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Estudios Políticos

versión impresa ISSN 0121-5167versión On-line ISSN 2462-8433

Estud. Polit.  no.68 Medellín sep./dic. 2023  Epub 14-Dic-2023

https://doi.org/10.17533/udea.espo.n68a07 

Sección general

La cuestión del gobierno en la teoría política crítica1 **

The Problem of Government in the Political Critical Theory

Julio Rafael Quiñones Páez1 

1 Profesor del Departamento de Ciencia Política, Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales, y miembro del grupo de investigación Teoría Política Contemporánea, Universidad Nacional de Colombia. Correo electrónico: jrquinonesp@unal.edu.co - Orcid: https://orcid.org/0000-0002-3555-6303


Resumen

La teoría política crítica concibe el gobierno de las sociedades contemporáneas como un proceso de asignación de fines colectivos realizado a través de tres modos de coordinación: el autogobierno sistémico propio del mercado capitalista, la jerarquía consumada en el poder burocrático-administrativo del Estado y las redes dialógicas asimétricas que dan cuenta de la interacción entre las distintas expresiones del asociativismo inherente a la sociedad civil. En líneas generales, este punto de vista coincide con el de la llamada teoría de la gobernanza. Sin embargo, mientras para esta tales modalidades deben balancearse entre sí -metagobernanza- de tal forma que la jerarquía y el diálogo sean funcionales a la autopoiesis mercantil, para la teoría política crítica, por contra, el diálogo, apoyado en un Estado desjerarquizado, debe imperar sobre el sistema del mercado.

Palabras clave: Teoría Política; Autogobierno; Jerarquía; Red; Gobernanza; Metagobernanza

Abstract

The Political Critical Theory understands the government of the contemporary societies as a process of collective purposes assignment, which implementation is based on three forms of coordination: the systemic self-government of the capitalist market; the hierarchy typical of the bureaucratic-administrative power of the State; and the dialogic asymmetrical networks that reflect the relationship between the different organizations of the civil society. Since a general point of view, this conception accords with the approach of the Theory of Governance. However, there is a big difference between governance and critical perspective as far as the balance between the three forms of coordination (metagovernance) is concerned: The Theory of Governance believes that hierarchy and dialogue must serve the market. On the contrary, the Political Critical Theory claims that the dialogue and a State that is subject to popular control, must govern the market system.

Keywords: Political Theory; Self-Government; Hierarchy; Network; Governance; Metagovernance

Introducción

El enfoque convencional y hasta hace poco predominante acerca del gobierno suele entender dicho fenómeno político como el conjunto de actividades concernientes a la dirección del Estado. Se trata de una mirada muy centrada en los componentes jerárquicos de la problemática gubernativa, unilateralidad que explica su repliegue al estudio de la rama ejecutiva del poder público, así como la importancia excesiva que le otorga al tema de la ocupación de los cargos burocráticos que componen esta. En ese horizonte, los intereses reflexivos giran en torno a asuntos como la organización administrativa de dicha rama, la consideración de las relaciones que mantiene con los poderes legislativo y jurisdiccional, la tendencia contemporánea del Ejecutivo a la expansión constante a costa de estos últimos con el consiguiente desdibujamiento de los «pesos y contrapesos», el ejercicio de la función reglamentaria, entre otros.

Aplicada esta perspectiva al campo de la teoría política crítica, por otra parte, la implicación sería la de un reduccionismo estatalista presente en ella, sesgo complementado con una visión del Estado como aparato omnímodamente controlado y conducido por la clase dominante, en tanto grupo que resulta ser unitario y que se constituye en exclusiva a partir de la cuestión económica de la distribución de posiciones en el proceso productivo. En una palabra, se trata de una postura estructurada a tres bandas: el gobierno como asunto puramente estatal; el Estado como esfera burocrático-administrativa sujeta a la determinación de clase; y la clase como ente configurado económicamente, esto es, con inconsideración de las vicisitudes políticas que atraviesan tal proceso formativo. Como botón de muestra que respaldaría esta lectura, se trae a colación la referencia hecha en el Manifiesto comunista (Marx y Engels, 1976): «La burguesía, después del establecimiento de la gran industria y del mercado universal, conquistó finalmente la hegemonía exclusiva del poder político en el Estado representativo moderno. El Gobierno del Estado moderno no es más que una junta que administra los negocios comunes de toda la clase burguesa» (p. 113).

Pero, ¿qué idea cabe formarse acerca de la concepción del gobierno presente en Karl Marx, cuando se aborda su pensamiento -como es la premisa en este texto- desde una aproximación en simultánea menos jerárquico-céntrica del Estado y no economicista de las clases? Y esto en el entendido de que: i) una interpretación posjerárquica del Estado conlleva su asunción, no como mera y estática unidad institucional afincada territorialmente, sino, a la manera de Antonio Gramsci (1984), como un complejo heterogéneo de instituciones públicas y privadas cuya articulación se anima al vaivén de proyectos hegemónicos, es decir, como un fenómeno en el que concurren «elementos que deben ser referidos a la sociedad civil», de tal forma que «se podría señalar que Estado = sociedad política + sociedad civil, vale decir, hegemonía revestida de coerción» (p. 158); y ii) una comprensión no economicista de las clases se preocupa sobre todo por su proceso de constitución política, el cual es asumido como sujeto a variables organizativas contingentes, al diseño de estrategias modificables a golpe de ensayo y error, y a la combinación de diversos factores: económicos, culturales, emocionales y expresivos, todo lo cual, además, deriva en una trama relacional que resulta ser sensible a la dinámica desarrollada por los adversarios sociopolíticos en coyunturas álgidas.

Dados estos presupuestos, para responder el interrogante arriba planteado hay que descartar el lugar común según el cual el gobierno -definido en abstracto como aquella actividad consistente en la asignación de fines colectivos a los grupos humanos y en su conducción hacia ellos mediante el uso de los instrumentos adecuados: coerción, riqueza, conocimiento, información, comunicación, carisma, entre otros- se traduce en un mero ejercicio de mando unidireccional adelantado desde un punto institucional central y jerárquico. Evidentemente, reconsideradas así las cosas, la mencionada «junta de negocios de la burguesía» se nos presenta como un anacronismo deleznable, emergiendo la duda acerca de si una teoría política que se inspire en el pensamiento de Marx -lo que aquí se denomina «teoría política crítica»- tiene algo que aportar a la comprensión del gobierno contemporáneo. Desde nuestro punto de vista, tal inquietud solo puede ser resuelta adentrándose en el análisis del contexto concreto en que se desenvuelve dicho tipo de gobierno y, adicionalmente, trabando un diálogo con la concepción dominante a día de hoy acerca de este, a saber, con la teoría de la gobernanza. De esa reflexión dual, por otro lado, emergerán la hipótesis y su corroboración, a saber: las sociedades capitalistas contemporáneas no son gobernadas unidireccional, sino multimodalmente, según un modelo que consiste en la articulación del autogobierno sistémico del mercado, la conducción jerárquica del Estado y el cogobierno dialógico de actores públicos y privados, modelo cuya conceptualización, pese a ser reclamada como hallazgo propio por la mencionada teoría de la gobernanza, se halla ya presente en Marx.

Ahora bien, consideración aparte merece el hecho de que esa diversidad de modos de gobierno supone -y reclama- algún tipo de combinación o balance -colibración, en la terminología de autores como Bob Jessop (2017) -, aspecto que marca una partición de aguas entre gobernanza y teoría crítica. Metagobernanza es el término con el que la primera de ellas intenta caracterizar esta problemática, dando por sentada una ineludible autonomía del mercado, respecto de la cual, por ende, el Estado y las «redes de política pública» resultan ser funcionales. Frente a ello y a la luz de la teoría política crítica, aparece lo que en otro lugar (Quiñones, 2019) se ha denominado contragobernanza: la apuesta por que las constelaciones dialógicas de agentes micro sociales guiados por el principio de la solidaridad, combinados con el accionar de un Estado desjerarquizado, sometan a control los mecanismos autogubernativos del mercado.

1. El gobierno en un marco de despersonalización de la dependencia

Aunque no fue un tema en el que profundizara demasiado, Marx (1975) concebía tres formas históricas de organizar la producción social, las cuales traían consigo sus propias modalidades en lo que a las relaciones de poder se refiere:

Las relaciones de dependencia personal […] son las primeras formas sociales en las que la productividad humana se desarrolla solamente en un ámbito restringido y en lugares aislados. La independencia personal fundada en la dependencia respecto de las cosas es la segunda forma importante en la que llega a constituirse un sistema de metabolismo social general, un sistema de relaciones universales, de necesidades universales. La libre individualidad, fundada en el desarrollo universal de los individuos y en la subordinación de su productividad colectiva, social, como patrimonio social, constituye el tercer estadio. El segundo crea las condiciones del tercero (p. 85).

Políticamente hablando, en esta caracterización sólo el tercer tipo describe un escenario emancipatorio, siendo los dos restantes formas históricas de dominación, aunque con diferencias notables entre ellos: mientras el primero supone nexos de poder derivados de atributos estrictamente personales -cuna, honor militar, nobleza de sangre, credo religioso, género, entre otros-, el segundo prevé una «independencia personal» que disuelve dichos nexos y los reemplaza por un tejido de interacciones mediadas por el dinero que se autonomizan respecto de los individuos. Tal es el sentido de la alusión a «un sistema de metabolismo social general», en tanto trama de dependencias despersonalizadas que se hace incontrolable y se universaliza, esto es, se expande espacial y socialmente, sujetando por doquier la vida social al valor de cambio. Y aunque estrictamente hablando se trata de un mecanismo de coordinación económica -el mercado capitalista propiamente dicho-, semejante rasgo de universalización naturalizada y autogubernativa -pues tiene la capacidad de autoorganizarse y reproducirse a sí mismo al margen de la intencionalidad de los involucrados- lo convierte en un modo de coordinación social general, esto es, en un modo de gobierno. Así las cosas, se habla de un gobierno de tipo sistémico que delimita unas fronteras variables con el Estado, que permea la cultura -comoquiera que las pautas de comportamiento que involucra, jalonadas por el cálculo racional de la utilidad, se internalizan y disciplinan a los individuos- y que, como si fuera poco, instrumentaliza la división del trabajo existente en la esfera de la reproducción al convertirla en una función del abaratamiento de la fuerza de trabajo -trabajo generizado impago-, dejando incólumes las jerarquías patriarcales allí existentes históricamente.

Pero aun a pesar de su autonomización respecto de la actividad humana, no hay duda de que este sistema ha sido creado por ella, cosa que se hace manifiesta al considerar el contrato específico que tiene en su centro: la compraventa de ese hacer creador, el cual, en tal virtud, queda reducido a la condición de mercancía. Semejante sometimiento de la actividad al valor de cambio ya de suyo evidencia que no se trata de un negocio entre iguales: el vendedor enfrenta el empobrecimiento humano y económico al entregar su actividad vital, que se ve así instrumentalizada, y el comprador multiplica sus capacidades al disponer de volúmenes agregados de actividad, sin mencionar el enriquecimiento material al que accede con la apropiación de trabajo impago. Mas, dado que la «mercancía» transferida no puede ser separada del cuerpo del vendedor y, en consecuencia, al entregarla este se entrega a sí mismo en unas condiciones determinadas por el comprador, entonces el intercambio económico en cuestión es en sí mismo una relación de mando-obediencia que implica subordinación y que configura una segunda forma de gobierno que se universaliza correlativamente con la expansión de la relación de capital:2 un modo jerárquico y coercitivo, en el cual el capitalista conduce imperativamente, pues cuenta con plenas facultades para planificar, legislar -reglamentos de trabajo, entre otros-, estimular la productividad, asegurar el cumplimiento de la jornada de trabajo y tratar de extenderla al máximo, controlar, disciplinar y sancionar.

Aunque la jerarquía como modalidad gubernativa alcanza su forma más consumada en el Estado -en los términos ya esbozados en la introducción-, tiene su génesis en el plano de lo microsocial: tanto la esfera del taller como la reproductivo-doméstica son su verdadera matriz, permaneciendo intocada esta última en lo que a la despersonalización de la dominación producida por el sistema del mercado se refiere.

En lo relativo al taller productivo, no obstante, para algunos autores las innovaciones tecnológicas y las transformaciones del proceso laboral -aumento del trabajo de componente cognitivo, separación de maquinaria y trabajo vivo, digitalización y virtualización, entre otros- estarían conduciendo a una progresiva pérdida de control del capital sobre el trabajo y, por ende, a un desmoronamiento de la jerarquía. Tal es el caso de Antonio Negri (2008), para quien la tendencia a la separación entre capital variable y capital constante abre la puerta al escenario de «lo común», entendido como aquella articulación en la que el trabajo vivo se despliega autónomamente respecto del capital: «lo común es la suma de todo lo que produce la fuerza de trabajo (Kv), independientemente del Kc (capital constante, capital total) y contra este último» (p. 86).3

Sin embargo, el trabajo flexible o «trabajo en cualquier lugar», posibilitado por la digitalización -y sin duda potenciado por la pandemia del covid-19-, no trae consigo el fin de la relación jerárquica entre capital y trabajo, sino tan solo una transformación de los mecanismos de control que ya venía en curso de tiempo atrás. Así habría que entender al llamado new management, por ejemplo, el cual promueve el avance hacia una evaluación por resultados que desplaza la preocupación por el cumplimiento de la jornada en el lugar de trabajo -a lo que se agregan instrumentos como la planeación estratégica, la desconcentración administrativa, la producción Just in Time, el nuevo liderazgo, entre otros- y, en esa medida, puede imprimirle cierta elasticidad a la jerarquía, pero que de ninguna manera la elimina. Por lo demás, en lo que se refiere al trabajo con equipos de computación realizado por fuera de la sede empresarial, la propia digitalización da pie al desarrollo de nuevas formas de control: software que monitorean la pulsación de teclas, hacen capturas de pantalla al azar, miden descansos, operan webcams, advierten cuando el trabajador accede a páginas no relacionadas con el empleo y demás. Y esto sin mencionar que la mayoría de las labores siguen exigiendo la presencia en el lugar de trabajo, como ocurre en el muy masivo sector de servicios centrados en el cliente -hospitales, transportes, reparaciones, seguridad, trabajo a domicilio, entre otros-.

Así pues, es dudoso que la expectativa negriana de la autonomía del trabajo vivo con su correlato de desjerarquización esté a la orden del día, pues al fin de cuentas el poder de mando del capital se repliega en torno a lo que siempre ha sido su espina dorsal: la necesidad de trabajar para subsistir que aún sigue pesando sobre las grandes mayorías. Pese a su inspiración filosófica autonomista, Negri parece perder de vista que son las luchas y no las simples innovaciones tecnológicas o la composición del trabajo las que en todo tiempo han posibilitado las conquistas de signo emancipatorio: lo común es algo por construir desde la acción y no el mero subproducto de la desmaterialización del trabajo.

Por su parte, en lo que respecta a la cuestión de la jerarquía en la esfera de la reproducción, sigue siendo la regla general, aun a despecho de los avances normativos y culturales alcanzados gracias a la presión de las luchas feministas. Según Cinzia Arruzza, Tithi Bhattacharya y Nancy Fraser (2019), su pervivencia se explica por cuenta de la separación típicamente capitalista entre «la producción de las personas y la producción de la ganancia», la cual conlleva una distribución de roles, «asignando el primer trabajo a las mujeres y subordinándolo al segundo» (p. 38). En tales condiciones, la subordinación del trabajo reproductivo al productivo se traduce en subordinación femenina y ya no solamente «en relación con los dueños del capital, sino también en relación a aquellos trabajadores asalariados más favorecidos, que pueden permitirse descargar esa responsabilidad en otras personas» (p. 39).

Ahora bien, las dos modalidades gubernativas -sistémica y jerárquica- se hallan socialmente mediadas por unas formas predominantes de comprensión de la índole de cada una de ellas y de su mutua relación. En otras palabras, los modos de gobierno presuponen un componente cultural, un contexto social de entendimiento intersubjetivo que legitima la facticidad material de la gobernación y de su reproducción, componente que para Marx (2009) se halla presidido por lo que él denominó la «mistificación del capital» (p. 94), esto es, por una red de interacciones simbólicas y comprensivas que son valorativamente asimétricas, pues dan cuenta de la correlación de fuerzas entre capital y trabajo. El punto es que esta red asimétrica tiene capacidades coordinadoras, erigiéndose así en una tercera forma de gobierno.

Como hecho cultural, el fenómeno de la mistificación del capital tiene en su base las condiciones concretas de desigualdad en las que se desenvuelve la compraventa entre capital y trabajo, esto es, la incorporación y subordinación del segundo por parte del primero. En tales condiciones, configurado ese marco de relacionamiento jerárquico, el subproducto necesario es que la creatividad de la que es capaz la actividad humana pasa a ser representada ante nuestros ojos como un atributo del capital: «Como el trabajo vivo -dentro del proceso de producción- está ya incorporado al capital, todas las fuerzas productivas sociales del trabajo se presentan como fuerzas productivas del capital, como propiedades inherentes al mismo» (Marx, 2009, p. 94). Y esto, además, con el agravante de que el efecto ilusorio se extiende no simplemente al trabajo vivo en sí mismo, sino también al conjunto de sus expresiones y cristalizaciones: ciencia, tecnología, técnica, cooperación, maquinaria, inventos, patentes, entre otros. Todo ello aparece como autónomo respecto de su creador y, por ende, como cualidad del capital. Así pues, la mistificación como red simbólica gubernativa es la guinda de un proceso de objetivación de la división del trabajo en virtud del cual, al decir de Max Horkheimer (2000), los seres humanos «renuevan mediante su propio trabajo una realidad que los esclaviza cada vez más» (p. 47).

Pero, adicionalmente, estas tramas simbólicas asimétricas se extienden más allá del campo específico de la producción, encontrando terreno fértil también en la dimensión del consumo. Como botón de muestra se puede mencionar el fenómeno de la manipulación de las necesidades -el cual se vio potenciado por el uso generalizado de la publicidad desde finales del siglo xix-, en tanto instrumento de control funcional a la índole del capitalismo fordista, en el que la ganancia ya no está sujeta a la competencia, sino a la fijación de márgenes sobre precios. Sin embargo, incluso con anterioridad a estos desarrollos, en los GrundrisseMarx (1975) había entrevisto la potencialidad gubernativa del fenómeno:

Por lo demás […] cada capitalista, ciertamente, exige a sus obreros que ahorren, pero solo a los suyos, porque se le contraponen como obreros; bien que se cuida de exigirlo al resto del mundo de los obreros, ya que estos se le contraponen como consumidores. In spite de todas las frases «piadosas», recurre a todos los medios para incitarlos a consumir, para prestar a sus mercancías nuevos atractivos, para hacerles creer que tienen nuevas necesidades, etc. Precisamente este aspecto de la relación entre el capital y el trabajo constituye un elemento fundamental de la civilización; sobre él se basa la justificación histórica, pero también el poder actual del capital (p. 230).

Finalmente, como otra fuente cultural de capacidades gubernativas identificable a lo largo de este recorrido sumario en torno a la crítica de la economía política, pero articulada aquella a la acción opositora del mundo del trabajo, son de destacar las referencias de Marx a la solidaridad que emerge a la hora de la organización de la clase subordinada y, particularmente, en el caso de los sindicatos y las cooperativas. En efecto, en estas organizaciones la solidaridad entra a agenciar como lazo social que gira en torno a la colaboración espontánea y que se funda en un sentido de la reciprocidad cuyo origen último son la empatía y los afectos que se gestan en la lucha.4 En el documento interno de la i Internacional, Instrucción sobre diversos problemas a los delegados del Consejo Central provisional, Marx (1976) subraya la importancia de tales formas organizativas de cara a la superación de la competencia entre trabajadores que impone el mercado de fuerza de trabajo, bien sea adelantando la «guerra de guerrillas» del trabajo contra el capital librada para impedir el deterioro de las condiciones laborales -los sindicatos-, bien erigiéndose en una anticipación de lo que sería una futura organización del trabajo sin dominación -las cooperativas-. Y mientras los sindicatos eran claves de cara a lo inmediato, apuntando a constituirse en «centros organizadores de la clase obrera ante el magno objetivo de su completa emancipación» (p. 84) y encarnando un rol semejante al desempeñado por las municipalidades medievales en el caso de la burguesía, las cooperativas estaban llamadas a ser una de las columnas vertebrales de la producción en un escenario poscapitalista,5 escenario en el que ellas podrían llegar a desplegar a plenitud sus virtudes como «asociación de productores libres e iguales» (p. 82).

Por supuesto, la integración colectiva en estos dos casos -y en general, en cualquier agrupación humana- discurre también en torno a procesos cognitivos que cumplen el papel de sistematizar y hacer explícitas las dinámicas que jalonan la articulación, amén de asignar fines colectivos. Tales procesos se hallan condicionados por la división del trabajo material e intelectual existente al interior de los grupos, conduciendo a la formación de una capa de intelectuales que se ocupan de traducir a conceptos la identidad colectiva de estos. Y aunque en el campo de la teoría crítica Gramsci (2016) es el autor de referencia por antonomasia, previamente en La ideología alemanaMarx y Engels (1959) destacaron el rol -en el caso de la organización de la burguesía- de los «ideólogos conceptivos activos» que «hacen del crear la ilusión de esta clase acerca de sí misma su rama de alimentación fundamental» (p. 49). Así las cosas, la creación de ilusiones -y con ello la formación de redes simbólicas asimétricas- no es una dinámica que discurra tan sólo de manera objetiva en la esfera de la estructura, sino que también debe ser considerada como un quehacer intencional e interactivo adelantado por los intelectuales de clase o «ideólogos conceptivos». En los dos sentidos, por tanto, las redes en cuestión son tramas dialógicas que definen balances hegemónicos.

En conclusión, a propósito de todo lo analizado hasta aquí, existe en Marx una compleja teoría del gobierno de las sociedades presididas por el modo de producción capitalista, la cual desborda claramente la manida idea de una dirección colectiva exclusivamente jerárquica ejercida desde el Estado. En efecto -y sin desconocer el papel relevante que dicho tipo de conducción desempeña en el proceso-, para el autor alemán el mercado capitalista goza igualmente de unas capacidades de coordinación colectiva que son determinantes y que se basan en las dinámicas autogubernativas que lo rigen, esto es, en el establecimiento de una trama de interacciones despersonalizadas mediadas por el valor de cambio. Por último, en tercer lugar, la producción de «ilusiones» sociales se erige en una red gubernativa, es decir, en una trama dialógico-relacional que genera y reproduce valores y pautas culturales que se internalizan, regulando y controlando así el comportamiento de los individuos. Esta dinámica de producción simbólica tiene su piedra de toque en los procesos materiales de incorporación del trabajo en el capital o subsunción real de aquel en este, y se despliega a dos bandas, a saber: de una parte, a través de la labor de un sector social de ideólogos o intelectuales especializados en la construcción de visiones del mundo clasistas; y de la otra, por cuenta de la generación de lazos solidarios entre quienes luchan y se oponen al orden del capital en escenarios microsociales.

2. Teoría crítica del gobierno y teoría de la gobernanza

Según Jan Kooiman (2005), reconocido estudioso del fenómeno gubernativo en las últimas décadas, las sociedades contemporáneas vienen experimentando un cambio en la forma en que son conducidas, desplazándose desde una dinámica puramente «unidireccional», esto es, que se desenvuelve de arriba a abajo o de los gobernantes a los gobernados:

Hacia un modelo bidireccional en el que se tienen en consideración aspectos, problemas y oportunidades, tanto del sistema de gobierno como del sistema a gobernar. Esto es lo que se denomina gobernanza sociopolítica o gobernanza interactiva, fundada sobre interacciones amplias y sistémicas entre aquellos que gobiernan y los que son gobernados, lo que se aplica tanto a las interacciones público-público como a las interacciones público-privado (pp. 60-61).

Por supuesto, esas interacciones bidireccionales son de diversa índole, de ahí que Kooiman (2005) hable de tres «modos» de gobernanza, a saber: «autogobierno (self-governing), cogobierno (cogoverning) y gobierno jerárquico (hierarchical governing)» (p. 64). En su perspectiva, el autogobierno alude a procesos de autoorganización y autodesenvolvimiento de los sistemas sociopolíticos que son jalonados por sectores sociales como el derecho y la economía, y en virtud de los cuales quedan excluidas las intervenciones externas del gobierno jerárquico tradicional. A falta de este, se entiende que «los sistemas autopoiéticos solo pueden ser gobernados por sus modelos internos y autorreferenciados de organización y operación» (p. 66).

En cuanto al cogobierno o «cogobernanza», remite para Kooiman (2005) a relaciones horizontales y cooperativas entre actores colectivos de diferente tamaño y poder que se coordinan para perseguir un fin en común. En este esquema colaborativo puede inscribirse el gobierno central, pero aparece como uno más en semejante contexto general de horizontalidad, haciendo en tal virtud autocontención de su capacidad coercitiva. En este caso, se habla de «acuerdos macro donde hay una cuestión de coordinación en y entre “el” Estado, “el” mercado, las jerarquías, las redes, etc.» (p. 67).

Finalmente, la «gobernanza jerárquica» se refiere a las intervenciones del poder burocrático-administrativo estatal, a través de leyes y políticas públicas. Lo propio de este modo de gobierno es el despliegue de «transacciones redistributivas (transferencias en una dirección)» (Kooiman, 2005, p. 70) en un marco relacional general de asimetría entre «distribuidores y receptores».

Abundando acerca de estas cuestiones y desde una perspectiva más afín al campo de la teoría crítica, Jessop (2017) define la gobernanza en un sentido cercano al de Kooiman en estos términos:

La noción de gobernanza carece de un núcleo jurídico-político o, dicho de otra forma, de un punto de referencia institucional relativamente fijo […] mientras que la estatalidad se relaciona en primera instancia con el sistema de gobierno (polity), la gobernanza se relaciona más con la política (politics) y la práctica política (policy). Se refiere al ejercicio de la política pública, a las políticas públicas concretas o a los asuntos públicos más que al Estado como sistema de gobierno, esto es, entendido como la estructura en la que estas tienen lugar […]. En términos generales, la gobernanza se refiere a mecanismos y estrategias de coordinación de cara a la interdependencia recíproca compleja entre agentes, organizaciones y sistemas funcionales operativamente autónomos. Las prácticas de gobernanza van desde la expansión de regímenes internacionales y supranacionales, pasando por asociaciones nacionales y regionales público-privadas, a redes de poder y de toma de decisiones más localizadas y, al menos para algunos investigadores, en particular los foucaultianos, a la gobernanza de mentes y cuerpos (pp. 229-230).

Al profundizar en dichos «mecanismos y estrategias de coordinación», Jessop (2017) identifica cuatro modos de gobernanza: «intercambio, mando, red y solidaridad» (p. 230), diferenciándose de Kooiman al incluir esta última en calidad de modalidad independiente y concibiéndola como un «compromiso irreflexivo e incondicional» (p. 232), llamado a tener incidencia gubernativa solo en agrupaciones pequeñas.6 Por su parte, para el autor británico el intercambio envuelve una capacidad autoproductiva que se despliega a través de las interacciones propias del mercado; el mando consiste en un ejercicio imperativo ex ante orientado a la consecución de metas colectivas que se desenvuelve de arriba a abajo; y finalmente, el diálogo «implica una autoorganización reflexiva continua basada en las redes, en la negociación y la deliberación, orientada hacia la redefinición de objetivos en vista de las circunstancias cambiantes en torno a un proyecto consensuado a largo plazo que se toma como base para la coordinación negativa y positiva de acciones» (p. 232).

Según Jessop (2017), el diálogo o red «se refiere a la gobernanza en sentido estricto y se denomina también gobernanza dialógica, que describe mejor su inconfundible modus operandi, esto es, el diálogo y la negociación dentro y a través de redes» (p. 230). De acuerdo con esto, el concepto de gobernanza tendría un doble significado: uno amplio, alusivo a la pluralidad de modos de gobernación colectiva, y uno restringido, referido a la coordinación reticular.

Coincidiendo con esta consideración, Renate Mayntz (2005) ha hablado de dos acepciones diferentes del término gobernanza: «Por un lado, la gobernanza se utiliza ahora con frecuencia para indicar una nueva manera de gobernar que es diferente del modelo de control jerárquico, un modo más cooperativo en el que los actores estatales y los no estatales participan en redes mixtas público-privadas» (p. 83). Para ella, este significado parece haber sido introducido por el Banco Mundial hacia 1989. De otra parte, el segundo sentido del concepto es mucho más general y tiene otros orígenes. En efecto, en este caso «la gobernanza significa los diferentes modos de coordinar acciones individuales o formas básicas de orden social. Este uso del término parece haber surgido de la economía de los costes de transacción» (p. 84).

Hasta este punto, por lo menos en lo que se refiere a la concepción de conjunto del fenómeno, la teoría de la gobernanza no aporta mayores novedades con respecto al análisis marxiano previamente abordado. Incluso puede achacársele el error de haber postulado la tesis del supuesto «paso del gobierno a la gobernanza» -ubicado hacia la década de 1970, de la mano de la llamada «crisis de gobernabilidad»- cuando, como ya se ha analizado en una clave muy alejada del estatalismo, la multimodalidad gubernativa es en realidad la forma de coordinación sociopolítica típica del orden capitalista. Sin embargo, hay un aspecto en el que la teoría de la gobernanza logra dar un paso adelante, identificando un rasgo muy específico del fenómeno gubernativo en la contemporaneidad, el cual, por lo demás, se erige en su motivo reflexivo más original: la idea de metagobernanza, concerniente a la forma de regular el equilibrio o colibración entre las distintas modalidades gubernativas, es decir, de lograr algún tipo de balance entre ellas y, a la vez, de proveer instrumentos para superar los inevitables fallos que experimenta cada forma de coordinación considerada en sí misma.7

De conformidad con la teoría de la gobernanza, hay tres niveles de desarrollo del quehacer gubernativo en el escenario de la multimodalidad. En el primer nivel está el desenvolvimiento interno de cada forma: sistémica o autogubernativa, jerárquica y en red o cogubernativa; y ello según sus respectivos principios dinamizadores: la competencia, la coerción y el diálogo, respectivamente. Dada una coyuntura de crisis gubernativa en alguna de dichas modalidades, se pasa al segundo nivel de gobierno, el cual se ocupa de tratar de superar los fallos desplegando las respectivas e inmanentes capacidades de regulación y control. Finalmente, el tercer nivel corresponde propiamente a la metagobernanza, en tanto gobierno del conjunto o gobernanza de la gobernanza.

Para Kooiman (2005), la metagobernanza es un momento evaluativo y prescriptivo que combina el autogobierno sistémico y la criba dialógica propia de la red cogubernativa. El autogobierno se traduce en una suerte de instancia «imaginaria» de la que emanan espontáneamente juicios normativos acerca de la cualificación del proceso gubernativo en su conjunto. Tal emanación debe luego ser sometida al debate público, en estos términos:

De algún modo, los sistemas sociopolíticos se autocontienen -resuelven sus propias contradicciones internas- en el contexto de las siempre cambiantes relaciones con su entorno. En última instancia, las entidades sociopolíticas (normativamente) se autogobiernan, tanto activa como creativamente. Mantienen su propia voluntad e identidad, reaccionan a las influencias internas y externas y continuamente crean nuevos estados de asuntos. En la metagobernanza, las normas y los criterios avanzan según las prácticas existentes se evalúan, nuevas direcciones se sugieren, se examinan los objetivos existentes y se formulan y persiguen otros nuevos […]. Por otro lado, estas normas tanto desde la práctica como desde la distancia, deberían ser tema de debate de la gobernanza […]. Esto concierne tanto a los gobernantes como a los gobernados […]. Incluso puede decirse que, debido al carácter de extraño enlace de meta, los papeles se cambian completamente: en meta-gobierno es el gobernado en particular quien toma el papel principal como meta-gobernante y los gobernantes los que son gobernados (p. 76).

A despecho de los sesgos sistémicos de Kooiman, que deja todo en manos de la capacidad autocorrectiva del mercado depurada por medio de los intercambios dialógicos de actores colectivos insertos en redes de interdependencias mutuas, Jessop (2017) prefiere seguir a Fritz Scharpf y hablar de la «sombra de la jerarquía», en tanto momento estatal, como el verdadero paraguas común bajo el cual se alcanza la coordinación entre modos de gobernanza. Así pues, el Estado y sus capacidades burocrático-administrativas -legislación, tributación, coerción, entre otros- sigue siendo la última instancia de conjunto que fija balances móviles y desplazamientos fronterizos entre los modos de coordinación: la cuestión de fondo que se resuelve «a la sombra de la jerarquía» es cómo entender y manejar las relaciones entre mercado, diálogo y jerarquía en un periodo y lugar determinados. Evidentemente, esa instancia de apelación estatal ya no puede ser asumida como una jerarquía monolíticamente imperativa, sino, al decir de Jessop, apenas como una suerte de primus inter pares.

En ese sentido y parafraseando la fórmula gramsciana mencionada en la introducción, el Estado contemporáneo, considerado gubernativamente: «puede definirse como “gobierno + gobernanza a la sombra de la jerarquía”. Esto se ajusta bien a la conocida definición de Gramsci del Estado como “todo el complejo de actividades prácticas y teóricas con las cuales la clase dirigente no solo justifica y mantiene su dominio, sino que también logra obtener el consenso activo de los gobernados”» (Jessop, 2017, pp. 240-241).

A la luz de estas premisas, no es raro que Jessop (2008) haga una interpretación del concepto gramsciano de Estado en la que le son reconocidas potencialidades colibradoras -capacidades para cambiar el equilibrio entre los modos de gobernanza- a la acción política contrahegemónica, la cual, en tales condiciones, quedaría también bajo la «sombra de la jerarquía»:

El descuido de alguna condición clave para la acumulación [de capital] genera tensiones crecientes para hacerle frente (bien sea a través del surgimiento de una crisis o de la movilización de fuerzas sociales críticas con la acumulación continuada, y que son afectadas de manera adversa por dicho descuido). En la economía esto se refleja en movimientos de precios y en conflictos económicos; en el sistema político, se ve en cambios en la opinión de las élites y en la opinión pública, así como en protestas políticas, etc. En este punto, cuando las fuerzas sociales intentan colibrar (modificar el equilibrio relativo entre) varios mecanismos de gobernanza y alterar su importancia relativa, aparece la metadirección (en ocasiones denominada metagobernanza) (p. 61).

Sin embargo, al proceder de esta manera, Jessop (2008) termina restringiendo las luchas antisistémicas al horizonte de la política convencional, es decir, las condena a tener que remitir su accionar exclusivamente a la búsqueda de acuerdos corporativistas con las instancias del poder burocrático administrativo estatal y, en consecuencia, a tener como interlocutores fundamentales, en el marco de la gobernanza en red o cogubernativa, a las élites de políticos profesionales. En este orden de ideas, su concepción soslaya que no toda la acción política busca emprender «la larga marcha a través de las instituciones», sino que una buena parte de ella -característicamente, la que adelantan los movimientos sociales- a lo que apunta es a politizar la sociedad civil, esto es, a configurar nuevas mayorías en torno a temas particulares. Atrapado en su propio funcionalismo, Jessop excluye la posibilidad de mirar la esfera sociopolítica desde la subjetividad y desde abajo, esto es, desde la articulación dialógica de los individuos comunes y corrientes y micro socialmente organizados que se activan alrededor de coyunturas álgidas. La consecuencia política de este bloqueo hermenéutico es, por supuesto, el privilegio del momento jerárquico como coordinador social necesario de última instancia y su asunción como premisa institucional capaz de metabolizar y reconducir todo el proceso político.

Conclusiones

La concepción convencional sobre el gobierno, cuya perspectiva sobrevalora las capacidades directivas del Estado y sus instrumentos jerárquicos, se ha erigido también en la manera predominante de interpretar el mensaje político de la teoría crítica inspirada en Karl Marx. Así las cosas, se nos presenta la imagen de un Marx Estado-céntrico en cuestiones gubernativas y economicista en lo relativo a la constitución de clase.

No obstante, cuando se procede -como lo hace el autor alemán- a abordar el fenómeno gubernativo en el contexto concreto de la despersonalización de la dominación propio de las sociedades capitalistas, los resultados muestran un panorama muy diferente en lo que a complejidad analítica y a profundidad política se refiere. En efecto y a despecho de las lecturas centradas en el mando y la jerarquía, lo que se desprende de esta mirada alternativa es la idea de un orden sociopolítico presidido por una multimodalidad coordinativa, así: en primer lugar, emerge el sistema del mercado en tanto conjunto de interacciones mediadas por el valor de cambio que goza de unas capacidades autoorganizativas y autorreproductivas, y que se expande colonizando espacios y sectores sociales, sometiéndolos a su lógica de competencia y cálculo de la utilidad; segundo, aparece ineludiblemente la jerarquía, concebida como mecanismo de conducción que encuentra su epítome en el poder burocrático-administrativo del Estado moderno, pero cuya génesis es microsocial: las esferas del taller productivo y -más allá de Marx- de la reproducción doméstica, antaño unidas -por ejemplo, el oikos griego y el domus romano- pero a día de hoy separadas y, a la vez, articuladas -el trabajo reproductivo impago que reduce el costo de producción de la fuerza de trabajo-.

Por último, en tercer lugar, Marx contempla también el mecanismo gubernativo gestado alrededor de la «mistificación del capital» y consistente en aquel proceso, tanto estructural como intencional, que redunda en la producción de «ilusiones» sociales. Se trata de los efectos simbólicos de la subsunción real del trabajo en el capital, en virtud de los cuales el fluir creador de la actividad humana cooperativa aparece como si fuera una potencia del capital. Dado ese marco objetivo de subordinación material y de despojo simbólico, las luchas políticas que se desenvuelven en su seno se hallan jalonadas, a ojos de Marx, por un doble componente: de una parte, los discursos construidos por los ideólogos o intelectuales profesionales, verdadero fulcro de las hegemonías políticas por cuanto presentan como generales los intereses particulares de los sectores dominantes; de la otra, la emergencia, para el caso de las formas de articulación microsocial, de la solidaridad como relación social-natural que se remonta a la dimensión erótica del ser humano, pero que se ve favorecida por la interacción cara a cara propia de las agrupaciones pequeñas -sindicatos y cooperativas en la consideración de Marx y, a día de hoy, el panorama más amplio de organizaciones locales, comunitarias, asociativas sin ánimo de lucro, entre otras-. Hilando fino a partir de estos elementos y con apoyo en Gramsci, se podría inferir que la combinación de los nexos afectivos en el ámbito de base y las construcciones discursivas de mayor escala, fraguada en el contexto de constelaciones dialógicas, serían dos ingredientes ineludibles a la hora de la construcción de proyectos contrahegemónicos.

Ahora bien, a la luz de esta trama gubernativa de tipo multimodal propia del modo de producción capitalista y presente en el pensamiento de Marx, queda relativizado el carácter de originalidad de la teoría contemporánea de la gobernanza. Más aún, se hace trizas su tesis de un «paso del gobierno a la gobernanza» iniciado hacia la década de 1970. No obstante, la teoría de la gobernanza sí abre un debate muy relevante alrededor del fenómeno de la metagobernanza, es decir, de las necesidades de ajuste y reajuste, de balance y reequilibrio entre los modos de coordinación gubernativa antedichos, necesidades derivadas de los fallos o crisis que ineludiblemente se presentan en cada uno de ellos.

Según Jan Kooiman, la metagobernanza se realiza como consecuencia espontánea de la autopoiesis general del sistema, cribada a través del debate que tiene lugar al interior de las redes dialógicas o cogubernativas. Lo que Kooiman pasa por alto, es el carácter valorativamente asimétrico de dichas redes, afectadas por la ya reseñada mistificación del capital, a lo que habría que agregar los sesgos racistas, de género, entre otros, propios de las sociedades contemporáneas y las desigualdades de recursos de acción existentes entre la esfera corporativista de la sociedad civil y el amplio espectro del asociativismo microsocial que también la compone.

Por su parte y en una perspectiva más afín al campo de la teoría política crítica, Bob Jessop concibe la metagobernanza como el subproducto de un reinterpretado quehacer estatal, que ya no actuaría amparado por credenciales imperativas, sino como un simple pero necesario primus inter pares. Para Jessop, paralelamente, el Estado debe ser visto como un fenómeno que combina los atributos de un ente burocrático-administrativo, con la condición dual de ser una relación social compleja cuya unificación institucional es relativa y un proyecto, idea o visión dominante de la organización política. Así las cosas, propone superar la conocida fórmula gramsciana acerca del Estado: «sociedad política + sociedad civil», con la más específicamente gubernativa de «gobierno + gobernanza a la sombra de la jerarquía».

Mas si es cierto que todo el proceso político discurre bajo el techo común de dicha «sombra», entonces la política de los movimientos sociales, que representa la dispersión propia de la lucha extraparlamentaria, tendría que ser reinterpretada -de manera equívoca- como el quehacer de una suerte de grupos de presión informales orientado a influir en las decisiones estatales mediante su inserción en las redes de política pública convencionales. Así pues, pese a que a diferencia de Kooiman Jessop hace una lectura no autopoiética de la metagobernanza, esto es, no balanceada a favor del mercado, al igual que el autor holandés queda atrapado en la tela de araña determinista y políticamente desactivadora propia del funcionalismo, aunque ahora por cuenta de la exaltación de la jerarquía. En otras palabras, el horizonte conservador de la teoría de gobernanza excluye de plano la posibilidad de entender el gobierno como la articulación dialógica de individuos autónomos que logran desplegar todas sus potencialidades y coordinarse en la mira de controlar el proceso productivo -sujeción del mercado a las constelaciones dialógicas- y de relativizar al máximo la diferenciación entre gobernantes y gobernados -desjerarquización-. Para poder elevarse hacia una concepción de este tipo -en sintonía con el estándar emancipatorio delineado por Marx (1975): «La libre individualidad, fundada en el desarrollo universal de los individuos y en la subordinación de su productividad colectiva, social, como patrimonio social» (p. 85)- se requiere trascender las limitaciones que lastran a la gobernanza y a la metagobernanza, y que se derivan de su compromiso con lo existente. Tal trascendencia bien podría ser denominada teoría de la contragobernanza.

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1 Artículo derivado de los resultados de la investigación doctoral sobre teorías críticas del gobierno realizada en 2015-2018 en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología, Universidad Complutense de Madrid, España.

2La expansión en mención conlleva la universalización de la subordinación del trabajo, pues en la medida en que el productor capitalista cuenta con montos crecientes de inversión que le permiten estimular el desarrollo técnico de los medios de trabajo y monopolizarlos, y así desplegar su dinámica productiva hacia espacios previamente inconquistados, entonces paralelamente puede acceder a nichos de actividad humana todavía no subsumidos al capital. Este fenómeno de expansión a dos bandas, de la relación de capital y de la subordinación del trabajo, que tiene en su base la apelación sistemática a la plusvalía relativa, la cientifización y mecanización creciente de la producción, la concentración de volúmenes magnificados de capital y la masificación ilimitada de la población y la producción, fue denominada por Marx (2009) subsunción real del trabajo en el capital.

3Para Negri, dado el tránsito hacia lo común, el capital ya no puede apuntar a la extracción de plusvalor, pasando a comportarse rentista y parasitariamente, es decir, intentando captar el beneficio a posteriori y en clave de expropiación antes que de explotación, por ejemplo, a través del capital financiero y la especulación.

4A la larga, a medida que crecen en miembros y recursos, en que se amplía la división del trabajo y se tiende a mayores grados de burocratización y corporativización organizativa, la solidaridad deja de ser el eje de la integración colectiva de los sindicatos y las cooperativas. Sin embargo, para la década de 1860, cuando Marx valora su papel, no era ese el caso.

5Como ha destacado Antoni Domènech, (2019), el otro componente de la producción poscapitalista estaría constituido, según Marx, por un sector de empresas de gran tamaño inspiradas en el formato de las sociedades por acciones.

6Más que como una cuarta categoría independiente, la solidaridad incubada en lo microsocial debe ser vista como una forma alternativa de autogobierno, una forma que de manera inmanente desafía la autopoiesis del mercado: como a todo orden sistémico, al mercado le cuesta lidiar con lo pequeño, absorberlo a plenitud, someterlo a cabalidad a su lógica de despersonalización afincada en el valor de cambio. En lo micro, la interacción cara a cara entre personas crea un contexto social favorable al desarrollo de lazos afectivos —amor, amistad, compasión, empatía— que en último término remiten a la dimensión erótica, esto es, a una pulsión natural y, en ese sentido, autogubernativa. Tal modelo de relaciones solidarias resulta ser, por tanto, contrario a la racionalidad instrumental que campea en el escenario del sistema del mercado capitalista y, en ese sentido, se habla de un patrón relacional que no solo se resiste a la colonización mercantil, sino que además tiene la potencialidad de erigirse en el núcleo de un orden social alternativo.

7Sobre los fallos de los modos de gobernanza, véanse Jessop (2008) y Quiñones (2019).

**Cómo citar este artículo. Quiñones Páez, Julio Rafael. (2023). La cuestión del gobierno en la teoría política crítica. Estudios Políticos (Universidad de Antioquia), 68, pp. 170-190. https://doi.org/10.17533/udea.espo.n68a07

Recibido: 01 de Junio de 2023; Aprobado: 01 de Octubre de 2023

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