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Colombia Internacional

Print version ISSN 0121-5612

colomb.int.  no.66 Bogotá July/Dec. 2007

 

CIUDADANÍA Y CIVILIDAD: acerca del derecho a tener derechos*

CITIZENSHIP AND CIVILITY: About the Right to Have Rights

Susana Villavicencio**

* Ponencia presentada al Segundo Seminario Internacional del grupo de trabajo de Filosofía Política de Clacso:"Realismos y utopías en América Latina: fragmentación y luchas democráticas". San José de Costa Rica, febrero 13 al 15 de 2006.

** Doctora en Filosofía de la Universidad de París, profesora de Filosofía y Ciencia Política en la Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires, investigadora del Instituto Gino Germani, UBA. Correo electrónico: svilla@arnet.com.ar


Resumen

En un contexto de neoliberalismo y acentuación de la desigualdad socioeconómica en las sociedades latinoamericanas, la autora analiza el concepto de ciudadanía y su articulación con el de civilidad. La primera ha sido definida como un status que garantiza a los individuos iguales derechos y deberes,libertades y restricciones,poderes y responsabilidades. En ese sentido,el concepto de ciudadanía ocupa un lugar central en la política democrática. Pero la exclusión, las desigualdades crecientes y la falta de condiciones para el ejercicio de los derechos muestran su insuficiencia y revelan un vacío a llenar. La necesidad de vincular este concepto con las expectativas de reconocimiento e inclusión contenidas en la idea de civilidad lleva a la autora a interrogarse por las paradojas de la democracia liberal, y a cuestionar la brecha existente entre el derecho ideal y su realización,lo cual indica la medida de la tarea que hay que realizar para desarrollar una verdadera democracia.

Palabras clave: América Latina, neoliberalismo, desigualdad, democracia, ciudadanía, civilidad.


Abstract

In a context of neoliberalism and deepening socioeconomic inequality in Latin America, the author analyzes the concept of citizenship and its articulation with the concept of civility. Citizenship has been defined as a status that guarantees rights and duties, liberties and restrictions, and powers and responsibilities to equal individuals. This is why the concept of citizenship occupies a central place in democratic politics. But exclusion, growing inequality and the absence of conditions for the exercise of rights shows that the concept of citizenship is insufficient and reveals a gap to fill.The need to link this concept to the expectations of recognition contained in the idea of civility leads the author to ask for the paradoxes of liberal democracy, and to question the existing gap between ideal rights and their actual exercise, which points to the extent of the task of developing a real democracy.

Key words: Latin America, neoliberalism, inequality, democracy, citizenship, civility.

recibido 13/09/2007, aprobado 12/10/2007


Introducción

Quiero comenzar evocando una reflexión de Jacques Rancière sobre la democracia liberal, a la que denomina post-democracia’: “Normalmente, la caída de los ‘mitos’ del pueblo y de la democracia ‘real’ deberían conducir a la rehabilitación de la democracia formal, al refuerzo del ajuste a los dispositivos institucionales de la soberanía del pueblo y, principalmente, a las formas de control parlamentario […] Hoy la situación se encuentra invertida y la victoria de la democracia llamada formal se acompaña de una sensible desafección en relación con sus formas” (Rancière 1995: 139. La traducción es mía).Traer esta frase como inicio de mi reflexión tiene el sentido de señalar la condición paradójica de la democracia que se ha expandido en las últimas décadas en los países de Occidente. En efecto, el discurso político proclama el triunfo de una democracia considerada en su dimensión formal e institucional -la democracia representativa, o la versión liberal de la misma- pero que revela, paradójicamente, una llamativa desafección en relación con esas mismas formas. Bajo el signo del discurso único del neoliberalismo, hegemónico en los años noventa, y bajo el cual se han llevado a cabo las más profundas e inquietantes transformaciones políticas y sociales, la política se identificó con una acción que, más que prestar atención al afianzamiento de las instituciones representativas que garantizan la soberanía del pueblo, adecuaba su ejercicio al modo de ser de la sociedad, se acomodaba a sus ritmos, hasta perder entidad propia. Este proceso ha sido uno de los focos de atención de la reflexión política de este tiempo puesto que, a pesar de la relevancia del triunfo de la democracia, el realineamiento de los gobiernos en torno a sus principios se ha visto inmediatamente oscurecido por su sujeción a los dictados del mercado y por la expansión de prácticas modeladas por el proceso de transformación social en la nueva etapa transnacional del capitalismo. En la expresión de Rancière, la política se vuelve police, diríamos política gestionaria, formas consensuales de la política, cuya acción consiste en una adecuación al modo de ser de la sociedad “a las fuerzas que la mueven, a las necesidades, intereses y deseos entrecruzados que la tensan” (Rancière 1995: 139). En efecto, la transformación económica a escala global en curso es más que un proceso económico; la llamada globalización es, asimismo, un discurso que plantea temas y presupuestos sobre la relación entre la sociedad y la política. En ese discurso, el predominio que han cobrado la dimensión social y económica de la vida colectiva y la lógica productivista que privilegia un ideal de consumo ilimitado, al que quedan sumidas las restantes dimensiones de la vida social, debilita los lazos colectivos y quita a lo político su capacidad de articulación y de fuerza convocante de la acción colectiva. Estos procesos, sobre los que mucho se ha escrito en las últimas décadas -legitimación de los gobiernos por la eficacia, más que por la garantía de libertad política de sus ciudadanos; degradación de la representación parlamentaria, aumento de poder político de instancias no responsables, debilitamiento de los liderazgos políticos-, son semejantes en varios países con gobiernos democráticos, pero en el contexto latinoamericano acarrean consecuencias más profundas en el ya debilitado sistema institucional.

Si queremos problematizar la situación social de las democracias latinoamericanas, la cuestión ineludible es la exclusión de millones de sus pobladores del sistema de reparto social y político. Estudios recientes se hacen eco de estas condiciones, poniendo la exclusión como eje de la reflexión política (Svampa 2005; Merklen 2005). Si la difusión de un nuevo orden global trajo como consecuencia el trastocamiento de las pautas de integración y exclusión, el desmantelamiento de las anteriores instituciones y marcos regulatorios del 'Estado Social-nacional', en sociedades heterogéneas, desiguales y dependientes, como las latinoamericanas, terminó por acentuar las desigualdades e incrementar el proceso de exclusión de amplios sectores sociales. En estas décadas pasadas, la profundización de la brecha de la desigualdad ha colocado, en general, a América Latina como uno de los lugares de mayor desigualdad social en el mundo. Así, la pobreza -en algunos casos, extremaazota a un amplio conglomerado de seres humanos -jóvenes y niños, adultos desempleados, ancianos sin seguridad social, trabajadores informales-, convirtiéndolos en víctimas del drama social de la exclusión.

Por ello, nos interrogamos: ¿qué significa en ese contexto ser ciudadanos? ¿Qué sentido adquiere la ciudadanía para aquellos que se encuentran bajo la línea de pobreza, aquellos que no pueden, por lo tanto, superar la lucha continua por la supervivencia? Pero también, ¿qué significa la ciudadanía cuando somos con-ciudadanos de un 50% de pobres? ¿Qué es, entonces, la democracia? ¿Cuáles son sus consensos? ¿Cuáles son sus tensiones?

En este marco quiero referirme a la ciudadanía y a su articulación con la civilidad. La ciudadanía ha sido definida modernamente como un status que garantiza a los individuos iguales derechos y deberes, libertades y restricciones, poderes y responsabilidades, y en ese sentido, ocupa un lugar central en la política democrática. Pero son precisamente las situaciones de exclusión, las desigualdades crecientes y la falta de condiciones para el ejercicio de los derechos las que no cesan de mostrar su insuficiencia o de revelar un vacío a llenar. Vincular, entonces, este concepto con las expectativas de extensión de una esfera de reconocimiento contenidas en la idea de civilidad, nos lleva a interrogar las paradojas de la democracia liberal, aun en la esfera de los derechos y del Estado de Derecho, a cuestionar la brecha existente entre el derecho ideal y su realización, abismo que da la medida de la tarea a cumplir por una política democrática.

Ciudadanía y civilidad

Vincular ciudadanía y civilidad encierra ya un motivo. No se trata de referirnos a las virtudes cívicas, que constituyen, en la tradición republicana, la base ética de la construcción y de la práctica de la ciudadanía, pero que reposan en una determinada idea trascendental del sujeto de la moral y la política. Tampoco se trata de un retorno a-crítico a la idea de civilización, ya que este término no puede eludir su componente asimétrico que divide a la humanidad en bárbaros y civilizados, y que ha justificado todo tipo de violencia y marginación en la historia colonial.

Entendemos por civilidad una política que, en el doble sentido de amabilidad y de acuerdo que encierra el término, supone acciones y palabras que constituyen un freno a la violencia y a las diversas formas de incivilidad que se han vuelto dominantes en un mundo donde la preocupación política por la esfera común pierde fuerza frente a los beneficios de la explotación económica del planeta. Decíamos que la idea de civilidad contiene la expectativa de apertura, permanencia y recreación de un espacio público donde los agentes puedan reconocerse y regular sus conflictos. ¿Es posible desarrollar esta idea de civilidad por fuera de la ciudadanía? Etiènne Bali-bar ha mostrado, en un artículo reciente, la necesaria articulación entre estas dos categorías. Frente al recrudecimiento de situaciones de violencia generadas (o incrementadas) por la globalización, que tanto cruzan transversalmente a los Estados (violencia sistémica, que irrumpe en las formas de la corrupción, el tráfico de armas y vidas humanas, las migraciones forzadas y formas de no-intervención humanitaria en catástrofes naturales), como provocan situaciones de exclusión al interior de los Estadosnación, sobrepasados por la misma lógica (deslocalización de la producción, desocupación, pérdida de derechos civiles y sociales o falta de garantías para su ejercicio), resulta impensable el ejercicio de la ciudadanía sin un desarrollo de formas de civilidad en las relaciones sociales y, a la inversa, extender la civilidad fuera del marco institucional de la ciudadanía. Así, dice Balibar, una ciudadanía democrática y su extensión a nuevos espacios de socialización requieren una invención colectiva de civilidad, "vías concretas de civilización de las costumbres y reconocimiento institucional de la igualdad de los derechos" (Balibar 2001: 182).

Comencemos, primeramente, por algunas consideraciones sobre el sentido del término. Civilidad tiene la misma raíz latina civ de civis que significa ciudadano, miembro del Estado, compatriota; y de civitas: ciudad, reunión de ciudadanos; cuerpo político, Estado, patria; derecho de ciudadanía. (Cf. Diccionario de uso del español, María Moliner). Este vocablo, de uso poco frecuente en la actualidad, significa a la vez civismo y amabilidad. Incorporado al habla durante el período de la Revolución Francesa, está en la base de una concepción del vínculo social fundado en el contrato, significando un comportamiento público, la cualidad de buen ciudadano, en coincidencia con la cualidad de "cortés", "educado"1. Kant ha desarrollado de forma paradigmática esta relación entre la dimensión social de la civilidad y la dimensión política del civismo en la formación de los Estados modernos, a través de su concepción teleológica de la historia. Allí muestra cómo el ingreso del individuo en la esfera de la sociabilidad (movido por la "insociable sociabilidad"), con todo el refinamiento y cuidado de las costumbres que comporta, exige la posterior organización de una instancia política que deje sancionados los comportamientos sociales mediante la vigencia de una ley común a todos, como paso necesario en la realización de la condición racional del género humano (Kant, Idea de la historia universal desde el punto de vista cosmopolita, 1784). Así, civilidad, civismo y espacio público de crítica constituyen los principios con los que el republicanismo moderno conforma una esfera pública radicalmente opuesta a las formas de dominio privado.

Lejos de esta visión, Theodor Adorno se refiere asimismo a la civilidad en un pasaje de su texto Mínima Moralia dedicado al análisis del tacto. Allí dice que la civilidad tiene un momento histórico único, aquel en el que la burguesía se libera de las trabas del Ancien Régime, y en el cual las convenciones que pesaban sobre el individuo estaban debilitadas pero aún no habían desaparecido. Emerge entonces una nueva forma de individualidad que se perderá más tarde bajo el efecto del crecimiento del individualismo burgués. La civilidad se expresaba, entonces, en la dimensión trivial de la sociabilidad cotidiana, por la capacidad de relacionarse con el otro de forma plena y con respeto. Se trata, para Adorno, de un 'momento' de pasaje y de emergencia de un nuevo escenario de contactos sociales aún demarcados por las convenciones sociales del régimen anterior pero no subordinados a ellas; de jerarquías que sucumben y de convenciones cuya coherencia es puesta a prueba por las nuevas relaciones sociales (Adorno 1980: 32).

Es también el escenario de relaciones sociales propias del mundo industrial que corren el riesgo de volverse in-humanas. La llamada "dialéctica del tacto"o la civilidad es reveladora de una forma de individualidad que podía actuar modelando su conducta respecto del otro, reteniéndose, aun autolimitándose. Forma de actuar que se asentaba en un juicio de cada cual sobre los límites hasta donde se puede llegar y que era coincidente con el desarrollo de una individualidad autónoma, como indicamos, no ya circunscrita a las maneras sociales del pasado. Esta dialéctica original de la civilidad sucede en un momento y se va desgastando a medida que sus modalidades específicas se van emancipando y pier-den las referencias concretas y se vuelven abstractas, remotas (e injustas). Se pierde, entonces, y en un sentido profundo tanto social como subjetivo, la capacidad consciente del individuo de renunciar a ciertos actos en nombre del respeto y la dignidad del otro, para dar lugar al individualismo más absoluto.

¿Qué significado tiene hoy esta dialéctica de la civilidad? Primeramente, señalemos que el análisis de Adorno nos remite a la necesaria y nunca acabada reconciliación de las diferencias dentro del cuerpo social (diríamos hoy, en lenguaje menos hegeliano, del "reconocimiento" de las diferencias), y a las barreras requeridas por la misma vida social en el trato con los otros, en un momento en que todo podía disolverse en la barbarie. Destacaba así, el mencionado autor, el establecimiento de vínculos, más que de rupturas, en el momento de formación de la sociedad civil burguesa.A partir de estas reflexiones de Adorno, el filósofo brasileño Gabriel Cohn (2003: 15) vinculaba la civilidad a la política entendida como proceso continuo y nunca acabado de construcción de un orden público, marcado siempre por el conflicto, que requiere de esta dialéctica de la civilidad como un recurso frente a un individualismo exacerbado y dominante. Convenimos con el autor en que el individualismo extremo que caracteriza la atmósfera social actual se distingue de sus anteriores expresiones por la pérdida de sentido de lo que se puede y lo que no se puede, y especialmente, por la "indiferencia", el vacío y la injusticia hacia el otro y hacia sí mismo. Frente a estas formas de barbarie, acordes con la fragmentación social surgida de la misma transformación histórica, la civilidad da cuenta de otra expresión de la individualidad cuya relación de respeto por el otro puede ser, a la vez, expresión de su autonomía y su singularidad. El uso de este concepto en el contexto de fragmentación actual tiene, para el autor, no sólo una función crítica de mostrar la pérdida del reconocimiento del otro en la vida social y la denuncia de la indiferencia como una nueva barbarie. La civilidad también aparece positivamente en tanto tarea política vinculada a la práctica ciudadana.

En segundo lugar, una dimensión política de la civilidad surge en relación con el sentido contemporáneo de la emancipación. Digamos sucintamente que la emancipación no tiene hoy ni el sentido que le imprimió la Ilustración -"salida de la minoría de edad", en la formulación kantiana, y por lo tanto, de autonomía de la persona, que ponía fin a la tutela y al dogmatismo- ni tampoco -perdidas las esperanzas de la revolución proletariael sentido de realización de la libertad subjetiva al término de la dominación de clases. La figura de la emancipación se vincula hoy al sentido y el destino de la política democrática.Volviendo al planteo de Etiènne Balibar, él se remite a tres conceptos para pensar de modo crítico la política democrática. La emancipación o la conquista colectiva de los derechos fundamentales, la transformación social de las estructuras de dominación y de las relaciones de poder y, finalmente, la civilidad o "la producción de las condiciones mismas de posibilidad de la acción política (su espacio y su tiempo) mediante la reducción de for-mas de violencia extrema que impiden el reconocimiento,la comunicación y la regulación de los conflictos entre los actores" (Balibar 2001: 184). Nos reenvía, entonces, a una articulación necesaria entre ciudadanía y civilidad, dado que la falta de reconocimiento, la marginación o la 'desafiliación' generan condiciones de vida que podríamos calificar de 'infra' humanidad, inhibiendo la acción y el mismo proceso de subjetivación política, situación que se mantiene más o menos oculta en el marco de los regímenes democráticos.

Desarrollando brevemente estas figuras conceptuales, Balibar alude, con emancipación, en primer lugar, a la autonomía de lo político, entendido como un fin en sí mismo y no como forma de lo social (es la política la que genera las condiciones de apertura y de reproducción de la vida social). Sin embargo, por autonomía no debe entenderse la referencia a la separación de la esfera del poder y de las instituciones, sino al principio, declarado o no, que establece que la comunidad política -el pueblo, la nación, el Estado, o la comunidad internacional- no puede existir como tal ni gobernarse mientras esté fundada sobre la sujeción de sus miembros a una autoridad natural o trascendente, bajo la institución de la coacción y de la discriminación. La política es, para Balibar,"el desarrollo de la autodeterminación del pueblo, que se constituye por y en el establecimiento de sus derechos" (Balibar 1997: 22). En segundo lugar, el autor alude, con las transformaciones estructurales, al aspecto 'heterónomo' de la política. Tema ciertamente marxista, que reenvía a las condiciones que ope-ran sobre la política, determinándola. Sobre este punto, si bien podemos seguir afirmando que los hombres hacen la historia en condiciones determinadas, debemos reconocer que esa relación está actualmente plagada de tensiones y estrechamente intrincada con lo político. No podemos, por lo tanto, sostener un único modelo de política 'bajo condiciones'. Entre los determinantes de la política podemos considerar tanto las condiciones materiales (con consecuencias prácticas opuestas) como las estructuras culturales, simbólicas, o bien, como lo ha hecho Foucault con sus ideas de "sociedad disciplinaria", de "micropoder" o de "gubernamentalidad", remitir el cuestionamiento de las relaciones de poder a una acción política inherente a toda existencia social. En todos los casos, el proceso de transformación de las estructuras supone tensiones y aporías, puesto que las trasformaciones requieren de subjetivación y de "política" (Balibar 1997: 30). Por último, con el concepto de civilidad, Balibar alude a la "heteronomía de la heteronomía", con el que se aproxima a la política que toma por objeto la violencia en sus figuras contemporáneas, la violencia sistémica (que hace sistema entre diversas acciones destructivas) con la que se trata a las "poblaciones excedentes" del sistema capitalista mundializado, por una parte, y las formas de violencia "privadas", ultrasubjetivas, que rozan la delincuencia o expresan un odio social naturalizado, que no encaran ninguna trasformación, por la otra. Es, entonces, en el seno de las paradojas de la política democrática que cobra un nuevo senti-do el uso de la civilidad, ya que es en esta conjunción que se da la posibilidad o im-posibilidad de la política. "Una tal violencia es, entonces, la materia a la vez de la política y de la historia, ella deviene tendencialmente una condición permanente de su desarrollo (al menos en el sentido de que no es cuestión de salirse de ella), y sin embargo, marca el límite de las acciones recíprocas, del pasaje de la política al campo de la historicidad y de las condiciones históricas al alcance de la política" (Balibar 1997: 44). Tanto desde un punto de vista ético como desde una lógica, estas formas de la violencia, que representan un límite y bloqueo a las posibilidades de la emancipación, requieren, asimismo, de una política de reconocimiento que se implique en las realidades de estos seres "sin derechos" y en el límite de su poder.

La condición de "sin derechos" está lejos de ser hoy un fenómeno excepcional; por el contrario, se reproduce en formas renovadas, poniendo en cuestión el carácter de las democracias y el sistema de derechos.Así,no es sólo el caso dramático de los "migrantes indocumentados" (personas que, escapando de guerras y exterminios varios, abandonan masivamente sus naciones, constituyendo la figura más conmovedora de la desolación) sino también de aquellos que han caído en la pobreza extrema como efecto de crisis económicas sucesivas, en la marginación social por efecto de la desocupación o de la flexibilización del mundo del trabajo, y se constituyen, también, en figuras de la nudidad. Podemos poner como ejemplo "la territorialización de los sectores pobres"2, es decir, la definición de las poblaciones de riesgo a partir de su localización, que acerca a estos sectores sociales a una posición de objeto más que de sujeto, hacia los cuales el gobierno dirige acciones propias de la gestión de las poblaciones y no de distribución de bienes sociales, o de reconocimiento de los derechos según los principios de justicia.

¿Qué derecho a los derechos?

Hannah Arendt, en los capítulos finales de Los orígenes del totalitarismo (1994: 378), dedicados al imperialismo, ya había puesto en el centro de la reflexión política las figuras del apátrida, individuo desnacionalizado en Europa entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial, y del refugiado, aquel que ha debido abandonar su país a causa de guerras o políticas de exterminio. Estos hombres y mujeres sin Estado, en un mundo donde rigen las formas políticas del Estado-nación, son la encarnación de los "sin derechos". Para Arendt, la presencia de esta masa de sujetos desnacionalizados invierte la relación a los derechos contenida en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano3. En efecto, la situación del apátrida y del refugiado le permite mostrar que la condición de sujeto de derecho está sustentada en la pertenencia a un Estado y que, por lo mismo, junto con la pérdida de la identidad política, es la condición humana misma la que está en riesgo, aunque esos individuos sean objeto de políticas humanitarias. La pérdida del entramado social en el que estos seres habían nacido, y la imposibilidad de hallar uno nuevo, la pérdida de la protección de su gobierno y del status legal en su país, y, consecuentemente, en otros, los convierten en el hombre desnudo, nueva condición paradojal representada por estos sujetos reducidos a una existencia meramente natural, donde literalmente "no hay derechos". Para Arendt, esta situación ilustraba las perplejidades inherentes al concepto de derechos humanos, pensados precisamente como derechos pertenecientes a la condición humana:"El mundo no halló nada sagrado en la abstracta desnudez del ser humano"4.

Dos cosas son importantes de rescatar en esta ya consagrada argumentación. En primer lugar, Arendt pone en el centro de la reflexión sobre la ciudadanía y el régimen político la situación de exclusión, tanto de la nacionalidad como de la distribución de bienes materiales y simbólicos de supervivencia. Recordemos también aquí que, para Michael Walzer (1993: 45), la pertenencia a la comunidad política (los Estados–nación modernos) es el primer bien a distribuir, y que las demás esferas de la justicia quedan comprendidas en esa lógica primera. Así, cuando se trata de reconocer o asignar la ciudadanía, también se trata de reconocer y asignar las condiciones de posibilidad de la supervivencia de hombres, en tanto seres humanos. Entonces, si teóricamente los derechos humanos habían constituido un límite, universalmente reconocido, a los excesos de la política sobre el derecho, la experiencia crucial de los totalitarismos y los imperialismos contemporáneos invierte esa relación, colocando la pertenencia a la ciudadanía como base del reconocimiento de los derechos humanos más elementales. De allí la fuerza de la expresión "derecho a tener derechos". Cuando un grupo se halla desnacionalizado, su ciudadanía es negada, es colocado en condición de inferioridad, minoría o discriminación, son estos derechos elementales los que están amenazados por una violencia extrema, de la que resulta la división en sujetos "humanos e infrahumanos". Condenados por la pérdida de la subjetividad política, estos seres humanos pasan a engrosar la cuenta de "los que no cuentan", según la conocida expresión de Jacques Rancière.

La segunda reflexión apunta a revelar que los derechos humanos no constituyen un horizonte humanista de justicia y de verdad,o,en todo caso,que no es desde la apelación a ese horizonte universal que se detendrá la violencia, sino que sólo la resolución de las situaciones de exclusión está en el origen de una refundación de la esfera pública y de una acción política que se distinga de una gestión instrumental de los conflictos de las poblaciones. "El derecho a tener derechos" apunta, entonces, a una transformación activa de los procesos de exclusión en procesos de inclusión.Vemos aquí una diferencia importante respecto de algunas interpretaciones contemporáneas de los derechos humanos, que identifican la transformación social con el avance de esta esfera normativa. Contrariamente a esta posición, la idea del "derecho a tener derechos" pone en cuestión la lógica formalista de los derechos y lleva,más bien,a mirar que los reclamos de los "sin derechos" son expresión directa de la dinámica de creación de derechos. En este sentido, la experiencia latinoamericana es distintiva en for-mas de lucha frente a la exclusión, emprendida por las comunidades indígenas, los desempleados y las comunidades que han visto cerrarse sus mundos de vida a causa de las crisis económicas. Muy significativamente, las luchas de los organismos de derechos humanos en Argentina han sido paradigmáticas en ese efecto de iniciar una dinámica de los derechos y de apertura del espacio de la política democrática.

Precisamente, la política democrática supone acciones que generen condiciones de inclusión de los excluidos. Al respecto, dice Rancière: "La democracia no es el régimen parlamentario o el Estado de Derecho. Ella no es tampoco un estado de lo social, o el reino del individualismo, ni aquel de las masas. La democracia es, en general, el modo de subjetivación de la política, si por política entendemos otra cosa que la organización de los cuerpos en comunidad y la gestión de lugares, poderes y funciones" (Rancière 1995: 139). Así, la política, entendida en términos de emancipación humana, se conjuga con la civilidad como producción de condiciones para la inclusión y el reconocimiento. Una consecuencia de esto es que no podemos considerar la civilidad como una intervención "desde arriba" (se trataría, más bien, de civilización), ni puede ser fruto de una actividad pedagógica, sino que es la acción misma del pueblo en la lucha por sus derechos, la que da lugar a una invención de formas de convivencia y de igualdad. La idea sería, entonces, recuperar esa dimensión de los vínculos sociales en la perspectiva de una política emancipatoria. Reinscribir la civilidad en este contexto nos hace pensar, no tanto en la imagen de una sociedad reconciliada, o en comportamientos individuales de un sujeto sobre sí mismo, imágenes que se corresponden con la naciente sociedad civil burguesa, sino en acciones colectivas, en invenciones colectivas a través de las cuales "el pueblo se 'hace' a sí mismo, al mismo tiempo que los individuos que lo constituyen se confieren mutuamente los derechos fundamentales" (Balibar 1997: 22). Si consideramos la política como emancipación, su forma es el derecho universal a la política,condición que Arendt había formulado como "derecho a tener derechos", y su contenido son los derechos de la persona, que se conquistan colectivamente.

Los derechos y la política democrática

Volvemos, entonces, a confrontarnos con la esfera del derecho y de su vinculación con la política. ¿El "derecho a los derechos" puede ser reconocido de otro modo que como un ideal a alcanzar? La consagración de los derechos humanos es, seguramente, el acontecimiento ideológico y político mayor de los últimos veinte años. Consagración que resume el triunfo de las democracias, condensa las transformaciones que han acompañado la penetración de sus principios y abre nuevos interrogantes.En efecto,luego de haber sido ignorados o criticados por su "abstracción" (en este punto, la crítica de Marx a los Derechos del Hombre como encubrimiento de las desigualdades sociales coincide con el discurso conservador de Burke) o simplemente dejados de lado como un accesorio de poco uso, la esfera de los derechos ha cobrado, en las últimas décadas, una centralidad y una fuerte identificación con el avance de la democracia, conformando un elemento distintivo de la sociedad democrática frente a los diversos totalitarismos vividos a lo largo de la historia contemporánea.

Para ubicar un momento clave de este retorno del discurso de los derechos en las décadas precedentes, podemos mencionar el debate en torno al sentido de la declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, organizado por la revista Esprit, en los años 70, en Francia. Motivada por la necesidad de dar una respuesta ante las experiencias totalitarias de los países de la órbita soviética, la serie de artículos de Claude Lefort, Marcel Gauchet y Pierre Thibaud aportó los principales ejes del debate en aquellos años. Fue, precisamente, Lefort quien contribuyó con sus argumentos -ampliamente difundidos, asimismo, en nuestro medio- a legitimar su pretensión democrática, al mostrar cómo, contra la lectura realizada por Marx en La cuestión judía,la Declaración de los Derechos del Hombre es irreducible al espíritu burgués y cómo, por el contrario, los derechos humanos pueden reconocerse como "constitutivos del espacio democrático" (Lefort 1990: 29). En el nuevo contexto mundial, desgajados de la dimensión ideológica a la que habían sido reducidos por la lectura marxista, los derechos humanos recuperaban su juventud y volvían a ser, como en su momento fundacional, la garantía de las libertades frente a los poderes arbitrarios del Estado. No tenemos posibilidades aquí de sacar todas las consecuencias de ese debate, pero sí digamos que dejó establecida la importancia de la autonomía de la ley frente a cualquier poder social o político, y de la esfera de los derechos como pieza clave de la construcción democrática. Hemos señalado anterior-mente que esa centralidad de la esfera de los derechos en la sociedad democrática quedó refrendada en Argentina, por la acción de los movimientos de defensa de los derechos humanos y su definitiva intervención en la apertura de un espacio público democrático, durante la última dictadura militar. En los primeros años del restablecimiento de la democracia, los derechos humanos conformaron un horizonte de sentido que nucleó las fuerzas sociales y políticas en la formación del nuevo orden, y constituyeron la base principal del cuestionamiento de los regímenes no democráticos en América Latina (Cheresky 1992).

¿Pero significa esto que los derechos humanos constituyen una política? O, por el contrario, como fue sostenido por Marcel Gauchet, en su artículo "Los derechos del hombre no son una política" (2004), la defensa de los derechos revela la impotencia de la política para la transformación social, sintetizando en ese título su idea de que los derechos humanos no bastaban para definir una política y que, aún más, su entronización se volvía una dificultad para la política. Este autor (que vuelve sobre el tema en un reciente artículo titulado "Cuando los derechos del hombre devienen una política", Le Débat, mayo-agosto de 2000) muestra algunas ambigüedades de ese discurso, como su coincidencia con el realineamiento de los políticos y académicos en torno a los valores de la democracia representativa, o la adecuación de este discurso -con su propia lógica- como un elemento esencial de la composición de la sociedad de la información y de las redes económicas.

Sin restar la importancia que tiene el discurso de los derechos humanos en las democracias contemporáneas, el auge del discurso jurídico y la inflación de la esfera jurídica y de las apelaciones al Estado de Derecho en las democracias liberales merecen, sin duda, que nos detengamos en el análisis de sus tensiones. Efectivamente, muchas argumentaciones retoman la idea del individuo autónomo propio del liberalismo, al mantener el mismo grado de abstracción y ahistoricidad, anteriormente criticado. Se difunde así un discurso del derecho que convive con el incremento de las zonas fuera del derecho (paraísos fiscales, por ejemplo), con las figuras de los "sin derechos" (excluidos, ciudadanos pobres, marginales), que deberían ser su misma negación. Pero en el discurso único de una humanidad global, que orienta la política hegemónica, todo queda formando parte de la misma constelación. Por el contrario, las figuras contemporáneas de los "sin derechos" dan cuenta, no solamente de los límites de todo sistema jurídico, sino también de la difícil negociación entre el derecho y los demás órdenes que rigen la vida de los individuos y de la sociedad: el orden económico, el tecnocientífico, el moral, o el político. Entonces, en oposición a lo que en un sistema formal sería un contrasentido -ya que no hay sujetos sin derechos-, ésta es una realidad que deja al desnudo las tensiones y la mutua crisis de estos órdenes, que repercute sobre la vida de las personas. Aquí residen, a nuestro entender, algunas de las limitaciones de los enfoques de la ciencia política que se fundan en la idea de un status de derechos, a partir del cual distinguen la esfera formal de los derechos de las condiciones de su ejercicio. Al respecto, citamos a David Held: "Tratar el dominio de los derechos es tratar tanto de los derechos que los ciudadanos gozan formalmente, como de las condiciones bajo las cuales los derechos se realizan o se hacen valer efectivamente. Este 'doble enfoque' permite captar los grados de autonomía, interdependencia y restricciones que afrontan los ciudadanos en su sociedad" (Held 1997: 55). Esta descripción del dominio del derecho mantiene la diferencia entre forma y contenido, que reproduce el horizonte de los derechos como ideal regulador, ante el cual aparecen los déficits de ciudadanía.

Por el contrario, podemos interrogarnos si la defensa de los derechos no pasa más bien por los actos que cuestionan la naturalización del reparto social ya establecido. ¿Ese primordial "derecho a tener derechos" no supone la inclusión de los que están excluidos? ¿Y la democracia no es -como quiere Rancière- un dispositivo de subjetivación política y, por tanto, de la igualdad? ¿No se define y redefine en estas acciones el sentido de ser ciudadano? Retomando la argumentación de Arendt, la experiencia del totalitarismo había dejado al descubierto que la concepción de los derechos humanos, basada en la existencia del ser humano como tal, se había quebrado frente a la realidad de personas que habían perdido todas las cualidades y relaciones específicas (su lugar en el mundo, la protección de su gobierno), concluyendo que,"a la vista de las condiciones políticas objetivas es difícil señalar cómo podrían haber hallado una solución al problema los conceptos del hombre en que se habían basado los derechos humanos" (1994: 379). Si los derechos humanos reconocían un conjunto de características generales de la condición humana que ningún tirano podía arrebatar, la calamidad de ese momento histórico fundamental para la historia de lo político cobraba el significado de quedar arrojado fuera de la humanidad. Con sentido premonitorio, señala Arendt que el peligro estribaba en que "una civilización global e interrelacionada universalmente pueda producir bárbaros en su propio medio, obligando a millones de personas a llegar a condiciones que, a pesar de todas las apariencias, son las condiciones de los salvajes" (1994: 328).

Volvamos, entonces, a la consideración de la ciudadanía, no como un status de derechos sino teniendo en cuenta el carácter incondicional de lo político definido por el "derecho a tener derechos". Quiero hacer una última referencia alrededor del término egaliberté forjado por Etiènne Balibar (Balibar 1992: 134), para expresar una tesis sobre la imbricación de los principios democráticos de libertad e igualdad, y aportar una interpretación de la Declaración de 1789.Vale recordar con el autor que, en la Revolución, las dos palabras vienen del hecho de que los revolucionarios se batían contra el absolutismo -negación de la libertad- y contra los privilegios de una sociedad fundada sobre la desigualdad de sus miembros. No cabría considerar esta unidad de los dos términos como dos esencias cuya identidad de naturalezas buscamos. En realidad -subraya Bali-bar-, la egalibertad es un descubrimiento histórico, empírico: "Constatamos que sus extensiones son idénticas o aun que las condiciones, de hecho, de la libertad son aquellas de la igualdad, y viceversa. Esa identidad de la libertad y la igualdad significa que ambas son contradichas juntas" (1992: 136). De modo que la expresión egalibertad es la negación de la idea según la cual, la libertad encarnada en los derechos políticos podría progresar dejando subsistir las desigualdades. Aun cuando los procesos históricos de progreso o declinación de la libertad y de la igualdad no son lineales, sino que, por el contrario, tienen un ritmo a veces rápido, a veces lento,no hay ejemplos donde una vaya sin la otra.En una nueva lectura de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, Balibar rescata en ella el principio "insurreccional" del derecho universal a la política, que es portador de la exigencia infinita de su realización en la historia. Así, "el derecho a tener derechos" abre una esfera indefinida de politización y de reivindicación de los derechos que reiteran, cada uno a su modo, la exigencia de una ciudadanía o de una inscripción institucional, pública, de la libertad y la igualdad. La idea de "derecho a tener derechos" es inseparable de toda construcción constitucional de la democracia, y sobre ella se puede volver para recuperar la fuerza instituyente de los derechos."La ciudadanía moderna, en tanto derecho universal a la política, principio a la vez ético y jurídico, procede de la declaración insurreccional contenida en la declaración de 1789 (a la que le doy el nombre de proposición de egalibertad) y puede ser reconducida a esa radicalidad inicial, en desmedro de su restricción burguesa y su imbricación con la propiedad" (1992: 136).

Reflexiones finales

Para finalizar, quiero retomar algunas ideas que constituyen el punto de partida de futuros análisis sobre las condiciones de posibilidad de nuestras democracias latinoamericanas.

Primeramente, hemos afirmado que la articulación de ciudadanía y civilidad no puede comprenderse como un requerimiento de valores cívicos y de su expansión en la sociedad civil. Efectivamente, los valores cívicos contribuyen al afianzamiento de la vida democrática, pero no bastan, puesto que corren con el supuesto de la posibilidad de una vida social armoniosa y no eluden la tensión existente desde siempre en el pensamiento republicano entre un pueblo ideal y el pueblo real, inadecuado a su concepto. La civilidad implica, más bien, la invención de prácticas de reconocimiento e inclusión de aquellos que son excluidos en el actual reparto social y político, entendiendo que sólo así es posible la apertura de lo político. Por eso, vinculada a una política de emancipación, la civilidad es también un freno a la violencia, que muchas veces es el obstáculo mayor de la relación del pueblo consigo mismo. Si la civilidad significó, en algún momento, una autolimitación del sujeto en su relación con los otros, hoy se trata, más bien, de una acción colectiva del pueblo sobre sí mismo. En segundo lugar, la esfera del derecho, tan valorizada en la actualidad, es una dimensión clave en las sociedades democráticas, pero es también una zona de conflicto entre diversos órdenes de lo social. En ese sentido, el derecho tiene un aspecto normativo y, asimismo, uno descriptivo, del que depende frecuentemente el primero. El estar dentro o fuera del derecho supone interpretaciones en las que el derecho mantiene una relación compleja con la fuerza. La esfera del derecho es un instrumento del reconocimiento, pero no podemos dejar de lado la consideración de aquellas acciones y luchas por la inclusión, aunque éstas generen conflicto de derechos. Se plantea así, sin duda, un escenario de conflicto que no cabría reducir a la incivilidad. No podríamos reducir lo político al consenso y a la armoniosa y racional toma de decisiones, porque la política está constituida por esa lucha incesante por la participación de los "sin parte". La lucha de los "sin derechos" tiene hoy el signo de la subjetivación política (las luchas efectivas emprendidas por la demanda de reconocimiento del derecho a la vida, a la inclusión en el reparto de bienes materiales que permiten la supervivencia; o a la inclusión en los derechos de ciudadanía).

Finalmente, ¿esa exigencia de civilidad puede plantearse de otro modo que como una tarea democrática? Creemos que no. La democracia representa también la tarea continua de refundación de ese espacio de lo político, tanto dentro de los límites de la soberanía estatal como en el ámbito que se abre en la relación entre las naciones. Responder al derecho de todo hombre de tener un lugar dónde poder llevar a cabo su vida puede ser, entonces, un sentido de la utopía democrática, entendida como eu-topía (buen-lugar), más que como u-topía (no-lugar).


Comentarios

1 Es interesante el deslizamiento de sentidos entre civilidad y civismo, puesto que las actitudes cívicas -que se corresponden con las nuevas relaciones sociales fundadas en el contrato- son, a su vez, formas culturales que corresponden a un sector social, constituyendo un nudo problemático de la construcción republicana del orden político. Respecto de las tensiones entre la dimensión social y política de la civilidad en el momento fundacional de la República en Argentina, remitimos a nuestro trabajo Ciudadanía y filosofías de la nación. Sarmiento y la nación cívica,Tesis doctoral Université Paris 8, 2005.

2 Remitimos al ya mencionado estudio de Denis Merklen, aunque el autor mira la cuestión desde el ángulo de las transformaciones de la acción colectiva, y, en ese sentido, la "territorialización" es la base de nuevas acciones.

3 Arendt, desde 1933 hasta 1951, año en el que finalmente obtuvo la ciudadanía norteamericana, habló de sí misma como "persona sin Estado".

4 El filósofo italiano Giorgio Agamben ha llevado esta reflexión arendtiana, en la figura del Homo sacer, a cuestionar la posibilidad de la comunidad política en el mundo contemporáneo.


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