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Estudios Políticos

versão impressa ISSN 0121-5167versão On-line ISSN 2462-8433

Estud. Polit.  no.60 Medellín jan./abr. 2021  Epub 01-Jul-2021

https://doi.org/10.17533/udea.espo.n60a02 

Ensayo

Memorias en contexto. Más allá de la literalidad de las palabras*

Memories in Context. Beyond the Literality of Words

Andrés Fernando Suárez1 

1 Colombia. Sociólogo. Magíster en Estudios Políticos. Ha sido investigador del Grupo de Memoria Histórica, asesor del Centro Nacional de Memoria Histórica y coordinador del Observatorio de Memoria y Conflicto. Actualmente es director del Museo de Bogotá. Correo electrónico: andressuarezbarca@gmail.com - Orcid: https://orcid.org/0000-0001-7865-1215 - Google Scholar: https://scholar.google.com/citations?user=PqURHT4AAAAJ&hl=es


Resumen

La memoria puede ser fuente para esclarecer el contexto histórico, pero también ese contexto puede aportar a la comprensión de la memoria, así que sus significados y sus reclamos solo pueden ser entendidos si se tienen en cuenta las condiciones bajo las cuales se hace memoria. A partir de la propuesta conceptual y metodológica de Alessandro Portelli, se describen los énfasis y los silencios más recurrentes en la memoria de las víctimas del conflicto armado luego de una década de implementación institucional de la justicia transicional en Colombia, y propone herramientas interpretativas basadas en una lectura de contexto para entenderlos más allá de su literalidad narrativa. Los énfasis y los silencios en las memorias de las víctimas están profundamente imbricados con sus experiencias, con la dura realidad de una violencia que se instala en la cotidianidad de las víctimas como único referente para sobrevivir y para reclamar contra lo incomprensible y lo inimaginable.

Palabras clave: Memoria; Víctimas; Justicia Transicional; Contextos Sociohistóricos; Narrativa; Representación

Abstract

Memory can be a source to clarify the historical context, but also that context can contribute to the understanding of memory, so its meanings, claims, and silences can only be understood if the conditions under which one tries to remember are taken into account. Based on the conceptual and methodological proposal of Alessandro Portelli, this work describes the most recurring emphases and silences in the memory of the victims of the armed conflict after a decade of implementation of the institutional framework of transitional justice in Colombia and proposes interpretive tools based on a reading of the context in order to understand them beyond their narrative literality. The emphases and silences in the memories of the victims are deeply intertwined with their experiences, with the harsh reality of violence that is installed in the daily lives of the victims as the only reference to survive and to stand against the incomprehensible and unimaginable.

Keywords: Memory; Victims; Transitional Justice; Socio-Historical Contexts; Narrative; Representation

Introducción

La memoria ha permitido a las víctimas del conflicto armado en Colombia poner en la esfera pública su sufrimiento, sus daños y su resistencia para interpelar a los victimarios, a la sociedad y al Estado, rebelándose contra una guerra con la que nunca estuvieron conformes, por más que su larga continuidad la haya instalado duraderamente en su cotidianidad. Las víctimas han respondido al agravio, letal y devastador, con la palabra dignificante y moralmente interpeladora, y la memoria condensa sus reclamos y sus interpelaciones por tantos años de imposición autoritaria del silencio, pero también de la indisposición de la sociedad para conocer y reconocer la tragedia del conflicto armado.

Las memorias de las víctimas tienen muchos énfasis, pero también alberga silencios, pues como toda operación de la memoria es selectiva (CNMH, 2013, p. 44). Estos énfasis muchas veces son asumidos por los investigadores sociales y los funcionarios públicos en su literalidad, mientras que los silencios pocas veces son interpelados y muchas veces prejuzgados.

Esto suele ocurrir porque la memoria de las víctimas suele ser vista como autocontenida, que solo puede interpretarse desde la literalidad de sus enunciados, a menudo disociándola del contexto en que se produce, lo que impide reconocer qué es lo que reclama y lo que silencia la memoria. Se pierde habitualmente de vista la importancia la noción de memoria como «una representación del pasado que se construye en el presente» (Traverso, 2010, p. 82) y sus implicaciones, pues es el presente el que interviene e interroga el pasado, y son sus demandas las que condicionan cómo la memoria construye sus énfasis y cimenta sus silencios. La memoria es el «pasado del presente», el pasado se hace memoria cuando interviene el presente (Sánchez, 2014, p. 164).

Valga decir que los silencios no son siempre intencionales, ni ocultan verdades incomodas, muchas veces reservan verdades que no pueden enunciarse porque no hay disponibilidad para conocerlas o porque hay riesgos para su enunciación (Catela, 2004). Sin el contexto los reclamos de la memoria se diluyen en la literalidad de su enunciación y los silencios no pueden ser interrogados para descifrarlos. Alessando Portelli (1989, pp. 5-6) ha desarrollado esta perspectiva a partir de una relación entre historia y memoria que busca trascender su debate dicotómico y reconocer, en cambio, que la memoria no puede agotarse como fuente de la historia, sino que la historia misma puede contribuir a la comprensión de los significados de la memoria, haciendo de las disonancias o las imprecisiones históricas que aparentemente cuestionan su fiabilidad como fuente una clave para su interpretación y su comprensión, dándole centralidad a las experiencias, a las emociones y a las expectativas de los sujetos que reconstruyen su pasado en busca de sentido para su presente.

Siguiendo esta perspectiva, este ensayo propone herramientas interpretativas para comprender los reclamos y los silencios de la memoria de las víctimas desde el reconocimiento de las influencias de los contextos en las cuales se hace memoria. Las víctimas son seres humanos que no escapan a las influencias, a las oportunidades y a las limitaciones de los contextos sociales de los que hacen parte, ni de los imperativos del presente, lo que implica que sus memorias históricamente situadas deben convivir y tramitar con dilemas y contradicciones permanentemente.

La experiencia como investigador del Grupo de Memoria Histórica (GMH)1 y luego asesor del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH)2 me puso en contacto con distintos testimonios y trabajos de memoria de las víctimas durante una década (2007-2018). En ese largo proceso pude constatar la reiteración de énfasis en sus memorias y la persistencia de silencios. Este texto se enfoca en siete de esos énfasis de las memorias de las víctimas del conflicto armado y propone herramientas interpretativas para su comprensión desde una lectura de sus contextos sociohistóricos:

  1. El pasado idílico anterior a los acontecimientos violentos.

  2. La insistencia en cómo los mataron.

  3. La inocencia de las víctimas.

  4. La violencia paramilitar que se superpone e invisibiliza la violencia guerrillera.

  5. La valoración positiva del presente, a pesar de la persistencia de la violencia.

  6. El proceso antes que el acontecimiento violento.

  7. Los rostros y los nombres de las víctimas.

1. La memoria del pasado idílico anterior a la violencia

La memoria del pasado idílico es una de las temáticas más recurrentes entre las víctimas, se rememora un pasado de bienestar y prosperidad anterior a los hechos violentos que devastaron sus vidas. Cuando se sigue en su literalidad, es fácil confundir esta memoria del pasado idílico con la evocación de un mundo perfecto, como si las víctimas minimizaran e ignoraran las dificultades, las carencias, los problemas y las necesidades de ese mundo que se recuerda idílicamente. Pues bien, este es uno de esos casos en los que la interpretación del investigador no capta lo que reclama la víctima mediante la memoria, simplemente porque se prescinde del contexto o de las circunstancias en las que las víctimas hacen memoria.

Se asume que la víctima está evocando un mundo perfecto, cuando lo que se está rememorando es el mundo conocido, ese que se anhela porque se sabía cómo habitarlo, porque las expectativas eran estables y porque se disponía de certezas sobre cómo desenvolverse en este con sus limitaciones, dificultades, carencias y problemas.

Esta confusión entre mundo perfecto y mundo conocido deriva a menudo de una representación de la memoria en la que esperamos que la víctima opere como un narrador objetivo, neutral y distante que debe reproducir en su relato una situación del pasado inmóvil e incontrovertible, cuando la memoria es una operación de reconstrucción en la que quien recuerda es un ser humano que ha sido impactado por la violencia y esa huella condiciona la elaboración del recuerdo. Olvidamos con frecuencia que la víctima que añora su mundo conocido es una persona a quien la violencia le alteró significantemente su existencia y que eso, en muchos casos, implicó el arrasamiento de su mundo material y simbólico, la ruptura y el colapso de su mundo conocido.

Cuando se reconoce que el centro de la evocación es el mundo conocido, a menudo nos sorprende que la víctima idealice tanto ese pasado, que lo convierta en su anhelo del futuro, como si el futuro fuese el retorno del pasado. Esto sucede porque la violencia del conflicto armado deja un mensaje profundo en las víctimas: todo puede ser peor. Así que las víctimas evocan el retorno a su pasado sin cuestionarlo, porque la violencia los puso frente a la disyuntiva entre un mundo conocido -vivir con dificultades, falencias y limitaciones- o la inexistencia de ese mundo. Cuando se ha perdido todo, el referente que prevalece es el de recuperar lo que se tenía y ponderar las limitaciones, las privaciones y los problemas desde una valoración más benévola.

A esto se suma la reivindicación de los logros obtenidos en el mejoramiento de las condiciones de vida, una sensación de progreso anterior a la violencia, muchas veces con proyectos autogestionados desde la acción colectiva comunitaria, pero también por la posibilidad de establecer comparaciones entre pasado y presente en cuestiones tales como no soportar hambre, pues en el campo -en medio de condiciones extremas y gracias a la colaboración de vecinos- siempre había algo para comer, en contraste con la experiencia de vivir como desplazados en las ciudades donde había que pagarlo todo y no había vecindad (GMH, 2009, pp. 190-191).

Esta representación entraña una huella más de la experiencia de la violencia. El terror permea, habita y coloniza la noción de cambio, haciéndola prohibida como expectativa o como aspiración, generando una equivalencia macabra entre cambio y muerte. ¿Para qué aspirar a un mundo diferente si los liderazgos que promovieron el cambio fueron estigmatizados y luego exterminados? (GMH, 2009, pp. 202-203).

Pero hay también reclamos en la esfera de la reparación y no solo del daño. La memoria no es solo por y para la víctima, es para otros, y especialmente en el presente. La reivindicación del mundo conocido interpela muchas veces las intervenciones sociales e institucionales en el presente que tienen como propósito contribuir a la reparación de las víctimas. Estas intervenciones, la mayoría de ellas inspiradas en la buena fe y el interés de acompañar a las víctimas a recuperar sus vidas, construyen su representación del mejor mundo posible para las víctimas desde las nociones de progreso, bienestar y calidad de vida de quienes las están agenciando, ignorando las voces de las víctimas, lo que a menudo implica impugnar el mundo conocido de estas, un mundo que se desea recuperar porque es fuente de identidad y en el cual no solo se involucran condiciones materiales o económicas, sino lazos sociales, tradiciones culturales, afectos o historias compartidas.

No son pocas las intervenciones en zonas rurales en las que se propone a las víctimas una mejoría en sus condiciones materiales y económicas de vida si se convierten en obreros de una agroindustria, a lo que muchas veces se responde con la reivindicación de que lo que quieren es ser campesinos, recuperar y mejorar sus condiciones materiales y económicas para viabilizar su ser y su hacer como campesinos, porque fue justamente ese el proyecto que perdieron o que truncó el conflicto armado.

2. La insistencia en cómo los mataron

En la narración de las víctimas es recurrente un retorno permanente a la memoria de los hechos violentos, cómo mataron a sus familiares, amigos o vecinos, o cuántas atrocidades y cuánto horror fue perpetrado en los hechos de violencia.

Es obvio que si se llega a un territorio para realizar una investigación de esclarecimiento histórico de una situación de violencia o cuando se es funcionario público y se llega en el marco de una intervención institucional que pretende atender y reparar a las víctimas la narración de los hechos de violencia está en el centro, pues habrá que conocer qué pasó y qué daños fueron causados. Sin embargo, superada esta etapa, la narración del horror vuelve una y otra vez sin que ya se hagan preguntas al respecto, casi como una pulsión narrativa que se le impone a la víctima.

Recuerdo una anécdota de mi trabajo de campo que me llamó mucho la atención: una persona se presentó como familiar de una de las víctimas de las tantas atrocidades que fueron perpetradas en la masacre de El Salado en febrero de 2000, pero en ningún momento mencionó el nombre de la persona. Observé entonces que el énfasis en cómo los habían matado acababa por opacar la identidad de las personas a las que habían matado, y que en muchos casos estas eran nombradas no por lo que habían sido, por sus nombres, por su vínculo con quien narraba o por su importancia social, sino por lo que les habían hecho. Comprendí esta pulsión narrativa de las víctimas con el testimonio de Primo Levi, sobreviviente del holocausto judío, a propósito de las palabras de los soldados de la SS a los prisioneros de los campos de concentración: «De cualquier manera que termine esta guerra, la guerra contra vosotros la hemos ganado, ninguno de vosotros quedará para contarlo, pero incluso si alguno lograra escapar, el mundo no lo creería» (Levi, 1989, p. 9). Por su parte, Martha Bello (2018, pp. 2-3) ha planteado que la violencia es una experiencia que rebasa la capacidad de tramitación y que desborda los recursos que tiene la víctima para asimilar y darle sentido a lo que ha vivido, entre otras razones, porque la violencia cuestiona las creencias, los valores y las certezas que permiten habitar el mundo.

Así las cosas, si el lenguaje de la guerra es la violencia, entonces la guerra será el contexto en donde la dimensión comunicativa de las interacciones humanas se basará en que «la violencia sea más dolorosa, más extensiva y más transgresora» (Kalyvas, 1999, pp. 270). Si la violencia es transgresora y cuesta las creencias y los valores en que se sustenta la existencia, las puertas del reconocimiento por parte de la sociedad no siempre están abiertas, de hecho, pueden propender a cerrarse ante la imposibilidad de tramitar lo inenarrable, tendiendo un manto de incredulidad ante una atrocidad imposible de imaginar y menos de aceptar.

Entonces, la pulsión narrativa apunta, en parte, a que el lenguaje permita darle credibilidad a lo que hay de inimaginable en las atrocidades y los horrores. Es importante tener en cuenta que esta pulsión se vuelve más intensa si tomamos en consideración que se trata de víctimas que por muchos años permanecieron en silencio por imposición de los actores armados. Jean Hatzfeld (2004, p. 45) señaló en su trabajo con víctimas y perpetradores en el genocidio de Ruanda que las víctimas temen que nos les crean, mientras que los victimarios temen que los acusen, por eso las primeras insisten en su pulsión narrativa del horror, mientras los segundos prefieren una narrativa distante, evasiva y eufemística.

En cualquier caso, pienso que hay algo que puede ser incompleto en esta secuencia causal para comprender este tipo de énfasis de la memoria. Lo que quizás hace falta sea la interpelación al contexto para el cual se está narrando, pues las negaciones se han cimentado en la larga duración gracias a la voz protagónica de los actores armados en la esfera pública y a una sociedad que, en muchos momentos del conflicto armado, sobre todo en los de mayor escalamiento, no quiso saber de los medios con los que se hacía la guerra, pero les dio licencia tácita o explícitamente si con ellos se lograba el fin de contener a uno u otro actor armado.

Es importante en este punto recordar que los actores armados, aprovechando el silencio al cual confinaron a sus víctimas por tanto tiempo, insistieron una y otra vez en que las atrocidades y los horrores denunciados por estas eran parte de las campañas de desinformación de sus enemigos, que sus estatutos y sus principios prohibían expresamente dichas prácticas y eso debía ser suficiente para que la sociedad no diera crédito a hechos inimaginables. Ni siquiera cuando las víctimas empezaron a contar sus experiencias de violencia, les fue concedida la credibilidad. Una vez más la confesión del perpetrador fue necesaria para aceptar socialmente la atrocidad, incluso un video registrado en un celular fue difundido para probar que las escuelas de descuartizamiento de los paramilitares sí habían existido.

La víctima narra entonces para que le crean, porque el reconocimiento es un mínimo necesario para tramitar su experiencia de violencia, pero también porque ella misma es superada por la transgresión que supone la atrocidad. No se puede tramitar lo que destruye las creencias y los valores básicos en los que se apoya la existencia.

3. La inocencia de la víctima

Cuando la víctima recupera su rostro y su nombre, luego de trascender el énfasis sobre cómo lo mataron, la memoria empieza una tarea de reivindicación y dignificación que pone todo su acento en la inocencia de la víctima. La insistencia en la inocencia, en lugar de su estado de indefensión, releva que lo injusto no era la situación, el hallarse en estado de indefensión, sino que la persona atacada no era culpable de aquello de lo que se acusaba. La inocencia es una reivindicación muy importante para las víctimas en su afán de elaborar y conferirle sentido a los hechos, de reclamar por lo injusto y de restituir el buen nombre, la honra y la reputación de sus familiares, devolverles el honor a los ausentes. Las víctimas necesitan imperiosamente una causalidad plausible que le permita comprender por qué atacaron a su familiar y no a otra persona, pues hay en esa individualización de la violencia una necesidad de respuesta, de esclarecimiento, de interpelar el anonimato generalizante de las imputaciones culpabilizantes que hacen los perpetradores.

Se pone el acento en la inocencia, en parte, porque la memoria de las víctimas interpela y responde a la memoria de los victimarios que presentan el hecho de violencia como un acto de justicia en el que solo han matado a culpables, así que esa memoria es vivida por las víctimas como una prolongación del daño. La memoria de las víctimas interpela entonces las memorias agraviantes de los actores armados que presentan a sus familiares como combatientes o como colaboradores que han participado en las hostilidades y que refuerzan la operación de despojo de sus identidades con la estigmatización y la culpabilidad.

Muchas víctimas participan en audiencias judiciales animadas por el único deseo de que los perpetradores reconozcan la inocencia de la víctima como una forma de restituirle su dignidad. Las víctimas también interpelan a los victimarios para que esclarezcan el origen de la información con la cual se imputó la culpabilidad a la víctima, lo que muchas veces suele ser evadido cuando se apela a la despersonalización de los procedimientos como una lista, o cuando se elude la responsabilidad, señalando que la responsabilidad por las víctimas inocentes no es de quien disparó, sino de quien dio la información. Pero también hay en esta urgencia un imperativo que es paradójico: los sobrevivientes son portadores de muchas culpas, pues se cuestionan continuamente por lo que no hicieron por sus familiares (Bello, 2005, p. 244), así que el reclamo en la esfera pública es una acción afirmativa por defenderlos y reivindicarlos en su ausencia.

También interviene la necesidad de diferenciarse de las personas que sí tuvieron relación con los actores armados, pues igualarse con ellas se considera inaceptable en la medida en que estas fueron, en parte, generadoras de las condiciones de exposición y riesgo que precipitaron la victimización de todos. No hay mayor agravio para una víctima que fue reticente a la presencia de un actor armado que reconocerse en el mismo plano moral de una víctima que fue condescendiente o complaciente con la presencia de dicho actor. Los reclamos de las víctimas no son solo para los actores armados, la sociedad o el Estado, también lo son para otras víctimas dentro de sus propias comunidades.

Igualmente importante es el reconocimiento social del sufrimiento padecido. Las víctimas anticipan que la sociedad valorará desde dos parámetros morales la victimización -estado de indefensión o no-inocencia o culpabilidad-, pero no pueden prever cuál de ellos será el principal y cuál el secundario. Si el parámetro principal es la condena del estado de indefensión en que fue atacada una persona, entonces la inocencia o la culpabilidad operarán como factores atenuantes o agravantes. Pero puede operar la inversa, haciendo que la inocencia promueva la condena y la culpabilidad la niegue. En una sociedad que no condena los horrores ni las atrocidades por sí mismas, sino que lo condiciona a las razones de las partes que están involucradas, si lo subordina a un criterio de justicia no sobre la situación sino sobre las personas en clave de inocencia o culpabilidad, entonces las víctimas tienen fundadas razones para apelar a la reivindicación de la inocencia como parámetro moral. La paradoja de poner en esta clave el énfasis es que la víctima puede acabar inmersa en la lógica argumentativa del victimario, pues discute que lo injusto no es el estado de indefensión de la víctima, sino la responsabilidad de esta en una conducta reprochable, que ser culpable o ser inocente es lo que define si fue un acto de justicia o un acto criminal, relativizando y minimizando la condena moral de matar a personas indefensas.

Por esta misma tensión, un silencio incómodo yace tras ese énfasis, a saber, invisibilizar la relación de la víctima con los actores armados, silenciar conductas socialmente reprochables, incluso si estas no tienen relación alguna con el desarrollo del conflicto armado, o reconocer una condición de liderazgo social y político que pueda servir para justificar los hechos violentos, dado el contexto de estigmatización aún imperante en la sociedad.

4. La violencia paramilitar que se superpone e invisibiliza la violencia guerrillera

Este énfasis en la memoria de las víctimas fue recurrente en los testimonios y los relatos de los más pobres entre los pobres, de las víctimas más invisibilizadas, más silenciadas y excluidas de la periferia.

La memoria de las víctimas en la periferia tiene la particularidad de que enfatiza la violencia paramilitar en detrimento de la violencia guerrillera. Muchos leen ese énfasis y ese silencio desde el prejuicio, suponiendo que la memoria de las víctimas pretende negar u ocultar el grado de vinculación que tuvo la población civil con las guerrillas, invisibilizando, en parte, las razones de la violencia paramilitar. Lo que este prejuicio ignora u omite es que la experiencia de la violencia atraviesa y condiciona la memoria de las víctimas. No cabe duda de que el hecho de que la guerrilla no se hubiese desmovilizado limitaba las posibilidades de la memoria de las víctimas o que la desmovilización paramilitar habilitara las oportunidades para hablar de su violencia sin condicionamientos. Pero esto no es suficiente para comprender por qué el relato releva más la violencia paramilitar que la guerrillera, razón por la cual se hace necesario rastrear los repertorios de violencia de los actores armados para comprenderlo.

La memoria de las víctimas establece un antes con la violencia guerrillera y un después con la violencia paramilitar. No se niegan las violencias de unos y otros, lo que marca la diferencia son las dimensiones y la naturaleza de la violencia perpetrada por uno y otro. Seguramente, si se hubiese hecho memoria cuando la guerrilla ejercía el control de un territorio, sin duda que la violencia guerrillera hubiese sido central en los relatos de las víctimas respecto del pasado previo a su incursión o a su presencia armada. Pero con la violencia paramilitar se produce un cambio en la naturaleza y las características de la violencia que, en cierto modo, rebasa y supera la experiencia de la violencia vivida bajo el dominio de la guerrilla. Una vez más, vale recordar que una de las huellas de la guerra que marca a las víctimas es la constatación de que todo puede ser peor, lo que para el caso significa que el nivel de transgresión de la violencia paramilitar resultó mayor en comparación con la violencia guerrillera, particularmente en la periferia.

Esta diferencia entre los repertorios de unos y otros se traduce en que la violencia paramilitar se centró en los delitos contra la vida y la integridad de las personas en una dimensión y escala mucho mayor que la violencia guerrillera. De acuerdo con las cifras del Observatorio de Memoria y Conflicto (CNMH, s. f.), con corte del 15 de septiembre de 2018, aproximadamente 100 mil civiles resultaron muertos violentamente por el accionar de los grupos paramilitares y de los grupos posdesmovilización, en contraste con los 35 mil muertos por las guerrillas, asimetría que se extiende a la desaparición forzada y la tortura y la sevicia en la violencia letal. Vale señalar que los grupos paramilitares perpetraron toda su violencia letal en un periodo de veinticinco años, mientras que las guerrillas lo hicieron en uno de cincuenta años.

En contraste con lo anterior, la violencia guerrillera se centró en aquella contra la libertad individual y los bienes, registrando una relación igualmente asimétrica con la violencia paramilitar en cuanto a los secuestros, el reclutamiento ilícito y los ataques a bienes civiles, incluidos los actos de sabotaje contra la infraestructura eléctrica, energética y vial. A esto se sumaron las afectaciones a la población civil derivadas de los ataques a objetivos militares como las tomas a poblaciones y las minas antipersona, así como los atentados terroristas en las grandes ciudades, menores en frecuencia, menos letales que las masacres y los asesinatos selectivos, pero más visibles por la espectacularidad instantánea del acontecimiento.

Dos experiencias de violencia distintas y contrastantes yacen entonces tras una memoria que releva aquella que resultó más transgresora por su letalidad y que, además, implicó en muchos casos la metástasis del terror a todos los ámbitos de la vida y de la cotidianidad, cuando no la dislocación total del mundo conocido de las víctimas por el desplazamiento forzado masivo. Pero así como en la periferia la violencia paramilitar prevalece sobre la violencia guerrillera, lo contrario ocurre en las regiones más integradas y en las ciudades. La violencia guerrillera es más notoria porque es más visible y próxima que la violencia paramilitar, dada la alta visibilidad pública de los secuestros, los atentados terroristas, los ataques a poblados, el sabotaje a la infraestructura y los ataques a la propiedad perpetrados por las guerrillas, de ahí que la memoria ponga un énfasis inverso.

5. La valoración positiva del presente, pese a la persistencia de la violencia

Hubo muchos testimonios y relatos de víctimas en los que había una valoración positiva del presente, pese a que la violencia no cesaba y sus niveles distaban mucho de una situación de terminación del conflicto armado o de contención. Tal valoración positiva llegaba hasta el extremo de insistir y recalcar que todo estaba bien y que ahora no pasaba nada.

Por supuesto que cuando las víctimas viven una situación de violencia en el presente el silencio o la negación son una estrategia de supervivencia que no puede menospreciarse. Pese a ello, la persistencia de ese énfasis sugiere que hay algo más tras esa valoración positiva del presente, de ahí que sea necesario situar históricamente a la memoria para comprenderla. Al hacerlo, se constata que se trata de víctimas que hacían parte de comunidades en las que la experiencia de la violencia se había instalado duradera y largamente en su cotidianidad por varias décadas y varias generaciones, así que para muchas de ellas el presente y el futuro no podían imaginarse o pensarse disociados de la violencia, simplemente porque uno no puede extrañar lo que nunca ha tenido. Y no solo se trata de la larga duración del conflicto armado, es una memoria que alude a la naturalización de la violencia doméstica o a la continuidad histórica de la violencia bipartidista de mediados del siglo XX.

Esta cuestión es importante porque las víctimas interiorizan y asumen lo que denomino «el umbral de tolerancia frente a la violencia»: ante la imposibilidad de vivir sin violencia, esta se asume como aceptable mientras se acerque a los niveles más bajos que se han vivido o más distante sea del peor momento de escalamiento de la violencia en el conflicto armado. Las víctimas valoran, entonces, su presente a partir de su experiencia comparada, así que la valoración positiva del presente lo que indica es que el presente es mejor que el pasado, que, si el presente es malo, el pasado fue peor, así que esa huella de la violencia sigue condicionando y permeando la memoria.

6. La violencia como proceso que trasciende el acontecimiento

Cuando se eligieron los casos emblemáticos como ruta metodológica para el cumplimiento del mandato del GMH el propósito era producir un relato general anclado en hechos concretos que además se inscribieran en dinámicas y contextos regionales, porque cualquier relato nacional debía incorporar las voces de las regiones y construirse desde relatos concretos que dieran cuenta de la catástrofe de un conflicto armado que la sociedad y el Estado se negaban a reconocer.

El caso emblemático puso en el centro a los acontecimientos de violencia como punto de entrada o pregunta generadora que posibilitara la reconstrucción de la memoria histórica del conflicto armado en los ámbitos regional y nacional. Pero la respuesta de las víctimas ante esa pregunta fue el reclamo por una experiencia que se inscribió en un proceso de violencia y que no se agotó en un acontecimiento. No hubo investigación del GMH en la que la memoria de las víctimas no insistiera en que el proceso de violencia era más importante y trascendía el acontecimiento, un reclamo por hacer visible en la memoria la estrategia de ocultamiento con la que el victimario pretendía negar los hechos o eludir sus responsabilidades.

Se puede resumir ese énfasis de las víctimas en una frase: «nuestra tragedia no empezó ni terminó con el acontecimiento, la violencia no fue cuestión de un día». El acontecimiento aparece en la memoria como el desenlace de una situación que se iba haciendo cada vez más crítica y que detona en el evento, resaltando que su ocurrencia no fue un hecho accidental, casual, contingente o imprevisible. El reclamo de las víctimas apuntaba a que se reconociera una violencia de larga duración, que además se había instalado duraderamente en su cotidianidad, que el silencio que se les impuso acumulaba el dolor y el sufrimiento de tantas injusticias que marcaron la mayor parte de sus vidas y que les quitaron sus espacios vitales de existencia.

El caso de la masacre de Trujillo condensa con fuerza ilustrativa esta apuesta, pues su etiqueta de memoria era nombrar los hechos ocurridos entre 1986 y 1994 como una masacre, con lo cual se buscaba poner el acento en las dimensiones para permitir denunciar e interpelar la estrategia de los victimarios de volver invisible o imperceptible la violencia mediante mecanismos de perpetración basados en una alta frecuencia y un bajo perfil de los hechos (GMH, 2008, pp. 65-68).

Las memorias de las víctimas ponen su acento en el proceso más que en el acontecimiento porque con ello también interpelan a los victimarios, pues estos evitan a toda costa, en el desconocimiento de su responsabilidad, aceptar sistematicidad en la violencia perpetrada, dadas sus connotaciones judiciales y sus costos políticos, prefiriendo centrarse en el acontecimiento, en la medida en que este les permite poner el acento en su carácter excepcional y construirlo discursivamente como un error, un exceso o un daño colateral, lo que se encuadra en que estos eventos no eran políticas de la organización o la institución, o que las órdenes nunca fueron dadas por los altos mandos.

Este énfasis permite insistir en la importancia que tienen las memorias de otros en la memoria de las víctimas y cómo estas se construyen para responder a los agravios, a las visiones parciales, a los prejuicios o, aún más, a las estrategias de violencia de los actores armados.

7. Los rostros y los nombres de las víctimas

Es indudable que la pulsión narrativa de las víctimas por los hechos violentos es omnipresente en sus testimonios y que el énfasis en cómo los mataron muchas veces acaba opacando, sin pretenderlo, la identidad de las víctimas, sin que se sepa en suma a quienes mataron. Pero también vale la pena reconocer que en los trabajos de memoria de las víctimas que trascienden el testimonio oral la presencia de los ausentes es sobresaliente y debe reconocerse que quizás el cambio de lenguaje sea determinante en el énfasis, pues la eficacia comunicativa del lenguaje visual, cuando se trata de la identidad de la víctima, rebasa el lenguaje verbal, porque lo que se ve resulta más contundente y profundo, en muchas ocasiones, que lo que se dice. He constatado en muchas conmemoraciones de las víctimas cómo el lenguaje visual justamente desencadenaba el lenguaje oral y lo potenciaba. Entendí que no pocas veces el lenguaje oral necesita del lenguaje visual como marco de comprensión, que la voz puede ser inaudible sin la imagen.

Podría afirmar que casi la totalidad de los trabajos de memoria de las víctimas basados en el lenguaje visual ponen su acento en los rostros y nombres de las víctimas. Se colocan las fotografías de las víctimas en retablos o pendones, se exhiben en galerías itinerantes, se exponen en museos comunitarios, se pintan los rostros de las víctimas en murales, se escriben los nombres de las víctimas en piedras que van formando muros, se inscriben en placas de monumentos comunitarios, entre otros tantos trabajos de memoria (CNMH, 2018, pp. 70, 103, 113, 125).

Es bien conocido que el rostro impone por sí mismo nuestra presencia social, nos permite reconocernos como parte de la humanidad, pero resaltando nuestra individualidad, porque nadie es igual a nadie, aunque pertenezcamos a la misma especie. El rostro de los ausentes que se pone en la esfera pública es un acto reparador para los sobrevivientes porque representa una forma de devolver, les el lugar social que les fue negado o del cual fueron desalojados por la violencia (Piper, 2018).

La foto que capta el rostro de una víctima, de esas en las que la víctima aparece mirando al frente, resulta profundamente interpeladora por el potente mensaje de humanidad que comunica en sí misma. Ese tipo de fotos supone un diálogo interpelador entre el ausente y el testigo porque entabla una comunicación profunda mediada por el silencio, pues la mirada al frente que tienen muchas víctimas en estas fotografías implica para el testigo que él mismo está siendo observado, que el ausente le está hablando al presente representado por ese testigo.

Nunca ha dejado de sorprenderme el profundo impacto que me genera la imagen del sobreviviente portando la foto de su víctima, llevándola en sus brazos, poniéndola en sus hombros, una imagen que no necesita palabras por el gesto de humanidad que pone de presente, ese manto de protección entre quien no está y quien preserva su memoria, evocando la pérdida, pero también exaltando el vínculo y el poder del encuentro en la esfera pública.

Cuando se trata de fotografías que ponen a las víctimas en situaciones de su cotidianidad, fotos que evocan momentos felices en compañía de otros, entonces es inevitable pensar en que el daño que se hace a uno se hace a otros; son recursos que permiten comunicar la dimensión social del daño y la pérdida, pero comunican un mensaje aún más profundo, revelan una vida y un proyecto interrumpido y truncado por la violencia.

Este énfasis en los nombres y rostros en la memoria de las víctimas no puede disociarse de la experiencia de violencia que han padecido las víctimas, ni de las narrativas producidas por los actores armados, ni de los discursos que circulan socialmente para justificar o legitimar la violencia.

La experiencia de violencia que viven las víctimas es muy importante en este énfasis, porque el carácter transgresor de la violencia en el conflicto armado se manifiesta, muchas veces, en la atrocidad y la sevicia que se despliega en el cuerpo del otro, en resquebrajar y negar la humanidad del otro con huellas de violencia con las que se pretenden borrar todo rastro humano, con disparos en la cara para desdibujar el rostro, con descuartizamientos para romper la unidad corporal, con decapitar para destruir simbólicamente lo que hace humana a la persona (Blair, 2004, pp. 48). No faltaron los casos en los que el impedimiento del ritual funerario se inscribió en esa lógica de destrucción calculada y deliberada de la humanidad del otro, como tampoco la prohibición de recoger los cuerpos de las víctimas y dejar que se descompusieran rápidamente o que fueran desgarrados por los animales. Ni qué decir de los desaparecidos en donde la ausencia se le impone a los sobrevivientes y a la víctima como forma de destrucción de su humanidad.

Todas las huellas corporales del horror marcan el último momento de los sobrevivientes con sus víctimas, así que el énfasis en los rostros hace parte de la elaboración del duelo que fue negado durante el conflicto armado, un rescate de la humanidad del otro con el que los sobrevivientes buscan paliar su dolor mientras se dignifica y se les devuelve su lugar social a los ausentes.

Las narrativas de los actores armados, bien en la guerra o bien en escenarios de justicia transicional, despliegan operaciones discursivas en las que combinan la anonimización con la estigmatización de la víctima, de ahí que les despojen de nombres y apellidos, que quiten sus rostros, lo que se refuerza con la estigmatización que busca desprestigiarlos o atentar contra su reputación y así lograr que no haya interés social por conocer o saber quién era la víctima. Se acusa a la víctima de ser un combatiente oculto entre la población civil, de ser colaborador del bando enemigo, de ser delincuente, de conductas moralmente reprochables o de consumir sustancias psicoactivas, entre otros. A menudo, estas estrategias se inscriben en la reivindicación de las causas justas de los actores armados y con estas se pretende minimizar u opacar las atrocidades perpetradas en la guerra. Carlos Castaño, máximo comandante de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), justificó la masacre de El Salado arguyendo que era un mal necesario con el que se evitaban males mayores (Rubio, 2009, 27-40s).

A esta memoria reaccionan las víctimas cuando ponen a los victimarios frente al rostro y los nombres de los muertos o los desaparecidos para interpelarlos por el daño causado, porque ponerle rostro es justamente lo que deliberadamente quisieron impedir o evitar los perpetradores. En otros casos, también se reacciona a reconocimientos de responsabilidades en los que el victimario marca una distancia con la víctima, señalando que no se pregunte por nombres o que no le muestren fotografías porque él no las conocía, que eran parte de una lista y que se cumplió la orden de ejecutarlas.

Era habitual en las versiones libres de los paramilitares en el marco de la Ley de Justicia y Paz que ellos pidieran a las víctimas que aportaran información sobre las circunstancias en las que ocurrieron los hechos para reconocer su responsabilidad o no, insistiendo en que los nombres y los rostros de las víctimas eran irrelevantes para activar su memoria de los hechos. Un comandante paramilitar -Ever Veloza, alias HH- señaló en una versión libre que fueron tantos muertos que en un momento ellos dejaron de contarlos y que la memoria era rebasada por las dimensiones de la violencia perpetrada, así que ese comandante paramilitar pedía que cesaran las descripciones individualizadas de las circunstancias de los hechos o las características de las víctimas, proponiendo en su lugar coordenadas de tiempo y espacio en las que reconocía que todos los muertos y desaparecidos dentro de las mismas eran responsabilidad de hombres bajo su mando.

Esta experiencia de las víctimas con los victimarios en los escenarios que posibilita la justicia transicional define trayectorias en sus memorias, de ahí que el nombre y el rostro de la víctima no se limite en su importancia a la elaboración del duelo, sino que responda al agravio del victimario que lo anonimiza o lo estigmatiza.

Conclusión

Los investigadores sociales y los funcionarios públicos reiteradamente olvidamos que la memoria no es necesariamente pasado, como bien lo advierte Gonzalo Sánchez (2004), que con mucho tino define a la memoria como «el presente del pasado» (p. 168), en alusión a que el pasado solo se vuelve memoria cuando interviene el presente, pues es desde las demandas del presente que interrogamos a nuestro pasado. En otras palabras, los énfasis que se han analizado en este artículo no son algo distinto a la materialización de que la memoria es en realidad un diálogo multitemporal en el que se entrecruzan el pasado, el presente y el fututo, en el que se conjugan hechos del pasado, realidades del presente y aspiraciones para el futuro, una mixtura que no puede disociarse del contexto que aporta el acervo de conocimiento desde el cual hablan las víctimas.

Volver la mirada al contexto es y será un imperativo para comprender las memorias más allá de la literalidad de las palabras, es el llamado a comprender que las memorias no ocurren en el vacío social y que unas memorias responden a otras desde sus énfasis y sus silencios, es el recordatorio de que las memorias son selectivas, dinámicas y, ante todo, formas de relacionamiento social en las que el pasado dista de estar clausurado y que aún es incierto en el presente.

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1 Área de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación (CNRR), institución de justicia transicional que buscaba contribuir a la realización de los derechos de las víctimas dentro de la Ley 975 de 2005 que sirvió como marco jurídico para la desmovilización de los grupos paramilitares, también conocida como Ley de Justicia y Paz.

2Institución de justicia transicional creada por la Ley 1448 de 2011 como política pública para la atención y reparación integral a las víctimas del conflicto armado, también conocida como Ley de Víctimas.

*Cómo citar este artículo. Suárez, Andrés Fernando. (2021). Memorias en contexto. Más allá de la literalidad de las palabras. Estudios Políticos (Universidad de Antioquia), 60, pp. 27-46. https://doi.org/10.17533/udea.espo.n60a02

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