidades masculinas, separando de este modo el Ser femenino de las deidades femeninas» (p. 70). De esta manera «dividieron a la que había sido completa» (p. 70).

Dicho de otro modo, se oscureció a Coatlicue y a sus representaciones más siniestras —Tlazolteotl y Cihuacoatl—, dejando solo a Tonantsi, otra representación de Coatlicue, más cercana a la imagen de la buena madre. Más adelante, y a partir la colonización, Tonantsi continuó dividiéndose hasta convertirse en la madre casta y protectora del pueblo mexicano, la Virgen de Guadalupe. Esto generó una subvaloración de las otras maneras en que se expresaba lo femenino en las deidades. Anzaldúa recuerda que antes de que los aztecas dominarán y se convirtieran en un «estado [sic] militarista y burocrático en el que la guerra y la conquista masculinas y depredadoras estaban basadas en la nobleza patriarcal, existía el principio de la oposición equilibrada entre los sexos» (p. 76) que ya se ha enunciado en este texto como Ometeotl. Se veneraba al Señor y a la Señora de la Dualidad y Coatlicue era quien «contenía y equilibraba la dualidad entre lo masculino y lo femenino, entre la luz y la oscuridad, entre la vida y la muerte» (p. 76).

Al margen de este cuestionamiento sobre la complejidad de las cosmogonías indígenas que se deja aquí como un tema abierto, interesa destacar cómo ciertos elementos de la propia cultura son puestos en cuestionamiento a partir de los feminismos comunitarios, pero también desde los feminismos fronterizos o chicanos, sin que esto implique un desarraigo de la comunidad o una renuncia para las mujeres de su identidad étnica y de su espiritualidad como ejes de su práctica política. En un sentido similar se expresa Anzaldúa (2016) al hablar de las «culturas que traicionan»:

Yo no traicioné a mi gente, sino ellos a mí. De modo que sí, aunque el «hogar» permea cada tendón y cartílago de mi cuerpo, a mí también me da miedo ir a casa. Aunque defiendo mi raza y mi cultura cuando se la ataca por parte de no mexicanos, conozco el malestar de mi cultura. […] No, no me convencen todos los mitos de la tribu en la que nací. […] yo no voy a honrar esos aspectos de mi cultura que me han herido y que me han herido en aras de protegerme […]. Y si se me niega la posibilidad de regresar a casa, tendré que ponerme de pie y reclamar mi espacio, creando una nueva cultura —una cultura mestiza— con mi propia madera, mis propios ladrillos y mortero y mi propia arquitectura feminista (pp. 63-64).

Este espacio de creación que se abre para los feminismos cuando habitamos entre-mundos lleva a resignificar lo comunitario o a la comunidad proponiendo otras formas que reconozcan la autonomía y promuevan relaciones de horizontalidad y reciprocidad entre sus miembros o entre los géneros. La autonomía como principio antipatriarcal y organizativo que rige a la comunidad es fundamental porque garantiza que la crítica o el disenso no sean leídos como una agresión a la comunidad sino como parte de su propia dinámica en la cual cada integrante existe como una singularidad irreductible, es decir, que no es idéntico al cuerpo o ser comunitario, aunque lo conforme y lo alimente: «Una comunidad no es una suma de individualidades, sino otro lugar dinámico, más que la suma. La comunidad nutre a quienes caminan con la comunidad, y ella, a su vez, es alimentada por el trabajo, el desarrollo y elaboraciones individuales y colectivas que se dan en su interior» (Feminismo Comunitario, 2014, p. 427).

Por supuesto que esta forma de concebir la comunidad no es la que se pone en juego al pensar en la experiencia de Cabnal, quien fue obligada a abandonar su comunidad a pesar de haber participado en la defensa del territorio xinka contra los proyectos mineros, por nombrarse feminista al luchar contra las violencias y discriminación sufridas en los cuerpos de sus compañeras. Incluso, algunos líderes la llegaron a acusar de «haber sido contaminada por feministas blancas extranjeras» (Giménez y Bravo, 2017, junio 9). Al contrario, cuando el feminismo comunitario piensa en la comunidad desde la perspectiva de la autonomía se acepta la existencia de «un ser y existir desde el propio mundo íntimo y personal en comunidad con el mundo público con el mundo comunitario» (Gargallo, 2015, p. 334). En este orden de ideas, se vuelve a plantear el problema de la diferencia como un asunto que, en vez de oscurecerse, tendría que estar en el centro de la discusión y de la práctica de los feminismos poscoloniales y decoloniales. En el caso de los feminismos comunitarios tendría que expresarse o encarnarse en el devenir de un cuerpo comunitario descolonizado que involucre la despatriarcalización en un doble sentido: del territorio-cuerpo y del territorio-tierra.

Consideraciones finales

A lo largo de este artículo me he preguntado por los aspectos o ejes centrales que habría que tener en cuenta para emprender un proyecto descolonizador a partir de los feminismos. He abordado la tarea de la deconstrucción que involucra la crítica interna al feminismo occidental-hegemónico que formula una única experiencia de opresión para «todas» las mujeres, desconociendo, colonizando y subalternizando la diferencia constitutiva de las mujeres con múltiples localizaciones en las estructuras sociales y de contextos diversos. En el caso de las mujeres indígenas, la relación con los feminismos ha sido compleja, justamente porque la materialidad de muchas mujeres indígenas no ha tenido cabida en ciertos feminismos que circulan de manera dominante en espacios académicos y urbanos. En este sentido, es lógico que muchas mujeres indígenas, aunque trabajen para alcanzar la buena vida de las mujeres de sus comunidades no se nombren como feministas, incluso cuando esto implica renunciar a su comunidad o identidad étnica.

Aun así, se puede rastrear una genealogía compleja y creativa de «feminismos indígenas» que expresa la agencia e historicidad de las mujeres indígenas que ha sido negada en el marco de las retóricas salvacionistas que imperan en el feminismo occidental-colonial-patriarcal que también impregna a los feminismos latinoamericanos. Estos feminismos indígenas plantean un entramado de conceptos y categorías propias para comprender la configuración de los sistemas de opresión y de las resistencias. En este marco he sugerido comprender el feminismo comunitario como una apuesta descolonizadora que trasciende la crítica deconstructivista de los feminismos poscoloniales, para ubicarnos en el escenario de un desprendimiento epistémico con respecto a Occidente. A través de categorías como la de territorio-cuerpo y territorio-tierra, sustentadas en otras epistemologías u otros principios de conocer y entender que son externos a la matriz de la modernidad-colonialidad y que se afincan en el ethos comunitario esta corriente ha asumido la opresión sexual como contracara de la dominación colonial y ha emprendido una tarea doble de despatriarcalización en estos dos territorios frente a las formas de opresión del capitalismo-patriarcal, pero también frente al patriarcado ancestral y los fundamentalismos étnicos de su propia cultura que las subordina.

En esta línea, la autonomía se vuelve central, puesto que es la manera en que se garantiza la síntesis de la memoria larga de los pueblos de Abya Yala y su defensa del territorio tierra, con un «ejercicio de la autonomía de nuestros imaginarios, cuerpos, sexualidades, que nos constituyen, y la autonomía de las estéticas que nos conmueven» (Paredes, 2015, p. 109) en el marco de una pertenencia comunitaria que es dinámica. Con estos nuevos «enunciados» en mente, el feminismo comunitario nos recuerda que solo desde afuera se puede llegar a la subversión o a la fractura más definitiva de la episteme moderna-colonial, «o, de hecho, en el encuentro entre el afuera y el adentro, desde el locus fracturado generado por la diferencia colonial, siguiendo el lúcido concepto de María Lugones (2010)» (Escobar, 2018, p. 248).

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* Este artículo de investigación fue concebido para el seminario Luchas de las mujeres en el Sur: América Latina, África y Oriente en el marco de la Especialización en Epistemologías del Sur del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (Clacso) y del Centro de Estudios Sociales (CES) de la Universidad de Coimbra, Portugal.

Cómo citar este artículo Moore Torres, Catherine. (2018). Feminismos del Sur, abriendo horizontes de descolonización. Los feminismos indígenas y los feminismos comunitarios. Estudios Políticos (Universidad de Antioquia), 53. http://doi.org/10.17533/udea.espo.n53a11

1Al referirse a las «epistemologías de la exterioridad y de las fronteras», Walter Mignolo (2010, pp. 42-43) afirma que no existe un «afuera» del capitalismo y de la modernidad. Más bien, las instancias de exterioridad —no ontológicas— son creadas conceptualmente por la misma retórica de la modernidad para ser conquistadas, colonizadas, dominadas o eliminadas.

2Tanto en el caso del proyecto del Grupo Sudasiático de Estudios Subalternos como el del Grupo Latinoamericano de Estudios Subalternos, Ramón Grosfoguel (2006) encuentra como límite para la apuesta de producir estudios subalternos el hecho de que se privilegien a los pensadores occidentales del canon posestructuralista-posmoderno —teoría situada en el Norte— para comprender a los objetos de estudio localizados en el Sur.

3Achille Mbembe (Mongin, Lempereur y Schlegel, 2006) menciona a Frantz Fanon, Aimé Césaire, Léopold Sédar Senghor y Édouard Glissant como parte de esta diáspora.

4Para autores como Pablo Alabarces y Valeria Añón (2016) son limitadas las aproximaciones sobre la subalternidad desde la poscolonialidad que extreman lo retórico y deconstructivo, puesto que terminan por preocuparse «más por el gesto de la violencia y de la exclusión [reducido al problema de la representación] que por los excluidos» (p. 17), lo que dificulta la comprensión de distintas realidades (pos)coloniales.

5Si bien es cierto que Mohanty (2008) habla de una segunda premisa del feminismo poscolonial que tiene que ver con el ejercicio creativo de formular acciones políticas efectivas basadas en la autonomía, geografía, historia y cultura de las mujeres, este segundo componente queda enunciado y es poco elaborado en la tradición poscolonial que privilegia la deconstrucción como práctica.

6Se entiende este concepto en un sentido foucaultiano, como «una especie de inconsciente positivo del conocimiento o como a priori histórico que moldea, para cada época, lo que se puede conocer y decir» (Escobar, 2018, p. 246).

7«Es un modo de pensar, de hablar y de percibir que se sustenta en lo múltiple y lo contradictorio, no como un estado transitorio que hay que superar (como en la dialéctica), sino como una fuerza explosiva y contenciosa, que potencia nuestra capacidad de pensamiento y acción» (Rivera, 2015, p. 295).

8Esta mirada se expresa como exterioridad y se relaciona con la racionalidad científica de la modernidad, rapiñadora de la naturaleza, administradora de los recursos y expurgadora del otro y de la diferencia (Segato, 2016, p. 52).

9Esta idea se relaciona con el Sumak Kawsay —«buen convivir» o «Buen Vivir»—. Se trata de «un paradigma ancestral que establece sus raíces en la categoría de cosmovisión de los pueblos andinos que plantean la vida en plenitud, entendida en un equilibrio […] de lo espiritual y material tanto en lo interno como externo de la comunidad […]» (Cabnal, 2010, p. 17).

Recibido: Febrero de 2018; Aprobado: Mayo de 2018

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