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Estudios Políticos

versão impressa ISSN 0121-5167versão On-line ISSN 2462-8433

Estud. Polit.  no.66 Medellín jan./abr. 2023  Epub 27-Jun-2023

https://doi.org/10.17533/udea.espo.n66a05 

Sección general

El «nuevo ídolo» y el rebaño. Estado y democracia en Nietzsche*

The “New Idol” and the Herd. State and Democracy in Nietzsche

Damián Pachón Soto1 

1 Colombia. Abogado. Magíster en Filosofía Latinoamericana. Doctor en Filosofía. Docente investigador de la Escuela de Trabajo Social de Universidad Industrial de Santander, Bucaramanga, Colombia. Correo electrónico: dpachons@uis.edu.co - Orcid: http://orcid.org/0000-0003-4809-2365 - Google Scholar https://scholar.google.es/citations?user=4s53UlYAAAAJ&hl=es


Resumen

En este artículo se analiza la crítica de Nietzsche al Estado y a la democracia. Se exponen las críticas a las teorías contractualistas y a la manera como el Estado instrumentaliza la educación y la cultura, igualando y nivelando a los individuos, haciéndolos útiles al capitalismo y a la división social del trabajo. Para Nietzsche, el Estado debe ser un medio para la creación de un ser humano y de una cultura superiores, el Estado no puede ser un fin en sí mismo. Igualmente, se evidencia la crítica de Nietzsche a la democracia moderna, mostrándola como una heredera del cristianismo que toma partido por los valores débiles que empequeñecen al ser humano. La democracia debilita la fuerza vital, igualando, homogenizando y nivelando al individuo, y reproduciendo el espíritu gregario; en este aspecto, es cómplice del Estado. El artículo pone de presente que Nietzsche no fue sensible a la cuestión social del siglo xix, ni a las demandas de los movimientos políticos.

Palabras clave: Filosofía Política; Estado; Democracia; Liberalismo; Socialismo; Nietzsche, Friedrich

Abstract

This article analyzes Nietzsche’s criticism of the State and democracy. It examines the German thinker’s criticism of contractualist theories and the way in which the State instrumentalizes education and culture, equalizing and leveling individuals, and making them useful to capitalism and the social division of labor. According to Nietzsche, the State should be a means for the creation of a superior human being and culture; the State should not be an end in itself. Likewise, Nietzsche’s criticism of modern democracy is shown, presenting it as an heir to Christianity that sides with weak values that dwarf the human being. Democracy weakens the vital force by equalizing, homogenizing, and leveling the individual and reproducing the gregarious spirit. In this aspect, it is complicit with the State. The article points out that Nietzsche was not sensitive to the social issues of the 19th century and the demands of political movements.

Keywords: Political Philosophy; State; Democracy; Liberalism; Socialism; Nietzsche, Friedrich

Introducción

Si el pensamiento de Nietzsche rechina con nuestra sensibilidad actual se debe, en gran parte, a sus formas expresivas, a la violencia de su lenguaje, a su efectismo y a sus pretensiones. Por otro lado, en Nietzsche hay una filosofía tensional donde al sí no le sigue el no (Cragnolini, 2016). Es justamente en esa tensión donde reside la riqueza de sus ideas y la posibilidad perspectivística de acercarse a ellas. Es todo esto lo que dificulta su lectura y lo que resuena desagradablemente con su uso de conceptos como crianza de seres superiores (Granero-Gascó, 2021), la necesidad que tiene la cultura de la esclavitud,2 la eliminación de los débiles y malogrados (Nietzsche, 2018a, §2; 1997a, p. 78), la necesidad de cierto tipo de explotación, entre otros. Esta situación ha llevado a los intérpretes ya sea a la proyección de su propia subjetividad y al reforzamiento de sus propios prejuicios (Cano, 2013), o a tratar de salvar a Nietzsche, tomar partido por él y hacerlo hablar en un lenguaje políticamente correcto, más suave para nuestras sensibilidades. En este último caso, se lo idolatra con ese espíritu de escuela tan común en los comentadores averroístas. El resultado es la incapacidad de valorar, justipreciar o de discutir el tema o problema mismo, entre ellos, la discusión si en Nietzsche existe o no un pensamiento político.

El pensamiento político en Nietzsche no es irrelevante, ni superfluo, ni tampoco puede considerarse como un vacío (Gentili, 2012), es constitutivo y está en relación con su crítica de la modernidad, la democracia, el Estado y con conceptos como los de la muerte de Dios, el ultrahombre,3 la voluntad de poder, la transvaloración de los valores, entre otros. Nietzsche no fue un antipolítico totalitario que suprimiera o eliminara la necesidad y posibilidad de la política, ni un apolítico en el sentido de la democracia liberal (Lemm, 2013). Esto es claro en la actualidad con la publicación de sus fragmentos póstumos.

Ahora, ciertamente el acercamiento de Nietzsche al problema del Estado y de la democracia -para delimitar lo que interesa en este texto- no son los de un teórico o un científico sistemático de la política, tal como los que realizan, por ejemplo, Giovanni Sartori o Robert Dahl. De tal manera que no es posible esperar un acercamiento analítico de Nietzsche a esos problemas, pues, por ejemplo, «los problemas constitucionales no son su objeto» (Niemeyer, 2012, p. 142). Sin embargo, sí se pueden encontrar alusiones y reflexiones plenamente trabadas con sus conceptos y categorías principales. Como afirma Esteban Enguita (2004): «no se trata de preguntarnos si es lícito o si tiene sentido atribuir un pensamiento político relevante a su obra, sino de interpretar qué papel juega [sic] la política en su teatro filosófico» (p. 9. Cursiva añadida). En este caso, qué papeles desempeñan el Estado y la democracia en su filosofía.

Quedan descartadas, entonces, aquellas lecturas que lo ven solo como un poeta, un gran literato, un «criptofascista o el pensador totalmente inútil para la reflexión política» (Cano, 2013, p. 16), o un autor allende a toda inquietud por la configuración de un orden sociopolítico. Estas lecturas ya no se sostienen en la actualidad. Lo que sí es claro es que en Nietzsche el acento está puesto en la reflexión en torno a las posibilidades de una nueva cultura, de un hombre superior.

1. El origen ficticio del Estado

El Estado moderno es, como lo entendía Max Weber (2007): «una asociación de dominio de carácter institucional que ha intentado, con éxito, monopolizar la violencia física legítima dentro de un territorio como medio de dominación y que, para este fin, ha reunido todos los medios materiales de funcionamiento en manos de sus dirigentes» (p. 94). Esta «asociación de dominio» solo fue posible a partir de un proceso de unificación que se fue dando entre el tránsito de la Edad Media a la Moderna.

En primer lugar, se debió unificar un territorio y dentro de él una población, lo cual implicó superar el atomismo del poder que reinaba en el medioevo. En segundo lugar, se requirió de un ejército centralizado, pagado por el Estado, que no necesitara acudir a los mercenarios, como ya recomendaba Nicolás Maquiavelo (2015), solo así se hizo posible el ejercicio de la soberanía, del poder soberano. En tercer lugar, se hizo necesario un sistema jurídico unificado para superar la dispersión legal y para reglar la aplicación de la ley. En cuarto lugar, se necesitó de un conjunto de profesionales y burócratas especializados para poder administrar las distintas instituciones y la nueva complejidad social. Por último, se hizo necesario un sistema fiscal y económico -impuestos- para financiar el nuevo aparato de Estado, su burocracia y su ejército. Desde luego, estos procesos fueron violentos, exigieron la guerra, el conflicto y sólo así se desembocó en esa asociación de dominio con cierta estabilidad política que hacía posible la vida de una comunidad política (Heller, 1997). Así se consolidaron las primeras monarquías, los primeros Estados absolutistas, como España, Inglaterra o Francia.

La filosofía política del siglo XVII creó la figura del contractualismo o «contrato social» justo para darle legitimidad a la nueva máquina estatal y al dominio -soberanía- que ejercía sobre la población. Era necesaria una justificación teórica y filosófica que pusiera de presente la imperiosa necesidad del Estado, y las razones por las cuales era imposible vivir por fuera de la sociedad. Con algunas diferencias, este modelo explicativo se encuentra en Thomas Hobbes (1994), John Locke (1994), Jean-Jacques Rousseau (1985) e Inmanuel Kant (2009). Palabras más, palabras menos, las teorías del contrato social aluden a un paso necesario, ineluctable, desde un presunto «estado de naturaleza» hasta la sociedad civil. Ya fuera por miedo a perder la vida, por miedo a la inseguridad, para enfrentar mejor y de forma colectiva los retos impuestos por la naturaleza o hasta la búsqueda de la perfección moral, el ser humano estaba condenado a someterse al dios en la tierra, al Estado, al Leviatán como lo llamó Hobbes (1994), el cual derivó «el carácter político de la vida humana […] de la posibilidad de la guerra» (Agamben, 2017, pp. 92-93).

Pues bien, el «estado de naturaleza» es tan solo una ficción, un argumento retórico en Hobbes y en los contractualistas que no tiene ningún referente histórico concreto, específico, ni real. El ser humano nunca ha existido aislado, siempre ha sido dependiente. Las sociedades, las tribus, los clanes, los mismos Estados, por más simples que hayan sido, siempre han sido relacionales. La comunidad precede al individuo, la intersubjetividad precede la subjetividad. Esas teorías contractualitas fueron tan solo una ficción, una fantasmagoría, un «aborto de la cabeza» creada, contra toda facticidad, para legitimar el gobierno, la autoridad y la necesidad de la vida en común, tal como también lo vieron Karl Marx y Friedrich Engels (1976).

Si las teorías contractualistas acudieron a ficciones, el realismo de Nietzsche y su profundo sentido histórico lo llevaron en otra dirección. En La genealogía de la moral (Nietzsche, 1997b) desmiente las teorías contractualistas y muestra que eso que se denomina Estado se ha constituido, se ha formado, de una manera terrible y escabrosa (Pachón, 2022, pp. 91-98). Para Nietzsche, el origen de la sociabilidad puede explicarse como una disciplinación del ser humano. Esa disciplina implica, como afirmó después Sigmund Freud (1993), una represión de los instintos. Hacer que el hombre fuera sociable requirió hacerlo uniforme, sujeto a reglas. La sociabilidad fue posible, si se acude a la antropogénesis, gracias a la conciencia. Esta, a su vez, nació de la relación del ser humano con el mundo exterior y de la necesidad de comunicación para la supervivencia (Nietzsche, 2011b, §354). En fin, tanto la conciencia, como la verdad, el conocimiento, entre otros, en Nietzsche están al servicio de la vida. La conciencia permite la intercomunicación humana y «exige», «supone», desde luego, la comunidad. Es en la conciencia donde está lo común -y lo menos relevante- del ser humano, pues «sólo como animal social aprendió el hombre a ser consciente de sí» (Nietzsche, 2011a, §354, p. 799).

Ahora, ¿cómo se logró que el hombre adquiriera ese tipo de conciencia llamada «conciencia moral»? La explicación resulta tenebrosa. La adquisición de la conciencia moral solo pudo ser posible gracias al dolor, a la práctica de ciertos actos de barbaridad, pues el dolor constituye el instrumento más efectivo de la mnemotécnica, es la mejor herramienta para la memoria. Gracias a la barbarie el individuo no olvida lo que debe hacer. Solo así se arraiga el sentimiento de responsabilidad en el ser humano. La sociabilidad se construyó haciendo memoria. Por eso, la fe y la autoridad son las fuentes de la conciencia moral, de ese deber de responsabilidad. En la conciencia así constituida, en el individuo así subjetivado, se origina la «obligación», «el deber», «la responsabilidad» (Nietzsche, 1997b). Sólo así el individuo aprende a medir sus actos, a temer a sus consecuencias. En esa consciencia están los parámetros de la acción, el canon del comportamiento, o lo que el pensador alemán también denomina «racionalidad». Por eso: «ay… la razón, la seriedad, el dominio de los afectos, todo ese sombrío asunto que se llama reflexión, todos esos privilegios y adornos del hombre: ¡qué caros se han hecho pagar!, ¡cuánta sangre y horror hay en el fondo de todas las cosas buenas!» (Nietzsche, 1997b, p. 81). La razón tiene, también, un origen escabroso. Ser racional, medido, prudente, es justamente actuar para hacer posible la convivencia, es haber inoculado la «mala conciencia» que nos dice cómo actuar para poder coexistir.

En la consolidación de la memoria, de esos contenidos que el individuo no debe olvidar y que debe seguir para la vida en comunidad, desempeña un papel relevante el castigo. Este no es solo una venganza individual de la comunidad hacia el individuo, sino una forma de prevenir futuras infracciones. El castigo es un espectáculo donde a partir del sufrimiento de unos se les muestra a los otros -a los asociados- lo que no deben hacer. Así, el castigo refuerza la socialidad, pues invita a los demás miembros de la sociedad a que actúen cautamente para que no sean igualmente castigados. El miedo al castigo termina manteniendo el orden y la estabilidad social. Por eso afirma Nietzsche que en cualquier caso donde se busca a un responsable -a alguien que responda por-, en realidad se trata del instinto de querer castigar y juzgar el que se pone en acción. Entonces, el dolor es la base de la memoria, de la adquisición de la conciencia moral, de la responsabilidad, para hacer posible la vida social: «Con la ayuda de tales imágenes y procedimientos [el castigo, el dolor] se acaba por retener en la memoria cinco o seis “no quiero”, respecto a los cuales uno ha dado su promesa con el fin de vivir en las ventajas de la sociedad» (Nietzsche, 1997b, p. 81).

Y si el hombre es el animal que puede hacer promesas, ingresar al «estado civil» implica prometer el cumplimiento de las normas que hacen posible la convivencia del rebaño dentro del Estado. Para Nietzsche el Estado surge cuando una horda cualquiera, fuerte, guerrera, creadora, artista, organizada y con capacidad de organizar se lanza sobre un pueblo nómada, desorganizado y lo amolda bajo sus parámetros. Son los pueblos más fuertes, conquistadores, quienes, teniendo capacidad racionalizadora, someten bajo sus instituciones y formas sociales preestablecidas a los pueblos más débiles:

El Estado más antiguo apareció, en consecuencia, como una horrible tiranía, como una maquinaria trituradora y desconsiderada, y continúo trabajando de ese modo hasta que aquella materia bruta hecha de pueblo y de semi-animal no sólo quedó por quedar bien amasada y maleable, sino por tener también una forma. […] Así es como, en efecto, se inicia en la tierra el Estado: yo pienso que así queda refutada aquella fantasía que le hacía comenzar con un contrato. Quien puede mandar, quien por naturaleza es señor, quien aparece despótico en obras y gestos, ¡qué tiene él que ver con contratos! (Nietzsche, 1997b, p. 111. Cursiva añadida).

El Estado, pues, es una organización, racionalizada, «una concreción de dominio dotada de vida, en la que las partes y las funciones han sido delimitadas y puestas en conexión» (Nietzsche, 1997b, p. 111); es una organización que ha nacido, como todo lo grande, lo humano, de la violencia, de la crueldad. No es el producto del diálogo consensuado de individuos iguales, libres, candorosos.

2. El «nuevo ídolo», la «apoteosis del Estado» y la instrumentalización de la educación y la cultura

Jaime Toro (2000) sostiene que «para Nietzsche la gran Revolución francesa y su culminación en el imperio napoleónico, es la instauración del nuevo ídolo sobre los restos calcinados y aún humeantes del Estado monárquico» (p. 73). Ese nuevo ídolo del que habla Nietzsche (2018b, pp. 101-104) es el Dios-Estado, más precisamente, el Estado democrático burgués y también el Estado socialista frente a los cuales Nietzsche enfila sus baterías críticas. ¿En qué consiste propiamente la crítica nietzscheana al Estado?, veamos:

Marx fue muy consciente del atraso que el sistema capitalista presentaba en Alemania respecto al desarrollo de este en Francia y en Inglaterra; sin embargo, las tendencias eran inequívocas y allí también se estaban presentando serios conflictos sociales. Por ejemplo, la Revolución de 1830 «se extendió a Alemania con una serie de movimientos en los que se combinaba la lucha contra las tendencias absolutistas de los monarcas y el malestar social» (Fontana, 2019, p. 84). Estos movimientos críticos eran de tendencia liberal y socialista. Igualmente, la revolución de 1848 influyó en toda Europa, sin olvidar que la redacción misma del Manifiesto del partido comunista se realizó en el contexto de «grupos radicales de trabajadores alemanes emigrados a Francia, Inglaterra y Bélgica» (p. 123). Pues bien, una gran cantidad de aforismos en la obra de Nietzsche permiten afirmar que él no era ajeno a lo que pasaba en ese específico contexto político, así lo evidencian sus críticas al liberalismo, al socialismo y al anarquismo -tan presente en su obra-, críticas que se mantendrían hasta en sus últimos escritos (Nietzsche, 2004, §221).

En el ManifiestoMarx y Engels (1968) sostienen que «el gobierno del Estado moderno no es más que una junta que administra los negocios comunes de toda la clase burguesa» (p. 35). Nietzsche bien pudo haber suscrito estas palabras, si bien no llegó a la conclusión de que el Estado era «Estado de clase». Fue plenamente consciente de que «el Estado democrático moderno se configura bajo el dominio de una clase capitalista que es, como tal, apolítica […] y que antepone sus particulares intereses económicos a cualquier otra finalidad subordinándolo todo a esos intereses» (Sánchez, 2015, p. 181. Cursiva añadida).

Nietzsche sabía que los administradores, que los capitalistas, los burgueses, los comerciantes, se habían tomado el Estado y que, de hecho, lo habían despolitizado y privatizado: «las sociedades privadas absorben paso a paso los asuntos del Estado: incluso el más pertinaz resto que queda del antiguo trabajo del gobierno […], acaba un día por ser encargado a los empresarios privados» (Nietzsche, 2007, §472, p. 228. Cursiva añadida). El Estado ha sido convertido en un fetiche, justamente, en un nuevo ídolo y la sociedad, por su parte, ha sido traicionada, despojada de cualquier intervención en el Estado. El Estado o los poderes privados suplantan a la sociedad despolitizándola. Por eso, el nuevo ídolo no lucha ya por los intereses de la sociedad, sino que todo lo ha subordinado a los intereses económicos. Nietzsche denuncia que el Estado ha mercantilizado absolutamente todo y que el dinero se ha convertido en la medida de todas las cosas, en el gran tasador. Esto es claro cuando afirma que «el dinero es lo que da el poder, la fama, la honra, el rango, la influencia. El dinero es el que hoy determina el pequeño o gran perjuicio moral que nos formemos a favor de un hombre, ¡dependiendo de lo que tenga!» (Nietzsche, 2000a, §203, p. 185).

Ahora, más específicamente, ¿qué es lo que ha mercantilizado, envilecido y subordinado a sus fines el capitalismo y el Estado democrático burgués? La respuesta es clara: al individuo, a la educación, a la ciencia, al trabajo y, sobre todo, a la cultura. Esta denuncia aparece a lo largo de toda la obra nietzscheana, muy especialmente a partir de la unificación de Alemania con Bismarck, donde la omnipotencia del Estado lo ha engullido todo incluyendo a la educación y a la cultura. Nietzsche ve esa tendencia como parte de la herencia hegeliana y de su «apoteosis del Estado» (Nietzsche, 2000b, p. 107). Por eso afirma:

¿Qué más puede hacer el Estado a favor de un número excesivo de escuelas, además de establecer una relación estricta del Instituto con todos los cargos más altos de la clase de funcionarios? […] El Estado se muestra como un mistagogo de la cultura, y, al tiempo que persigue sus fines obliga a todos sus servidores a comparecer ante él con la antorcha de la cultura universal del Estado en las manos: a la luz inquieta de dicha antorcha, deben reconocerlo de nuevo como fin supremo (pp. 106-107. Cursiva añadida).

El Estado como «fin supremo» ha puesto a su servicio la educación y la cultura. En Alemania, el bachillerato y la formación universitaria se han encaminado a la educación de los funcionarios, de los servidores del Estado, el cual ha visto solo el lado útil de la cultura y la educación, las ha instrumentalizado y puesto a su servicio, las ha convertido en medio e instrumento. En esto, el Estado moderno es opuesto al Estado antiguo, el cual se mantuvo alejado de ese «fin utilitario» de someter la cultura a sus fines. Es más, todo esto es puesto al servicio de los intereses geopolíticos, pues la educación y la formación de los servidores del Estado y de sus ejércitos «acaba siempre en ventaja para el propio Estado, en su competencia con los otros Estados» (Nietzsche, 2000b, p. 55. Cursiva añadida). Así, la educación se dirige a culturizar a los empleados que necesita el nuevo ídolo, a formar servidores especializados, expertos en los pequeños detalles, en la minucia. Así, el fin de la educación es crear «el erudito, el hombre científico […] ese procaz charlatán de nuevos modos que divaga sobre el Estado, la iglesia, el arte [por eso] el hombre culto, tal y como ahora se entiende, se acepta descuidadamente como fundamento racional y necesario de toda educación futura» (Nietzsche, 2011c, § 10, p. 397. Cursiva añadida).

De esta manera se uniformizan la educación y la cultura, las que a su vez tienen la misión de formar hombres uniformados, iguales, mediocres, medianos, estandarizados, hombres tan corrientes como las monedas. En fin, seres humanos educados conforme a la división social del trabajo que requiere el Estado y la sociedad capitalista, seres humanos que cumplen la labor de un tornillo al interior del gran engranaje de la máquina estatal, tal como -siguiendo a Nietzsche- lo vio diáfanamente Max Weber años después cuando aludía al «espíritu coagulado» producido por la racionalización excesiva y la concomitante especialización exigida por la burocracia: «Es espíritu coagulado así mismo aquella máquina viva que representa la organización burocrática con su especialización del trabajo profesional aprendido, su delimitación de las competencias, sus reglamentos y sus relaciones de obediencia jerárquicamente graduados» (Weber, 2004, p. 1074). Nietzsche (2000b) lo expresó del siguiente modo al referirse al especialista: «Dicho estudioso, exclusivamente especialista, es semejante al obrero de una fábrica, que durante toda su vida no hace otra cosa que determinado tornillo y determinado mango, para determinado utensilio o para determinada máquina, en lo que indudablemente llegará a tener increíble maestría» (p. 56).4

Así se llega a una reducción de la cultura y del ser humano, a su instrumentalización, la cual permea también a la ciencia misma, la cual entra en una carrera de caballos por la utilidad. El especialista de ciencia se pone al servicio del Estado y del «rendimiento», pero advierte Nietzsche (2011c): «Creedme: si los hombres trabajan así en la fábrica de la ciencia y deben llegar a ser útiles antes de que maduren, en breve la misma ciencia quedará arruinada» (§7, p. 374). Se arriba así, también, a la necesidad de la popularización de la ciencia y la educación científica y a la necesaria democratización de la educación y la cultura, movida por la «tendencia exagerada a la ganancia» y por la «clara conciencia que el Estado tiene de su propio valor» (2000b, p. 55).

A la democratización -extensión- y reducción de la cultura contribuye el periodismo que se convierte en el nuevo vocero cultural: «en el periódico culmina la auténtica corriente cultural de nuestra época, del mismo modo que el periodista -esclavo del momento presente- ha llegado a sustituir al gran genio» (Nietzsche, 2000b, p. 58). Es el periodismo, también, el que forma eso tan etéreo que se llama opinión pública, la cual se vuelve un objeto deseado por los políticos, quienes usan la prensa para hacer «de cualquier opinión» la opinión pública (2007, §447, p. 218).

La lógica del rendimiento que imponen el Estado nacionalista5 -con su «nacionalismo de vacas» (Nietzsche, 2004, §257, p. 188)- y el orden social burgués -que reduce la cultura y uniformiza al individuo- trae otra consecuencia que Nietzsche denunció con vehemencia: el culto al trabajo y el menosprecio y subvaloración del ocio. En la Modernidad, el trabajo como fuente de la riqueza fue convertido en un fetiche, en un instrumento y en una nueva esclavitud. El trabajo fatigoso, agitado, frenético, velocífero, ha invadido la vida y la forma de existencia. Afirma Nietzsche (1998): «Las razas6 laboriosas encuentran una gran molestia en soportar la ociosidad: fue una obra maestra del instinto inglés el santificar y volver aburrido el domingo hasta tal punto que el inglés vuelve a anhelar, sin darse cuenta, sus días de semana y de trabajo» (§189, p. 129).

El trabajo es el «auténtico vicio del nuevo mundo», al contrario de épocas pasadas cuando era, prácticamente, una vergüenza, por eso las clases nobles lo ocultaban. Ese culto y esa deificación al trabajo también produce una medianía del hombre, su mediocridad, pues «la vida orientada a la caza de la ganancia obliga continuamente a agotar las fuerzas del propio espíritu» (Nietzsche, 2011a, §329, p. 766). El trabajo «es el mejor policía, pues frena a cualquiera y sabe impedir violentamente el desarrollo de la razón, de los apetitos y del ansia de independencia» (2000a, §173, p. 167). El resultado de esa deificación es que se llega incluso a pensar con «el reloj en la mano, como también se come al mediodía con los ojos puestos en las noticias del mercado de valores». De tal manera que no resulta exagerado decir que «pronto se podría llegar a la situación de no abandonarse a la vita contemplativa [vida contemplativa] (es decir, pasear con pensamientos y con amigos) sin despreciarse a sí mismo y sin remordimientos de conciencia» (2011a, §329, p. 767). El trabajo es, también, el gran igualador de esa sociedad moderna igualmente atraída por la pequeñez vital del igualitarismo democrático.

Nietzsche criticó, pues, fuertemente al Estado democrático burgués y evidenció las consecuencias producidas por esa estadolatría sobre la sociedad, criticando especialmente la instrumentalización y el uso que este Estado hizo de la educación y la cultura como un medio para sus propios fines. Pero su crítica también estuvo enfilada contra el Estado socialista, una forma de Estado que él llegó a considerar más peligrosa pues asfixiaba a la sociedad con cadenas de hierro. Aquí lo que se presentaba era «tanto Estado como sea posible» (Nietzsche, 2007, §473, p. 229), limitando la autonomía y la independencia social. El socialista era un «Estado dictatorial» que busca el más «rendido sometimiento de todos los ciudadanos al Estado absoluto», como no había existido antes. La crítica de Nietzsche apunta claramente -aunque no lo menciona- a lo que en el marxismo se denominó «dictadura del proletariado» y al control racional que el Estado socialista pretendió sobre toda la esfera social, económica, política y cultural:

El socialismo es el fantástico hermano menor del casi decrépito despotismo, cuyo heredero quiere ser; sus afanes son, pues, reaccionarios en el sentido más profundo. Pues apetece una plenitud de poder político como solo el despotismo ha tenido; más aún, excede de todo lo pasado por aspirar a la aniquilación literal del individuo: se le antoja este un lujo injustificado de la naturaleza y que él debe corregir en un órgano de la comunidad que sea conforme a [su] fin (§473, p. 229).

Después de visibilizar la crítica nietzscheana del Estado en necesario mostrar cuál es su crítica de la democracia, pues ambas están profundamente entrelazadas. Hay que entender que el Estado de la época de Nietzsche era un Estado democrático liberal y un Estado de derecho que recogía los triunfos del individuo contra el abuso de autoridad y la arbitrariedad del poder, y donde se reclamaba la mencionada expansión democrática de los derechos que había legado la Revolución francesa. De tal manera que Nietzsche realiza una particular lectura de las tendencias democráticas modernas, las cuales no se entienden sin su crítica al cristianismo y su proyecto, ese que George Brandes (2008) califica de «radicalismo aristocrático» (p. 75), expresión que Nietzsche acogió con beneplácito.7 La idea de una nueva aristocracia (Nietzsche, 2011a, §337) y el proyecto del ultrahombre hacen más comprensibles las críticas de Nietzsche al Estado y la democracia, tal como veremos ut infra.

3. La democracia y el rebaño

Para la segunda mitad del siglo XIX -cuando había surgido la cuestión social- la democracia liberal -aparecida en el siglo XVII- ya se había cuestionado. Se había patentizado que el liberalismo económico atentaba contra los derechos que el liberalismo político había creado. Es decir, el capitalismo sustentado en el liberalismo, el libre mercado, había entrado en contradicción y en tensión con los derechos de los ciudadanos, los cuales empezaron a aparecer como irrealizables en el marco del nuevo modelo económico. Era evidente que, sin una base material, sin unas condiciones mínimas de existencia, los derechos se convertían en meras declaraciones, a lo sumo disfrutados solo por la clase burguesa en ascenso. El tema de la justicia social se puso en primer plano, al igual que la lucha contra la explotación y toda forma de servidumbre. Se denunció el trabajo alienado y las opciones para superar el estado de cosas iban desde la revolución proletaria de Marx hasta el reformismo del llamado socialismo utópico. En versiones menos radicales, se abogó por una democracia social y por el replanteamiento del papel del Estado en relación con la sociedad y sus condiciones de pobreza y de miseria, como en el caso de Lorenz Von Stein (Marcuse, 2017).

Este es el contexto en el cual Nietzsche despliega su crítica de la democracia. Esta crítica no se entiende, realmente, sin su enfrentamiento con el cristianismo, pues consideró que el movimiento democrático era un sucedáneo, un heredero y un continuador del cristianismo y de sus valores decadentes y niveladores. Por eso sostuvo: «El movimiento democrático constituye la herencia del movimiento cristiano» (Nietzsche, 1998, §202, p. 145). Ahora, si Nietzsche dijo que «el cristianismo es platonismo para el pueblo» (p. 21) y si la democracia es heredera del cristianismo, es posible interpretar la democracia como una inversión de la realidad y de los valores (Paredes, 2009). Justamente, Nietzsche (1997, §4, p. 40) culpó al «prejuicio democrático» de perpetuar las valoraciones invertidas que el judaísmo y el cristianismo habían realizado, y de impedir cuestionarlas. Había sido la democracia la que había contribuido a ocultar la procedencia de esas valoraciones y los efectos nocivos de esa inversión. Esto es claro cuando Nietzsche dice: «La democracia europea es […] un desencadenamiento de fuerzas: sobre todo es un desencadenamiento de perezas, de cansancios, de debilidades» (2010, 36 [154], p. 750). Pero, ¿cómo concebía Nietzsche la democracia?

Nietzsche continuó una tradición de pensadores que desde la antigüedad no concibieron la democracia como la mejor forma de gobierno, ni la valoraron positivamente. Como es sabido, ni Platón, ni Aristóteles -incluso el mismo Rousseau (1985) tuvo reservas- valoraron bien esta forma de gobierno. Solo Baruch Spinoza (1984) vio en la democracia una buena forma de gobierno en el siglo XVII. En Nietzsche, la democracia no es analizada como una organización jurídico-política específica de la sociedad, tampoco realiza un recuento de su evolución institucional en la modernidad y menos ofrece un punto de vista sobre sus logros contra el viejo absolutismo. No. Su acercamiento, su lectura, es más bien desde el punto de vista moral. Más específicamente, Nietzsche realiza una valoración negativa de la democracia al considerarla prolongación del cristianismo. En toda su obra atacó la democracia, exceptuando el periodo medio, el ilustrado, donde «llegó a concederle algún valor» (Niemeyer, 2012, p. 142) y aludió a la democracia por venir, aquella donde las fuerzas de la sociedad debían impedir «la organización de los partidos» (Nietzsche, 2011b, §293, p. 533; 2007, §472, p. 228), pues estos, como el Estado mismo, suplantan a la sociedad y minan su independencia.

Como ha mostrado Diego Paredes (2009), el pensador alemán sostuvo que la democracia era una época donde aquélla se mostraba como una verdad eterna, indubitable, inexorable, con lo cual hacía gala de su falta de sentido histórico, ocultando las condiciones que la hicieron posible, es decir, sus raíces en el cristianismo. En esa falta de sentido histórico se asemejaba a la metafísica que asume las cosas como aeterna veritas, desconociendo el devenir. Pero la crítica de Nietzsche a la democracia, la crítica sin ambages, es la acusación de ser una «forma de decadencia de la organización política» y una forma de decadencia en general, «esto es, de empequeñecimiento del hombre, como su mediocrización y como su rebajamiento del valor» (Nietzsche, 1998, §203, p. 147). Esta crítica es clara y contundente cuando sostiene:

Yo creo que el gran movimiento democrático de Europa que avanza y es irresistible […] solo significa una total e increíble conjuración instintiva contra todo el que es un pastor de almas, un animal de rapiña, un ermitaño, un César, en beneficio de la conservación y elevación de todo lo débil, lo desanimado, lo fracasado, lo mediocre, lo malogrado a medias (Nietzsche, 2004, §232, p. 175. Cursiva añadida).

Este es el núcleo de la crítica de Nietzsche. Aquí puede verse claramente que la democracia defiende los mismos valores del cristianismo resentido. La democracia es prueba de la decadencia, de la degeneración del ser humano moderno. Busca igualar y nivelar los instintos por lo bajo, procurando la seguridad, la estabilidad y la permanencia del rebaño, de los esclavos, de la masa. Es una manifestación del espíritu gregario, pastoril. Por eso opera como un molde, como una camisa de fuerza que busca contener las fuerzas vigorosas de la vida, por eso el movimiento democrático no es otra cosa que la masificación de la sociedad moderna donde encarna la apuesta por la castración y la nivelación de los espíritus, de seres humanos sin atributos ni cualidades especiales, seres uniformes, sin sustancia. Es la organización política de las ovejas y de los castrados y corrompidos. Por eso afirma: «Las instituciones democráticas son establecimientos de cuarentena contra la antigua peste de los apetitos tiránicos: en cuanto tales muy útiles y muy aburridas» (Nietzsche, 2011b, § 289, p. 532). La idea que claramente expone es que la democracia, como el cristianismo, es una lucha contra la grandeza, específicamente, es la lucha contra los hombres nobles y su moral de señores. El cristianismo «como ideal plebeyo, acaba por dañar con su moral a los tipos humanos de índole más fuerte y superior, y favorece al hombre de la clase del rebaño» (Nietzsche, 2004, §234, p. 174). Es una apuesta por todo lo parásito, degenerado, raquítico y lisiado de espíritu.

La crítica de Nietzsche al espíritu nivelador de la democracia y su tendencia a pretermitir toda diferencia, distinción, jerarquía y rango, tiene su fundamento en su visión del mundo y concepción de la realidad. En estricto sentido, Nietzsche no concibe el mundo de manera sustancialista como Aristóteles. En el mundo no hay sustancias aisladas, recortadas, desconectadas del medio: «no hay ninguna cosa sin otras cosas, es decir, no hay ninguna cosa en sí» (Nietzsche, 1992, p. 91). Y en la realidad, en el mundo fáctico, no hay dos entes, dos cosas, dos seres humanos iguales. Pensar en dos cosas iguales es una abstracción, es una atribución hecha desde una tercera instancia donde lo diferente, singular, único, irrepetible, es igualado. Por eso, la igualdad no es otra cosa que el efecto de una comparación cuyo efecto es eliminar la distinción, la singularidad.

Cabe agregar que por distinción Nietzsche entiende «la más refinada sublimación a la que la vida en su forma como superación, como selección, puede llegar» (Simmel, 2005, p. 211). La igualdad jurídica es un molde impuesto por la ley y por las instituciones. De ahí que el igualitarismo democrático quiere cosas iguales atentando contra la diferencia y el carácter único de cada individuo. Sin embargo, hay que tener en cuenta que cuando Nietzsche alude al individuo lo piensa como un individuo socializado, es decir, portador de una socialidad inmanente. El individuo no es una mónada, sino que está subjetivado, es un producto de efectos múltiples que lo atraviesan. Por eso afirma: «en la moral el hombre no se trata como individuum, sino como dividuum» (Nietzsche, 2007, §57, p. 76).

Esto le permite a Nietzsche criticar la igualdad ante la ley y la igualdad de derechos, tal como lo entendemos hoy. Para él los derechos son, en realidad, privilegios de un tipo de señorío, de nobleza. Los derechos son propiedades cuasi mágicas, poseídos por quien percibe la altura, por quien tiene un rango. Es la desigualdad real, fáctica, existente en el mundo la que otorga los derechos: «toda creación del derecho y todo derecho proceden de un equilibrio de egoísmos, de la aceptación recíproca de no hacerse daño. Por lo tanto, proceden de la prudencia. Después, bajo la forma de principios más sólidos, parece otra cosa: como un resultado de la firmeza de carácter» (Nietzsche, 2004, §60, p. 114).

Esta lectura aristocrática de los derechos, donde estos son producto de un arreglo entre señores, es típica en Nietzsche. Por el contrario, el espíritu democrático abandona esas alturas, desdice de la aristocracia, del rango y de los privilegios connaturales de lo noble, del señorío y busca igualar a los individuos. La masa que exige derechos no es más que una masa resentida frente a las naturalezas superiores, las cuales son calificadas previamente de «malvadas». De ahí que «cuanto más cedo un privilegio, y me igualo, tanto más caigo bajo el dominio de la más grande mediocridad, y, finalmente, de los más numerosos». (Nietzsche, 2004, §256, p. 188). Para luchar contra todo esto, contra la rudeza y el vigor de los nobles, se enseñorea una democracia que «representa la incredulidad en los grandes hombres y en la élite social: todos son iguales, en el fondo todos nosotros sin ninguna excepción somos ganado y populacho egoístas» (Nietzsche, 2004, § 214, p. 169. Cursiva añadida).

Por eso, como productos de su decadencia, la época democrática inventa «conceptos alucinaciones» como «dignidad del hombre», «dignidad del trabajo» (Giribet, 2022), «sufragio universal» (Nietzsche, 2004, §49, pp. 94-95). Pero «fantasmas tales como la dignidad del hombre y la dignidad del trabajo son los productos mezquinos de una esclavitud que se oculta de sí misma» (§48, p. 83), de una sociedad de la decadencia. En estricto sentido, afirma que «no se tiene derecho ni a la vida, ni al trabajo, ni mucho menos a la felicidad: en nada se diferencia el hombre individual del más ínfimo gusano» (§259, p. 189).

Nietzsche no tuvo ninguna «sensibilidad social» con la situación de pobreza y de miseria de la gente de su época, criticó la demanda de derechos realizada por las mujeres de su tiempo (Cano, 2015); ni avaló ninguna de las demandas sociales de la segunda mitad del siglo xix: «La masa, los pobres y los infelices me importan poco» (Nietzsche, 2004, §204, p. 167). La cuestión social era un síntoma de la degradación social y del empequeñecimiento reinante, del decaimiento de la vida, del culto al oprobioso trabajo y la sumisión a la utilidad vulgar, lo cual mecanizaba a los individuos y los amoldaba bajo el manto totalitario del poder del Estado. La misma democracia se presentaba como un absoluto que encapsulaba y amoldaba a los individuos. Con todo, Nietzsche era consciente de que la «democratización de Europa era imparable» (2011b, §275) y llegó a sostener la necesidad de profundizarla, de empujarla más hasta hacer posible el surgimiento de una nueva aristocracia (Conill, 2015). La raza -no en sentido biológico- de señores debía surgir de las tendencias nihilizantes de la democracia, como si tal decadencia fuera su condición de posibilidad.

Nietzsche no apreció los movimientos políticos de su tiempo. Se opuso al liberalismo por su concepción vulgar del individuo egoísta, esclavo del trabajo y utilitarista. Sostuvo que el socialismo no era más que una especie de cristianismo político, que llevaba al extremo los valores de los débiles y buscaba imponer una forma de vida impersonal. Para el filósofo alemán, el «Estado soñado por los socialistas destruye el fundamento de las grandes inteligencias, la energía fuerte» (Nietzsche, 2004, §103, p. 132), un socialismo interesado en convertir al hombre en un «animal enano dotado de igualdad de derechos y exigencias». Los socialistas eran, por ello, unos «cretinos y majaderos» (1998, §203, p. 148). El anarquismo y esos «perros-anarquistas» (§202, p. 145), por su parte, buscaban los mismos fines que el socialismo, «solo que de un modo más brutal» (2010, 34 [177], p. 753).

Estas críticas solo se comprenden, como se ha advertido, si se tiene en cuenta el tipo de sociedad que Nietzsche tenía en mente, es decir, si se comprende que la construcción de un nuevo tipo de ser humano, un super, ultra o sobrehombre exige un determinado papel al Estado e implica ir más allá de la democracia moderna.

Conclusiones

La crítica de Nietzsche al Estado es que se ha absolutizado y ha sometido la educación y la cultura. El Estado se ha convertido en meta, en un nuevo ídolo:

Estado se llama el más frío de todos los monstruos fríos. Es frío incluso cuando miente; y ésta es la mentira que se desliza de su boca: Yo el Estado soy el pueblo […]. Donde hay todavía pueblo, éste no comprende al Estado y lo odia […]. Todo quiere dároslo a vosotros el nuevo ídolo, si vosotros lo adoraís. […] Allí donde el Estado acaba comienza el hombre que no es superfluo […]. Allí donde el Estado acaba […] ¿No veis el arco iris y los puentes del superhombre? (Nietzsche, 2018b, p. 101-104. Cursiva añadida).

Esta crítica madura de Nietzsche al Estado recoge lo esencial, pues lo acusa de ahogar a los pueblos, al individuo; lo acusa de ahogar a la vida y a la sociedad. El Estado aparece como un nuevo dios que exige sacrificios, un dios que pide adoración. Este es el Estado que todo lo da si el individuo se somete. Es el Estado cómplice de la medianía y del empequeñecimiento de la época.

Pero no olvidemos la línea que dice: «Allí donde el Estado acaba […] ¿No veis el arco iris y los puentes del superhombre?». ¿Qué quiere decir Nietzsche aquí? Sencillo. No se trata de abolir al Estado o de destruirlo como pensaban los comunistas y los anarquistas, pues Nietzsche no llegó a postular la abolición del Estado. Su postura fue más cauta, más moderada. Lo que Nietzsche pensó, claramente, es que el Estado no debía convertirse en una meta en sí mismo, sino solo en un medio para el acrecentamiento del individuo y de la cultura. El Estado, para decirlo más claramente, podía desempeñar un papel en el crecimiento cultural y en la construcción del superhombre, en la creación de la nueva aristocracia.

Por eso abogó por «tan poco Estado como sea posible» (Nietzsche, 2007, §473, p. 229). Al respecto, afirma: «El fin del Estado no debe ser nunca el Estado, sino el individuo» (Nietzsche, 1992, p. 280). Dicho brevemente, «la meta del Estado es la humanidad más noble; su fin descansa fuera de él. Él es un medio» (2004, §78, pp. 122-123). Por eso no es un fin del Estado pretender que la mayoría vivan felices -como en el utilitarismo-, sino de servir de base para el crecimiento cultural, de tal manera que pueda vivirse en él de una forma buena y bella. El Estado y la sociedad debían ser una «infraestructura» (§243) para esculpir al genio,8 al noble, a la nueva aristocracia.

Al respecto hay que decir que la nobleza o la aristocracia de las que habla Nietzsche nada tienen que ver con una «calificación política, social o racial» (Lemm, 2013, p. 73), sino con una dimensión espiritual-cultural (Owen, 2015). Esta concepción positiva del Estado, que matiza su férrea crítica a este, es parte de ese pensamiento tensional del que se habló al principio.

Este papel dado al Estado es claro en el proyecto de Nietzsche de la unidad de Europa, lo que exigía construir y criar (Niemeyer, 2012)9 un ser humano más allá de los nacionalismos chatos. Este proyecto propendía por una superación del hombre mismo, del hombre moderno:

Lo más importante es hacer posible la formación de alianzas de estirpes internacionales que tengan el cometido de criar una raza de señores, los futuros señores de la tierra, una nueva y formidable aristocracia construida sobre la más dura autolegislación, en la que se otorgue una duración de milenios a la voluntad de tiranos-filósofos y tiranos-artistas, una especie superior de hombres, los cuales, gracias a la supremacía de su querer, saber, riqueza e influencias, se sirven, como si fuera su instrumento más flexible y adecuado, de la Europa democrática para tener en sus manos el destino de la tierra, para esculpir, como artistas, al hombre mismo (Nietzsche, 2004, §233, pp. 176-177).

Se comprende así por qué la crítica de Nietzsche al Estado y a la democracia se enmarca en su proyecto de crear un ultrahombre, un ser humano con voluntad de poder fuerte, un hombre que ha matado a Dios y que practica la más dura disciplina para consigo mismo, capaz de desear que sus actos se repitan eternamente y haciéndose cabalmente responsable de ellos (Nietzsche, 2011a, p. 341). Nietzsche apuesta por un ser humano y una sociedad de la distinción, de la jerarquía, belicosa, orgullosa10 y, por ende, que valora la diferencia y la pluralidad de formas, de vida, pues se trata de «qué tipo de hombre se debe criar, se debe querer, como tipo más valioso, más digno de vivir, más seguro de futuro» (2018a, §3, p. 37).

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2Esta idea es particularmente resaltada en El Estado griego. Allí afirma: «la esclavitud pertenece a la esencia de una cultura» (Nietzsche, 2004, § 49, p. 97). Sin embargo, hay que tener en cuenta que «Nietzsche utiliza la palabra “esclavo” o “esclavitud” para referirse a los hombres de negocios, académicos o científicos con más frecuencia que para referirse al “salario de esclavo”, o a la esclavitud física» (Lemm, 2013, p. 74).

3Utilizo indistintamente los conceptos de ultra, sobre y superhombre para oponerlo al «último hombre», al hombre moderno y cristiano que Nietzsche fustiga en su obra. Igualmente, uso indistintamente las palabras hombre —universal masculino— y ser humano.

4La misma metáfora es usada en Nietzsche (2000a, §206, p. 188).

5Si bien en El nacimiento de la tragedia Nietzsche (2005, pp. 131-137) abandera una especie de nacionalismo cultural alemán, llamando a vivir trágicamente en contra del optimismo socrático y su lectura reductiva de la vida, fue claro su rechazo a ese nacionalismo chato e ideológico de los Estados —incluido el nacionalismo alemán de Bismarck— que andaba en la busca de una especie de esencia o de comunidad mítica y, por lo tanto, con una concepción rebajada y estrecha de la vida, de las culturas de los pueblos y de su riqueza (Sánchez, 2015, pp. 197-199; Nietzsche, 2004, §231).

6Para una discusión sobre el uso de conceptos biológicos y el «pretendido biologismo de Nietzsche», véase Martin Heidegger (2013, p. 414-ss.).

7En una carta del 2 de diciembre de 1887 Nietzsche escribe a Brandes (2008): «la expresión radicalismo aristocrático, que usted me dirige, me agrada. Permítame decirle que es lo más fuerte que de mí se ha dicho» (p. 78).

8Esta es la idea titular del joven Nietzsche (2004, §50).

9Esta expresión aparece en un fragmento póstumo de 1875 (Nietzsche, 2004, §95, p. 130, n. 101). Su uso frecuente en el Nietzsche maduro, junto al término de selección artificial ha llevado a Roberto Esposito (2011) a encontrar una lectura tanatopolítica en Nietzsche, es decir, de una política sobre la vida o biopolítica negativa. Una discusión de esta postura se encuentra en Vanessa Lemm (2013).

10Esto tiene relación con su apuesta por una gran política: «tendremos conmociones, un desplazamiento de montañas y valles como nunca se había soñado. El concepto de política queda entonces totalmente absorbido en una guerra de los espíritus, todas las viejas formaciones de la vieja sociedad saltan por el aire […] solo a partir de mí existe en la tierra la gran política» (Nietzsche, 1997a, p. 124). Véase, igualmente (2000a, §189).

*Cómo citar este artículo. Pachón Soto, Damián. (2023). El «nuevo ídolo» y el rebaño. Estado y democracia en Nietzsche. Estudios Políticos (Universidad de Antioquia), 66, pp. 102-124. https://doi.org/10.17533/udea.espo.n66a05

1En este artículo el símbolo § representa el aforismo o el fragmento respectivo en la obra de Nietzsche, seguido del número y de la página correspondiente en la edición citada.

Recibido: 01 de Agosto de 2022; Aprobado: 01 de Marzo de 2023

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