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Colombia Internacional

Print version ISSN 0121-5612

colomb.int.  no.71 Bogotá Jan./June 2010

 

ESTADO, DEMOCRACIA Y VIOLENCIA EN AMÉRICA LATINA

Mauricio Uribe López*

* Mauricio Uribe López es profesor asistente del Centro Interdisciplinario de Estudios sobre Desarrollo de la Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia, y estudiante del doctorado en Ciencia Política de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO), México. muribe@uniandes.edu.co

El autor agradece los comentarios y sugerencias de los evaluadores y el apoyo brindado para este ensayo por el CIDER de la Universidad de los Andes y por Marc-André Franche del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD).


RESUMEN

Ante los altos niveles de violencia en América Latina, el debate sobre las políticas de seguridad ha oscilado entre la mano dura y la demanda de políticas sociales preventivas. Se trata de un falso dilema. La efectividad tanto del garrote como de la zanahoria no es independiente de la calidad de la democracia. Si la acción de los agentes del Estado está inmersa en lógicas particularistas y no es capaz de garantizar el imperio de la ley en todo el territorio, las políticas de seguridad pueden convertirse en una fuente adicional de inseguridad. La calidad de la democracia como régimen y como Estado de Derecho debe ser tenida en cuenta antes de pensar en copiar acríticamente políticas de seguridad ensayadas en otros lugares, o antes de diseñar los sistemas de incentivos del sector de la seguridad.

PALABRAS CLAVE
seguridad humana • calidad de la democracia • desigualdad • Estado de Derecho • tasa de homicidios


THE STATE, DEMOCRACY AN VIOLENCE IN LATIN AMERICA

ABSTRACT

Due to the high levels of violence in Latin America, the security policy debate has hesitated between two approaches: the Zero Tolerance approach and the preventive social policy; it is a false dilemma. The effectiveness of both the 'nightstick' and the 'carrot' depends on the quality of democracy. If the State actor's action responds to particularistic logics, and it is not able to guarantee that the rule of law reaches the entire territory, security policies could become an additional source of insecurity. The quality of democracy as a regime and as the rule of law should be considered prior to uncritically copying foreign security policies. It is wise to do so while designing incentives systems for the security sector.

KEYWORDS
human security • quality of democracy • inequality • rule of law • homicide rate

Recibido el 28 de agosto de 2009 y aceptado el 9 de marzo de 2010


INTRODUCCIÓN: EL FALSO DILEMA DE LA SEGURIDAD CIUDADANA EN AMÉRICA LATINA

La incertidumbre que acompaña al proceso de globalización ha añadido el tema de la seguridad personal a la agenda del desarrollo. No causa sorpresa entonces el hecho de que la seguridad pasara de ser un concepto más bien geopolítico, fuertemente ligado al enfoque "realista" de las relaciones internacionales (Delgado Barón 2008), a una categoría amplia con varias dimensiones reunidas bajo el término sombrilla de la "seguridad humana".

Así bautizó el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo la idea de seguridad que presentó en 1994. Mientras que el desarrollo humano es entendido como un proceso de ampliación de las opciones de las personas, la seguridad humana es aquello que les permite ejercer esas opciones en forma libre y segura, con relativa confianza en el hecho de que las oportunidades disfrutadas hoy, no se perderán súbitamente mañana (UNDP 1994, 23). Por su perspectiva multidimensional, el concepto de "seguridad humana" ha sido criticado como algo vago y ambiguo:

    La pegajosa idea de la seguridad humana mantiene unida una abigarrada coalición de Estados de mediano poder, agencias de desarrollo y organizaciones no gubernamentales, que busca desplazar atención y recursos desde los temas convencionales de seguridad hacia los objetivos que han caído tradicionalmente en el ámbito del desarrollo internacional […] El término, en resumen, resulta deliberadamente escurridizo. Esa cultivada ambigüedad hace de la seguridad humana un efectivo eslogan de campaña, pero también algo que disminuye la utilidad del concepto como guía tanto para la investigación académica como para la elaboración de políticas (Paris 2001, 88).

A pesar de que el calificativo "humana" constituye un "estiramiento conceptual" de la seguridad que lo inhabilita, hasta cierto punto, para los ejercicios de clasificación y comparación (Sartori 1970), no carece de cierta ventaja política y ética en cuanto llama la atención sobre el hecho de que las que cuentan en términos de seguridad son las personas. El Informe de Desarrollo Humano de 1994 clasificó la seguridad humana en siete dimensiones, según diferentes tipos de amenazas. Sin embargo, el mismo informe advertía que quizá no hay un aspecto tan vital para la gente como su seguridad frente a la violencia física (UNDP 1994, 30).

Eso no significa que el riesgo de morir de hambre o el de tomar agua contaminada sea menos importante. Significa que la violencia quebranta tan súbitamente las oportunidades de las personas que, si hay un núcleo duro en el tema de seguridad, éste debe estar relacionado con el hecho de poder dar la vuelta a la esquina sin el temor a que se trate del último paso. A la dimensión de la seguridad humana relacionada con la violencia física, el informe le dio el nombre de "seguridad personal", el cual en realidad corresponde a la idea de seguridad ciudadana.

    [Seguridad ciudadana] significa principalmente vivir sin temor de sufrir un ataque violento, saber que la integridad física de uno mismo será respetada, y sobre todo, poder disfrutar de la privacidad del hogar sin miedo a ser asaltado, y desplazarse libremente por las calles sin el temor de ser robado o atacado. (Arriagada y Godoy 2000, 112)

La seguridad ciudadana es un concepto más preciso que tiene menos problemas metodológicos que la noción multidimensional de la seguridad humana, sin que por ello pierda de vista la idea de que se trata de un asunto que concierne principalmente a la protección de la gente. Con el final de la Guerra Fría la "perspectiva militarista que buscaba librar al Estado de cualquier ataque externo (y también del enemigo interno)" (Delgado Barón 2008, 115) cedió terreno frente a enfoques más centrados en la seguridad personal.

Sin embargo, en varios países de América Latina las respuestas a los problemas de la seguridad ciudadana han generado nuevas fuentes de inseguridad personal. Este ensayo parte del hecho de que en el tema de las políticas de seguridad se suele plantear un falso dilema entre mano dura (garrote) y políticas sociales preventivas (zanahoria). Se trata de un falso dilema porque tanto el garrote como la zanahoria son necesarios para combatir y prevenir el crimen. Los buenos resultados en materia de seguridad dependen del ambiente institucional en el que están inmersas las agencias responsables tanto de la mano dura como de la política social.

En este ensayo se argumentan dos cosas: primera, que dicho ambiente está determinado por la fortaleza del Estado de Derecho y la calidad de la democracia. Segunda, que aunque los argumentos que plantean un vínculo automático entre violencia y desigualdad social son vulnerables, hay mecanismos mediadores que hacen de la desigualdad un factor de riesgo para la violencia. Entre los mecanismos más destacados están las actitudes y eventos que exacerban la privación relativa. Las actitudes y eventos más significativos tienen que ver con aquellas actuaciones de los Estados que erosionan la igualdad jurídica de sus ciudadanos.

El desarrollo de esos dos planteamientos pasa por una revisión de: I) la errática aplicación del enfoque de tolerancia cero en América Latina; II) la coincidencia de desigualdad y violencia en el mapa general de la región, y la existencia de dos efectos relacionados con el tránsito de la privación relativa a la violencia: el efecto psicosocial y el de la desigualdad de protección; III) la exploración del particularismo como megainstitución informal que menoscaba la calidad de la democracia como régimen político y como Estado de Derecho; IV) una somera comparación de los países de la región en cuanto a sus tasas de homicidios, la calidad de sus democracias y la desigualdad; y V) algunas conclusiones que destacan al Estado de Derecho como prerrequisito para que las políticas de seguridad no sean una fuente adicional de inseguridad.

EL ENFOQUE DE LA TOLERANCIA CERO

El auge de la violencia en varios países de América Latina1 disparó los clamores por el endurecimiento de las medidas represivas. Desafortunadamente, lejos de resolver el problema, tales medidas tienden a empeorarlo. Tal es el caso de Centroamérica, donde la expansión de pandillas internacionales conocidas como maras condujo a políticas de mano dura, especialmente en Guatemala y El Salvador.

La represión fue demasiado lejos: individuos resultaron encarcelados sólo por llevar tatuajes y vestir cierta indumentaria. Las políticas represivas fracasaron no sólo por las posibles fallas de la represión en sí misma, sino principalmente por la corrupción de la Policía, buena parte de cuyos miembros resultaron involucrados en el tráfico de drogas. Algunos se habían familiarizado con la violencia durante las guerras civiles de ambos países. En 2007 la Policía asesinó más de 1300 jóvenes en Río de Janeiro y 500 en São Paulo. En México, un cuerpo élite de la Policía que había sido entrenado en Estados Unidos resultó convertido en el núcleo de un peligroso cartel de las drogas: Los Zetas (Salama 2008).

Lo que se aplicó en esos países, especialmente en Centroamérica, fue una versión del Plan de Tolerancia Cero (Zero Tolerance Plan). Ese plan, inspirado en la Teoría de la Ventana Rota2 y puesto en marcha en Nueva York, ha sido fuertemente aclamado como la receta de oro para lograr buenos resultados en materia de seguridad. Sin embargo, en la explicación de la disminución de la criminalidad, los criminalistas sugieren la influencia de una multiplicidad de factores que van desde los cambios en los patrones de consumo de drogas ilegales (del crack a la heroína) hasta cambios demográficos y en los estilos de vida de los adolescentes, pasando por la mejoría económica durante el gobierno Clinton, la instalación de sofisticados sistemas computarizados de vigilancia y el aumento en el pie de fuerza de la Policía (Harcourt 1998, 332).

Menos aclamados son los casos de Boston y San Diego, donde la cooperación entre autoridades y sociedad civil —especialmente, organizaciones que trabajan con los pobres— y la construcción de fuertes lazos entre las comunidades y la Policía, en lugar de políticas de tolerancia cero, pudieron haber sido factores decisivos en la exitosa reducción de la criminalidad: San Diego experimentó una caída del 62% en su tasa de homicidios entre 1993 y 2001 (Kliksberg 2008, 14).

Si las variables asociadas al costo esperado de la actividad criminal (deterrence variables) fueran tan eficaces por sí solas en la lucha contra la delincuencia, países como Finlandia o Noruega, cuyas tasas de homicidios son de las más bajas del mundo, estarían saturados de policías. Sin embargo, el número de policías por habitante en Finlandia es el más bajo del mundo. Los bajos niveles de violencia en esos países no tienen mucho que ver con sus modelos policiales.

En cambio, dependen principalmente de su incluyente modelo social (Kliksberg 2008, 14).

DESIGUALDAD Y VIOLENCIA

América Latina padece, en general, desigualdad y violencia. La pobreza extendida y la profunda desigualdad social —señala O'Donnell (1998a, 50)— son características de la región desde el período colonial. En efecto, y a pesar de cierta reducción de la desigualdad en nueve países latinoamericanos entre 2002 y 20073, "el ingreso per cápita del quintil más rico supera en promedio 20 veces al del más pobre" (CEPAL 2008, 75). En los países de alto ingreso de la OCDE la diferencia entre el quintil más rico y el más pobre es de 5,54. En Estados Unidos, el país de ese grupo en el que la desigualdad entre ambos quintiles es mayor, la cifra es 8,44.

De los veinte países más desiguales del mundo según el coeficiente de Gini, catorce son de América Latina. En cambio, entre los países menos desiguales, el primer país de América Latina y el Caribe es Trinidad y Tobago, que ocupa el puesto 59. El siguiente es Nicaragua, en el puesto 815. Aunque la variabilidad de la desigualdad en los países de la región es grande, ésta como un todo es muy grande.

De los veinticinco países con las mayores tasas de homicidios en el mundo6 diecisiete son de América Latina y el Caribe (ver la tabla 1). La tasa de homicidios promedio por cada cien mil habitantes entre los países de Europa Central y del Este es de 5,9. La mayor tasa la tiene Rusia (19,9) y la menor Eslovenia (1,5). El promedio en África subsahariana es 11,26; las menores son las de Botsuana y Madagascar (0,5) y la mayor es la de Lesoto (50,7). En los países de alto ingreso de la OCDE el promedio es 1,57; la mayor tasa es la de Estados Unidos (5,6) y la menor la de Japón (0,5). Entre los países de Asia del Este y el Pacífico la tasa promedio es 3,3; y entre los de Asia del Sur es 3,0. En América Latina, la tasa de homicidios promedio7 es de 19,28. La mayor es la de Colombia (62,7)8 y la menor es la de Chile (1,7). Sin incluir Colombia, la tasa promedio de la región (16,9), sigue siendo la más alta entre las regiones del mundo9.

Aún más; tomando como fuente de información la CEPAL, que presenta datos de la Organización Panamericana de la Salud, la tasa de homicidios subió en doce de los catorce países de la región que presentan información completa para el período 1995-2002. En Venezuela casi se duplicó (ver la tabla 2). Según información, también, de la Organización Panamericana de la Salud citada por Bernardo Kliksberg, mientras que en 1980 la tasa de homicidios en América Latina y el Caribe fue de 12,5, en 2006 alcanzó la cifra de 25,1. Los expertos consideran que una tasa de homicidios superior a ocho por cada cien mil habitantes es una tasa epidemiológica que refleja hondas fracturas en la realidad social (Kliksberg 2008, 7).

En términos generales, las regiones más desiguales del mundo son también las más violentas. Esto no significa necesariamente que la desigualdad conduzca automáticamente a la violencia y que no existan casos de alta desigualdad y bajos niveles de violencia. Pero esa relación general arroja cierto manto de duda sobre aquellas afirmaciones según las cuales la desigualdad y la violencia no tienen nada que ver. Que Estados Unidos sea a la vez el país más desigual y más violento del mundo desarrollado es un dato que merece ser tenido en cuenta.

Ciertamente, no hay un vínculo automático ni entre pobreza y violencia ni entre desigualdad y violencia. Amartya Sen señala que han existido tiempos de extrema privación sin ninguna ruptura de la ley y el orden. Por ejemplo, la hambruna irlandesa a mediados del siglo XIX resultó ser uno de los períodos más pacíficos en la historia de Irlanda. Pero una rápida fotografía no explica todo el contexto. Luego de que el sentido de injusticia fuera sembrado en las almas de los irlandeses, el país cosechó una violencia que abarcó un siglo y medio (Sen 2006, 144).

Sin embargo, no es la pobreza en sí la causa de la violencia. De hecho, la extrema privación puede minar las fuerzas requeridas para tratar de liberarse de la injusticia, dando lugar a un silencio y una paz aparentes. Pero es razonable que la percepción de la injusticia producida por desigualdades sociales prolongadas conduzca al resentimiento, el cual tarde o temprano constituye un terreno fértil para la violencia.

En una línea de trabajo emparentada con la perspectiva de la privación relativa de Ted Gurr —pero desde un enfoque de salud pública—, Richard Wilkinson (2005) explora los mecanismos que, actuando a través de las diferencias sociales, conducen a la violencia, aun en sociedades ricas. La desigualdad económica es considerada por él como una medida que brinda una idea general de cuán jerárquica es una sociedad y cómo sus miembros están ordenados en la escala social. Wilkinson advierte en su análisis sobre la importancia de distinguir entre los casos (menos frecuentes) de violencia en los cuales pobres y ricos se enfrentan, de aquellos en los que lo hacen los pobres entre sí.

Hay un comprensible temor que guía a muchos investigadores a evitar considerar los niveles más altos de violencia en las zonas más pobres. Temen aparecer como si estuvieran culpando a los pobres de la violencia. Pero lo cierto es que rechazar el análisis de cómo la segregación social desata ciertas conductas violentas, es lo que encierra el riesgo de culpar a la víctimas (Wilkinson 2005, 147). La mayor incidencia de la violencia entre los pobres que entre los ricos tiene una explicación sencilla relacionada con la desigualdad: los ricos tienen acceso a más protección.

La desigualdad económica ha sido estudiada como una variable importante en la explicación de las tasas de criminalidad. Las diferencias de ingreso son consideradas de dos formas: primero, como la expectativa de obtener un botín mayor; segundo, como un bajo costo de oportunidad si los ingresos que se obtienen en la legalidad son significativamente inferiores a los que se obtienen con la actividad criminal. Otros determinantes del crimen (en este enfoque económico) son las variables que elevarían el costo de violar la ley (severidad de la sanción y probabilidad de que ésta sea aplicada), y un parámetro más sociológico que reflejaría el grado de honestidad. Cuando la expectativa de ganancia es mayor que el grado de honestidad y, además, los valores de las variables que aumentan el costo esperado (deterrence variables) son considerados como un riesgo manejable, entonces, se cometería el delito (Becker 1968)10.

La teoría económica del crimen ha mejorado la comprensión de los incentivos subyacentes al delito. No obstante, aún está fuera de su alcance una explicación comprehensiva no sólo del crimen sino también de la violencia. No toda violación a la ley constituye una violación a los derechos de propiedad ajenos. No todos los homicidios están vinculados a asaltos o robos de viviendas, y no todos ellos tienen razones económicas detrás, a pesar de la aterradora existencia de mercados para matar y asesinos a sueldo. Hay también características sociológicas que moldean algunos factores de riesgo que bajo ciertas circunstancias conducen a la violencia. La anomia que Durkheim hallaba en la individuación patológica resultante de la excesiva división social del trabajo tiene lugar en América Latina porque los resortes de la cohesión social no alcanzan a estirarse tanto como para alcanzar la brecha que abren las desigualdades.

Afirmar que la teoría económica del crimen no es suficientemente comprehensiva no significa que el papel de la desigualdad quede confinado en los límites de las explicaciones económicas. De hecho, la perspectiva económica de la desigualdad también es limitada. Sería tonto decir que la economía trata sobre diferencias de ingreso, mientras que otras disciplinas abordan otros espacios o dimensiones de la desigualdad. Las brechas de ingreso implican consecuencias no económicas, tales como el sentimiento de percibirse a sí mismo por fuera de la corriente principal de la sociedad. Las brechas de ingreso importan más allá de la mera perspectiva económica, por dos importantes factores:

El efecto psicosocial

Tener mucho menos ingreso que la media, dentro de cierta sociedad, significa no acceder a los bienes que asignan estatus. Sin ellos, las personas se sienten observadas con desdén y se tornan muy sensibles al percibir que son consideradas como inferiores. Tienden a atrincherarse entonces en la defensa de su orgullo y dignidad (Wilkinson 2005, 151).

Lo anterior remite al planteamiento de Adam Smith acerca de la capacidad de aparecer en público sin sentimiento de vergüenza. La gente —señala Wilkinson (2005, 152)— puede sentir su carencia de estatus en forma tan visible como si estuvieran llevando una placa de deshonra. Estar en los peldaños inferiores de la escala social tiene consecuencias corrosivas sobre los sentimientos de la gente, aun si no están experimentando privación absoluta. Es la misma idea que defiende John Rawls al considerar que las bases sociales del autorrespeto son el más importante de los bienes sociales primarios (Rawls 1995 [1971], 398).

Pero entre la secuencia que va de la privación relativa a la violencia hay una serie de mecanismos intermedios: uno de esos mecanismos intermedios es el de la actuación parcializada del Estado. Cuando es evidente que las desigualdades sociales llevan al Estado a actuar en forma parcializada (particularista), violando la igualdad jurídica, es cuando la privación relativa se convierte en rabia. Aquella rabia racional y reactiva descrita por Hannah Arendt, provocada por la hipocresía y por los actos que ofenden nuestro sentido acerca de lo justo (Hilb 2001).

El efecto de la desigualdad de protección

Donde la igualdad jurídica no es asegurada por una democracia más o menos impermeable al particularismo, los gastos de seguridad pueden ir más hacia la protección de los más ricos. Mayores desigualdades no sólo significan que los más ricos pueden proveerse su propia protección, sino también que éstos pueden ejercer una mayor influencia sobre la autoridad para que proteja prioritariamente sus vecindarios y distritos de negocios (Bourguignon 1999), lo que constituye una manera de menoscabar la igualdad ante la ley.

Colombia es un caso extremo del efecto de desigualdad de protección. Si la clase social que puede comprar su propia protección tiene además control sobre las decisiones políticas, no es difícil imaginar que los esfuerzos orientados a la provisión universal del bien público de la seguridad tiendan a ser limitados (Bourguignon 1999, 16-17).

La desigualdad y su relación con la violencia no pueden ser abordadas simplemente en términos de las dos variables sin considerar el orden social en el que tanto la una como la otra están inmersas, y sin tener en cuenta el tipo de Estado que corresponde a ese orden. Como en el ejemplo de Paul Lazarsfeld11: que la cantidad de máquinas de bomberos que atienden un incendio y la magnitud de los daños estén correlacionadas no significa que las máquinas causaron los daños sino que tanto una como otra variable tienen en común el estar relacionadas con el tamaño del incendio. En este caso, el tamaño del incendio corresponde a la fuerza del particularismo en los Estados de América Latina y, por tanto, a la debilidad de los Estados de Derecho en la región.

PARTICULARISMO Y DEBILIDAD DEL ESTADO DE DERECHO

En toda sociedad hay conflictos. Uno de los rasgos centrales de los órdenes sociales de acceso abierto (open access orders) es que éstos encuentran en el Estado las instituciones que generan la expectativa creíble de un trato impersonal y sin discriminación entre ciudadanos (North, Wallis y Weingast 2009). En cambio, en los "estados naturales" la igualdad ante la ley constitutiva de la ciudadanía política es erosionada y la dimensión pública del Estado violentada cuando, por ejemplo, "a un campesino se le niega de facto el acceso a los tribunales para pleitear contra un terrateniente" (O'Donnell 1993, 167). El particularismo, que es muy probablemente el rasgo fundamental de los "estados naturales" latinoamericanos, es una megainstitución informal que contribuye, quizá por tres tipos de canales, a la desigualdad social y jurídica:

Mina la imparcialidad del Estado ante los ciudadanos y erosiona el pacto político que subyace al Estado de Derecho. En otras palabras, quebranta la igualdad jurídica, que es la igualdad seminal de la democracia.

Bloquea sistemáticamente la provisión universal de bienes públicos, en particular, la seguridad. La violencia en los vecindarios pobres no es independiente del hecho de que los vecindarios ricos acaparan casi toda la protección policial, más la seguridad privada que están en condiciones de comprar (Bourguignon 1999). Bueno de Mesquita (citado por North, Wallis y Weingast 2009, 111) encontró que los gobiernos autoritarios tienden más hacia la provisión de bienes privados y que los gobiernos democráticos tienden más hacia la provisión de bienes públicos. Aunque muchos "estados naturales" sean democracias, son democracias de menor calidad que las de los órdenes de acceso abierto, así que en ellos la provisión de bienes públicos funciona en forma defectuosa. Además, el particularismo es un rasgo autoritario porque deja al ciudadano que está fuera de su cobijo en manos de la arbitrariedad. Es por ello que el "estado natural" es un orden de acceso restringido.

El tercer canal podría calificarse como "particularismo tributario". La financiación del Estado latinoamericano ha recaído históricamente más sobre impuestos a las exportaciones, rentas de productos primarios, impuestos indirectos, endeudamiento, que sobre la tributación directa (Torp 1998). Aquí, este tercer canal se conecta con los dos anteriores, por cuanto ese tipo de financiación del Estado ha permitido a las élites reducir las presiones democratizadoras comprando apoyos con la provisión selectiva de beneficios del Estado, tanto por el lado de la tributación como por el lado del gasto (Geddes 2007, 330, 331).

Es el excesivo particularismo lo que en América Latina parece relacionar los dos efectos, el psicosocial y el de la desigualdad de protección, en la explicación de la violencia. Más que la pobreza o la privación relativa, lo que parece ser abrumador en la explicación del tránsito hacia la violencia es la manera en que el Estado interactúa con sus ciudadanos y, particularmente, la forma como ciertas demandas sociales son o procesadas o reprimidas (Stewart et al. 2006, 8). La actuación del Estado es expresión de su conformación y orientación, y es justo allí donde residen los elementos de calidad institucional que definen, a su vez, la calidad tanto del garrote como de la zanahoria. El garrote arbitrario y la zanahoria distribuida parcial y discrecionalmente son ofensas al sentido de justicia de los ciudadanos.

UNA COMPARACIÓN ILUSTRATIVA

Simplemente como ilustración del argumento acerca de la forma como los dos efectos mencionados parecen estar presentes en la relación entre desigualdad y violencia —y no como un ejercicio cuidadoso de contraste de hipótesis—, se propone aquí una somera comparación entre países que, por ser de la misma región, encajaría en la estrategia del método de la diferencia, es decir, en el diseño de los sistemas más similares (Landman 2002, 904-905; Mahoney y Villegas 2007, 75).

La dimensión a observar acá es la violencia medida en términos de tasa de homicidios. Elegir la tasa de homicidios como indicador general de violencia puede implicar el costo de ignorar la variedad de formas en las que la violencia y el crimen tienen lugar. Pero cuando el análisis es suficientemente general, ese costo puede ser asumido. Algo similar ocurre con el indicador de expectativa de vida: deja mucha información valiosa atrás, pero da una buena idea general de cuál es el panorama de salud de la población.

La variable para contrastar con la tasa de homicidios es la calidad de la democracia. Por supuesto hay indicadores de la calidad de la democracia más ampliamente utilizados que el que aquí se propone. Sin embargo, se usa en este ensayo el Índice de Calidad de la Democracia de Levine y Molina (2007) porque, además de incorporar los diez ítems referidos a derechos políticos y los quince ítems sobre derechos civiles del índice de Freedom House, adiciona otras variables12, corrige el sesgo antiizquierdista del énfasis en las libertades económicas y se basa en un conjunto más amplio de información que la proveniente de un panel de expertos, como en el caso de Freedom House. En todo caso, el ordenamiento de las democracias de mayor a menor calidad es el mismo con el índice de Freedom House que con el de Levine y Molina.

Como puede apreciarse en el gráfico 1, los países de la región que tienen una tasa de homicidios inferior a la que los expertos consideran una tasa epidemiológica (ocho por cada cien mil habitantes) se distribuyen a lo largo de valores más altos del Índice de Calidad de la Democracia, que los que tienen tasas de homicidios superiores a la epidemiológica. La mediana del índice de los primeros es notoriamente superior a la de los segundos.

Cuando se compara la existencia o no de la tasa epidemiológica de homicidios con la razón entre los ingresos del 20% más rico con respecto a los ingresos del 20% más pobre, el contraste es menos claro. Países con una brecha de ingresos muy alta, como Bolivia (el outlier del gráfico 2) y Panamá, tienen tasas de homicidios inferiores a la epidemiológica, mientras que países con relaciones menores, como Nicaragua y Venezuela, tienen tasas de homicidios superiores a la epidemiológica (ver la tabla 3).

Lo que sugeriría esta rápida y gruesa comparación es que parece más clara la relación entre calidad de la democracia y violencia que entre desigualdad económica y violencia. A pesar de que se trata de un ejercicio meramente ilustrativo, avalaría en parte la intuición acerca de que el carácter y la orientación del Estado marcan una diferencia importante en el tránsito de la desigualdad a la violencia. Por supuesto, ésa no es la única explicación posible, aunque sí una explicación plausible.

Ahora bien, cuando se compara la calidad de la democracia con la relación de ingresos entre los dos quintiles extremos, se tiene que precisamente los tres países que lideran la clasificación, según el Índice de Calidad de la Democracia (Uruguay, Chile y Costa Rica), son menos desiguales en términos del indicador propuesto. En el caso de Chile, aunque el coeficiente de Gini es alto, el ingreso del 20% más rico de su población no supera tantas veces el ingreso del 20% más pobre13, como en el caso de Bolivia (que es un caso extremo).

Hay un segundo grupo de países que tiene valores intermedios en el Índice de Calidad de la Democracia: cuatro de ellos (México, Argentina, República Dominicana y Perú) con razones de desigualdad inferiores a 20 y tres de ellos (El Salvador, Brasil y Panamá) con valores superiores a esa cifra. Un tercer y más numeroso grupo de países tiene bajos valores en el Índice de Calidad de la Democracia, y están mucho más dispersos a lo largo de los valores del indicador de desigualdad escogido: cuatro de ellos tienen valores en la razón de desigualdad inferiores a 20 (Nicaragua, Honduras, Ecuador y Venezuela) y cuatro más tienen valores superiores (Guatemala, Colombia, Paraguay y Bolivia). Es interesante observar en el gráfico 3 que, a medida que se asciende en calidad de la democracia, los valores de desigualdad se desplazan hacia la derecha (es decir, hacia niveles de menor desigualdad), al menos en la parte más alta. En otras palabras, no hay países de alta desigualdad (con el indicador usado) y alta calidad de la democracia.

Bolivia tiene la segunda más baja tasa de homicidios en la región después de Chile y, sin embargo, tiene la mayor desigualdad en términos del indicador escogido y un bajo nivel de la calidad de la democracia. A pesar de estar en el terreno del diseño de sistemas más similares (método de la diferencia) apropiado para descartar condiciones suficientes, el caso de Bolivia permite usar algo del método del acuerdo, ya que lleva a descartar la alta calidad de la democracia y la baja desigualdad como condiciones necesarias para una baja tasa de homicidios. En concordancia con el diseño de sistemas más diferentes del método del acuerdo, habría que considerar que hay otro conjunto de características diferentes en Bolivia. Características que tal vez sean identificables llevando a cabo un estudio de caso que permita vislumbrar los mecanismos específicos que ahí operan.

CONCLUSIONES

A pesar de la desventaja teórica y metodológica de estirar la idea de seguridad lo suficiente como para abarcar diferentes dimensiones de la vida cotidiana de la gente, hay algo valioso en dicho "estiramiento". Se trata del hecho de poner en contexto el núcleo de la idea de seguridad. En otras palabras, en el plano de las políticas públicas, las políticas de seguridad ciudadana (que representa el núcleo de la seguridad como seguridad personal) no pueden estar autocontenidas. Su grado de eficacia o la magnitud de los efectos indeseados que puede generar la aplicación de enfoques represivos (o social-preventivos según sea el caso) dependen del ambiente (el orden social e institucional) en el que tales políticas son llevadas a cabo.

Así como una calamidad social o una crisis medioambiental tienen efectos visibles sobre la seguridad física de las personas, también la debilidad de las instituciones formales del Estado de Derecho frente a la fortaleza de las instituciones informales que lo menoscaban termina marcando la diferencia en términos de seguridad personal.

No obstante el carácter meramente ilustrativo de la breve ojeada comparativa presentada en este ensayo14, hay una idea que pareciera ser respaldada por esos pocos casos: que la calidad democrática de las instituciones del Estado parece importar en la domesticación de la violencia. Si eso es cierto, entonces la calidad de la democracia tiene que ser tenida en cuenta antes de pensar en copiar acríticamente políticas de seguridad ensayadas en otros lugares, o antes de diseñar los sistemas de incentivos del sector. No importa cuán sofisticado sea el diseño de las medidas represivas o el de las políticas sociales orientadas a combatir la inseguridad, si la calidad de las instituciones del Estado y, sobre todo, la garantía de su imparcialidad están en entredicho, los efectos indeseados pueden ser superiores a los logros, haciendo de las políticas de seguridad una fuente adicional de inseguridad.

La igualdad jurídica que fundamenta el ideal democrático no es algo que se pueda dar por descontado como una fórmula retórica, sino una real y dramática carencia que les cuesta, a los pobres y a quienes están en desventaja, no sólo menosprecio y humillación por parte de las agencias del Estado (y no pocas veces por parte de otros ciudadanos), sino también la libertad y la vida, como lo ejemplifica el macabro caso recientemente ocurrido en Colombia con los llamados "falsos positivos".

La calidad tanto del garrote como de la zanahoria en materia de seguridad ciudadana depende no sólo de una combinación óptima de ambos tipos de estrategias, sino también de la fortaleza de la democracia como régimen político15 (poliarquía) y como Estado de Derecho16. La enorme extensión de las zonas marrones en América Latina, es decir, el hecho de que el particularismo en la región es más la norma que la excepción, conforma un escenario que puede hacer de la seguridad una apuesta demasiado insegura.


Comentarios

1 De acuerdo con Latinobarómetro (2008, 25), las personas de la región que afirman haber sido víctimas de algún delito pasaron de 29 a 33% entre 1995 y 2008, mientras que las que afirman que la delincuencia es el principal problema en su país pasó de 5 a 17% en el mismo período. Aunque el sensacionalismo de los medios de comunicación suele contribuir a que la percepción de inseguridad supere los hechos, éstos en América Latina son de por sí muy preocupantes. De hecho, de los veinticinco países con las mayores tasas de homicidios en el mundo, diecisiete son de América Latina y el Caribe (ver la tabla 1).

2 La "Teoría de la ventana Rota" (broken window theory) apareció por primera vez en 1982 en un artículo escrito por James Q. Wilson y George L. Kelling y publicado en The Atlantic Monthly. Su mensaje básico es que no importa cuán pequeño sea el delito, el castigo debe ser severo. De otro modo, la falta de dureza de la sanción conduciría a crímenes mayores y más graves. Basado en esta teoría, el alcalde Rudolph Giuliani y su comisionado de Policía, William Bratton, aplicaron desde 1993 "the quality-of-life initiative", ampliamente conocida como el "Plan de Tolerancia Cero". A pesar de la disminución en las cifras de criminalidad en la Gran Manzana, no es del todo claro si tal caída fue un resultado del Plan: "hay un sinnúmero de factores significativos en la reducción de la criminalidad en la ciudad de Nueva york. Criminalistas, diseñadores de políticas y juristas están envueltos en un candente debate acerca de las causas de dicho declive […] Nuestro entendimiento actual de las causas del declive es demasiado tentativo —y controvertido— como para sugerir que the quality-of-life initiative marca la diferencia en las tasas delincuenciales de Nueva york" (Harcourt 1998, 339).

3 Según la CEPAL esos países son: Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, El Salvador, Nicaragua, Panamá, Paraguay y Venezuela.

4 Cifras de la Oficina del Informe Mundial de Desarrollo Humano del PNUD para 126 países. http://hdrstats.undp.org/buildtables/rc_report.cfm.

5 Ver http://hdrstats.undp.org/buildtables/rc_report.cfm.

6 Entre 128 países para los que la Oficina del Informe Mundial de Desarrollo Humano del PNUD presenta información sobre esta variable, basada en datos de UNODC 2007.

7 Entre veinte países de América Latina y el Caribe.

8 De acuerdo con la Policía Nacional de Colombia la tasa de homicidios en el país en 2008 fue de 33 por cada cien mil habitantes, que representa una reducción de 45% con respecto a la cifra de 2002. Sin embargo, se usa en este artículo la cifra más reciente del período 2000-2004 reportada por el PNUD con base en información de UNODC, puesto que todas las cifras de tasa de homicidios usadas en el artículo corresponden a ese período y fuente, con excepción de Brasil, Honduras y Haití, cuyas cifras corresponden a las reportadas por la CEPAL y por el Observatorio Centroamericano sobre violencia (OCAVI).

9 La información corresponde a uno de los años del período 2000-2004.

10 Gary Becker ideó el modelo canónico de la criminalidad. La mayor parte de la literatura económica del crimen basa sus argumentos en su trabajo pionero.

11 Citado por Bechhofer y Paterson (2000).

12 La participación electoral en elecciones presidenciales, la proporcionalidad de la representación de la mujer en el Congreso, la proporcionalidad de la representación de los partidos en el Congreso, la matrícula en educación secundaria (como proxy de los recursos cognitivos para el accountability vertical), el peso de la deuda externa en la economía (como proxy de soberanía frente a las instituciones financieras internacionales y prestamistas externos), el grado en el que la población considera que sus acciones y votos influenciarían la orientación de las políticas públicas (como indicador de responsiveness).

13 Diferentes formas de la curva de Lorenz, es decir, diferentes distribuciones de ingreso son compatibles con un mismo valor del coeficiente.

14 La relación entre violencia, desigualdad y democracia requiere de análisis comparativos que trasciendan el contexto latinoamericano para poder hacer inferencias a partir de datos panel con un número grande de casos, y de estudios de caso que permitan captar los procesos, secuencias y mecanismos específicos que inhiben o promueven el tránsito de la desigualdad a la violencia.

15 El concepto de régimen corresponde a "los patrones, formales e informales, y explícitos e implícitos, que determinan los canales de acceso a las principales posiciones de gobierno, las características de los actores que son admitidos y excluidos de tal acceso, los recursos y las estrategias permitidos para lograrlo, y las instituciones a través de las cuales ese acceso ocurre, y, una vez logrado, son tomadas las decisiones gubernamentales" (O'Donnell 2004, 152).

16 O'Donnell (1998b, 20-21) aclara que los conceptos de Rule of Law y Estado de Derecho (o Rechsstaat o état de droit) no son sinónimos porque corresponden a tradiciones diferentes y están sujetos a varias disputas sobre sus definiciones normativas. No obstante, comparten un núcleo común, esto es, que el sistema legal es un sistema jerárquico (usualmente coronado por normas de carácter constitucional), en el cual las relaciones entre normas legales están igualmente sometidas a reglas, y donde nadie, incluidos los más altos funcionarios, puede cancelar o suspender las reglas que gobiernan sus actuaciones, de manera tal que el gobierno es regido por la ley y está sujeto a ella.


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