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Estudios Políticos

versão impressa ISSN 0121-5167versão On-line ISSN 2462-8433

Estud. Polit.  no.68 Medellín set./dez. 2023  Epub 12-Dez-2023

https://doi.org/10.17533/udea.espo.n68a05 

Sección general

Deberes cívicos versus deberes religiosos. Cuestionando el carácter secular y pluralista del Estado colombiano a través de la jurisprudencia relacionada con los Testigos de Jehová1 **

Civic Duties versus Religious Duties. Questioning the secular and pluralistic nature of the Colombian State through the jurisprudence related to the Jehovah’s Witnesses

Jean Paul Sarrazin1 

Saira Pilar Redondo2 

1 Profesor investigador del Departamento de Sociología, coordinador del Grupo Religión, Cultura y Sociedad, Universidad de Antioquia UdeA. Calle 70 No. 52-21, Medellín, Colombia. Correo electrónico: jean.sarrazin@udea.edu.co - Orcid: https://orcid.org/0000-0002-8022-4674 - Google Scholar: https://scholar.google.es/citations?hl=es&user=7kh5_lQAAAAJ

2 Profesora de la Universidad EAFIT, Medellín. Colombia. Integrante del Grupo Religión, Cultura y Sociedad, Universidad de Antioquia. Correo electrónico: redondo.sairapilar@gmail.com - Orcid: https://orcid.org/0000-0003-2795-910X - Google Scholar: https://scholar.google.es/citations?hl=es&user=mZhxSjoAAAAJ


Resumen

El objetivo de este artículo es analizar los argumentos mediante los cuales la Corte Constitucional de Colombia ha fallado en contra de integrantes de la Iglesia Testigos de Jehová, quienes se niegan a realizar «actos cívicos» por considerarlos como «adoración». Para la Corte, dicha interpretación es inadmisible, por lo cual señala la necesidad de distinguir lo religioso y lo cívico, al mismo tiempo que reafirma la importancia de participar en actos «de amor y veneración a la patria». Mediante una metodología cualitativa, los argumentos esgrimidos por el alto tribunal son analizados a la luz de recientes teorías de las ciencias sociales sobre la religión y la secularización. Se concluye que los fallos de la Corte, basados en una cuestión semántica aparentemente anodina, reflejan concepciones obsoletas y muy debatibles sobre la religión y la secularidad, al igual que evidencian inesperadas limitaciones a la libertad religiosa y demuestran la imposición de una cosmovisión estatal. Todo ello permite cuestionar el carácter secular y pluralista del Estado colombiano.

Palabras clave: Instituciones Políticas; Corte Constitucional; Libertad Religiosa; Secularismo; Pluralismo; Testigos de Jehová

Abstract

The objective of this article is to analyze the arguments by which the Constitutional Court of Colombia rules against members of the Jehovah’s Witnesses church, who refuse to carry out “civic duties” considering them as acts of “worship”. For the Court, that interpretation is inadmissible, pointing out the need to distinguish the religious and the civic spheres, and, at the same time, reaffirming the importance of participating in acts “of love and veneration for the country.” Through a qualitative methodology, the arguments put forward by the high court are analyzed in the light of recent theories from the social sciences on religion and secularization. It is concluded that the Court’s rulings, based on an apparently anodyne semantic question, reflect obsolete and highly debatable conceptions of religion and secularity, as well as unexpected limitations on religious freedom, and demonstrate the imposition of a State worldview. All this makes leads to question the secular and pluralist character of the Colombian State.

Keywords: Political Institutions; Constitutional Court; Religious Freedom; Secularism; Pluralism; Jehovah’s Witnesses

Introducción

Contrariamente a las tesis secularistas de décadas pasadas que vaticinaban el fin de la religión (Berger, 1971; Bruce, 2002; Tschannen, 1991), las ciencias sociales más recientes muestran que las religiones no sólo perviven, sino que se diversifican y se niegan a ser relegadas al ámbito de lo privado (Casanova, 2009; Habermas, 2009; Gil-Gimeno, 2022). En América Latina, las Iglesias cristianas no católicas son una expresión regional de lo anterior (Bastian, 2007; Beltrán, 2013; De la Torre y Semán, 2021). Una de ellas es la Iglesia de los Testigos de Jehová, la cual ha solicitado formalmente ante las autoridades colombianas que se proteja su derecho a la libertad religiosa y de cultos, tal como lo establece la Constitución Política de Colombia. En efecto, desde 1991 esta Constitución declara que Colombia es un país pluralista (Artículo 1) y establece el derecho a la libertad religiosa y de cultos (Artículo 19). Desde entonces, la Corte Constitucional de Colombia vela porque se respete este tipo de derechos.

Es así que desde 1991 hasta 2022 esta Corte ha examinado tres casos en los cuales integrantes de dicha Iglesia se negaron a participar en «actos cívicos» -tales como izar la bandera nacional, entonar el himno nacional o participar en desfiles conmemorativos del Día de la Independencia nacional-, por creer que estos constituyen una forma de «adoración» y, en consecuencia, representan la trasgresión de uno de sus principios religiosos, a saber, el de «adorar únicamente a Dios». En estos casos, la Corte Constitucional ha considerado que dicha interpretación es errada e insiste en la importancia de celebrar dichos actos.

Este tipo de casos llama la atención considerando que, de acuerdo con la Constitución Política y la Ley Estatutaria 133 de 1994, puede inferirse que el derecho a la libertad religiosa garantiza no sólo la libertad de creer, sino también la de poner en práctica las creencias más allá del ámbito privado. En consecuencia, sociedades como la colombiana deben enfrentar una cantidad creciente de demandas de grupos religiosos que reclaman su derecho a poner en práctica sus creencias en escenarios públicos, tales como las instituciones de educación o el Ejército nacional.

En este artículo se analizan los argumentos presentados en las tres sentencias de la Corte (T-075 de 1995; T-363 de 1995; T-877 de 1999),2 las cuales no están libres de controversias. Se trata entonces de un análisis de tipo cualitativo, específicamente hermenéutico, con el fin de interpretar y comprender aquellos tres textos relacionados entre sí. De ese corpus se examinaron, particularmente, los hechos allí narrados, los argumentos y conceptos fundamentales en los que se basaron las decisiones tomadas por el alto tribunal, los disentimientos de algunos magistrados frente a los fallos, al igual que las razones presentadas por los Testigos de Jehová. Lo anterior permitió realizar una lectura crítica de los argumentos de la Corte -especialmente allí donde esta se refiere a la religión, los actos religiosos, los actos cívicos y la palabra «adoración»- a la luz de recientes teorías y debates sobre el lenguaje, las diversas manifestaciones y transformaciones de la religión, el pluralismo y la secularización de los Estados modernos. Este estudio evidencia que los dos tipos de actores interpretan y categorizan los actos de formas discrepantes, lo cual demuestra la existencia de diferentes «cosmovisiones» (Droogers, 2014; Taves, Asprem e Ihm, 2018) que parecerían incompatibles, a juzgar por los fallos de la Corte.

De manera general, cabe notar que el pluralismo que se refiere aquí «está estrechamente relacionado con el multiculturalismo, que defiende la convivencia, dentro de una misma comunidad, de una multiplicidad de culturas, orientaciones y cosmovisiones» (Pérez, 2017, p. 179). En un Estado pluralista, se asume que la diversidad cultural debe ser reconocida, aceptada y valorada positivamente (Beckford, 2003). Parte de esta diversidad cultural la componen las distintas religiones y cosmovisiones del mundo. Sin embargo, esa misma diversidad es reconocida también, desde hace décadas, como un desafío para la convivencia y la cohesión en las sociedades modernas (Touraine, 1998). De acuerdo con José Mardones (2006), las democracias aún no saben cómo manejar la relación entre las creencias religiosas y el Estado. En Colombia, la institucionalidad estatal se ha enfrentado a este tipo de problemáticas en repetidas ocasiones (Sarrazin y Redondo, 2022).

El análisis de litigios como los que involucran a los Testigos de Jehová contribuye a una reflexión más amplia sobre la gestión de la diversidad y la tolerancia en los Estados-nación modernos. En otras palabras, este artículo se inscribe en los debates en torno al pluralismo y los límites que se imponen a la diversidad cultural. En efecto, debemos preguntarnos, con Christian Joppke (2016), qué incluye y qué excluye el Estado pluralista. Si el Estado no acepta las interpretaciones de un grupo religioso, ¿hasta qué punto se puede considerar pluralista o inclusivo?

En principio, los límites de la diversidad religiosa estarían claramente definidos. El Estado permite prácticas y creencias religiosas que no violen los derechos de los demás y los principios constitucionales (Ley 133 de 1994, artículo 4). Tratados internacionales ratificados por Colombia, como son el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (Artículo 18) y la Convención americana sobre derechos humanos (Artículo 12), señalan que el derecho de toda persona a la libertad de religión podrá ser limitado por la ley por motivo de orden, seguridad, salud y a causa de los derechos de los otros. No obstante, como se afirma en el salvamento de voto del magistrado Antonio Barrera Carbonell (Corte Constitucional, Sentencia T-877 de 1999), difícilmente se puede sostener que negarse a asistir a un desfile o a izar la bandera viole los derechos de los demás o genere problemas de orden, seguridad o salud.

Por otra parte, el artículo permite reflexionar sobre la secularidad del Estado. La modernidad liberal y pluralista se caracteriza por un principio secularista (Casanova, 2009). Diferentes autores plantean la necesidad de un Estado neutral y aconfesional para que pueda haber una sociedad realmente liberal y pluralista (Iranzo y Manrique, 2015, p. 14). Pero, ¿puede el Estado actuar de manera totalmente neutral?, ¿de qué valores o principios proceden los «deberes cívicos»?, ¿no guardan estos valores algo en común con la esfera religiosa? La neutralidad y la secularidad del Estado han sido cuestionadas por diferentes autores que trataremos más adelante. Más allá de identificar símbolos o temas presentes, tanto en el cristianismo como en las lógicas estatales modernas (Schmitt, 2009; Bellah, 1967; Mardones, 2006; Agamben, 2008), la frontera que separa lo religioso de lo secular es mucho más difusa de lo que se presenta en las sentencias y de lo que comúnmente se ha creído. Comprender este carácter difuso implica una previa revisión de las teorías sobre la religión y la secularidad. Este tipo de reflexiones cuestiona no sólo los argumentos de la Corte Constitucional, sino también la gran teoría de la secularización, aún muy influyente en nuestros medios.

1. Algunos datos generales sobre los Testigos de Jehová y las sentencias en cuestión

Los Testigos de Jehová son un grupo religioso que se organiza en congregaciones y es reconocido por diversos Estados del mundo, incluido el colombiano. Según su página oficial (Testigos de Jehová, s. f.), casi nueve millones de personas hacen parte de esta comunidad, logrando tener presencia en 239 países y territorios. Dentro de las creencias fundamentales, aquellos fieles señalan que «no adoramos la cruz ni ninguna imagen».3 Además, manifiestan que «respetamos a los gobiernos y obedecemos sus leyes siempre que estas no estén en contra de las normas de Dios».

En Colombia, existen 2267 congregaciones de esta organización religiosa. Conforme a la información en su sitio web, en 2022 cumplieron 100 años de estar presentes en el país (Testigos de Jehová, s. f.). Varias veces han solicitado la protección de sus derechos ante los jueces colombianos (Redondo y Sarrazin, 2022), ya que algunas de sus creencias se oponen a las normas institucionales. Las sentencias analizadas en este artículo son un ejemplo de ello.

A continuación, se presenta un breve resumen de estas sentencias en su orden cronológico de publicación. Es importante notar que una sentencia sirve de precedente para fundamentar los argumentos de las sentencias posteriores y los jueces de la República se apoyan en esta jurisprudencia para tomar sus decisiones en futuros casos similares.

La Sentencia T-075 de 1995 examina el caso de una estudiante de educación básica secundaria, menor de edad, quien solicita la protección del derecho a la libertad de cultos, de conciencia, igualdad y debido proceso, ya que la institución educativa la sancionó por no participar en el evento cívico alusivo al 20 de julio, Día de la Independencia. Previamente, la estudiante había solicitado que la excusaran de dicho deber, puesto que, según los Testigos de Jehová, ese tipo de actos son considerados como «adoración».

Frente a ello, la Corte Constitucional (Sentencia T-075 de 1995):

Estima que la exigencia del cumplimiento de un deber hacia la patria […] no significa vulneración o ataque a la libertad de conciencia. [Por otro lado,] resulta evidente que el acto patriótico no es sinónimo de «adoración» a los símbolos patrios. Adorar, según el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, quiere decir «reverencia con sumo honor o respeto a un ser, considerándolo como cosa divina». […] No es eso lo que acontece cuando se llevan a cabo actos en honor de la patria, y menos aun cuando se concurre a eventos cívicos, pues, a todas luces, en las aludidas ocasiones no se está celebrando un culto ni concurriendo a una ceremonia religiosa.

A propósito de esta sentencia, el magistrado Carlos Gaviria Díaz presentó una aclaración de voto donde señala que la estudiante «se vio sin duda en esta encrucijada: o cumplo con el deber religioso que mi creencia me impone, de no adorar más que a Dios, o con el deber cívico de asistir al desfile». Precisa el magistrado que «en un Estado pluralista y liberal, como es Colombia bajo la Constitución de 1991, es perfectamente legítimo que alguien ponga a Dios por encima de la bandera». Añade, en lo referente a la palabra «adoración», que la competencia de la Corte no llega a «prescribir desde afuera a los fieles de una iglesia cómo han de entender sus preceptos» (Sentencia T-075 de 1995).

La Sentencia T-363 de 1995 examina el caso en el que un joven reclutado por las Fuerzas Militares de Colombia para prestar el servicio militar obligatorio se niega a cantar el Himno Nacional, saludar a la Bandera o celebrar los días de fiestas nacionales por considerar que ello infringe «los cánones religiosos y creencias que profesamos». Frente a ello, la Corte Constitucional responde: «Protuberante equivocación la del actor, ya que su argumento proviene de una inadmisible confusión entre el ámbito de lo religioso y el campo de lo cívico». Y precisa más adelante: «Es evidente que los símbolos patrios no son deidades y que los honores que se les rinden no representan actos litúrgicos ni de adoración». En esta sentencia se retoman varios de los argumentos presentados en la Sentencia T-075 de 1995.

La Sentencia T-877 de 1999 -considerada en la Sentencia T-832 de 2011 como «una sentencia polémica» y frente a la cual el magistrado Eduardo Cifuentes Muñoz presentó un salvamento de voto- retoma los argumentos de la Sentencia T-363 de 1995 al examinar el caso de unos menores de edad a quienes se les impide continuar en el colegio al cual asistían, ya que se niegan a participar en «actos cívicos» -izar la bandera nacional y participar en los desfiles patrios- por considerarlos como «adoración». Según la Corte, el colegio no desconoció la libertad religiosa y de cultos de los menores al exigirles el cumplimiento de los deberes cívicos y las razones que esgrimieron los Testigos de Jehová «ciertamente carecen de sensatez y evidencian, sin lugar a dudas, un concepto equivocado sobre el amor y veneración a la patria y a los símbolos que representan la identidad y unidad nacionales. […] Izar la bandera y participar en actos cívicos para conmemorar fechas patrias, no puede asumirse jamás como un acto religioso». Se añade que tales actos son «eventos demostrativos del respeto y amor a la patria […] y traducen en cambio los más altos sentimientos de la persona por la Nación» (Sentencia T-877 de 1999). Luego, la Corte señala que, según el artículo 95 de la Carta Magna, «la calidad de colombiano enaltece a todos los miembros de la comunidad nacional» y justamente por eso «todos están en el deber de engrandecerla y dignificarla».

2. Religiones, cosmovisiones, prácticas

Aunque no hay una definición única y consensual del concepto de religión (Sarrazin, 2018), lo que sí está claro, gracias al debate académico en torno al concepto, es que practicar una religión -como lo hacen los Testigos de Jehová- no se reduce a profesar creencias que viven en el fuero interior, ni se limita a la participación en ciertos cultos que sólo ocurren en espacios privados. En palabras de algunos integrantes de la Iglesia en cuestión, ser Testigo de Jehová es una «forma de vida». Con esto quieren decir que su religión se traduce en sentimientos y prácticas cotidianas que implican cambios ostensibles en sus comportamientos, tanto en la esfera privada como en la pública. Las religiones no son simplemente creencias y mucho menos se limitan a creencias en seres sobrenaturales o en divinidades. Dicha versión reducida de lo religioso tiene consecuencias políticas significativas que afectan el ejercicio de la libertad religiosa (Sarrazin, 2021) y este artículo presenta un ejemplo sobresaliente de ello.

Por el contrario, las religiones se articulan con complejas estructuras de pensamiento (Lévi-Strauss, 1995), normatividades y sistemas de valores que señalan lo deseable y lo indeseable, lo importante y lo nimio, lo sagrado y lo profano (Durkheim, 1982). Las religiones son sistemas de símbolos que permiten «establecer vigorosos, penetrantes y duraderos estados anímicos y motivaciones en los hombres», además de plantear «concepciones de un orden general de existencia» (Geertz, 2003, p. 89). De acuerdo con Robert Bellah (2011), la religión también se relaciona con el sentido último de la vida y el propósito de la existencia humana. Al plantear concepciones sobre lo bueno y lo malo, las religiones también inciden en las posturas e inclinaciones políticas de los creyentes. Todo ello significa que las religiones también generan fuertes motivaciones, comportamientos y horizontes de acción, tanto en el ámbito doméstico como por fuera de él.

De manera más amplia, es útil entender las religiones -y la diversidad cultural en general- en términos de diferentes cosmovisiones. Siguiendo la obra de André Droogers (2014), Taves, Asprem e Ihm (2018, p. 208) definen el concepto de la siguiente manera. Una cosmovisión -en nuestra propia traducción- es un complejo sistema de representaciones colectivas relacionadas con una ontología -lo que existe, lo que es-; una epistemología -cómo se conoce lo que es verdad-; una axiología -cuál es el bien, qué es lo bueno-; una praxeología -qué acciones debemos tomar-. Este concepto reúne varias de las categorías analíticas a las que se recurrirá acá.

Es necesario notar que los Testigos de Jehová y la Corte Constitucional se basan en dos ontologías diferentes, de las cuales se desprenden unos valores -axiología- y unas acciones -praxeología- que generan el conflicto entre aquellos e instituciones como las escuelas o el Ejército. Cuando los creyentes interpretan lo que se denomina un «acto cívico» como un tipo de «adoración» están expresando una ontología diferente a la manifiesta en las sentencias. No se puede reducir esta problemática a una simple cuestión de etiquetaje. Tampoco se puede caer en un realismo ingenuo que lleva a afirmar «las cosas son lo que son».

Las ciencias sociales reconocen desde hace décadas que existe lo denominado «construcción social de la realidad» (Berger y Luckmann, 2003). La antropología, por su parte, ha encontrado que la materialidad genera muy diferentes concepciones y taxonomías dependiendo de las estructuras mentales y la cosmovisión de los sujetos cognoscentes (Descola, 2005). Las raíces de esta teoría se pueden trazar en la lingüística de Ferdinand Saussure (2004): a un mismo significante -una materialidad, un evento- los grupos pueden asignar muy diferentes significados o conceptos. Se evidencia así la relación entre el lenguaje y la cosmovisión.

En el caso en cuestión, un acto como el de izar la bandera constituye un significante al cual se le asigna un significado diferente según el grupo sociocultural -magistrados y Testigos de Jehová-. El significado no es intrínseco al significante, el primero no emana de una suerte de esencia del segundo. La conexión de uno con el otro es «arbitraria» (Saussure, 2004). No hay nada «objetivo» en el hecho de entender la bandera o un desfile de una u otra manera. En otras palabras, cada grupo interpreta según su marco referencial. Esas diferencias de interpretación no deberían sorprendernos, ya que hacen parte de las diferencias culturales que la antropología ha mostrado a los intelectuales del mundo desde hace mucho tiempo y que el pluralismo invita a reconocer, valorar y aceptar.

No son los diccionarios los que definen las conexiones entre un significante y un significado, son los grupos humanos los que construyen tales conexiones en los usos de los términos, en la práctica de sus lenguas, en la interacción social y luego de complejos procesos históricos. Posteriormente, instituciones como la Real Academia de la Lengua Española sistematizan, formalizan, institucionalizan y fijan en un diccionario un significado, pero esto no puede ser tomado como verdad objetiva, absoluta e inamovible. La naturalización de un concepto no debe hacernos olvidar el carácter arbitrario de los significados.

Asimismo, un grupo particular como los Testigos de Jehová tiene su concepción de lo que es «adorar», lo cual hace parte de su ontología particular. Desde otra perspectiva, la mayoría de magistrados -y quizás la mayoría de nosotros- cree que izar la bandera no «es» adoración, pero ello no procede del acto en sí, no es un enunciado con valor de verdad científica, sino que es una convención que se impone en medio de relaciones de poder (Foucault, 1991). Unos logran imponer una ontología particular, mientras que otros se resisten a ella. No hay ninguna objetividad ni una racionalidad universal que lleven necesariamente a una interpretación «verdadera» de un acto cívico o al uso «apropiado» de las palabras para describirlo.

Sin embargo, eso parece ser lo que está detrás de la decisión de los magistrados. Para ellos, del acto -significante- emana un significado -«demostración de respeto», por ejemplo-, el cual, aparentemente, debería ser compartido por todo ser humano, invalidando la posibilidad de que otro significado -«adoración»- pueda ser reconocido. Si para los Testigos de Jehová el «acto cívico» se interpreta como «adoración», no es la Real Academia Española de la Lengua la que puede proveer la supuesta prueba de un error por parte de los religiosos. El uso de la palabra «adoración», en este caso, refleja un marco interpretativo diferente al de los representantes del Estado, es decir, una cosmovisión que hace parte de la diversidad cultural que el pluralismo podría valorar positivamente.

3. ¿Una cuestión de comunicación?

El reconocimiento de las diferencias religiosas es un principio central de las democracias liberales. Para Jürgen Habermas (2009), figura particularmente prominente en este tipo de debate político, es necesario construir una «sociedad postsecular» [sic] que permita tener en cuenta el punto de vista y la racionalidad del religioso en la esfera pública. Invita así a que se propicie «una situación en la que la razón secular y una conciencia religiosa que se ha hecho reflexiva entablen una relación» (Habermas, Taylor, Butler y West, 2011, p. 133). Esto requiere una apertura de los espacios de diálogo, una comunicación intensa en la que se pueda entender las razones del otro religioso. Mientras que las religiones no pueden pretender imponer sus razones al Estado liberal, este tampoco debe pretender imponer su «metafísica secular» (Habermas, 2006, pp. 150-151). Una posición secularista no permitiría dar crédito a las palabras de los religiosos, por lo que no habría verdadero diálogo, reflexiona el autor.

Pero, por otro lado, reconoce Habermas (2006, pp. 119-141), los actores religiosos pueden hablar lenguajes diferentes, por lo que dicha comunicación puede verse truncada. Aunque utilicen el mismo idioma -el castellano, en nuestro caso-, sus conceptos podrán ser diferentes. Será entonces necesario un proceso de «traducción», de manera que la racionalidad del religioso devenga asequible a sus conciudadanos seculares, quienes, a su vez, deberán considerar seriamente los argumentos de los creyentes.

La anterior propuesta surge de una perspectiva comunicativa optimista de mutuo entendimiento e inclusión, pero las críticas en su contra no son superficiales. En primer lugar, la razón comunicativa de la que habla Habermas se basa en una racionalidad propia de la Ilustración, en una lógica argumentativa que, en sí misma, se aleja de la experiencia y el pensamiento de los religiosos (Mardones, 1998). El lenguaje al que Habermas espera que todo se traduzca «presenta dificultades para aprehender el espesor vital de lo simbólico, o de las afectividades y cogniciones del mundo y de lo social inscritas en los cuerpos y su historia; dimensiones éstas que ocupan una parte importante de la experiencia religiosa» (Iranzo y Manrique, 2015, p. 15).

Nuestro caso de análisis ilustra claramente lo anterior. La manera de concebir el mundo de los Testigos de Jehová no está siendo aceptada desde el punto de vista secular, es decir, el de la Corte Constitucional, el que domina las instituciones políticas en una «era secular», como Charles Taylor (2007) lo señala. Para los Testigos de Jehová izar la bandera es un acto de «adoración», lo cual probablemente implica una serie de sentimientos o emociones asociadas a una acción que viven a través de su corporalidad. Para ellos, usar otra palabra, «traducirla» de acuerdo con otra terminología, significaría abandonar su perspectiva particular, ignorar su propia cosmovisión.

Tradutore, tradittore, reza el adagio italiano. Toda traducción implica una transformación que generalmente se inclina a favor de la cosmovisión del grupo dominante, anulando la perspectiva del grupo minoritario (Sarrazin, 2014). Estarían traicionándose los Testigos de Jehová al abandonar la palabra «adoración», propia de su lenguaje, acorde a su cosmovisión, y a cambio de ella escoger otras palabras -tales como «expresión de respeto»-, propias del lenguaje secular manejado por entidades estatales como la Corte. ¿Cómo pueden «traducir» los testigos su perspectiva?, ¿qué se espera de ellos en el acto de traducción? Por lo que se ha visto, tal traducción significa cambiar de conceptos, es decir, transformar su cosmovisión y, en consecuencia, transformar su religión abandonando algunos de sus preceptos.

Cabe recordar que las diferencias religiosas no son simplemente diferentes maneras de designar los mismos objetos. No se trata de diferentes significantes para los mismos significados, como, por ejemplo, cuando se pretende que «hay un solo Dios, pero cada religión tiene una palabra distinta para designarlo». Bajo esa mirada simplificadora las diferentes religiones podrían llegar a entenderse todas armónicamente, ya que en el fondo todas tienen las mismas nociones básicas, los mismos valores, solo que usan diferentes nomenclaturas. Así, todo conflicto se resolvería con la traducción. Sin embargo, más allá del ideal, en realidad las religiones implican diferentes racionalidades, diferencias en las maneras de ver el mundo, diferentes cosmovisiones, diferentes construcciones de la realidad. Por eso hay diferencias religiosas que conllevan desacuerdos fundamentales y que no se resuelven cambiando unos significantes por otros. Estos diferendos deberían ser reconocidos como parte de la política misma y no pretender anularlos apelando a la idea de un lenguaje común, una racionalidad compartida o una «razón comunicativa» que en realidad no corresponde con las religiones tal como son vividas y sentidas por sus adeptos.

Por otra parte, el debate público incluyente del que habla Habermas es uno en el que se impone «la fuerza de coerción del mejor argumento» (Habermas, Taylor, Butler y West, 2011. p. 13). Al realzar la fuerza de los argumentos, Habermas parece aportar a una cultura de la no violencia y a un intercambio igualitario, pero ello desconoce un elemento más de las realidades sociales: los grupos no están en condiciones igualitarias para presentar sus razones. En este caso, los representantes del Estado y la sociedad mayoritaria están en una posición dominante respecto a los grupos religiosos minoritarios -como los Testigos de Jehová-. Estos últimos deberán hacer la traducción para adaptarse al lenguaje secularista, razón por la cual estarán presionados a usar los términos que el grupo dominante prefiere. Luego de este intercambio -de por sí, desigual- se decidirá cuál fue «el mejor argumento». Pero, ¿qué grupo define cuál es el mejor argumento?, ¿bajo qué criterios?

Para la Corte Constitucional el argumento de los Testigos de jehová claramente no es el mejor y para eso se basa en un criterio de verdad: el verdadero significado de la palabra «adoración». En esta dinámica no se puede ignorar, siguiendo a Michel Foucault (1991), que la verdad o, en este caso, el «mejor argumento» se definen siempre en relaciones de poder. Considerar la izada de bandera como «adoración» carece de «sensatez», declaran los magistrados, y esta apreciación se sustenta mediante referencias a su propia cosmovisión, las cuales se reafirman al citar el diccionario. Toda esta sustentación recurre a lo que Foucault (2007) denomina un «régimen de veridicción». Este régimen «no es una ley determinada de la verdad, sino el conjunto de las reglas que permiten, con respecto a un discurso dado, establecer cuáles son los enunciados que podrán caracterizarse en él como verdaderos o falsos» (p. 53). En la misma línea, Bruno Latour (2013, p. 33) añade que las condiciones de veridicción pueden ser siempre distintas según el contexto socio-histórico y dependen de instituciones que las sostienen.

De acuerdo con este régimen se define una verdad relativa al concepto de «adoración». ¿Ignora la Corte Constitucional -y el amplio conjunto de sus asesores- que los usos de las categorías lingüísticas para clasificar los objetos, los eventos o las acciones varían en función del grupo social de referencia? El Estado aún se basa en la ilusión de que existen significados «reales» o «verdaderos» con los cuales todo ciudadano «sensato» debería estar de acuerdo. La idea de solucionar este tipo de conflictos mediante la comunicación ignora igualmente que, luego de complejos procesos de traducción, finalmente el «mejor argumento» se decidirá en función de una cosmovisión, de unas instituciones, de un régimen de veridicción que se impone en relaciones de poder.

4. Religión versus secularidad. Una dicotomía problemática

Para la Corte Constitucional, el hecho de considerar un «acto cívico» como un acto de «adoración» es, sencillamente, un grave error. Según esta línea de argumentación, la «adoración» es un acto religioso, mientras que un Estado secular «jamás» llevaría a cabo actos religiosos. «Protuberante equivocación» -se afirma en la Sentencia T-363 de 1995- la de «confundir el ámbito de lo religioso y el campo de lo cívico».

Dicha afirmación se apoya sobre la creencia, fundamental en la modernidad Ilustrada, de que existen dos categorías claramente separadas, incluso opuestas: religión y secularidad. El Estado moderno que la Corte Constitucional representa, su lenguaje, su racionalidad, sus instituciones y sus lógicas son, de acuerdo con el discurso moderno, «seculares». La modernidad secular se presenta como incompatible con el pensamiento religioso. De hecho, la gran teoría de la secularización planteaba que el proceso de modernización significaría el retroceso de la religión (Casanova, 2009). Sin embargo, esa teoría ha sido fuertemente cuestionada más recientemente por una considerable cantidad de autores desde distintas disciplinas.

La sociología, por ejemplo, reconoce que a pesar de la modernización la evidencia empírica muestra que el mundo es tan religioso ahora como lo era antes (Berger, 1999). Las teorías actuales sobre la secularización subrayan que lo religioso no se extingue, pero sí se diversifica y se transforma (Hervieu-Léger y Davie, 2010). Esto es más que afirmar que lo religioso y lo secular «conviven» en la modernidad actual (Gil-Gimeno, 2022, pp. 59-60), o que el marco de inmanencia y el de trascendencia están presentes de maneras paralelas (Taylor, 2007). El proceso de transformación de lo religioso implica reconocer su existencia en el interior de instituciones o ideologías modernas y “seculares”. Ello ocurre, en parte, a través de la pervivencia de elementos, estructuras o lenguajes religiosos, particularmente del cristianismo, tal como lo ha demostrado Carl Schmitt (2009). En la misma línea, autores como Mardones (2006) consideran que el Estado, aunque se pretenda laico, pone en práctica una serie de valores y concepciones de mundo de raíz cristiana a la hora de decretar sus políticas, por lo que no puede pretenderse completamente secular o independiente de la religión.

Pero más allá de constatar la pervivencia de elementos cristianos en la modernidad y sus organizaciones políticas «seculares», también es necesario notar el carácter arbitrario del concepto de lo secular, concepto que se define por oposición al de «religión». Desde la antropología, por ejemplo, se ha señalado que la división entre lo religioso y lo secular es ficticia, etnocéntrica e inoperante (Asad, 1993). De hecho, un análisis histórico muestra que la categoría de lo «secular» es una invención conceptual de la teología cristiana (Agamben, 2008). Desde la ciencia política, Peter Beyer (2013) cuestiona igualmente tal división. En el ámbito empírico se nota su artificialidad, ya que las realidades sociales, siempre complejas, no corresponden con tal demarcación categórica. Por eso Jacques Derrida (1996) afirma que «sería preciso disociar los rasgos esenciales de lo religioso como tal de aquellos otros que, por ejemplo, fundan los conceptos de lo ético, de lo jurídico, de lo político o de lo económico. Ahora bien, nada es más problemático que una disociación semejante» (p. 42).

A pesar de su demostrado carácter artificial, la modernidad se ha encargado de naturalizar y objetivar tal división, de manera que para las entidades estatales parece imposible «confundir» lo religioso con lo cívico. La fuerte frontera que se imagina entre lo religioso y lo secular impide reconocer «lo religioso en el seno de un mundo sin religión» (Gauchet, 2005, p. 289), es decir, reconocer elementos de tipo religioso -sacralidades, trascendencias, valores últimos, entre otros- en las lógicas, ceremonias e instituciones «seculares». Tal posibilidad ha sido explorada desde diferentes perspectivas y a través de varios conceptos como los de «religiones seculares» (Gentile, 2006), «religiones implícitas» (Bailey, 2010), «para-religiones» (Benthall, 2008), «religión política» (Voegelin, 2014) o «religión civil» (Bellah, 1967).

La Corte Constitucional asigna un valor positivo a los actos cívicos, asociándolos a nociones y sentimientos como «amor», «respeto» y «veneración a la patria». El expediente citado en la Sentencia T-877 de 1999 muestra además que los representantes de los Testigos de Jehová trajeron a colación el Decreto 2229 de 1947, según el cual, en las instituciones educativas debe practicarse «el culto por los símbolos de la nacionalidad». Se cita también el Decreto 2388 de 1948, donde se afirma que «el culto a los próceres y la veneración por los símbolos de la Nacionalidad son elementos inapreciables […] de dignidad humana». De esta manera, los Testigos de Jehová intentan encontrar elementos religiosos en el lenguaje estatal. Se puede notar, en efecto, el uso de palabras como «culto» y «veneración» -esta última también utilizada por los magistrados en la Sentencia T-877 de 1999-, las cuales tienen connotaciones religiosas para la población, incluso actualmente, como cualquiera puede constatarlo al ingresar los términos en un motor de búsqueda en Internet.

La interpretación del acto cívico como uno de carácter religioso no es completamente ajena al lenguaje establecido por el Estado mismo. Esto conduce nuevamente a revisar la teoría de la secularización. Esta teoría tiene varios componentes, pero una de sus ideas fundamentales es la diferenciación y autonomización de las esferas (Casanova, 2009; Tschannen, 1991). Esto permite pensar la religión como una «esfera» diferente, separada de todas las demás «esferas seculares», dentro de las cuales se incluye, por supuesto, la política estatal. De acuerdo con Max Weber (1978), la autonomización de las esferas significa que cada una de ellas se rige por su propio conjunto de «valores últimos». En este proceso el enfrentamiento entre religión y política ha tenido un lugar preponderante en los debates (Blancarte, 2015), precisamente porque se asume que la política se regiría por valores distintos a los valores que rigen la religión.

El cuestionamiento de la teoría de la diferenciación no se agota al reconocer que todavía hay religiones en el mundo o que el Estado puede estar influenciado por ellas. Se trata más bien de considerar que las esferas en realidad nunca han estado del todo separadas o que tienen elementos en común, por lo que sus fronteras son porosas y difusas. Pero para comprender esta afirmación es necesario, ante todo, trascender el común enfoque «eclesiocéntrico», el cual equipara la religión a la Iglesia -ecclesia-, es decir, a las formas de religión institucionalizada, reconocidas bajo una identidad específica -judaísmo, catolicismo, islam, entre otros- y organizadas en comunidades claramente reconocibles (Luckmann, 1973; Parker, 2010).4 El componente de la teoría de la secularización que plantea la separación de la religión y la esfera secular del Estado puede ser cierto si se limita al enfoque eclesiocéntrico. Es posible que haya -dependiendo del país- una separación entre las Iglesias -u organizaciones e instituciones religiosas tradicionalmente conocidas como tales- y los Estados; y hay, evidentemente, algunas de estas instituciones que plantean valores, códigos y formas de comunicación propias y específicas (Luhmann, 2009).

Confundir la religión con la Iglesia es una herencia de la Europa medieval, ya que en aquel contexto la Iglesia es La Religión. No hay otra «religión» que la establecida por la Iglesia. Todo lo demás es superstición, brujería, idolatría, entre otros (Debray, 2005). Lo secular es, a partir del lenguaje cristiano, aquello que no pertenece a la Iglesia -personas, objetos, terrenos, entre otros- ni está dentro de su dominio institucional (Casanova, 1994, pp. 14-15). Los reyes podían provenir de un sector social «secular», pero buscaban legitimarse a través de la Iglesia -es decir, a través de La Religión- y eran entronizados por «Dios». Como se sabe, una alianza entre poder político y la Iglesia se mantuvo durante siglos. No se pretendía que el primero fuera independiente o separado de la segunda. La supuesta separación es una invención moderna (Nongbri, 2013).

El proceso de laicización del Estado, del cual es heredero el Estado colombiano actual, se da mucho más tarde y tiene su ejemplo prototípico en el Estado francés luego de la Revolución de 1789. La laicidad -término proveniente del francés laïcité- pretende separar el poder Estatal de lo que se denominaba tradicionalmente como La Religión, es decir, la Iglesia, especialmente la católica: «La iglesia católica se convirtió en la forma paradigmática de una religión pública antimoderna» (Casanova, 1994, p. 9). La Ilustración francesa fue radicalmente anticlerical y en su esfuerzo por alejarse del «oscurantismo» de la Edad Media regida por la Iglesia se declara completamente independiente y por encima de esta última (Casanova, 2009, p. 1052).

Así pues, la teoría de la secularización clásica -inspirada en aquel «programa europeo» (Gil-Gimeno, 2022, p. 66)- tenía ese enfoque eclesiocéntrico que asociaba la religión a la institución religiosa, basada primordialmente en el modelo de la Iglesia católica. Se ignora así que lo religioso va más allá de ese tipo de instituciones y que lo religioso puede tomar las más inesperadas formas modernas. Las palabras de la Corte Constitucional recuerdan aquel ideal secularista, ya que lamentan la «equivocación» de confundir los actos cívicos con los actos religiosos, como si estos dos tipos de actos pertenecieran a esferas completamente separadas, con naturalezas totalmente distintas e inconfundibles. Parece ignorar la Corte y sus asesores que tal separación, en las realidades sociales -empezando por aquellas que dan vida a las instituciones estatales- no es nada evidente.

Conclusiones

Este artículo no tiene la función de determinar cuál debía ser el fallo correcto desde el punto de vista del derecho. En cambio, se trató de examinar los argumentos de la Corte Constitucional de Colombia a partir de la teoría social reciente sobre la religión y la secularización. Los Testigos de Jehová y el Estado discrepan en torno al uso de una categoría lingüística y la interpretación de un acto. Aunque aparentemente se trata de una cuestión meramente semántica, este estudio expone de manera muy práctica que lo lingüístico está relacionado con lo ontológico y este, a su vez, con lo axiológico y lo praxeológico. Por eso, la categoría analítica de «cosmovisión» que reúne todos los anteriores elementos es útil para pensar este tipo de problemáticas. Se observa entonces que la categorización de un tipo de acción o evento -como izar la bandera o participar de un desfile- tiene efectos significativos para los sujetos creyentes y orienta sus comportamientos. La práctica de una religión implica también una forma particular de concebir el mundo y de actuar en concordancia.

Por otro lado, cuando una cosmovisión es señalada como una «equivocación» y los comportamientos que se derivan de ella son sancionados o impedidos, los sujetos creyentes sufren las consecuencias, algunas de las cuales pueden ser considerables. Tal es el caso de los Testigos de Jehová cuando ven que en realidad no pueden actuar de acuerdo con su cosmovisión o si lo hacen deben enfrentar sanciones como la de ser expulsados de las instituciones educativas. Cabe recordar que la jurisprudencia funge como referente para los jueces de la República, influyendo en una cantidad indeterminada de casos posteriores a ella. Este tipo de enfrentamientos podrá seguir ocurriendo con muchos otros grupos socioculturales que planteen cosmovisiones diversas, sean llamados «religiosos» o no.

Si se reconoce que la religión es una práctica que no se limita al espacio de las iglesias, se debería reconocer también que impedir sus manifestaciones en espacios públicos -como la escuela- es también limitar la libertad religiosa. Cabe insistir que aquí no se aboga a favor de los Testigos de Jehová y ni siquiera se pretende hacer una apología a la libertad religiosa, se reconoce la complejidad que entraña la gestión de la diversidad. Sin embargo, sí es importante señalar que la jurisprudencia analizada evidencia la imposición de una cosmovisión en una relación de poder desigual. Esta imposición no debe ser disimulada apelando a una supuesta verdad objetiva a propósito del lenguaje. Lo que se observa acá es un régimen de veridicción que se impone. Es incoherente afirmar que se acepta una religión y, al mismo tiempo, que se califica su cosmovisión de «equivocada».

Al pretender plantear de manera universalista y unívoca el «verdadero» significado de la palabra adoración, la Corte Constitucional no actúa como un ente pluralista. Definir si los religiosos tienen una cosmovisión errada o no es un asunto que no le corresponde a este tipo de Estado. Esto demuestra que la gestión de la diversidad religiosa -cuando se acepta que una religión es más que oraciones en recintos cerrados- es un reto para el cual el Estado pluralista no está preparado. De cualquier manera, no son los diccionarios los que van a resolver semejante problemática.

Por otro lado, la Corte rechaza categóricamente la interpretación de los religiosos, presumiendo que el Estado «secular» jamás promovería actos religiosos. Nada en este Estado podría ser religioso, ya que según la clásica teoría de la secularización -que viene del ideal secularista de la Ilustración- se trata de una esfera separada. Sin embargo, tal suposición se basa en una dicotomía -religioso versus secular- que, de acuerdo con los hallazgos en ciencias sociales, debería ser entendida como una invención propia de un momento histórico y un sistema cultural. Por lo demás, no es difícil encontrar las raíces cristianas de la modernidad «secular». Quizás pueda existir una separación entre el Estado y las Iglesias, pero la religión va más allá de ellas y la aproximación al tema debe trascender el enfoque eclesiocéntrico.

Así, una revisión crítica de la teoría de la secularización permite poner en duda la seguridad con la que la Corte Constitucional rechaza los argumentos de los Testigos de Jehová y afirma que los actos cívicos son completamente distintos de actos religiosos como la «adoración». No se puede descartar de plano una posible religión implícita en las instituciones «seculares» o la presencia de elementos de tipo religioso en sus lógicas y prácticas. Por todo ello, se concluye que los argumentos de la Corte -sustento de una jurisprudencia que restringe el derecho a la libertad religiosa y limita la diversidad cultural- no resisten el examen de las ciencias sociales en la actualidad.

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1 Artículo de reflexión derivado del proyecto de investigación Religión y pluralismo, el cual fue realizado de manera independiente y sin financiación institucional específica.

2La posición de la Corte es ratificada en 2011 en la sentencia T-915, donde se explica que ante un deber constitucional el Estado o los establecimientos educativos pueden asignar compromisos que impliquen actividades opuestas a la fe del creyente.

3Esto puede tener relevancia en lo que concierne a las actitudes de los Testigos de Jehová con respecto a los símbolos patrios.

4En América Latina domina, más precisamente, un enfoque «católico-céntrico» (Frigerio, 2018).

**Cómo citar este artículo. Sarrazin, Jean Paul y Redondo, Saira Pilar. (2023). Deberes cívicos versus deberes religiosos. Cuestionando el carácter secular y pluralista del Estado colombiano a través de la jurisprudencia relacionada con los Testigos de Jehová. Estudios Políticos (Universidad de Antioquia), 68, pp. 115-137. https://doi.org/10.17533/udea.espo.n68a05

Recibido: 01 de Febrero de 2023; Aprobado: 01 de Septiembre de 2023

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