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Colombia Internacional

Print version ISSN 0121-5612

colomb.int.  no.65 Bogotá Jan./June 2007

 

INTERVENCIÓN POR INVITACIÓN, Claves de la política exterior colombiana y de sus debilidades principales

INTERVENTION BY INVITATION, Keys to Colombian Foreign Policy and its Main Shortcomings

Arlene B. Tickner*

* Pregrado en Artes Liberales, Middlebury College, Estados Unidos; Maestría en Estudios Latinoamericanos, Universidad de Georgetown , Estados Unidos. Ph.D. en Relaciones Internacionales, Universidad de Miami, U.M.S., Estados Unidos. Profesora Titular del Departamento de Ciencia Política, Universidad de los Andes; y Profesora Asociada, Departamento de Ciencia Política, Universidad Nacional de Colombia. Correo Electrónico: atickner@uniandes.edu.co


Resumen

Este artículo desarrolla la tesis de que la internacionalización del conflicto interno de Colombia se ha realizado a través de un esquema denominado "intervención por invitación", por medio del cual los gobiernos de Andrés Pastrana y Álvaro Uribe han intensificado la asociación colombiana con Estados Unidos y han solicitado la injerencia de ese país en asuntos domésticos relacionados con la lucha antidrogas y contrainsurgente. Para ello la autora discute una serie de marcos conceptuales que permiten situar esta estrategia y examina la evolución de la política exterior de Colombia durante los dos períodos señalados.

Palabras clave: Política exterior colombiana, Estados Unidos, intervención por invitación, internacionalización del conflicto armado.


Abstract

This article develops the thesis that the internationalization of the Colombian armed conflict has been carried out using a strategy denominated "intervention by invitation", by which the governments of Andrés Pastrana and Álvaro Uribe intensified Colombia’s association with the United States and requested greater involvement by that country in domestic affairs related to counternarcotics and counterinsurgency. The author discusses a series of conceptual frameworks that allow her to situate this strategy, following which she examines the evolution of Colombian foreign policy during the two periods identified.

Key words: Colombian foreign policy, United States, intervention by invitation, internationalization of the armed conflict.

recibido 15/04/07, aprobado 20/05/07


Introducción

Entre las tendencias históricas de la política exterior colombiana, la cercanía a los Estados Unidos es, sin duda, una de las más sobresalientes. Desde la perdida de Panamá, Colombia ha buscado satisfacer sus objetivos diplomáticos principalmente por medio de la asociación con el país del norte. La convicción generalizada de las elites políticas y económicas de que la proximidad era deseable como estrategia para defender los intereses nacionales dio lugar a la doctrina del respice polum (Drekonja 1983; Pardo y Tokatlian 1989). A pesar de la existencia de otro directriz en política exterior – denominado respice similia por su énfasis en el fortalecimiento de las relaciones latinoamericanas como mecanismo de autonomización – este nunca alteró sino parcial y esporádicamente la alineación colombiana con Estados Unidos. Así, además de ser un receptor entusiasta de las decisiones políticas estadounidenses, las interacciones de Colombia con el resto del mundo han estado fuertemente mediadas por sus vínculos con Washington.

La estrategia de asociación que ha caracterizado la diplomacia colombiana constituye una política de estado que no ha sufrido sino leves modificaciones durante más de un siglo1. Sin embargo, ésta experimentó un cambio cualitativo importante durante el gobierno de Andrés Pastrana (19982002) como resultado de la "diplomacia por la paz" y más aún, el Plan Colombia, los cuales constituyeron esfuerzos por internacionalizar el conflicto interno. Para ello, el presidente Pastrana difundió ante el mundo una imagen de Colombia como país "problema" cuyo estado era incapaz de afrontar por sí solo los estragos genera-dos por el narcotráfico y por la intensificación del conflicto armado. Dado que Estados Unidos se consideraba una fuente indispensable de ayuda económica y militar, el gobierno colombiano no solo admitió un nivel considerable de injerencia estadounidense en la planeación y ejecución del Plan Colombia sino que estimuló a ese país a involucrarse más de fondo en la situación interna.

La ruptura del proceso de paz con las FARC en febrero 2002 suscitó la articulación de un nuevo discurso colombiano,de carácter antiterrorista,a la lucha global de Estados Unidos contra este fenómeno. El presidente Álvaro Uribe modificó el uso tradicional del respice polum al intensificar la "guerra contra las drogas" made in USA, al ampliar la invitación a Washington para que participara también en el Plan Patriota, y al representar a Colombia como una amenaza para la seguridad regional.

El caso de la política exterior de Colombia sugiere que es importante examinar la forma en que los países débiles pueden promover y perpetuar relaciones de asociación y subordinación en sus relaciones con contrapartes más fuertes. No se puede desconocer la influencia que tiene Estados Unidos en contextos como el colombiano ni sus actitudes imperiales alrededor del mundo. Sin embargo, resaltar exclusivamente las asimetrías de poder que existen entre los dos es desconocer las formas en que los gobiernos de Pastrana y Uribe han propiciado un mayor involucramiento estadounidense en los asuntos internos del país.

La tesis central que desarrollo en este artículo es que Colombia constituye un ejemplo singular de "intervención por invitación" en América Latina en donde el mismo gobierno ha liderado una estrategia de intensa asociación con la potencia que ha tenido como objetivo principal la injerencia de Estados Unidos en la crisis interna del país en lo relacionado a la guerra contra las drogas y la insurgencia. Aunque la evidencia empírica que existe sobre este caso es relativamente pobre, dada la escasez de investigaciones académicas sobre la política exterior colombiana, hay amplios indicios que permiten esbozar un argumento preliminar al respecto. En esa dirección, luego de discutir una serie de aproximaciones analíticas a la política exterior que ayudan a ubicar la estrategia señalada en términos conceptuales, examino algunas claves de la diplomacia colombiana que explican el nacimiento y ejecución de ésta. Finalmente, señalo los problemas y riesgos principales que reviste la "intervención por invitación" en términos de la perdida de autonomía nacional, el deterioro de las relaciones de Colombia con otras contrapartes, en particular en la vecindad, y la disminución del interés estadounidense en intervenir.

1. La política exterior en relaciones asimétricas: explicaciones analíticas

A partir de máximas como "los fuertes hacen lo que quieren mientras que los débiles hacen lo que tienen que hacer", pronunciado por Tucídides hace más de 2,000 años, se ha generalizado la idea de que en política exterior los países débiles deben acomodar sus intereses a las realidades de poder que existen dentro del contexto internacional. Esta "verdad milenaria" ha sido recreada y legitimada por el pensamiento realista en relaciones internacionales, el cual enfatiza la centralidad del poder para la defensa de los intereses nacionales y el ejercicio de diversos tipos de influencia sobre otros estados en función de ellos (Morgenthau 1990;Waltz 1988). Aunque el retrato que brinda la anterior visión sobre las interacciones estatales en el escenario internacional no es del todo erróneo, refuerza la idea de que los estados que no tienen poder son simples objetos, sin capacidad de decisión ni ejecución, sobre los cuales actúan los más fuertes. Dado que la relación asimétrica de poder vis-à-vis Estados Unidos ha constituido uno de los ejes principales de las reflexiones sobre la interacción externa de América Latina y específicamente, Colombia, muchos de los análisis se han concentrado en la dominación estadounidense sobre los países de la región o las formas en que éstos han resistido sus imposiciones. En ambos casos los países latinoamericanos figuran como "víctimas" cuyo referente principal en el entorno global es la potencia.

Entre los años sesenta y setenta, la dependencia era el principal lente conceptual a través del cual las relaciones internacionales latinoamericanas se examinaban. Los análisis de los autores dependendistas sobre el papel del capitalismo global y el imperialismo en la creación de las reglas de juego económicas, políticas y sociales a nivel internacional y dentro de los países periféricos permitían mostrar que uno los rasgos determinantes de los estados dependientes era su ausencia de soberanía (Cardoso y Faletto 1969; Cardoso 1972; Santos 1969). En consecuencia, la política exterior de los países de la periferia se reducía a dos opciones: la ruptura de las relaciones centro-periferia a través de procesos revolucionarios o la adopción de esquemas de asociación dependiente. En el segundo caso, varios autores argumentaron que si bien el desarrollo dependiente y asociado constituía un motor del crecimiento económico, la industrialización y la modernización, no permitía corregir las distorsiones económicas, políticas y sociales de los países periféricos sino que las profundizaba aún más (Cardoso 1972; 1974; Santos 1973).

El fuerte determinismo de la dependencia como marco analítico y guía de la política exterior conllevó a distintos esfuerzos por pensar otros cursos de acción que podrían desarrollar los países latinoamericanos en sus relaciones con el mundo. A partir de finales de los años setenta una de las formulaciones que mayor fuerza cobró en la región giró en torno al problema de la autonomía como sine qua non de los intereses de las naciones periféricas (Tokatlian 1996; Tickner 2002: 52-58). Según Helio Jaguaribe (1979), uno de los auto-res más representativos de esta corriente, la ausencia de niveles suficientes de autonomía impedía que los estados latinoamericanos asumieran sus funciones sociales, culturales, económicas, políticas y militares. Por ello, los costos de la dependencia se manifestaban ante todo en la "viabilidad nacional" (Jaguaribe 1979: 96-97), ya que en situaciones de dependencia actores externos como las empresas transnacionales y los gobiernos foráneos tenían el monopolio de los ámbitos señalados, los cuales debían ser propios de la actividad estatal.

Tanto para Jaguaribe como para Juan Carlos Puig (1980) la transición hacia mayores estadios de autonomía en América Latina exigía no solo el compromiso de las elites locales con este proyecto sino el mantenimiento de relaciones "favorables" o "respetuosas" con el hegemón estadounidense. Para ello, la asociación dependiente, o "dependencia nacional" en los términos de Puig (1980: 149-155), brindaba una manera de extraer beneficios materiales de las situaciones de dependencia en función de un proyecto nacional incipiente. Por su parte, la autonomía heterodoxa -consistente en la aceptación de las políticas de la potencia en sus áreas de interés estratégico a cambio del ejercicio de la autonomía en otros ámbitos de igual importancia para los países latinoamericanos, por ejemplo sus modelos internos de desarrollo- representaba una opción aún más atractiva para los países de la región. De forma similar, Gerhard Drekonja (1993: 16) argumentó que la autonomía periférica relativa, cuyo objetivo principal era la promoción del desarrollo nacional, podía lograrse solamente a partir del reconocimiento de las reglas implícitas del juego que operaban en las relaciones entre América Latina y Estados Unidos. En contraste con todos los autores señalados, quienes asumen a priori que la autonomía es un atributo deseable y que la cercanía excesiva con la potencia obstruye su consolidación, Carlos Escudé (1995) afirma que las ventajas relativas de la autonomía deben ser sopesadas con los costos potenciales de usufructuarla. Según el proponente del "realismo periférico", el valor de la autonomía como objetivo de la política exterior latinoamericana es cuestionable,no solo porque desvía los escasos recursos con los que cuentan estos países de fines más urgentes, sino porque su ejercicio también puede generar confrontaciones innecesarias con los Estados Unidos. Para Escudé (1995: 154-156), los países periféricos deben orientar sus relaciones externas en función del desarrollo económico y el bienestar ciudadano, lo cual supone generalmente la adopción de posturas activas de subordinación o asociación frente al país del norte, así como de cooperación con sus políticas mundiales.

Lo que sugiere la propuesta de Escudé es que en política exterior todo estado –independientemente del poder del que dispone– tiene algún margen de escogencia a la hora de evaluar cualquier situación y de actuar, inclusive cuando decide subordinarse ante un actor más fuerte. En este sentido la premisa central del autor es que la alineación constituye la forma más idónea de defender los intereses nacionales de la periferia dado que suele ser correspondida por Estados Unidos con beneficios materiales. Escudé es enfático en señalar que el desarrollo económico es el único medio que permitiría a los países periféricos competir en el sistema internacional hacia el futuro. Empero, el tipo de interacción subordinada que su modelo sugiere perpetúa y profundiza la dependencia de los países de la periferia y todas las tergiversaciones internas que ella engendra (Tickner 2002: 60). Asimismo, el autor parte de la falsa premisa de que las actitudes sumisas ante la potencia garantizan su compromiso con los países que las desarrollan. Justamente en el caso argentino, para el cual fue desarrollado el realismo periférico, la relación "carnal" que existió entre el gobierno de Carlos Menem y Washington no obstó para que el segundo recusara a la Argentina cuando su sistema financiero entró en crisis entre 2000 y 2001. Este y otros ejemplos de relaciones "especiales" con Estados Unidos –como el de Nicaragua luego de la destitución del gobierno sandinista– sugieren lo efímeras y peligrosas que son las estrategias de alineación explícita. La lección básica que se deduce es que por lo general tienen mayor peso los objetivos del lado dominante, de manera que cuando cambian los intereses que habían justificado una relación "especial" con un socio menor ésta pierde su carácter extraordinario.

La subordinación o sumisión intencional y explícita ante las reglas del hegemón constituye un patrón de conducta que algunos estados han adoptado en sus relaciones con actores más fuertes. Sin embargo,en su análisis sobre las relaciones entre Estados Unidos y Europa durante los primeros años de la postguerra, Geir Lundestad (1986) ilustra que en situaciones de extrema crisis económica y/o inseguridad la asociación dependiente puede ser insuficiente para satisfacer los intereses domésticos, dando lugar a una redefinición de lo que constituye un grado "aceptable" de involucramiento con la potencia. En particular, el autor examina las formas en las que los países europeos ejercieron presión para que Estados Unidos interviniera directamente en el continente. Esta estrategia, denominada "imperio por invitación", consistió en la aceptación de la supremacía militar, política y económica estadounidense y la convocatoria a que ese país tuviera una fuerte presencia en la zona, a cambio de la preservación de la autonomía europea y la participación de sus estados en los procesos de toma de decisiones. Según Lundestad (1986: 268), si bien la aceptación del imperio limitaba temporalmente los márgenes de maniobra de Europa, ya que muchas veces sus acciones requerían del consentimiento de Washington, a mediano plazo posibilitó la reconstrucción del continente y la reformulación de la relación en términos más equitativos.

Uno de los corolarios más sugestivos del esquema de "imperio por invitación" es que, aunque las presiones ejercidas por países "menores" no pueden obligar a Estados Unidos a hacer algo que no quiere, éstas ayudan a moldear el carácter y los términos de su injerencia (Lundestad 1986: 272). En particular, las diferentes formas en que se estimula el interés de la potencia en involucrarse más activamente en el mundo son determinantes. Asimismo, y en contraste con el patrón de interacción sugerido por el realismo periférico de Escudé, el beneplácito frente al imperio no necesariamente equivale al desinterés estatal por la conservación de su autonomía, sino que en un momento determinado la alineación puede instrumentarse en función de su fortalecimiento. El éxito de esta estrategia depende en gran medida del interés relativo que reviste el país o la región a ser intervenidos, ya que entre más sean los objetivos de la potencia en juego mayor pueden ser los márgenes potenciales de exigencia del lado más débil.

2. La primacía de la asociación en la política exterior de Colombia

A pesar de que existe un consenso generalizado en la literatura académica de que a lo largo de su historia Colombia ha adoptado una postura intencional y pragmática de subordinación o asociación en sus relaciones con los Estados Unidos, han sido pocos los intentos por precisar los factores que explican esta estrategia. La narrativa dominante sobre la política exterior del país señala que, antes de la pérdida de Panamá, Colombia desempeñaba un papel activo en el ámbito internacional y se perfilaba como un actor con un potencial significativo, dado su ubicación estratégica y sus vastos recursos naturales (Randall 1992: 98; Tokatlian 2000: 33). Sin embargo, se afirma que el "síndrome" de Panamá produjo una catarsis nacional que modificó sustancialmente la percepción colombiana de su propio papel en el mundo (López Michelsen 1989: 157), en el sentido de que el incidente subrayó su impotencia frente a los Estados Unidos. En consecuencia, la política exterior colombiana adquirió un carácter introvertido y de bajo perfil.

Por otro lado, Marco Fidel Suárez, en su calidad de miembro del CARE, Ministro de Relaciones Exteriores, y luego, Presidente de la República, propició la idea de que la hegemonía estadounidense en el continente era inevitable y que la alineación irrestricta de Colombia con el "polo norte" era necesaria para garantizar la satisfacción de los intereses nacionales, y en particular el desarrollo económico del país (Drekonja 1983: 70-71). El inicio de la guerra fría produjo un consenso bipartidista en torno a la necesidad de mantener y profundizar la relación "especial" de Colombia con los Estados Unidos, principalmente por el fuerte anticomunismo que profesaban tanto liberales como conservadores. En consecuencia, los imperativos económicos que habían subrayado la importancia de la asociación con la potencia durante la primera mitad del siglo XX fueron complementados por objetivos ideológicos y políticos relacionados con la amenaza comunista.

La doctrina del respice polum dio lugar a la proyección internacional de Colombia como país "subordinado", "aliado", "asociado" y "amigo". Como señalan Pardo y Tokatlian (1989: 98), esta estrategia no se puede explicar como el producto inevitable y natural de la asimetría de poder existente entre los dos países. De hecho, en México la pérdida de más de la mitad del territorio nacional con el tratado Guadalupe-Hidalgo (1848) contribuyó a la creación de un mito fundacional en el cual la existencia de un agresor externo que intervenía en los asuntos internos mexicanos y explotaba a su población adquirió un papel central. En contraste, en el caso colombiano la cesión forzosa de Panamá, lejos de consolidar un rechazo colectivo contra la potencia estadounidense, dio lugar a la búsqueda de diálogo y acercamiento con el gobierno del país del norte (Urrego 2004: 123).

A partir de la presidencia de Carlos Lleras Restrepo (1966-1970), la literatura sugiere que Colombia comenzó a reorientar su política exterior hacia sus vecinos latinoamericanos y otras regiones del mundo con el fin de diversificar sus relaciones internacionales y adquirir un mayor margen de maniobra respecto de Estados Unidos (Tickner 2003: 170-171). Este giro en la orientación externa del país, asociado con la doctrina del respice similia, ha sido atribuido a las condiciones permisivas creadas por el supuesto declive de la hegemonía estadounidense y la convicción personal de algunos miembros de la elite colombiana, entre ellos Alfonso López Michelsen, sobre la necesidad de crear distancias amigables entre las posiciones políticas del país y las de Washington (Randall 1992: 277; Pardo and Tokatlian 1989: 105-106).

En realidad, la estrategia de la diversificación fue parcial y pasajera; en vez de revertir la relación de dependencia con Estados Unidos simplemente redujo su intensidad. Aunque se afirma que después de la administración de López Michelsen (1974-78) la política exterior comenzó a evidenciar un uso combinado, fluctuante y errático de los dos respices, dependiendo de la administración, tema y momento en cuestión (Tokatlian 2000: 37; Tickner 2003: 172174), la centralidad del narcotráfico en las relaciones bilaterales a partir de los años ochenta tendió a reforzar la asociación dependiente del país. Fundamentalmente, éste se acogió a las definiciones, diagnósticos y repertorios de acción estadounidenses frente al problema, lo cual implicó la identificación del narcotráfico como amenaza a la seguridad nacional –o su securitización- y la adopción de estrategias prohibicionistas y represivas para combatirlo. En este sentido, vale la pena recordar las estrategias de otros países involucrados en el problema de las drogas ilícitas, como México y Bolivia, los cuales han adoptado posiciones bastante distintas a la de Colombia2.

A diferencia de otros países de América Latina, la cercanía política y económica de Bogotá con Washington no ha suscitado grandes debates ni controversias dentro del país. El hecho de que históricamente amplios sectores de la elite nacional han ostentado actitudes pro-americanas –cuyas fuentes deben explorarse mucho más– brinda una explicación parcial3. Sin embargo, algunos aspectos formales de la política exterior, entre ellos su carácter presidencialista y personalista, y la escasa participación de la sociedad colombiana en la discusión de los asuntos internacionales (Drekonja 1983; Pardo y Tokatlian 1989; Cepeda y Pardo 1989) refuerzan lo anterior al hacer de ésta un ámbito de la política pública elitista y cerrado.

Mientras que las decisiones importantes en materia internacional se han tomado por lo general entre una red pequeña de individuos relacionados directamente con el Presidente de la República –dada la ausencia de divisiones claras del poder público y la participación marginal del Congreso de la República en la política exterior– la diplomacia colombiana se considera, en gran medida, un asunto de privilegio político y económico. La utilización clientelista del servicio exterior ha repercutido en el descuido sistemático del Ministerio de Relaciones Exteriores y de su carrera diplomática como instancias institucionales básicas de la política exterior, así como en la incapacidad de éstas de ejercer una función adecuada de planeación y coordinación de las distintas agencias que participan en las relaciones externas de Colombia4.

Aunque diferentes gobiernos en Colombia han utilizado el argumento de que la falta de profesionalización del Ministerio de Relaciones Exteriores imposibilita el ejercicio de esas funciones, inclusive aquellos que han intentado modernizar el aparato diplomático han usufructuado del servicio exterior para fines clientelistas. En la actualidad, de todos los cargos que existen en la planta externa de la Cancillería -aproximadamente 724- un 72% son nombramientos políticos5. El caso del servicio exterior colombiano, en donde ser "amigo" del Presidente es el criterio principal de repartición de puestos diplomáticos, ofrece un fuerte contraste con la mayoría de los países del mundo, cuyos únicos nombramientos libres, que suelen ser pocos, se hacen a nivel de embajador en donde debe existir una mayor discrecionalidad presidencial para nombrar a algunos individuos cercanos a los programas de gobierno. La escasa participación de la sociedad en la política exterior constituye un segundo factor que repercute en su naturaleza cerrada. Aunque ésta suele explicarse en función de la apatía ciudadana frente a los temas internacionales (Pardo y Tickner 1998: 18-19), el activismo palpable de organizaciones no gubernamentales, grupos sindicales y gobiernos locales frente a problemas como las violaciones a los derechos humanos, el Plan Colombia y el TLC, entre otros, desmiente esta apreciación. Por el contrario, es evidente que el peso reducido de las perspectivas críticas y alternativas de la sociedad civil en la política colombiana dificulta su incidencia en la toma de decisiones. El hecho de que algunos de estos mismos grupos sean víctimas de la violencia, y la persecución y estigmatización política, como es el caso de los grupos sindicales y las ONG de derechos humanos, es un obstáculo aún mayor para su participación real en los debates públicos nacionales.

Así, la política exterior de Colombia plantea la aparente paradoja de que la alineación con Washington ha contado siempre con un amplio apoyo de la mayoría de los actores políticos, económicos y sociales del país. No obstante, más que un consenso, lo que parece haber existido desde hace más de cien años es un pacto entre las elites nacionales, para quienes la subordinación ha reportado ganancias económicas y políticas. Dado que la arquitectura informal y endeble que existe en el país en materia de política exterior ha sido un instrumento importante de exclusión de otros actores que no necesariamente comparten esta estrategia, las elites no han tenido incentivo alguno para efectuar su reforma.

3. Internacionalización del conflicto armado y consolidación de la relación "especial" con Estados Unidos

Como señalé al inicio de este artículo, la asociación subordinada como eje central de la política exterior colombiana experimentó un cambio cualitativo fundamental luego de la administración de Ernesto Samper (1994-1998). Específicamente, el legado dejado por este gobierno, tanto en el plano doméstico como el internacional, repercutió directamente en la profundización de la alineación de Colombia con los Estados Unidos y posteriormente, en la invitación para que la potencia interviniera más en los asuntos internos del país. Por un lado, la ventaja estratégica adquirida por las FARC entre 1996 y 1998, la intensificación del conflicto armado, y el aumento de la violencia, ponían en entredicho la capacidad del estado colombiano de combatir exitosamente a los grupos armados ilegales. Al tiempo que esta situación generó un reclamo de la población por la paz, recalcó entre las elites nacionales la necesidad apremiante de fortalecer al aparato estatal, en particular sus elementos coercitivos. Por otro lado, el deterioro severo de las relaciones bilaterales con Estados Unidos y la identificación de Colombia como estado paria a nivel internacional generaron enormes costos políticos para el país que la administración entrante de Andrés Pastrana (1998-2002) se propuso remediar.

Al inicio de su gobierno Pastrana estableció una clara distinción entre los intereses y prioridades colombianos, los cuales giraban en torno a la negociación de la paz con las FARC, y los imperativos estadounidenses en el país, basados esencialmente en el problema de las drogas ilícitas. Así, a mediados de 1998 el presidente electo presentó un plan de paz que sostenía que los cultivos ilícitos -el combustible principal del conflicto armado para ese entonces- constituían un problema social que debía corregirse por medio de una especie de "Plan Marshall" para Colombia. La alusión al contexto europeo de la postguerra no fue gratuita, sino que buscó suscitar un nivel de compromiso y solidaridad similar al que había ocurrido en Europa, por medio de la representación de Colombia como país destruido por la guerra y frente al cual la comunidad internacional tenía el deber de actuar.Inclusive,en sus primeros encuentros con el presidente estadounidense Bill Clinton, Pastrana insistió en que la paz y la reconstrucción eran condiciones indispensables para la solución definitiva del fenómeno del narcotráfico en el país6.

Con su "diplomacia por la paz", el presidente colombiano formalizó la internacionalización del conflicto interno al solicitar la cooperación de múltiples actores externos, entre ellos Estados Unidos, Europa, Japón y algunos organismos multilaterales (Pardo 2001:36).A pesar de la audacia de este proyecto, la falta de concreción en el tipo de participación internacional que se buscaba de cada contraparte, así como en los objetivos específicos a cumplir con ésta, repercutieron en su relativa inoperancia. Así, "[el] Plan Colombia surgió de la necesidad de ordenar y poner en blanco y negro las ideas en borrador del Plan Marshall [...]" (Pardo 2001: 37). Sin embargo, en vez de apelar a la paz como eje central del plan anunciado por Pastrana desde su campaña, la lectura de la crisis colombiana ofrecida por el "Plan para la paz, la prosperidad y el fortalecimiento del estado", consistía en el argumento de que las drogas ilícitas constituían una amenaza a la seguridad nacional colombiana, que éstas obraban como combustible del conflicto, y que el estado era demasiado débil para enfrentar por sí solo este flagelo (Presidencia de la República 1999: 9). La precariedad del estado colombiano se asociaba con su falta de monopolio sobre el territorio nacional y el uso de la fuerza, impidiendo, entre otros, la ejecución efectiva de las políticas antidrogas por la Policía Nacional en aquellas zonas del sur del país en donde se concentraban los cultivos de hoja de coca, las cuales eran controladas justamente por la guerrilla.

En consecuencia, en este segundo momento de internacionalización del conflicto, el presidente colombiano dejó de articular la relación con los Estados Unidos al tema de la paz, y en menor medida al aspecto comercial, y propugnó por la renarcotización de la agenda bilateral. A diferencia de gobiernos anteriores quienes habían fomentado una imagen de país víctima del narcotráfico frente al cual existía una corresponsabilidad de la comunidad internacional, la administración Pastrana buscó suscitar el interés estadounidense al representar a Colombia como un país "problema", desbordado por el conflicto armado. Al desarrollar una imagen de país en estos términos el gobierno colombiano participó activamente en la construcción de su propia inferioridad, lo cual consideraba indispensable para asegurar la ayuda de Washington7. Esta estrategia contó con una amplia aceptación dentro de Colombia, probablemente por el hastío de la población con el conflicto armado y por la incapacidad de sucesivos gobiernos por ponerle fin (Dugas 2005:80).A los ojos del gobierno el hecho de que el Congreso de los Estados Unidos aprobara un paquete de asistencia por unos US$1.000 millones (adicionales a los $330 millones ya aprobados) entre 2000 y 2001,confirmaba su eficacia.Además, la composición del paquete parecía reflejar la representación colombiana de su problema interno al otorgar un 80% a rubros militares destinados a fortalecer la capacidad operativa de la fuerza pública y solamente un 20% a la asistencia económica y social.

La elaboración del Plan Colombia en términos de la guerra contra las drogas y la debilidad del estado permitió generar un mayor interés por la crisis colombiana en Washington en el año 2000 y amplió los niveles de injerencia estadounidense en la lucha antinarcóticos al aumentar los montos de la ayuda, la intensidad de la fumigación aérea de los cultivos ilícitos y los niveles de interacción militar entre los dos países. Evidentemente,ello no hubiera sido posible sin que existiera preocupación en Estados Unidos por el crecimiento del problema de las drogas ilícitas en Colombia, su vinculación con los actores armados y la incapacidad institucional de enfrentar dichos fenómenos. Por otro lado, existía cierto nivel de mea culpa entre algunos círculos oficiales en Washington por las presiones sistemáticas ejercidas ante el gobierno de Ernesto Samper y su participación en la creación del escenario adverso que el presidente Pastrana enfrentaba (Tickner 2000). Ambos factores parecen haber jugado a favor del gobierno colombiano a la hora de solicitar la ayuda estadounidense.

Los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 y el consecuente viraje en la política exterior de los Estados Unidos cambiaron nuevamente los términos de la interacción bilateral. Además de manifestar su solidaridad incondicional con el país del norte, el gobierno Pastrana intentó crear mayores niveles de empatía entre los dos al comparar la frustración y rabia experimentadas por la población estadounidense con los sentimientos de los colombianos al vivir en un país en permanente conflicto en donde ocurrían onces de septiembre a diario.Asimismo,se buscó establecer un paralelo entre la guerra que los Talibán habían financiado en Afganistán con dineros del narcotráfico y las actividades de los actores armados en Colombia (Dugas 2005: 74).

Ello todavía no significó la identificación de los grupos ilegales como terroristas de parte del gobierno colombiano, a pesar de múltiples manifestaciones de diversos funcionarios estadounidenses que señalaban a las FARC como una organización terrorista que amenazaba la estabilidad regional y cuyas tácticas se asemejaban a las de Osama bin Laden. De hecho, es notable que tan sólo cinco días antes de los ataques a las Torres Gemelas y el Pentágono, en su discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, el presidente Pastrana afirmó que "las FARC son las únicas que tienen la capacidad de definir cómo y de qué forma quieren que la comunidad internacional los mire a ellos. Si quieren que los vean como terroristas, como narcotraficantes o como una organización guerrillera que quiere la solución política del conflicto armado" (Presidencia de la República 2001: 43). Esta posición,que se fijó en el marco de la publicación anual de la ONU sobre los grupos terroristas internacionales, no se modificó sustancialmente sino hasta el 20 de febrero de 2002. Sin embargo, el día en que Pastrana tomó la decisión de finalizar el proceso con las FARC, afirmó que "...ya nadie puede dudar de que, entre política y terrorismo, las FARC optaron por el terrorismo"8. En otras palabras, el discurso colombiano sufrió una transformación notable entre los meses que iban de septiembre de 2001 y febrero de 2002 con el fin de inscribir a Colombia dentro del nuevo mapa de prioridades de Washington.

Después de la ruptura del proceso de paz la política exterior de Colombia sufrió un cambio adicional fundamental, a saber, comenzó a diseminarse la idea de que el conflicto colombiano constituía la mayor amenaza terrorista en el hemisferio occidental (Moreno 2002: 23A). La identificación de los tres principales grupos armados colombianos como organizaciones terroristas por parte del Departamento de Estado, así como la comprobada participación de las FARC y las AUC en diversas etapas del negocio de las drogas, facilitó este proceso. Sin embargo, el hecho de que las FARC hubieran asesinado y secuestrado a ciudadanos estadounidenses, y que hubieran negociado de mala fe con el gobierno Pastrana, redundó en un énfasis casi exclusivo sobre este grupo en los discursos oficiales de ambos países9.

Un efecto inmediato de esta táctica fue el levantamiento de algunas de las restricciones asociadas con el uso de la asistencia militar estadounidense en Colombia. En marzo 2002 el presidente George W. Bush pidió la autorización del legislativo para que las ayudas antinarcóticos que Colombia ya había recibido por medio del Plan Colombia pudieran utilizarse en la lucha contra el terrorismo. Con ello, la distinción, de por sí borrosa, que Estados Unidos trató de establecer durante años entre su participación en la lucha contra las drogas y su negativa a involucrarse en actividades de contrainsurgencia, se eliminó del todo. Este nuevo giro en la relación bilateral marcó un grado aún mayor de involucramiento estadounidense al ampliar su misión en el país.

La elección de Álvaro Uribe como presidente en mayo de 2002 fue señal de un profundo viraje en la política doméstica colombiana, fundamentalmente frente a la política de paz de Pastrana. Desde sus inicios, la columna vertebral del gobierno Uribe fue la definición y ejecución de una política de seguridad cuyos ejes principales eran la guerra frontal contra los actores armados ilegales y el narcotráfico, y la afirmación reiterada de que en Colombia no existía un conflicto armado sino un escenario de actividades narcoterroristas.A pesar de las diferencias entre los dos gobiernos, llama la atención el hecho de que la "política de defensa y seguridad democrática" parte del mismo diagnóstico de la situación colombiana brindado por el gobierno Pastrana a la hora de formular el Plan Colombia. Es decir, que la debilidad del estado colombiano y la precariedad de las instituciones democráticas habían creado condiciones permisivas para el crecimiento de los grupos armados y del narcotráfico, y que una condición indispensable para garantizar el estado de derecho y fortalecer la autoridad democrática era el afianzamiento del control estatal sobre el territorio nacional (Presidencia de la República y Ministerio de Defensa Nacional 2003: 12).

Esta lectura casi idéntica de la crisis nacional ayudó a mantener un grado considerable de continuismo en la relación de Colombia con los Estados Unidos (Tickner y Pardo 2003)10.No obstante, y en contraste con su antecesor, el objetivo primordial de la administración Uribe, al enmarcar la concepción del conflicto interno dentro de la cruzada mundial contra el terrorismo, fue el de propiciar un mayor nivel de injerencia de la comunidad internacional -y en particular de los Estados Unidos– en el combate de las FARC. He aquí un tercer momento de internacionalización. En este sentido, el abandono del lenguaje de la paz y su reemplazo con un fuerte discurso antiterrorista por parte del gobierno Uribe permitió corregir las incompatibilidades, por lo menos formales, que habían existido entre el marcado contenido militar del Plan Colombia y la realización de un proceso de paz con las FARC por parte de la administración Pastrana. Este acercamiento entre los discursos, objetivos y estrategias de los gobiernos de Colombia y Estados Unidos se reflejó en un primer momento en una aplicación más enérgica de la "guerra contra las drogas" en el plano interno y una alineación con Washington en su "guerra contra el terrorismo" a nivel internacional. Ambas posturas reflejaron la convicción de que Estados Unidos era un aliado indispensable y que la relación "especial" con éste debía cultivarse por todos los medios posibles.

Por ejemplo, entre mediados y finales de 2002 el gobierno colombiano levantó toda restricción respecto de la fumigación aérea de los cultivos ilícitos; además de incrementar exponencialmente el área de las zonas fumigadas, la concentración del glifosato utilizada en dichos operativos fue aumentada. Asimismo, la extradición de nacionales colombianos a los Estados Unidos se intensificó. En marzo de 2003 los gobiernos de los dos países dieron a conocer las primeras señales de "éxito" de la guerra contra las drogas cuando reportaron una reducción de 15% en las hectáreas de coca cultivadas durante 2002 (U.S. Department of State 2003). La misma tendencia se mantuvo el año siguiente (U.S. Department of State 2004). Con todo, los cultivos de hoja de coca comenzaron a subir nuevamente en 2004, llegando al mismo nivel en 2006 que habían tenido en 2001, unas 170,000 hectáreas (U.S. Departament of State 2007).

A nivel internacional, una de las decisiones más polémicas que tomó el presidente colombiano fue la de sumarse a la coalición de países que respaldaron a Estados Unidos en la guerra en Irak, lo cual puso en ridículo toda la labor previa que la misión de Colombia ante la ONU había realizado en defensa de los principios del derecho internacional11. Aunque Uribe justificó su decisión con el argumento de que mal haría un país asediado por el terrorismo en negar su apoyo para la lucha antiterrorista en el mundo, unos meses antes la canciller Carolina Barco había asentado la posición contraria al firmar una declaración de los países No Alineados en donde se rechazaba cualquier acción militar en Irak por su posible violación de la normatividad internacional. Como ilustra esta posición, el gobierno colombiano estuvo dispuesto a marginar a la mayoría de los países del mundo que se opusieron a la guerra, así como a la misma ONU por no arriesgar el aminoramiento de su relación "especial" con Washington.

El inicio del Plan Patriota, la ofensiva militar más grande de la historia colombiana contra los grupos armados, a mediados de 2003, marcó también una etapa de mayor intensidad en la cooperación militar entre Colombia y Estados Unidos. A solicitud expresa del gobierno colombiano, el Comando Sur del Ejército de los Estados Unidos participó activamente en su diseño, fue protagónico en su ejecución y el gobierno Bush comprometió fondos al tenor de aproximadamente US$100 millones por año durante tres años para su mantenimiento. Asimismo, a comienzos de 2004 George W. Bush solicitó y recibió la autorización del Congreso para la ampliación en el tope del número de tropas y contratistas estadounidenses (troop cap) que podían estar en Colombia, de 800 (400 tropas y 400 contratistas privados) a 1,400 (800 y 600), con el argumento de que la ofensiva militar iniciada contra las FARC requería de un mayor apoyo estadounidense (Isacson 2004).

Por otra parte, ha habido una inusual participación de Estados Unidos en el proceso de negociación con los grupos de las Autodefensas Unidas de Colombia, la cual obedece primordialmente a sus vínculos con el narcotráfico (Tickner y Pardo 2003:62).Al inicio de éste y a raíz de las solicitudes de extradición de los jefes paramilitares Carlos Castaño y Salvatore Mancuso, el Departamento de Estado reconoció la existencia de contactos que en ningún caso incluían la negociación de la extradición sino esfuerzos para reiterar la política de la Casa Blanca de cumplir con sus obligaciones legales. Inclusive, a mediados de 2003 la propia embajadora Anne Patterson anunció la disposición de su gobierno a apoyar, con financiación, el proceso de diálogo con los grupos paramilitares. Mientras duró el proceso de desarme y reinserción el presidente Uribe, con el consentimiento transitorio del gobierno estadounidense, suspendió todas las solicitudes de extradición que pendían sobre la mayoría de los dirigentes paramilitares a cambio de su promesa de desmobilizar y de no participar en actividades delictivas. Sin embargo, unos días antes de la posesión de Uribe para su segundo período, el 7 de agosto de 2006, la Embajada de los Estados Unidos manifestó su preocupación por la falta de avances en la aplicación de la Ley de Justicia y Paz. Días después, y supuestamente para dar mayor legitimidad nacional e internacional a los acuerdos, el presidente colombiano dio un ultimátum a los líderes paramilitares, exigiendo su cumplimiento con éstos como condición para no extraditarlos. El hecho de que de los 14 dirigentes capturados y encarcelados posteriormente, 9 tenían solicitudes de extradición en Estados Unidos por presuntos nexos con el narcotráfico, sugiere la mano oculta de Washington. La negociación del TLC tuvo como telón de fondo la sumisión ante muchos de los imperativos de Estados Unidos, posiblemente en razón de las ayudas recibidas en el ámbito de la seguridad pero también por la debilidad negociadora de Colombia. Durante las primeras rondas del proceso la estrategia del equipo colombiano partía ingenuamente del supuesto de que la relación "especial" entre los dos países constituía el punto de partida natural de las negociaciones. Sin embargo, ante la renuencia del equipo estadounidense de vincular seguridad con comercio y de negociar con base en otro planteamiento que no fuera el suyo, los representantes colombianos, presionados en gran medida por el mismo presidente Uribe, comenzaron a acoplarse a las exigencias de la potencia. Hasta incluso, el presidente colombiano anunció públicamente su intención de suscribir el TLC con Estados Unidos a como diera lugar, lo cual debilitó severamente la posición negociadora de Colombia al explicitar ante la contraparte su afán de llegar a un acuerdo12.

4. Debilidades y riesgos de la intervención por invitación

Entre los gobiernos de Andrés Pastrana y Álvaro Uribe, Colombia experimentó con tres matices distintos de internacionalización de su conflicto interno que giraron en torno a los problemas de la paz, el narcotráfico y el terrorismo, respectivamente. Durante este lapso, la intensificación de la crisis de seguridad del país dio lugar a una reevaluación de lo que constituía un nivel admisible de cercanía con los Estados Unidos y de influencia suya en el contexto doméstico. En la última etapa de la terrorización, que nació durante los últimos meses de la presidencia de Pastrana y se perfeccionó a lo largo del primer mandato de Uribe, se logró que Washington apoyara desde el punto de vista político una estrategia de mano dura y que se involucrara de forma más directa en el conflicto armado. Si bien no se puede desconocer que la progresiva intervención de Estados Unidos en Colombia obedeció a los nuevos intereses estratégicos creados por los ataques del 9/11, en particular el aumento de su perímetro de seguridad más allá de Norteamérica y el Caribe, la invitación a hacerlo fue iniciativa del propio gobierno colombiano. La "prueba reina", según el gobierno colombiano, de que ésta fue una estrategia sensata es que entre 2000 y 2006 Colombia recibió más de US$4,000 millones de ayuda militar, económica y social estadounidense13.

Sin duda, el entusiasmo con el que algunos han celebrado los niveles de penetración estadounidense al país durante los últimos años debe sopesarse con una evaluación más sistemática de los costos y peligros de esta relación "especial" con la potencia. A diferencia del esquema de "imperio por invitación" planteado por Lundestad (1986), que buscaba garantizar la recuperación europea y fortalecer su autonomía por medio de la presencia estadounidense, la "intervención por invitación" que ejemplifica el caso de Colombia en el período analizado combinó la aceptación de la primacía política, económica y militar de los Estados Unidos –un rasgo histórico de la política exterior de Colombia-, la convocatoria a que el país del norte tuviera una fuerte presencia en Colombia, y la enajenación de la autonomía del estado y de su control sobre los procesos de toma de decisiones respecto de la lucha antidrogas y antiterrorista. Para lograr suscitar el suficiente interés en Washington, el gobierno colombiano acudió a la representación de Colombia como una "amenaza" para la estabilidad y seguridad hemisféricas y cuyo estado era incapaz de enfrentar sus problemas internos sin el concurso de los Estados Unidos.

Uno de los costos más evidentes de esta estrategia se relaciona con los altos niveles de dependencia que caracterizan a Colombia hoy. Paradójicamente, uno de los objetivos principales tanto del Plan Colombia como de la política de seguridad democrática ha sido el fortalecimiento estatal. Sin embargo, y más allá de la consolidación del aparato coercitivo del estado colombiano, este propósito fundamental ha sido socavado por la forma en que extendieron los gobiernos de Pastrana y, especialmente, Uribe, la invitación a que Washington se involucrara más en el país. Como sugiere Jaguaribe (1979), ser dependiente implica no tener autonomía para ejercer las funciones políticas, económicas, militares y sociales del estado, muchas las cuales son monopolizadas o,en el mejor de los casos,supervisadas, por Washington. Por ejemplo, tanto el gobierno colombiano como el estamento militar han racionalizado que no importa quién desarrolla la estrategia de lucha antinarcóticos y contrainsurgente con tal de ser ellos los que reportan los "positivos" ante la opinión pública.Asimismo, el combate contra las drogas y el terrorismo se viene realizando con base en información de inteligencia suministrada por radares y satélites controlados exclusivamente por funcionarios de los Estados Unidos, lo cual sugiere un nivel inusitado e indeseable de intromisión en la conducción de la guerra en Colombia14.

Si bien es evidente que la presencia de un actor más fuerte limita temporalmente los márgenes de maniobra propios y exige que las acciones del actor más débil tengan el beneplácito de éste, ello no obsta para que la intervención se realice dentro de algunos limites establecidos por el país solicitante (Lundenstad 1986). En el caso colombiano,la injerencia estadounidense se ha realizado mayormente según los términos establecidos por la potencia. Así, un enorme interrogante que plan-tea su intervención en la crisis interna tiene que ver precisamente con la dependencia estratégica, técnica y financiera que ha creado el Plan Colombia y actividades conexas como el Plan Patriota.Cómo "colombianizar" la guerra contra las drogas y la insurgencia armada una vez Estados Unidos reduzca sus niveles actuales de apoyo es una pregunta que todavía no tiene respuestas evidentes en el contexto nacional. A principios de 2007 el gobierno Uribe presentó la "Estrategia de Fortalecimiento de la Democracia y del Desarrollo Social 2007-2013", la cual representa una segunda fase del Plan Colombia que, en principio, busca compensar la disminución del apoyo de Washington al país. Sin embargo, en el papel la financiación de esta política sigue dependiendo en gran medida de Estados Unidos y de otros socios internacionales, entre ellos Europa y Asia, los cuales no tienen un interés evidente en patrocinarla15.

Un indicador adicional del reducido nivel de autonomía del que goza el gobierno colombiano en consecuencia de su política exterior es la cantidad considerable de funcionarios colombianos de múltiples instituciones públicas (Ministerio de Defensa, Ministerio de Comercio Exterior, Cancillería, Ministerio de Hacienda, Fiscalía General, Ministerio del Interior, Congreso Nacional, entre otras), que viajan mensualmente a la capital estadounidense para someter aspectos álgidos de la política interna a los debates y decisiones de Washington. El Plan Colombia no ha sido el único tema importante que se discutió y se definió en los Estados Unidos, sino que muchos otros, entre los más recientes, el TLC, el escándalo de la parapolítica, las violaciones a los derechos humanos y la discriminación positiva frente a los afrocolombianos, han recibido mayor atención en el país del norte que en Colombia.

Por otra parte, la expansión del papel de los Estados Unidos en la situación doméstica de Colombia ha repercutido negativamente en las relaciones colombianas con la vecindad. Ésta coincidió con la "regionalización" de la crisis colombiana,con lo cual los gobiernos de Bogotá y de Washington buscaron sin éxito involucrar a los países vecinos de forma más directa en sus programas de lucha antidrogas y lucha antiterrorista. Además de que la mayoría de los países de la región han considerado al Plan Colombia como una iniciativa made in USA en la cual no tienen interés de participar, el discurso polarizante y mesiánico del presidente Álvaro Uribe es otro factor que permite entender los obstáculos que ha encontrado el gobierno colombiano a la hora de fortalecer sus alianzas regionales. Adicionalmente, el énfasis monotemático de la política exterior colombiana en la lucha contra el terrorismo ha contrastado con la postura de la mayoría de los países de América del Sur, quienes han buscado distanciarse de las políticas antiterroristas y de seguridad de los Estados Unidos.

El lunar más visible del esquema de intervención por invitación, a nivel regional, se manifiesta en las relaciones colombianas con Venezuela y Ecuador. La relación entre Álvaro Uribe, y Hugo Chávez y Rafael Correa está afectada por sentimientos de desconfianza que existen entre el gobierno de Colombia y los otros dos, y el potencial conflictivo que ha generado la presencia de la guerrilla y de los paramilitares en las zonas limítrofes, y, en el caso ecuatoriano, la fumigación aérea de los cultivos ilícitos. La extrema alineación de Colombia con Estados Unidos, en combinación con las políticas de éste último en materia de seguridad, han tenido varios efectos indeseables, entre ellos: el debilitamiento de otros temas subregionales, como la integración; la securitización de las relaciones andinas; la obstaculización de estrategias antidrogas alternativas, basadas en los graves problemas sociales, políticos y económicos que comparten los países andinos; y el deterioro de la cooperación,no sólo porque la estrategia colombiana ha nutrido recelos regionales por la concentración de la asistencia estadounidense allí, sino porque la negociación país por país que prefiere Washington invita a la competencia entre sus socios menores y no la colaboración entre ellos.

El triunfo demócrata en las elecciones legislativas de noviembre 2006 en Estados Unidos y el viraje reciente en su política interna pone sobre el tapete un último problema de la intervención por invitación: su éxito depende de la habilidad del país solicitante de preservar el interés de la potencia en intervenir. Las tendencias recientes que se han observado en Washington frente al TLC y el Plan Colombia sugieren una reducción dramática en la receptividad que tiene el discurso bélico del presidente Uribe y un desinterés general de preservar la relación "especial"con Colombia.El control demócrata de las dos cámaras del Congreso resultó en la congelación del TLC con Colombia hasta que la violencia contra los grupos sindicales colombianos, cuyos niveles son de los más altos en el mundo, no sea combatida de forma más enérgica. La reacción de indignación colectiva que produjo esta decisión entre las elites políticas y económicas de Colombia –comenzando por el mismo presidente Uribe-, quienes consideran que la relación "especial" les otorga ciertos derechos, fue indicativo del alto nivel de ingenuidad y desconocimiento con los cuales la estrategia colombiana ha sido construida vis-à-vis Estados Unidos.

Además de la no aprobación, por ahora, del TLC, es probable que la ayuda que recibe el país por medio del Plan Colombia se reducirá, y que su componente militar, que suma a un 80% del total desde el año 2000, se verá disminuido ante un mayor énfasis en los programas sociales y humanitarios, y de fortalecimiento de la justicia.En efecto,el proyecto de ley de ayuda extranjera que transitó exitosamente por la Cámara de Representantes a finales de junio de 2007 baja la ayuda militar a un 55% del total. Asimismo, el proyecto introduce mayores instrumentos de control de la ayuda en función de la protección de los derechos humanos, la desmovilización real de los paramilitares y la corrección de los daños producidos por la fumigación.

En este último punto de la guerra contra las drogas, han aparecido entre los demócratas un número considerable de críticos.Siete años de fumigaciones aéreas masivas han tenido un efecto nulo sobre los cultivos ilícitos, los cuales han crecido y se han esparcido por todo el país. Los informes antidrogas de Naciones Unidas y del Departamento de Estado de 2007 sugieren que existen cultivos de coca en la mayoría de los departamentos de Colombia.Al tiempo que las cifras de cultivos de coca se han mantenido estables, el potencial de producción de cocaína en Colombia subió entre 2003 y 2006 (Rueda 2007: 1-23).Todo ello ha permitido preservar la disponibilidad de la cocaína y la heroína en las principales ciudades del mundo a precios que van en descenso. Ni hablar de los daños que se han generado al patrimonio ecológico nacional de Colombia y a la salud de los habitantes de las zonas fumigadas. El fracaso rotundo de la estrategia actual hace difícil sostener que el Plan Colombia ha sido un éxito. Sin embargo,en vez de reconocer su ineficacia y plantear un cambio de rumbo –aprovechando de paso del clima político que prevalece en Washington- se ha vuelto común en Colombia el argumento insulso de que si no se hubieran fumigado masivamente los cultivos de coca el país estaría peor de lo que está.

La coyuntura actual implica nuevos matices en la relación de Colombia con Estados Unidos que la administración de Álvaro Uribe está mal preparada para enfrentar.Tristemente,los vientos de transformación en el entorno político estadounidense y no la audacia de quienes toman decisiones en materia de política exterior colombiana, han expuesto la precariedad de la intervención por invitación como eje principal de la internacionalización del conflicto interno. Aunque el cambio en el clima doméstico estadounidense pudo preverse16, la rigidez de la estrategia colombiana, que se concentra básicamente en el lenguaje bélico exigido por la política de seguridad democrática y en la figura del presidente Uribe, no favorece un viraje adecuado. Para ello, el gobierno no solo tendría que reconstruir la proyección internacional de Colombia sino que tendría que introducir un enfoque más sensible a temas como los derechos humanos, la democracia y el desarrollo. Este "cambio de norte" es urgente, so pena de quedarse solo el país en el ámbito internacional, o, lo que sería peor aún, de ser identificado como un paria.

Reconocer la condición de país latinoamericano y desistir de la alineación extrema con Estados Unidos constituyen dos condiciones indispensables para garantizar lo anterior. Colombia podría aprender mucho de la experiencia internacional de países como Brasil, Argentina y Chile, y hasta incluso de los centroamericanos, los cuales poco a poco han abandonado el viejo e ingenuo sueño de tener una relación "especial" con la potencia. En su lugar, se han dedicado a construir esquemas regionales desde los cuales fortalecer su propia interacción, y mejorar los términos de la interlocución con Washington. Por otra parte, el país requiere una nueva arquitectura de política exterior que supere la obsesión con Estados Unidos, reemplace el amiguismo como criterio de manejo y reconstruya la carrera diplomática en función del profesionalismo y la excelencia que exige un servicio exterior moderno. Sin duda, estos factores ayudarían a que el futuro de la política exterior de Colombia no sea una repetición lamentable de su pasado.


Comentarios

1 Aunque la gran mayoría de los análisis del caso colombiano coinciden en afirmar que en política internacional no existen políticas de estado sino solamente de gobierno, la aplicación reiterada de este principio en las relaciones de Colombia con los Estados Unidos sugieren todo lo contrario.

2 México, por ejemplo, ha sido un crítico acérrimo del proceso de certificación estadounidense y de sus políticas militarizadas, mientras que Bolivia, a pesar de cooperar parcialmente con las estrategias antidrogas de Washington, nunca ha accedido a la fumigación química de los cultivos ilícitos ni a la erradicación total de la hoja de coca, dado su arraigo en la cultura indígena. Inclusive, Afganistán, cuyo gobierno actual es un títere de los Estados Unidos, dio su negativa este año a la petición de Washington de fumigar sus cultivos de amapola.

3 En contraste con mi argumento, John Dugas (2005) afirma que el anti-americanismo tiene hondas raíces entre algunos miembros de la elite colombiana, en particular la elite intelectual.

4 Para un análisis comprehensivo de la carrera diplomática y el servicio exterior de Colombia, ver Tickner, Pardo y Beltrán (2006).

5 Entrevista personal confidencial con funcionario de la Oficina de Planeación del Ministerio de Relaciones Exteriores, Bogotá, 10 de junio de 2007.

6 Este argumento se encuentra desarrollado en Tickner (2000).

7 En este punto es interesante observar que adjetivos similares son utilizados por los gobiernos (y académicos) del norte para caracterizar a los estados periféricos a partir de sus carencias o incapacidades, lo cual afianza las asimetrías de poder existentes entre ellos. Ver Doty 1996.

8 Alocución televisada del presidente Andrés Pastrana, Bogotá, 20 de febrero de 2002.

9 Entrevista personal confidencial con asistente legislativo de la Comisión del Hemisferio Occidental de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos, Bogotá, 3 de abril de 2005.

10 Además del hecho de que el embajador de Colombia en Washington, Luis Alberto Moreno, uno de los ideólogos principales de la estrategia, permaneció en su cargo.

11 Inclusive antes, la entrega no autorizada del entonces embajador, Alfonso Valdivieso, a la misión de Estados Unidos en New York del informe sobre las armas en Irak demostraba el alto nivel de alineación colombiana con Washington.

12 Los artículos de Laura Silva y de Cecilia López en este número de Colombia Internacional tratan en detalle el proceso de negociación del TLC.También, ver Pulecio (2005).

13 Ver http://www.ciponline.org/colombia para una información actualizada de la ayuda anual que recibe Colombia de Estados Unidos.

14 Entrevista personal confidencial con funcionario del Ministerio de Defensa,Bogotá, febrero 20,2007.A diferencia de Colombia, México ha sido renuente a aceptar la oferta de Washington de poner sus radares al servicio de la lucha contra el narcotráfico en ese país, justamente porque ello significaría ceder el control sobre el manejo de la inteligencia.

15 Para un análisis de Plan Colombia II, ver el artículo de Diana Rojas en este número de Colombia Internacional.

16 En efecto, desde finales de 2006 el gobierno colombiano había contratado a varias firmas consultoras en Estados Unidos para realizar esfuerzos de lobby en el Congreso, en particular con el partido demócrata, para asegurar la ratificación del TLC.


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