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Colombia Internacional

Print version ISSN 0121-5612

colomb.int.  no.71 Bogotá Jan./June 2010

 

CON BASTONES DE MANDO O EN EL TARJETÓN: MOVILIZACIONES POLÍTICAS INDÍGENAS EN COLOMBIA**

Virginie Laurent*

* Virginie Laurent es profesora asociada del Departamento de Ciencia Política de la Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia. vlaurent@uniandes.edu.co


RESUMEN

Este artículo expone distintas etapas de las movilizaciones políticas indígenas en Colombia, que reflejan su particular combinación de variadas estrategias de lucha y sus diversos grados de articulación al Estado: autogobierno, acciones por vía de hecho, uso de recursos legales, participación electoral. Se muestra cómo la apertura de Colombia al multiculturalismo en 1991, asociada a una relativa institucionalización de las demandas indígenas, que fueron formuladas desde los años setenta, no impide la permanencia —o revivificación— de prácticas de resistencia como las llamadas Mingas. De manera transversal, se hace énfasis en la forma como peticiones específicas fundadas en la indianidad van a la par con alianzas y reivindicaciones más amplias, a favor de la construcción de otra sociedad, incluyente y equitativa.

PALABRAS CLAVE
movimiento indígena • Estado • elecciones • institucionalización • resistencia • minga


WITH BATONS OR ON THE BALLOT : INDIGENOUS POLITICAL MOBILIZATIONS IN COLOMBIA

ABSTRACT

This article describes different stages of the indigenous political mobilizations in Colombia, stages which reflect their particular combination of struggle strategies and their different degrees of articulation to the State: self-government, direct action, use of legal resources, and electoral participation. It shows how the Colombian opening to multiculturalism, which took place in 1991 and has been associated with a relative institutionalization of indigenous demands formulated since the seventies, does not prevent the permanence—or revitalization—of practices of resis-tance, as in the case of those called Mingas. In a transversal manner, the emphasis is put on how specific claims based on Indianness go hand in hand with alliances and broader claims in favor of the construction of another society, one being inclusive and equitable.

KEYWORDS
indigenous movement • State • elections • institutionalization • resistance • mingas

Recibido el 11 de marzo de 2010 y aceptado el 24 de mayo de 2010


INTRODUCCIÓN

En las últimas décadas, Latinoamérica ha sido marcada por una afirmación de las identidades, de índole étnica, regional, religiosa o de género. A la vez que revela el fracaso de intentos de integración nacional "desde arriba", la reivindicación de dicha(s) diferencia(s) no sólo dimana de actores discriminados por sus identificaciones —consideradas como— específicas. También va a la par con su validación desde el Estado y el aparato legal: más allá de matices propios de cada contexto nacional, en los noventa la mayoría de los países latinoamericanos se distingue por su apertura constitucional a la multiculturalidad1.

Hasta entonces, desde la influencia de la Ilustración las pertenencias identitaria debían reducirse a la esfera privada. En esto se definiría el corte en dos del hombre: ciudadano obediente, por una parte, individuo libre en sus convicciones, por otra (Rosanvallon 1989). Como agentes modernizadores, el Estado y las élites destruirían las antiguas estructuras sociales y culturales y obrarían por la "unificación cultural" imprescindible para la edificación de las naciones (Anderson 1983; Renaut 1997; Wieviorka 1997). En América Latina dichos procesos se traducirían a la hora de las Independencias en la preocupación de las nuevas Repúblicas por convertir a sus habitantes en individuos ciudadanos. Proyecto que, no obstante, no impidió que persistieran políticas de discriminación (Gros 1991; Touraine 1988) y que, con una inversión de la fórmula de Orwell (1945), algunos terminaran siendo ¡menos iguales que los otros! Sin embargo, desde hace algunas décadas, la "máquina integradora" del Estado chocaría con una "ciudadanía más activa" que exigiría la reducción de las distancias entre dominantes y dominados, mayorías y minorías, masas y élites (Rocher y Salée 1997; Touraine 1988). Con esta aspiración, en los setenta se daría el punto de partida para lo que se conoce como el despertar indígena, o el surgimiento de organizaciones que encarnan demandas sociales fundadas en una valoración del "ser indígena" y en el reclamo de derechos como tal2.

Dentro de esta dinámica continental, la experiencia de Colombia es llamativa por la fuerza de los procesos organizativos de las poblaciones indígenas en este país, en donde se estima que estas últimas apenas representarían el 3,4% del total de habitantes (DAÑE 2007, 35). Pese a este "bajo peso" en términos cuantitativos, y más allá de una gran diversidad —87 etnias, 64 lenguas (DAÑE 2007, 16)—, se alcanzó a consolidar en Colombia un movimiento apto para exigir interlocución y reconocimiento por parte del Estado, y de la sociedad en general (Gros 1991; Laurent 2005).

De hecho, el perfil del movimiento indígena en Colombia se adecua a concepciones amplias de los movimientos sociales (grupos de individuos que pertenecen a una misma categoría social, tienen una reivindicación en común para expresar y actúan conjuntamente por sus causas [Neveu 2005, 5-6] o "desafíos colectivos planteados por personas que comparten objetivos comunes y solidaridad en una interacción mantenida con las elites, los oponentes y las autoridades" [Tarrow 1997, 21]). Pero también refleja propiedades específicas de este tipo de acción colectiva, como las propuestas, por ejemplo, por Tarrow y Tilly (2008, 27): articulación de una campaña duradera de reivindicación; demostraciones públicas (marchas, pronunciamientos, lobby, cartas...); expresión de la dignidad, la unidad, la masa y el compromiso (con el uso de símbolos, logotipos, eslóganes.); organizaciones, redes, tradiciones y solidaridades, a partir de las cuales se llevan a cabo sus actividades. Asimismo, tanto por sus características internas como por sus dinámicas construidas en la asociación de demandas propias, específicamente indígenas, con peticiones compartidas con "otros excluidos" a favor de un cambio a profundidad de la sociedad, el movimiento indígena colombiano se acerca a la definición que formula Touraine (1973, 337), según la cual se entiende como movimiento social la "acción conflictiva de agentes de clases sociales que luchan por el control del sistema de acción histórica", o historicidad; en otras palabras, la forma como la sociedad se produce3.

En efecto, cuando en los setenta nacen las primeras organizaciones indígenas en Colombia, sus peticiones no sólo se expresan en reclamos por la tierra y por la indianidad4. También están enmarcadas en la denuncia de la marginación política, económica y social, así como en el planteamiento de una redefinición de las esferas del poder. Ahora bien, con la exhortación a una unidad y autonomía indígena por la que se clama desde dicha época 5, no se trata de rechazar al Estado, sino de exigir de él el fin de la exclusión y condiciones para una mayor participación en las tomas de decisiones (Gros 1991). Veinte años después, con la implementación de políticas de descentralización y modernización del Estado, dicho giro se oficializa, brindando nuevas "estructuras de oportunidades políticas" para la movilización indígena y contribuyendo a su proyección en la competición electoral (Laurent 2005)6.

Semejante cambio, perceptible tanto en los modi operandi de las organizaciones indígenas como en el marco institucional en el que se insertan, plantea, sin embargo, interrogantes que animan a la prudencia. Si bien el reconocimiento de una ciudadanía renovada para las poblaciones indígenas les garantiza un posicionamiento en el escenario político-electoral y deja entrever opciones de empoderamiento, no impide amenazas ligadas al multiculturalismo. Entre otros efectos, éste podría favorecer el repliegue comunitario y la estigmatización, en nombre de una supuesta identidad pura (Adler 1997; Barber 1995; Touraine 1997); la victimización, para justificar el acceso a un trato preferencial, y el surgimiento de desigualdades entre grupos sociales amparados (o no) por la ley desde su especificidad (Todorov 1995); la dispersión de los individuos alrededor de los particularismos (Walzer 1995); o la desilusión frente a un pluralismo sólo de fachada (Camilleri 1997).

De manera más concreta, al cabo de cerca de veinte años de multiculturalismo en Colombia, puede uno preguntarse cómo se concreta la atribución de derechos específicos asignados desde el Estado a las poblaciones indígenas, y si efectivamente asegura las posibilidades de autogestión planteadas por los principios constitucionales. Asimismo, queda por averiguar en qué medida el proyecto oficial de inclusión significa un canal abierto hacia la representación (Wills 2007) y, por extensión, el fin de la exclusión. En este orden de ideas, la correspondencia inédita entre la configuración nacional diseñada por la Constitución de 1991 y la inserción del movimiento indígena colombiano en el escenario electoral incita a interrogarse sobre la naturaleza y la razón de ser del (de los) proyecto(s) político(s) indígena(s). ¿Por qué, para qué y cómo seguir movilizándose en un contexto en el que las reivindicaciones iniciales han sido objeto de consideraciones nacionales apuntando a su respeto?

En relación con la reflexión abierta por dichas dudas, este artículo propone mostrar la manera como el movimiento indígena colombiano ha pasado por distintas etapas que reflejan su combinación de variadas formas de movilización y diversos grados de articulación al Estado, en un trasfondo de apertura al multiculturalismo: autogobierno, acciones por vía de hecho, uso de recursos legales, participación electoral. Para dicho fin, en la primera parte se vuelve sobre el surgimiento de las primeras organizaciones indígenas, a partir de las cuales se destacan dos tendencias significativas: por un lado, la agregación de modos de acción, por vías de hecho, pero también legales; por otro lado, el llamado a la diferencia para respaldar demandas de igualdad. En la segunda parte, se examina cómo, a partir de 1991, se plasmaron dichas peticiones en las reglas de juego nacionales y cómo con ello se abre el camino no sólo a la movilización electoral y a una autonomía relativa de los indígenas, sino también a nuevas dependencias frente al aparato estatal. En la tercera parte, se aborda la forma en que el movimiento indígena se reposiciona en este escenario ambiguo de "multiculturalismo a prueba"; al respecto, se presta atención especial a la reactivación de algunas modalidades de "lucha indígena" de índole contestataria características de sus primeros años, conocidas en los últimos años como Mingas, en otras palabras, trabajos comunitarios para el bien de todos.

PROCLAMARSE DIFERENTES EN POS DE LA INCLUSIÓN: LUCHAS INDÍGENAS DE LA "PRIMERA GENERACIÓN"

Afirmación de la indianidad, apertura hacia los no indígenas

Cuando, en 1971, se forma en Colombia el Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC), éste respalda gran parte de su accionar en recuperar los territorios colectivos (resguardos) y fortalecer las autoridades comunitarias (cabildos) (CRIC 1990). Sin duda, dichas exigencias están estrechamente ligadas a los destinos indígenas de la región; igualmente, forjan su razón de ser en formas de vida reivindicadas como comunitarias y tradicionales7. Sin embargo, no se trata de custodiar la (y las) tradición(es) a favor de conductas de encierre comunitario. Más allá de dichas preocupaciones, el CRIC se destaca también, desde su creación, por su voluntad de acercamientos a otros sectores sociales sometidos a dificultades similares a las de los indígenas, y alejados, como ellos, de los espacios de representación: campesinos, obreros, sindicalistas o estudiantes, entre otros. Es más, la proximidad del CRIC con las luchas campesinas se explica en parte por la participación previa de sus miembros en el marco de la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (AÑUC) en su "línea radical"8. "Somos campesinos, somos indios", tal es, en efecto, el mensaje que respalda las primeras reivindicaciones indígenas.

Por cierto, la decisión de apartarse de la organización campesina se funda en la necesidad de hacer valer una idiosincrasia, además de necesidades compartidas con los campesinos. Al respecto, la posición del CRIC (1974) es clara:

    Los paeces, guambianos, coconucos y demás indígenas del Cauca vivimos en las montañas, en las haciendas y resguardos. Somos campesinos [...] [S]omos la mayoría del campesinado del Cauca [...] no tenemos escuelas suficientes, ni puestos de salud, ni caminos, ni tierra donde trabajar. O las parcelas que tenemos son muy chiquitas para dar de comer a los hijos [...] Los indígenas de parcelas chiquitas, los terrajeros, los peones y los comuneros estamos todos explotados. Como los campesinos de otras partes. Igual que los campesinos de toda Colombia [...] [pero también], Los paeces, guambianos y demás somos indios. Porque somos descendientes de las naciones indígenas que habitaban estos territorios siglos antes de que llegaran los invasores desde España [...] Somos indios, 'naturales' como dicen, y tenemos derecho a nuestras tierras [.] Apreciamos estas costumbres, estas lenguas, esta historia que nos unen y fortalecen. Somos indios y creemos que ser indio es bueno.

Ahora bien, más allá de alegar esta especificidad como indios, el movimiento indígena colombiano se propone obrar por una redefinición de las relaciones de poder. En ello, su acción tiene, desde sus inicios, un carácter claramente político. "Solidaridad con las luchas de todos los explotados y oprimidos" (OÑIC, 6-7): así se expresa a su vez la Organización Nacional Indígena de Colombia, conformada en 1982 con base en la expansión del "modelo CRIC" en el país. Esta misma preocupación por actuar sin cerrarse al resto de la sociedad se plantea incluso desde el llamado Movimiento de Autoridades Indígenas del Suroccidente, que, a partir de finales de los setenta, da forma a una vía alterna de organización en disidencia del CRIC y la OÑIC. A pesar de que éste se pronuncia a favor de un proyecto menos "gremial" y fundado en la "formulación de una política indígena propia" (CRIC 1980, 3, cursivas en el original), actúa de la mano y con el respaldo de un amplio grupo de Solidarios, aunque sea con base en el precepto de "juntos pero no revueltos" (Movimiento de Solidarios 1980, 6-7)9.

Movilización indígena en "doble vía": acción directa y recurso legal

Paralelamente a esta posición de afirmación identitaria, pero también apertura hacia los no indígenas, las acciones de las organizaciones indígenas se orientan en dos direcciones. Por un lado, retoman algunas enseñanzas del movimiento campesino en materia de tierras. El procedimiento de su invasión/recuperación10 es precisamente uno de los que, al lado de bloqueos de carreteras, marchas y demás manifestaciones de inconformidad, implementa el CRIC desde su creación (CRIC 1990).

Sin embargo, el accionar indígena descansa también en su uso del marco legal. Al respecto, vale la pena hacer énfasis en la manera como las organizaciones indígenas respaldaron sus peleas en la Ley 89 de 1890 —declarada anticonstitucional sólo en 1996—, "por la cual se determina la manera como deben ser gobernados los salvajes que vayan reduciéndose a la vida civilizada". No obstante su carácter racista, al hacer referencia a autoridades comunitarias y al definir los resguardos indígenas como "imprescriptibles, inembargables e inalienables", esta ley se transformó en valiosa herramienta de lucha. Contra todo proyecto de disolución de los territorios colectivos, las organizaciones indígenas exigirán su justa aplicación, recordando que éstos no se pueden vender o parcelar (CRIC 1990; Gros 1991; Laurent 2005).

Dirigidos en gran parte a interlocutores no indígenas, estos modos de movilizarse que surgen con el CRIC se ex3presan fuera del espacio localizado del resguardo —hasta entonces reducido escenario legalmente permitido para la expresión del ejercicio político indígena— y, progresivamente, van a traer frutos. Aunque sea por razones pragmáticas que apuntan a afirmar la legitimidad del Estado en zonas del país que escapan de su control, con la llegada al poder del presidente Betancur (1982-86) se da un giro en el trato a la "cuestión indígena", el cual se traduce en el reconocimiento de un estatus de interlocutores a las organizaciones indígenas y en la adjudicación de grandes cantidades de tierras —hasta una cuarta parte del territorio nacional— como territorios colectivos (Gros 1991; 2000). Logros significativos a los que se sumará además, a principios de los noventa, la conquista de derechos constitucionales.

NUEVAS AUTONOMÍAS, NUEVAS DEPENDENCIAS: EL MULTICULTURALISMO A PRUEBA

Del indio salvaje a la indianidad en la nación renovada

La posición de los "grupos étnicos" en la nación colombiana llega, en efecto, a ser definida bajo nuevos términos con el impulso del multiculturalismo en la Constitución de 1991. Al respecto, las poblaciones indígenas son sin duda las primeras beneficiarías de medidas que dan las pautas para su autonomía relativa. Además de plantear su trato específico en materia de medio ambiente, educación y salud, se ratifica su derecho a la propiedad de territorios colectivos, a elegir sus autoridades y a gozar de una jurisdicción especial: "los territorios indígenas estarán gobernados por consejos conformados y reglamentados según los usos y costumbres de sus comunidades [...]" (artículo 330). Paralelamente, se asigna al Estado la responsabilidad de velar por la igualdad de los ciudadanos, más allá de toda diferencia. Como estipula el artículo 7, "[e]l Estado reconoce y protege la diversidad étnica y cultural de la Nación colombiana". Asimismo, precisa el artículo 13, "[e]l Estado promoverá las condiciones para que la igualdad sea real y efectiva y adoptará medidas en favor de grupos discriminados o marginados". Con base en este proyecto de ciudadanía multicultural 11, tras considerarlos como menores de edad, se reconoce así a los indígenas el derecho de ser a la vez iguales —en cuanto ciudadanos colombianos como cualquier otro— y diferentes —como portadores de una identidad reivindicada como particular—.

En virtud de estos cambios, y con el fin de asegurar la participación de las poblaciones indígenas "en la vida nacional en el respeto de sus particularismos culturales", a partir de 1993 parte de los recursos de la nación se transfiere a los resguardos indígenas para que inviertan en proyectos de desarrollo (DNP 1995)12. Medida que sin duda aparece como un paso significativo hacia la autogestión indígena, en la medida en que da lugar a la asociación de territorios, autoridades y recursos económicos propios. Sumado a este punto, la Constitución de 1991 prevé unas circunscripciones indígenas especiales que aseguran el acceso a tres curules del Congreso. Por otra parte, además de este derecho a la representación nacional13, confirma el fomento a la descentralización y a la participación ciudadana inauguradas desde finales de los ochenta con la elección de alcaldes, a la vez que instaura la de gobernadores. Reformas que también pueden ser compatibles con los intereses de las organizaciones indígenas: en adelante dotados de recursos financieros y de autonomía política frente al centro, los espacios municipales y departamentales se convierten en terrenos por conquistar por vía de las urnas.

Organizaciones indígenas y aprendizaje de la política moderna14

En estas condiciones, la entrada en los noventa abre el paso a la conversión de la indianidad en capital electoral y a la multiplicación de candidaturas en nombre de nuevas fuerzas políticas (ver la figura 1). Entre éstas, con la elección de la Constituyente, en 1990, el Movimiento de Autoridades Indígenas de Colombia (AICO) toma el relevo, en el ámbito nacional, de su predecesor regional (Movimiento AISO). Como lo evoca su nombre, la organización se define como respetuosa de las autoridades tradicionales y propone fundar su misión en los principios de historia y permanencia, identidad y territorio (AICO 1994). Por su parte, la Alianza Social Indígena (ASI) —creada en 1991— y el Movimiento Indígena Colombiano (MIC) —surgido en 1993— heredan el respaldo de asociaciones indígenas departamentales afiliadas a la OÑIC. Mientras la ASI está estrechamente ligada a la zona andina, el MIC se afirma como representante de la Amazonia y Orinoquia. Cada una de estas organizaciones dice encarnar un proyecto político alternativo, enriquecido con dimensiones étnicas y culturales, con el fin de participar en la edificación de una "nación donde sea elemento básico la diversidad cultural y el respeto a la diferencia" (ASI, 15) o de "orientar y dirigir [los] pueblos [indígenas] y otros sectores de la sociedad colombiana, adquiriendo nuevas relaciones que [...] permita[n] la concertación de espacios de participación y la toma de decisiones acorde con [sus] necesidades" (MIC 1996, 6-7).

Fundada en estas metas, la presencia de las organizaciones indígenas se consolida en el escenario electoral al filo de los noventa15. Tras unos "primeros pasos" en las elecciones de 1991 y 1992, se percibe un incremento en el número de sus candidatos y elegidos entre 1994 y 2002 (Laurent 2005) (ver la tabla 1). Durante este mismo período, en algunas oportunidades las victorias electorales lograron ajustarse a los espacios de autogestión indígena: por ejemplo, en municipios del Cauca, en donde, desde 1994, alcaldes y concejales fueron mayoritariamente electos en nombre de organizaciones indígenas y la gestión municipal se inspira en proyectos comunitarios implementados previamente (tales como los llamados Proye4cto Global, en Jambaló; Proyecto Nasa, en Toribío, o Plan de Vida, en Silvia). Asimismo, en algunas circunstancias, alianzas amplias entre diversos sectores populares permitieron hacer frente a los llamados "partidos tradicionales"; tal como ocurrió, en el año 2000, con la coalición de asociaciones de carácter local o regional, rural y urbano, campesinas, sindicales y de poblaciones negras, además de algunos "liberales independientes", al lado de las organizaciones indígenas, en el marco de un Bloque Social Alternativo, propuesta que dio lugar a la elección, por primera vez en la historia del país, de un indígena guambiano como jefe del Ejecutivo en el departamento del Cauca (Laurent 2005).

Sin embargo, principalmente circunscritos a esta zona "cuna" del movimiento indígena de los setenta, los logros electorales tienden a ser pocos. En otras regiones del país las dinámicas electorales indígenas suelen ser menos alentadoras, bien sea porque la relación de fuerzas frente a otras agrupaciones políticas no es favorable o porque no reflejan la construcción de un proyecto político claro. Paralelamente, incluso en el Cauca, se ha dado un fenómeno cíclico de pactos preelectorales/rupturas poselectorales, que tienden a comprobar la precariedad de las alianzas (Laurent 2005).

Por otra parte, en 2003, por primera vez en una década, la creciente tendencia de la presencia indígena en las corporaciones públicas se rompió. Introducidos por el Acto Legislativo 01 —conocido como "reforma política"— de dicho año16, los cambios en las reglas electorales tuvieron como efecto una baja sensible del alcance indígena en las elecciones municipales y departamentales de 2003 (tabla 1).

El Estado como árbitro de los escenarios electorales de la diferencia

Aparte de su impacto en los resultados de las organizaciones indígenas, la reforma de 2003 contribuyó a motivar entre ellas nuevas estrategias para enfrentar las siguientes contiendas. Al respecto, motiva a tener en cuenta la manera como las instituciones estatales pueden llegar a incidir en la movilización electoral indígena, bien sea porque definen los términos a partir de los que se compite o porque les incumbe zanjar litigios que involucran a organizaciones y líderes políticos indígenas.

De hecho, frente al riesgo de no pasar el umbral impuesto para asegurar la elección de sus candidatos en las circunscripciones ordinarias, con motivo de las elecciones parlamentarias de 2006, la ASI y AICO procedieron a una táctica de retaguardia, al recurrir prioritariamente a las circunscripciones especiales. Paralelamente, dados los límites del potencial electoral de estas mismas organizaciones, varios candidatos indígenas acudieron a fuerzas políticas más amplias, con el fin de ganar un mayor respaldo. Así las cosas, después del auge de las organizaciones políticas indígenas en la década de 1990, algunos partidos —no específicamente indígenas— llegaron a contar con la presencia de "sus propios" candidatos indígenas entre sus filas. Sólo para dichas elecciones, tres líderes indígenas con trayectoria reconocida en AICO y la ASI fueron candidatos al Senado en nombre del Polo Democrático Alternativo, de los cuales ninguno salió elegido. Por el contrario, una candidata —wayuu— del Polo fue electa como representante a la Cámara después de haber ganado contra otra candidata wayuu de la ASI y una candidata arhuaca inscrita en nombre de Cambio Radical, dentro de la circunscripción indígena. Presencia algunas veces exitosa de partidos no indígenas en las circunscripciones indígenas que, sin duda, abre el debate sobre la pertinencia de dichos espacios —supuesta-mente— reservados17.

Además, tras dichas contiendas, los organismos electorales y las organizaciones indígenas se sorprendieron al descubrir que el voto en blanco había superado el número de sufragios expresados a favor de los candidatos inscritos en la circunscripción especial. Frente a esta situación, se planteó la necesidad de repetir la votación, pero quedó una duda por aclarar: saber si se permitiría la participación de las dos organizaciones indígenas en competición —ASI y AICO—, ya que solamente la primera hubiera alcanzado el umbral. Por no haber cumplido esta condición, AICO corrió el riesgo de perder su personería jurídica y, por lo tanto, desaparecer del escenario electoral. En respuesta, en el marco de deliberaciones que entablaron con el Consejo Nacional Electoral, las dos organizaciones unieron sus voces para impedir que se convocara a nuevas elecciones. Sin embargo, mientras AICO rechazó rotundamente el que se tuviera en consideración la cuestión del umbral en la circunscripción especial, la ASI no asumió ninguna posición al respecto. De hecho, ¡la pérdida de una curul para AICO significaba para la ASI la ganancia de esta misma curul! Al cabo de semanas de incertidumbre, el Consejo Nacional Electoral estableció que no se convocaría a nuevas elecciones; confirmó, igualmente, que la condición del número mínimo de votos no aplica para la circunscripción especial18. Ahora bien, independientemente de esta salvación in extremis de su curul, para AICO, semejante episodio refleja sin duda la manera en que las reglas del juego electoral —definidas por la mayoría no indígena desde el Congreso de la República—, así como su interpretación por las instituciones del Estado encargadas de velar por su buena ejecución, pueden influir en la vida —o muerte— de las organizaciones políticas indígenas.

Unos meses después, las elecciones municipales y departamentales de 2007 revelaron a su vez el alcance de la reforma política de 2003 sobre las dinámicas electorales indígenas: mientras que AICO recuperó una serie de curules perdidas, la ASI superó sus resultados anteriores; dichos logros, sin embargo, se dieron a costa de una distribución poco selectiva de avales a numerosos candidatos, que plantea la pregunta del compromiso de dichos elegidos, "con-vertidos de última hora", frente a las organizaciones y los proyectos políticos que supuestamente representan19.

Por otra parte, entre otros ejemplos, la polémica generada por el voto en blanco en la circunscripción especial revela la manera como en los últimos años los miembros de las organizaciones indígenas se han enfrentado para asegurar su acceso a una curul, pelearse un liderazgo y justificar o impedir sanciones en su contra. Asimismo, en un contexto marcado por el carácter borroso de la aplicación de la Constitución de 1991, refleja la multiplicación de batallas jurídicas, en las que se oponen normas nacionales a las consuetudinarias y en las que los árbitros surgen del Estado. Al respecto, pueden mencionarse las disputas que surgieron a propósito de la edad exigida a los candidatos indígenas para competir en corporaciones públicas y los fallos contradictorios que generaron las respuestas del Consejo de Estado y de la Corte Constitucional. También vale la pena recordar el conflicto que estalló en 1998 entre cabildos del Cauca y la ASI frente a la toma de posición de uno de sus senadores en contra de las directrices de la organización —caso en el que se involucró el recurso a la justicia tradicional tanto para castigar al culpable con fuetazos como para purificarlo en aguas sagradas— respecto a un gesto relacionado con cuestiones electorales, que sin duda rebasan el ámbito comunitario (Laurent 2005).

Al principio circunscritos al movimiento indígena, dichos pleitos descubren otros tipos de controversias, que se expresan con un fuerte eco en la opinión pública y llegan a ser de dimensión nacional. Para algunos, el argumento comunitario y los modos de funcionamiento de la justicia indígena son considerados inaceptables, arcaicos y contrarios a los derechos humanos. Para otros, no sólo se consideran legítimos sino también legales, en virtud de la Constitución de 1991. Paralelamente, sobresale una tendencia a la judicialización y al peritaje de la(s) "cuestión(es) indígena(s)", en medio de conflictos de competencias y de visiones del mundo que revelan el peso del Estado —y de múltiples expertos a los que acude— en el diseño y la interpretación de un marco legal que comporta contradicciones y lagunas20.

Territorios propios y ¿otra subordinación?

Fuera del ámbito electoral, la llegada de dineros públicos a los territorios indígenas igualmente trajo a su vez una serie de cambios y dudas. En las comunidades, tuvo una incidencia en el papel de la llamada autoridad tradicional. Hasta entonces encargados principalmente de velar por la repartición de la tierra y el orden interno, sus representantes tienen hoy en día la responsabilidad de manejar las sumas de dinero que se otorgan a los resguardos. Esta nueva tarea ha tendido a motivar numerosas vocaciones para las funciones de gestión que implica, y con ellas, rivalidades internas y acciones, con miras a la obtención de beneficios personales. Por otra parte, si bien les corresponde a las comunidades indígenas decidir el destino de los recursos públicos que reciben, su administración incumbe a los alcaldes de los municipios —o gobernadores de los departamentos— en donde se ubican los resguardos, lo cual contribuye a generar un vínculo directo entre los territorios y autoridades indígenas, por un lado, e instituciones y agentes del Estado, por otro lado (Laurent 2005).

En algunas ocasiones esta situación ha dado lugar a una convivencia difícil: entre otros aspectos, se han denunciado casos de presión o intervención, por parte de los elegidos municipales y departamentales. Además, para acceder a dichos dineros, las autoridades comunitarias tienen la obligación legal de contar con el debido reconocimiento de la oficina de Asuntos Indígenas del Ministerio del Interior. Entre otras consecuencias, estos requisitos legales someten la selección de las autoridades tradicionales a un visto bueno estatal, a la vez que plantean problemas de adecuación entre autoridades y responsabilidades comunitarias, unas de corte consuetudinario, otras más enfocadas en asumir los trámites con el Estado (Laurent 2005).

De manera más general, la autonomía indígena también genera debates, en la medida en que puede ocasionar conflictos de intereses entre poblaciones —protegidas o, por el contrario, descuidadas por el aparato legal— en espacios a menudo compartidos a las buenas o a las malas (Laurent 2005; Rincón 2009). En este orden de ideas, es preciso mencionar que la posición del Estado frente estos "asuntos indígenas" es más bien confusa. De un lado, reconoce una especificidad territorial e identitaria a los "grupos étnicos". Pero, por otro lado, pasa por encima de toda norma legal relativa a las poblaciones indígenas —o afrocolombianas— cuando ésta supone un obstáculo a otros intereses. De hecho, con el paso de las prioridades nacionales, desde la apertura hacia la seguridad democrática con la llegada al poder del presidente Álvaro Uribe (2002-2010), quedó claro el mensaje de que "ni un centímetro cuadrado del territorio nacional sale del control de las instituciones estatales y la fuerza pública"21, lo cual dejó en entredicho el derecho a la autonomía territorial. Posición expresada desde el Estado que, en el caso colombiano, se extiende además a los actores armados ilegales. Cuando se trata de implementar campos militares, laboratorios de droga o megaproyectos, la perspectiva multicultural queda relegada a un plano secundario (Laurent 2005).

En cierta medida, estas reflexiones motivan a analizar, bajo el lente de una instrumentalización estratégica, la apertura de nuevas formas de participación ciudadana y el reconocimiento de una ciudadanía diferente, así como los compromisos del Estado al respecto. En un contexto que también atestigua políticas neoliberales, incitaría a preguntarse, como lo hace, por ejemplo, Christian Gros (1997, 37), "si la descentralización asociada a las prácticas de autogestión, no constituye una nueva tecnología de control social, que está más relacionada con la aplicación del modelo neoliberal, que con la práctica, en la esfera social y económica, de principios democráticos que renuevan la vida política". El atribuir a las poblaciones, en el ámbito regional, competencias y medios que antes estaban regidos por un Estado centralizado podría constituirse en una forma de instituir vías de gobierno de baja intensidad: con base en la gestión estatal de la etnicidad, se trataría de mediar en los conflictos a través de políticas de reconocimiento diseñadas "desde arriba", mientras que se definiría hasta qué punto y en qué términos la diferencia —por ejemplo, en cuanto indígena— puede ser permitida.

MINGAS DE RESISTENCIA: "LA LUCHA SIGUE"

Dentro de este panorama incierto, queda por preguntarse sobre la manera como se (re)ubica el movimiento indígena. Sin duda, por un lado, tiende a evidenciarse su institucionalización relativa, siendo entendida ésta no sólo como su reconocimiento por parte del Estado sino también como su propia aceptación y uso de los mecanismos de acceso al poder válidos nacionalmente. No obstante, otra característica del movimiento indígena en Colombia reside en la forma como, también después de la aprobación de la Constitución de 1991, ha demostrado su capacidad de escapar del peligro de su "recuperación por parte del sistema y su empleo como un nuevo mecanismo para la integración, esta vez, quizás, más definitiva" (Vasco 1995, 6). En efecto, más allá de su participación en competiciones —de un nuevo tipo— en el escenario electoral, las organizaciones y poblaciones indígenas no han renunciado a sus primeros modos de acción, de por sí más radicales y menos institucionales.

Hacerse oír para hacerse escuchar

De hecho, en vísperas de las primeras elecciones municipales de 1988 y en el contexto de "apertura democrática" que éstas auguraban, el CRIC claramente anunciaba:

    [...] en su mayoría, las reformas presentadas y aprobadas son paños de agua tibia para entretener y demostrar un cambio de actitud de los gobernantes hacia un país empobrecido que carece de los medios de producción, de vivienda, de empleo, etc. [...] Quizás las reformas más profundas las realizan las mismas comunidades; cuando se recupera una finca o cuando se toma un terreno para la vivienda, cuando trazan calles o cuando sitúan los sitios de recreación o a fuerza de movilización, de paros cívicos, se logra arrancarle al Estado 'espacios democráticos', como sucedió con la actual reforma política municipal [...] (CRIC 1989, 11).

Frente a dicha posición, es importante tener en cuenta una serie de movilizaciones que, en las dos últimas décadas, fueron promovidas por las organizaciones indígenas, por ejemplo, para motivar la firma de acuerdos y convenios, nacionales e internacionales, a favor de sus derechos y, sobre todo, exigir su cumplimiento; para rechazar la presencia de los actores armados en sus territorios; y para oponerse a la implementación de políticas neoliberales, entre ellas, la firma del Tratado de Libre Comercio (TLC) con Estados Unidos. Entre dichas movilizaciones, pueden destacarse algunas de especial visibilidad e impacto nacional, entre ellas, la toma de la sede de la Conferencia Episcopal en Bogotá, durante más de un mes, en 1996; el bloqueo de la carretera Panamericana, en junio de 1999; las llamadas operaciones de liberación de la Madre Tierra, reanudadas a partir de 2005 en el norte del Cauca; así como la gran marcha, conocida como Minga por la vida, la justicia, la alegría, la autonomía y la dignidad, realizada en septiembre de 2004, para unir las ciudades de Popayán y Cali22

A su vez, la Minga Nacional de Resistencia Indígena y Popular, iniciada el 12 de octubre de 2008, constituyó un hito significativo en cuanto a la capacidad de las organizaciones indígenas para convocar —a poblaciones indígenas y no indígenas— y demostrar una interesante relación de fuerzas frente al Estado, en este caso, en especial, frente al presidente Álvaro Uribe23. Con ello, en varios aspectos, la Minga tendió a comprobar el potencial de presión de las organizaciones indígenas para hacerse, sino escuchar, por lo menos oír.

En esta fecha conmemorativa de la llegada española a América, se inició una movilización multitudinaria que se desplazó del suroccidente colombiano hasta Bogotá, suscitando entre sus filas la agrupación de indígenas de varias regiones del país, así como la presencia de afrocolombianos, campesinos, estudiantes, mujeres, además de numerosos simpatizantes. De allí, en un contexto de "agitación social" nacional24, los integrantes de la Minga articularon sus peticiones con base en reivindicaciones indígenas, como el cumplimiento de los acuerdos previamente firmados entre representantes del Estado y organizaciones indígenas; la derogatoria de leyes —llamadas "del despojo"— que afectan a las poblaciones indígenas, aprobadas sin consulta previa a estas últimas; el respeto a la autonomía territorial indígena y las autoridades tradicionales; y la firma de la Declaración de las Naciones Unidas sobre los derechos de los pueblos indígenas. Pero también incluyeron peticiones más amplias, expresadas en contra de la firma del TLC; como marca de oposición al terror y a la guerra; y a favor del respeto a la vida y a los derechos humanos.

De autoridad a autoridad: el presidente Uribe de cara a la Minga

A través tanto del contenido de estas reivindicaciones como de la forma en la que se desarrolló durante seis semanas, dicha Minga reflejó fuertes tensiones entre el Gobierno y las políticas "uribistas", por un lado, e intereses compartidos entre estos diversos sectores populares —entre los cuales los indígenas aparecen en primera línea—, por otro lado.

De hecho, la toma de la Panamericana se respondió con el despliegue de la Fuerza Pública, lo cual originó fuertes polémicas por la desproporción de los medios y procedimientos policíacos empleados. Sin embargo, rápidamente "se puso en aprietos" al Jefe de la Policía Nacional y al propio presidente Uribe, quienes, después de haberlo negado categóricamente, reconocieron públicamente unas fallas cometidas por algunos hombres del Escuadrón Móvil Antidisturbios (ESMAD) al hacer uso de armas de fuego, a pesar de su prohibición. Como contrapartida, se acusó al movimiento indígena de estar filtrado por la guerrilla y, en ese sentido, de ser "aliado del terrorismo"25.

Más allá de estos primeros choques físicos y verbales, frente a la amplitud de la movilización y sus repercusiones, el presidente Uribe aceptó la interlocución con las organizaciones indígenas. En esta segunda fase de la Minga surgieron, sin embargo, nuevas "fricciones", frente a las cuales el Gobierno otra vez cedió terreno. Para empezar, las organizaciones indígenas insistieron en definir como condición sine qua non de un eventual encuentro con el Presidente, su diálogo con la Minga en pleno —y no sólo con algunos de sus delegados— en el resguardo indígena de La María. Por otra parte, cuando dicho diálogo finalmente tuvo lugar, el 2 de noviembre, desde el principio, se dio el tono de un cara a cara de autoridad a autoridad26

A las notas del himno nacional respondieron las del himno de los "hijos del Cauca", mientras flotaba en el viento la bandera del CRIC al lado de la bandera de Colombia. Asimismo, además de la Fuerza Pública, encargada de la protección del presidente de la República, la reunión contó con la presencia de guardias indígenas, encargadas de velar por el orden interno y evitar la intrusión de agentes ajenos en los territorios colectivos. Cuando el Presidente pidió respeto por los valores "de la patria" —después de escucharse unos chiflidos durante el himno nacional—, Aida Quilqué, Consejera Mayor del CRIC, pidió respeto por los territorios indígenas, según informó, saqueados por la Fuerza Pública a partir de los primeros días de la movilización. En este ambiente, las posiciones de unos y otros, divergentes en su totalidad, se sucedieron hasta horas avanzadas de la tarde.

Al anochecer, llamando a razones de seguridad, el Presidente se despidió y la discusión por ese día se acabó... No obstante, la Minga no paró... Con la impresión de que "debate sí hubo, pero no diálogo", se decidió seguir con la movilización. Desde el Cauca los marchantes avanzaron hasta Bogotá, en donde el 21 de noviembre llenaron las calles centrales bajo aplausos y mensajes de respaldo. En la capital, los mingueros ganaron además otra batalla. Al día siguiente de dicha marcha, durante cerca de veinte horas pudieron expresar sus peticiones frente a una comisión gubernamental reunida de manera excepcional con ministros y viceministros de Interior, Defensa, Agricultura, Hacienda, Educación, Salud y Protección Social, Medio Ambiente, Minas y Cultura, entre otros.

Por cierto, nuevamente, el balance de la discusión fue relativo. Quedó por preguntarse hasta dónde las demandas indígenas fueron escuchadas, y es de resaltar que, más allá de compromisos adquiridos para proseguir las negociaciones, éstas avanzaron poco. A pesar de ello, se marcaron puntos con un precedente: el Gobierno afirmó su "voluntad política" a favor de soluciones consensuadas y futuros encuentros. Mientras tanto, a través de espacios de discusión abierta, "entre todas y todos en Colombia, la Minga continúa", pues, como lo afirman sus defensores, "la Minga es el modo en que los de abajo han decidido 'concertar la palabra y convertirla en camino'. Es apenas el primer paso. Pero el que marca el rumbo y deja huella" (ACIN 2008).

REFLEXIONES FINALES

Sin duda, la experiencia de la Minga iniciada desde el Cauca es emblemática de la apuesta indígena en Colombia. Hoy en día, por un lado, se es partícipe del sistema político, de las ramas del poder público, de las instituciones del Estado, aunque sea para cuestionarlos o para pedir su reformulación. Por otro lado, en una perspectiva de lucha conjunta con diversos actores y organizaciones populares, la indianidad se esgrime con fuerza para reclamar el derecho a no participar en la guerra y para exigir otra sociedad, incluyente y equitativa. Paralelamente, desde las organizaciones indígenas se articulan variadas formas de movilizarse, dentro y fuera de los canales institucionales, complementarias, más que incompatibles, para hacer valer sus peticiones: si bien se han apropiado del tarjetón, no renuncian al uso de los bastones de mando.

De hecho, el balance de la movilización electoral queda matizado. Por cierto, ésta dio lugar a la conquista de un nuevo estatus político para las organizaciones indígenas. No obstante, también reveló numerosas divisiones en su seno; falta de preparación de los elegidos para asumir sus cargos, y márgenes de acción restringidos por una posición muchas veces minoritaria, cuando se logra acceder a las corporaciones públicas. Frente a dichos límites, a la manera de una medida de "autoprotección", las organizaciones indígenas demuestran su disposición a reanudar sus acciones de resistencia.

En ese sentido, la movilización electoral se entiende como una herramienta más, necesaria pero no única, a favor del proyecto político indígena, el cual apunta a asegurar la oportunidad de "seguir existiendo como pueblos" (Congreso del CRIC, mayo de 2009). Proyecto que, por lo tanto, se construye igualmente desde los territorios colectivos y con las autoridades propias. Proyecto que, también, busca fortalecerse en concertación con amplios sectores sociales, tal como lo revela la propuesta de deliberación que sugiere la Minga.

Sin embargo, frente a semejante reto permanece abierta una serie de preguntas, entre ellas, la de saber cómo asegurar que los propósitos defendidos desde el escenario electoral sean efectivamente acoplados a la "lucha indígena de base". De hecho, el surgimiento de fuerzas electorales indígenas implica lógicas más allá de las comunidades y sus procesos organizativos, en algunos casos, con estrategias claramente partidarias. Asimismo, puede uno interrogarse sobre la viabilidad del proyecto de la Minga en el mediano plazo, teniendo en cuenta lo precarias que resultan las alianzas concretadas entre diversos sectores sociales, cuando no todos sus intereses son necesariamente convergentes. Queda por examinar, igualmente, la capacidad reactiva y aglutinadora del movimiento indígena fuera de una experiencia caucana que no deja de ser relativamente atípica nacionalmente. Por último, queda por averiguar cómo, entre intentos variados de diálogo intercultural y riesgos de llevar a "diálogos de sordos", los principios del multiculturalismo adoptado hace dos décadas seguirán concretizándose en políticas públicas.


Comentarios

** La información y los análisis presentados en este artículo se insertan en el marco de la investigación "Poblaciones indígenas y política[s]: veinte años de multiculturalismo en Colombia", en curso y financiada por el Centro de Estudios Socioculturales e Internacionales de la Universidad de los Andes. También continúa trabajos previos sobre movilizaciones político-electorales indígenas en Colombia y América Latina.

1 Se retoman aquí definiciones propuestas por Isabelle Tabeada (citada en Cunin 2003, 38) para referirse a la multiculturalidad en términos de la "[...] coexistencia, en el seno de un mismo sistema estatal, de varios segmentos de población que se diferencian por la práctica de una lengua o de una religión diferente a aquella del grupo mayoritario o también por la referencia a una filiación histórica o a una 'identidad cultural' específica", al multiculturalismo como una "forma de gestión política de la multiculturalidad, es decir, el reconocimiento institucional de la naturaleza multicultural de la sociedad en cuestión y la inscripción consecuente de unas medidas legislativas que buscan preservar los derechos culturales de cada uno de los grupos en cuestión y particularmente de los grupos minoritarios". Paralelamente, se sugiere una concepción de la(s) identidad(es) desde la subjetividad, que permita apreciar su carácter dinámico y maleable (al respecto, ver, por ejemplo, Bayart 1996, Poutignat y Streiff-Fenart 1995, Wieviorka 1993). Para una visión panorámica de los cambios institucionales y constitucionales introducidos en América Latina en las últimas décadas, ver, entre otros, Assies, van der Haar y Hoekema 1999, Macaire 2004 y Sánchez 1996.

2 Sobre el contenido, alcances y límites de las reivindicaciones y accionares indígenas de las últimas décadas —y de otros movimientos sociales en América Latina—, así como sobre su ubicación en las configuraciones nacionales, ver, por ejemplo, Álvarez, Dagnino y Escobar 2001, Baud et al. 1996, Le Bot 1994, Maybury-Lewis 2002 y Yashar 1997.

3 Para una visión de conjunto de los enfoques teóricos de los movimientos sociales y la expresión de estos últimos para el caso de Colombia, ver Archila 2005.

4 Dicha indianidad se entiende aquí como la reivindicación de una identidad genérica en cuanto indígena(s), en parte respaldada en la idea de una lucha compartida nacional y continentalmente, más allá de la diversidad de pueblos y demandas que puede agrupar de un país/región a otro/a.

5 A manera de ilustraciones al respecto, vale la pena mencionar la referencia central a la unidad y la autonomía en los lemas de algunas de las organizaciones indígenas activas en Colombia: "Unidad, Tierra, Cultura", para el Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC); "Unidad, Territorio, Cultura, Autonomía", para la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC). Asimismo, el periódico publicado por esta última tiene el nombre de Unidad Indígena. Sobre estas organizaciones, ver más adelante.

6 Siguiendo a Tarrow (1997, 49), el concepto de estructura de oportunidades políticas hace referencia a las "dimensiones consistentes [.] del entorno político, que fomentan o desincentivan la acción colectiva entre la gente". De acuerdo con el mismo autor, "los cambios más destacados en la estructura de oportunidades surgen de la apertura del acceso al poder, de los cambios en los alineamientos gubernamentales, de la disponibilidad de los aliados influyentes y de las divisiones dentro de las elites y entre las mismas" (1997, 49-50). Sobre el fenómeno de la movilización electoral indígena, es importante subrayar que también se observa en toda Latinoamérica en las últimas décadas el giro hacia el multiculturalismo y la implementación de políticas nacionales a favor de la descentralización y la participación ciudadana. Al respecto, ver, por ejemplo, Albó 2003, Brett 2006, Guerrero y Ospina 2003, Lacroix 2005, Laurent 2007 y 2008, León et al. 2005, Massal 2005, Ortiz 2004, Recondo 2007, Van Cott 1995 y 2003, Viqueira y Sonn-leitner 2000.

7 Para el caso de Colombia, la comunidad indígena se entiende en referencia a la unidad territorial y administrativa del resguardo —y por extensión, también a sus habitantes—, así como a la existencia, en su seno, de una autoridad política propia reconocida legalmente en cuanto autoridad tradicional (Decreto 2164 de 1995). Sobre este punto vale la pena subrayar la manera como, a pesar de ser instituciones de origen colonial, el resguardo y el cabildo fueron reapropiados para hacer valer derechos propios a la tierra
y la autogestión. En este sentido, es también importante recalcar que, más allá de los "discursos fundadores" —trátese de peticiones de las organizaciones indígenas o de leyes implementadas desde el Estado— que se empeñan en proteger la llamada tradición, ésta se mueve por múltiples procesos de adaptación, apropiación e invención (Hobsbawm y Ranger 1983), así como las comunidades tienden a ser imaginadas (Anderson 1983).

8 A pesar de que fue creada inicialmente por el presidente Lleras Restrepo (1966-1970) para enmarcar las reivindicaciones campesinas, un sector de dicha organización apunta rápidamente a salirse de los canales institucionales y radicalizarse para organizar tomas de tierras a las que se unen los indígenas de varias regiones del país (ver Laurent 2005).

9 Para una visión de conjunto de la estructura de las organizaciones que dan forma al movimiento indígena colombiano, ver la figura 1.

10 La terminología empleada alrededor de dichas dinámicas varía en función de los actores que aluden a ellas; mientras que los terratenientes hablan de invasión a sus propiedades, los indígenas reivindican la recuperación de sus territorios ancestrales (CRIC 1990).

11 "Ciudadanía multicultural" es la fórmula que propone Will Kymlicka (1996) para conjugar garantías del sistema de ciudadanía liberal clásica —fundada en los valores universales y la igualdad— con el reconocimiento de derechos culturales diferenciales para grupos específicos en situaciones de diversidad cultural.

12 De acuerdo con la Ley 715 de 2001 sobre Sistema General de Participaciones, cada año se deduce un monto equivalente al 4% del total de recursos que conforman el Sistema General de Participaciones, del cual el 0,52% se asigna para los resguardos indígenas, en función del número de habitantes que agrupan.

13 De hecho, las organizaciones indígenas dieron sus primeros pasos en el escenario electoral nacional con motivo de la convocatoria extraordinaria de la Constituyente de 1990, momento en el que, dejando de lado una posición de abstención hasta entonces defendida frente a un sistema político considerado cerrado y exclusivo, por primera vez afirmaron una voluntad de participación electoral (ver Laurent 2005).

14 Dicha expresión se toma prestada del libro de Roberto Santana (1992), quien la emplea a propósito de los indígenas de Ecuador.

15 La información presentada a continuación se recogió en la Registraduría Nacional del Estado Civil (RNEC).

16 Entre otras medidas implementadas, según sus defensores, para evitar la dispersión y las "microempresas electorales" pero que, para sus detractores, también significan una amenaza para la supervivencia de los partidos pequeños —entre los cuales están las opciones políticas indígenas—, dicha reforma impuso a las fuerzas en competición la obligación de obtener un número mínimo de votos (el umbral) para que puedan conservar su personería jurídica e implementó la cifra repartidora (regla d'Hondt) para la asignación de curules. Sobre la reforma política de 2003 y algunos de sus efectos, ver, por ejemplo, Hoskin y García 2006.

17 Asimismo, las elecciones de 2010 motivaron la inscripción de listas ajenas al movimiento indígena dentro de las circunscripciones especiales y, de nuevo, propiciaron la elección de la misma representante del Polo a la Cámara.

18 Comunicado del Consejo Nacional Electoral, recuperado en www.registraduria.gov.co el 12 de abril de 2007.

19 De hecho, el aval otorgado por la ASI a los candidatos presidenciales Antanas Mockus (2006) y Sergio Fajardo (2010) originó fuertes desacuerdos hasta motivar la disidencia de un sector de la regional ASI-Cauca alrededor de la candidatura al Senado de la dirigente del CRIC Aída Quilcué, en el marco de un nuevo Movimiento Social e Indígena. Al respecto, ver la figura 1 y, por ejemplo, El Tiempo 2010.

20 Para un acercamiento al trato de las cuestiones indígenas desde el derecho colombiano en los últimos años, ver, por ejemplo, Ariza 2009, Carrillo y Patarroyo 2009, González 2007 y Lemaitre 2009.

21 Esta posición del presidente Uribe, que expresó públicamente en múltiples oportunidades, refleja el espíritu general de un eje central de su programa de gobierno enmarcado en la llamada Política de Defensa y Seguridad Democrática (Ministerio de Defensa Nacional 2003).

22 Sobre las denuncias del movimiento indígena colombiano en contra de las políticas gubernamentales implementadas desde 1991, consultar www.cric-colombia.org, www.nasaacin.org, www.onic.org.co ,www.aicocolombia.org, www.etniasdecolombia.org.

23 La información presentada a continuación ha sido registrada in situ, así como a partir de una revisión de la prensa y de un seguimiento de los noticieros de televisión nacionales durante el período de la Minga. Precisamente, respecto a estas movilizaciones de los últimos años, vale la pena subrayar que tuvieron un eco grande en los medios de comunicación y que, más allá de posiciones a su favor o en su contra, motivaron editoriales y portadas especiales (ver, por ejemplo, El Tiempo 2004 y Cambio 2008. Más específicamente, sobre la Minga iniciada en octubre de 2008, ver también Archila 2008, Caballero 2009, Caviedes 2009).

24 La movilización indígena inició en un momento en el que se estaban llevando a cabo numerosos paros en el país: corteros de caña de azúcar —en su mayoría afrocolombianos—, transportadores, empleados de la rama judicial y de la Registraduría Nacional del Estado Civil y estudiantes.

25 Intervención televisiva del presidente Álvaro Uribe y del general Óscar Naranjo, director de la Policía Nacional, Canal Institucional, 22 de octubre de 2008.

26 En años anteriores, el Movimiento de Autoridades había planteado este tipo de relación con motivo de una visita del presidente conservador Belisario Betancur al resguardo de Guambía (Laurent 2005).


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