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Colombia Internacional

versão impressa ISSN 0121-5612

colomb.int.  n.69 Bogotá jan./jun. 2009

 

BARACK OBAMA: EL TAMAÑO DE SU DESAFÍO

BARACK OBAMA: THE DIMENSIONS OF HIS CHALLENGE

Juan Gabriel Tokatlian
Profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad de San Andrés, Buenos Aires, Argentina.

recibido 18/01/09, aprobado 09/02/09


La victoria de Barack Obama significó un fenómeno trascendental en la política de Estados Unidos. Desde el inicio de su gestión los retos internos han sido, sin duda, el objeto de su mayor atención. Sin embargo, la dimensión internacional de su desafío es igualmente notable. Lo doméstico y lo externo están íntimamente entrelazados y el futuro de su política exterior no está divorciado del manejo de la realidad nacional. En esa dirección, dos cuestiones estarán en el centro de su mandato: cómo afrontar el resquebrajamiento de la hegemonía de Estados Unidos y cómo lograr un nuevo balance entre diplomacia y fuerza, en el diseño y ejecución de la estrategia de Washington. Finalmente ello incidirá, directa o indirectamente, en la relación entre Estados Unidos y América Latina.


Rumbo a la Casa Blanca

La campaña presidencial que llevó a Obama a la Casa Blanca fue mostrando que la idea —¿o la esperanza?— de un cambio se fue instalado gradualmente. Sin embargo, resultaba (y resulta) difícil suponer una notable transformación en el campo de la política internacional. Cinco factores apuntaban en esa dirección.

Primero, Estados Unidos quedó profundamente sacudido por el 11 de septiembre. Por una parte, la sociedad civil quedó tan sensibilizada que la única opción de cualquier presidente será ser "duro" contra los terroristas —así como en la Guerra Fría la alternativa giró en torno de quién era más "duro" contra el comunismo—. Por otra parte, los políticos quedaron restringidos con el trauma posterior a la muerte brutal de más de 3.000 estadounidenses en su propio territorio; los militares se tornaron adictos a la nueva "guerra contra el terrorismo" y ambos, están hipnotizados con la noción de una primacía global de Estados Unidos. En breve, el país quedó encerrado —cautivo y cautivado— en la lógica del 9/11. Con miedo, en recesión y con iniciativas financieras parciales, es difícil suponer virajes sustantivos en el frente externo.

En segundo lugar, ni Barack Obama ni John McCain parecían dispuestos a revaluar el papel de la fuerza en las relaciones externas de Estados Unidos. La hipermilitarización de la política exterior es cada vez más elocuente: todos los indicadores cuantitativos y cualitativos apuntan hacia esa dirección. Demócratas y republicanos, neoconservadores y liberales, por igual, confían hoy en exceso en el valor del uso de la fuerza en la política mundial y se muestran temerosos del derecho internacional, las instituciones multilaterales y los regímenes internacionales. Palomas y halcones, cosmopolitas y tradicionalistas, por igual, le han dejado un espacio de acción inusitado a las fuerzas armadas y confían cada vez más en el músculo militar en detrimento de la persuasión política. El dilema no es si Estados Unidos es ya o va en camino de ser un imperio; lo problemático es el camino "prusiano" de liderazgo mundial que su dirigencia parece haber consentido.

Tercero, la mayoría de los actores y fuerzas internas vinculadas a la política exterior no mostraban señales de alteración de sus objetivos y preferencias. Los intereses petroleros y financieros no parecían inclinados a exigir una política distinta en Medio Oriente y Asia Central y frente al mercado de capitales. Los lobbies, por el ejemplo, no impulsaron miradas novedosas frente al tema palestino-israelí. Los cabildeos de diferentes y poderosos grupos de interés en el campo económico y ecológico lucieron refractarios ante el entorno global y procuraron exclusivamente beneficios individuales que sólo se maximizan si Estados Unidos acompaña su preponderancia militar con una preeminencia material: la unilateralidad, más que el aislacionismo, se ha enraizado profundamente y en vastos sectores sociales. En breve, no se percibió la consolidación de una coalición social y política alternativa y activa que abogara por una alteración significativa de la política externa del país: a lo sumo se insinuó la necesidad de correcciones de forma ante la creciente pérdida de reputación de Washington y ante el ascendente cuestionamiento de la legitimidad del "orden" mundial que la Casa Blanca pretendió alcanzar durante la administración Bush.

Cuarto, el deterioro económico interno y su proyección externa fueron concentrando buena parte de la agenda electoral. No por voluntad, sino por necesidad, el presidente debe poner la casa en orden antes que pretender el reordenamiento de la casa de los otros, sean éstos amigos o adversarios. La principal fuente de eventual declinación estadounidense está en su interior, y es mucho más socioeconómica que técnico-militar. Por ello, se observó una suerte de consenso tácito en algunas materias estratégicas del ámbito externo: frenar a China, cooptar a la India, disuadir a Rusia, controlar a Europa, poner en cuarentena a Pakistán, contener a Irán, sostener a Arabia Saudita, defender a Israel, aislar a Venezuela, entre otros. En esos temas y en líneas generales se pudo apreciar una relativa convergencia entre los candidatos: sobre estos asuntos hablaron poco y, cuando lo hicieron, sus diferencias fueron de estilo y no de contenido.

Quinto, ni Barack Obama ni John McCain podrían modificar de modo sustantivo la política exterior, porque difícilmente las personas puedan reorientar de manera drástica la conducta externa de una potencia vigente. Prefigurar cambios debido al perfil individual de cada candidato era osado, y más aún en el caso de Estados Unidos; en especial cuando Washington no ha abandonado su pretensión de primacía: esto es, ninguno de los candidatos cuestionó esa estrategia y su premisa básica de que Estados Unidos no debe aceptar el surgimiento de una potencia de igual talla, sea ésta aliada o enemiga. A lo sumo, uno y otro expresaron variaciones de una primacía calibrada; una primacía menos agresiva y arrogante que la que desplegó el Presidente George W. Bush.

Por todo ello, no era (ni es) probable esperar grandes novedades de corto plazo ni una honda transformación estratégica en la política externa estadounidense. La elección a la presidencia corroboró que hay matices, tonos distintos y perfiles disímiles entre los candidatos. Pero no hay distancias, desacuerdos, ni diferencias categóricas.

Los contendores exhibieron características personales distintivas y respondieron a tradiciones partidistas particulares. Ello, sin embargo, no implica que vaya a ocurrir un cambio radical en la política exterior de Estados Unidos. La continuidad la imponen un conjunto de fuerzas, factores y fenómenos, internos y externos, que limitan la capacidad de acción e innovación de una persona con poder, por más que él sea el presidente de Estados Unidos.


El asunto de la hegemonía

Distintos aspectos estructurales y coyunturales se fueron revelando con el largo proceso electoral vivido por Estados Unidos. Uno de ellos fue la cuestión de la hegemonía.

El colapso de la Unión Soviética significó el derrumbe del orden de la Guerra Fría y el quiebre de la distribución bipolar de poder entre las superpotencias, de la cual sólo quedó en pie Estados Unidos. El 9/11 implicó el brusco final del hiato que, a falta de mejor nombre, se llamó Posguerra Fría y significó un poco halagüeño punto de ruptura en la transición hacia un nuevo orden. El fin de la administración de George W. Bush también representó un momento de infexión en el poderío simbólico de Estados Unidos; éste, que fue sin duda el peor gobierno del último siglo, concluyó con los síntomas claros de una hegemonía agrietada. El lúgubre septiembre de 2008, con su crisis fin anciera y su secuela, ocultó la dimensión de ese legado.

La crisis fin anciera originada en Estados Unidos implica, en una lectura política, la aceleración de un proceso de redistribución de poder mundial de Occidente hacia Oriente. El sustrato material que la antecede es el traslado de la dinámica mundial de los países centrales del Atlántico hacia las naciones de Asia: mientras Estados Unidos y Europa, con distintas modalidades, abandonaron las políticas industriales activas y se conformaron en los últimos lustros con vivir artificialmente de un complejo entramado de especulación financiera y burbujas seudoproductivas, las principales economías asiáticas, con China e India a la cabeza, reorganizaron su base productiva, aceleraron su capacidad tecnológica, incrementaron su participación en el comercio mundial y elevaron sus reservas internacionales.

En el corto plazo habrá reacomodos de diferente tipo y la hegemonía de Estados Unidos no será plenamente sustituida. No obstante, Washington se podría ver obligado a resignar su tentación imperial y su ambición de hegemonía solitaria, para convertirse en un disminuido primus inter pares. Habrá que ver si sus élites aceptan un aterrizaje suave —pero forzoso— de su enorme poderío internacional. Es bueno recordar que sus líderes se han asignado, tradicionalmente, un destino manifesto especial, lo cual no facilita el manejo de un eventual declive así sea menos drástico y traumático que el de otras grandes potencias en la historia. Sin embargo, en el largo plazo el tránsito de la influencia y el poderío global hacia el mundo asiático adquirirá mayor intensidad y profundidad. Esa transición, como tantas otras en la política internacional, podría estar atravesada por múltiples fricciones, contradicciones y disputas. La última vez que viró el poder mundial de su epicentro en Gran Bretaña a Estados Unidos la humanidad conoció dos guerras mundiales que acompañaron ese movimiento económico, político y militar. Un escenario semejante en las próximas décadas con 9 países que tienen más de 15.000 ojivas nucleares —equivalente en su capacidad destructiva a un millón de bombas como la lanzada en Hiroshima— sería catastrófico para la humanidad en su conjunto.

Por ello, la idea de que necesariamente la multipolaridad es sinónimo de estabilidad y paz resulta, a priori, incorrecta.

Existieron momentos multipolares que contaron con cierto orden y una coordinación relativamente eficaz de los más poderosos; por ejemplo, el llamado Concierto de Europa de 1814 hasta principios del siglo XX lo fue: existió un balance de poder salpicado por conflictos no sistémicos durante casi un siglo. Pero también la experiencia europea en la primera parte del siglo XX muestra que puede existir un alto nivel de inestabilidad y conflictividad en un escenario multipolar.

Ahora bien, el ascenso de Asia a un lugar prominente de la política mundial no implica fatalmente, más inseguridad y confrontación: en general, Oriente ha sido menos belicoso y más estable que Occidente en los últimos siglos.

La historia de la política mundial entonces nos muestra, una y otra vez, que las grandes crisis reflejan , por un lado, y dinamizan por el otro, cambios en la correlación de fuerzas. A su vez, las crisis más graves exacerban viejas tensiones y generan nuevas querellas. El manejo de las coyunturas críticas no es sencillo; la potencialidad de más descontrol y mayor conflictividad existe. Dicha conflictividad puede devenir en confrontaciones masivas y trágicas.

La alternativa es asimilar la nueva distribución de poder y manejar, con algún mecanismo legítimo y creíble, la nueva situación. La competencia integral será inexorable, pero la pugnacidad cruenta no debe serlo. Actualmente eso implica reconocer, entre otros, la creciente gravitación de Asia, el surgimiento de poderes emergentes regionales que reclaman una voz audible en la escena global, la pérdida relativa de influencia de Estados Unidos, la valoración compartida del multilateralismo y la búsqueda de soluciones medianamente coordinadas a graves retos materiales y ambientales.

En ese sentido, ¿qué tipo de liderazgo desplegará Obama?, ¿uno orientado a establecer un ordenamiento global más plural? ¿Tendrá la capacidad y el coraje de facilitar una multipolaridad estable? ¿Conducirá a los estadounidenses para que acepten las rectificaciones necesarias en un contexto en que muy pocos ya aceptan que Washington traslade al exterior los costos de su propio ajuste? ¿Aportará a una larga transición hegemónica incruenta? Estas preguntas remiten a la cuestión del cambio en la política exterior. En esa dirección, nada indica que se asiste a una "revolución" de la política exterior de los Estados Unidos y, por lo tanto, es improbable una reorientación integral de su estrategia internacional. Barack Obama representa el cambio, pero es un cambio moderado y no anuncia la transformación radical. Nada evidencia, ni su discurso de campaña, ni su acción como presidente, que Obama vaya a alterar, al menos por voluntad propia, la grand strategy de primacía que adelanta Washington en esta primera década del siglo XXI.

La primacía es un tipo de gran estrategia que se sustenta en el principio de que una superpotencia no debe tolerar el surgimiento y consolidación de un poder de igual talla; sea éste un aliado tradicional (por ejemplo, la Unión Europea) o un potencial adversario (por ejemplo, China) . Ahora bien, sin duda, tanto por motivos internos (materiales y valorativos) como por razones externas (geopolíticas y económicas) , es altamente probable que Obama procure una primacía calibrada o matizada. Es posible por lo tanto que se produzcan algunas variaciones en la doctrina y el comportamiento de Washington.

Bajo la lógica de una perspectiva maximalista y agresiva de la primacía, la guerra preventiva es la columna vertebral en el terreno militar y la unilateralidad es la opción preferida en el campo diplomático. En el marco de una primacía atenuada el ataque preventivo no es una doctrina permanente y obligada —que de hecho, puede ser emulada por otros— sino en un recurso último, extremo y ad hoc —preferentemente, con el apoyo legitimador de otros— y se procura combinar, dosificadamente, unilateralidad y multilateralidad. Tanto en la contienda presidencial, cuando indicó que llegado el caso aprobaría una acción militar individual en Pakistán si ese país no atacaba blancos importantes (Al Qaeda) del terrorismo transnacional; como en sus gestos diplomáticos hacia países próximos (en especial, en Europa) y distantes (por ejemplo, Irán y Rusia) tiempo después de su posesión, se anuncia una versión modificada y mitigada de la primacía. En consecuencia, si Obama no impulsa un viraje completo de la política exterior estadounidense, ¿qué tipo de cambio parece alentar?

Además de la reestructuración integral, en política exterior pueden existir otros dos tipos de cambio: la reforma y el retoque. En ambos casos, se trata de ponderar qué intensidad y cuánta profundidad han tenido las variaciones en tres ejes: medios e instrumentos, objetivos y propósitos, y perfil y actividad. Se entiende que la reforma en materia internacional es un proceso gradual, que alcanza aspectos salientes de la política externa y que demanda una sólida coalición interna que le de sustento en el tiempo. Se asume que el retoque es inicialmente más visible, tiende a no comprometer las líneas directrices de una estrategia internacional y ofrece dividendos limitados, aunque simbólicamente eficaces . En algunos casos, los pocos ajustes de un inicio son el preámbulo de transformaciones posteriores de mayor envergadura. A veces las promesas reformistas son más retóricas que sustantivas y, por lo tanto, el resultado efectivo es que se impone una política de retoques muy puntuales pero con rendimientos políticos, internos y externos, decrecientes en el mediano plazo.


La desmilitarización de la política externa

Uno de los asuntos claves que mostrará la naturaleza, profundidad y alcance del cambio en la política exterior de Obama será el manejo de la cuestión militar. Círculos influyentes en y fuera de Washington, no parecen dispuestos a aceptar una redistribución de poder material y ello se manifiesta en el ámbito militar. Lo sucedido durante las semanas críticas de septiembre de 2008 en esta materia —mientras se discutía el primer paquete de salvataje bancario y se buscaba precisar el alcance del crac financiero— fue demasiado elocuente como para obviarlo.

Por un lado, el ejército de Estados Unidos presentó en esos días de pánico el informe Army Modernization Strategy de 2008. Este documento amerita un análisis detallado por su potencial impacto en las relaciones interamericanas. La columna vertebral del texto descansa en una definición categórica e inquietante de la seguridad en el entorno internacional. Esto es, que estamos bajo una situación de "guerra perpetua". A la inversa del ideal kantiano de la "paz perpetua" que Washington proclamaba buscar con el "cambio de régimen", la promoción de la democracia y la ampliación global de la comunidad democrática, el documento asume que habrá que habituarse a vivir en un estado bélico permanente. afirman los responsables del texto que en este tiempo, y en las décadas que vienen, prevalecerán la ambigüedad, la impredecibilidad y la pugnacidad. En ese contexto, estiman que Estados Unidos debe prepararse para dominar todo el espectro de conflictos posibles; desde las grandes guerras, hasta operaciones no estrictamente militares. Las fuerzas armadas deben dotarse con la tecnología apropiada y el respaldo político suficientes para confrontaciones prolongadas. A las potenciales contiendas con poderes que intentan tener la misma talla de Washington —es decir, China (principalmente) y Rusia— y a la ubicua y persistente "guerra contra el terrorismo", se suman el despliegue de la fuerza en los estados fallidos y la competencia armada por recursos críticos (agua, alimentos y energía) .

Más allá de expresar la búsqueda de control territorial, marítimo y espacial para hacerse inexpugnable, este informe manifiesta que Estados Unidos se preparará cada vez más para guerras irregulares, tareas de contrainsurgencia y luchas dilatadas en área periféricas; periferia donde predominan los estados desfallecientes y hay recursos vitales. Este documento del ejército se inscribe a su vez en el marco de dos textos medulares (el Quadrennial Defense Review de enero de 2006 y el National Defense Strategy de junio de 2008) y dos manuales claves (el FM 3-24 sobre Contrainsurgencia de diciembre de 2006 y el FM 3-0 sobre Operaciones de febrero de 2008) . En conjunto, todo apunta a establecer una creciente especialización funcional de las fuerzas armadas estadounidenses para conflictos asimétricos permanentes de cubrimiento global y futuro incierto. Se trata de tener contingentes expedicionarios dotados y prestos a desplegarse en cualquier escenario. De allí el renovado interés en releer y revaluar las experiencias coloniales de Europa.

Paralelamente, durante septiembre se profundizó la acción de tropas estadounidenses en Pakistán, abriendo un nuevo frente en la "guerra contra el terrorismo". Asimismo, el legislativo aprobó, a mediados de septiembre y por 392 votos contra 39, el presupuesto de defensa de 2009 por un monto de USD 612.000 millones. Solo lo gastado en las guerras en Afganistán e Irak y las operaciones antiterroristas globales desde 2001 ha alcanzado los USD 859.000.

Mientras que a mediados de los ochenta el gasto militar de Estados Unidos no alcanzaba al 30% de los gastos militares mundiales, hoy es casi el 50%: el presupuesto de defensa de Washington equivale en la actualidad a la suma del resto de los 191 países miembros de Naciones Unidas. Durante la Guerra Fría Estados Unidos se preparó para una eventual mayor confrontación con la Unión Soviética, con el gobierno de Bill Clinton se adiestró para dos potenciales grandes contingencias coetáneas y bajo el mandato de Bush buscó disponerse para cuatro hipotéticos conflictos simultáneos. Hay aproximadamente 440.000 efectivos militares estadounidenses en el mundo —casi la mitad de ellos involucrada en situaciones de combate—. De acuerdo a la Commission on Review of Overseas Military Facility Structure of the United States de 2005, Estados Unidos tiene 826 instalaciones militares en el mundo (15 grandes, 19 medianas y 792 pequeñas) , algo que ninguna gran potencia aspirante o conjunto de potencias tiene. A los cuatro comandos funcionales y cinco geográficos se agregó en 2007 el US African Command, al tiempo que en 2008 se reactivó, para el área de América Latina la IV Flota, desactivada en 1950. Además, según el trabajo reciente de Carl Conetta (Forceful Engagement: The Role of Military Power in Global Policy) las fuerzas armadas emprendieron más guerras e intervenciones militares directas después de 1990 que en el período 1975–89: 9 frente a 6. El presupuesto de defensa es 15 veces más grande que el destinado a los asuntos internacionales; el Pentágono dispone de 200 veces la cantidad de personal del Departamento de Estado, al tiempo que los militares supervisan ya el 22% (en 1998 era de 3.5%) de la asistencia externa dedicada a fondos para el desarrollo y disponen de USD 200 millones para fin anciar centros de investigación y think tanks que, en general, promueven sus perspectivas y posturas.

En lo que respecta a la región, la tentación de exagerar los peligros y elevar el perfil militar para su abordaje no se limita a ejemplos como Colombia y Haití, que han contado con un fuerte despliegue de las fuerzas armadas estadounidenses. En el último informe de noviembre de 2008 del US Joint Forces Command (Joint Operating Environment: Challenges and Implications for the Future Joint Force) sobre los retos y las amenazas que enfrentará en el futuro Estados Unidos se subraya el caso de México. Así, se describe un país en vías de un eventual colapso (al igual que Pakistán) y por ello, un "México inestable puede representar un problema de seguridad nacional de enormes proporciones para Estados Unidos". En ese sentido, el Plan Mérida para México —émulo del Plan Colombia para el país andino— es la corroboración de que se profundizará la fallida "guerra contra las drogas" en la frontera estadounidense.

La militarización externa de la política internacional estadounidense ha sido ascendente en los últimos años. Ese impulso, cada vez más excesivo, explique quizás el hecho de que en un estudio de noviembre de 2008 (Known Unknowns: Unconventional Strategic Schocks in Defense Strategy Development) del Strategic Studies Institute del US Army War College, el teniente coronel retirado Nathan Frier, haya propuesto la participación directa de los militares en cuestiones de seguridad interna. Planteó una reorientación "in extremis para defender el orden doméstico básico": ello podría ocurrir en el evento de un colapso económico, de una grave emergencia sanitaria, de una catástrofe natural, de una amenaza interna violenta o de una resistencia civil con propósitos determinados.

En ese contexto es que deben ser evaluados los primeros gestos de Obama en este frente. En su discurso inaugural, su mensaje fue mesurado. Afirmó —como lo hacen los sectores más duros— que la "nación está en guerra"; en tal situación el instrumento militar es esencial. Sin embargo, también subrayó que "nuestro poder es mayor cuanto más prudente es" y que "nuestra seguridad emana de la justeza de nuestra causa, de la fuerza de nuestro ejemplo y de las cualidades de la humildad y la moderación". Prometió asimismo una participación activa de Estados Unidos en "una nueva era de paz"; lo cual exige más diálogo, consulta, negociación y diplomacia.

Sin embargo, en el ámbito burocrático Obama confirmó al frente del Departamento de Defensa a Robert Gates, quien fue el segundo y último secretario de defensa de Bush y designó a William Lynn como subsecretario. Lynn es un conocido "lobbista" de la firma Raytheon, una de las cinco empresas de defensa más grandes de Estados Unidos y envuelta en casos de corrupción —uno de ellos, vinculado a un contrato de más de USD 1.000 millones en Brasil y relacionado con el sistema de vigilancia del Amazonas—. Esto, además de las señales que ha dado para que no se altere significativamente el nivel del presupuesto militar para 2010 y su intención de estudiar el costo y los beneficios de trasladar, en 2011, el control de las armas nucleares de los civiles (el Departamento de Energía) a los militares (el Departamento de Defensa) , han generado interrogantes entre algunos sectores sociales y políticos que respaldaron su elección.

En otro orden de ideas, hasta ahora la pieza discursiva más trascendente de la administración ha sido la alocución que diera en Munich en febrero de 2009 en ocasión de la 45ª Conferencia sobre Política de Seguridad el vicepresidente Joseph Biden. En aquellos apartes que hicieron referencia a los aliados y los mecanismos de consulta, Biden ratifcó el tono conciliador, sensato y propositivo que ha venido usando Obama en sus manifestaciones sobre política internacional. En sus referencias a Irán y a Hamas, Biden parecía repetir el lenguaje de Condoleezza Rice o Dick Cheney. En breve, una mano tendida y otra admonitoria. Algo que, de modo sintético, puede reflejar una pauta que se torne recurrente en la nueva administración demócrata: no se trata de contraponer sino de combinar hard power y soft power.

Por otro lado, en las medidas específicas, el nuevo presidente avaló la continuidad de ataques en Pakistán: en el primer ataque autorizado después de su posesión un avión teledirigido, operado por la CIA, lanzó dos misiles produciendo la muerte de 15 personas. Islamabad le solicitó a Washington que frene ese tipo de ataques; habrá que ver cómo evoluciona la política estadounidense en Asia Central, en general, y hacia Pakistán, en particular.

Buena parte de la comunidad mundial convive, no sin resquemores y perplejidades, con la hipermilitarización de Washington, al tiempo que la propia sociedad estadounidense muestra, como lo reveló la contienda electoral, poco interés en los motivos y efectos que genera el despliegue bélico del Pentágono. Con el trascurso de la campaña el fiasco de Irak, el pantano de Afganistán, la atroz situación de Palestina, las fisuras en la OTAN, entre otros, quedaron en un lugar marginal. Mientras tanto, las evidencias eran y son aterradoras. Según la Oficina del Alto Comisionado para Refugiados de la ONU los combates en el flanco pakistaní ya han generado la huida de más de 190.000 personas de la frontera entre Pakistán y Afganistán, al tiempo que se eleva la muerte de civiles. De acuerdo con la recopilación de Marc Herold, del Whittmore School of Businesss and Economics de la Universidad de New Hampshire, en Afganistán hay más de 13.000 muertos y unos 37.000 heridos. Con información de fuentes médicas inglesas, bases de datos independientes y distintas encuestas, la organización estadounidense justforeignpolicy.org asegura que el total de muertes generadas por la invasión a Irak alcanza ya 1.273.378.

Afganistán, Irak y Pakistán no han sido conflictos impuestos a Estados Unidos; son guerras que eligió librar y por eso le cabe una gran responsabilidad política. Pero el fin del gobierno Bush no desató el esperable debate acerca de lo que significa este legado. Mientras ello no ocurra Estados Unidos continuará con una estrategia de negación que deteriorará su hegemonía. La actual crisis fin anciera ayuda a eclipsar este hecho. Estados Unidos sigue aferrado al 9/11 y el resto del mundo demanda repensar el postcrac de 2008. Washington ya está sobreextendido militarmente; lo que se requiere es su repliegue. De lo contrario, la ceguera, el error o la tentación pueden conducir a una aventura bélica costosa para su sociedad y el mundo.

Con esa brecha entre lo que Estados Unidos ha devenido en este comienzo de siglo y lo que el mundo espera de Washington se libró el tramo final de la elección; con sus contradicciones opera Barack Obama a partir de enero de 2009.


¿El fin de la Guerra Fría en América Latina?

En relación con América Latina, los anuncios de campaña ratificaron una vez más la escasa prioridad estratégica de la región; lo cual no significa que Latinoamérica sea irrelevante. Más aún, es probable que el área siga siendo objeto de diferentes iniciativas, muchas de las cuales ya se habían iniciado con Bush (por ejemplo, el Plan Colombia para Colombia y el Plan Mérida para México en materia de lucha antidrogas) .

Ahora bien, la situación estratégica en la región es inmejorable para Brasil. Por un lado, México se ha transformado de caso testigo para imitar en los noventa, a paísproblema en esta primera década del siglo XXI. El avance del crimen organizado y el auge del narcotráfico en México, así como el delicado tema de las migraciones pueden colocar a ese país en un lugar privilegiado de interés pero también negativo en cuanto a las iniciativas. Por otro lado, Argentina sigue mostrando signos de desorientación estratégica y en muchas cuestiones hemisféricas y globales parece un actor ausente. Finalmente, Brasilia se ha tornado cada vez más indispensable —por el lado positivo— para Washington: alianza estratégica en materia de biocombustibles —algo que Obama quiere profundizar—, seriedad en el manejo de la crisis fin anciera actual, proveedor de estabilidad en la vecindad, entre otros.

En algún sentido el rumbo de los lazos con la región estará determinado por el peso de las burocracias y el papel de los individuos. El Departamento de Estado viene perdiendo gravitación en la política hacia la región. Por ejemplo, en el Comando Sur estacionado en Miami hay más personal civil dedicado a América Latina que en todos los departamentos del ejecutivo localizados en Washington. Asimismo, el rol de las personas puede ser relevante. Los eventuales funcionarios encargados de Latinoamérica serán, seguramente, moderados e inclinados hacia la diplomacia y no la coerción. En todo caso, no se vislumbran sorpresas: mejorar las relaciones que dejó deteriorar Bush parece suficiente, al menos en un inicio.

Sin embargo, hay un gran desafío para la futura administración Obama con relación a América Latina: terminar con la Guerra Fría en la región. La Guerra Fría concluyó en gran parte del mundo y difícilmente se reanude: Rusia es un actor insatisfecho, pero no es una potencia revisionista, mientras China, como lo demuestra su comportamiento con la crisis fin anciera actual, continúa su ascenso global como un poder moderado y pragmático. El único lugar donde aún sobrevive la Guerra Fría es América Latina. De allí que el mayor reto y la mejor oportunidad que tiene el Presidente Barack Obama respecto a Latinoamérica sea terminar con la Guerra Fría en la región. Sin duda él podría dar el primer paso en esa dirección.

Hay tres casos que muestran la persistencia de la lógica y la dinámica de la Guerra Fría en el área. Primero Cuba, que con los años ha dejado de ser un modelo de exportación comunista al exterior y tiene desde hace lustros la impronta de un típico nacionalismo popular y autoritario. Segundo Colombia, donde persiste la más longeva guerrilla de América Latina, las FARC —originariamente pro-Moscú—, en uno de los conflictos armados más prolongados y degradados del mundo. Tercero Venezuela, y el socialismo del siglo XXI de Hugo Chávez; particular mezcla de antiimperialismo ortodoxo, populismo caribeño, nacionalismo Bolivariano y caudillismo latinoamericano.

El gobierno de Obama podría diseñar y desplegar, después de la V Cumbre de las Américas a celebrarse en abril en Trinidad y Tobago, y luego del nombramiento de nuevos funcionarios responsables del área en el ejecutivo, un conjunto de iniciativas prácticas y prudentes en cada caso. Podría asimismo identificar una coalición de intereses domésticos en Estados Unidos que respaldaran su estrategia. Su clara victoria en términos de votos y electores, su trascendental triunfo en el estado de la Florida y el hecho de que los demócratas pasen a controlar la Cámara de Representantes y el Senado, le pueden permitir anunciar la terminación gradual del embargo, iniciar conversaciones con la administración de Raúl Castro para normalizar las relaciones diplomáticas y comprometerse a favor de una transición democrática incruenta y progresiva en la isla.

Frente a Colombia, Obama dispone de un importante abanico de incentivos positivos y negativos para incidir en el curso de lucha armada y profundizar la democracia en ese país. Las FARC están seriamente debilitadas y el consenso público sobre una política de seguridad coherente ya no requiere de un controversial y antiinstitucional, tercer mandato de álvaro Uribe. Si Washington quiere limitar seriamente el fenomenal negocio de las drogas entre el mundo andino y Estados Unidos necesita que Colombia esté en paz. A su vez, el presidente Obama puede usar concurrentemente el tema comercial y el de los derechos humanos para que Bogotá obtenga, eventualmente en un futuro no inminente, su deseado TLC a la vez que inicie un sendero de solución política negociada al conflicto armado interno. En todo caso, en el mediano plazo se podrían generar condiciones —algunas de ellas propiciadas por el futuro gobierno de Obama— para que la pacificación colombiana sea, finalmente posible.

En cuanto a Venezuela parece existir un contexto oportuno a favor del establecimiento de un modus vivendi entre Washington y Caracas que, entre otras, garantice la democracia venezolana. De hecho, la relación bilateral siempre ha tenido rasgos tan pragmáticos como ideológicos: en materia de petróleo y comercio existe casi un TLC de facto, al tiempo que en el campo político-militar las diferencias son enormes. Lo importante, además, es que el usual arsenal que Washington solía usar con los "paísesproblema" —golpe de Estado; contención agresiva; cercamiento y asfxia diplomática; y conflicto de baja intensidad— no son utilizables en el caso venezolano por distintos motivos operativos y diplomáticos, internos y hemisféricos. Se trataría, entonces, de construir un puente político discreto entre ambos gobiernos, un diálogo franco donde las inquietudes en materia de seguridad de los dos puedan ser contempladas y pueda ser acordado un conjunto de compromisos puntuales para evitar tensiones desbordadas.

Barack Obama puede liderar con pocos gestos efectivos el desmantelamiento de la Guerra Fría en América Latina. Para ello podría contar con países que secundaran, por vía de los buenos oficios y otros modos de cooperación diplomática, esa tarea: Canadá, México, Brasil, Panamá, Chile y Argentina podrían contribuir decisivamente en ese sentido. El manejo individual de cada uno de los casos mencionados podrá reforzar la credibilidad colectiva en una política orientada a clausurar la Guerra Fría en el área. De materializarse, ese hecho sustantivo y simbólico contribuiría a elevar la credibilidad de Washington y la confianza hacia Estados Unidos; algo que el gobierno del Presidente Bush hizo añicos.

Hasta el momento el presidente estadounidense ha sido muy cauto —casi pasivo— respecto a la región: abrumado por las dificultades económicas y orientado a reforzar la "guerra contra el terrorismo" en Afganistán y Pakistán, la administración parece inclinada, al menos al comienzo de su gestión, a otorgarle la usual baja prioridad estratégica al área. Quizás ello obedezca a una paradoja: en la plenitud de su despliegue de poder global resulta cada vez más evidente que con relación a Latinoamérica la doctrina Monroe está cerca de ser irrelevante.

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