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Colombia Internacional

versión impresa ISSN 0121-5612

colomb.int.  n.61 Bogotá ene./jun. 2005

 

EL TLC Y LA SEGURIDAD EN COLOMBIA

Ann C. Mason1

1 Profesora Asociada del Departamento de Ciencia Política de la Universidad de los Andes. El TLC y la seguridad en Colombia


RESUMEN

Con ocasión de las negociaciones del Tratado de Libre Comercio entre Colombia y Estados Unidos se ha hablado de las consecuencias negativas que éste puede tener para la seguridad del país en caso de que debilite la economía rural. Aunque la relación entre un detrimento en las condiciones económicas del campo y un deterioro en la seguridad es fácil de establecer, no resulta tan sencillo encontrar una relación entre el desarrollo del agro y un mejoramiento de la seguridad. Este artículo plantea que un TLC que traiga desarrollo económico al campo podría mejorar las condiciones de seguridad de Colombia, pero que también podría tener la consecuencia inesperada de fomentar la inseguridad al proveer fuentes de recursos a grupos ilegales. Para lograr que el desarrollo económico del campo repercuta positivamente en el tema de seguridad, la autora plantea que éste debe estar complementado con un desarrollo de las instituciones, privadas y públicas, y las adecuadas garantías de orden público por parte del Estado

PALABRAS CLAVE
Seguridad, desarrollo rural, orden público, instituciones, Tratado de Libre Comercio


THE TLC AND SECURITY IN COLOMBIA

ABSTRACT

The negotiation of a Free Trade Agreement between Colombia and the United States has led to discussions of the negative consequences that such an accord might have for Colombian security in the event that the rural economy is further weakened. Although the relation between deteriorating economic conditions in the countryside and a worsened security environment is easy to establish, establishing a link between agricultural development and improved security is not as simple. This article suggests that a FTA that spurs rural economic development could improve Colombia’s security situation, but it could also have the unexpected effect of increasing security by providing resources to illegal armed groups. The author argues that in order for economic development to have a positive effect upon the security issue, it should be complemented with the development of private and public institutions, and adequate guarantees of public order on the part of the state.

KEYWORDS
Security, rural development, public order, institutions, Free Trade Agreement

Recibido 10/11/05, Aprobado 01/12/05


Los mecanismos de integración traen implicaciones importantes no sólo en el campo socioeconómico, sino también en las esferas políticas. En la actualidad, los debates principales que se han presentado acerca de un acuerdo de libre comercio entre Colombia y los Estados Unidos han girado alrededor de los efectos en ciertos sectores industriales como las exportaciones, el empleo y el crecimiento de la economía. Sin embargo, resulta evidente que el acuerdo afectará otras dimensiones de la vida política nacional, ya sea directa o indirectamente. Una de éstas será, sin duda, el conflicto interno.

Este artículo pretende ofrecer una primera aproximación sobre las posibles repercusiones que tendría, para el escenario de seguridad en el país, un Tratado de Libre Comercio (TLC) con EEUU. Para tal propósito, se examinan los vínculos existentes entre el estado de desarrollo del campo y el conflicto armado, a fin de entender las consecuencias que tendría, en algunas regiones estratégicas, un acuerdo que afectará negativamente al sector agrícola. En este sentido, el documento sostiene que aún en el caso de que las negociaciones concluyeran en ganancias para la economía rural, ello no necesariamente se traduciría en un mejoramiento automático de la situación del conflicto: Si el fortalecimiento del sector agrícola actúa como un escudo contra la violencia y la inseguridad o, por el contrario, se convierte en nuevas oportunidades para ser explotadas por los grupos armados, ello depende de la calidad de las instituciones y del grado de orden público. De este modo, será la interacción entre estos tres componentes (instituciones, economía, orden público), dentro de un modelo de seguridad integral, lo que pueda permitir determinar el nivel de beneficio subyacente al fortalecimiento del sector agrícola.

El campo y el conflicto armado

Para Colombia, el tema agrícola está entre los más sensibles en las negociaciones con EEUU. No solamente porque 42 gremios agropecuarios en el país se han convertido en un grupo de presión importante, sino también porque el destino socioeconómico del campo colombiano está estrechamente atado al rumbo del conflicto interno.

En principio, el conflicto interno tiene sus raíces en el campo. La guerrilla nació de asociaciones de autodefensa campesinas interesadas en los derechos de la tierra, en la colonización autónoma y en la libertad de sus actividades agrícolas. Adicionalmente, la expansión del conflicto, en sus primeras dos décadas, se concentró en zonas marginales y poco desarrolladas del país. Estas zonas incluían los límites del Meta con el Caquetá, el norte de Arauca, el norte del Valle del Cauca y el Urabá antioqueño (Echandía 1999). Si bien las condiciones de pobreza, desigualdad y el subdesarrollo en el campo no fueron causas directas del conflicto, es claro que éstas nutrieron sus dinámicas al trabajar en conjunto con otros factores. No solamente la ubicación estratégica de estas zonas o la escasa presencia del Estado en ellas, contribuyó a la presencia y expansión de los grupos guerrilleros, sino que también colaboró en este penoso proceso, la extrema marginalidad de sus poblaciones, la cual fue un factor importante en la construcción de la base social de los grupos armados revolucionarios en su momento.

El crecimiento de la presencia de la guerrilla en nuevas regiones del país durante los años 80 resultó necesariamente en importantes luchas territoriales entre los grupos de izquierda y los intereses agrícolas. Estos choques se exacerbaron con la llegada de cultivadores de coca, quienes a su vez se convirtieron en terratenientes dueños de milicias privadas abocadas a la protección de sus actividades ilícitas. Para finales de los años 80, estos grupos de auto-defensa adoptaron políticas cada vez más ofensivas contra la guerrilla o cualquier simpatizante de la izquierda que pudiera amenazar su dominio territorial.

La transformación que se dio en el conflicto armado en la década de los 90, período durante el cual tanto las FARC como los paramilitares se expandieron en tamaño, capacidad militar y presencia territorial, también está estrechamente vinculado con las transformaciones sucedidas en el campo colombiano. De esta suerte, el ingrediente crítico en la expansión e intensificación del conflicto fue la explosión de la producción doméstica de coca y la progresiva injerencia de los grupos armados en sus diferentes etapas de procesamiento y comercialización. Con sólo el 14% del mercado global de hoja de coca en 1991, Colombia se volvió, para el 2004, responsable de un 80% de la producción mundial de cocaína con poco más de 100,000 hectáreas de cultivos según cifras del 2002 (UNODC 2004: 7).

Las causas de este formidable aumento en la producción de coca son múltiples. Favoreció este fenómeno, sin duda, la exitosa erradicación de cultivos de coca en Perú y Bolivia, la estrategia adoptada por los nuevos baby carteles de traer la producción de cocaína al país y el rol de los grupos armados en el negocio de las drogas. Pero asimismo influyó en este hecho la contracción de la economía rural después de la apertura de la economía nacional a comienzos de los años 90.

Si bien es claro que las zonas donde se realizaron los aumentos más importantes en los cultivos eran regiones remotas y recién colonizadas en el norte y el sur del país, la coca también echó raíces, literalmente, en regiones tales como el Eje Cafetero y el departamento de Nariño, donde la economía campesina sufrió reveses graves en la década de los 90. En estos casos, los grupos armados y las dinámicas del conflicto no tardaron mucho en llegar tras los cultivos ilícitos.

Hoy en día, a pesar de las aspiraciones de las FARC y un incremento en sus acciones urbanas, el epicentro del conflicto armado colombiano sigue estando en el campo en donde reside el 27% de la población y se genera, además, el 23% del empleo nacional (Ministerio de Agricultura 2004: 31). Dado que varios de los productos agrícolas que están siendo negociados se encuentran en zonas con altos índices de violencia e inseguridad, el interés en cómo el TLC puede afectar la economía rural es prioritario.

"Una agricultura débil equivale a un terrorismo fuerte", Alvaro Uribe

La posición de Presidente Uribe que vincula un sector agrícola débil con los problemas de inseguridad que azotan al país no es controvertida. Después de todo, hay una plétora de evidencia que apoya la correlación entre una economía rural endeble y los cultivos ilícitos, el narcotráfico, la violencia y el conflicto armado. Al respecto, no se discute que la pérdida de aproximadamente un millón de hectáreas de cultivos agrícolas después de la apertura, en los años 90, engendró la inestabilidad social en ciertas regiones del campo, donde se registraron aumentos en la pobreza, el desempleo y las migraciones.

Los anteriores factores contribuyeron directamente a la configuración de dos factores que explican la expansión del conflicto armado. En primer lugar, los cultivos ilícitos aumentaron de 45,000 hectáreas en 1994 a 163,000 en el 2000 (UNODC 2004: 7); en segundo lugar, los grupos armados crecieron drásticamente: las fuerzas de las FARC crecieron de 9 mil a 17 mil hombres durante la década anterior al 2004 mientras los paramilitares crecieron más de 6 veces en el mismo periodo (Sanchez et al. 2003; El tiempo.com 2004; Semana 2005b). La convergencia entre estos dos cambios resultó en una de las épocas más violentas e inestables en la historia del conflicto colombiano.

Con este precedente, la situación socioeconómica actual del campo no es alentadora. El 83% de la población campesina hoy vive bajo la línea de pobreza y el 40% vive en la pobreza extrema (Ministerio de agricultura 2004). Sólo el 30% de la población infantil en el campo tiene acceso a la educación en comparación con el 65% en las ciudades (Ministerio de Educación 2001). De este modo, no es sorprendente que la población campesina mire a los cultivos ilícitos como una alternativa real. Tampoco es difícil entender porqué el discurso de las FARC sobre la desigualdad y la pobreza apela tanto a las pobres condiciones que todavía están presentes en el campo de donde proviene el 90% de los reclutados de los grupos armados.

Así, desde un primer nivel, el análisis del presidente Uribe es acertado: Si las negociaciones del TLC afectan negativamente al sector agrícola y a la economía rural del país, es razonable esperar un empeoramiento de las condiciones económicas que a la vez se convierta en un combustible para la ilegalidad y la inseguridad.

Actualmente muchos de los productos agrícolas sensibles en las negociaciones se encuentran en zonas de conflicto en donde hay cultivos de coca y/o actores armados, como se ve puede apreciar en los siguientes cuadros:

El azúcar (ver cuadro No 1 ) representa 4.3% del valor del sector agrícola, pero aporta el 20% de las exportaciones agrícolas colombianas. Con 180 mil empleos directos o indirectos, la industria del azúcar genera casi el 4% del empleo agrícola en el país. La caña de azucar se encuentra principalmente en la cuenca del río Cauca, en los departamentos del Cauca y Valle. Hay aproximadamente 28 mil productores de arroz en Colombia (ver cuadro No 2), ubicados principalmente en Tolima, Huila, Meta y Norte de Santander. Este producto aporta el 10% del valor total del sector agrícola. El algodón todavía provee empleo directo a alrededor de 20 mil individuos, principalmente en los departamentos de Tolima, Valle y Córdoba. Otro producto sensible en las negociaciones es el maíz (ver cuadro No 3) que pese a que representa sólo el 6% del empleo agrícola, tiene una gran importancia debido a su presencia, ya sea en pequeñas cantidades, por, virtualmente, todo el territorio nacional.

Plantear restricciones comerciales contra estos productos, limitando su acceso a mercados exteriores o eliminando las protecciones domesticas que disfrutan, tendría seguramente un impacto negativo, especialmente en áreas donde no se ofrecen alternativas laborales. Aunque los efectos no son ni inmediatos ni garantizados, entre las consecuencias posibles más graves se incluyen la ruina económica para familias campesinas, el abandono de sus tierras, la migración y la siembra de cultivos más rentables, es decir, hoja de coca y/o amapola. De manera análoga a las dinámicas que se dieron en la década de los 90, la contracción de la economía rural muy probablemente llevaría al agravamiento de la inseguridad en el campo.

Parece entonces, que no existe mucho desacuerdo sobre los efectos del empeoramiento del sector agrícola para la seguridad del país; no obstante no es tan obvio que un acuerdo comercial con EEUU que fortaleciera la economía rural, pudiera tener necesariamente el efecto opuesto. Es decir, una robusta economía rural no redundará automáticamente en una mejora del conflicto armado o de las condiciones de seguridad del país.

Al respecto, debe observarse que tanto el crecimiento de las FARC como el de los paramilitares se debe no sólo a su participación en una economía ilegal basada en la coca, sino también a su capacidad de aprovecharse de la economía legal. Los actores armados y los cultivos ilícitos no migran únicamente a zonas económicamente deprimidas; una parte importante de la expansión de los grupos ilícitos ha sido hacia los centros agrícolas, cafeteros, ganaderos, mineros y petroleros. Por paradójico que parezca, una economía rural y un sector agrícola prósperos ofrecen nuevas posibilidades de financiación para los grupos al margen de la ley a través de prácticas tales como el robo, la extorsión y el secuestro (Rangel 2000). En el Valle del Cauca, por ejemplo, la actividad agroindustrial que se desprende del cultivo de caña de azúcar ha sido un espacio propicio para los grupos armados y la extorsión. Hoy, el 38% de los ingresos de las FARC proviene de robo de ganado, el doble de lo que le representa el negocio de la droga (Semana 2005a). Y mientras la tasa de secuestro se ha reducido, los casos de extorsión por las FARC han aumentado de nuevo – casi la mitad de los cuales tienen lugar en zonas rurales. En adición a su comportamiento parasitario sobre actividades lícitas, los actores ilegales también han entrado directamente en la economía legal a través de inversiones en tierras y comercio.

Entonces, aunque el Presidente Uribe tenga la razón al decir que un TLC que perjudique la economía rural colombiana seguramente empeoraría la seguridad, también es cierto que un acuerdo comercial que contribuya a mejorar la economía rural puede tener la consecuencia, no esperada, de generar una mayor inseguridad y actuar como un imán que atrae grupos ilegales.

El trípode de seguridad: economía, instituciones y orden público

Un TLC que estimule las exportaciones agrícolas, mantenga la protección para los cultivos sensibles y dé ingresos no sustituibles para una parte de la población rural, fortalecería el desarrollo del campo y sería bueno para el país. Sin embargo, por sí solo no garantiza el mejoramiento de la seguridad. Si el fortalecimiento del sector agrícola actúa como un escudo contra la violencia y la inseguridad, o, por el contrario, brinda nuevas oportunidades para ser explotadas por los grupos armados, depende de dos componentes adicionales que son centrales para un modelo integral de seguridad. Tanto el contexto institucional como del orden público determinarán, en gran medida, cómo las potenciales ganancias económicas del TLC repercutirán en el tema de seguridad. Sin las instituciones adecuadas ni unas condiciones mínimas de orden público, el crecimiento económico no solamente no mejorará la seguridad, sino que, por el contrario, puede convertirse en un factor que la agrave.

Con base en los parámetros más amplios en definiciones de seguridad que se han desarrollado en el periodo del pos guerra fría (Matthews 1989; Buzan 1991; Buzan, Waever y de Wilde 1998), una perspectiva integral de la seguridad debe incorporar tres componentes: el desarrollo económico, las instituciones y el orden público. Una seguridad comprehensiva y duradera depende de cada uno de estos aspectos y sería equivocado reducirla a uno solo. La provisión por parte del Estado de protección física a los ciudadanos, a su infraestructura, a sus instituciones y a su territorio, así como las instituciones públicas y privadas que establecen el contexto normativo y legal para las actividades estatales y de la sociedad, y también, la satisfacción de las necesidades humanas básicas, sumados a los recursos e incentivos suficientes para estimular la economía, forman una matriz sistémica de seguridad. Tomados conjuntamente, constituyen las tres patas de lo que se pueden pensar como un trípode de seguridad (Mason 2003). La estabilidad de tal arquitectura de seguridad requiere simetría, articulación y una distribución equitativa entre sus bases de apoyo. La estructura depende de la interdependencia mutua entre las tres partes: la seguridad basada principalmente en una u otra dimensión, o que omite cualquiera de ellas, es necesariamente inestable, parcial y transitoria.

Partiendo de la premisa de que un TLC que favorezca el sector agrícola de Colombia fortalecería la economía rural en varias regiones del país, tanto las instituciones como el orden público mediarán en sus efectos reales. Las instituciones tienen un impacto determinante en cómo se desarrolla la actividad económica en el campo, y en el efecto que las ganancias potenciales tendrían en el nivel local. Por un lado, las instituciones estatales establecen el marco legal dentro del cual se administra el orden público, se median las disputas societales, se protegen los derechos humanos y civiles, y se cumplen las prácticas democráticas.

Pero la debilidad del Estado y la fragilidad de sus instituciones no solamente conducen a la extralegalidad y a las rupturas violentas en la sociedad, sino también tienden a frustrar el desarrollo socioeconómico. Tanto el crecimiento económico sostenido como la maximización de las oportunidades productivas brindadas a la sociedad en general dependen del tipo y fortaleza de las instituciones estatales y de las relaciones entre el estado y el sector privado (Evans 1995, 1997; Rodrik 1991). El Estado ofrece un marco legal para los contratos, las transacciones y los derechos de propiedad, contribuyendo así a la predecibilidad, la confianza y la transparencia, que son los fundamentos para los negocios y la inversión. Si bien la reducción de los costos y la incertidumbre crea un ambiente propicio para las actividades del sector privado, de nuevo, son las instituciones las que ayudan a lograr un efecto multiplicador del desempeño económico. Un aparato estatal fuerte es necesario no solamente para reducir la corrupción y el clientelismo burocrático, sino también para incidir en el comportamiento del sector empresarial de tal forma que las actividades en las que éste busca beneficiarse maximicen los beneficios y la productividad de la sociedad. El desarrollo sostenible y la transformación económica del campo dependen de la implementación de estructuras estatales, las organizaciones empresariales y las relaciones entre las dos, en la medida en que son capaces de promover el bien colectivo y de incorporar a la ciudadanía en actividades productivas dentro de la economía legal.

El orden público es otro factor crítico para entender los efectos de una economía rural mejorada en el tema de la seguridad del campo colombiano. Dada la situación interna que vive Colombia, la seguridad es típicamente reducida al orden público. Sin embargo, en el modelo comprehensivo que utilizo, éste es sólo un aspecto de un cuadro de seguridad más amplio y sistémico. La seguridad pública se define como el uso del poder coercitivo legítimo para proveer protección al mismo Estado y a la sociedad civil de la violencia, o la amenaza de la violencia, que es significante, organizado, y deliberado (Morgan 1997). La seguridad como orden público pone el énfasis en la prevención de los niveles de violencia que resultan en la muerte o la privación de la libertad, las violaciones de los derechos humanos, el desplazamiento forzado, la destrucción de la propiedad y la infraestructura, la inestabilidad institucional, y la erosión de la autoridad estatal sobre el territorio nacional (Mason 2003).

Sin importar cuán robusta sea la industria agrícola, y sin importar cuánto empleo ésta genera para una región, una presencia policial débil y una capacidad estatal pobre de proveer protección llevan a condiciones que anulan los beneficios económicos. Si bien el campo requiere un sector agrícola dinámico, también se requiere de la protección para los negocios, la tierra y la propiedad privada, la infraestructura, y el transporte y las carreteras. En su ausencia, se crea un vacío que fácilmente se llena por los grupos al margen de la ley. La criminalidad y violencia se disparan en la medida en que los grupos ilegales se aprovechan de la economía legal, montan actividades ilícitas, e imponen sistemas privados o extralegales de enriquecimiento y resolución de conflictos que terminan reemplazando la normatividad del estado de derecho.

La seguridad sostenible no se logra solamente con el orden público, un estado fuerte, o una economía robusta. Ésta depende de las interacciones y sinergias entre sus tres componentes: el orden público, que provee protección para los ciudadanos y el sector privado, y desalienta el crimen y la ilegalidad; las instituciones fuertes que fomentan los negocios y la economía garantizan el imperio de la ley y establecen la provisión legal del orden público y la justicia; y el desarrollo socioeconómico que logra que los beneficios de una economía próspera sean óptimos para la sociedad. Una seguridad duradera depende entonces, de cada uno de estos elementos los cuales interactúan entre sí y se nutren mutuamente. Para ilustrar las complejas dinámicas entre estos tres componentes del trípode de seguridad, y en particular la forma cómo las instituciones y el orden público actúan para mediar los efectos de la actividad económica se presenta, a continuación, un breve estudio de caso sobre el Eje Cafetero.

El eje cafetero

Históricamente el viejo caldas fue una de las regiones más estables del país con un alto nivel de cohesión social, una población relativamente próspera y productiva, con poca violencia y sin la interferencia del conflicto armado. Su economía robusta se basaba en la producción y exportación de café. A mediados del siglo XX, el café representaba el 80% de las exportaciones colombianas y en los noventas se mantenía en el 17%, a pesar de la diversificación del sector externo y la producción de hidrocarburos (Federación Nacional de Cafeteros 2002). Antes de la crisis del precio del café, las actividades cafeteras proveían un ambiente de seguridad laboral para los habitantes de la zona. A diferencia de otras regiones dedicadas a la agricultura, la distribución de la tierra en los departamentos productores de café era una de las menos concentradas en el país (García 2003: 3). Una disminución importante de la concentración de la tierra comenzando en los años 70 (Guhl 2004), aumentó el número de propietarios y, por ende, mejoraron los beneficios distributivos del sector agrícola.

La Federación Nacional de Cafeteros (Fedecafé), con un importante apoyo y participación del gobierno nacional y regional, y dentro del marco institucional de la Organización Internacional del Café (OIC), era la institución que regulaba la organización, producción y comercialización del café en Colombia. La asistencia directa que la Federación ofrecía a los más de 300,000 cafeteros a quienes agremia incluía el apoyo tecnológico y capacitación, la venta o préstamo de maquinaria y herramientas, y apoyo a la investigación. Por otro lado, entre las funciones de comercialización del gremio se encontraban el control de producción y de precios, la promoción de las exportaciones y el fomento de consumo en el exterior. La organización también se establecía como actor clave en cuánto al desarrollo regional (Thorp and Durand 1997; Nasi y Rettberg 2005): era prestadora de servicios básicos en la zona cafetera y de intermediación con el Estado, gracias al cabildeo para lograr que las políticas macroeconómicas del Estado beneficiaran al sector cafetero, organizaba y administraba obras públicas, ejecutaba programas de desarrollo, construía infraestructura en la zona con recursos propios o estatales y, finalmente, organizaba fundaciones para proveer servicios sociales a los caficultores (Federación Nacional de Cafeteros 2005)

Adicionalmente, el eje cafetero fue una de las regiones más seguras en Colombia. Todas las cifras de violencia que se utilizan para medir inseguridad indican que durante el periodo del auge de la industria cafetera, la zona disfrutaba altos niveles de tranquilidad. Los municipios con una presencia de actores armados, encuentros armados, ataques por parte de grupos ilegales, casos de homicidio, casos de secuestro y hectáreas de cultivos de coca estaban entre los más bajos en el país. Además, y a pesar de tener pocos problemas de orden público, la presencia de la policía nacional en los departamentos que producían café estaba ligeramente por encima del promedio nacional (Llorente 1999: 472)

Sin embargo, este panorama cambió dramáticamente en los años 90 tras la liberación de los precios internacionales del café que se dio con la terminación del AIC en 1989 (Nasi y Rettberg 2005). Esto, junto con la llegada de nuevos países productores, resultó en el desplome de los precios del café. El ajuste económico para la zona cafetera fue calamitoso. Para el año 2000, el área cultivada en café era 150.000 hectáreas menos de lo que había sido en 1980 (Guhl 2004), el café pasó de representar un 17% del PIB agropecuario en los 70’s a tan sólo un 8% en 1997 y casi 17% de la población en los departamentos productores se encontraron desempleados a finales de los 90 según la Encuesta Nacional de Hogares del Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE).

Como proceso paralelo, la Federación no pudo hacerle frente a la crisis internacional y se volvió ineficaz en mantener precios estables para el caficultor y, al mismo tiempo se redujo su capacidad de prestar las demás funciones (Nasi y Rettberg 2005). Los déficit de la organización y la inercia institucional se combinaron para afectar su capacidad institucional de proteger los intereses de los cafeteros, de manejar el cambio en el mercado global del café y de realizar la planeación estratégica para sacar la industria cafetera de la crisis.

La presencia policial, anteriormente adecuada para una región estable, se volvió ineficiente frente al deterioro en el tejido social tradicional, al creciente malestar y el aumento de la violencia. En muy poco tiempo la guerrilla y los paramilitares se expandieron en el eje cafetero (Vicepresidencia 2003: 147). En 1995, el 53% de los municipios de la zona tenían presencia de grupos guerrilleros, mientras que diez años antes sólo el 2% la tenía. Los ataques de la guerrilla a municipios también se incrementaron exponencialmente. Mientras que en 1990 se presentó un solo ataque, en el año 2000 la cifra alcanzó los 62, siendo Risaralda el departamento más afectado, pero dándose un aumento muy importante en Quindío y Caldas también. (Vicepresidencia 2003: 161). Los encuentros armados en la zona también se dispararon, pasando de 1 en 1990 a 31 en 2000. De la misma forma, los secuestros en la zona cafetera se triplicaron durante la década de los 90 (Vicepresidencia 2003: 151). Finalmente, los cultivos de coca empezaron a aparecer camuflados dentro de cultivos de café, equiparándose al 10% del área cultivada de café (Nasi y Rettberg 2005). Esto ha traído consigo la llegada de narcotraficantes y la inseguridad asociada con su presencia en la zona.

Tanto la estabilidad tradicional como el dramático deterioro en el panorama de seguridad en el eje cafetero son atribuidos comúnmente a su entorno económico. Yo planteo que éste es, sin duda, un aspecto importante pero que no da cuenta de toda la historia. El papel jugado por Fedecafé fue primordial: Pese a haber logrado un gran desarrollo económico del sector cafetero y habiendo ayudado a convertir las ganancias cafeteras en el motor del desarrollo regional, su incapacidad institucional de adaptarse a las nuevas condiciones globales contribuyó a convertir una situación difícil en una crisis de grandes proporciones. De la misma forma, el relativo aislamiento del eje cafetero de las dinámicas del conflicto interno y la ausencia de los grupos armados contribuyeron a la seguridad general de la zona. La policía pudo manejar lo que eran niveles normales de criminalidad y delincuencia hasta que los grupos ilegales empezaron a inundar la región, aprovechándose de las condiciones en deterioro en el tema de orden público, de la crisis socioeconómica para expandir sus actividades ilegales y de las nuevas oportunidades de beneficiarse de la economía legal.

Conclusión

Es obvio que cualquier mecanismo de integración que favoreciera el sector agrícola colombiano, que estimulara la producción y las exportaciones, sería positivo para el país. Si el TLC lo logra sería un paso importante en el desarrollo de una economía campesina legal, capaz de generar inversión, de modernizar la producción y de ofrecer empleo. Pero sería un error creer que un TLC con beneficios para el sector agrario sería suficiente para la recuperación de la seguridad en el campo colombiano. Para que cualquier ganancia económica contribuya a la transformación de las condiciones internas en el país, las regiones colombianas también necesitan la presencia del Estado, instituciones fuertes, alianzas eficaces entre el Estado y el sector privado, el fortalecimiento continuo de la policía nacional y del ejército, y su presencia en todo el territorio nacional.

Tanto los Estados Unidos como el gobierno colombiano deben reconocer que ni una estrategia exclusivamente militar, ni los beneficios potenciales del TLC, lograrán sostener la seguridad en el campo. Sólo a través de la integración entre el crecimiento económico, el fortalecimiento institucional, y el orden público, Colombia será capaz de avanzar y lograr una salida efectiva y estable de su crisis de seguridad.

Agradezco a Sebastián Bitar y a Angelika Rettberg su valiosa contribución en la preparación de este artículo.


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