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Estudios Políticos

versión impresa ISSN 0121-5167versión On-line ISSN 2462-8433

Estud. Polit.  no.67 Medellín mayo/ago. 2023  Epub 09-Oct-2023

https://doi.org/10.17533/udea.espo.n67a06 

Sección general

Los paradigmas de desarrollo en las reformas agrarias de Colombia, 1960-2020*

Development Paradigms in Colombia’s Agrarian Reforms, 1960-2020

Lenin Eduardo Guerra García1 

1 Venezuela. Politólogo. Magíster en Ciencia Política. Doctor en Ciencias de la Administración. Investigador de la Universidad de Extremadura, España, y docente invitado de la Universidad de Medellín, Colombia. Correo electrónico: leguerra@udemedellin.edu.co - Orcid: https://orcid.org/0000-0002-8883-8574 - Google Scholar: https://scholar.google.es/citations?hl=es&user=aTR4G0kAAAAJ


Resumen

En este artículo se busca determinar la influencia de los paradigmas de desarrollo en las reformas agrarias en Colombia entre 1960 y 2020. A partir de un análisis de política comparada para evaluar las propuestas de reforma agraria se identificaron dos paradigmas: el estructuralista, surgido en la década de 1960, que supuso una profunda participación del Estado en la repartición de tierras y énfasis en el gasto social; y el paradigma neoliberal, surgido en la década de 2000, que implica una gobernanza en red, fuentes compartidas de financiamiento y una lógica de costo-beneficio en la inversión pública. Finalmente, el enfoque de la Reforma Rural Integral (RRI), implementado con el Acuerdo de paz de 2016, incorpora elementos tanto estructuralistas -centralidad del Estado, gasto social, concentración de recursos- como neoliberales -gobernanza en red, universalismo de la demanda-.Se concluye la mixtura de elementos estructuralistas y neoliberales del enfoque de RRI pudiera devenir en futuras contradicciones en la implementación de las políticas agrarias; y en la necesidad de volver a los principios de la reforma agraria (solidaridad, universalidad, progresividad) más que en los instrumentos de mercado.

Palabras clave: Economía Política; Desarrollo; Reforma Agraria; Políticas Públicas; Colombia

Abstract

The article seeks to determine the influence of development paradigms on agrarian reforms in Colombia between 1960 and 2020. From a political comparative analysis is used to evaluate proposals for agrarian reform, two paradigms were identified: the structuralist paradigm, emerged in the 1960’s, which involved a deep participation of the State in the distribution of land and emphasis on social spending; and the neoliberal paradigm, emerged in the 2000’s, which involves networked governance, shared sources of financing, and a cost-benefit logic in public investment. Finally, the approach of the Comprehensive Rural Reform (RRI), implemented with the 2016 Peace Agreement, incorporates both structuralist (centrality of the State, social spending, concentration of resources) and neoliberal elements (networked governance, demand universalism). It concludes the mix of structuralist and neoliberal elements of the RRI approach could become future contradictions in the implementation of agrarian policies; and in the need to return to the principles of agrarian reform (solidarity, universality, progressivity) rather than in market instruments.

Keywords: Political Economy; Development; Agrarian Reform; Public Politics; Colombia

Introducción

Según el Banco Mundial (s. f.), Colombia es el cuarto país más desigual de América Latina, de acuerdo con el Coeficiente de Gini, calculado para 2021 con un valor de 51,5. La causa de esta desigualdad ha sido identificada en la descomunal concentración de tierras y su distribución inequitativa (Bustamante, 2006; Albán, 2011; Salinas, 2011; Kay, 2012; Vega, 2012; Suescún, 2013; Peña, Parada y Zuleta, 2014; Ropero, 2016; Matías, 2018). Los datos son más que elocuentes. Las unidades agrícolas menores de diez hectáreas representan 78,03% del total de propietarios y abarcan apenas 5,95% de la superficie dedicada al agro colombiano. Mientras que 275 propiedades mayores a 10 000 hectáreas suponen 0,02% del total de propietarios, pero que concentran 40,89% de todas las tierras (Segrelles, 2018).

Esta problemática de desigualdad asociada a la concentración de la propiedad de la tierra fue tempranamente identificada en Colombia (Trujillo, 2014). Es así como se ha promovido, desde hace un siglo, tres reformas agrarias e innumerables planes de desarrollo del sector (Franco y De Los Ríos, 2011). La primera reforma, situada entre 1936-1961, inició con la Ley 200 de 1936, denominada «Ley de Tierras», la cual reconoce los derechos de los campesinos y colonos, facilitando la adquisición de parcelas por parte de los primeros y la legalización de la posesión por parte de los segundos. Aquí se empieza a introducir un concepto clásico de las reformas agrarias, la «extinción de dominio sin indemnización» de las tierras improductivas, esto es, la pérdida de la propiedad privada de la tierra y su adjudicación al Estado si los propietarios no explotan económicamente la tierra o esta permanece ociosa (Buriticá et al., 2019). En el caso de la Ley 200, a los dueños de tierras que no explotaran al menos 60% de sus tierras le serían expropiadas las que no estuvieran cultivadas para serles entregadas a campesinos pobres. Ese cambio de propietarios fue dirigido desde el novísimo Instituto de Desarrollo Agrario (Saravia, 2016).

Este impulso inicial a la reforma agraria sufrió un retroceso en la Presidencia de Eduardo Santos (1938-1942), que declaró de utilidad pública el sistema de aparcería y arrendamiento, esto es, no se consideraba ociosa la tierra arrendada o con aparceros. En la práctica, se volvía a un sistema cuasifeudal, en el cual el terrateniente daba en contrato de ocupación una extensión de tierra a cambio de obtener rentas leoninas sobre esta. Además, está ley provocó un abandono generalizado de los colonos y aparceros (Corella, 1996).

Con la segunda reforma agraria (1961-1994) volvió a tomar impulso en la década de 1960, con la Ley 135 de 1961, promulgada por el presidente Alberto Lleras Camargo. Esta ley se considera la norma más importante del siglo pasado en materia de tierras. Básicamente, la ley se propuso cuatro objetivos: i) dotar de tierras a los campesinos que no la poseían; ii) aumentar la producción y productividad agrícola, al tiempo de proteger los recursos naturales; iii) elevar el nivel de vida de la población rural; y iv) la más importante, eliminar la inequitativa concentración de la propiedad rústica y su fraccionamiento antieconómico (ANDI, 1970). Dicha norma también sentó las bases institucionales de la reforma agraria, al crear el Instituto Colombiano de la Reforma Agraria (Incora), como establecimiento público encargado de la gestión en la materia, el Consejo Nacional Agrario, el Fondo Nacional Agrario (FNA) y la figura de los Procuradores Agrarios.

Finalmente, en la tercera reforma agraria (1994-1999) se deroga la Ley 135, sustituyéndola por la Ley 60 de 1994. La nueva normativa reconfigura la adquisición de tierras mediante la libre negociación entre propietarios y campesinos. Es decir, se abandona la centralidad del Estado y se pasa a un «mercado de tierras», en una tónica abiertamente neoliberal (Gómez, 2011).

Los resultados de la segunda y tercera reforma fueron muy modestos. Entre 1962 y 1999 se ingresaron al FNA 1 839 988 hectáreas, se beneficiaron a través de los programas de redistribución un poco menos de 102 mil familias y se titularizaron aproximadamente a 430 mil familias sobre predios baldíos (Balcázar, López, Orozco y Vega, 2001, p. 26).

No obstante los esfuerzos gubernamentales para resolver el problema agrario en Colombia, iba en paralelo una «contra-reforma agraria» que profundizó la tenencia de tierra. Tanto los grupos guerrilleros como las alianzas empresarios-paramilitares se apoderaron de tierras para consolidar corredores de exportación de droga o importación de armas, establecer cultivos de plantas ricas en alcaloides y generar zonas de influencia política. Asimismo, las tierras apropiadas ilegalmente por el desplazamiento armado sirvieron para el desarrollo de megaproyectos, minería a cielo abierto, agroindustria, palma africana incluida, recibiendo reiterados apoyos estatales para estos proyectos bajo la figura de créditos públicos, programas y políticas públicas varias (Gómez, 2011).

Finalmente, un notable giro en la búsqueda de soluciones al problema agrario lo constituye el Acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera (Gobierno de Colombia y FARC-EP, 2016). Allí se incorpora la visión de la Reforma Rural Integral (RRI) como un enfoque que pueda reversar las causas del conflicto y otorgue sostenibilidad a la paz. Ello mediante el aumento del bienestar de los habitantes del campo, su desarrollo social y económico, su integración con el resto del país, la promoción de oportunidades y la reducción de la pobreza (p. 13).

En concreto, la RRI propone tres grandes áreas de trabajo: i) sobre el acceso y uso de la tierra; ii) los planes nacionales rurales; y iii) los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial Rural (PDET). Se tienen cuatro objetivos claros: i) resolver los problemas agrarios y socioambientales del campo -acceso, distribución y ordenamiento de tierras-; ii) garantizar el acceso a la justicia de la población rural, así como el ejercicio de sus derechos; iii) la mejora de la productividad y la promoción de la economía campesina; y iv) el desarrollo territorial, con especial énfasis en las zonas afectadas por la pobreza, el conflicto armado, las economías al margen de la ley y la debilidad institucional. De ser así, se estaría a puertas de un viraje paradigmático en el tema de reforma agraria.

No obstante, la implementación de la RRI está lejos de cumplirse. A noviembre de 2022 todavía persistía un alto porcentaje de disposiciones de la RRI en estado mínimo y sin iniciar. En concreto, la RRI adolece de bajos niveles de implementación, casos de corrupción, falta de transversalidad en integralidad de los proyectos, dificultades en la promoción y acceso a herramientas de seguimiento interoperables, y falta de consistencia en el reporte de información que da el Gobierno sobre avances en los compromisos (Instituto Kroc, 2023, p. 84).

Vista las anteriores consideraciones, cabe preguntarse lo siguiente: ¿cómo los paradigmas de desarrollo han influido en la formulación e implementación de las reformas agrarias en Colombia entre 1960 a 2020?

1. Marco teórico y conceptual

Según el Diccionario de la Real Academia Española la palabra paradigma proviene del griego παράδειγμα, que significa «ejemplo o ejemplar». No obstante, en teoría de la ciencia, este término adquiere un significado diferente. Para Thomas Kuhn (1989), el concepto de paradigma hace referencia a un «modelo o patrón aceptado» por los científicos de una determinada época, que normalmente ha llegado a ser vigente tras imponerse a otros paradigmas rivales. Así pues, en opinión de George Ritzer (2002) y en la misma corriente kuhniana:

Un paradigma es una imagen básica del objeto de una ciencia. Sirve para definir lo que debe estudiarse, las preguntas que es necesario responder, cómo deben responderse y qué reglas es preciso seguir para interpretar las respuestas obtenidas. El paradigma es la unidad más general de consenso dentro de una ciencia y sirve para diferenciar una comunidad científica de otra. Subsume, define e interrelaciona los ejemplares, las teorías, y los métodos e instrumentos disponibles (p. 612).

Para Kuhn, la ciencia avanza a base de crisis y rupturas que implican cambios radicales en la concepción del mundo y a las cuales denomina «revoluciones científicas». La noción kuhniana de paradigma distingue tres nociones de este, a saber:

  1. El aspecto filosófico -o metafísico- del paradigma, que da la imagen del mundo y los elementos de creencia de los científicos sobre la realidad.

  2. El aspecto sociológico del paradigma, el cual conlleva un aspecto institucional -políticas públicas, líneas de investigación, publicaciones, manuales, congresos, entre otros- que permite discernirlo de paradigmas rivales.

  3. El aspecto propiamente resolutivo del paradigma, ligado a los problemas ya resueltos y a los principales ejemplos que son explicados gracias a la utilización del paradigma.

La noción de paradigma va estrechamente ligada a la de ciencia normal y revoluciones científicas. La ciencia normal se caracteriza precisamente porque es un instrumento inmensamente eficiente para resolver los problemas o los enigmas que define su paradigma. Además, el resultado de la resolución de esos problemas debe ser inevitablemente el progreso. En este caso no existe ningún problema. Sin embargo, ¿por qué es también el progreso, aparentemente, un acompañante universal de las revoluciones científicas? Cuando una comunidad científica, profesional o política repudia un paradigma anterior, renuncia, al mismo tiempo, como tema propio para el escrutinio profesional, a la mayoría de los libros y artículos en que se incluye dicho paradigma. Para ello, al menos, el resultado de la revolución debe ser el progreso y se encuentran en una magnífica posición para asegurarse de que los miembros futuros de su comunidad verán la historia pasada de la misma forma

Si de entre las muchas teorías opositoras al paradigma anterior se va decantando una que logra mejores resultados experimentales o institucionales en la lucha contra ideas pasadas, el nuevo paradigma se va implantando progresivamente: los libros de texto anteriores son reemplazados por otros nuevos, los viejos instrumentos de políticas públicas caen en desuso y aparecen ideas que entran en pugna con los defensores del paradigma tradicional. La sustitución de un paradigma implica una revolución científica: el nuevo paradigma será incompatible en aspectos fundamentales con el anterior. Finalmente, el nuevo paradigma derrumba o se impone al anterior. Esta concepción se considera cíclica.

Lo interesante de los paradigmas es que entre sus miembros existe un compromiso de aceptación de las generalizaciones simbólicas, de los modelos y de los ejemplares correspondientes. Hablan el mismo lenguaje, utilizan los mismos instrumentos de políticas públicas, interpretan los fenómenos en el mismo marco ontológico y reproducen los problemas más característicos resueltos por la teoría que ellos defienden.

No obstante, un paradigma nunca es refutado ni dejado de lado exclusivamente por haber sido falseado empíricamente: un paradigma se invalida sólo cuando se dispone de un candidato alterno. La decisión de rechazar un paradigma es siempre la decisión de aceptar otro. Según Kuhn (2007), existen tres tipos de diferencias entre un paradigma y su rival:

  1. Diferentes problemas por resolver, incluso diferentes concepciones y definiciones de este.

  2. Diferencias conceptuales entre ambos paradigmas ligadas al diferente lenguaje teórico y a la distinta interpretación ontológica de los datos analizados.

  3. Diferente visión del mundo, en el sentido de que dos defensores de distintos paradigmas no perciben lo mismo.

Las diferencias entre paradigmas sucesivos son necesarias e irreconciliables y pueden ser tanto sustanciales u ontológicas como epistemológicas -concepciones respectivas de la ciencia, heurística y metodología-, incluso perceptuales. En este sentido, un paradigma difiere de otros por: i) la cantidad de información que contiene; ii) sus criterios de selección -y de exclusión- de información; iii) la forma de organizar la información; iv) su sistema de prioridades -valoraciones-; v) la cantidad de personas que contribuyen a construirlo -mantenerlo y enriquecerlo-; vi) la cantidad de personas que se encuentran en disposición de acceder a él y convertirse en sus potenciales usuarios (Toledo, 1998).

El triunfo de un paradigma supone adoptar nuevos instrumentos de políticas públicas y mirar en lugares nuevos. Lo que es todavía más importante, durante las revoluciones se ven cosas nuevas y diferentes al mirar con instrumentos conocidos y en lugares en los que ya se había mirado antes: los cambios de paradigmas hacen ver el mundo de manera diferente. En la medida en que su único acceso para ese mundo se lleva a cabo a través de lo que se ve y se hace, se puede afirmar que después de una revolución el mundo responde a una visión diferente.

2. Modelos de desarrollo

2.1 El estructuralismo de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal)

Los procesos de transformación de la tenencia de la tierra en América Latina tuvieron su primer gran referente en la Revolución mexicana y su Constitución de 1920. No obstante, la reforma agraria en la región fue potenciada por un estudio que las Naciones Unidas le encomendó a la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) en 1950 para estudiar la relación entre el bajo desarrollo de estos países y su relación con los regímenes de propiedad rural. La FAO relacionó la extensa presencia de latifundios de cultivos extensivos con la baja productividad y las condiciones sociales paupérrimas para la población campesina. A su vez, sugiere algunas medidas como la sustitución del régimen de arrendamiento por el de propiedad, la formación de un sistema agrario de crédito y comercialización bajo la forma de cooperativas, el impulso a las agroindustrias y la provisión de servicios de asistencia técnica y capacitación agrícola (Hendel, 2011, p. 19).

Con base en las conclusiones de la FAO, Raúl Prebisch, a la cabeza de la Cepal, sentó las bases conceptuales para que los países reunidos en la Conferencia de Punta del Este en 1961, definieran los objetivos de la reforma agraria en la región:

a) La reducción o eliminación del papel de los terratenientes en las sociedades rurales; b) el reemplazo de los latifundios por unidades familiares; c) un crecimiento del mercado interno y un aumento del desarrollo industrial urbano, a partir de la redistribución de ingresos generada por la incorporación de los campesinos al mercado; d) el retorno de ciertos terratenientes a sus unidades, generando un proceso de reinversión de capital y aumento de la productividad; e) un aumento del empleo rural (Hendel, 2011, p. 20).

Estos objetivos constituyeron el paradigma dominante durante los siguientes treinta años en América Latina. Dicho paradigma, abiertamente desarrollista, interventor y estatista, también era dualista y etnocéntrico. Por un lado, se inspira en la visión dualista tradición-modernidad del economista Bert Hoselitz en su famosa discusión de las sociedades tradicionales -particularistas, prescriptivas y autorreferenciadas- y las sociedades modernas -orientadas al logro, universalistas y funcionales-. Las sociedades latinoamericanas se concebían como tradicionales que debían, de alguna manera, «modernizarse». Por otro lado, el paradigma modernizador de la década de 1960 sostenía que Latinoamérica debía seguir la ruta modernizadora de los países capitalistas desarrollados. Por último, por esos años se adoptó para el debate político y académico el concepto de «marginalidad», entendida como la baja participación de los pobres rurales y urbanos en los sistemas de producción y consumo, la poca integración socioeconómica y la exclusión de los procesos de participación política (Kay, 2001, pp. 339-341).

El desarrollismo como teoría fue la base del paradigma estructuralista propuesto por Raúl Prebisch. En esencia, el estructuralismo de la época propugnaba una fuerte redistribución de la renta y remover los obstáculos al desarrollo mediante fuertes instrumentos de planificación, la erradicación de la agricultura tradicional y el latifundio, y la apuesta por una fuerte industrialización mediante la política de industrialización sustitutiva de importaciones (ISI) (Alor, 2016).

Ya en la década de 1970, el paradigma estructuralista de la Cepal empezaba a mostrar severos signos de agotamiento (Mejía y Franco, 2007). El shock de los precios del petróleo debido al embargo árabe a los países desarrollados, el abandono del patrón oro y el fin del sistema Bretton-Woods terminaron afectando la política ISI en América Latina (Calix, 2016). Aunque hubo avances significativos, en Colombia, por ejemplo, se logró redistribuir entre un sexto y un cuarto de las tierras agrícolas, lo cierto es que los gobiernos eran demasiado débiles institucionalmente para promover una reforma agraria que lograra sus ambiciosos objetivos (Kay, 2001, p. 358). Esto dio paso a que en la década de 1980 se empezara a abrir paso un nuevo paradigma: el neoliberalismo.

2.1 El neoliberalismo

El paradigma neoliberal que emerge como rival al paradigma estructuralista de la Cepal hace su aparición en la década de 1980, al tenor de la crisis fiscal surgida entre mediados de la década de 1970 y principio de la de 1990, caracterizada por un prolongado desequilibrio entre los ingresos y los egresos, un aumento de las demandas ciudadanas, economías estancadas e inflación generalizada. La crisis fiscal del Estado de bienestar, desarrollista y asistencial trajo consigo, además, la crisis democrática, concebida como la incapacidad de la democracia para dirigir a la sociedad hacia objetivos de desarrollo. De esta manera, se abrieron paso las tesis neoliberales, cuyo eje central era modificar el principio de organización del Estado social y no solo cambiar las prácticas regulativas y las políticas sociales y económicas (Aguilar, 2015, p. 47 y ss.).

Básicamente, el detonante de la crisis latinoamericana fue el default mexicano en agosto de 1982, cuya cesación de pagos y moratoria de la deuda externa arrastró al resto de las economías latinoamericanas. No obstante, ya el modelo de desarrollo de la región venía mostrando signos de fracaso. La ISI fue absolutamente inoperante para afrontar el desastre de la deuda debido a la deficiente gestión de los Estados. El paso a un modelo liberalizado, con un Estado más reducido y eficiente, con una draconiana disciplina fiscal, apertura a los mercados y a la inversión extranjera y privatización de empresas inoperantes cristalizó con el Consenso de Washington en 1989 (Martínez y Reyes, 2012).

El paradigma neoliberal constituyó una fuerte ruptura epistemológica con el keynesianismo interventor y con el estructuralismo desarrollista. Este paradigma tiene los siguientes presupuestos: i) disciplina presupuestaria -los presupuestos públicos no pueden tener déficit-; ii) reordenamiento de las prioridades del gasto público -el gasto público debe concentrarse donde sea más rentable-; iii) reforma impositiva -ampliar las bases de los impuestos y reducir los impuestos más altos-; iv) liberalización de los tipos de interés; v) tipo de cambio de la moneda competitivo; vi) liberalización del comercio internacional y disminución de barreras aduaneras; vii) eliminación de las barreras a las inversiones extranjeras directas; viii) privatización y venta de las empresas públicas y de los monopolios estatales; ix) desregulación de los mercados; y x) protección de la propiedad privada (Moreno, Pérez y Ruiz, 2004; Berumen, 2009; Chabán, 2015; Castañeda y Díaz-Bautista, 2017).

A pesar de acometer reformas estructurales profundas en el Estado, el paradigma neoliberal no tomó en cuenta la distribución del ingreso y la renta, ni ofrecía un buen énfasis en las políticas sociales. Aunque luego sí hubo una inclusión tardía de los programas sociales, existe un problema básico al focalizar la reforma en los instrumentos de las políticas sociales -establecimiento de criterios de equivalencia entre contribuciones y beneficios, descentralización y participación del sector privado- en lugar de los principios de su diseño -universalidad, solidaridad, eficiencia e integridad- (Ocampo, 2005).

La visión de este nuevo paradigma es que la macroeconomía es la política líder. Las políticas sociales cumplen un manejo de los efectos sociales de la primera. Se abandonan los principios en aras de la racionalidad económica. Sacrificar los principios de solidaridad, universalidad y centralización por el crecimiento económico y las reformas del mercado puede acarrear un aumento de la inequidad. No hay una correlación positiva fija entre crecimiento y equidad, como ya se ha demostrado (Aghion, Caroli y García, 1999).

En Latinoamérica los resultados de las reformas neoliberales han sido muy disímiles. Por una parte, está el caso de Venezuela, que se desmarcó totalmente del Consenso de Washington con consecuencias brutales para su población: a la fecha es el país con menos libertades económicas (The Heritage Foundation, s. f.) y con menos Estado de derecho (World Justice Project, s. f.). Otros países han tenido gobiernos populistas con economías de mercado -Ecuador y Bolivia-; algunos más han profundizado las políticas neoliberales con un desempeño económico positivo -México, Perú y Colombia-; Brasil persiste en una recesión económica desde 2015; Chile muestra fuertes tasas de crecimiento a costa de severas inequidades; y Argentina focalizó el gasto público con una gran emisión de moneda y endeudamiento externo, lo que conllevó a una persistente espiral inflacionaria, con la consiguiente depauperación del salario (Morandé, 2016).

Las consecuencias del neoliberalismo todavía están presentes: reducción del tamaño del Estado, caída de los programas sociales, aumento de los impuestos regresivos -como el impuesto al valor agregado (IVA)- en detrimento de los impuestos progresivos -como el impuesto sobre la renta- y administración pública enfocada en análisis costo-beneficio más que en resultados sociales. Pero al lado de esa supuesta racionalidad económica, el desempeño de la región es el más pobre de los últimos años. La expectativa de vida retrocedió tres años, en tres años la cantidad de pobres pasó de 187 millones a 200 millones y la indigencia pasó de 70 millones a 86 millones. En general, América Latina retrocedió entre diez y doce años debido al pobre desempeño en el manejo general de la pandemia del Covid-19 (FAO y Cepal, 2022, octubre 31; CODS, 2022).

¿Hay un nuevo paradigma de las políticas sociales a la vista? O, como dice Joseph Stiglitz (2019, junio 2), ¿hay vida después del neoliberalismo? Si el neoliberalismo debe decretarse muerto y enterrado, ¿qué alternativas hay entonces? Según el propio Stiglitz (2019, mayo 30), se pueden vislumbrar por lo menos tres alternativas políticas significativas que compiten para sucederlo: el nacionalismo de extrema derecha,1 el reformismo de centroizquierda y la izquierda progresista. El nacionalismo se cierra a la globalización, al cambio climático y a los cambios sociales, culpando a los migrantes, a los extranjeros, a los genero-diverso y a la modernidad de todos los males. La centroizquierda quiere hacer revisiones leves a la globalización y al capitalismo, regresando a la época de Barack Obama y Tony Blair. Finalmente, la izquierda progresista busca disociar el poder económico de la influencia política, aborda el poder del mercado concentrado en detrimento del trabajador y su salario, se enfoca en un sistema de gobernanza compartida donde haya subordinación del mercado a los controles democráticos y, por último, quiere reestablecer el equilibrio entre los mercados, el Estado y la sociedad civil.

Se esté de acuerdo o no con Stiglitz, lo cierto es que hay un consenso acerca de buscar y encontrar un nuevo modelo de desarrollo para América Latina. Algunas voces resuenan en el escenario. Así pues, para la economista Mariana Mazzucato (2022), no será posible superar la crisis económica, climática y sanitaria si se persiste en antiguos modelos de desarrollo económico. Propone políticas industriales orientadas por misiones para estimular la cooperación, diversificar la producción, aumentar la productividad y orientar un crecimiento económico sostenible e inclusivo. La misma Cepal (2022) nos habla de la «sociedad del cuidado», como un cambio de paradigma, definiéndola como aquella que «concibe la igualdad como su horizonte y el cambio estructural como el camino hacia sociedades más justas, sostenibles e igualitarias, orientando la definición de políticas públicas en el presente para transformar el corto, mediano y largo plazo» (p. 163), agregando que:

La construcción de nuevos pactos políticos, sociales, fiscales y ambientales, con la participación de una amplia variedad de actores, emerge como el camino necesario para promover mayor bienestar e igualdad. Forjar un contrato social renovado, sustentado en políticas de inclusión y protección social y en procesos participativos, es una preocupación compartida […]. En este sentido, el acceso universal a la protección social, una fiscalidad redistributiva, la ampliación de la cobertura y el aumento de la calidad de los servicios de cuidado, un manejo sostenible de los recursos naturales y un aumento y diversificación de la inversión pública y privada solo serán posibles a través de la acción consensuada y participativa mediante pactos para el desarrollo (p. 162).

En todo caso, la emergencia o construcción de ese nuevo paradigma no es una discusión exclusiva de Latinoamérica. En general, hay una preocupación global que abarca un espectro de temas que van desde el calentamiento global y el poder de las grandes empresas de la economía informacional hasta el nuevo orden mundial, marcado por las divergencias entre Estados Unidos y la Unión Europea, el fundamentalismo musulmán, el totalitarismo de China y las ambiciones imperiales rusas. Estamos en una era de cambios donde no hay nada definido aún.

3. Análisis e interpretación de la situación

Toda reforma agraria consiste fundamentalmente en «una serie de cambios sustanciales y deliberados en el régimen de tenencia de la tierra, o sea, en la propiedad y control de los recursos de tierra y agua» (Dorner, 1972, p. 38). En Colombia, la reforma agraria en las últimas seis décadas ha sido objeto de los vaivenes y contradicciones de dos paradigmas de desarrollo en pugna: el modelo estructuralista, defendido por la Cepal, y el modelo neoliberal, apoyado por las entidades financieras internacionales -Fondo Monetario Internacional, Banco Mundial, entre otros-. Ambos modelos difieren en su diagnóstico de la realidad, sus objetivos macroeconómicos, la definición del rol del Estado y el papel del sector privado, los principios de política social y los instrumentos de políticas públicas.

Cronológicamente, el modelo estructuralista es el primero en escena. Nacido en la década de 1960, fue tempranamente adoptado en Colombia desde la administración del presidente Lleras Camargo. Como ya se señaló, la Ley 135 sobre la Reforma Social Agraria buscaba una estructura social más justa, dejando atrás una estructura social que generaba fuertes desigualdades sociales al lado de una desocupación crónica, debido a la alta concentración de la propiedad (CNMH, 2013).

Aparte de las desigualdades sociales, una de las motivaciones más fuertes para la reforma agraria en esos años provenía del hecho demostrado de la relación inversamente proporcional entre el tamaño de la finca cultivada por aparceros o arrendatarios y su productividad. Ya se ha comprobado (Hernández, 2015) que la elevada concentración de la tierra afecta negativamente el valor del producto agrícola y que la concentración en la propiedad de los factores productivos afectamente negativamente el índice de Gini, aumentando la desigualdad (Rodríguez y Cepeda, 2011).

Al subsumirse en el modelo estructural, la reforma agraria en Colombia en las décadas de 1960, 1970 y 1980 se la considera un paso esencial para el desarrollo rural y, en consecuencia, para el desarrollo del país. Es por eso por lo que la reforma se dota de un fuerte andamiaje institucional para lograr su cometido, al tiempo que operativizaba grandes operaciones de redistribución de renta por medio de una estructura estatal planificadora y centralizada (Suárez, 2004).

Un punto esencial del enfoque estructuralista era apoyar a los campesinos para que se convirtieran en pequeños empresarios, acelerar los procesos de tecnificación del campo, rescatar los baldíos para su respectiva titularización por los colonos y apoyar al máximo los proyectos agropecuarios de fomento, tales como caucho, cacao, palma aceitera, entre otros (Balcázar, López, Orozco y Vega, 2001). Esto iba acorde con las propuestas de la Cepal de promover la rápida industrialización de los sectores más atrasados o tradicionales, como el campo. Sin embargo, la crisis fiscal de la década de 1980 dio al traste con esas iniciativas.

En la década de 1990 la reforma agraria da un giro radical. Se crearon los «mercados de tierras», muy a la tónica neoliberal imperante en esos años. La reforma agraria pasó de actuar directamente en la afectación de la propiedad rural a un sistema de «compra» por parte de los campesinos pisatarios, los cuales pagaban 70% del valor de la tierra y 30% restante era subsidiado por el Estado, con la condición de que presentaran un proyecto viable económicamente. Esto trajo consigo un fuerte retraso en la transferencia de la propiedad rural, debido, entre otras cosas, al escaso compromiso gubernamental (Franco y De Los Ríos, 2011).

Esta situación se mantuvo hasta el Decreto 1300 de 2003, cuando se suprimió el Instituto Colombiano de Reforma Agraria (Incora) para dar origen al Instituto Colombiano para el Desarrollo Rural (Incoder).2 Este último tendría por objeto ejecutar la política agropecuaria y de desarrollo rural, facilitar el acceso a los factores productivos, fortalecer a las entidades territoriales y sus comunidades, y propiciar la articulación de las acciones institucionales en el medio rural bajo principios de competitividad, equidad, sostenibilidad, multifuncionalidad y descentralización. El Incoder continuó con el mercado de tierras, pero amplió el subsidio hasta 100% del valor de la tierra con cargo a su presupuesto. Sus beneficiarios debían ser campesinos de tradición, minifundistas o sin tierra propia, en condiciones de pobreza o marginalidad, y cuyos únicos ingresos fueran devengados del trabajo agrícola.

La liquidación del Incoder en 2016 dio paso a tres nuevos organismos, a saber: la Agencia Nacional de Tierras (ANT), la Agencia de Desarrollo Rural (ADR) y la Agencia de Renovación del Territorio (ART). La ANT fue creada por el Decreto 2363 del 7 de diciembre de 2015. Entre sus múltiples funciones, hay cuatro de ellas que destacan especialmente para los efectos de esta investigación: las contempladas en el artículo 4, que señalan como funciones de la ANT la ejecución de los programas de acceso a tierras, el otorgamiento del Subsidio Integral de Reforma Agraria, la administración de los bienes que pertenezcan al Fondo Nacional Agrario que sean o hayan sido transferidos a la Agencia y la administración de los fondos de tierras, tierras baldías de la Nación, bienes muebles extintos y bienes inmuebles rurales sobre los cuales recaiga la acción de extinción de dominio administrados por el Fondo para la Rehabilitación, Inversión Social y Lucha contra el Crimen Organizado (Frisco).

Sobre la Agencia de Desarrollo Rural (ADR), se creó por el Decreto 2364 del 7 de diciembre de 2015. Su misión es la «promoción, estructuración, cofinanciación y ejecución de planes y proyectos integrales de desarrollo agropecuario y rural, y generar capacidades para mejorar la gestión del desarrollo rural integral con enfoque territorial» (ADR, s. f. a). Básicamente, la ADR otorga fondos para proyectos productivos agrícolas bajo la modalidad de cofinanciamiento, en el cual la organización solicitante se compromete a aportar 20% de los recursos requeridos (ADR, s. f. b).

Por último, la Agencia de Renovación del Territorio (ART), creada por el Decreto 2366 del 7 de diciembre de 2015, tiene por objetivo «la intervención integral de los sectores público, privado, comunitario, académico y la cooperación internacional para la transformación de los territorios PDET, PNIS y otros mayormente afectados por la violencia y la presencia de cultivos de coca, amapola y/o marihuana» (ART, s. f. a). Aunque la ART se concentran en los llamados Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET), sus servicios se orientan en cinco grandes áreas: i) la gestión y articulación de oferta institucional para la implementación de los PDET; ii) la estructuración de proyectos de inversión e infraestructura; iii) fortalecimiento de capacidades organizativas comunitarias; iv) la sustitución de cultivos ilícitos; y v) la captura, procesamiento y análisis de datos en el territorio (ART, s. f. b).

Una de las modalidades de financiamiento más interesantes de la ART es la denominada «obras por impuestos». Esto consiste en la financiación de proyectos como un mecanismo de pago del impuesto sobre la renta. Este pago se puede realizar por medio de dos modalidades: i) destinación de hasta 50% del impuesto sobre la renta y complementario a cargo en el año gravable; o ii) descuento de la inversión como pago efectivo del impuesto sobre la renta y complementario. Los mecanismos financieros de ejecución pueden ser la constitución fiduciaria, contratación de terceros o ejecución y entrega de obras o servicios (ART, s. f. c). De allí que esta modalidad de ingresos se pueda encuadrar como un «cuasimercado» de oferta de servicios.

Finalmente, el enfoque de la Reforma Rural Integral (RRI) nace como producto del Acuerdo de paz. Allí se estipulaba la creación del Fondo de Tierras, la formación y actualización del catastro e impuesto predial rural, los PDET, la inversión pública nacional en infraestructura -electricidad, sistemas de riego y vialidad- y desarrollo -salud, educación, vivienda y agua potable-, así como diversos estímulos a la producción agropecuaria -asistencia técnica, créditos, subsidios al campo, mercado, asociatividad y protección social rural- (Gobierno de Colombia y FARC-EP, 2016).

Respecto del Fondo de Tierras, el Decreto Ley 902 de 2017 crea dicho Fondo y los mecanismos de acceso y formalización de tierras. Para el 31 de marzo de 2023 se habían comprado 9628 hectáreas para el Fondo de Tierras, 1 014 440 hectáreas se han formalizado por la Agencia Nacional de Tierras y se han constituido cuatro Zonas de Reserva Campesina con una extensión de 396 mil hectáreas. En lo que respecta al catastro rural multipropósito, 10 230 581 hectáreas cuentan con información actualizada. En cuanto a los PDET, para el mismo corte -31 de marzo de 2023- se estaban ejecutando 1490 proyectos por valor de COL$8300 millones; además, 196 proyectos PDET ya han finalizado con una inversión de más de COL$63 mil millones entre agosto de 2022 y marzo de 2023 (Unidad de Implementación del Acuerdo de Paz, 2023, junio).

La implementación de la RRI sigue teniendo algunos rasgos del paradigma neoliberal y otros del paradigma estructuralista, tal y como se aprecia en el cuadro 1. Por una parte, el gobierno de Gustavo Petro sigue con el esquema de mercado de tierras cuando promete adquirir nuevos predios rurales por el orden de tres millones de hectáreas de tierras fértiles para cumplir los acuerdos de paz y lograr la paz definitiva (Semana, 2022, octubre 2). Además, dentro del mismo RRI se encuentran sistemas de gobernanza en red con la participación efectiva de las víctimas y el fortalecimiento de las organizaciones comunitarias, unido el universalismo de la demanda. Estos elementos son rasgos típicos del paradigma neoliberal.

Cuadro 1 Paradigmas dominantes en las Reformas Agrarias colombiana. 

Paradigma estructuralista Paradigma neoliberal
Institucionalidad Un actor predominante: el Estado, con preeminencia del Ejecutivo. Pluralidad de actores:
- Estatal -Ejecutivo con iniciativas judiciales-.
- Organizaciones no gubernamentales.
- Sector privado -mercado de tierras-.
- Actores privados -familias-.
- Iglesia católica.
Sistemas de gobernanza Desde la organización del Estado. Sistemas de gobernanza exclusivamente estatal, jerárquico y piramidal. Gobernanza en red:
- Participación ciudadana efectiva.
- Participación de las víctimas.
- Diálogo e intercambio de experiencias intergeneracionales.
- Fortalecimiento de organizaciones sociales y comunitarias.
Sistemas de implementación Top-down -centralización administrativa-. Bottom-up -las iniciativas surgen desde las denuncias ciudadanas que son recogidas y manejadas desde las diferentes direcciones territoriales-.
Fuente de recursos Públicos: Fondo Nacional Agrario (FNA). Mixtos:
- Presupuesto nacional.
- Organismos multilaterales.
- Dividendos e intereses de créditos agrícolas.
- Sistemas de cofinanciamiento -fondos fiduciarios, contratación de terceros, obras por impuestos-.
Asignación de recursos Oferta estatal. Subsidio a la demanda -cuasimercados-.
Objetivos definidos Universalismo de la oferta, se atiende a quien lo requiere. Universalismo de la necesidad, se atiende a quien se identifica con necesidad, excluidos, despojados o victimizados.
Indicadores de desempeño Gasto público, gastos de inversión social. Indicadores de costo-beneficio-impacto.

Fuente: elaboración propia.

Por otro lado, la preeminencia del actor Estado, en particular el poder Ejecutivo, el desplazamiento paulatino a sistemas de gobernanza jerárquica, un sistema de implementación top-down centrado en tres o cuatro agencias gubernamentales -ADR, ANT, ART y Unidad de Restitución de Tierras (URT)- y la fuerte concentración de recursos hace inclinar la balanza de la administración pública actual hacia el estructuralismo. Es posible que en los próximos años se vayan desmontando las estructuras horizontales de planificación, gestión y evaluación actuales para dar paso a otras más jerárquicas y Estado-céntricas, en consonancia con el perfil ideológico del actual presidente de Colombia, Gustavo Petro. De ser así, se requerirá un consenso mayor del que actualmente posee.

Conclusiones

La reforma agraria en Colombia ha estado condicionada a los paradigmas de desarrollo imperantes en cada época. Por un lado, entre las décadas de 1960 y 1980 prevalece el enfoque estructuralista, defendido por la Cepal; por otro lado, desde la década de 1990 hasta el presente domina el enfoque neoliberal con algunos matices que lo atenúan, pero no lo eliminan. En la actualidad, el enfoque de la RRI incorpora elementos de ambos paradigmas, matizándolos a ambos.

De una parte, el enfoque estructuralista de la reforma agraria estuvo caracterizado por políticas redistributivas, fuerte aparato institucional, centralismo y planificación con énfasis en procesos industrializadores; por otra parte, el enfoque neoliberal de la reforma agraria puso la distribución de la propiedad rural en manos del mercado, disminuyendo la intervención del Estado y confiando en la oferta y la demanda; finalmente, la RRI toma elementos de ambos enfoques, lo que puede generar problemas en la implementación futura de la política agraria.

Es importante volver a enfatizar los principios de la reforma agraria -solidaridad, universalidad y progresividad- más que en los instrumentos de mercado. Sin abandonar la focalización, se deben revisar los impactos sociales más que los resultados costo-beneficio. También se debería revisar la ampliación del espectro de la reforma agraria. No se trata solo de redistribuir la propiedad de la tierra y de facilitar asistencia técnica al productor. Hoy en día es importante la inversión en infraestructura agrícola y la provisión de servicios a la población campesina en general, tales como educación, salud, vivienda, entre otros. Las políticas crediticias han de profundizarse, ampliando su concesión a los desplazados que están en áreas urbanas, asimismo, explorar el enfoque de género para reducir las importantes brechas del sector. Queda todavía muchas tareas pendientes para lograr una efectiva reforma agraria en Colombia.

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1 De acuerdo con mi perspectiva, más que de nacionalismo de derechas o izquierdas, se trataría de neopopulismo.

2Desde 2016, el Incoder se haya en proceso de liquidación y cierre mediante el Decreto 1850 del 16 de noviembre de 2016.

*Cómo citar este artículo. Guerra García, Lenin Eduardo. (2023). Los paradigmas de desarrollo en las reformas agrarias de Colombia, 1960-2020. Estudios Políticos (Universidad de Antioquia), 67, pp. . https://doi.org/10.17533/udea.espo.n67a06

Recibido: 01 de Febrero de 2023; Aprobado: 01 de Julio de 2023

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