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Revista Med

versão impressa ISSN 0121-5256versão On-line ISSN 1909-7700

rev.fac.med v.15 n.2 Bogotá jul./dez 2007

 

ARTÍCULO

LOS MÉDICOS Y EL EXTRAÑO PADECIMIENTO DE JOSÉ FERNÁNDEZ ANDRADE. EN DE SOBREMESA DE JOSÉ ASUNCIÓN SILVA

THE PHYSICIANS AND THE RARE SUFFERING OF JOSÉ FERNÁNDEZ ANDRADE IN "DE SOBREMESA" BY JOSÉ ASUNCIÓN SILVA

RUBÉN SÁNCHEZ GODOY, Filósofoa*


Recibido: Junio 21 de 2007. Aceptado: Julio 18 de 2007.

a University of Pittsburgh.

* Correspondencia: rsanchezgodoy@yahoo.com. Dirección postal: 160 South Fairmount St. Apt. 1 Pittsburgh, PA 15206, USA.


1.

De sobremesa (1) es la única novela escrita por el poeta colombiano José Asunción Silva (1865-1986). Se trata de un texto constituido en su mayor parte por la lectura que lleva a cabo su protagonista, José Fernández Andrade, de su diario de viaje por Francia, Suiza e Inglaterra durante poco más de diecinueve meses. Dicha lectura está enmarcada dentro de un ambiente intimista, conformado sólo por algunos amigos (1) (p.229). Estos amigos incitan la lectura del diario, sólo ocasionalmente la interrumpen y permanecen en silencio una vez que la lectura de éste termina.

El diario narra las andanzas y reflexiones del protagonista a lo largo de su viaje. En éste encontramos noticia de diversas lecturas, aventuras amorosas, fiestas, reuniones con amigos, visitas a varios médicos y un gran conjunto de consideraciones del protagonista acerca de lo que le sucede. Dentro de todas estas informaciones resaltan de particular manera dos cosas. En primer lugar, un extraño padecimiento que experimenta Fernández, para el cual ninguno de los médicos que visita encuentra, ni diagnóstico ni tratamiento satisfactorio. Este padecimiento se manifiesta básicamente como un vaivén entre momentos de gran sobreexcitación y momentos de debilitamiento casi total. El diario presenta a varios médicos intentando infructuosamente entender este padecimiento, al tiempo que prescriben tratamientos que responden más a las diversas creencias que tienen, que a un adecuado conocimiento de éste.

En segundo lugar, en el diario de Fernández resalta la búsqueda de una mujer llamada Helena. Fernández ve a estar mujer sólo una vez en su vida, en un restaurante en Ginebra (1) (pp.270-276). Nunca habla con ella y tampoco tiene una sola señal de correspondencia de ella acerca de sus deseos. Helena es sólo una visión nocturna en un restaurante. Sin embargo, Fernández dice experimentar desde cuando ve a Helena, un amor sin límites por ella. El diario presenta a Fernández buscando a través de todos los medios posibles encontrar indicios que lo lleven hacia la mujer, repitiendo que sólo cuando la halle encontrará la felicidad y la cura para su padecimiento. En otras palabras, la esperanza de Fernández es encontrar en el amor de Helena, lo que la medicina no parece poder brindarle. Esta búsqueda de su amada Helena tiene un particular desenlace. En el momento en que cree estar ya muy cerca de ella, Fernández descubre su tumba. Sin embargo, lejos de ver en ello una aniquilación de su esperanza, proclama la inmortalidad de Helena como eterno objeto de su amor (1) (p.350).

Este desenlace introduce una abrupta interrupción dentro de la intrincada secuencia de consideraciones que lleva a cabo el protagonista en su diario. La lectura del diario termina allí. El silencio que sigue a la terminación de la lectura enfatiza esta interrupción en la medida en que no presenta una posición que apruebe o descalifique las últimas sentencias escritas en éste; simplemente, hace retornar el texto hacia el ambiente intimista en el cual ha tenido lugar su lectura (1) (p.351). La búsqueda amorosa ha sido infructuosa y Fernández no ha encontrado una cura para su enfermedad. Al final de la novela, estamos en presencia de un hombre de precaria salud y refinado gusto leyendo su diario de viaje a algunos de sus amigos.

2.

Podríamos pensar que estamos ante una de tantas historias de amor enfermizo y fallido que ofrece la literatura de finales del siglo XIX. Sin embargo, el texto de Silva nos ofrece mucho más que eso. Nos ofrece una aproximación a un problema que fue particularmente relevante en ese momento: la pugna entre arte y medicina. La cuestión era si podía considerarse al arte como producto de una vida saludable o producto de una vida degenerada.

El tema de la degeneración había adquirido relevancia política y el parecer de los médicos, dado su bagaje de conocimientos científicos, era considerado particularmente importante para definir lo que era una vida saludable en contraposición a una vida degenerada. Según Michel Foucault (2), desde mediados del siglo XIX la medicina se había transformado en una disciplina que muchos gobiernos consideraban fundamental para la definición e implementación de políticas de salud pública, que permitieran alcanzar significativos progresos para sus naciones. La cuestión ya no era sólo prestar servicios de salud a grupos específicos, sino poder llegar a establecer las condiciones para generar una población saludable (3). En consecuencia, junto con la implementación de políticas de salud pública, se comenzaron a producir discursos que trataban de prescribir, sobre la base de un vocabulario médico, los tipos de comportamiento que podrían generar esa población saludable.

En ese contexto, la inquietud acerca de las actividades que podrían introducir la degeneración en la sociedad se torno de particular relevancia. Ciertas producciones artísticas comenzaron a despertar inquietud debido a que eran vistas como contrarias a la idea de salud pública que ciertos gobiernos pregonaban. Se trataba de producciones que no venían de las academias sino de enfermos que hacían de su enfermedad una condición privilegiada para la producción artística. Enfermedades como la histeria, la tisis o la locura, se habían convertido en patologías que algunos individuos pregonaban como el ambiente más propicio para espíritu creador. Baste recordar a Van Gogh, Nerval, Lautréamont o Nietzsche, entre otros y su fascinación con la enfermedad como condición para la producción artística. Según Georges Didi Huberman (4), médicos como Charcot comenzaron a desarrollar trabajos con este tipo de individuos a quienes se aproximaban con una mezcla de fascinación científica e inquietud moral a la vez.

Un médico alemán llamado Max Nordau publicó en 1892 un texto que llegó a ser muy famoso y cuyo título era Degeneración (5). En dicho texto, Nordau señalaba que la degeneración era un problema que afectaba a las sociedades y que tenía una de sus principales manifestaciones en ciertas producciones artísticas que eran productos de espíritus degenerados, irracionales y enfermos. "Los degenerados no son siempre prostitutas, criminales, anarquistas y reconocidos lunáticos; a menudo son escritores y artistas" (5) (p.vii, traducción personal), sentenciaba Nordau, al mostrar los peligros de minimizar la influencia de ciertos artistas dentro de la sociedad. No tardó Nordau en recibir duras réplicas por parte de artistas y otros intelectuales que lo acusaron de confundir la degeneración con variaciones y potencias vitales que sus moralistas y toscas nosologías nunca llegarían a comprender. El intento de constricción del arte a los parámetros de una perspectiva médica que ponía a la ciencia al servicio de ciertas creencias morales, recibió críticas por parte de diversos sectores que vieron en ese intento un exceso del saber médico y un peligro a la hora de pensar la sociedad en su complejidad. (6)

Nordau estaba tocando una de las cuestiones más relevantes para la ciencia médica en su momento, a saber, establecer en qué sentido el saber médico podía establecer o no criterios para el arte y, más ampliamente, para la sociedad a partir del criterio de la salud y la enfermedad. Al hacer esto, estaba cuestionando de paso el papel de ciertos artistas dentro de la sociedad, en un momento en el cual éstos aparecían como los únicos capaces de ofrecer resistencia ante la casi hegemónica presencia del espíritu científico.

3.

Silva, quien tenía una particular fascinación tanto por el arte como por los temas médicos, entra dentro de ese debate y su novela De sobremesa puede ser entendida en cierto sentido como una réplica a Nordau y aquellos que como él creían que el arte expresaba una forma decadente de existencia. Esta no es la única ocasión en la cual Silva escribe sobre la relación entre medicina y enfermedad. Silva explora esta cuestión en varios de sus poemas. "El mal del siglo" (1) (p.74), "Psicoterapéutica" (1) (p.81), "Zoospermos" (1) (p.84), "A una enferma" (1) (p.156) y "Melancolía" (1) (p.167) son muestra de ello. En ellos no siempre es claro que Silva tome partido por el arte en contra de la medicina. Más bien, Silva indica cómo a la base de lo que se concibe como salud y enfermedad existe una cierta concepción de la vida.

En De sobremesa, Silva explora esta relación proponiendo un personaje que posee una particular sensibilidad. La sensibilidad de José Fernández Andrade, lejos de plegarse a los esquemas dentro de los cuales tendría que ser eventualmente ubicada, interroga las nosologías y tratamientos médicos señalándolos como producto de una estrecha comprensión de la sensibilidad. Sin embargo, Silva no desdeña la medicina sino que la convierte en un continuo interlocutor de su personaje. En consecuencia, José Fernández Andrade aparece como uno de esos casos difíciles en los cuales el paciente entremezcla de manera continua la necesidad de tratamiento con la exaltación de su condición enfermiza. Ahora bien, este tipo de textos en los cuales una sensibilidad anómala confronta las pretensiones de conocimiento y control propias del saber médico no son extrañas en la literatura de finales del siglo XIX. Como lo señala Foucault en la tercera parte de la Historia de la locura en la Época Clásica (7), la pugna entre sensibilidad anómala y razón tiene en la literatura del momento uno de sus principales escenarios. De hecho, en el texto De sobremesa encontramos referencias explícitas a algunas de estas consideraciones. Este es el caso del diario de María Bashkirtseff y del juicio que de ella, lo mismo que de otros artistas, hace Max Nordau (1) (pp.239-247).

En consecuencia, la novedad del texto no se halla en la presencia de este tipo de consideraciones, sino en la forma cómo el protagonista las apropia desde una condición en la que habla no sólo una sensibilidad anómala sino, además, una sensibilidad de procedencia marginal o, para decirlo en palabras del mismo protagonista, la sensibilidad de un individuo considerado como un rastaqouère (nombre que se daba en la Francia del momento a los hispanoamericanos que hacían alarde de riquezas de oscura procedencia) por los europeos y como un farolón por sus coterráneos (1) (p.335). Dicho de otro modo, si bien Fernández Andrade se presenta como el hombre que pretende estar inmerso en la cultura europea burguesa de fines del siglo XIX, su presencia en ella aparece como un problema a causa, en primer lugar, de su particular sensibilidad y, en segundo lugar, de su condición de inmigrante en una sociedad en la que es visto y se reconoce irremediablemente como un advenedizo (1) (p.249). Esta sensibilidad liminar lanzará sus invectivas contra los procedimientos que intentan entenderla y tratarla.

A continuación, con el fin de hace plausible esta lectura del texto, llevaré a cabo un recorrido por el diario resaltando los encuentros que tiene Fernández con diversos médicos que intentan diagnosticar y tratar su extraño padecimiento. Este recorrido puede ser interesante al menos por dos razones. En primer lugar, nos puede permitir conocer algunas de las ideas que se tenían acerca del saber médico a finales del siglo XIX. En segundo lugar, nos permite explorar la manera cómo la medicina entra en relación con la sociedad y, más en concreto, con el arte. Considero que varias de estas percepciones de la medicina y su relación con la sociedad y el arte son aún relevantes en nuestro tiempo.

4.

Los médicos están a lo largo de todo el relato de Silva. El primero de ellos es Max Nordau. Como lo hemos señalado más arriba, Max Nordau está presente como el médico que no ha comprendido ni a Marie Bashkirtseff ni a ninguno de los artistas que ha catalogado como degenerados (1) (pp.239-251). "Dichoso clasificador de manías que no has sentido la vida y no has encontrado en tu vocabulario técnico la fórmula en que encerrar las obras maestras de las edades muertas" (1) (p.240), sentencia Fernández al tiempo que ridiculiza algunas de las caracterizaciones que Nordau hace de los artistas. En la primera parte de su diario, José Fernández relata su encuentro con el Diario de María Bashkirtseff y con el juicio que Max Nordau profiere acerca de este diario en su texto Degeneración. Como lo han señalado comentaristas como Gabriel Giorgi (8), la lectura de estos dos textos, el de "la dulcísima rusa muerta en París, de genio y de tisis, a los veinticuatro años, en un hotel de la calle de Prony" (1) (p. 240) y el de el "grotesco doctor alemán, zoilo de los Homeros que han cantado los dolores y las alegrías de la Psiquis eterna" (1) (p. 240), introduce la cuestión que recorrerá todo el diario de Fernández Andrade, a saber, establecer si es aceptable considerar al arte como la expresión de una vida vigorosa que rebasa los límites regulares de la existencia o si, como lo considera Nordau, el arte es básicamente expresión de una vida decadente.

Puesto ante esta disyuntiva, Fernández Andrade adherirá a la posición según la cual el arte expresa una exhuberancia que, sin embargo, no puede ser entendida por todos. Exaltará a Bashkirtseff cuyo diario considerará como "un espejo fiel de nuestras consciencias y de nuestra sensibilidad exacerbada" (1) (p. 247) y criticará de forma vehemente a Nordau de quien dirá que su ciencia miope ha suprimido en él el sentido del misterio que se pone de manifiesto en personalidades como la de Bashkirtseff. Ahora bien, esta adhesión a la posición según la cual el arte expresa una exhuberancia vital no es una mera opción intelectual para Fernández Andrade. Se trata, más bien, de un complejo proceso que implica, de una parte, una lectura, a la luz del texto de Bashkirtseff, de las anomalías de su propia sensibilidad como productos de una exhuberancia vital para la cual no hay un lenguaje apropiado y, en segundo lugar, una persistente oscilación entre la búsqueda de una vida ascética que le permita elaborar grandes proyectos para su futuro y la entrega a momentos de desenfreno que le permitan desfogar las que considera sus incontenibles energías. El diario de María Bashkirtseff deviene entonces el texto de cara al cual Fernández interpreta y encamina de manera inacabada su propia vida. Su búsqueda de identificación con la poetisa se convierte ahora en un padecimiento que varios médicos tendrán que tratar de entender y diagnosticar.

5.

En segundo lugar, tenemos a Sáenz. Él es el médico amigo de Fernández. A Sáenz la compañía de Fernández le produce placer ya que encuentra en él o, más precisamente, en sus habilidades para la poesía y su gusto por los objetos lujosos, un espacio que le ayuda a dejar de lado, al menos por un día, las desagradables sensaciones que le producen los espacios que por su profesión de médico tiene que frecuentar (1) (p.230). A pesar de su fascinación con la vida de Fernández, él es quien tiene las más duras críticas a la vida que éste lleva en el momento en que está leyendo su diario. De un lado, considera una lástima que Fernández haya abandonado la actividad poética por lo que Sáenz considera un abuso de los sentidos. "No son tus complicaciones intelectuales las que no te dejan escribir, ni tampoco son tus grandes facultades críticas que requerirían que produjeras obras maestras para quedar satisfechas, no, no es eso; son las exigencias de tus sentidos exacerbados y la urgencia de satisfacerlas que te domina" (1) (p.235), afirma Sáenz, quien arguye que sólo busca que Fernández trate de mantener una moderación en su sensibilidad que le permita regresar a la escritura de poesías.

De otro lado, Sáenz es el único que considera que el proyecto político concebido por Fernández en Europa y que consiste, en términos generales, en crear una dictadura de elite que introduzca la civilización en su país a sangre y fuego, es sensato. No obstante que el mismo Fernández, en el momento en que lee su diario, considera este proyecto como una locura, Sáenz cree que la concepción de éste expresa uno de los momentos en que más ha estado en sus cabales (1) (pp.257-265). Rechazando estos pareceres de Sáenz, Fernández responde, en primer lugar, que no está interesado en volver a la actividad poética ya que implicaría un excesivo gasto de tiempo en algo que nadie comprendería ni valoraría adecuadamente. "Dime, Sáenz -interroga Fernández a su interlocutor-, ¿son todas esas experiencias opuestas y las visiones encontradas del universo que me procuran, todo eso es lo que quieres que deje para ponerme a escribir redondillas y a cincelar sonetos?" (1) (p.234). En segundo lugar, según Fernández, no es la moderación sino la distribución de fuerzas entre diversas actividades, la transformación de la política en un mero sport y el desprecio por las mujeres lo que puede hacer soportable su actual condición (1) (p.290).

Tenemos entonces dos concepciones de la vida confrontadas. Según Sáenz, la vida debe tener una moderación que permita el ejercicio de la actividad poética y el poder sobre naciones aún no civilizadas. Según Fernández, la vida ha de estar entregada a una multiplicidad de sensaciones que no produzcan ningún tipo de apego o compromiso. Ahora bien, no obstante estos desacuerdos, hay que reconocer que la presencia de Sáenz propicia que la lectura del diario comience. Una de las razones de la lectura del diario será recordar, confrontando a Sáenz, la imposibilidad que tuvieron los médicos en Europa para diagnosticar y tratar la enfermedad nerviosa que experimentó Fernández cuando estuvo allí (1) (p.238). La presencia de Sáenz reactiva la discusión acerca de la relación entre medicina y arte. Gracias a él, Fernández vuelve a su diario y comienza a leerlo a sus amigos. Gracias a esta lectura, comenzamos a entender cómo ha llegado Fernández a asumir la condición vital en la que se encuentra cuando lee el diario.

6.

En tercer lugar, tenemos al médico Charvet. Fernández visita este médico en Paris en un momento en que su enfermedad nerviosa le ha conducido a un momento de particular sobreexcitación (1) (p.300). Charvet aparece como un médico sabio que ha dictado lecciones sobre el sistema nervioso en el famoso hospital de la Sâlpetrière al tiempo que ha practicado ciertas experiencias sobre hipnotismo. Todos estos trabajos han sido recogidos en seis volúmenes que Fernández dice conocer. Posiblemente, Silva concibe este personaje a partir de la figura de Jean-Martin Charcot (1825-1893), el famoso neurólogo cuyos trabajos y registros fotográficos sobre la histeria son de gran importancia dentro de la historia de la medicina moderna. En este sentido, Charvet parece estar señalando el encuentro de Fernández con la que era considerada en el momento como la investigación fisiológica más avanzada del momento.

En su primer encuentro, después de escuchar a Fernández, quien le habla de su sobreexcitación y del hecho de que se ha abstenido de cualquier contacto sexual debido a su amor por Helena, Charvet diagnostica que el problema de Fernández radica en que Fernández tiene un exceso de energía sin utilizar. Charvet compara el cuerpo de Fernández con una batería poderosa y con un caldero sobrecargado (1) (p.301) e insinúa que el mejor remedio es descargar toda esa energía mediante el contacto sexual. Fernández rehúsa seguir ese dictamen debido a que tiene que mantenerse fiel a su amada Helena. Dada esta situación, Charvet aconseja el ejercicio violento acompañado de baños de agua caliente y dosis de bromuro. Sin embargo, estos remedios no funcionan. Tiempo después Fernández volverá a consultar a Charvet. Esta vez el problema no será la sobreexcitación sino un debilitamiento y un insomnio que, según Fernández, lo tienen al borde de la muerte (1) (p.306). En uno de sus pasajes más burlescos, el texto narra que antes de que Charvet llegue, Fernández es atendido por dos médicos caracterizados como dos pintorescos personajes que usan un vocabulario ininteligible y cuyo dictamen no pasa de ser una exhibición de retórica vacía que termina prescribiendo un vil purgante (1) (p.304-306). La ironía del texto en este momento es particularmente ácida. Fernández cierra el episodio recordando unos versos de la zarzuela española con los que caracteriza la forma como estos dos personajes han llegado al diagnóstico:

Juzgando por los síntomas
que tiene el animal,
bien puede estar hidrófobo,
bien puede no lo estar.
Y afirma el grande Hipócrates
que el perro en caso tal
suele ladrar muchísimo
o suele no ladrar (1) (p. 305)

La introducción de estos dos personajes, que contrastan poderosamente con la figura Charvet, por la cual Fernández muestra cierto respeto, parece estar lanzando una crítica a una medicina basada más que nada en la retórica que en el estudio de la enfermedad. Ahora bien, una vez los dos personajes salen de la escena sin lograr nada significativo con respecto al padecimiento de Fernández, Charvet llega. Después de examinarlo el médico confesará su incapacidad para diagnosticar y tratar el padecimiento de Fernández. "Yo no sé lo que usted tiene" (1) (p.307) dice el médico, como una forma de reconocer los límites de su conocimiento. Sin embargo, administra a Fernández tragos de coñac, inyecciones de éter, gránulos de cafeína y un medicamento que Fernández describe como un "licor rojizo, perfumado, meloso y amargo en que se fundían diez sabores extraños" (1) (p.307), esperando con ello que su paciente recupere sus fuerzas. Los medicamentos esta vez funcionan. Fernández recupera sus fuerzas no obstante que el médico reconoce su imposibilidad para pronosticar la evolución de la enfermedad.

Lo más llamativo de la relación entre Charvet y Fernández es el hecho de que no obstante no entender la naturaleza del padecimiento de Fernández, Charvet le formula prescripciones que llegan a tener cierta efectividad. Probablemente, Silva quiere indicar que la medicina de Charvet sólo puede ofrecer paliativos medianamente eficaces pero que la evolución de la enfermedad está determinada por causas que el saber médico no puede conocer y mucho menos controlar. Frente a una concepción que ve la salud como una descarga de energías (recordemos que esta metáfora será utilizada por uno de los alumnos de Charcot, Sigmund Freud, para describir el funcionamiento de la psique), Fernández presenta un cuerpo en el que no sólo se presentan potencias sino también debilidades y variaciones que una mecánica corporal como la que Charvet propone no puede entender.

7.

En cuarto lugar, tenemos al médico Sir John Rivington. Este médico atiende a Fernández en Londres. Este médico es caracterizado por Fernández como un experto en psicología experimental y psicofísica cuyas investigaciones son compatibles y se encuentran al mismo nivel del trabajo de Spencer y Darwin. Como en el caso de Charvet, Fernández dice conocer sus libros y admirar en ellos la presencia de "la observación directa y precisa de los hechos, la lógica perfecta de los raciocinios, sólidos como una cadena de hierro y las escasas pero segurísimas deducciones generales que de ellos desprende" (1) (p. 283). Fernández ve en él un sacerdote de la ciencia cuya figura patriarcal le hace pensar que en él encontrará la solución al enigma de su enfermedad. Después de escuchar a Fernández y realizar un pormenorizado examen de su cuerpo, Rivington confronta a Fernández con un cuadro prerrafaelista de una mujer. El prerrafaelismo es una escuela pictórica inglesa de la segunda mitad del siglo XIX que recibe este nombre por su intento de recuperar aspectos de la pintura renacentista italiana. Una de las características de la escuela prerrafaelista consiste en intentar producir una figura con muchos detalles precisos pero introduciéndola en ámbitos místicos que la dotan de un halo de misterio.

La introducción en el texto del cuadro prerrafaelista como obra de arte utilizada para confrontar a Fernández implica al menos dos elementos. De un lado, muestra a la medicina haciendo uso del arte con fines terapéuticos y, de otro lado, muestra al arte rebasando los usos específicos que la medicina intenta hacer de él y reactivando las potencias del deseo en el protagonista. De hecho, donde Rivington ve la posibilidad de un diagnóstico, Fernández verá una ocasión para la reactivación de su pasión por Helena (1) (p.286-7). Tan pronto como observa el cuadro, Fernández identifica en éste la figura de su amada. Esto le permite concluir a Rivington que la memoria de su paciente está habitada por imágenes de recuerdos las cuales no ha podido controlar. De hecho, compara la memoria con una cámara oscura que guarda muchas imágenes que funcionan como fantasmas que pueden adquirir control de ella (1) (p.287). En este sentido, él considera que el problema de Fernández está ligado a las irregularidades a la que él ha sometido su cuerpo debido a la presencia de esas imágenes que su memoria no ha podido controlar.

El tratamiento que ofrece consiste en una fórmula simple: "regularice usted su vida y déle una dirección precisa y sencilla" (1) (p.285). Esta prescripción implica, de un lado, el abandono de los excesos a los que Fernández se ha sometido debido a su misticismo inconfesado, sus proyectos políticos y su amor idealista por Helena y, de otro lado, la adhesión a rutinas que no impliquen un excesivo empleo de energías. En consecuencia, Rivington recomienda con un talante materialista: "Devuélvale a las necesidades sexuales su papel de necesidades por más que le repugne y no mezcle usted sus sensaciones de ese orden con sentimentalismos ni con emociones estéticas que lo exalten; esto mientras encuentre usted a la joven a quien ama y se case usted con ella para normalizar en la vida marital los impulsos de su instinto" (1) (p.285).

Las prescripciones de Rivington están dirigidas, de un lado, a un reconocimiento del cuerpo como organismo cuyas necesidades deben ser satisfechas y, de otro lado, a la impugnación de cualquier retórica que implique caer en excesos o seguir ideales inalcanzables. Ahora bien, no obstante todo lo razonable que suenan estas recomendaciones de moderación, Fernández reconoce que su fisiología es incapaz de ajustarse a ellas. En primer lugar, Fernández posee una genealogía híbrida proveniente, por un lado, de la montaña y, por el otro, del llano. Por ello, en él hay un continuo combate entre la delicadeza de sus ancestros paternos y la potencia de sus ancestros maternos (1) (pp.291-2). En segundo lugar, la educación que ha recibido, y que hubiera podido ayudarle a elaborar esta contradicción, sólo ha producido en él una personalidad incrédula, voluble y aterrorizada con el advenimiento de la locura que sólo tiene algún viso de de esperanza en el amor de Helena (1) (293-5). Para decirlo en otras palabras, frente a la fisiología materialista que defiende Rivington y que parece concebir al cuerpo como un organismo sometible a la voluntad del paciente, Fernández propone un fisiología histórica que reconoce en el cuerpo diversos rastros del pasado que no permiten que el cuerpo sea regularizado a voluntad sino impulsado por un deseo sin control.

En consecuencia, no es la vida rutinaria con su amada sino su búsqueda desenfrenada de ella lo que mueve su existencia. Fernández entonces abandona la idea de regularizar su vida y convierte el cuadro que Rivington le muestra en un nuevo impulso para su búsqueda amorosa. Fernández rechaza la recomendación que le hace el médico de ser un hombre práctico, actitud que considera como "aplicarse a una empresa mezquina y ridícula" (1) (p.296), despreciable para cualquier espíritu artístico, y abraza la idea de seguir buscando el amor a cualquier precio.

El último encuentro entre Rivington y Fernández pone de manifiesto esta divergencia entre lo que el médico propone y lo que el paciente quiere. Fernández llega a la consulta después de haber tenido dos semanas de fuertes tribulaciones espirituales debido a la imagen que ha visto en el cuadro y tiene que aguardar en la sala de espera contemplando a los otros pacientes de su doctor: "un viejazo apopléjico y obeso…una mujer de anguloso perfil, canosa y con cara de hambre… una pobre chiquilla de doce a trece años de ralos cabellos de un rubio sucio… un hombrecillo enclenque… y un personaje desmesuradamente largo y flaco" (1) (p.297). La contemplación de estos personajes hace que Fernández reaccione y afirme que él no está enfermo y que lo que el tiene, antes bien, es un exceso de vida. No obstante esta aseveración, cuando Fernández se encuentra cara a cara con su médico, sucumbe y comienza a lloriquear pidiéndole a Rivington que le diga que él no es un enfermo como sus compañeros de sala. Sin embargo, el médico no acepta dar esa respuesta y afirma con paternal actitud que, dada la gravedad del caso, lo mejor que puede hacer Fernández es hacer uso de las pocas fuerzas que le quedan para emborracharse, ir en búsqueda de su amada y ser feliz (1) (p.298).

Al igual que Charvet, Rivington fracasa en el intento de encontrar un tratamiento satisfactorio para Andrade. Sus palabras finales parecen ser más un abandono del caso que una solución para él. Si bien Rivington parece identificar las causas del padecimiento no puede proponer algo efectivo para confrontarlas. Su visión materialista y regularizada del cuerpo es insuficiente para poder proponer una alternativa ante el padecimiento de Fernández quien exhibe una densidad afectiva que rehúsa ser reducida fácilmente a un sistema de hábitos. En un tono irónico Fernández afirma: "Le he remunerado al viejo esa extraña consulta, terminada por esa fantástica receta, con largueza de príncipe. Creía que me devolvería el cheque, pero no, lo guardó y lo empleará bien de seguro. Tanto mejor" (1) (p.298). Poco después, Fernández abandonará Londres para regresar a Paris y continuar su búsqueda. Pocos días después de su llegada, recibirá como regalo de Rivington el cuadro que ha visto en su consultorio. Además, tendrá un último encuentro con Charvet.

En este último encuentro, Charvet, fascinado con el ambiente místico que se respira en la casa de su paciente, afirma que la mujer que está en el cuadro le recuerda a una paciente tísica moribunda que atendió en Niza doce años antes, la cual tenía un esposo y una hija que se dedicaron a viajar después de la muerte de la mujer (1) (p.313). Fernández ve en esa vaga referencia de Charvet una oportunidad para encontrar a su amada. La excitación que le produce la esperanza de encontrar e Helena parece producir la cura que Charvet no ha podido encontrar. Sin ningún tipo de revisión ni prescripción, antes de despedirse, el médico sentencia que Fernández está curado y que puede regresar a la vida que tenía cuando tuvieron su primer encuentro que tuvieron. Fernández entonces regresará a su vida frenética al tiempo que delira con el inminente encuentro con Helena hasta que confrontado con su tumba, sucumbe y termina la lectura de su diario.

Esa confrontación con la tumba de la amada y su proclamación como objeto de amor idealizado permite vislumbrar lo que la medicina no ha podido entender, esto es, mostrar que es la decepción y no la satisfacción ni la rutina aquello que define el sistema afectivo de Fernández. Decepción significa aquí un deseo que sabe que desea lo inalcanzable y que solo es soportable por un sensualismo sin apego a nada. Fernández descubre que sólo se desea algo porque es inalcanzable y que no hay remedio para ello. Ahora bien, solo el arte puede exhibir eso sin poder ni querer ni poder llegar a explicarlo.

8.

La medicina no le brinda una respuesta satisfactoria a Fernández. Sin embargo, es de cara a la medicina como Fernández puede articular una narración para su padecimiento. En De sobremesa, Silva toma el vocabulario médico y lo recompone para ponerlo al servicio de una historia en la cual el protagonista no encuentra la final otra cosa que la historia de su propio padecimiento relatada en su diario. El arte emerge entonces como la otra cara del fracaso de la medicina. Donde la medicina no halló diagnóstico ni cura satisfactorias, el arte produce la historia de un desencanto radical que termina en el silencio. Cuando Fernández lee su diario es el convaleciente de un descubrimiento. Sabe que en su deseo solo hay decepción y que para la decepción no hay una cura médica sino sólo una precaria exhibición artística. En un momento en el cual la medicina se presentaba como la disciplina capaz de entenderlo y tratarlo todo, incluso la sociedad, el diario de Fernández muestra que, más allá de la medicina, existe un deseo para el que no hay diagnóstico ni cura posible. Sin embargo, sólo puede saber eso después de pasar por los médicos.

Ahora bien, podemos preguntarnos si la medicina puede aportar algo más que el escenario para exhibir una decepción. Una posible respuesta se encuentra más allá del texto, en la vida del propio Silva. Su médico personal y amigo, Juan Evangelista Manrique, relata en un ensayo titulado "Recuerdos íntimos" su último encuentro con su paciente el 11 de mayo de 1896 (9):

Me presté gustoso a satisfacerlo y con un lápiz dermográfico tracé sobre el pecho del poeta toda la zona mate de la región precordial. Le aseguré que estaba normal ese órgano, y para dar más seguridad a mi afirmación, le dije que la punta del corazón no estaba desviada. Abrió entonces fuertemente los ojos y me preguntó en dónde quedaba la punta del corazón.

-Aquí- le dije, trazándole en el sitio una cruz con el lápiz que tenía en la mano.

Complacido se despidió de mí ese día, después de haberse hecho examinar como si se tratara de una póliza de seguro de vida. ¡Era nuestra última entrevista! Por la mañana del domingo 24 de mayo, se encontró a Silva muerto entre su cama, abrazado de un revólver de grueso calibre, con la cara sonriente y pálida, una herida en la punta del corazón y junto a la cabecera una novela de D'Annunzio, 'El Triunfo de la Muerte' (9) (pp.133-4).

Al final de su vida, Silva pidió a la medicina ser algo más que el escenario para narrar el padecimiento de su personaje. Ya no pidió más ni un diagnóstico ni una prescripción. Pidió una indicación para morir. En ello, la medicina no falló.


Referencias

1. Silva JA. Obra completa. Madrid: ALLCA XX, 1996; pp. 225-351. Esta novela es un texto póstumo publicado en 1925 en Bogotá. Su redacción se llevó a cabo entre los años 1887 y 1896. Un primer manuscrito del texto se perdió en el naufragio del "Amérique" en 1895. Silva se dedicó a la reconstrucción del texto en el año 1896.         [ Links ]

2. Foucault M. El nacimiento de la medicina social. En: Foucault M. Obras esenciales 2. Barcelona: Paidós, 1999; pp. 363-384.         [ Links ]

3. Foucault M. Historia de la sexualidad I. La voluntad de saber. México: Siglo XXI, 1976.         [ Links ]

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