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Estudios Políticos

versión impresa ISSN 0121-5167versión On-line ISSN 2462-8433

Estud. Polit.  no.65 Medellín sep./dic. 2022  Epub 28-Abr-2023

https://doi.org/10.17533/udea.espo.n65a05 

Ensayo

El grito de irrupción en las protestas recientes en Colombia, o la aparición de la política1 **

The Breakout Yell in the Recent Protests in Colombia, or the Appearance of Politics

Alejandro Sánchez Lopera1 

1 Colombia. Politólogo. Magíster en Problemas Sociales Contemporáneos. Doctor en Literatura Latinoamericana. Investigador del Observatorio de la Participación Ciudadana, Instituto Distrital de la Participación y Acción Comunal (IDPAC), Bogotá, D. C., Colombia. Profesor de Humanidades del Butler County Community College, Estados Unidos. Correo electrónico: als219@pitt.edu - Orcid: https://orcid.org/0000-0003-1602-2071 - Google Scholar: https://scholar.google.com/citations?user=2xVlAWgAAAAJ&hl=es


Resumen

En este ensayo se examina el carácter trasnacional del estallido social y las protestas desde 2019 en Colombia. Toma distancia del modelo analítico de Doug McAdam, Sidney Tarrow y Charles Tilly (2005) sobre protestas disruptivas que da por sentado la existencia de la política y, en cambio, indaga por las condiciones de aparición de esta. Plantea que la dificultad para caracterizar el estallido acontecido en Colombia radica en que este tiene unos vínculos nacionales, continentales y globales que no estaban previstos. El carácter impredecible -y transnacional- de lo sucedido abre la invitación a utilizar otras maneras de pensar el problema. De hecho, lo que hay que hacer es construir el problema. Usando la estética y la filosofía política de Jacques Rancière, se plantea que i) cambió la naturaleza de la protesta y ii) cambió el semblante de los actores sociales. Esto permite afirmar que aquello que emergió en las protestas en Colombia no fue el vándalo: fue el pueblo, «los restantes».

Palabras clave: Acción Colectiva; Movimientos Sociales; Protesta; Filosofía Política; Rancière, Jacques; Colombia

Abstract

This article examines the transnational character of the social outburst and protests since 2019 in Colombia. It distances itself from the analytical model of disruptive protests by Doug McAdam, Sidney Tarrow y Charles Tilly (2005), which takes for granted the existence of politics. Instead, it delves into the conditions of its emergence. It is argued that the difficulty in characterizing the outburst experienced in Colombia lies in the fact that this outburst has national, continental and global ties that were not foreseen. The unpredictable -and transnational- nature of what happened opens the invitation to use other ways of thinking about the problem. In fact, what needs to be done is to construct the problem. Using Jacques Rancière’s aesthetics and political philosophy, it is argued that i) the nature of protest changed and ii) the countenance of the social actors changed. This allows us to affirm that what emerged in the protests in Colombia was not the vandal: it was the people, “the rest.”

Keywords: Collective Action; Social Movements; Protest; Political Philosophy; Rancière, Jacques; Colombia

Introducción. Cuenta errónea, historias mal contadas

Cuatro meses después de lo sucedido con George Floyd en Minnesota (The New York Times, 1.º de junio de 2020), el 9 de septiembre de 2020 en Bogotá aconteció un hecho de resonante brutalidad policial: Javier Ordóñez, taxista y estudiante a punto de graduarse de la carrera de derecho, fue brutalmente golpeado por la policía, reducido con incontables descargas de un táser y torturado en el Comando de Atención Inmediata (CAI) del barrio Villa Luz, hasta morir en una ambulancia rumbo al hospital. Al grito de Floyd -«I can’t breathe»- se unió el de Ordóñez: «por favor, por favor» (Semana, 11 de septiembre de 2020). El estado de indefensión de ambos, la impasible crueldad ejercida por la policía y la postura del observador -filmar el hecho en lugar de intervenir- marcan un eco y una resonancia difíciles de omitir.

Si el sonido es un constructor de espacio, el grito de ambos constituye un espacio sonoro de clamor que atraviesa las Américas. Entre Floyd y Ordóñez se termina formando así un grito continental que apunta a un problema transnacional: la brutalidad policial y la urgente reforma de los cuerpos armados antimotines. La imbricación global de las protestas vividas en Colombia fue puesta de relieve, a su vez, por diversos sectores propagadores del pánico, el autoritarismo y la paranoia: unos hablaban de una guerra de baja intensidad o «guerra popular prolongada posmoderna», terrorismo urbano y «guerra digital» como expresión de una agenda de un plan regional de desestabilización (Marulanda, 2021, mayo 24). Otros, haciendo perverso eco del concepto del psicoanalista Félix Guattari, hablaban de una «revolución molecular disipada» expandiéndose por América Latina (Osorio y Montes, 2021, mayo 6). Así, en mayo de 2021, en plena efervescencia de la protesta, escribía el expresidente y hoy sub judice Álvaro Uribe Vélez (3 de mayo de 2021): «Resistir Revolución Molecular Disipada: impide normalidad, escala y copa». ¿Qué hacían, pues, Félix Guattari y su revolución molecular en boca de Uribe?, ¿o Deleuze y Guattari en boca del Ministro de Guerra, Diego Molano, afirmando que los jóvenes reclutados son «máquinas de guerra»? (BBC, 2021, marzo 11).

Vale recordar al respecto que el 4 de septiembre de 2020, días antes del asesinato del abogado Javier Ordóñez a manos de agentes de la Policía Nacional, murieron en el CAI de San Mateo en Soacha nueve personas de veinte que se encontraban detenidas, por cuenta de un incendio que presuntamente pudo ser controlado. El evento, distinguido por los actos de ruego de los detenidos y el clamor desesperado de sus familiares y allegados, estuvo determinado presuntamente por la actuación negligente de los agentes de policía a cargo. «Ojalá se quemen esas gonorreas, dejen que se quemen esas ratas hijueputas», fue una de las tantas expresiones usadas por los agentes (Negret-Mosquera, 2021, p. 16). El asesinato de Ordóñez hace parte de una secuencia: un año antes, en 2019, en Bogotá se había vivido otro caso de un asesinato de un civil, menor de edad: Dilan Cruz, un joven de diecisiete años, apenas terminando su bachillerato. Un año después de Ordóñez, en 2021, otro manifestante, Lucas Villa, fue asesinado de forma premeditada en Pereira (Forensic Architecture, 2021, diciembre 6).

Para el momento en que Ordóñez gritaba «Mi agente, le ruego por favor», su grito ya había devenido en un clamor. Las investigaciones periodísticas y de los entes de control han mostrado que la brutalidad ejercida contra Ordóñez fue un síntoma de una práctica extendida en diversas regiones del país, como en la Operación Siloé en Cali, el asesinato de Kevin Agudelo y el ataque contra la defensora de derechos humanos de la Minga Indígena, Daniela Soto (Amnesty International, 2021, julio 30)-. Desde estaciones de policía utilizadas como centros de detención y tortura, el uso reiterado por parte del Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad) de disparos horizontales y no parabólicos de los bean bags, hasta el uso de estaciones del sistema de transporte masivo TransMilenio como centros ilegales de detención (Temblores ONG e Indepaz, 2021; El Espectador, 2022, febrero 2).

En el asesinato de Javier Ordoñez confluyeron, además de la crueldad, las prohibiciones propias de las cuarentenas durante el Covid-19. De acuerdo con los primeros reportes, Ordóñez habría violado la cuarentena, pues estaba prohibido tanto comprar licor después de las 9 pm, como consumirlo en tiendas o andenes de la ciudad. El haber violado la cuarentena impuesta en una pandemia global es el contexto en el que se desarrolló lo sucedido (Turkewitz, 2020, septiembre 10). Al ahogo del grito de Ordóñez -y el «I can’t breathe» de Floyd- se apareja el ahogo respiratorio provocado en tantos por la pandemia global.

Contar la historia de esos asesinatos implica, a su vez, una cuenta numérica. En efecto, a estos asesinatos previos hay que añadir un segundo detonante para las movilizaciones de 2021: la pobreza pasó de 35,7% en 2019 a 42,5% en 2020 (DANE, s. f.). A la par del nefasto impacto económico de la pandemia y su manejo, el gobierno del presidente Iván Duque (2018-2022), a través de su ministro, radicó el 15 de abril de 2021 el proyecto de Ley 594 que aumentaría el precio de la gasolina y que gravaría productos básicos de la canasta familiar, ciertas pensiones, salarios de la clase media y los servicios públicos. El proyecto, conocido como «reforma tributaria», tenía como objeto «optimizar la política fiscal» (Proyecto de Ley 594 del 15 de abril de 2021).

Cuatro días después de radicado el proyecto de ley, el entonces ministro de Hacienda y Crédito Público, Alberto Carrasquilla, intentó justificarlo en una entrevista televisiva, explicando que se trataba de dar un paso en la dirección de los países avanzados, al «enfatizar un poco más la tributación de las personas naturales, y un poco menos la tributación de las empresas» (Semana, 15 de abril de 2021), pero cometió un lapsus de ignorancia: se le preguntó cuánto vale un huevo. El ministro no solo no supo responder -la periodista tampoco-, sino que hizo mal la cuenta de cuánto costaba en ese momento una docena de huevos: «1800 la docena o algo así, es lo que yo tengo en la cabeza», contestó Carrasquilla, dando a entender que tampoco sabía el precio de la libra de arroz -al tiempo que se burlaba de su propia ignorancia sobre el tema-. Lo que tenía en la cabeza el hoy exministro no era, por supuesto, correcto.

La cuenta numérica errónea del hoy exministro, quien definía a sus pares en la entrevista como «pudientes como yo», no solo es síntoma de una racionalidad política que se distancia del concepto de autoridad y se enfoca en la optimización. Que el ministro de Hacienda y Crédito Público desconociera y contara mal cuánto costaba una docena de huevos es la oportunidad para dar paso a la novedosa interpretación que Jacques Rancière hace de la democracia.

En efecto el filósofo político francés plantea un impasse crucial en el origen de la democracia clásica que se refiere, precisamente, a una cuenta errónea, aún vigente en nuestros días: la definición aristotélica clásica de la política de que un ciudadano es aquel que hace parte del proceso de gobernar y ser gobernado. Su rasgo es «participar en las funciones judiciales y en el gobierno» (Aristóteles, 1988b, p. 153). La cuestión es que hay una partición previa al estatuto ciudadano, la cual hace que ni los esclavos, ni los obreros artesanos o tenderos puedan estar a cargo de la parte común, pues estos últimos no tienen tiempo -porque trabajan y «sólo le[s] concierne la virtud en la misma medida que su servidumbre»- y los primeros no «poseen» la virtud del habla, si acaso, la reciben de su amo. Aristóteles los incluye en los tipos de esclavos y los llama, explícitamente, «subordinados»: «ni el hombre de bien, ni el político, ni el buen ciudadano deben aprender los trabajos de tales subordinados, a no ser ocasionalmente para su servicio enteramente personal. De lo contrario, dejaría de ser el uno amo y el otro esclavo» (p. 163).

Es a partir de esta partición clásica de la democracia que Rancière (2013) argumenta que existen una serie de atributos, materiales e inmateriales, que determinan con antelación una cuenta excluyente y no igualitaria de las personas. Por eso lo que llama la «distribución de lo sensible» son aquellos espacios, tiempos y funciones que «revelan quiénes pueden tener parte en lo que es común a la comunidad» (pp. 7-8). Esta cuenta errónea pasa, así, por quién no puede ocupar las magistraturas -necesarias, dice Aristóteles, pues sin ellas es imposible que exista una ciudad o que esta sea bien administrada- (Aristóteles, 1988b, p. 388).

No debe sorprender, por supuesto, que la magistratura «más necesaria» y quizá la «más difícil», es «la que se ocupa de la ejecución de los castigos y de los consignados en las listas como deudores y de las custodias de los presos» (Aristóteles, 1988b, p. 390), es decir, la que se ocupa de las deudas y los castigos, del crédito y el escarnio público del deudor, de quien sabe quién le adeuda algo a la sociedad. Aristóteles (1984) denomina a esos «subordinados» y deudores «los restantes», pues «por así decir, de nada participaban» (p. 56). Es decir que, ayer y hoy, en su origen y en su práctica, la democracia pasa por una cuenta errónea por parte de unos gobernantes -ahora ministros, antes magistrados- que no saben contar la historia y en la que se deja por fuera a los que no cuentan, pues no son ni propietarios ni virtuosos: los nadie, los del margen, los desempleados, entre otros.

Esta es la lógica que instituye no la política, sino lo que Jacques Rancière (2010, pp. 43-46) denomina la policía, la cual difiere, como se verá, del simple cuerpo armado. Es esa tensión entre política y policía la que permite arrojar luces sobre las protestas sucedidas en Colombia en los dos últimos años. La respuesta del Estado frente a las prácticas de esos incontables variará desde la estigmatización hasta la represión abierta. Esa variación mantiene, sin embargo, un patrón que en tiempo reciente proviene de la Resolución 03516 de 2009 o Manual para el servicio de policía en la atención, manejo y control de multitudes”: una especie de «atmotécnica» -planeación cuidadosa del espacio, el comportamiento y el ambiente- sustentada en un modelo reactivo basado en la amenaza y el uso escalado de la fuerza. El objetivo del decreto es crear un «impacto psicológico frente a la multitud […] para poder controlar a la multitud que se encuentre en estado de excitación o violencia» (Prada y González, 2022).

El desafío entonces consiste en pensar la forma en que ese grado de crueldad y de práctica reiterada por parte del Estado se relaciona con las protestas como tal, es decir, si la represión ejercida fue una respuesta frente a las protestas -como un medio de contención- o fue más bien un detonante para que las protestas escalaran. Si bien la investigación de la relación entre protesta y represión no es concluyente y difiere en sus resultados -en sus presupuestos y preguntas-, hay argumentos sólidos que muestran cómo en América Latina entre más severa sea la represión, más severo deviene el disenso y que la represión no funciona como un freno o elemento disuasivo para la protesta (Carey, 2009).

La idea que guía este texto es que una de las variables que exacerbó la represión fue el carácter novedoso de las protestas acontecidas desde 2019. Caracterizar esa novedad -entendida como un grito que irrumpió- es decisivo si se quiere entender una parte del porqué se intensificó la brutalidad de la institución policial. Esa novedad se inscribe en un contexto global marcado por dos procesos decisivos: la pandemia del Covid-19 y la globalización de las protestas frente a la brutalidad policial y la acción directa frente a los monumentos patrióticos en las Américas. Ese carácter novedoso se debe a que: i) la naturaleza de la protesta cambió, pasando de la representación convencional de intereses a la presentación de una multitud de manifestaciones; y ii) pasando del actor en un escenario, con un rol y un repertorio, al agente en los nodos de una red, interfaz o pantalla, lo cual impactó en los modos de desobediencia.

En el marco de esa novedad que parece asomarse, hay una cuestión que asalta a quien se enfrente con la protesta reciente en Colombia desde la literatura convencional sobre movimientos sociales y acción colectiva. Pienso aquí, primero, en el robusto aparato conceptual desarrollado por Doug McAdam, Sidney Tarrow y Charles Tilly (2005) sobre contienda política y repertorios. De hecho, es su carácter robusto el que en parte le impide leer fenómenos frágiles y dispersos. Más aún, da por sentada la existencia de la política, adjetivándola además en términos de «política contenciosa», sin definir las condiciones de aparición de la primera. No se hace aquí una crítica de la precisión o alcance del «programa explicativo» de repertorios, sino que se toma distancia tanto de la lógica estructural-funcionalista como de su pretensión omnicomprensiva, desde las cuales está construido. Entonces, antes que «identificar mecanismos similares en episodios disimilares» (p. 213), en este ensayo se trata de captar lo disímil desde lo disímil mismo: la novedad desde la novedad. Es decir, se trata de captar no la repetición de la semejanza, sino la repetición de la diferencia.

Es importante aclarar que me refiero a ese trabajo colaborativo específico de los tres autores y no a los desarrollos individuales posteriores de cada uno de ellos. La elección de dicho trabajo sigue el comentario que el propio Sidney Tarrow (2015) hace a manera de retrospectiva, al describir la fragmentación previa que, según él, existía tanto en términos de aislamientos entre disciplinas, como de acceso a fuentes sistemáticas en áreas como el Sur Global: «Tilly, sus colaboradores y estudiantes se propusieron abordar esta segmentación. El esfuerzo más visible -si no el más acogido universalmente- fue Dinámica de la Contienda Política, publicado en 2001» (p. 90. Traducción propia). En específico, critico dos de sus supuestos -su lógica estructural-funcionalista y su falta de definición de lo que es la política-, su foco en el gobierno y su intención omnicomprensiva. Frente a lo primero, los propios autores reconocen esa deuda: «nuestro interés por los mecanismos sociales se remonta a Robert Merton» (p. 26). A su vez, los autores no brindan una definición explícita de política -más bien la dan por sentada- y de hecho la usan como un adjetivo: «contienda política». En cuanto a su alcance omnicomprensivo, poco sensible a variaciones y diferencias, afirman los autores: «Llamar a los acontecimientos de 1789 “contienda política” puede parecer que equivale a degradar una gran revolución ]… [. Además, muestra cómo las distintas formas de contienda -movimientos sociales, revoluciones, oleadas de huelgas, nacionalismo, democratización, etcétera- son el resultado de mecanismos y procesos similares» (p. 4-5).

Segundo, en retrospectiva, estudios convencionales sobre la historia de la movilización no ven novedad alguna en las protestas recientes, de hecho, dudan de usar la idea de «nuevos» movimientos sociales. Pero la cuestión no es tanto de «nuevos» movimientos sociales como de una nueva correlación de fuerzas, en la que aparecen prácticas diferentes y actores con rasgos diversos. Es en ese sentido que el sociólogo Daniel Pécaut (2021, p. 184) pudo afirmar recientemente que en las protestas de Bogotá, pobladas no por individuos sino por «desafiliados», no se expresó un pueblo en el sentido convencional del término, sino una multitud. En la misma dirección, a la par de considerarlo un «hito en la movilización del país», otros investigadores de largo aliento en el tema han señalado que el paro de 2021 contiene un elemento diverso en la composición de las personas presentes y la pluralidad de sus demandas (Arenas, 2020, noviembre 23).

El intento de captar la novedad desde la novedad -y no desde las categorías convencionales- ha dado sus mejores frutos por fuera de las ciencias sociales. Por eso, desde hace más de medio siglo una de las preguntas decisivas de la filosofía, la estética y el arte gira en torno a cómo algo nuevo aparece en el mundo; es decir, que la sociedad es un campo abierto al futuro, a lo impredecible, como ha sido formulado, por ejemplo, a partir de la filosofía política adscrita al pensamiento de la diferencia -de Jacques Rancière a Alain Badiou y Michel Foucault-. La invitación en este texto es que, para poder captar esa novedad, se requieren lentes novedosos.

Siguiendo a Rancière (2006; 2010; 2013), mostraré que esa irrupción -o grito-, a contravía de otras apuestas donde la política está por doquier e incluso lo personal es político, es precisamente la de la política. En ese sentido, no hay política siempre, incluso, afirma Rancière (2010, p. 50), la hay pocas y raras veces, por lo cual la pregunta fundamental es acerca de su aparición. Solo hay política cuando se interrumpe el orden natural de la dominación y eso es precisamente lo que pasó en el estallido iniciado en 2019: un grito que hizo aparecer el espacio de la política.

1. Naturaleza de la protesta

En lugar de tomarla como punto de partida, la rara y eventual aparición de la política implica preguntarnos acerca de sus condiciones de su aparición y sus medios. Si el presupuesto político de la representación es que no hay participación ciudadana si no hay sujeto organizado, podemos igual decir que el sujeto puede estar cohesionado más no necesariamente organizado -de manera formal-. Su cohesión, transitoria y puntual, no implica ni un simple caos ni una voluntad de representación. Es decir que organización no es lo mismo que cohesión. Así, se trata de interrogar la idea de que un movimiento debe tener un ideario, un líder, una organización formal y estable.

De hecho, diversas declaraciones públicas del presidente Iván Duque y de la alcaldesa de Bogotá, Claudia López, trataron precisamente de reinscribir ese estallido en uno de los canales clásicos de la representación: los «jóvenes» en la calle deben tener un líder, un auspiciador, entre otros, alguien que los represente (López, 28 de junio de 2021; 10 de agosto de 2021). Los canales de representación indican precisamente eso: re-presentar, volver a presentar algo que ya estaba allí, un programa, una ideología prevista, una organización sólida dada de antemano. Sin embargo, la dificultad para caracterizar el estallido radica en que este tiene vínculos nacionales, continentales y globales que no estaban previstos.

Abrirse a esa dimensión de lo no organizado -que por su naturaleza no puede ser medido- entraña, por ende, grandes dificultades para el Estado y la sociedad. Esto es decisivo pues son dos problemas de naturaleza distinta: el de la participación formal y organizada a través de los canales representativos, y el de las manifestaciones observadas durante del estallido social. Es por lo que, ante lo imprevisto del estallido social, las ideas convencionales de diálogo y negociación pueden toparse con escollos considerables. Conceptualmente, hay allí dos fenómenos cuya naturaleza difiere, por lo cual es necesario pensarlos en su especificidad. Puede haber interferencias y cruces entre ambos, pero igual su naturaleza sigue siendo distinta.

En el ámbito nacional, la multiforme protesta acontecida en Colombia se vincula con el proceso de paz adelantado con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército de Pueblo (FARC-EP) y sus desiguales resultados. Pareciera que la firma del Acuerdo de Paz hizo posible que coagulara otro tipo de protesta en el país. En los ámbitos continental y global, el estallido social se ha mezclado con flujos de protesta como la crítica a la dominación masculina, el neoliberalismo, los impactos del Covid-19 y el derribo de estatuas -la parodia contra la veneración del monumento-. Este derribamiento y transfiguración de estatuas profundizó, además, la discusión sobre la «historia nacional» y criolla, por donde se entroncaron las luchas indígenas que hacen parte de una historia global: la lucha contra el colonialismo, con actos sucedidos a lo largo de las Américas, de México a Argentina (Vargas, 2021). Por supuesto, la migración venezolana emergió en diversos momentos en la discusión pública, abriendo la discusión a los afectos xenofóbicos transnacionales (López, 30 de octubre de 2021; El Espectador, 2020, agosto 19).

Parte de la dificultad para captar lo sucedido tiene que ver tanto con los supuestos como con el alcance de los modelos explicativos más robustos disponibles. Es el caso del modelo mencionado de McAdam, Tarrow y Tilly (2005) -la palabra modelo es usada por los autores-. El impulso omnicomprensivo de este modelo vino, sin embargo, de la mano de una restricción analítica: su foco en los Estados nacionales.

Hasta hace dos décadas se asumía que el Estado era el único blanco al que se dirigían los movimientos sociales para obtener sus demandas. Eso ocurrió debido a la fuerte influencia de la teoría del proceso político, y en particular por la explicación de Charles Tilly de que los movimientos sociales modernos surgen al amparo de la construcción de Estados nacionales (Medel y Somma, 2016, pp. 168-169).

La aceleración de la globalización, la fragmentación de las colectividades, así como el resquebrajamiento de modelos analíticos omnicomprensivos, han señalado las severas limitaciones de ese enfoque. El «blanco de la protesta» se ha multiplicado. El descontento social generado por los mercados -específicamente el neoliberalismo- es una rama de la investigación sobre participación política que no es contemplado por el modelo de McAdam, Tarrow y Tilly (2005) y que aún no aparece en los estudios colombianos sobre el tema. Este tipo de descontento, ya estudiado en países como Chile y Nueva Zelanda, incluye no solo el aumento de la pobreza e la inequidad -que uno de los detonantes de las protestas en Colombia haya sido la fallida reforma tributaria no es casual-, sino el aumento en la deuda estudiantil -que en el caso colombiano remite al Instituto Colombiano de Crédito Educativo y Estudios Técnicos en el Exterior (Icetex)- (Nissen, 2019; Somma, 2017).

En ese sentido, no resulta casual que la indignación, en parte, se haya volcado contra el TransMilenio -operado por privados- o contra los medios privados de comunicación como los canales de noticias Caracol y RCN, y la revista Semana -dirigida por la periodista Vicky Dávila, fervientemente anticomunista que entrevistó al exministro Carrasquilla- (AMI, 2021, abril 28). Ya no son solo las élites políticas, sino las financieras y las mediáticas, las que se interpelan en las protestas. Esto es posible porque pasamos de la forma de gobierno basada en la autoridad -legalidad-legitimidad- a una sustentada en la optimización -de la vida social en su conjunto-. Es el paso de la comunicación a la transmisión, de la «sociología de los medios» a la «mediología», esto es, del Estado escrito al Estado pantalla, lo que Regis Debray (1995) designa como el advenimiento del Estado seductor. Ya no se usa un discurso para convencer, sino una emisión para seducir.

Pero el Estado aquí ya no es simplemente una relación de dominación ejercida territorialmente o una institución que se encarna en el Gobierno y los poderes públicos. Es un tipo de vínculo que responde a lo que Alain Badiou (1999, pp. 113, 124-126) denomina el estado de una situación: el Estado, entonces, es el cúmulo de elementos incluidos en una situación histórico-social particular. Frente a ese estado de la situación, que se presenta como autoevidente, hay siempre algo incontable, en exceso, que no es susceptible de ser recontado o re-presentado -en el parlamento, palabra que también indica el hablar-: exceso que no cabe en el recuento -numérico-, en el volver a contar. Lo que queda por fuera de la cuenta, el resto, deja de ser perceptible, pues no cuenta dentro del campo de lo visible y lo decible. De ahí que tanto el grito de clamor de Ordóñez como el de Floyd fueran inaudibles en el estado de la situación -inaudible para la policía, como se verá más adelante-.

Es por eso que el estado de la situación no coincide punto a punto, plenamente, con la situación como tal, pues las relaciones de fuerzas incluidas en un momento dado entre los diferentes agentes siempre están en desequilibrio y avocadas a que algo «aparezca» desordenando el estado de cosas. La cuestión, además, es que esas relaciones de fuerzas no pueden representarse en cuadros numéricos, como las encuestas o los escaños parlamentarios, y no son representables a través de los canales representativos. Es más, hay expresiones colectivas que no pasan por la voluntad de representación. El desacierto consiste en pensar que la cuestión es que haya «opciones» para todas las personas, tal como se puede leer en la entrevista realizada al destacado politólogo Francisco Gutiérrez Sanín -a propósito de las elecciones presidenciales de 2022 en Colombia-:

Lo que nadie puede decir en este momento es que en Colombia no hay quién me represente. Nadie puede decir que Federico Gutiérrez, Alejandro Char o Enrique Peñalosa son la misma vaina. Lo mismo en la izquierda, el centro y otros sectores de la derecha. Hay realmente opciones diferentes, incluso dentro del mismo espectro político (Arbeláez, 2022, febrero 4).

El presupuesto aquí es que, ya que todas las partes cuentan igual -en términos de derechos ante la ley, por ejemplo-, se puede propender por el bienestar general, por el bien de las mayorías. Esta es, por supuesto, la lógica económica de costo-beneficio que subyace a los modelos representativos: a pesar de sus limitaciones, hay una oferta electoral para quien la demande, incluyendo, por supuesto, la oferta del voto en blanco. La cuestión es que de la diversidad en la oferta no se deduce que la cuenta inicial sea paritaria. De hecho, no es que todas las partes cuenten igual, sino que de entrada hay una cuenta falsa o errónea, como señala Rancière (2010): «Hay política -y no simplemente dominación- porque hay un cómputo erróneo en las partes del todo» (p. 24). De ahí la obsesión, siempre fallida, de medir a la opinión pública, sondearla y encuestarla hasta la saciedad para conocer la opinión de la gente a través de muestras representativas y en la actualidad por conteo de clicks y likes: erróneamente, se postula entonces que «el pueblo es idéntico a la suma de sus partes. La suma de sus opiniones es igual a la suma de las partes que lo constituyen. Su cuenta es siempre pareja y sin resto» (p. 133).

Por otro lado, la representación no es susceptible de mejora. Y eso es algo que no solo ha sido señalado por la filosofía, como el caso de Rancière y Badiou, sino por la literatura. De hecho, es precisamente en el cruce entre filosofía y literatura donde el retrato de la novedad ha dado sus mejores frutos. Como ha explicado Bruno Bosteels (2008) en su lectura de Jorge Luis Borges y Alain Badiou, la lógica de la representatividad lleva, por la inercia de sus propias premisas, a un impasse: si de hecho intentamos hacer un congreso efectivamente representativo de la colectividad entera -como en El Congreso de Borges-, vamos a toparnos necesariamente con que el número de elementos representables tiende al infinito. El Congreso, en aras de ser exhaustivo y ser el «Congreso del mundo», quiere representar todas las razas, países, edades, «todos los hombres de todas las naciones». No obstante, la cuestión es que cada individuo puede definirse a partir de un conjunto de atributos y, a la vez, cada individuo pertenece virtualmente a una infinidad de grupos: «un solo hombre o una sola mujer pueden ser los representantes de un sinfín de atributos» (p. 257). Por eso, en la narración de Borges (2011):

Don Alejandro Glencoe podía representar a los hacendados, pero también a los orientales y también a los grandes precursores y también a los hombres de barba roja y a los que están sentados en un sillón. Nora Erfjord era noruega. ¿Representaría a las secretarias, a las noruegas o simplemente a todas las mujeres hermosas? ¿Bastaba un ingeniero para representar a todos los ingenieros, incluso los de Nueva Zelandia? (p. 25).

Este impasse, que es el mismo de la política identitaria y que señala los límites a la interseccionalidad, puede además explicar parte del desfase del denominado Comité del Paro frente a lo que estaba aconteciendo en las calles de las diferentes ciudades del país. El Comité, de composición eminentemente masculina -18 de 20 representantes, con apenas dos jóvenes-, agrupaba distintos sectores del sindicalismo clásico, sectores gremiales del transporte, del movimiento estudiantil y de la izquierda convencional (Sanabria, Flórez y Ávila, 2021, mayo 12). Tras varias reuniones con representantes del Gobierno nacional el Comité logró un preacuerdo, así como la instalación de una mesa formal de conversaciones con el Alto Comisionado para la Paz como delegado. Entre 2019 y 2021 el pliego de peticiones del Comité del Paro pasó de tener trece demandas a finalmente tener ocho. Como expresión del impasse representativo, su agenda, por otro lado, rebasaba los cien puntos (Comité Nacional de Paro, 2019, diciembre 17).

Más allá de los logros o fallas de esa negociación, el punto que resalto para mi argumentación es que la lógica de la representación es inconsistente por principio. Esto implica que su inconsistencia rebasa la diversidad de los intereses de los agentes, pues, afirma Badiou (1999, pp. 97-109), las colectividades, los conjuntos a ser representados, son en la actualidad inconsistentes, por lo cual todas las realidades colectivas están escindidas: todas ellas son dominadas por principios de exceso, principios de vacío y principios de resto.

Son esos residuos que no caben en el estado de la situación los que sintomatizan el impasse de la representación y su dinámica centralizadora: para mayo de 2021, el Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC), del que hace parte la ya mencionada defensora de derechos humanos de la Minga Indígena, Daniela Soto, tomó abierta distancia frente al Comité de Paro. El CRIC fue fundado en 1971 en Toribío, Cauca, lugar histórico de luchas antiesclavistas y antiseñoriales. Este Consejo conforma una apuesta de territorios físicos y existenciales basados en la defensa de los resguardos, la propiedad colectiva de la tierra a partir de «la recuperación de la tierra como la base para sostener a gobiernos indígenas autónomos plasmados en la institución de cabildos que funcionarían independientemente de la Iglesia y los partidos políticos» (Rappaport, 2008, p. 175). Emitió entonces el siguiente comunicado:

Las negociaciones que viene adelantando el Comité Nacional de Paro con el Gobierno Nacional; ya que éste no representa, ni recogen a la movilización popular; que si bien empezó tras su convocatoria en el pasado 28 de abril, han sido liderado de manera autónoma, por ciudadanos de a pie, que por siglos ha venido sufriendo el abandono estatal (CRIC, 2021, mayo 11).

2. Del actor al agente

Si hay un impasse en la representación y si la superficie de inscripción del Estado hoy ya no es tanto la imprenta -el libro- como la pantalla, entonces ya no estamos solo frente a un escenario donde aparecen actores que representan roles. De hecho, la noción misma de actor entra en crisis, pues esta noción, impulsada por la sociología, proviene del teatro, uno de los escenarios privilegiados de la representación. De allí que se hable de «repertorios» de los actores y «episodios» -de una escena-, como en el caso del análisis de McAdam, Tarrow y Tilly (2005). Las relaciones entre el arte político y el arte escénico o, en otras palabras, la dramatización de la política, han sido motivo de fructíferos análisis. No obstante, la aceleración de los intercambios de signos y objetos, así como la primacía de lo virtual y el cambio en el estatuto de la imagen, invitan a construir nuevos lentes analíticos. Si cambian las prácticas, cambian quienes las ejecutan. Es por eso que Álvaro Uribe Vélez propagaba sindicaciones en contra de la revolución molecular disipada.

Tan necesaria es la redefinición sobre el actor, que parte de los actores incluso han cambiado sus formas de ingesta básica: la comida en común -compartir el alimento- en las ollas comunitarias en colaboración con vecinos y madres. Hay ahí todo un juego de nutrición colectiva que parece redefinir parte de la interacción más básica del actor: su ingesta (Alfonso, Giraldo y Torres, 2021). A su vez, la línea represiva adoptada por el Gobierno nacional y las administraciones locales apunta a una cruel reconfiguración física de los actores a partir del accionar del Esmad: al menos 82 personas perdieron los ojos en el Paro Nacional (Fitzgerald, 2021, julio 6).

Más que actores que representan roles previamente asignados para ser representados en un escenario, observamos agentes que aparecen en las calles y en las pantallas, en donde no hay distancia entre «público» y «actor»: hay inmediatez, no hay mediación -como en la rapidez de un trino en Twitter con videos en vivo sobre las protestas-. Es más algo performativo que representativo. El agente, entonces, no es más que el cúmulo de prácticas que ejerce, es decir que el agente se hace en sus prácticas y estas son una mezcla inestable entre creencia y acción que rebasa la intencionalidad, pues se asienta en hábitos y lógicas inconscientes. Más que por intención, el agente despliega sus prácticas en términos de capacidad: «obrar no denota las intenciones que la gente tiene para hacer cosas sino, en principio, su capacidad de hacer esas cosas» (Giddens, 2003, p. 46). Y más que operar a partir de identidades, el agente precisamente agencia flujos de poderes y signos que no emergen de él, sino que pasan a través de él. El juego entre creencia y acción desplegado contra un fondo inconsciente nos abre a una dimensión expresiva presente en lo acontecido en Colombia desde 2019.

Un concepto útil para explorar esta dimensión expresiva es el de acción directa. Este concepto, que proviene de la tradición anarquista y los grupos comunales y autogestionarios, permite descomponer un término vago y estigmatizador como «vandalismo». Analizando el caso concreto de Bogotá, tanto Víctor Barrera -investigador del Centro de Investigación y Educación Popular (Cinep)- como Laura Quintana - profesora de filosofía de la Universidad de los Andes- muestran cómo la acción directa en las protestas colombianas no es simplemente homologable a la fuerza bruta, pues contiene un profundo sentido expresivo (Tapia, 2021, marzo 19). La acción directa es, así, el conjunto de «prácticas a través de las cuales las personas, en lugar de pedir algo al Estado, expresan sus demandas alterando la vida social y oficial» (Ingram, 2021, p. 185). La acción directa se opone entonces al vandalismo y se acerca a la idea de revuelta: «La revuelta reclama el hecho de que la existencia es insostenible si no puede abrir para sí espacios de sentido» (Nancy, 2021, noviembre 10). Esos espacios de sentido son los que se han ido abriendo en las protestas recientes en el país. El sentido no es simplemente una reivindicación puntual o una demanda-(hecha por el Comité de Paro, por ejemplo-, se refiere más bien a la interrupción del estado de la situación, perturbando los valores en curso. Eso implica hacer eco del grito propagado a lo largo de las Américas en contra de afectos reactivos como el desprecio, el odio, la crueldad.

En esa conexión continental, con lo acontecido en Chile en 2019, por ejemplo, pareciera que, con sus abismos y contradicciones, las Primeras Líneas se configuran en el experimento político continental más interesante de las últimas décadas. Por momentos, parecen un experimento que va en contravía de la figura convencional del militante, salvífico y sacrificial, usualmente un héroe masculino, para convertirse en algo más -¿tal vez en sobrevivientes?-. Uno de sus primeros manifiestos así lo expresa: «existimos sólo para dejar de existir» (Resumen Latinoamericano, 2019, diciembre 4). La experiencia de las ollas comunitarias apunta precisamente a esa sobrevivencia, a esa ingesta mínima para proseguir -y no solo al sacrificio-. Y más que «tirar línea», como ha sido característico en tantos militantes de izquierda del siglo xx, estas experiencias buscan sintonías en tonos y ritmos -como en las batucadas-. Entre la línea que comanda al tono que entona y da ritmo hay una distancia considerable que está aún por entenderse. ¿Su composición?: «Acá hay de todo, barberos, latoneros, peluqueros, raperos, grafiteros, de todo» (Aldana, 2022). Todos esos «obreros artesanos» son, precisamente, «los restantes» que ya se mencionaron.

La secuencia tomada en Medellín por el fotógrafo David Hernández Ospina (3 de junio 2021) expresa este nuevo tipo de manifestación de los agentes. Georges Didi-Huberman (2020, p. 410) nos recuerda que en la manifestación aparece el gesto, las manos, los brazos extendidos: el cuerpo entero. ¿Qué es entonces lo que se manifiesta en esta secuencia?

Fuente: tomado de David Hernández (3 de junio 2021).

Gráfica 1 Secuencia fotográfica. 

La secuencia muestra un duelo, entre un manifestante en un claro desequilibrio frente al oponente, lo que, sin embargo, no impide el llamamiento al duelo. El levantamiento frente a lo intolerable deja de esperar un resultado exitoso, un rédito. «Allá donde todo me dice no, continuaré pese a todo ensayando, intentando, deseando, hablando, afirmando, inventando decir no al no», es la frase de El Innombrable que evoca Didi-Huberman (2020, p. 408). Manifestar es contravenir, exponer no solo el cuerpo propio sino el poder desmedido del Estado. El duelo entre el escudo y el ladrillo -símbolo de la ciudad que se arruina-, y el arma de dotación, entre la molotov y la tanqueta, la piedra y el bean bag, plantea un serio desafío a los estudios de la contienda política que, desde su marco estructural-funcionalista, observan la protesta como disrupción. La disrupción es una metáfora que tiene el sentido de oponerse a algo o a alguien. Se asemeja a lo que en los estudios sobre repertorios se llama contienda transgresiva o disrupción (McAdam, Tarrow y Tilly, 2005, p. 7). En esos estudios, la contienda transgresiva cuenta al Estado como uno de sus actores centrales, sea como reivindicador u como objeto de la reivindicación.

Fuente: tomado de David Hernández (3 de junio 2021).

Gráfica 2 Secuencia fotográfica. 

La cuestión es que en esta secuencia hay algo más que una simple oposición. El que algo nuevo aparezca en el mundo no implica que su novedad sea absoluta: es novedosa en términos del estado de la situación, es decir que es local. Así, la evocación del escudo es significativa, por lo menos en dos sentidos: el primero, es el impacto que las transformaciones en el escudo tuvieron en el advenimiento de la llamada democracia y en la transformación en la forma de entender la lucha. Ya no se trata de los héroes antiguos -Aquiles, por ejemplo-, aislados y únicos, sino de formaciones organizadas grupales que buscaban la gloria para la polis y no para el individuo. Estas formaciones organizadas se oponían a las formas desorganizadas previas donde el soldado común entraba en una lucha abierta, sin posibilidad de hacer formaciones o cadenas humanas -agenciamientos-. En efecto, el escudo hoplita, de doble empuñadura, fue asido por personas que, si bien tenían los medios para proveerse de sus instrumentos de guerra, carecían del ancestro divino o las tierras de las élites aristocráticas (Kagan y Viggiano, 2013, p. xii).

El segundo, la actualización del enunciado de la revuelta espartaquista -libertad del esclavo despojado, retorno a su tierra, revuelta contra el Imperio Romano-. Su secuencia, según Badiou (2008, p. 84), sería: Espartaco antiguo, Espartaco Negro -Toussaint-Louverture-, Espartaco Rojo -Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht-. La diferencia entre irrupción y resistencia -o disrupción- puede pensarse a la luz de la división entre revuelta y protesta que establece Niklas Luhmann (1992): «En gran parte la protesta se considera como específicamente moderna, es decir, como un fenómeno del siglo xix y del siglo xx, y separado claramente del conjunto de las revueltas de los campesinos y de los esclavos, igual que de las revueltas de la aristocracia» (p. 179).

Si el argumento expuesto hasta acá tiene consistencia, es posible afirmar entonces que en las manifestaciones recientes en Colombia existe un ir y venir entre protesta y revuelta. Espartaco antiguo, Espartaco Negro, Espartaco Rojo… ¿Espartaco Mestizo o Plebeyo?

3. Coacción represiva: lo incontable

Uno de los detonantes centrales para la escalada represiva acontecida en Colombia fue entonces la irrupción de esa parte incontable -la parte de los que no tienen parte-. Dicha represión, sin embargo, va más allá del uso desaforado de la fuerza, por lo menos en dos sentidos: primero, la respuesta en términos de coacción de las autoridades nacionales y distritales presentó ambas, coerción y represión, como si fueran la misma cosa, cuando no lo son. Es sabido que todo Estado está fundado en la violencia y quien ejerza el gobierno tiene la prerrogativa de aplicarla -y en algún momento va a recurrir a ella-. Pero ejercer la violencia estatal, o coerción, no es lo mismo que ejercer la represión, es decir, hay una distinción entre coerción y represión: «la represión es una forma de coerción, pero no toda coerción es represiva» (Demerit, 2016). De hecho, el persistente uso de la palabra «vándalo» en los medios de comunicación, por las autoridades y por la gente del común para desprestigiar la oleada de protestas en su conjunto no hace más que escamotear y desplazar la atención frente a la colisión entre coacción y represión. A su vez, no solo expresa un prejuicio moral -contra los «malvados»-, sino que recrea de nuevo la cuenta errónea sobre la que se asienta la democracia y su linaje de subordinación de «los restantes», «pues en casi todos los pueblos los ricos parecen ocupar el lugar de los hombres de bien» (Aristóteles, 1988a, p. 242).

Lo paradójico, además, es que esto se da aun cuando la reciente investigación empírica muestra que en la protesta en décadas recientes en Colombia (1975-2016) «la violencia es una táctica marginal entre los diferentes repertorios de los que disponen los manifestantes en Colombia» (Barrera y Hoyos, 2020, p. 169). De hecho, incluso una teoría social como la de sistemas, que dista de ser de «izquierda», muestra cómo hay una ambigüedad intrínseca en ese tipo de ejercicio del poder estatal: si bien este se basa en la posibilidad de emplear sanciones negativas -especialmente, la coerción física-, «en la aplicación efectiva de estas sanciones el poder fracasa porque con ello no se puede alcanzar lo que propiamente se pretendía» (Luhmann, 2006, p. 302). Es decir que, a pesar de la ostentación y visible brutalidad del accionar policial, que puede interpretarse en principio como demostración de poder, esto no es más que un síntoma de debilidad. La desmesurada respuesta del Gobierno nacional y de los gobiernos locales fue tratar de «incluir», por la vía de la represión, ese exceso incontable de la situación frente al estado de la situación.

El segundo sentido de la represión ejercida es más enigmático y requiere descomponer el término policía. Es aquí donde la propuesta de Rancière es de nuevo iluminadora. Para diferenciar la política de la policía, Rancière (2010, pp. 43-44) retoma la investigación genealógica de Michel Foucault sobre las racionalidades políticas. Para este último, no hay que entender a la policía en el sentido de un cuerpo armado o una institución -la institución policial-, sino en su sentido «civil»: «La “policía” aparece como una administración que dirige el Estado, junto con la justicia, el ejército y la hacienda. Es verdad. Sin embargo, abarca todo lo demás» (Foucault, 2008, p. 129).

La policía entonces se ocupa, en términos prácticos, de todo cuanto atañe a la población: es una técnica de gobierno que va desde la «moralidad», la «servidumbre» y el «comercio», hasta la «salud» y los «pobres» (p. 132). Al abarcar el gobierno de estos dos últimos elementos, la salud y los pobres, la policía rebasa su límite institucional para entonces administrar y vigilar áreas presuntamente civiles. La policía, entonces, «es un aparato que debe ser coextensivo al cuerpo social entero y no sólo por los límites extremos que alcanza, sino por la minucia de los detalles de que se ocupa. El poder policiaco debe actuar “sobre todo”» (Foucault, 2001, p. 216). «Sobre todo» quiere decir un registro exhaustivo, vigilante y que toma en cuenta permanentemente el comportamiento cotidiano de los individuos. Ese poder, entonces, es uno de los detonantes clave en la generalización de los mecanismos disciplinarios por toda la sociedad; y paradoja de nuestros tiempos de pandemia global, el otro detonante es, precisamente, el de la peste.

La peste como forma a la vez real e imaginaria del desorden tiene por correlato médico y político la disciplina. Por detrás de los dispositivos disciplinarios, se lee la obsesión de los «contagios», de la peste, de las revueltas, de los crímenes, de la vagancia, de las deserciones, de los individuos que aparecen y desaparecen, viven y mueren en el desorden (Foucault, 2001, p. 201).

A la luz de este esquema, la idea del aumento de contagios del Covid-19 durante las manifestaciones de 2021 deja de ser simple retórica. Es entonces en ese cruce de técnicas de gobierno de policía y de gestión de la peste en el que, a mi entender, se configura el entramado de fuerzas contra el cual se puede entender el paro y la movilización. Por eso no es de extrañar que sea a la luz de la pandemia global del Covid-19 la cuestión de la policía toma una severa primacía: en el paso de la razón política a la razón epidemiológica, la policía ejerció no solo un papel represivo -en tanto institución-, sino que, literalmente, desplegó su forma de gobierno sobre la totalidad del campo social, enfocada en el «hombre en cuanto activo, vivo y productivo» (Foucault, 2008, p. 130); y en cuanto hombre peligroso, por supuesto -como Javier Ordóñez-.

Es por esto que Foucault habla de realizar un análisis dirigido «hacia una crítica de la razón política», pues de lo que se trata es de pensar la variedad de racionalidades que atraviesan e inciden sobre las prácticas estatales. Esto no solo se expresa en las incontables alocuciones de los gobernantes durante la pandemia, en las cuales aparecen en atriles rodeados de los comandantes de policía. Por eso no es casualidad que el asesinato de Javier Ordóñez haya sucedido en el marco de una violación a la regulación de la cuarentena por el Covid-19 y es por eso que la administración de los «pobres» pasó a primer plano en el ejercicio de la represión. Que el más reciente informe de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) haya incluido a Colombia dentro de los «focos de hambre», así como las cifras de aumento de la pobreza, no llaman a equívocos (DANE, s. f.; WFP y FAO, 2022).

No es plausible sugerir, por supuesto, un nexo causal entre el aumento de la inseguridad alimentaria -hambre aguda- y la pobreza, por un lado, y la magnitud de las protestas en el país por el otro. Es imposible, a su vez, saber cuántos de esos marginados estuvieron en las protestas. De hecho, contar el número de marginados en las protestas sería, precisamente, un contrasentido, pues aquí no se trata de una medición numérica. Se trata más bien de la aparición de los nadie y los cualquiera, siempre incontables. Pero lo que sí es posible y plausible -por lo menos a la luz del argumento de Rancière- es sostener que se introdujo algo inconmensurable, no susceptible de medición, que alteró tanto la dominación y el orden -ganancias y pérdidas económicas- como la distribución de lo visible y lo audible en la sociedad.

El grito de la política que apareció en Colombia alteró así la aritmética de los intercambios económicos -los impactos económicos del paro, la caída de la reforma tributaria-. Política: esa «torsión primera que bloquea la lógica natural de las “propiedades”» (Rancière, 2010, p. 28), sean títulos, virtudes o bienes; torsión que interrumpe la sucesión de linajes con presunto derecho a mandar sobre los demás, en medio de una normalidad presumiblemente «democrática». Y es esa irrupción de la política la que durante el paro se opuso al predominio de la policía como técnica de gobierno. Ahí, en esa irrupción, aparece lo que de acuerdo con Rancière (2006) se puede denominar «el pueblo»: «Más allá de todo litigio particular, la “política del pueblo” daña la distribución policial de lugares y funciones, porque el pueblo es siempre más y menos que él mismo. Es el poder del uno-de-más que enrarece el orden de la policía» (p. 18).

Ese uno-de-más con el que no se contaba: Javier Ordóñez, Dylan Cruz, Daniela Soto, Lucas Villa… los innombrables, los incontables. Lo que emergió entonces en la protesta y el paro en Colombia no fue el vándalo: fue el pueblo, «los restantes», el pueblo por venir.

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1 Texto derivado del proyecto de investigación Fortalecimiento a las organizaciones sociales y comunitarias para una participación ciudadana informada e incidente con enfoque diferencial en el Distrito Capital Bogotá, del Observatorio de la Participación Ciudadana, Instituto Distrital de la Participación y Acción Comunal (IDPAC), Bogotá, D. C., Colombia.

**Cómo citar este artículo. Sánchez Lopera, Alejandro. (2022). El grito de irrupción en las protestas recientes en Colombia, o la aparición de la política. Estudios Políticos (Universidad de Antioquia), 65, pp. 31-57. https://doi.org/10.17533/udea.espo.n65a05

Recibido: 01 de Febrero de 2022; Aprobado: 01 de Septiembre de 2022

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