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Colombia Internacional

Print version ISSN 0121-5612

colomb.int.  no.66 Bogotá July/Dec. 2007

 

EL SOCIALISMO DEL SIGLO XXI Y LOS LÍMITES DE LAS UTOPÍAS en la racionalidad y la motivación humanas*

XXI CENTURY SOCIALISM AND UTOPIAS THAT LIMIT Human Rationality and Motivation

Luz Marina Barreto**

* Ponencia presentada al Segundo Seminario Internacional del grupo de trabajo de Filosofía Política de Clacso: "Realismos y Utopías en América Latina: fragmentación y luchas democráticas". San José de Costa Rica, febrero 13 al 15 de 2006.

** Doctora en Filosofía de la Freie Universität, Berlín, Alemania; profesora titular del Área de Filosofía de la Facultad de Humanidades y Educación, Universidad Central de Venezuela. Directora del Instituto de Filología "Andrés Bello". Correo electrónico: lbarret@reacciun.ve


Resumen

La autora critica el proyecto del llamado socialismo del siglo XXI, desarrollado por el gobierno de Hugo Chávez en Venezuela, desde la perspectiva del pluralismo moral, propia del liberalismo (que no debe confundirse con el neoliberalismo). En contraposición a dichas ideas, las utopías totalizantes, como el socialismo chavista, al desconocer la naturaleza de la racionalidad crítica, terminan imponiendo a la sociedad en su conjunto una idea sustantiva de vida buena, que desconoce la autonomía individual y el pluralismo moral.

Palabras clave: Venezuela, socialismo, liberalismo, moral, pluralismo.


Abstract

The author critiques the political project known as '21st century socialism', developed by Venezuelan president Hugo Chavez, from a Liberal perspective of moral pluralism (which should not be confused with neoliberalism). In opposition to such liberal ideas, totalizing utopias, such as Chavez's socialism, do not acknowledge the nature of critical rationality, and therefore end up imposing on society as a whole a substantive idea of the good life that does not recognize individual autonomy and moral pluralism.

Key words: Venezuela, socialism, liberalism, morality, pluralism.

recibido 15/07/2007, aprobado 03/08/2007


Introducción

El siguiente ensayo consiste, básicamente, en una defensa del modelo liberal de fundamentación de las instituciones políticas, en una concepción de la justicia antes que en una concepción sustantiva del bienestar, característica esta última de los programas utópicos. Procederé en tres pasos para desarrollar esa defensa. En primer lugar, examinaré un ejemplo de crítica al modelo liberal, habitual hoy en día, e intentaré desmontar sus principales argumentos. En segundo lugar, procederé, de modo más constructivo, con el desarrollo de mi estrategia de defensa del liberalismo moral, que se basa en una concepción específica de la racionalidad humana. Finalmente, mostraré, a la luz de un ejemplo concreto, a saber, el estilo de ejercicio gubernamental del actual mandatario venezolano Hugo Chávez, que al dar la espalda al espíritu liberal, una sociedad puede caer, fácilmente, en aquello que se esfuerza por combatir: la injusticia, la inequidad social y el totalitarismo político. En el momento en que escribo estas líneas, acaba de concluir la rueda de prensa en la que Teodoro Petkoff, un político venezolano de larga trayectoria, anuncia su candidatura opositora a Hugo Chávez para las próximas elecciones presidenciales. Su principal lema de campaña es la de abogar por un país "sin miedo". Este eslogan de campaña es notable. En efecto, bajo el actual gobierno, y por primera vez en la historia democrática de nuestro país, Venezuela conoce la existencia de listas que discriminan para puestos de trabajo, en el gobierno o en organismos que dependen del mismo, a todos aquellos venezolanos que de manera abierta han revelado su raigambre opositora.

De acuerdo con algunas encuestas, casi el cuarenta por ciento de la población pertenece a este sector. Para aquellos de nosotros que crecimos en una democracia en la que todos, cómoda y tranquilamente, podíamos revelar nuestras distintas filiaciones políticas sin temer represalias, este desarrollo de carácter totalitario es insólito, algo nunca visto en nuestro país. Esta política discriminatoria alcanzó un hito con el despido masivo de todos los trabajadores de oposición de la empresa estatal petrolera del país, PDVSA -que se caracteriza por ofrecer jugosos sueldos, estabilidad de por vida y beneficios muy importantes a sus trabajadores-, para colocar en aquellos puestos de trabajo a individuos leales al actual gobierno, sin importar sus calificaciones académicas o su experiencia en la industria. Ejemplos como éste revelan que el abandono de las intuiciones morales del modelo de fundamentación liberal comporta un precio, en este caso, el precio de violar principios elementales de justicia, cuando se aspiraba, por el contrario, a corregir la inequidad. La pregunta interesante es, pues, por qué sucede esto en un gobierno que fue apoyado por una inmensa mayoría de los venezolanos que anhelaba, precisamente, una mayor justicia social. Como veremos, un proyecto utópico que no reflexiona sobre sus presupuestos y fundamentos filosóficos puede, fácilmente, caer en este tipo de errores y, como he señalado, a un precio muy elevado para la sociedad en su conjunto.

América Latina y el neoliberalismo

Veamos primero, pues, qué forma ha tomado en los últimos tiempos, en la región latinoamericana, la crítica al liberalismo político y examinemos entonces la legitimidad de su estilo de argumentación. Esta crítica consiste en la frecuente identificación de la "democracia liberal" con el "sistema económico liberal" o el "neoliberalismo". En este orden de ideas, por ejemplo, escribe mi colega y amigo Carlos Kohn Wacher: "También sostengo la hipótesis de que a la postre la insidiosa transmutación de la democracia de 'gobierno del pueblo' a 'democracia liberal', entendida ésta como sociedad regulada por las fuerzas del mercado, ha logrado, no sólo en la práctica sino también en la teoría, precisamente lo que se ha propuesto, a saber: limitar la esfera de la acción política de los hombres; lograr la resignación (consenso pasivo) del ciudadano ante la idea de que la gestión del Estado puede ser minimizada únicamente gracias a la acción de 'la mano invisible' y, por ende, de que el 'fin de la historia' o 'Nuevo Orden Mundial' -como también se lo denomina- no implica otra cosa que la ausencia de libertad y el advenimiento de la sociedad totalitaria (Arendt)" (Kohn 1999: 133. El subrayado es mío).

Vemos, pues, que la democracia liberal es entendida, lo recalcamos, como sociedad regulada por las fuerzas del mercado, fuerzas que son de carácter económico. Es en este sentido que Kohn entiende el pensamiento de Fukuyama (quien sugiere, en realidad, que las economías liberales fomentan el desarrollo del liberalismo político), pero lo interpreta como si afirmase, en realidad, que el modelo liberal de la democracia es un correlato necesario del sistema capitalista1. Esto recuerda un poco el enfoque del marxismo estructuralista de Louis Althusser, de acuerdo con el cual, todo lo que sucedía en la "superestructura político-ideológica" era un reflejo de la "infraestructura económica", que sería "determinante en última instancia", con lo que la esfera política humana quedaba reducida a un mero reflejo de la esfera económica2.

Pero este enfoque, por más generalizado que esté y lo repitan líderes de izquierda de la región, así como muchos académicos, es falaz. Si al inicio del modelo político liberal se encuentran históricamente las economías del libre mercado, lo cual es discutible porque niega a la teoría política la propia lógica de sus desarrollos, o si históricamente las democracias liberales han estado al servicio de la economía del libre mercado, esto no significa que la institución misma de la democracia liberal caiga bajo las mismas críticas que podemos hacer a la economía neoclásica, un modo más riguroso de llamar al neoliberalismo económico.

Esto es lo que en lógica se conoce como la falacia genética. La falacia genética concede a los objetos de juicio el mismo valor que tenían en su origen. Ricardo García Damborenea, en su Diccionario de falacias (que puede consultarse por internet), da algunos ejemplos buenos para ilustrar este tipo de falacia.Verbigracia:

a. Es incomprensible que a Carlos le hayan concedido el Premio Nobel de Física. Fuimos juntos al colegio y era el más tonto de la clase.
b. No es posible que esa computadora funcione bien. La ha montado un chino en una lonja del rastro.
c. ¿Cómo puede decir Domínguez que es socialista si su padre hizo la guerra con Franco?

Y añade, con apropiado candor: "La afirmación sobre cómo nacen o cómo eran las cosas en el pasado no tiene absolutamente nada que ver con el juicio que nos merezcan los méritos del presente. Está bien explicar el origen y desarrollo de una persona, idea, o institución, como quien hace historia o analiza la evolución de una enfermedad, pero está mal basar las valoraciones del presente en las del pasado cuando éstas no son relevantes. Muchas cosas nacen torcidas o son frutos de errores, casualidades, traumas infantiles o conflictos de clase sin que el juicio que nos merezca su origen sea trasladable a la opinión de hoy. Es una maniobra cómoda para evitar la lidia con la idea en sí. Juzgar los méritos de hoy por los defectos de ayer constituye una variedad de la Falacia de Eludir la cuestión y, cuando se refiere a personas, una Falacia ad hominem. Constituye, además, una flagrante Petición de principio: En efecto, la falacia genética parte de un supuesto falso que se da por bueno. Por ejemplo: Quienes no destacan en el colegio, no destacarán en la vida. Los hijos de los franquistas son franquistas" (García Damborenea 2006).

La falacia genética es un error en el que incurren no pocos investigadores sin adecuado entrenamiento lógico. Muchos lectores de Michel Foucault (¿pero tal vez acaso Foucault mismo quería causar esta impresión?) pensaron que lo que él quiso decir cuando escribió la famosa Historia de la locura en la época clásica era que la psiquiatría era una disciplina inválida también desde el punto de vista teórico. Similarmente, que el sistema político liberal parezca coincidir históricamente con las economías de libre mercado no significa que ambos son equivalentes o que uno resulta inmediatamente del otro. Se trata, pues, de examinar los méritos del modelo de las democracias liberales, en tanto que idea independiente y en su condición de conquista histórica de la humanidad. Pero, ¿arrojan realmente los teóricos políticos de izquierda, para no hablar de los políticos de izquierda, que, como todos los políticos profesionales, no siempre piensan correctamente, una mirada inteligente, densa, sobre su objeto de estudio?

La otra razón por la que es teóricamente incorrecto identificar el modelo de la democracia liberal con las economías de libre mercado deriva, sencillamente, de la índole diversa de sus categorías básicas y dominios de objeto. En Venezuela, así como en otros lugares de Latinoamérica, un proyecto político y económico que ofrezca una opción alternativa al así llamado "neoliberalismo", una manera poco afortunada de llamar a la nueva economía clásica, impuesta por la izquierda latinoamericana para designar el enemigo a vencer, amenaza con arrastrar consigo el componente liberal que se encontraba implícito en los sistemas políticos de democracia representativa. De manera que no sólo la nueva economía clásica sería una desgracia para la región, sino también, así parece sugerirlo el programa político antineoliberal, toda visión de la política que reivindica el componente liberal de la democracia, en tanto que sistema político orientado por el concepto de justicia, entendida ésta como la igualdad de oportunidades en el acceso a los beneficios de las distintas instituciones públicas y el respeto por las diferencias.

En mi país, para no andarnos por las ramas, este conflicto toma una forma concreta: se trata de la lucha entre el neoliberalismo y la visión, utópica como ninguna, de un "socialismo del siglo XXI". Esta lucha, quisiera sostener aquí, no es simplemente una pugna entre dos maneras distintas de entender la gestión económica de un país: antes bien, se perfila, cada vez más, como un enfrentamiento entre una concepción liberal de la democracia y la promesa de un estado de felicidad socialista3.

En un primer nivel, puramente teórico, es claro que una crítica al modelo de gestión económica "neoliberal" es necesaria y debe hacerse. En el modelo neoclásico, en efecto, al contrario de aquellos de economía centralizada en el Estado, el crecimiento económico se lo hace depender de la idea de que los costos de oportunidad se distribuyen de forma más eficiente, si se los hace descansar en las necesidades e intereses, siempre cambiantes, de los agentes económicos y no en una idea trascendente del bien público. Lo que no funciona en los sistemas políticos de economía centralizada es que la creación de valor pasa de ser una atribución de todos los agentes racionales, a ser una imposición proveniente de aquel o aquellos que creen saber qué es lo que debería ser valorado y qué no, con lo que la noción misma de valor desaparece. El modelo neoclásico intenta enfrentar este problema.

Pero el modelo neoclásico tampoco está libre de problemas. El mayor de ellos es que la disminución de los controles que se ejercen sobre un conjunto de individuos o agentes racionales libres puede producir reacomodos que perjudican a un individuo o grupo o, como dice la economía, generar equilibrios que no son óptimos de Pareto, de manera que, en una economía libre, el mayor bienestar neto de un colectivo puede producirse al precio de sacrificar a un grupo concreto de individuos, lo que ofendería nuestra noción de justicia. Ésta es una de las paradojas de la economía neoclásica: la protección de la diversidad en las preferencias, que se garantiza por la vía de la protección al libre ejercicio de la propia actividad económica, y que debe conducir a una colocación más eficiente de recursos escasos, termina siempre perjudicando a un grupo. Es, pues, un hecho demostrado que abandonar a los agentes económicos a la dinámica ciega del mercado puede conducir a desequilibrios inapropiados e injustos. Por qué esto sucede así, lo explica fácilmente la teoría de la elección racional: los movimientos racionales de los agentes individuales que buscan proteger sus intereses, y que son irracionales desde el punto de vista estratégico, es decir, que podrían afectar los beneficios futuros del mismo agente en tanto afectan el rendimiento futuro que depende de la cooperación con otros agentes (Gauthier 1998), pudieran resultar perjudiciales si no se introduce algún elemento coordinador que alivie o resuelva las distorsiones que producen los actores sólo interesados en pro-mover su propio interés.

De esta manera, puede oponérseles a los herederos contemporáneos del neoclasicismo, de la nueva economía clásica y de la teoría de las expectativas racionales, un esquema neokeynesiano que controle la economía a través de una política monetaria y ejerza un mayor control en el interior de la dinámica económica de una sociedad, restringiendo, por ejemplo, el flujo de capitales especulativos entre los países u obligando a las empresas transnacionales a transferir tecnología o a mantenerse, durante un tiempo mínimo, en los países que las acogen, entre otras medidas posibles (Greenwald y Stiglitz 1987; Soros 2002). En un sentido general, un esquema neokeynesiano está mayormente interesado en beneficiar al sector productivo de una economía, por encima de su sector financiero y especulativo, que muchos estragos causó en las economías "emergentes" de los años noventa.

Con esto, se ve que la crítica al neoliberalismo que prevalece ahora en el continente se puede hacer perfectamente desde la perspectiva de una filosofía de la economía de corte neokeynesiano, es decir, sin confundir la gimnasia con la magnesia, y si se mira con atención se observará, sobre todo en mi país, que algunos de sus ministros de Finanzas (pienso, por ejemplo, en Felipe Pérez, José Rojas y Tobías Nóbrega, todos muy ortodoxos en lo que ha política monetaria se refiere y respetados profesores universitarios) han privilegiado un enfoque de carácter neokeynesiano en la política económica, destinado, básicamente, a contrarrestar los efectos perversos que generan, en el crecimiento económico de una sociedad, las actividades descoordinadas de individuos racionales, miopes a las consecuencias de sus acciones.Así, la "Revolución Bolivariana" ha traído una mayor inversión en educación primaria y básica, en salud, con programas que extienden los beneficios médicos a sectores tradicionalmente marginados (como el programa "Barrio Adentro", por ejemplo), mayor inversión y ayudas estatales en la pequeña y mediana empresa, y en general, un esfuerzo continuado por orientar la política económica hacia el aumento de la demanda agregada y la productividad del país. Por supuesto, también hay un enorme gasto público irresponsable destinado a fines de propaganda política y exclusión de aquellos sectores opuestos al partido de gobierno (como el universitario); pero dejemos esto de lado, por un momento, para concentrarnos en el segundo punto de nuestro itinerario, a saber, cómo debería desarrollarse un argumento en defensa del modelo liberal de la democracia y por qué.

En defensa de la democracia liberal

Se trata de no tirar al bebé con el agua de la bañera. El bebé que querría salvar está constituido por las intuiciones de índole ética y moral (ética, porque se refiere al sentido de una vida buena o lograda; moral, porque se refiere al sistema de obligaciones recíprocas que mantenemos junto con otros) que alimentan el núcleo del liberalismo político. Los filósofos no podemos darnos el lujo de la arbitrariedad conceptual que caracteriza a los políticos y a algunos científicos sociales, que sacrifican al efecto manipulador y afectivo los importantes matices que caracterizan toda genuina confrontación de ideas y todo debate analítico. El debate que se apoya en el efecto emocional, en expresiones y conceptos cuyo significado (su carga semántica) se presupone pero no se analiza ni se profundiza en su verdad, y en sentimientos cuya validez no se examina con objetividad, sólo puede conducir -esto hay que tenerlo por seguro- a la opresión. Esa clase de debate no está al servicio de la libertad, que es el más grande valor humano y la fuente, como bien sabía Kant, de toda valoración humana, lo que nos distingue, realmente, de nuestra herencia atávica y nos permite tomar una distancia esperanzadora de nuestros impulsos violentos4.

Si dejamos de lado la confusión con la economía política, podemos ahora definir el núcleo del liberalismo como sistema político. Éste se caracteriza por evitar toda imposición, colonización en las instituciones públicas y generalización de cualquier idea sustantiva de la ética. El punto de partida del sistema liberal es que, en las sociedades modernas o complejas, existen diversas concepciones, incompatibles entre sí, de aquellos fines de la acción que constituirían una vida buena o lograda, de manera que se vuelve un problema creciente satisfacer las demandas de justicia de individuos con diversas concepciones de la ética y, por lo tanto, con diferentes sistemas de fines. De esta manera, el liberalismo, que se concreta en una definición de los principios de justicia, es neutral desde el punto de vista axiológico, es decir, se aboca a la coordinación de las aspiraciones de distintos individuos racionales, sin tener en cuenta si los diversos fines de sus acciones coinciden o no, o si intrínsecamente son válidos o no. Porque si coincidieran, no sería necesario ningún mecanismo de coordinación ni existirían demandas de justicia. En efecto, un grupo de personas con aspiraciones homogéneas persigue una serie idéntica de fines. Ceteris paribus, no hay nadie en ese grupo que demande justicia, porque todos actuarían de manera coordinada para satisfacer sus aspiraciones. Las demandas de justicia surgen precisamente cuando hay personas que no se identifican ya con los fines de un grupo, lo que sucede en sociedades complejas o no tradicionales.

Por definición, las utopías de carácter político están constituidas por esta clase de ideales éticos sustantivos y presuponen que todo el mundo se identifica con sus fines de acción o su concepción particular de la vida buena. Para reflexionar sobre el poder de las utopías en América Latina resulta crucial, entonces, asumiendo la perspectiva no de un analista político sino la de un filósofo, examinar si existen y cuáles son los límites absolutos, qué invariantes de carácter antropológico impondrían al ideal utópico, y si una reflexión de esta índole puede decirnos algo respecto de qué tipo de régimen político debiera prevalecer en la región, por encima de otras opciones posibles. De esta manera, hay que preguntarse si lo que sabemos sobre la racionalidad humana impone constricciones o límites a lo que podemos hacer en política y al peso concreto que una utopía política pudiera tener en la acción práctica humana.

La respuesta liberal a este problema de coordinación de la complejidad de planes de vida consiste en privilegiar la justicia por encima de las nociones sustantivas del bienestar personal y la vida buena. Aunque parezca mentira, en este mundo imperfecto ambas no siempre coinciden. Por ejemplo, algunas mujeres musulmanas, en sociedades muy tradicionales, pudieran preferir restringir de forma definitiva su libertad de acción y movimientos para poder gozar de la seguridad que ofrece una sociedad estrictamente patriarcal. Lo que para mí, una católica educada en una sociedad secular, sería una pesadilla, es para ellas una bendición, del mismo modo que el tener que ganarme duramente la vida sin que ningún hombre me facilite las cosas es para ellas algo enteramente digno de conmiseración. Por esta razón, la filosofía moderna insiste en el carácter subjetivo de la sensación de felicidad, que sólo puede agotarse en sí misma y no puede generalizarse (Tugendhat 1988).

El liberalismo político parte, pues, de una concepción de la racionalidad humana. Su perspectiva sostiene que deben privilegiarse las concepciones de la justicia por encima de alguna concepción concreta de la felicidad, porque es un hecho empírico que la gente pudiera no sentirse atraída o motivada por el bien que persigue la utopía y no desear esa forma de bienestar para sí, del mismo modo que yo, como mujer, no deseo, ni de lejos, el bienestar que se ofrece a las mujeres en los sistemas políticos regidos por una interpretación rígida de la ley islámica, por más que eso me condene a una cierta vulnerabilidad social. Dado que es imposible coordinar los planes racionales de vida, para decirlo con una expresión de John Rawls, de todos los individuos de una sociedad compleja, el sistema liberal, al privilegiar la justicia sobre el bienestar, se transa por un sistema de obligaciones negativas lo suficientemente neutral como para acomodar la diversidad infinita de planes de vida individuales. De esta manera, una sociedad liberal no me impide a mí convertirme al islam, si es lo que quiero, pero no obliga a todas las mujeres a hacerlo. Acomoda las cosas para que me sea posible convivir, sin verme atropellada por otros en mis aspiraciones, junto con otras mujeres que no deseen vivir como yo. Por esta razón, el sistema liberal insiste en el carácter negativo de sus obligaciones: no nos instruye respecto del modo como queremos vivir, pero protege a cada uno de nosotros para que podamos vivir como queremos, sin que otros nos entorpezcan en nuestras empresas.

Los críticos del sistema liberal, en particular, los defensores sin complejos de utopías políticas de índole socialista, insisten, sin embargo, en que es preferible privilegiar consideraciones de bienestar por encima de las demandas de la justicia. Esta defensa se puede hacer de manera más o menos torpe o de manera más o menos inteligente. La manera torpe sugiere que una persona, siempre y en cada caso, debe rendirse a las exigencias y demandas del colectivo, aunque esto la destruya como individuo y le produzca mucho sufrimiento. En otras palabras, que lo que un individuo pudiera desear debe plegarse, por principio, a las normas concretas que un colectivo, por más tonto que sea (por ejemplo, el colectivo que vitoreaba a Hitler), llega a concebir como sus aspiraciones más profundas.

La manera más o menos inteligente sugiere que, precisamente, en las sociedades complejas, privilegiar a la justicia por encima del bienestar es imposible. Hay, pues, que "normalizar" a las masas en torno a una idea sustantiva del bien común. El defensor de las consideraciones de bienestar por encima de las demandas de la justicia dirá que hay cosas a las que un individuo legítimamente puede aspirar (según él, que rigen lo que es legítimo desear y lo que no), mientras que otros deseos (como el de coleccionar antigüedades), en la medida en que no son accesibles a todo el mundo -por razones de complejidad y recursos escasos-, deben ser abandonados en una sociedad bien ordenada. Por lo tanto, el defensor de esta posición impone un sistema sustantivo o concreto de aspiraciones legítimas, es decir, una concepción del bienestar humano en desmedro de otro tipo de concepción posible.Todos los regímenes de tipo totalitario se caracterizan, precisamente, por proponer una u otra forma de concepción sustantiva del bien común. Un ejemplo reciente, aunque trivial (pero que da, de todos modos, una buena idea de lo que digo), es que la autorización, por parte de las autoridades de la República Popular de China, para que los Rolling Stones diesen un concierto en ese país puso como condición que no cantasen durante sus conciertos, específicamente, cinco temas cuyo contenido sexual explícito podía "corromper" a las juventudes chinas. Seguramente que los chinos pueden vivir sin escuchar esos temas en vivo, pero las cosas se vuelven menos seguras cuando se trata de prohibir la lectura y promoción académica de la "ciencia judía", como intentaron los nazis, o la "genética capitalista", como intentaron los soviéticos, o, como sucede en mi país, Venezuela, cuando se niega toda ayuda financiera a proyectos académicos que critiquen o pongan en cuestión los programas del actual gobierno chavista.

Pero, sin duda alguna, se trata de un problema difícil, dado que la coordinación de aspiraciones o planes racionales de vida individuales requiere, si intenta honrar las demandas de justicia, la satisfacción de ciertas condiciones mínimas de realización.Y esas condiciones mínimas presuponen, al menos, una concepción de lo que es bueno para el ser humano. Por esta razón, John Rawls insiste en que la realización de los principios de justicia requiere, en primer lugar, la disponibilidad de determinados bienes básicos o primarios, bienes universales sin los cuales ningún individuo racional puede alcanzar las aspiraciones que conforman su plan racional de vida; y Amartya Sen sugiere que alguna concepción de las capacidades necesarias para que alguien pueda llevar adelante su plan de vida debiera orientar a los hacedores de políticas públicas en la dirección de promover determinadas formas de concreción de lo humano, que estén basadas en una concepción sustantiva de la vida buena, de manera que los individuos no debieran gozar simplemente de libertades, sino también de condiciones de vida apropiadas, salud, alimentación, educación, etc. (Rawls 1971; Sen 1993).

Ahora bien, la razonabilidad de estas ideas no es suficiente para decidir el dilema planteado en favor de las ideas sustantivas de bienestar y en desmedro de la intuición liberal que privilegia las demandas de justicia, en una sociedad que empíricamente se caracteriza por la, en principio, infinita y variada pluralidad de planes de vida individuales, con el consiguiente problema de coordinación que esto plantea.

No lo decide, en efecto, porque el reconocimiento y la tolerancia ante la pluralidad de aspiraciones humanas, en contra de la afirmación impositiva de cualquier idea sustantiva de lo ético y de cualquier utopía política, se apoyan en una concepción de la naturaleza y la racionalidad humanas que los defensores del utopismo no siempre son capaces de reconocer. De acuerdo con esta concepción de la razón humana, la fuente del progreso moral y científico de la humanidad no descansa en los colectivos, sino en el individuo.No cabe duda de que, a su vez, la síntesis original que un individuo en particular ha realizado (digamos, Albert Einstein y su teoría de la relatividad general) no pudo haberse llevado a cabo sin el acervo de conocimiento que le permitió dar un paso adelante en el desarrollo de la física teórica. Ningún científico genial trabaja solo, aunque trabaje solo, porque siempre crea en diálogo silencioso con las generaciones de pensadores que le precedieron. Pero reflexiona solo, incluso si pertenece a un círculo académico de discusión. De este modo, la creación y la innovación científica son el resultado, misterioso y nunca predecible o controlable, de una síntesis que es siempre individual, personal, de aquello que ha aprendido en diálogo con otros. Paralelamente, puede reconocerse el mismo proceso para el desarrollo moral. En efecto, el progreso moral debe entenderse, igualmente, como acrecentamiento en la capacidad de autonomía de un individuo, es decir, de su capacidad para actuar conforme a principios cuya racionalidad es evidente para él, y nunca como capacidad para actuar conforme a normas concretas o convencionales. De hecho, la importante teoría de Lawrence Kohlberg estableció el desarrollo de sucesivas etapas de evolución de la conciencia moral, precisamente, con base en este criterio de aumento de la capacidad para la autonomía, la cual define, precisamente, las etapas postconvencionales de la conciencia moral (Kohlberg 1984).

De esta manera, ¿por qué es necesario que una sociedad respete escrupulosamente las distintas concepciones de lo bueno, de la ética, de lo sustantivamente valioso, que sus individuos puedan tener? Y, en consecuencia, ¿por qué es fundamental para una sociedad la independencia de los poderes públicos, la existencia de instituciones políticas justas, la noción de una democracia representativa que permita el acceso a la gestión pública de todos los sectores que hacen la vida política en un país? La unidad de la razón exige que la reflexión racional de carácter científico y económico no sea separada de la reflexión moral ni de otras consideraciones que afectan los intereses de los miembros de una sociedad. En las democracias liberales, los principios que fundamentan las normas concretas de tipo jurídico, por ejemplo, son derechos básicos y, en general, el derecho que tendría cada uno de los individuos a la igual consideración y respeto de sus intereses o demandas particulares; por lo cual priman, de este modo, las consideraciones de justicia sobre normas concretas o sustantivas. Por esta razón, aquello que las democracias liberales privilegian no es simplemente el respeto incondicional por el otro per se, como si se tratase aquí de una concepción sustantiva de lo humano, sino que respetan en sus ciudadanos su autonomía, es decir, el decurso de los procesos reflexivos que llevan a cabo cuando toman cualquier decisión. Lo que se encuentra implícito aquí es, pues, nuestra identidad genérica, como diría Marx, de individuos racionales autónomos. El respeto moral es sobre todo respeto por los delicados procesos reflexivos que presiden la toma de decisiones, tanto cognitivas como prácticas. Una sociedad que acalla y reduce al ostracismo a sectores disidentes, o cuyos líderes se amargan y se desesperan por la presencia de esa reflexividad crítica, que utiliza parámetros y criterios de validez diferentes en el debate público, acabará devorándose ella misma, como nos enseña, salutíferamente, la caída del bloque soviético en la década de los noventa del siglo XX, debida, entre otras cosas, a la creciente incapacidad, que comenzó a hacerse evidente desde finales de la década de los setenta, para competir con las innovaciones científicas de Occidente, en particular, con el boom de las computadoras personales, desarrollo que debemos a un grupo de jóvenes universitarios desprotegidos por el Estado.

De este modo, podemos preguntarnos ahora, ¿cómo es posible que la paulatina desestimación de las demandas de justicia en favor de las ideas sustantivas sobre el bienestar, típica de las sociedades que se esfuerzan por la concreción de una utopía, desemboque, contra todo deseo y a pesar de las mejores intenciones del político idealista, en un sistema totalitario? ¿Por qué puede suceder algo tan trágico? La fundamentación de principios de justicia y normas de acción concretas no está separada del respeto a los individuos frente a los cuales esa forma de justificación se produce. Dicho de otro modo, sólo el respeto al individuo puede exigir que una forma de fundamentación de normas tenga lugar. De acuerdo con ello, el rechazo a la conciencia individual autónoma como límite último de toda política pública trae consigo, indefectible-mente, el abandono de toda necesidad de justificar dichas políticas ante una voluntad general. Así, pues, es mediante una deliberación que los actores deben ponerse de acuerdo respecto de cuál principio debiera prevalecer en sus acciones y por qué. Por ello, el funcionario público está obligado a una transparencia basada en la presunción de la racionalidad de los actores. Está obligado a la justificación discursiva, a la racionalidad comunicativa, que le exigiría explicar por qué toma una decisión (Dworkin 1999). Se trata de una teoría de las convicciones comunes de una comunidad, porque se construye discursivamente. Desgraciadamente, el irrespeto al individuo crítico y la intolerancia a la visión distinta, que convierten en norma y ejemplo de multitudes el insulto y la descalificación moral del contrario, ponen en evidencia el destino último de todo gran ideal utópico: el ignorar e impedir toda posibilidad de que alguien tenga una idea mejor, al desestimular todo intercambio crítico y disidente de argumentos.

La crítica al liberalismo es, según lo que acabamos de exponer, no simplemente una crítica al individualismo moderno. En esto no hay que engañarse. Es, ante todo, una crítica a la pretensión de que cada uno de nosotros tendría la capacidad para una reconstrucción de las razones que tenemos para hacer lo que hacemos y exigir a los demás explicaciones. Los antiliberales se quejan de que el liberalismo occidental supone la uniformización de voluntades: de lo que se quejan, realmente, es de la necesidad que tiene cada generador de políticas públicas de crear las condiciones institucionales para una reconstrucción racional de una voluntad general. Prefieren no tomarse el trabajo de tener que defender sus concepciones de la vida buena en un foro público, no verse obligados a persuadir racionalmente a los demás de la bondad de una concepción de la ética y, por supuesto, prefieren que una sociedad no posea las condiciones mínimas de respeto a los derechos individuales, que permitirían a un individuo negarse a ser persuadido por la fuerza o a cumplir con una norma social con la que no estaría de acuerdo. Y no lo quieren ni pueden hacer porque esto implica un retardo en la imposición de la situación política utópica y, en definitiva, el inevitable descubrimiento de que el modelo de la democracia liberal, razonable y neutral respecto de las ideas sustantivas de la vida buena de sus ciudadanos, expresa mejor las incertidumbres de toda vida humana que el proyecto, plagado de crueles certezas heroicas, de una utopía que persigue la emancipación al precio que sea.

En conclusión, la naturaleza misma de la racionalidad crítica impone límites a lo que puede hacerse en política y a la realización concreta de los ideales utópicos, que, de acuerdo con esto, sólo pueden funcionar como ideales regulativos, so pena de convertirse en opresión real. Lo que acabo de decir parece obvio, pero lo cierto es que, de vez en cuando, surgen políticos que ignoran estos límites.

Venezuela y la utopía del Socialismo del siglo XXI

Hemos llegado, pues, al último punto de nuestro itinerario, aquel en donde quería dar un ejemplo concreto de cómo podemos cometer los errores que la reflexión anterior intenta iluminar. Se trata de la evolución de lo que el primer mandatario de Venezuela ha dado en llamar "la Revolución Bolivariana", un proceso de transformación de la sociedad venezolana que se inició en 1998, con su elección como presidente de la República, y que se radicalizó en el año 2002, cuando un golpe de Estado promovido por un sector de la oposición le permitió estigmatizar, ante la mayoría que lo apoyaba, toda voz disidente, en particular, la de aquellos que nada tuvieron que ver con el golpe fallido que intentó deponerlo del poder.

Ese proceso de transformación se ha estado haciendo en nombre del ideal utópico de un "Socialismo del siglo XXI", una entidad inexistente y que, al pertenecer al siglo XXI, supuestamente estaría libre de todos los defectos que han sufrido todos los socialismos a lo largo de la historia. Por lo tanto, se trata de un ideario utópico como ningún otro y susceptible de ser llenado con cualquier contenido.

Como todo ideal utópico, el "Socialismo del siglo XXI" nunca fue un programa político ni formó parte de la oferta política que llevó al Movimiento República (MVR), con una mayoría contundente, al poder en 1998. El elector nunca tuvo la posibilidad de estudiar y analizar los lineamientos de un hipotético programa de socialismo del siglo XXI, antes de emitir su voto. Los venezolanos nos enteramos de que aquellos que votaron por el MVR lo hicieron por una revolución de carácter socialista cuando Hugo Chávez tenía ya varios años en el poder.

El ideal del socialismo del siglo XXI ha ido, pues, tomando forma con los años. Es claro que no se trata simplemente de un programa económico. De hecho, las medidas económicas serias del gobierno del MVR no son muy distintas a las que aplican otros gobiernos de la región y a las que se intentó llevar adelante durante el segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez, de la mano del eminente economista venezolano Miguel Rodríguez, y que contemplaban muchos programas sociales, para contrarrestar los efectos más funestos de las reformas al Estado burocrático y clientelar. Otras medidas económicas, de las que pudiera decirse que forman parte de un eventual pro-grama económico socialista, consisten simplemente en la negativa a firmar cualquier tratado de libre comercio con EE. UU.

Por esta razón, el proyecto de socialismo del siglo XXI amenaza, más bien, con rebasar los fines de una política económica. La crítica al neoliberalismo se está usando para atacar la noción misma de libertades democráticas. Desde las altas esferas del poder y por los medios de comunicación que pertenecen al Estado venezolano, políticos, e incluso académicos de los cuales una esperaría cosas mejores, hacen mofa no sólo del neoliberalismo, sino de la democracia liberal, como si ambos fueran lo mismo. Esto se hace en nombre de una noción sustantiva de vida buena y de solidaridad que lleva el peso del ethos republicano de Simón Bolívar, quien tenía una noción fuerte de las virtudes republicanas que sólo se puede imponer, hoy en día, en sociedades complejas, caracterizadas por la diversidad de los motivos y fines de la acción de individuos racionales, al precio de restringir la pluralidad democrática. Se trata de un dilema que está signado por los efectos de la modernidad en la conciencia ética y moral de los individuos, que ya no puede reducirse a una sola, sin forzarla a un único criterio sustantivo.

En sociedades complejas, todo ideal utópico, precisamente por su carácter idealista, abstracto, requiere necesariamente la anuencia del actor político para su realización. Dado que, sin embargo, la racionalidad humana está limitada por condiciones de incertidumbre, y dado que un actor político pudiera no sentirse motivado a actuar de acuerdo con lo que manda o sugiere el programa utópico, el hacedor de políticas públicas que quisiera llevar adelante un programa utópico tiene que encontrar la manera, o bien de convencer o bien de forzar al actor político a actuar conforme a los fines de la utopía, es decir, a amoldar su sistema motivacional a los intereses del programa en cuestión.

Así, pues, el futuro de cualquier utopía y su eficacia política se decide en la tensión entre lo que ella promete y la racionalidad del individuo, que en última instancia tomará sus decisiones atendiendo a aquello que cree que le conviene más, aun cuando esto no coincida con los fines aceptados por la utopía como los únicos "válidos" o los únicos "éticos". Lo utópico en las utopías alude, pues, a anomalías en la motivación de los agentes racionales y en la concordancia entre los intereses de distintos individuos racionales.

Negar de este modo la racionalidad del individuo que comparece ante una urna electoral tiene diversos efectos. Veamos algunos de los que se pueden observar ahora en Venezuela.

a) Podemos llamar al primero la negación de la reflexividad crítica de los acto-res políticos, en favor de las teorías comunicaciones de impacto directo. Imponer a la fuerza un determinado ideal utópico o ético, una peculiar idea de la vida buena, la que les parece al individuo o a los individuos que detentan el poder que le conviene a todo el mundo, obliga al político a negar toda forma de racionalidad crítica y, por lo tanto, toda forma de pensamiento. Todo pensamiento es identificado como una ideología y, por lo tanto, es reducido a mera falsa conciencia, a un engaño perpetrado por aquellos que dominan los medios de comunicación. Dado que una utopía con una noción fuerte de felicidad política requiere la negación de la pluralidad de los fines de las acciones individuales, así como la negación de la incertidumbre que caracteriza a sus posibles consecuencias, el primer aspecto del mundo humano que sufre es la reflexividad crítica y, con ella, las fuentes del pensamiento verdaderamente emancipador, el conocimiento y la ciencia. Esta negación del pensamiento se hace en favor de identificar toda lucha argumentativa, llanamente, como lucha entre ideologías.Ya no hay discusión en la arena política y, con ella, desaparecen los necesarios compromisos que deben producirse, cuando resulta imposible convencer a todos, en igual medida, de la bondad de nuestros fines de acción. Lo que hay, de acuerdo con el político idealista, son ideologías perversas que se transmiten por los medios de comunicación, y que el ciudadano, que, como he dicho, no es percibido ya más como un individuo crítico y racional, asimila sin poderse defender. Por esta razón, en Venezuela, el origen de todos los males, aquello que hace al presidente Chávez golpear la mesa, impotente, en sus alocuciones presidenciales, es que haya personas y medios de comunicación que permanecen críticos con el gobierno. Por esta razón, igualmente, las cadenas presidenciales, es decir, la unificación de todas las transmisiones televisivas y radiofónicas durante un determinado período, son muy frecuentes. En ellas, nuestro presidente da interminables y, la mayoría de las veces, aunque no siempre, insustanciales discursos, llenos de informaciones perfectamente irrelevantes, que todos los que no tienen televisión por cable están obligados a ver y a escuchar, como si el televidente no pudiera defenderse de los contenidos que molestan al poder si no se les "contrarresta" con otros impuestos por la fuerza. Como he señalado, la teoría de la elección racional afirma que las motivaciones de un agente racional pueden ser, o bien opacas para los otros actores o para el individuo mismo, o bien pueden ser, por eso mismo, refractarias a toda argumentación basada en razones. Este aspecto de la racionalidad humana se conoce en la literatura filosófica como 'internalismo' de las razones de la acción. Éste comporta varias consecuencias importantes para el pensamiento utópico: la más importante, y que engloba a todas las demás, es la constatación de que si no queremos imponer a los demás los motivos de nuestra acción, lo único que queda es tratar de persuadirlos, a través de la reflexión y la argumentación racionales, de la validez de los fines o motivos de acción que proponemos. Ahora bien, dado que en sociedades complejas es materialmente imposible intentar convencer a todo el mundo de la bondad de un determinado plan de vida, y dado que intentar hacerlo, dada la infinita variedad y complejidad de distintos planes de vida, será, a lo sumo, una pérdida de tiempo, las sociedades modernas han optado por dos opciones diferentes: o bien promueven un sistema político de neutralidad liberal, en donde las libertades garantizadas son siempre negativas, de manera que sólo se promete que nadie será entorpecido por otro en la persecución de los fines que presiden su plan de vida, o bien se renuncia, lisa y llanamente, a esa pretensión, y se gestiona la vida pública o política de modo que no sea necesario convencer a nadie de nada. En este caso, es obligatorio renunciar al pensamiento reflexivo y a la racionalidad crítica. Esto es lo que hacen justamente las dictaduras. La homologación de todo debate político con un debate "ideológico" disminuye los alcances y la relevancia de la discusión política misma y, con ella, la necesidad de contar con representantes de todas las corrientes políticas en todas las instituciones públicas de un país.

De esta manera, en Venezuela, el segundo efecto que conllevan los intentos de imponer una ideología utópica como forma de organización social preferente es la erosión de la necesidad de preservar un sistema de democracia representativa.

b) En efecto, el actual presidente de la Asamblea Nacional, Nicolás Maduro, saludaba con entusiasmo, recientemente, por televisión la ausencia de cualquier vocero de oposición en la conformación parlamentaria actual. A mí me parece eso tan absurdo como ir a un congreso de medicina con una supuesta cura para el cáncer y sentirse feliz porque al simposio no comparecieron, digamos porque perdieron el avión, los pares académicos que podían analizar críticamente el protocolo terapéutico. Los únicos que sufrirán con ello son los mismos enfermos de cáncer. Claro está que la ausencia de cualquier vocero de oposición es culpa de la misma oposición que, perversa y tontamente, renunció a comparecer a las elecciones parlamentarias, privando a los ciudadanos de oposición de cualquier voz parlamentaria disidente. De todos modos, el entusiasmo del presidente de la Asamblea, al afirmar "que ahora sí la Asamblea Nacional iría a expresar la voluntad popular", revela, a todas luces, una visión de la democracia muy peligrosa para los defensores de las libertades que ella debiera preservar. El resultado es que ha pasado a formar parte de lo que es políticamente correcto, admisible, a-problemático, que todas, absolutamente todas, las instituciones públicas venezolanas estén copadas por partidarios incondicionales del actual partido de gobierno. De ello sólo se han salvado las universidades, que por razones legales no pueden ser intervenidas en su libertad académica y de cátedra, colocando a los académicos venezolanos en una situación de mucha vulnerabilidad, con perennes amenazas de intervención, la reducción de muchos subsidios de los que disfrutábamos antes sin tener que declarar ninguna filiación política, y la exclusión de los puestos políticos en los que se participaba como asesores para la elaboración de políticas públicas,en contraste con la participación activa de la academia venezolana, científicamente capacitada para tales tareas,que podía observarse en el pasado.Ahora, la primera credencial de mérito es ser un incondicional del hombre fuerte del país y de su partido.

c) El tercer efecto que conlleva la imposición de una ideología como modelo político preferente es la erosión de la imparcialidad inherente a la administración de justicia y el debilitamiento de un sistema jurídico independiente del poder político. De todos los efectos posibles que la imposición de una ideología utópica tiene, el peor es un sistema jurídico y un Tribunal Supremo de Justicia que son serviles respecto del poder político. La crítica al liberalismo es también crítica a la imparcialidad que debe caracterizar a los sistemas de justicia, de manera que el Tribunal Supremo de Justicia evitará tomar toda decisión que afecte los intereses del poder político, en la medida en que ha sido copado por magistrados afectos al oficialismo. En Venezuela, tenemos ya numerosos ejemplos de una tal evolución.

Conclusiones

La reprobación y el desmantelamiento de las instituciones liberales que sostienen las democracias representativas de América Latina y, en particular, de Venezuela se están produciendo a través de la crítica, que sabemos que es importante y necesaria, al modelo neoclásico de la economía. No obstante, sería ingenuo de nuestra parte suponer que este desmantelamiento es producto de una mera confusión conceptual. Este cuestionamiento sólo puede tener como objetivo un mayor control político sobre los ciudadanos de un país, y contrarrestar los efectos democratizadores de la globalización, que posibilitan una mayor variedad de elecciones racionales por parte de los consumidores.

Pero aunque es importante proteger las industrias y los empleos locales, dado que los bienes globalizados no son sólo bienes de consumo, sino también bienes inmateriales y culturales, un mayor control político sobre las eventuales elecciones racionales que los consumidores pueden hacer sobre esos bienes trae como consecuencia, inevitablemente, un empobrecimiento de las fuentes de la innovación científica, la creatividad cultural y la autonomía moral y política de los individuos. Mi tesis ha sido, aquí, que los tres ámbitos están estrechamente relacionados, a causa de la unidad de la razón humana, y que esto explica por qué los países de economía centralizada terminaron colapsando sobre sí mismos. Éste es un precio demasiado alto a pagar en nombre de cualquier utopía, por más bonita que sea. La crítica a la democracia liberal nos pide que ignoremos estos peligros y que renunciemos a estos valores en nombre de la satisfacción de necesidades inmediatas que, si bien son muy importantes, no constituyen, ni mucho menos, todo de lo que hay que preocuparse y todo lo que hay que desear.

Lo peor es que la derecha latinoamericana, así como los ciudadanos que sienten una instintiva y comprensible repugnancia a todo proyecto socialista, e incluso un sector muy importante de la oposición venezolana al gobierno de Chávez, creen igualmente que la defensa del proyecto político liberal pasa por abrazar las desafortunadas políticas económicas sugeridas por el famoso "Consenso de Washington", que ya hemos analizado y criticado más arriba. En otras palabras, identifican también democracia liberal y economía "neoliberal". Con un panorama así, los defensores de los sistemas de democracia liberal, en cuanto sistema político, somos una minoría que trata de pensar con claridad en un mar de políticos profesionales, de uno y otro bando, con poca o deficiente formación académica, y ávidos de poder y control sobre la riqueza, los recursos y la conciencia de los ciudadanos de nuestros países.


Comentarios

1 Pero es dudoso que sea esto lo que dice Fukuyama. Lo que dice en realidad, de acuerdo con una cita vertida por el mismo Kohn, pero cuyos alcances no parece reconocer, es que las estructuras político-liberales se apoyan en "la abundancia de una economía de libre mercado", con lo que el liberalismo político y la economía liberal aparecen distinguidos claramente.

2 Debo mis conocimientos sobre el marxismo estructuralista al filósofo venezolano, ya fallecido, y antiguo profesor mío, el Prof. J. R. Núñez Tenorio, quien llegó a ser, cosas del destino, uno de los principales ideólogos y consejeros del actual presidente venezolano.

3 De hecho, Hugo Chávez llamó a Cuba en una de sus alocuciones presidenciales, en un giro poético que causó bastante gracia, pese a sus connotaciones trágicas, o tal vez justamente debido a ellas, el "mar de la felicidad".

4 En su Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Kant muestra que la fuente de la valoración humana está en el sujeto que crea o atribuye valor. De esta manera, como lo confirmó después la corriente marginalista en economía (debida a Jevons, Menger y Walras), en contra de la teoría del valor de Ricardo y Marx, la atribución de valor es relativa a los deseos y necesidades de los agentes económicos (o racionales). Pero sería un verdadero abuso de los conceptos decir que esto vuelve a Kant un "neoliberal" (Kant 1967; Blaug 1996: 281).


Referencias

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