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Colombia Internacional

Print version ISSN 0121-5612

colomb.int.  no.63 Bogotá Jan./June 2006

 

COMUNIDAD Y RESISTENCIA, poder en lo local urbano

Carlos Mario Perea Restrepo1

1 Historiador, profesor del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional de Colombia.


Resumen

La vigencia de la añeja noción de comunidad halla sus recientes líneas de construcción a partir de dos fuerzas. De un lado, una ancestral tradición que la convierte en valor cultural de los sectores populares: entre éstos opera como representación de un yo colectivo que moviliza energías de los más diversos cuños. De otro lado, una presencia tanto en el pensamiento social moderno como en los discursos estatales encaminados a enfrentar las demandas populares: en el primero hace de operador de las utopías sociales y políticas y en el segundo funciona como referente de gobernabilidad. En el cruce de estas dos fuerzas, ¿puede la comunidad desempeñar un papel en la resistencia popular urbana?

Palabras claves: comunidad, esfera publica, resistencia, identidad.


Abstract

Two recent forces validate and construct old notions of community. One is the ancestral tradition that turns the community into a cultural value that belongs to the people.To people,the community operates as a collective"I"that mobilizes all sorts of energies.The other is the community’s presence in both modern social thought and in state discourse set on confronting popular demands.The first force is based on social and political utopias, and the second force is a governability referent. Can the community play a role in the urban popular resistance movement, at the crossing of these two forces?

Keywords: community, public sphere, resistance, identity.

recibido 05/04/06, aprobado 18/05/06


Introducción

De los zapatistas hemos aprendido
que construyendo comunidad se cambia el mundo Vilma Mazza
2

Quedamos bajo su evocación: "construyendo comunidad se cambia el mundo". El epígrafe, enunciado a propósito de la creación de los municipios autónomos entre el movimiento zapatista mexicano, habla de uno de los pasos de dicho movimiento en su búsqueda de estrategias de resistencia frente al capital y la globalización3. Nos invita a retornar a lo local a fin de desenterrar los cimientos para la construcción de un mundo alternativo, cimientos capaces de recombinar la cultura local y el vínculo directo a la manera de antídotos contra el dominio del mercado4. Con claridad, el zapatismo ha convertido la comunidad en núcleo de resistencia5: se le presenta como historia que nunca ha dejado de estar ahí, más allá del sojuzgamiento; y como modo de vida que conquista su derecho a existir, lejos del apremio de la mercancía y el dinero. No es el único ejemplo, una mirada similar cruza el movimiento indígena ecuatoriano y boliviano, así como la organización campesina de los Sin Tierra en Brasil6.

Nuestro cometido, con todo, no se finca en estos movimientos rurales sino en la ciudad, donde los signos de la comunidad parecen disolverse en la calle revueltos entre el asfalto y el clientelismo; allí las estrategias individuales y la fragmentación social, los modos propios de lo urbano, se oponen a su imaginería colectiva. Pese a todo, en contra de lo esperado, la noción de comunidad no desaparece del habla de la gran ciudad. La usan los jóvenes, de quienes nos valdremos como punto de partida7; pero igual la emplean otras gentes de la barriada periférica en medio de la conversación cotidiana y la acción colectiva. El bazar, el encuentro ceremonial y la organización de vecinos hablan en su nombre, revelando su papel en el acervo cultural de los sectores populares. No es su único "uso" urbano. El estado acude a la comunidad cada vez que se refiere a los estratos pobres, a las políticas con que enfrenta sus demandas y las estrategias encaminadas a ponerlas en marcha. Y para completar los organismos privados y los actores colectivos hacen otro tanto, la evocan como imagen del conflicto y la pobreza.

En realidad la comunidad es una representación con tan hondas raíces culturales que hace parte de esas nociones polivalentes, empleada a la manera de comodín en una gran variedad de situaciones. En una de sus versiones describe el estado nación y su proyecto de convivencia histórica; no en vano la nación se define mediante la sonada fórmula de "comunidad política imaginada"8. En otra se trasmuta en tejido transnacional ligado al interés de la humanidad en su conjunto, convocada bajo el término de comunidad internacional. En una versión más, se transforma en espacio local donde se vive con otros y se comparten las demandas barriales, interpelada bajo el nombre simple de la comunidad. Sus usos se desplazan sin aparente contradicción de uno a otro plano, de lo universal a lo barrial pasando por lo nacional, animada por sus características "naturales" asociadas a la agregación, la coincidencia de intereses, algún futuro compartido9.

En cada caso, sin embargo, están en juego cosas bien distintas. Primero porque el Otro evocado es diferente. Mientras en la nación se habla del ciudadano y en el contexto internacional de las naciones, en lo local se borran las referencias abstractas para llamar a los vecinos con quienes se enfrenta la existencia y sus desafíos. Segundo, y lo más importante, porque tanto la historia convocada como su intención política divergen: para lo nacional e internacional es una estrategia, para los sectores populares un pasado y una forma de estar juntos. No por casualidad el llamado "trabajo comunitario" se convierte en una acción dirigida de manera exclusiva a los sectores subalternos.

Como lo muestran los movimientos latinoamericanos, la comunidad hace parte de la actual efervescencia de lo local. No obstante, a renglón seguido, es preciso afirmar que no se agota allí. Su renovada visibilidad –– porque siempre ha estado presente ––, hace parte de los contemporáneos localismos pero arrastra historia y vínculo con la nación, fundida en una intrincada mezcla entre la tradición y la institución, entre la resistencia y el acomodo al establecimiento. La comunidad se convierte entonces en una coordenada de la topología que trae consigo el nuevo siglo. Interesados en la pregunta por los modos de constitución del poder local en lo urbano, nos proponemos visualizar las dos líneas de fuerza que atraviesan y constituyen la comunidad: una venida de abajo, de los sectores populares; otra emergente de arriba, del estado y su búsqueda de gobernabilidad.

En el cruce de una y otra, la comunidad hace presencia en la ciudad. Su horizonte no es el de la comunidad indígena, es el de la urbe en ebullición, aunque su energía motriz descansa en una ancestral tradición popular. Nuestro epígrafe vuelve y resuena. Frente a una situación donde el estado ha visto constreñida su primacía, golpeado y disminuido por la avalancha globalista, se abre la puerta a la revalorización de las culturas populares largo tiempo silenciadas. En este contexto, ¿habrá alguna oportunidad para un nuevo impulso ético de la comunidad en lo urbano popular? ¿Será que en la ciudad se valida la sentencia según la cual "construyendo comunidad se cambia el mundo"? Dicho de otra manera, ante un momento histórico donde los vínculos se adelgazan y se escabullen las formas de pertenencia, ¿la dimensión popular de la comunidad podrá movilizar alguna forma de resistencia?

En la tentativa de abordar el interrogante caminaremos en tres momentos. El primero rastrea el modo como se constituye la comunidad desde la fuerza popular –en particular entre los jóvenes de un sector marginado de Bogotá-, desentrañando los anclajes que brotan del habla del barrio. El segundo aborda la otra fuerza, la de arriba, pasando por su eje estatal, no sin antes hacer un viaje por los lenguajes de la ciencia social. Por último, el tercer momento, considera el potencial de la comunidad entre las estrategias para desatar la resistencia urbana.

I. Un Yo colectivo

La comunidad amarra la vida del suburbio popular bogotano, mientras nada parecido acontece en los restantes sectores sociales. Las organizaciones locales de la clase media y alta borran su connotación comunitaria para denominarse asociaciones de vecinos, mientras ningún funcionario público designa como "mi comunidad" su sitio de vivienda10. Su notoriedad entre las armazones de la barriada queda al abrigo de cualquier duda: los jóvenes, esos seres invitados a habitar con entero acomodo el universo de la información y las comunicaciones, la emplean como eje de sus discursos y prácticas. ¿De qué modos se construye esa presencia? Mostraremos que su fuerza se construye desde tres campos de significación: la territorialidad, la unidad y lo público. Miraremos uno a uno, empezando por comprobar su vigencia.

1. La puesta en escena

Un cantor rapero decía <a mi comunidad la quiero resto… Ahí he convivido y vivido muchas cosas … Si me fuera para no volver sería como olvidarse de uno y de lo que fue, de lo que uno sufrió y la gente que lo apoyó>.En el texto la <comunidad> encarna una trayectoria de vida, darle la espalda es tanto como <olvidarse de uno y de lo que fue>. Para una mujer pandillera, una expresión de identidad opuesta al rap, aparece ligada a otra significación también de gran difusión entre los jóvenes: <Los parches se interesan en la organización comunitaria … Si me pintan algo que me va a ayudar y va a favorecer a la gente doy el apoyo, poquito pero con amor>. Aquí lo comunitario es una entidad en lo local proyectada al bien común; en tal caso no se puede negar el <apoyo>, es parte de un pacto, así sea <poquito> se hace <con amor>11. Como se ve la <comunidad> es espacio de confluencias diversas. En las frases trascritas ya aparece como centro de vivencia e identidad, como nudo de la acción colectiva. Uno y otro se refuerzan produciendo un sentimiento capaz de encarnar lo <que uno sufrió> y algo que se hace <con amor>.

Para la ciudadanía desde abajo la <comunidad>, tal como la emplean los sectores populares para representar la vida colectiva, se presenta como lugar de identidad e inclusión12. Ya lo dicen un rapero y una pandillera. Claro, no puede olvidarse, que la acción comunitaria está plagada de conflictos. Difícil hallar una realidad que genere tantos entusiasmos y a la vez tal cantidad de pugnas. La rencilla y la suspicacia, la asamblea plagada de improperios y la disputa por el control de los recursos locales constituyen parte de su fisonomía. <En el barrio hay divisiones, la gente es muy apática y creen que quienes trabajan a nivel comunitario se meten en la vida de ellos y no tienen nada que hacer>, afirma alguien13. Frases de parecido tenor pululan. Sin embargo, por encima del agrio enfrentamiento, la <comunidad> dispara las energías colectivas perfilándose en terreno de lucha por el poder de la representación y la movilización.Su terca presencia entre las hablas de los jóvenes no deja duda: las prácticas populares se alimentan de la <comunidad> y sus simbólicas. Entre su condición de nudo imaginario donde fragua la nostalgia y de referente empírico que cohesiona a quienes comparten el sitio de residencia, opera como núcleo de sentido del nosotros y el yo colectivo. Llena de traslapes con el <barrio> y la <zona> encarna un vínculo primario que provee arraigo e inclusión. Mario el rapero vuelve y lo dice, <mi comunidad la quiero resto … el barrio es algo sagrado>. Entre la <comunidad> y el <barrio> existe identidad, una y otro se intercambian poniendo en evidencia las mixturas entre lo rural y lo urbano, entre lo popular y lo estatal14.

En Colombia la <comunidad> posee un largo historial. Sus indicios se pueden rastrear hasta la lejana época de la Colonia cuando, siguiendo la usanza de los teólogos clásicos del derecho español, se la veía como la modalidad básica de convivencia. En realidad es una categoría medieval, traída al Nuevo Mundo por un pensamiento español renuente a abandonar sus formas de ideación. Más aún, lanza sus lejanas raíces a los ordenamientos de la tradición indígena. Su diseminación entre los usos lingüísticos de la población está confirmada en el lugar que ocupó como emblema de la más destacada movilización social de aquel entonces, la revuelta de los comuneros de finales del siglo XVIII, donde las nociones de "comunero" y "comunidad" soportaron la legitimidad tradicional y providencialista que afirmó la revuelta15. No es el interés reconstruir su trayectoria desde esas lejanas épocas. Por lo pronto hay que limitarse, de un lado a señalar su antigua vigencia en los códigos lingüísticos, y de otro a verificar, dos siglos después, la fuerza de un término que invade la puesta en escena de los sectores populares:el triple significado de lo territorial, la unidad y lo público la mantienen viva.

2.Territorio y vecindad

Los lazos de parentesco, tan caros a la imagen convencional del vínculo comunal, se debilitan en el anonimato de la ciudad. La familia ampliada, y aún más la nuclear, continúan desempeñando un destacado papel, no cabe duda; la afinidad familiar convoca una amplia gama de solidaridades en torno al trabajo y el lugar de residencia, entre otras tantas. Es más, la familia es uno de los lugares que provocan inclusión colectiva entre los jóvenes16. No obstante su alcance, la "comunidad doméstica", según la expresión de Weber17, fue cercada por el avance de la modernización y sus vectores individualistas. El barrio, imagen por excelencia de la urbe, participa de tal lógica. Lo ocupan familias anónimas, desconectadas entre sí, lejos del agregado familiar todavía existente en rincones agrarios donde veredas y pueblos se componen de personas vinculadas a un solo apellido18.

La imaginería comunitaria, no obstante, traslada sus arsenales de la vida rural a la urbana. Lo hace mediante un mecanismo de reemplazo: la ligazón antaño provista por el parentesco es sustituida por la identidad con el lugar de residencia. Entre la consanguinidad y la territorialidad existe un mar de diferencias. La primera se entierra en una milenaria forma de convivencia al tanto que la segunda, por el contrario, surge entre los desafíos que entrañan los caóticos procesos de urbanización. Empero, desde el territorio compartido dentro de los confines del barrio, la comunidad se llena de imágenes: <Espero hacer algo que sirva a la comunidad o a nosotros mismos, a la gente que vive por acá>, dice uno. La <comunidad> y su carácter colectivo, traducido en el <nosotros mismos>,no es nada distinto a <la gente que vive por acá>. Vivir uno al lado del otro se carga de sentido,es un dato empírico de inmediato significado tal como se desprende de la afirmación de un rapero sobre los pandilleros de su cuadra, quienes, pese a los conflictos, <son mi comunidad>: <No tengo relación con los pandilleros, aunque me tramaría llegarles porque ante todo son mi comunidad>. De allí que la comunidad halle su primera traducción en el <vecino>, ese con quien se comparte el sitio de habitación. <La gente hace cosas para su progreso personal pero nunca se piensa en su vecino, o sea no pensamos en la comunidad>, enuncia otra19.

La carga del vínculo con el <vecino> tiene pasado y presente. Pasado en cuanto la mayoría de los barrios populares se construyen mediante la acción colectiva de los primeros moradores, enfrentados al imperativo de levantar las casas y los bienes de uso colectivo. Tal proceso de autoconstrucción, variable en su intensidad según la infraestructura entregada por los urbanizadores –o inexistente si fue una invasión-, arma un nexo singular con el territorio y sus modos de ocupación. El barrio es literalmente construido con las manos de sus habitantes, a diferencia de los restantes sectores de clase que adquieren vivienda dotada de infraestructura completa. La oleada urbanizadora del suroriente bogotano a partir de los años 50, como en tantos otros sectores populares de Bogotá, se adelantó hasta finales de los años 80 básicamente mediante invasión de terrenos o compra de lotes a urbanizadores piratas20. El momento de fundación y primer establecimiento de la barriada suele ser evocado como una época de consenso y participación, dando pábulo a la raíz histórica del imaginario comunal en la ciudad. La experiencia de construir la ciudad con el esfuerzo comunitario crea un vínculo con el territorio que recuerda la relación del campesino con la tierra: el arraigo ancestral a la tierra se urbaniza.

Mas el vínculo con el <vecino> también tiene presente. Colombia es un país de incesantes migraciones y desplazamientos forzados, ello es parte del sino de su violencia endémica. Los años 90, en particular, vuelven a lanzar a miles de personas a la penosa travesía de dejar sus lugares de origen y buscar asiento en la ciudad21. Sin embargo la capital está en mucho establecida; en el suroriente la mayoría de jóvenes hacen parte de la tercera generación urbanizada22. De manera que el inicio del barrio y su proceso de autoconstrucción lo sienten distante, en general desconocen la historia local. Sin embargo, el imaginario de la <comunidad> permanece intacto en conexión con las exigencias de la miseria a superar. Las nuevas generaciones acogen el imaginario como parte de su vocabulario arrastradas en la historia de sus padres y abuelos, pero también imbuidas de los esquemas de representación del conflicto y la pobreza. Se comparte con el vecino la precariedad, la misma que se ha tratado de superar desde la fundación del barrio y que es preciso seguir paliando en el presente. Como dice alguno, <uno como joven debe buscar su espacio en esta comunidad donde está viviendo y que tiene problemas>. La pobreza genera convergencias sobre las expectativas de una vida decorosa, pero también sobre la conciencia del aforismo según el cual "la unión hace la fuerza". El lenguaje de las <necesidades> y los <problemas> de la comunidad se impone; moviliza a dirigentes y activistas locales, pero también al Estado, según se considerará en breve. Dicho lenguaje es la expresión cierta de un profundo sentido colectivo: <La gente metida en trabajos comunitarios logró saber que su gente tiene una mano abierta y que está diciendo ayúdeme>. La pertenencia aflora, es <su gente> atormentada por dolencias que las lleva a decir <ayúdeme>23. La <comunidad> porta entonces la huella del pasado y la contundencia del presente: allí funda su nudo colectivizante. Su fuerza, con todo, no se circunscribe a esta mixtura temporal, pasa también por los ingredientes públicos y utópicos que moviliza.

3. Unidad e identidad

La cohesión comunitaria estimula un sentimiento de inclusión convertido en motivo de orgullo: <Cuánta gente quisiera ser parte de esta comunidad y no puede>. La vida se ata a las vicisitudes colectivas, no tan sólo por la contingencia de compartir el lugar de residencia sino porque la <comunidad> ejerce una función normativa sobre el comportamiento de sus miembros: <Si están interesados en ver cambiar a la comunidad y que los jóvenes sigamos los buenos pasos, nos van a ayudar>. El futuro de los jóvenes, <sus buenos pasos>, dependen del siempre inacabado proyecto de <cambiar a la comunidad>. Ella dictamina aprobación y rechazo social. Como dice alguna <si me siento rechazada por la comunidad ... se le pierde el sentido a la vida>. Otro lo ratifica, <si me fuera para no volver sería como olvidarse de uno y de lo que fue>. Su capacidad de sanción es determinante, en caso de desaprobación hasta <se le pierde el sentido a la vida>, porque sus miembros deben <dejar que la comunidad nos aprecie, pero nosotros también tenemos que sabernos ganar ese aprecio>. El confín comunal está dotado de poderes, sus opiniones cuentan y es necesario ganar el reconocimiento de los vecinos. Dicho en términos prosaicos, <hacer comunidad es hacer deporte pa’que no digan que uno se la pasa fumando vicio. Entonces no tenemos problemas con la comunidad>24.

La inclusión comunitaria genera identidad. El reconocimiento vecinal influye en las prácticas de los jóvenes, si bien lo hace de maneras diversas en función de la expresión en cuestión. Para unos, los raperos, su canto, pretende convertir en voz las realidades calladas que componen la vida de la localidad; para otros, los pandilleros, su trasgresión violenta busca el dominio sobre el espacio barrial. Del poema a la imposición tiránica, pasando por la participación de la agrupación comunitaria, la <comunidad> opera como referente: cantera de realidad a denunciar, espacio para el dominio, lugar de la acción colectiva.

Se mantiene sobre los dos pilares que han sostenido desde siempre la imaginería comunitaria, la igualdad y la unidad. Los vecinos se reconocen como iguales por origen social y condición de clase, por expectativas y demandas ante la vida, por cultura y maneras de enfrentar el mundo. La igualdad con el otro proviene del pasado inscrito en la historia del barrio y prolongado en la condición social, pero también del presente vivido. Es la clave imaginaria, la raíz común de donde provienen todos, sea cual sea la marca de la biografía personal. La <comunidad> es unidad, conglomerado exento de grietas. Las mismas raíces de la palabra proyectan la imagen, la comúnunidad, la cohesión en torno a un destino que enlaza sin distingos: <Si la comunidad fuera unida sería chévere pero se ve mucho individualismo>. La oposición entre la comunidad <unida> y la singularidad amenazante señala el principal adversario, el <individualismo>, con mayor razón cuando este aflora bajo la forma de indolencia ante las urgencias colectivas.

La cohesión sin fisuras abre paso a las restantes facetas de la imaginería: armonía y solidaridad, dechado de afectividad, proximidad íntima y autenticidad espontánea. Por antonomasia la <comunidad> es el reino de la integración alrededor de un orden moral y unos ideales de la vida buena. La armonía se impone, el <vecino> se abandona a los intereses del grupo movido por el ánimo de concordia y el espíritu de solidaridad. El guión informa cada momento de la acción comunal, como bien lo deja ver la reiterada invocación del diálogo abierto y sin restricciones: <Hay que socializarnos más a la comunidad, buscar el diálogo con las personas para saber los problemas>. La palabra circulante en el diálogo está más allá del conflicto, brota de la unidad y la integración vecinal: <Vamos a hacer algo para que la comunidad se integre más y así tendremos renombre>25.

La armonía comunal es finalmente posible porque sus miembros están conectados por relaciones directas. Se conocen uno con otro, saben de su historia e intimidad; los liga un nexo sentido y vivido. Lejos del vínculo propio de la razón abstracta, como acontece con la nación, al vecindario lo domina el intercambio cara a cara. De allí que su pegamento primordial sean los afectos antes que la búsqueda instrumental de metas. Se participa de las tareas comunes y la definición de la mejor vida desde el pegamento afectivo hacia los seres de carne y hueso con quienes se traba un intercambio en la vida cotidiana. El intimismo y la espontaneidad son entonces sus rasgos característicos, opuestos a la frialdad y la cosificación del individualismo. Por ello la <comunidad> es más que acción instrumental frente a la precariedad y el reto de superarla, es unidad de sentido donde se juega la vida: <Hago parte de la comunidad porque vivo aquí y he vivido muchos años compartiendo con la gente>, se escucha afirmar una y otra vez. La comunidad es entonces espacio donde se teje la vida, <con mis amigos hablamos, andamos, vamos a jugar fútbol, mejor dicho hacer comunidad>26.

Entre la territorialidad y el vecinazgo, entre la unidad igualitaria y la armonía afectiva, la <comunidad> penetra los horizontes culturales de los sectores populares dando cuenta de un nosotros que moviliza toda suerte de significaciones: <Los viciosos se pueden hacer el daño que quieran pero que no le hagan daño a la comunidad>, se suele afirmar. La construcción de la vida en común-unidad exige cierto tipo de personas, <me gustaría que en la comunidad la gente fuera chévere, toda de ambiente, porque hay gente muy amargada>. Y quien la respeta recibe los privilegios propios del ideal que la informa: <Cuando se vive en comunidad se tiene el privilegio de poder cambiar cosas o hacer algo nuevo>27. El capital que ilumina esta herencia no es con todo su única fuerza, proviene también de su papel en la racionalidad moderna. El salto entre lo uno y lo otro está garantizado por una bisagra, su imbricación con las significaciones de lo público.

4. Lo público localizado

El horizonte comunitario es, por definición, opuesto al individualismo. En el antagonismo entre lo colectivo y lo individual, la <comunidad> encarna el polo del bien común ajeno a las inclinaciones personales. Una de las más frecuentes acusaciones lanzadas a los líderes comunitarios señala su apego a los intereses particulares, en detrimento de la universalidad comunitaria.Tal crítica remeda en lo local los improperios formulados contra la clase política en lo nacional, esto es, apela a la imagen ideal del agente público como servidor desinteresado y comprometido con el interés de todos. La <comunidad>, así las cosas, retoma el viejo dilema de lo público frente a lo privado, haciéndose del lado del primero.

Desde allí emergen sus simbólicas de lo público. Su oposición a lo individual implica el imperativo normativo del compromiso con el destino de la colectividad. Frente a la dignidad comunitaria los individuos son simples engranajes de un espacio que demanda fidelidad. Quienes no obran de tal modo <son agua turbia que dañan la comunidad porque son estáticos y no se identifican con nada>. En resonancia con el más depurado republicanismo la vida adquiere sentido haciéndose partícipe de lo público: <Hay pelados que se la pasan de la casa al colegio y del colegio a la casa. Supuestamente son los buenos pero a la final son malos porque no hacen nada por su gente>, se afirma de los jóvenes no comprometidos en ninguna actividad grupal;de nada vale su marginación del conflicto local, igual la indiferencia ante <su gente> los convierte en objeto de reproche. Nada justifica el desinterés ante las demandas vecinales, ni tan siquiera la contemplación religiosa: <Uno no debe solamente enfocarse a la iglesia sino que más allá hay problemas de la comunidad. Hay que meterse en la realidad de la gente con la que uno vive>. Dicho <meterse> está preñado de responsabilidad y ligado a una entrega que desborda al individuo, lejos del hedonismo tan extendido como temido: <Me siento impotente porque veo que los jóvenes no hacen algo por la comunidad sino que quieren es pasarla bien,divertirse>.Por supuesto,en el lado opuesto, la observancia de lo comunal es fuente de aprobación y orgullo, <me sentiría dichoso que digan "ese muchacho es útil, ayudó mucho a nuestra comunidad">28.

La <comunidad> supone entonces un principio de universalidad y una exigencia de entrega al grupo, dos rasgos que la convierten en espacio para el accionar político. Lo público halla su desdoblamiento en lo local, en el barrio y sus exigencias, como lo revela la respuesta de un muchacho ante el interrogante por su actividad política: <El funcionamiento de la política que se da aquí en la comunidad es comunitario, todos por la comunidad>. Lo político, de corriente asociado a los grandes sujetos como el partido político y la organización gremial, se traduce en la consigna de <todos por la comunidad>. El universal de la nación y el particular de la <comunidad> están conectados mediante vínculos directos, <cuando uno hace cosas está trabajando por la comunidad y por Colombia>. El ejercicio comunal es público, sin mediaciones, en un grado tal que se le asigna la capacidad de confrontar las grandes tragedias nacionales: <Trabajar por la comunidad es como un acto de paz>. La virtud incrustada en la agregación comunitaria, emanada del traslape de lo público sobre lo local, hace que la lectura del hecho político y sus mecanismos formales pasen, por fuerza, por sus eventuales influjos sobre el contexto local: <En las elecciones apoyaría a un man que hace por la comunidad y por el país>29.

La <comunidad> está cargada de los registros propios del espacio público. Se la concibe como materialización de lo universal opuesta al lance individualista, supone una virtud cívica con el destino general y sus actos se asumen como engranajes del accionar político. El ámbito comunitario agencia una esfera pública localizada. No obstante su simbólica colectiva descansa sobre unos fundamentos en mucho distantes de aquellos sobre los que se cimenta el espacio público y el ejercicio político. En verdad, ajena a la noción de pacto social erigido sobre el pluralismo y el disenso, la <comunidad>, de manera distinta, se funda en el imaginario de la homogeneidad y la unidad. No obstante ya aquí está garantizado un nexo con el estado y el poder.

II. Vínculo e instrumento

¿Habrá que extrañarse frente a la terca permanencia del ideal comunitario, tan vivo en sus contenidos como ajeno a los dictados de la modernidad? En lo absoluto.Allí habita un alto contenido de tradición popular, se sintetiza un ancestral modelo de representación de la vida buena entre los sectores populares, se encarna un ideal moral y una estrategia para la sobrevivencia. Pero no es sólo eso. Es, con similar intensidad, producto de supervivencias del pensamiento moderno, y más fuerte aún, resultado de lenguajes y prácticas estatales que le confieren el estatuto de referente de gobernabilidad. Consideraremos ahora esta segunda fuerza que jala desde arriba, primero en el pensamiento y luego en el gobierno.

1. Colectivismo e identidad

La comunidad le ha sobrevivido a los muchos embates emprendidos desde distintas orillas del pensamiento social moderno. Al igual que la nación y la religión hizo parte de las realidades "ilusorias" que habrían de ser abolidas por la modernización y el desarrollo capitalista. La comunidad, como ninguna otra, describe una modalidad de asociación arcaica regida por valores convencionales y códigos emocionales; sus vínculos son los propios de la sangre, la tradición y la pasión, todo lo opuesto al individuo autónomo y racional reclamado como condición de la ciudadanía liberal.Tan sólo había que esperar el avance del progreso y la racionalidad, se decía, para que al fin cedieran la marginalidad y el atraso ligadas a formas de vida como la prescrita en la dependencia comunitaria.

Como aconteció con tantas otras premoniciones del progresismo, la evocación comunitaria no sólo continuó, sino que parece adquirir renovado auge, así como lo anuncian los muchos vínculos que se apadrinan hoy bajo su nombre. Nunca desapareció del todo, se resistió a perder sus títulos de antiguo esquema de figuración del vínculo con el otro. El industrialismo no logró suprimirla sino que, bien por el contrario, se vio impedido para evitar que sus rasgos informaran las utopías sociales surgidas desde el romanticismo y los utopistas hasta el comunismo marxista: tuvo que ceder ante un avasallador impulso que impregnó tanto el sueño de cientos de movimientos contestatarios como el pensamiento social desde fines del siglo XVIII hasta los días presentes30.

Será el movimiento romántico el que emprenda la crítica del orden social a partir de una comunidad imaginada como espacio donde los seres humanos, en un acto de libertad, se reconcilien consigo mismos y con la naturaleza. El antagonismo propio de la crítica romántica, que enfrenta la igualdad, la fraternidad y la armonía de la vida comunal al mundo injusto, abstracto e individualista de la modernidad, reaparece luego en el debate político y social del siglo XIX31. La obra de Ferdinand Tönnies, uno de los representantes de la sociología clásica, retoma la oposición al postular la comunidad y la sociedad como dos formas de asociación contrarias por naturaleza, la primera fundada en el afecto, la tradición y el parentesco, la segunda en la racionalidad, la abstracción y el vínculo mecánico. Sus contemporáneos parafrasean el antagonismo, si bien lo hacen animados por búsquedas distintas. Weber, lejos de aspirar a cualquier retorno comunitario, consciente como era del predominio de la racionalidad burocrática, liga la comunidad a lo afectivo y la sociedad al cálculo racional. Entretanto Durkheim, quien ve con los mejores ojos el progreso y el individualismo, se hace eco de la oposición en su célebre diferenciación entre solidaridad mecánica y orgánica32.

El marxismo no está exento de la tensión comunitaria. De sus muchas tesis, la ensoñación comunista pasa al siglo XX como pivote del conflicto político que acompañó la escena mundial hasta la guerra fría. El comunismo, aquel horizonte utópico donde el desarrollo de las fuerzas productivas y la individualidad liberan al ser humano de la desigualdad y la dominación, cohesiona la sociedad a tal grado que se torna innecesaria la intermediación de la política y el Estado. En medio de las muchas aristas implicadas en la confrontación entre el capitalismo y el comunismo -de tan hondo calado como la organización del Estado y la transformación de las relaciones de producción-, el ideal comunitario, agazapado detrás del anhelo a la igualdad, atraviesa la contienda política hasta casi el final del siglo XX. No gratuitamente la comunidad es reconocida como una de las ideas fundamentales en torno a las cuales se vertebra la reflexión social de los últimos tiempos33.

Sus resonancias llegan hasta hoy, en medio de las muchas conmociones que trae consigo la era de la globalización. En su versión extrema vuelve y alimenta la vieja aspiración romántica de una existencia comunal donde anida el espíritu de un nuevo tiempo, como lo plantea Maffesoli (1990) en su tesis de las tribus urbanas. La comunidad, afirma, renace como una socialidad alternativa basada en un manojo de rasgos que pasan por su condición efímera, su inscripción local, la falta de organización y la estructura cotidiana34. Como lo sostuviera la sociología clásica la comunidad se instaura sobre el universo del afecto, sus vínculos anidan en la proximidad y por tanto se orientan hacia el Otro sembrando el intercambio recíproco entre sus miembros. Incluso el punto se radicaliza al designar dichas realidades como "comunidades emocionales".Y al igual que en el romanticismo y Tönnies, la comunidad quiebra el individualismo, el historicismo finalista y el contractualismo sobre los que se instauró la modernidad, con la diferencia que aquéllos postulaban el retorno a una entidad destruida por el progresismo mientras Maffesoli la ve actuando en las comunidades urbanas que llama tribus: los jóvenes y sus expresiones identitarias constituyen su mejor verificación35.

Además, también en la actualidad, la noción reverdece en la discusión entre liberales y comunitarios. Su debate se ordena, en últimas, en torno al desacuerdo sobre lo que constituye el dato original de lo social: el individuo o la comunidad. En medio de numerosas versiones el liberalismo ve en el primero el pivote de la construcción colectiva. El hecho primigenio es el individuo con sus aspiraciones, pero también con su conciencia de igualdad. La agregación de los individuos aislados se produce sobre el pacto alrededor de las reglas y procedimientos mediante los cuales se satisfacen los intereses particulares, de donde lo social, en sus diversos planos, brota de la convergencia y el conflicto producidos por la coexistencia de las aspiraciones múltiples y diversas de los individuos36. Los contradictores del liberalismo, por el contrario, acuden a la comunidad como instancia opuesta a la implosión individualista. El individuo, afirman, no está dotado de determinación autosuficiente como para que sus nociones de la buena vida simplemente broten de su interés personal, sino que él mismo es producto de sus identificaciones y pertenencias. Lo social no es el mero agregado de los individuos, sus agencias y pactos, sino es inclusión y sentido colectivo, es comunidad. La justicia se construye a partir de una historia que dota a la sociedad de un sentido del bien y lo deseable, y no desde la singular visión de un individuo constituido como dato anterior a lo social. La comunidad es pues pertenencia y, en consecuencia, identidad y sentido del Otro37.

La comunidad atraviesa entonces el pensamiento social de occidente. Lo hace a distintos niveles. Unas veces como sociedad global, ya como mundo enclavado en el principio de los tiempos, ya como horizonte utópico que espera su puesto al final de la historia. Otras veces refiere la vida de todos los días y sus formas de acoplamiento, bien desbordada por los valores del individualismo, bien como crisol de la renovación de los tiempos. Sea cual sea el plano y la significación con que opere, la noción nombra la ligazón con los otros mediando formas de constitución de lo social. Su continuidad descansa, en medio de sus muchas versiones, sobre los nudos imaginarios que engranan su fuerza simbólica: primero el colectivismo, su condición por naturaleza gregaria frente a las poderosas tendencias individualistas; segundo la virtud cívica, la inclusión comunal supone compromiso y participación con la cosa pública; y tercero la identidad, en tanto presupone una pertenencia colectiva integradora. Sobre estos nudos la asociación comunitaria se postula como ideal de destino.

2. Orden político y gobernabilidad

De la proclama comunal no sólo beben la tradición popular y el pensamiento social. En tiempos recientes, cuando las oleadas modernizadoras hubieran podido neutralizarla, el estado desempeñó papel de primer orden en su afianzamiento. Es verdad que el aparato estatal colombiano exhibe protuberantes fallas en su capacidad de hacer presencia en numerosos territorios, de mediar los conflictos y de monopolizar el uso legítimo de la fuerza, así como lo verifica la extensión y profundidad de la violencia. Sin embargo la fragilidad del estado frente a los poderes privados no suprime sus muchas dotes en la intervención de la realidad social. Durante el período conocido como la Hegemonía Conservadora, extendido entre el final del siglo XIX y las tres décadas iniciales del XX, la alianza con la iglesia garantizó una mediación estatal directa en los asuntos cotidianos. Luego el ascenso liberal de 1930 significó su influencia sobre aquello que desde ese entonces y hasta los años 80 vino a ser una decisiva expresión pública, la organización obrera y campesina en sindicatos y ligas agrarias. Tanto en uno como en otro caso, la acción estatal auspició y otorgó legitimidad a formas de ordenamiento de la sociedad de enorme repercusión sobre los arreglos de la vida diaria y las pugnas políticas.

Algo similar sucede con la constitución del Frente Nacional, ese pacto encaminado a superar una coyuntura de violencia extrema. En aquellos días, como hoy, la magnitud de la guerra se tradujo en la proliferación incontrolada de actores en pugna y la destrucción de toda forma de legitimidad38. Frente al imperativo de un acto de paz que contuviera el desangre, la evocación comunitaria se perfiló como una pieza que socorrió el empeño desde abajo. En 1958, apenas iniciado el arreglo, se promulgó la primera ley sobre Juntas de Acción Comunal dando origen a la organización convertida en llave maestra del nexo entre el estado y la sociedad popular39.Venido de "una guerra civil no declarada", como se llamó en aquel entonces la violencia, el país necesitaba reconstruir sus formas de convivencia, refundar la legitimidad institucional y encarar los desafíos del desarrollo. Las juntas comunales cumplieron destacado papel en el proyecto al amalgamar una doble condición, la de ser expresión viva de los sectores populares y, a un mismo tiempo, la de convertirse en prolongación directa de la institucionalidad estatal. Mediante ellas el pueblo quedó convocado a la reconstrucción nacional.

Desde ese entonces su éxito es sorprendente. Muchas otras formas de movilización colectiva han aparecido sometidas a toda suerte de flujos y reflujos, sin que ninguna haya ostentado la extensión y permanencia que tienen hoy todavía las juntas comunales, diseminadas en prácticamente todas las veredas de los campos y los barrios de las ciudades. Las juntas cristalizan en las instituciones la simbólica comunitaria.Tras una trayectoria amarrada a la sucesiva promulgación de un conjunto de regulaciones jurídicas40, han desempeñado un estratégico papel en los ordenamientos de la vida colectiva. Como expresión popular han sido voceras de las demandas de sus gentes; como prolongación institucional han sido engranajes claves del universo político. Cuánta razón les cabe a los dirigentes comunales cuando con orgullo se proclaman constructores de patria y nación41; es cierto, su papel no es de poca monta.

El vínculo con el estado hace parte de su misma definición. El estado, obligado a reconstruir el país, las concibió como mediación ante los clamores de amplios sectores en condiciones precarias de vida. Como reza una de sus definiciones, la junta de acción comunal es una "corporación cívica (...) compuesta por vecinos (...) que aúnan esfuerzos y recursos para procurar la solución de las necesidades más sentidas de la comunidad"42. Desde su origen hasta hoy, en efecto, ha operado como apoyo a un estado impedido para abordar por sí sólo la tarea de sofocar el atraso de cientos de regiones. De ahí que la junta se comprenda como instancia encaminada a agregar "esfuerzos y recursos para procurar la solución de las necesidades".Y en la medida que tramitan las peticiones locales hacia el estado, centralizan, en medio de la pobreza, la esperanza de superación de la marginalidad.

No se trata, con todo, de una mera relación instrumental que acude al esfuerzo y el trabajo popular. Mediante ellas el pueblo hace parte del proceso de construcción de una renovada institucionalidad. Los lenguajes y las prácticas propias de la administración estatal descienden a la sociedad popular. En adelante los reclamos sociales quedan envueltos en los procedimientos jurídicos y burocráticos que gobiernan al estado, a la vez que se extienden hasta abajo los procedimientos típicos de la democracia representativa. Cada tanto se eligen popularmente los miembros de las juntas siguiendo una meticulosa reglamentación,sus funcionamientos internos están regulados y las demandas poseen sus formas de tramitación. Las juntas son escuelas locales de democracia atravesadas por el formalismo jurídico, articuladas en niveles diversos de organización43.

El proyecto de construir institucionalidad es uno de los nervios profundos que las animan. Desde éste, los líderes comunales se convirtieron en guardianes del orden establecido, así como lo revela su conservadurismo y las constantes narraciones de su persecución a todo aquello que atente contra la "tranquilidad", desde los reductos de izquierda hasta su participación en las operaciones de limpieza contra las pandillas. Mas su papel en el proceso de institucionalización no se circunscribió al oficio pasivo de preservar el orden local; fueron invitados, a título de agente central, a la reproducción de las estructuras políticas. En el cruce de una <comunidad> urgida por la precariedad y de unos políticos necesitados de votos, las juntas se erigieron en eslabón del clientelismo. Sin duda, la intermediación política encontró en una institución enterrada en la vida cotidiana de unos sectores populares ansiosos de favores oficiales, la oportunidad de establecer el intercambio entre servicios estatales y fidelidades electorales44.

No obstante sería erróneo reducirlas al simple papel de reproductoras del sistema y el clientelismo. Dada su inserción local son también un "medio de participación activa, organizada y consciente, en planeación, evaluación y ejecución de programas de desarrollo comunal"45. Las juntas funden en un solo haz la imaginería comunitaria y el discurso participativo. Así es, primero la simbólica de la igualdad y la unidad, nacida del intercambio personal y no de principios abstractos, impone el compromiso con los destinos colectivos; la evocación comunitaria contenida en las juntas traduce el viejo legado popular en el contexto de un proyecto político46. Segundo, la faceta participativa, calco local del espacio público ampliado según se escuchó atrás, otorga a la <comunidad> su conexión con el bien universal ligándola con el estado y el orden político.Ahí estriba la diferencia entre el modelo de la comunidad antigua, regida por los lazos de parentesco y consumida en sus propias dinámicas, y la comunidad urbana contemporánea afianzada en la participación y la conexión con la nación. Las viejas imaginerías comunales se resignifican en los lenguajes de la modernidad política.

Las juntas de acción comunal son la más acabada fusión de la comunidad y el Estado, pero no su único lugar. El gobierno municipal se alimenta igualmente de éstas, convirtiéndolas en referencia de su acción administrativa y política. La capital lo hace, como lo muestran sus últimas administraciones. En un texto sobre la reforma descentralizadora Jaime Castro, uno de los gestores de dicha reforma y alcalde entre 1992 y 1994, afirma que los habitantes de la ciudad "están repartidos en comunidades diversas y heterogéneas que tienen, cada una, su propia identidad social, política, histórica, cultural y económica"47. En su programa de gobierno, presidido por el emblema de "Bogotá ciudad de comunidades", hace la misma aseveración acudiendo a la vaga imagen de la Bogotá ocupada por personas migrantes de diversas regiones del país48. La comunidad es un verdadero agente de la gestión municipal, un rasgo presente en las siguientes alcaldías. Para Antanas Mockus en su gestión entre el 95 y el 97 la cultura ciudadana, "eje central del plan" de gobierno, deposita en la participación comunitaria una de sus cuatro formas de acción. La comunidad posee una entidad definida a la que se apela en circunstancias especiales, como cuando los grupos poblacionales críticos exigen "acciones preventivas y de inclusión social, a través de la participación activa de la familia, la comunidad y las instituciones"49. Para Enrique Peñalosa igual; su estrategia de "desmarginalización", pivote de su programa, "prevé la vinculación de la comunidad y el sector privado"50.

Los planes de gobierno podrían ser objeto de una exégesis del término. Por lo pronto es de señalar que en ellos la comunidad aparece como colectivo con identidad, energía social, lugar para la democracia, espacio para la superación de la marginación, fuerza de trabajo a canalizar, artífice del destino colectivo: multitud de referencias atravesadas por la misma condición imaginaria que anuda los discursos de los jóvenes del suroriente, sólo que desde el lenguaje de la modernidad y el estado. Frente a las fuerzas centrípetas del individuo y sus derechos inalienables, la acción política del estado capitalino convoca las fuerzas colectivas bajo la sombra de la identidad que porta consigo la comunidad51.

III. Lo local y la resistencia

La comunidad arrastra corrientes; a través suyo fluyen fuerzas diversas. Para los de abajo emerge de sus tradiciones portando un yo colectivo; para el pensamiento social encarna un vínculo,mientras que para el estado dispone un instrumento útil a su proyecto de gobernabilidad. Frente a estas confluencias distintas, ¿es posible buscar en ella un horizonte de resistencia en la ciudad?

1. Resurgimiento de lo local

Lo local se vino a convertir en categoría del pensamiento social contemporáneo. Dicho estatuto, con todo, se perfiló no más que durante los últimos lustros. Tiempo atrás lo local, como expresión de los nexos entre territorio y ser social, permaneció sepulto bajo la hegemonía de la historia sobre la geografía, del tiempo sobre el espacio.La "obsesión por la historia", según la expresión de Foucault, surge de la epistemología historicista derivada de la conciencia crítica construida durante el siglo XIX y prolongada durante buena parte del XX52. Frente a tal epistemología, regida por la lógica de la duración, el espacio es tan sólo contexto de realización, lugar de contención donde el hecho social adquiere su particularidad: a cada territorio le corresponden unas relaciones sociales únicas e irrepetibles. El espacio se reduce a expresión física, a mera reserva de una cultura definida.

Frente a esta reducción, imperante largo tiempo, el espacio adquiere carta legítima de ciudadanía con el debate sobre la globalización, centro de interés durante la década final del siglo pasado. Finalmente el proceso globalizador, nudo del orden económico y político emergente, es una metáfora de la articulación geográfica del planeta. Lo espacial salta a primer plano, incluso hasta llegar al otro extremo. La versión neoliberal de la globalización, amasada entre el triunfo resonante del capital y la democracia liberal, se acompañó de la creencia según la cual la historia terminaba, así como lo anunció la socorrida fórmula de Francis Fukujama. El nuevo arreglo capitalista no sólo privilegiaba la analítica espacial, sino que intentaba aniquilar las "desuetas" coordenadas del tiempo. Detrás se agazapa el intento de suprimir el sujeto de la historia y, como consecuencia, de despolitizar la esfera pública: eliminar la historia implica suprimir la voluntad política.

De modo que hay que evitar tanto el historicismo instrumentalizando el territorio como la manía espacial socavando la acción colectiva. El primero relega el espacio y su contribución autónoma a la construcción de lo social, al tanto que la segunda cercena la mirada vigilante sobre el poder y sus argucias. De manera distinta se trata de articular ambas dimensiones en el contexto de las actuales mutaciones en las formas de articulación de lo social, mutaciones que cobran vida de múltiples maneras. Su corazón, no obstante, adquiere cuerpo en la modificación de las relaciones entre el estado nación y el territorio, tal como lo argumenta Appadurai en un lúcido artículo53.La idea de soberanía, eje de la construcción moderna del poder, hizo converger la ciudadanía y la identidad dentro del trazado territorial jurídicamente delimitado por la potestad del estado. Empero, este isomorfismo entre territorio, nación y soberanía se adelgaza ante los embates de otras formas de constitución del sentido. Unas provenientes desde "abajo" empujadas por la emergencia de lo local como mundo existencial, esto es como horizonte de pertenencia cuyos apegos entran en colisión con la necesidad estatal de una escena pública regulada; otras viniendo desde "arriba" animadas por la constitución de translocalidades, espacios de movilidad humana y cultural que desafían las prerrogativas de inclusión del estado. El territorio soberano se desdibuja, amojonado dentro de fronteras porosas, arrancando al estado su antiguo monopolio sobre los relatos colectivos54. El resultado viene a ser la disociación del estado y la nación, dando paso a la diversificación de las lealtades. El estado continua pegado a la soberanía imbuido de su papel de garante de derechos homogéneos para todos, conservando su función de interlocutor primero de la ciudadanía; la nación, entretanto, se fragmenta en espacios disímiles, inoculada con una movilidad donde el discurso de la historia patria ha perdido densidad, convirtiendo la identidad en una experiencia desanclada.

Ante este panorama las correas de articulación entre unos seres y otros sufren profunda muda. El conector del estado nación ha perdido su hegemonía. El estado soberano ya no suelda el nexo entre política y clase social, antiguo garante del vínculo de cada individuo con los otros y con la totalidad social; se resquebrajó su centralidad, antes garantizada en la simbiosis de la identidad y la narrativa unificadora: la forma de identidad por excelencia era la ciudadanía, ligada a un metarrelato colectivo tejido desde el estado. Su función de conector se relativiza abriendo paso, tanto a la diversificación de las fuentes de identidad, como a la visibilidad de los planos local y global. Su consecuencia, la topología cobra fuerza entre las realidades contemporáneas. El territorio pierde su fijeza, dando al traste con la vieja asociación entre lugar físico y relaciones sociales. Lo local, lo nacional y lo global constituyen planos de articulación, cada uno gobernado por sus lógicas pero, a un mismo tiempo, en interacción constante entre uno y otro. Empleando las palabras de Renato Ortiz cada plano está constituido por "procesos sociales diferenciados"55: en medio del proceso lo local cobra nueva vida.

2. Poder y resistencia

Si el poder y el sentido han de ser pensados como historia y como topología, como voluntad humana y como vínculo con el territorio, la comunidad, como expresión de lo local, se perfila como alternativa para la resistencia. Sus viejos significados la convierten en representación de la agregación, la identidad y el conflicto, tanto como en divisa de un destino cuyo norte depende de la reciprocidad. Su marca de clase popular, en el contexto del desanclaje y la globalización, la perfila como valor político donde anidan proyectos alternativos para la vida y el poder desde abajo. Lo ilustran el Zapatismo en México, la Confederación de Nacionalidades Indígenas en el Ecuador, los Sin Tierra en Brasil.

Claro, en la ciudad enfrenta potentes desafíos, comenzando por las ácidas fragmentaciones sobre las que se mueve el tejido urbano. No obstante, su caudal político surge de una doble evidencia. Por un lado la emergencia de lo local también opera en la ciudad, entre la barriada popular, así como lo muestra una resurgida movilidad social regada entre el poder pandillero, las expresiones culturales y la audiencia de la que son objeto una variedad de formas de organización comunitaria. Por el otro, la comunidad pervive en la ciudad como esquema de representación del lazo y la acción colectiva popular, la continúan empleando hasta los jóvenes. De tal suerte, como ya acontece entre indígenas y campesinos, la comunidad se abre para la barriada urbana como espacio de contención al poder.

No es nada sencillo: ¿cómo olvidar que la persistencia del referente comunal bebe de confines distintos y desencontrados? El nudo de la herencia popular le proyecta como territorio y raíz, el nudo estatal le adjudica la función de matriz institucional. En el curso de su tensión, el nudo popular tiende a consumirse en el nudo estatal. La gente de la barriada sigue usando la comunidad como continente imaginario, pero sus contenidos se deshilachan entre el interés instrumental del estado. Los planos topológicos se cruzan. La comunidad es local en tanto constituye una estructura de sentimiento nacida del intercambio cara a cara; pero al mismo tiempo es una forma de agenciar la pertenencia a la nación. Lo local y sus valores se funden con lo nacional y sus urgencias: la comunidad arrastra la larga duración de una tradición popular territorializada en el barrio, por ello se incorpora al proceso de urbanización que acompañó la constitución del estado- nación. La comunidad no es el espacio de los flujos, pero le cruzan temporalidades y topologías diversas56.

Ahí reside justo su potencial. Sin duda la comunidad ha agenciado poder en la ciudad. No es la enseña de la movilidad –– para muchos la marca del poder hoy día57 ––,mas su fuerza la utiliza el estado en su labor de ampliación institucional y cohesión ciudadana, tanto como los sectores populares en el intento de apropiación de símbolos y recursos apadrinados bajo la etiqueta comunal. El escenario contemporáneo es sin embargo distinto y posibilitador para la corriente que fluye desde abajo. Como se señaló párrafos arriba, la pérdida de isomorfismo entre el territorio, la nación y la soberanía resquebraja el monopolio estatal sobre la narrativa, la identidad y la lealtad, permitiendo que las culturas populares encuentren renovados aires para hacer valer sus visiones y prácticas.

La comunidad sigue presente en el habla y haceres de los sectores populares, cargada de historia y tradición. Una vez resemantizada y arrancada al influjo dominante del estado58,su sobrevivencia popular se convierte en punto de partida capaz de erigir un muro de contención contra la fragmentación, el individualismo y la dispersión propias de las mutaciones puestas en marcha por la globalización neoliberal. No es sólo herramienta cultural, es también instrumento político en tanto canal de creación de estilos alternativos de vida y de esquemas paralelos de ejercicio de poder. No por casualidad a la comunidad la marca la imaginería de la protección y la participación, latente en una secular costumbre subalterna.

Las características propias de lo urbano, aquellas que la diferencian de la comunidad rural, son un pie de fuerza: la comunidad urbana no está ensimismada, ha pasado por su conexión con la nación; pero tampoco es abstracta, está armada de intercambios de sentido entre seres de carne y hueso con quienes se trama la vida. El universal del país, asumido desde el vínculo directo cara a cara, recombina en nuevos planos la conexión con el otro y lo nacional. Lo general se piensa desde el aquí y el ahora, al tiempo que lo inmediato se piensa desde el país y sus procesos ampliados.

Lo local tiene hoy vida y la comunidad es un nervio de ello. Como signo de pertenencia constituye una robusta forma de representación colectiva popular. La ciudadanía desde abajo, la que experimenta el ciudadano de la calle, halla en la comunidad una de sus traducciones. Lo hace con sus arcaísmos e ilusiones, o quizás justo por ello invade el ideal de la vida buena y la acción cívica designando un tejido asociativo y un motor para la práctica colectiva: encarna la vieja pero siempre presente utopía popular de la igualdad y la unidad. Su conexión con la participación y la solidaridad, hasta ahora instrumentalizada al servicio del sistema político, abre un espacio:la simbólica comunal intermedia formas de agregación popular,en últimas ligadas al atávico sueño de un mundo hecho de lealtad y justicia. La democracia local, animada por la esperanza de igualdad, hace posible la reapropiación política de la comunidad en el contexto de la profunda desagregación institucional que atraviesa la contemporaneidad. Es el desafío.

No se trata de retornar al viejo mito de la armonía, un arsenal histórico tan fallido como inexistente. Tampoco se trata de retransportar sus cargas tiránicas, tan apetecidas como actuantes en el igualitarismo comunitario. Frente a ellos se levanta, por principio, el decisivo peso de la individualidad en la constitución de la subjetividad, tal como vuelven y lo muestran los jóvenes. Los nexos entre lo uno y lo otro no entran en contradicción; el individuo emprende su búsqueda singular pero sin desconocer el compromiso que arrastra el vínculo primario con lo comunal. La comunidad urbana popular está lejos de la agregación tiránica metida en el propósito de sojuzgar a sus integrantes. Por el contrario, traba sostenido diálogo con las fuerzas que jalonan la construcción de la individualidad.

Como se dijo, en la comunidad habita un alto contenido de tradición popular, se sintetiza un ancestral modelo de representación de la vida buena entre los sectores populares, se encarna un ideal moral y una estrategia para la sobrevivencia. Es pues un verdadero arco a la economía moral, esa racionalidad popular donde la relación entre economía, sociedad y poder se piensa desde una perspectiva ajena al dominio del mercado59, evidenciando, una vez más, el modo como en los sectores populares duerme una reserva moral de la humanidad.

En palabras de dos pensadores de la Escuela de Frankfurt, "la tarea por realizar no es la conservación del pasado, sino la redención de las esperanzas del pasado"60. La comunidad, como forma de vida y como esquema de gobierno, es una cierta "esperanza del pasado". Ella es pasado, pero será esperanza de futuro en tanto su poder político se afirme como valor de clase capaz de informar otros modos de articulación con el otro, con lo local y con la sociedad. Ello es posible, lo local ha entrado a disputar el capital histórico y cultural antes propiedad del estado. Ahora reclama su historia, la posibilidad de hablar desde sí mismo, todo lo cual arma el significado profundo de la resistencia. Cobra visos de realidad la sentencia bajo la que se pusieron estas páginas, "construyendo comunidad se cambia el mundo".

Para Colombia y su despiadada guerra la reconstrucción de la convivencia y la ciudadanía ha de pasar por lo local y la comunidad. Finalmente, el posible impulso ético de la comunidad en la ciudad ha de quebrar su subordinación a la institución en la vía de realzar sus nexos con lo público, la justicia y la igualdad.


Comentarios

2 Vocera de la organización italiana Ya Basta. En: La Jornada (2003: 7).

3 Pasados casi diez años después de su aparición pública el 1 de enero de 1994, la expresión indígena conocida con el nombre de Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) creó cinco Juntas de Buen Gobierno asumidas como territorios en rebeldía, esto es: lugares regidos por sus propias leyes más allá del estado y su diseño constitucional. El lanzamiento se realizó a principios de septiembre del 2003.

4 En un bello artículo,Arturo Escobar (2000) instala la pregunta.

5 Adolfo Gilly (1997) muestra este vínculo. En cualquier texto del subcomandante Marcos respira la invocación de lo indígena articulado como comunidad (2003a; 2003b).Y en las Juntas de Buen Gobierno la noción de comunidad se intercambia con la de municipio, mostrando lo primero como una forma de gobierno preñada de historia y experiencia vivida.

6 Lo mismo, los estudios de la subalternidad en la India han encontrado en la comunidad la "idea unificadora que le da a la insurrección campesina su carácter social fundamental" (Chatterjee 1997: 201).

7 Acudimos a historias de vida de muchachos pertenecientes a organizaciones de barrios populares en Bogotá.

8 Anderson (1993).

9 Sobre estas características la comunidad también se la emplea para describir cualquier aglomeración articulada por un interés colectivo: la escuela, el grupo comunitario, la gente de la empresa y así sucesivamente. Es un verdadero comodín.

10 En cambio cada vez que designa su trabajo,incluido el desplazamiento físico,habla de la comunidad.Ver Velázquez (1986).

11 (Mario: 17; Salomé: 45. Las frases entre los signos < y > son textos literales extraídos de las historias de vida).

12 Con la noción de ciudadanía desde abajo queremos referir el vínculo con lo público tal y como lo experimenta el habitante urbano común y corriente, a diferencia de la ciudadanía prescrita desde el estado y la norma constitucional. Perea (2001a).

13 Blanca: 22.

14 En muchos sentidos lo mismo acontece con la <zona>. Sin embargo nos limitamos a la <comunidad> dejando dicho que con el <barrio> y la <zona> se movilizan significados similares. Como se señaló, en el discurso zapatista la comunidad se traslapa con el municipio.

15 Ver Phelan (1980).

16 Perea (2001b).

17 Weber (1944).

18 Cabe la posibilidad de barrios atiborrados de miembros de una familia, pero son casos aislados que no definen la ocupación del territorio urbano.

19 (Robin: 12; Shacra: 8; Marta: 4).

20 El 70% de los barrios del suroriente crecieron de manera clandestina.Varios (1998, p. 192).

21 Goueset (1998) pone en duda la afirmación, ya de sentido común, según la cual la acelerada urbanización en Colombia tiene relación directa con los desplazamientos causados por la violencia de mediados de siglo.

22 Rodríguez (1998).

23 (Shacra: 21; Fredy: 19).

24 (Malena: 34; Humberto: 28; Edison: 12).

25 (Malena: 34; Edwin: 27).).

26 (Diana: 15; Edison: 9).

27 (José: 3; Diana: 31; Humberto: 26).

28 (Shacra: 21; Blanca: 22; Blanca: 7; Edwin: 34).

29 (Fredy : 51; Jhon, : 26; Javier, : 19; Jhon, 29).

30 Lo que sigue es apenas un esbozo que muestra la impronta comunitaria. La indagación sistemática de su lugar en el pensamiento actual desborda estas páginas.

31 Taylor (1996).

32 Nos basamos en la interesante discusión de Jaramillo (1987).

33 El texto de Robert Nisbet publicado en 1977, La formación del pensamiento sociológico, afirma que la comunidad es la idea de más largo alcance. Citado en Jaramillo (1987: 56).

34 Maffesoli (1990: 38).

35 El texto de Maffesoli y su noción de tribus urbanas ha sido muy usado en la literatura sobre jóvenes, pese a su frágil fundamento. En principio choca la contradicción de un libro que se pretende tras una racionalidad alternativa y que, no obstante, está construido sobre una rígida lógica binaria pegada a las tipologías polares de la sociología clásica. La metáfora de la tribu resulta precaria para recoger lo que acontece entre los jóvenes.

36 Posiciones del liberalismo en Rawls (1996) y Thiebaut (1998).

37 La visión comunitaria en Taylor (1997). Una discusión de las dos corrientes en Mouffe (1999).

38 El Frente Nacional fue un acuerdo entre los partidos políticos tradicionales, el liberal y el conservador, iniciado en 1958 como una manera de sortear una larga y cruenta historia de violencia partidista estallada en 1946.

39 Leal y Dávila (1991).

40 La historia de las juntas en Leal y Dávila (1991) y la recopilación del fundamento legal en Juntas de Acción Comunal (sf). Hay que anotar que durante los años 50 los proyectos comunales fueron impulsados en toda Latinoamérica como parte de los esfuerzos de la guerra fría.

41 Gutiérrez (1998).

42 Decreto 1930 de 1979.

43 Son una verdadera estructura piramidal que reproduce en cada escaño las formas jurídicas de tramitación de la demanda y el conflicto: después de la junta de acción comunal vienen la Asociación de Juntas, luego la Federación y por último la Confederación.

44 En época reciente han aparecido juntas con miembros ajenos al clientelismo, empeñados en hacer valer su dimensión participativa y democrática.

45 Decreto 300 de 1987.

46 Torres (1997).

47 Castro (1997: 3)

48 Castro (s.f.:1)

49 Ambas citas en Formar Ciudad (1995: 3 y 7).

50 Por la Bogotá que queremos (1998: 4).

51 En este mismo lugar se para el gobierno de Uribe con su evocación del "estado comunitario". Sólo que en este caso resulta evidente el intento populista de activar el componente imaginario de la comunidad popular.

52 La expresión de Foucault la cita Soja (1990, p. 10), quien a través de un recorrido por varios pensadores muestra la sucesiva construcción de la contemporánea posición de la geografía.

53 Appadurai (1999).

54 Por supuesto, agregamos nosotros, estos procesos se tejen en el contexto de la pérdida de poder efectivo del estado frente a poderes construidos en el escenario globalizado. El poder de la banca multilateral y las empresas transnacionales son el ejemplo.

55 Ortiz (1998: 34).

56 La noción de espacio de los flujos es de Castells (1998).

57 Bauman (1999) asocia el poder al movimiento.

58 Respecto al pensamiento social, la comunidad vuelve a ser objeto de su atención.

59 La noción de economía moral en Thompson (1989).

60 La frase es de Max Horkheimer y Theodor Adorno. En: Gilly (2002: 19-20).


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