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Colombia Internacional

versión impresa ISSN 0121-5612

colomb.int.  no.76 Bogotá jul./dic. 2012

 

La religion: un silencio de las R/relaciones I/internacionales. Causas de un exilio académico y desafíos teóricos de un "retorno" forzado

Ángela Iranzo Dosdad

Doctora en Ciencia Política y Relaciones Internacionales por la UAM. Actualmente es profesora asistente del Departamento de Ciencia Política de la Universidad de los Andes (Colombia). E-mail: a.iranzo26@uniandes.edu.co


RESUMEN

Salvo contadas excepciones, los teóricos de Relaciones Internacionales empiezan a reconocer las religiones como un factor explicativo de la política internacional contemporánea a partir del 11-S; un desafío para un cuerpo de conocimiento construido principalmente desde fundamentos moderno-seculares como el Estado, la soberanía, la identidad nacional o la racionalidad instrumental, entre otros. Por lo tanto, el propósito principal de este artículo es analizar las causas que han contribuido a hacer de las religiones uno de los silencios de la disciplina, para, posteriormente, reflexionar sobre los efectos reformadores o revolucionarios que una propuesta teórico-metodológica de aproximación a las religiones, más allá de las interpretaciones primordialistas o instrumentalistas, podría tener sobre los fundamentos teóricos de la disciplina.

PALABRAS CLAVE

Religión, secularización, teoría de relaciones internacionales, modernidad, imaginarios sociales.



Religion: A silence in I/international R/relations. Causes of an Academic Exile and Theoretical Challenges of a Forcible Return

ABSTRACT

Since 9/11, with few exceptions, the theorists of International Relations started to include religion into their explanations of international politics, which is an interesting challenge for a discipline built on modern and secular foundations such as the state, sovereignty, national identity or instrumental rationality. Therefore, the main purpose of this article is to explain the causes why religion has been until now a "silence" in the discipline. Following this explanation the article analyzes in depth whether the inclusion of religion in the explanations of International Relations beyond the primordialist and instrumentalist approaches needs a "reformist" or "revolutionary" change in the theoretical apparatus of the discipline.

KEYWORDS

Religion, secularism, theory of international relations, modernity, social imaginaries.

Digital Object Identification
http://dx.doi.org/10.7440/colombiaint76.2012.02


INTRODUCCIÓN

Desde la década de los noventa, y especialmente desde el 11-S, tiene lugar un hecho de por sí novedoso en el ámbito académico de las Relaciones Internacionales. Irrumpe a partir de entonces un importante volumen de literatura que reconoce el interés por las religiones y la urgente necesidad de incorporarlas a las explicaciones de política internacional contemporánea.1 De este modo, la religión,2 calificada en una ocasión como el "factor olvidado" por excelencia de las Relaciones Internacionales (Luttwak 1994), pasa a principios del siglo XXI no sólo a formar parte de su agenda de investigación sino a ocupar un lugar central en ellas.

Los artífices de esta literatura, en su intento de explicar las relaciones entre religión y política, han destacado con énfasis la narrativa del "resurgimiento de la religión", una idea que la Sociología trabajó en los años setenta instando ya entonces a un cambio drástico de paradigma de interpretación del fenómeno religioso, más allá de la teoría moderna de la secularización. Pero pese al desfase entre disciplinas, al que se aludirá posteriormente, los internacionalistas y los sociólogos coinciden en situar a finales de los setenta y en los ochenta el escenario de un renacer de la religión de signo político y público. El nuevo orden mundial de pos-Guerra Fría, las dinámicas instauradas por la globalización, el fracaso del modelo de Estado modernizador secular y la llamada crisis de sentido de la modernidad son algunas de las causas a las que aluden como impulsoras del llamado "resurgimiento de la religión" en el mundo.

Sin embargo, el propósito de este artículo no es indagar sobre las causas de este resurgimiento, ni siquiera tomarlo como un presupuesto de análisis válido al considerar que, bajo diferentes formas y funciones, las religiones han tenido una presencia continuada en la historia moderna de las relaciones internacionales (Iranzo 2006). Se cree así más prudente y esclarecedor situar la idea del "resurgimiento de la religión" en las Relaciones Internacionales (con mayúscula), como cuerpo de conocimiento científico, que en las relaciones internacionales (con minúscula), como parte de la realidad social objeto de estudio. Por todo ello, la finalidad de estas páginas es contribuir a una reflexión sobre la idoneidad de los postulados teóricos de las Relaciones Internacionales, sus fundamentos ontológicos y epistemológicos, para una mejor comprensión del papel de las religiones en la política global de nuestros días.

Con este propósito, el artículo se interroga sobre las causas que han contribuido a hacer de la religión uno de los silencios de la disciplina, como ocurrió en épocas anteriores con la raza, el género e, incluso, la identidad y la cultura. Se presentan, así, dos argumentaciones que, si bien se diferencian por una exigencia de claridad explicativa, en realidad, se encuentran intrínsecamente relacionadas.

La primera defiende que la marcada predilección de la disciplina por una ontología materialista y una epistemología positivista ha tenido un notable impacto sobre el exilio explicativo de la religión. La forma en que la disciplina se construye a sí misma, ontológica y epistemológicamente, determina qué es objeto de conocimiento científico y qué aspectos de esto son útiles en términos explicativos. Se da una relación mutuamente constitutiva entre epistemología y ontología; es decir, el mundo del conocimiento no sólo responde a las demandas explicativas de la realidad social, sino que condiciona la respuesta a la pregunta "de qué está hecho el mundo".

La segunda argumentación llama la atención sobre los llamados paradigma de la secularización y paradigma westfaliano como dos propuestas de explicación, entre otras posibles, que han pasado a convertirse en presupuestos asentados de forma acrítica en la disciplina. Por lo tanto, se llama la atención sobre la influencia de los mapas mentales, estructuras intersubjetivas de pensamiento preconsciente, imaginarios sociales, episteme, doxa..., en la construcción de los silencios académicos; en este caso, producto de la influencia del imaginario social moderno europeo entre los teóricos de Relaciones Internacionales.

Y si bien ésta es la tesis principal que justifica el artículo, se presenta una segunda reflexión, recogida a modo de conclusión y desarrollada en futuros trabajos, que vendría a justificar este estudio sobre las razones que han hecho de las religiones un silencio de las R/relaciones I/internacionales. Hasta ahora, las explicaciones sobre el papel de las religiones en las intrincadas lógicas de la política internacional han estado dominadas por las interpretaciones primordialista e instrumentalista, ofreciendo una comprensión de ellas como un epifenómeno social y político. Salir de estas aproximaciones y tratar de aprehender las particularidades de la influencia religiosa en las relaciones políticas exige nuevas propuestas teórico-metodológicas que podrían tener efectos reformadores o revolucionarios para los pilares de la arquitectura teórica de la disciplina. Así, a modo de conclusión, se presenta este debate sobre qué alcance puede tener el reconocimiento de la potencialidad explicativa de las religiones sobre un cuerpo de conocimiento tan marcadamente moderno-ilustrado como las Relaciones Internacionales.


1. CAUSAS DE UN EXILIO ACADÉMICO I: PREDILECCIONES ONTOLÓGICAS Y EPISTEMOLÓGICAS EN LA AUTODEFINICIÓN DE LA DISCIPLINA

Según Steve Smith (1995), la forma de autopercibirse es el principio de la definición de los límites de una ciencia y de la selección de la parcela de realidad social que va a explicar. Es, por lo tanto, el momento de decidir sobre sus silencios, que, como recuerda, acabarán por convertirse en sus voces más altas. Con el propósito de estudiar cómo estos márgenes de autodefinición han contribuido a obviar la relevancia del fenómeno religioso, se recurre a dos ejes que permiten esbozar, a grandes rasgos, el mapa de la disciplina: el eje ontológico y el epistemológico. A su vez, se atenderá especialmente a la relación entre fuerzas materiales e ideacionales en la definición ontológica de las principales teorías, y en la distinción entre positivismo y pospositivismo como apuesta epistemológica en ellas.

a. ¿De qué está hecho el mundo? La marcada distinción entre fuerzas materiales e ideacionales

Uno de los problemas más acuciantes para la disciplina en la conformación de su mapa ontológico ha sido el partir de una nítida distinción entre fuerzas materiales e ideacionales, cuando, en términos reales, su identificación está intrínsecamente relacionada. La propia definición de lo que son los intereses materiales que mueven a los actores a actuar en el ámbito internacional, e incluso la determinación de cuáles son, están inevitablemente mediadas por las percepciones, las ideas, los contextos socioculturales. Fuerzas materiales e ideacionales no son agentes causales distintos. Sin embargo, al responder a la pregunta "¿de qué está hecho el mundo internacional?", el mainstream de la disciplina ha otorgado hasta la pos-Guerra Fría especial protagonismo a las fuerzas materiales (riqueza económica, fuerza militar, expansión territorial, posición geoestratégica, etc.) como aquellas cosas del mundo que condicionan y, en última instancia, determinan los intereses y comportamiento de los actores. De modo que la atención sobre las ideas, en cuanto conformadoras de identidad, ideología, principios, expectativas o juicios morales, ha quedado relegada a un segundo plano o condenada a un exilio académico forzoso.

Es también habitual recurrir a la centralidad del realismo político en la disciplina como una de las principales causas de la predilección por las fuerzas materiales. La teoría realista hace sobresalir como elementos centrales del mapa ontológico internacional al Estado, como actor principal; a la seguridad nacional y el poder material, como intereses que motivan su comportamiento; a la anarquía, como la nota característica del sistema internacional, y, en consecuencia, la guerra, como el principal problema por abordar. Sin embargo, cabe asimismo apuntar que la escuela realista ha sido objeto de una crítica obsesiva, muchas veces inmerecida, por resultar de una interpretación simplista y reduccionista de ella. Es necesario, por lo tanto, atender a los matices que diferencian el llamado realismo clásico de los años cincuenta, ejemplificado en E. H. Carr o H. J. Morgenthau, del neorrealismo o el realismo estructural propuesto por K. Waltz y que acabaría adquiriendo una posición dominante en la disciplina en los años setenta y ochenta del siglo XX.

Si bien el mapa ontológico del realismo siempre ha sido el descrito, el realismo clásico -por ejemplo, el pensamiento de Morgenthau- da cobertura a las fuerzas ideacionales al tomar el interés nacional, el poder y el sistema de Estados no como categorías dadas y naturales, sino históricamente contingentes. Siempre ha abordado además las cuestiones de moralidad internacional al situar en el centro de su reflexión la cuestión del dilema moral de la política. Es más, una de las tradiciones de pensamiento, normalmente marginada, que alimenta una de las versiones del realismo político -el llamado, realismo esperanzado- bebe del pensamiento de Agustín de Hipona, recuperado por Reinhold Niebuhr en el período de entreguerras.3 Por lo tanto, como destaca Scott M. Thomas (2005), la religión no ha estado siempre marginada de la tradición realista de relaciones internacionales; por lo que puede que haya llegado el momento de revisar la tradición agustiniana como parte de un estudio más amplio del cristianismo y la política mundial:

    La tradición realista clásica o moderna de los años cuarenta y cincuenta estaba, en cierto sentido, enraizada en perspectivas religiosas antes de que se hiciera sentir el impacto del positivismo y la revolución behaviourista en el estudio de la política internacional en Estados Unidos [...] Las dimensiones religiosas del realismo político con su énfasis en el pecado, los límites de la naturaleza y del conocimiento humano, la ligación de la tragedia o la ironía con los resultados políticos, así como los límites de lo que la política puede alcanzar, se inician con el redescubrimiento en el paradigma realista de san Agustín, a quien se le califica por esta razón como el primer realista político. (Thomas 2005, 57)

De modo que, si bien la ontología del realismo clásico antepone el poder material a las ideas como elementos constitutivos del mundo internacional, no por ello deja de reconocer el alcance de las fuerzas ideacionales en sus explicaciones. Sin embargo, el tránsito del realismo clásico al neorrealismo, caracterizado por el realismo estructural de K. Waltz, supuso un cambio radical. Condicionado por la revolución behaviourista en los años sesenta, el neorrealismo define su mapa ontológico a partir del concepto de estructura, definida en términos de distribución de capacidades o recursos de poder material (armas, población, capacidad industrial, situación geográfica, etc.), en un escenario internacional caracterizado por la anarquía. Entiende las relaciones internacionales, por tanto, como relaciones entre Estados siempre marcadas por la desconfianza, la hostilidad y la rivalidad. Mantiene así el estadocentrismo pero privado de la reflexión filosófica y el guiño a la historia que introducía el realismo clásico. El Estado se toma como un agente racional y unitario, con unos intereses dados y constantes: la seguridad nacional y la maximización del poder.

En definitiva, es poco discutible que el neorrealismo, teoría que junto al neoliberalismo ha monopolizando las explicaciones durante el período de la Guerra Fría, se caracteriza por una ontología materialista que no reconoce en las ideas ningún papel constitutivo del sistema internacional. Éstas no son más que el subproducto de la distribución de poder material que subyace al sistema internacional. Por lo tanto, dada la poca cobertura que ofrece a las fuerzas ideacionales, no es difícil advertir que el neorrealismo haya obviado completamente la posible influencia de las religiones en la política internacional.

Asimismo, el auge del neorrealismo fue seguido por el neoliberalismo. Éste, a diferencia del neorrealismo, reconoce una ontología idealista al introducir, por su énfasis en los regímenes e instituciones internacionales, las fuerzas ideacionales como causas explicativas del comportamiento de los agentes. Sin embargo, parte de la premisa de un mundo de actores sociales preconstituidos; es decir, individuos abstractos que persiguen sus intereses propios a través de la cooperación, y sobre los que se reconocen unos atributos (preferencias, actitudes, derechos, etc.) que se entienden como dados, independientemente del contexto social e histórico en el que interactúen. Por lo tanto, su ontología idealista se limita, en la búsqueda de sus intereses materiales, a las normas resultantes de los acuerdos adoptados mediante una elección racional instrumental, obviando generalmente la influencia de las estructuras ideacionales o normativas endógenas a los procesos de interacción social (Kowert y Legro 1996, 455 y 460).

Sin embargo, por lo que respecta al factor religioso, con contadas excepciones,4toda la tradición política liberal ha hecho gala de un marcado prejuicio moderno-ilustrado. Firmemente convencidos de la capacidad racional del Estado -así como de los individuos- para escapar del conflicto y cooperar en la persecución de la paz y el progreso, tanto el institucionalismo neoliberal como el idealismo internacionalista de los años veinte se asientan sobre el presupuesto de la secularización de la política internacional como condición no suficiente pero sí necesaria para el desarrollo y prosperidad de un pueblo (Philpott 2002, 70).

Atendiendo ahora a la tradición marxista, el propio Karl Marx promulgaría la abolición de la religión por considerarla un elemento disfuncional de las sociedades humanas: "una sociedad plenamente socialista no precisaría de ninguna de las panaceas que ofrece la esfera de lo sobrenatural" (Davie 2007, 67). La tradición marxista ha dado lugar a una gran diversidad de corrientes teóricas cuya explicación supera estas páginas. Por lo tanto, en lo que respecta a sus formulaciones de política mundial, las teorías clásicas del imperialismo, enunciadas a principios del siglo XX por Rosa Luxemburg, Rudolf Hilferding, Nicolai Bujarin o Lenin, mostraron una ontología claramente materialista. De hecho, serían posteriormente criticadas por su determinismo económico, al defender que los procesos intrínsecos a la economía -capitalista, y su expansión imperialista- son los determinantes primeros de la vida social y política. Pero sus oponentes no sólo elaborarían una crítica al capitalismo sino también al positivismo y el determinismo económico como formas de entender la vida social. Tanto la teoría crítica asociada a la Escuela de Frankfurt como el marxismo dialéctico de Antonio Gramsci y sus seguidores han reconocido la necesidad de atender a la subjetividad, la cultura, la ideología y el propio concepto de socialismo, para hacer posible una transformación política radical (Kellner 1989, 12).

Los análisis críticos contemporáneos sobre el poder global defienden una perspectiva que se centra en los procesos y las relaciones, para demostrar cómo las fuerzas sociales, los Estados y los órdenes mundiales pertenecen intrínsecamente a estructuras históricas particulares. Pero hasta el momento no han articulado una explicación sobre el resurgimiento de la religión en un mundo global en el que el neoliberalismo y la democracia se promocionan como pilares de orden político.

La Escuela inglesa siempre ha incluido en sus explicaciones sobre la formación de la sociedad internacional la importancia de las fuerzas ideacionales, junto a las materiales. Para estos teóricos, la existencia de una cultura común es la condición necesaria para la formación de una sociedad internacional, frente a un sistema internacional. Y ante la pregunta "cómo surge esa cultura común", Herbert Butterfield y, especialmente, Martin Wight han insistido en la importancia de la religión como fuente de identidades, principios, visiones de mundo, que contribuyen a la creación de las normas e instituciones que sustentan la sociedad internacional. Sin embargo, estos autores, desde su reivindicación de los vínculos culturales históricamente arraigados, contrastan con quienes insisten en la naturaleza "socialmente" construida de la cultura común, como es el caso de Hedley Bull, R. John Vincent o Tim Dunne. No obstante, si bien la Escuela inglesa propone un mapa ontológico en el que las ideas tienen cabida, también se detectan los efectos del presupuesto de secularización sobre sus teóricos. Aunque en los últimos años éstos han reconocido las aportaciones que hizo Wight sobre la importancia de las identidades culturales, desde Bull hasta investigadores actuales como Barry Buzan y Richard Little han ignorado el papel que Wight otorgó a las religiones, así como se han mostrado reticentes a la hora de reconocer su vinculación con la tradición social cristiana de entreguerras y de los años cincuenta del siglo XX (Thomas 2001, 909).

Dando un paso más en el giro sociológico, el constructivismo, que con su marcada ontología idealista parecía crear un espacio idóneo para el reconocimiento de las religiones, sólo le ha concedido alguna atención últimamente (Philpott 2002). De acuerdo con Alexander Wendt, quien introducirá este nuevo enfoque sociológico en las Relaciones Internacionales, las identidades y los intereses de los Estados son el resultado de su propia interacción con el sistema y están sujetos a un proceso permanente de redefinición social, por ser elementos endógenos al proceso.

Por lo tanto, si bien Wendt introdujo un giro social muy significativo en la reflexión teórica, su marcado estadocentrismo, así como su crítica y, en última instancia, aceptación de la anarquía como condición necesaria del sistema internacional, llevarán a que sea calificado como un "constructivista realista", cuyo marco teórico no ha propiciado la inclusión de las identidades religiosas y/o seculares. Sin embargo, en los últimos años, otros enfoques constructivistas centrados en los procesos transnacionales o en las fuentes domésticas de la política exterior han acomodado con facilidad el impacto de las identidades y principios religiosos a sus propuestas teóricas.5 No obstante, pese a su importante contribución, Jack Snyder (2011, 16 y 108) señala que los constructivistas deben dar un paso más y responder a cuestiones como: ¿Hay alguna diferencia entre la construcción social de identidades y normas con una dimensión trascendente y sagrada, y aquellas que son de naturaleza mundana o secular? La naturaleza divina o secular de tales normas ¿hace que funcionen de forma diferente?

Al igual que el constructivismo, otras aproximaciones teóricas pospositivistas ejemplifican un giro filosófico muy significativo respecto a la concepción de la ciencia y su forma de abordar la comprensión del mundo social. Son los artífices del llamado "giro interpretativista" o "giro lingüístico", que, como se explica en el epígrafe siguiente, contemplan el "retorno de la religión" como una posible fuente de significación que, en su interacción dialógica con otras, contribuye a dotar de sentido a un mundo posmetafísico carente de fundamentos o verdad objetiva alguna. Bajo este marco, teorías como el posestructuralismo o la teoría poscolonial se caracterizan por una marcada ontología ideacional en su forma de explicar la política internacional.

El posestructuralismo propone una aproximación crítica a los mapas del conocimiento científico; incide en la subjetividad, representación e interpretación que subyace a categorías, postulados o explicaciones científicas. Además, advierte sobre la política de identidad que esconde cada una de estas propuestas, y la estrecha relación entre poder y conocimiento, huyendo de toda interpretación neutral y aséptica. De este modo, ofrece un marco adecuado para 1) explicar la secularización de la disciplina, llamando la atención sobre la identidad europea-occidental que ha conformado sus categorías de análisis; 2) comprender el alcance de la identidad religiosa/secular en los procesos de inclusión/exclusión que han conformado el orden internacional históricamente; así como 3) ahondar en la comprensión de las religiones, bajo sus distintas formas institucionalizadas/desinstitucionalizadas, territorializadas o no, en un mundo posmoderno exento de certezas, donde ha quedado también desacreditada la crítica racional ilustrada a la religión.

Del mismo modo, las teorías poscoloniales ofrecen un espacio de análisis adecuado para los interrogantes sobre la influencia del factor religioso en la formación histórica de las instituciones internacionales. Apuestan por una reflexión compleja, subrayando la diversidad de contextos de poder, de identidades, y valores que, a través del tiempo y el espacio, han conformado las categorías maestras de las Relaciones Internacionales; categorías que la experiencia de dominación colonial europea ha silenciado durante largo tiempo.

Para concluir, si bien es evidente que las teorías pospositivistas presentan una ontología más receptiva a las religiones en cuanto fuente de identidades, la mayoría de estos enfoques teóricos están apenas empezando -los que lo están- a trabajar sobre los desafíos ontológicos (y epistemológicos) resultantes del hecho de cuestionar la secularización de la política internacional.

b. ¿Cómo explicamos el mundo? El protagonismo del racionalismo positivista6

La historia de la disciplina de Relaciones Internacionales ha estado jalonada por el debate en torno a la epistemología. En los años cincuenta surge el llamado "segundo debate", tradicionalismo-behaviourismo. Éste estuvo vigente hasta los setenta, cuando en la academia se impone el "tercer debate", el denominado debate interparadigmático. Esta contienda se resolvió a finales de los ochenta, enlazando con el surgimiento de la discusión racionalismo-reflectivis-mo que algunos reconocen como el "cuarto debate" y otros identifican como una prolongación del tercero.7

Por lo tanto, de los cuatro debates que se identifican como motores de la disciplina desde sus orígenes, tres de ellos acabaron teniendo, de forma más o menos directa, el método científico por objeto y, en última instancia, la cuestión de la filosofía de la ciencia. Con el estallido de la revolución behaviourista, especialmente sentida en la academia estadounidense, el "segundo debate" puso en entredicho la validez explicativa de los enfoques y herramientas de análisis proporcionados por la Historia, el Derecho Internacional y la Filosofía para el estudio de la política internacional. Se empezaron a alzar voces que rechazaban el enfoque tradicional -propio del realismo clásico, el liberalismo clásico y la Escuela inglesa- argumentando que carecía del rigor de la aproximación científica, quedándose en una mera historia descriptiva o teoría normativa de las relaciones internacionales.

La disciplina, de este modo, se irá decantando desde prácticamente su consolidación, por una concepción de la labor científica orientada hacia una cuantificación y modelización progresivas de las relaciones internacionales, basadas en una metodología empirista. Este enfoque epistemológico difícilmente puede identificar y aprehender la compleja contribución de las religiones a las transformaciones de las estructuras sociales, políticas, económicas y culturales en clave histórica y filosófica en Europa, y en otras regiones geográficas del mundo; así como la influencia de las identidades religiosas sobre los comportamientos de los líderes políticos y estadistas.

Sin embargo, en el "tercer debate" algunos autores identifican el primer paso de las Relaciones Internacionales en la superación del positivismo. El debate interparadigmático surgía a partir de la asunción en la disciplina y en las Ciencias Sociales, en general, de la concepción kuhniana de la filosofía de la ciencia. Siguiendo a Thomas Kuhn, la existencia de varios paradigmas en una disciplina denota que ésta no ha llegado a una fase de madurez como Ciencia ("ciencia normal"), que se alcanzará cuando el debate se resuelva en un solo paradigma.8 Con este telón de fondo, en los ochenta los internacionalistas se encontraban ante la disyuntiva de seguir adheridos al paradigma estado-céntrico, pese a sus deficiencias explicativas, o decantarse por paradigmas alternativos que habían surgido, como el globalismo y el estructuralismo. Finalmente, se impuso como solución una concepción de la disciplina caracterizada por el pluralismo paradigmático, y no como algo provisional, sino como el estado normal de las cosas.

Pero si bien se había dado un paso importante en la superación epistemológica del positivismo, a la disciplina se le plantea un nuevo reto cuando el neorrealismo y neoliberalismo se erigen, en los años ochenta, en las voces teóricas dominantes, y lo hacen compartiendo una misma agenda de investigación positivista, notoriamente influenciada por la teoría económica. A pesar de las diferencias ontológicas entre ambas teorías, convergían en la respuesta a la pregunta "¿Cómo explicamos el mundo?". Ambas asumirán que todo intento de explicación científica del mundo exige cierta unidad entre Ciencias Naturales y Sociales. Por lo tanto, se convierte en dominante una opción epistemológica según la cual cualquier intento teórico de explicar el mundo internacional debe partir de una concepción de la ciencia basada en la elaboración de teorías o explicaciones generales sobre un mundo objetivo externo al observador. El estudio de un determinado fenómeno implica la identificación de regularidades que, a través de la inferencia, se convierten en leyes de comportamiento generales, cuya validez científica se confirma a través del contraste empírico.

Como reacción a esta opción epistemológica imperante se definen a lo largo de los ochenta, y especialmente con el fin de la Guerra Fría, los términos de un nuevo debate que enfrenta a las posturas teóricas racionalistas con las llamadas reflectivistas; una discusión también definida en términos de positivismo versus pospositivismo. El "cuarto debate" posee un especial alcance para el tema objeto de este artículo, por dos razones. La primera de ellas obedece al hecho de que este debate abre de forma definitiva la Teoría de Relaciones Internacionales a debates propios de la teoría social, instando al reconocimiento del carácter socialmente construido de los fenómenos de la vida internacional; es una inyección de teoría social sobre una disciplina crecientemente norteamericanizada y extraordinariamente provinciana.

Las posturas reflectivistas evidencian, como ya lo habían hecho las viejas propuestas teóricas que acudían a la Filosofía, la Historia y el Derecho Internacional como herramientas de análisis, que las Ciencias Naturales y las Ciencias Sociales no comparten el mismo objeto de estudio y, en consecuencia, no pueden intercambiar sus herramientas epistemológicas; hacerlo equivaldrá a silenciar parte de la "realidad" que se quiere explicar. El mundo internacional lo compone un trazado de hechos sociales siempre vinculados a la acción humana, caracterizada por la intencionalidad-intersubjetividad, que se suma a la multicausalidad de los hechos. De modo que las Relaciones Internacionales, fieles a su objeto de estudio, no pueden más que aspirar a comprender, y no a explicar,9 las lógicas constitutivas de la política internacional.

Dicho en otras palabras, comprender las motivaciones que impulsan el comportamiento de los actores exige, ineludiblemente, reconocer el alcance de las fuerzas ideacionales; las percepciones, principios, creencias, ideas e identidades culturales que, junto a las fuerzas materiales, contribuyen a definir su comportamiento, los procesos de interacción y las estructuras sobre las que actúan. Sin embargo, esto requiere una concepción del conocimiento científico más allá del racionalismo positivista, por sus deficiencias para estudiar las identidades de acuerdo con su naturaleza socialmente construida (frente a una naturaleza primordial dada), sus diferentes dimensiones (frente al determinismo), sus implicaciones fragmentarias y diversificadoras (frente a visiones integradoras y homogeneizadoras) y sus rasgos dinámicos y multidimensionales (frente a su concepción como unidimensionales y estáticos) (Lapid y Kratochwill 1996, 7). No hacerlo implica reducir el mundo empírico a su parte material, haciendo de las ideas, en general, y de las religiosas, en particular, elementos unas veces directamente silenciados, y otras, tomados de forma sesgada.

Aludiendo a la segunda de las razones mencionadas, el "cuarto debate" resulta particularmente relevante, en la medida en que pone en relación la epistemología y la ontología, instando a una reflexión metateórica sobre qué es ciencia, dónde residen sus fundamentos y cómo explicar científicamente el mundo de las relaciones sociales cuando la intersubjetividad y la contingencia se nos revelan como rasgos inherentes a ella.

La crítica al proyecto racionalista ilustrado, contenida en las teorías pos-modernas, anuncia el declive de las certezas de la modernidad (la ciencia, el racionalismo o el progreso) y rechaza las grandes narrativas elevadas sobre la convicción de que existen unos fundamentos últimos, una verdad objetiva para el conjunto de la humanidad. Ya no se busca una gran narrativa que sustituya a la antigua; más bien se propone una nueva forma de mirar al mundo. Como consecuencia, la confrontación entre Ciencia y Religión, entre las certezas laicas y las verdades religiosas, pierde toda justificación y legitimidad al habitar en un mundo carente de sentido último.

Bajo este presupuesto, sólo cabe aspirar a verdades intersubjetivas resultantes del ejercicio hermenéutico. El diálogo a través del lenguaje se convierte en fuente de conocimiento, y las religiones, en cuanto ofrecen un sistema explicativo del mundo, se erigen en una de las voces que, en su interacción dialógica con otras (incluida la Ciencia), aporta claves para la comprensión y orientación en este mundo. Como señalan Richard Rorty y Gianni Vattimo (2005), la posmodernidad abre un camino hacia la religión posesencialista; es decir, una forma de creencia que abandona el logos metafísico por una cultura del diálogo que, como reivindica Vattimo, ya se encuentra en el cristianismo primitivo en su preocupación por la búsqueda de significado. Por lo tanto, hoy se podría entender el mundo desde el saber y desde el creer.


2. CAUSAS DE UN EXILIO ACADÉMICO II: EL IMAGINARIO SOCIAL MODERNO EUROPEO ENTRE LOS INTERNACIONALISTAS

Se propone ahora virar unos grados en el enfoque de análisis. Ya no se trata de focalizar sobre la desatención de la Teoría de Relaciones Internacionales respecto a las fuerzas ideacionales, sino de enfocar y ampliar la visibilidad de las ideas como estructuras sociales que condicionan la labor de los teóricos. En concreto, se advierte la presencia de los imaginarios sociales10 como redes de significación en las que están socializados los científicos sociales. Y, en particular, la influencia del imaginario social moderno europeo11 en la construcción de las R/relaciones I/internacionales, dada la centralidad otorgada por sus teóricos al paradigma de la secularización y al paradigma westfaliano, haciendo de la religión un silencio y describiendo la política como efectivamente secularizada (Philpott 2002, 69).

a. El paradigma de la secularización

Sin ánimo de subestimar pero sí de profundizar en el proceso histórico de transformación que supuso la modernidad y su alcance sobre las religiones como sistema de orden social, se quiere llamar la atención sobre los efectos que ha tenido la asunción acrítica del paradigma de la secularización12sobre la comprensión de las religiones en la disciplina. Su calado en esta especie de a priori del pensamiento ha hecho que muchos académicos hayan interiorizado este arquetipo explicativo como un fenómeno empírico evidente, en términos descriptivos y prescriptivos, en la historia moderna de la política internacional. Esta asunción, convicción que muchos han tildado de mitología, se puede explicar haciendo referencia, por lo menos, a dos elementos.

En primer lugar, cabe destacar el hecho de que el paradigma de la secularización arraigó en la Sociología americana en los años cincuenta del siglo XX, coincidiendo con el despegue de las Relaciones Internacionales como disciplina autónoma de la Ciencia Política. De ahí su especial influencia en la autopercepción y desarrollo de la disciplina como cuerpo de conocimiento, así como su arraigo entre sus teóricos (Shakman 2004, 240; Fox y Sandler 2004, 2 y 3). Según José Casanova (1994, 17) "puede que la teoría de la secularización sea la única que ha sido capaz de adquirir un verdadero estatus casi paradigmático dentro de las Ciencias Sociales". Teniendo en cuenta lo anterior, resulta llamativo, como ya se ha mencionado en la Introducción, el desfase entre la Sociología y las Relaciones Internacionales en el tratamiento científico de la religión y del fenómeno de la secularización. Ya en los años setenta, la sociología de la religión experimentó un giro que algunos han calificado de paradigmático. Dejó de estudiar las condiciones que podían explicar el retroceso de la religión a medida que una sociedad se modernizaba, para abordar el reto de comprender dos fenómenos hasta entonces teóricamente irreconciliables: la modernidad secular y el resurgimiento de las religiones.13Pues como diría el filósofo Charles Taylor, la modernidad es secular, no en el sentido común y algo vago de la palabra que remite a una ausencia de religión, sino en el sentido de que la religión ocupa un lugar distinto, compatible con el principio de que toda acción social tiene lugar en un tiempo profano (Taylor 2006, 223).

Alejándose de la simplista ecuación del paradigma de la secularización, los sociólogos insisten en que los procesos de secularización hay que estudiarlos desde un enfoque histórico, y no como una relación causa-efecto axiomática entre la religión y el conjunto del mundo moderno. Además, han centrado su atención en el estudio de la secularización, abordándola ahora como un concepto multidimensional que alude a un fenómeno complejo que capta en sí mismo tendencias de cambio estructural propias de la modernidad.14 José Casanova (1994), por ejemplo, ha subrayado tres dimensiones de la secularización por diferenciar, para una mejor comprensión de este proceso en los diferentes lugares del mundo: la diferenciación, la privatización y la desaparición, entendiendo la primera como su núcleo central y, sin embargo, la dimensión más marginada hasta ahora. La secularización es un proceso que no implica una desaparición ni privatización de la religión, necesariamente. En la modernidad se produce un proceso de diferenciación que implica la emancipación de las normas e instituciones religiosas respecto de esferas de la vida que se reconfiguran como seculares (por ejemplo, la diferenciación entre ciencia, política, economía, religión, etc.); lo cual no quiere decir que la modernidad implique como condición necesaria una reducción de los niveles de la fe o de la práctica religiosa, o el relegar la religión al ámbito privado.

A su vez, en el terreno de la filosofía no ha cesado el interés, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta la actualidad, por alimentar el debate en torno a las rupturas y/o continuidades entre la teología judeocristiana y la teoría política moderna. Es ilustrativa de este debate la polémica entre Karl Lõwith y Hans Blumenberg sobre la legitimidad de la modernidad en relación con la naturaleza derivada (de la teología) de conceptos clave para la política moderna como el progreso15 o, para Carl Schmitt, la soberanía.16Estas reflexiones filosóficas en torno a los rasgos característicos de la modernidad -por oposición y/o translación de la tradición judeocristiana- toman la secularización como un indicador genealógico o categoría hermenéutica de la modernidad, al captar en sí misma cambios que inauguran la era moderna, como la diferenciación o la temporalización de la experiencia.17 Además, este debate ha cobrado plena actualidad en el seno de la filosofía política tras el 11-S. Ante la crisis de muchas de las categorías políticas hasta ahora válidas para comprender el mundo, son varios los filósofos que han dirigido su mirada hacia la teología cristiana, en la búsqueda de alternativas; al mismo tiempo que, como hicieron otros filósofos en los años cincuenta y sesenta del siglo XX, subrayan la naturaleza cristiana, ahora secularizada o temporalizada, de conceptos clave de la teoría política moderna.18

En segundo lugar, cabe subrayar la influencia de un estado de cosas previo en la historia del pensamiento moderno occidental. Se trata de la propia concepción de lo que es ciencia; una concepción, la de la ciencia moderna, inevitablemente mediada por el distanciamiento e independencia respecto a la religión, que, con el nuevo orden moral moderno, deja progresivamente de concebirse como una fuente explicativa sobre el comportamiento de los hombres y el funcionamiento del mundo.

Si bien rastrear el concepto moderno de ciencia como una forma específica de conocimiento exige remontarse a la revolución científica de la Europa del siglo XVII adentrándose en las aportaciones de Copérnico, Descartes o Newton, su definición explícita en términos de oposición directa a la religión es más propia de los pensadores europeos del siglo XIX. Entre éstos, destaca el francés Auguste Comte. En su obra Cursos de Filosofía Positiva de 1842 defendió, en términos de una ley general, que la humanidad como un todo y los individuos como parte constitutiva de ella pasan por tres estadios sociales que se identifican, a su vez, con tres niveles diferentes de desarrollo intelectual: el teológico o ficticio, el metafísico o abstracto y el positivista o científico; identificando a este último como la forma de conocimiento más elevado. Comte contribuyó a revestir el racionalismo, un metalenguaje analítico originado en el siglo XVII, con los ropajes del empirismo propio del Positivismo decimonónico, desplazando la reflexión abstracto-deductiva por la experimentación empírico-inductiva. Asimismo, fue quien acuñó el término "sociología", con el fin de identificar un nuevo campo de conocimiento que reemplazara las elucubraciones religiosas como una guía moral y explicativa útil para el nuevo mundo moderno industrializado.

Y si Comte acuñó el término "sociología", Max Weber introdujo posteriormente el concepto "secularización" en la Sociología respondiendo con ello a la convicción, comúnmente aceptada, de que las explicaciones de los acontecimientos de todas las esferas de la vida, así como su funcionamiento, podían encontrarse en la experiencia dentro de este mundo y en la aplicación de la razón humana. El efecto inmediato es el surgimiento de una nueva forma de conocimiento, ciencia, que supone el progresivo abandono de las explicaciones fundamentadas en fuerzas extramundanas, ya fueran divinas o cósmicas. En definitiva, Weber definía como "secularización" este doble proceso de racionalización y desencantamiento del mundo, entendiendo por secularización tanto el proceso como el resultado de éste.

Éstos son sólo algunos ejemplos que muestran cómo en la genealogía del concepto moderno de ciencia, ésta se percibe en términos de oposición directa o distanciamiento de la religión; primero, entre pensadores puntuales de la época, para pasar posteriormente a convertirse en una asunción generalizada en la comunidad científica. El presupuesto de secularización se revela así como una de las regularidades discursivas que subyace a las Ciencias Sociales.

b. El paradigma westfaliano

Estrechamente vinculado al paradigma de la secularización, y en una lógica de retroalimentación con él, se encuentra el paradigma westfaliano. Tradicionalmente, ambos patrones explicativos han gozado de especial calado en las Relaciones Internacionales, y conformado lo que, parafraseando a Weber, sería una especie de "tela de araña de significados que los hombres han creado y de los que están suspendidos".19

El paradigma westfaliano es un relato, entre otros tantos, de la historia de las relaciones internacionales pero acabó erigiéndose en el dominante e interiorizándose como el patrón explicativo de las relaciones internacionales "modernas". De este modo, la asunción acrítica de este relato histórico es otra de las causas que han contribuido a hacer de la religión uno de los silencios de la disciplina, y uno de sus efectos inmediatos sobre gran parte los teóricos ha sido el tomar la coyuntura histórica de la Paz de Westfalia (1648) como un momento de ruptura y cambio en la concepción teórica y el devenir de la práctica política internacional.20 El escenario de la Europa westfaliana suele tomarse como un punto de inflexión en el tránsito de la Cristiandad (medieval) a la Europa (moderna); como un momento clave en el proceso de ruptura o emancipación no sólo entre Iglesia y Estado, sino también entre política y religión, marcando así el tránsito del orden político medieval al moderno. Pero si bien este paradigma ya había sido contestado en la disciplina,21 el 11-S y la narrativa del "resurgimiento de la religión" han puesto de manifiesto la vitalidad de la que todavía goza en la academia, ante la exigencia de abordar la hasta entonces silenciada cuestión religiosa.22

Los presupuestos que sustentan lo que algunos han llamado "mitología westfaliana"23 hacen referencia, principalmente, a la identificación de la Europa de 1648 con el origen del Estado y del sistema de Estados en cuanto forma de autoridad política moderna; la desaparición de la religión de la esfera internacional, con el debilitamiento de las figuras del Papa y el Emperador y la privatización de la religión como un asunto interno del territorio de cada príncipe; la concesión de estatus legal al principio cuius regio eius religio como embrión de la soberanía estatal y del (futuro) principio de no intervención, así como el respeto a las minorías religiosas en cuanto principio de pluralismo y embrión de la futura libertad religiosa y de conciencia. Sin embargo, como se pretende demostrar, muchos teóricos de Relaciones Internacionales han asumido estos presupuestos como un a priori en sus análisis, con el efecto de convertir la coyuntura westfaliana en una suerte de arquetipo explicativo abstracto y distanciado de la complejidad real que encierra todo proceso histórico de transformación. Uno de los efectos derivados de esta tendencia a la modelización y abstracción ahistórica ha sido el presumir ese tránsito de la Cristiandad a Europa, evadiendo el interrogante sobre la existencia o no de una "Europa cristiana" tanto en el escenario internacional del siglo XVII como en el de siglos posteriores; interrogante que se plantea, por ejemplo, a la luz de la institucionalización legal del Estándar de Civilización en el contexto internacional del siglo XIX hasta mediados del XX.

Resulta pertinente exponer de forma sucinta en qué consisten estos arquetipos teóricos que sustentan el paradigma westfaliano. Principalmente, cabe destacar la tendencia a identificar la coyuntura europea de la Paz de Westfalia con el escenario en el que ya es visible un cambio en la forma de autoridad política. Para muchos autores, este contexto que ponía fin al largo enfrenta-miento entre católicos y protestantes ofrece indicios suficientes para identificar en él el paso de una forma de autoridad múltiple y solapada que caracterizaba al Sacro Imperio Romano a la fórmula "una sola autoridad suprema sobre un territorio", que inaugura la estatalidad moderna. Reconocer este cambio en el principio de organización de la autoridad política implica reconocer en la Europa de Westfalia el origen de la institución moderna de la "soberanía". Hay que reconocer la existencia de un debate al respecto,24 pero no es la intención de estas líneas entrar en él. A efectos del objetivo que aquí se persigue, basta con contextualizar históricamente la Paz de Westfalia y los tratados que la conformaron, para mostrar que esta coyuntura no supuso la secularización de facto de la política internacional, sin dejar por ello de reconocer el esbozo de transformaciones, a la larga, determinantes para el orden político internacional.

En el propio texto de los tratados de Münster y Osnabrück (1643-1648), no había ninguna mención directa a la "soberanía" o a la "estatalidad", como las entendemos en el sentido moderno. Si bien se reconoce en Jean Bodin la primera formulación teórica de la soberanía (Les six livres de la République, 1576), la letra de los acuerdos que ponían fin a este conflicto no hacía mención de ella. Los principales objetivos que motivaron estos acuerdos tenían que ver, esencialmente, con la práctica religiosa y la distribución de los territorios, pero no con la creación de unidades políticas separadas e independientes de cualquier autoridad superior. Los Tratados de Münster y Osnabrück no establecieron, de jure, un sistema de Estados independientes (Beaulac 2004, 20 y 21). Será necesario esperar hasta los siglos XVIII y XIX para encontrar abogados, príncipes y filósofos como Emerich de Vattel que aludan directamente a la soberanía, la igualdad de los Estados y la no intervención como principios de la sociedad internacional.25

Pero, asimismo, si bien la conferencia de Westfalia no fue un consejo eclesiástico ni una Dieta Imperial sino un encuentro entre representantes de las distintas entidades políticas y territoriales europeas, con la participación del Papa y el Emperador junto a éstos, no hay que olvidar que Westfalia y en particular el tratado de Osnabrück eran oficialmente un conjunto de nuevas leyes para el Sacro Imperio Romano (Philpott 2001, 95). En palabras de Geoffrey Parker (1988, 309): "hasta 1806, el acuerdo de Westfalia fue considerado por todos como la constitución fundamental del Imperio e incluso después de esa fecha era contemplado algunas veces como garantía fundamental del orden en la Europa central". Por tanto, entre los dictados de la Paz de Westfalia no estaba la abolición del Imperio. Sin embargo, algunas de las medidas contempladas en los tratados acabarían debilitando progresivamente la autoridad y capacidad de decisión del Papa y el Emperador, en favor del reconocimiento de la autoridad de los príncipes europeos sobre sus respectivos territorios.

Por lo tanto, el orden político europeo dictado por la coyuntura westfaliana mantenía formalmente el andamiaje del Sacro Imperio Romano. Pero, en caso de tomar esta coyuntura como origen embrionario de la soberanía moderna (sustentada sobre la autoridad territorial), es inevitable reconocer la influencia de las prerrogativas sobre religión y política incluidas en los tratados como uno de sus patrones conformadores. Los tratados de Münster y Osnabrück dieron base legal a un principio que se formuló en la Paz de Augsburgo (1555) para intentar apaciguar las relaciones entre el Emperador y los príncipes protestantes: el cuius regio eius religio. Mediante éste, los poderes cristianos europeos, tras la larga y desoladora experiencia de las guerras de religión, reconocían que cada príncipe decidía la religión en el interior de su reino. Este principio sería un paso más en la definición de la norma de la soberanía pero, no podemos olvidar, lo hacía bajo el imperativo de regular la cuestión religiosa en Europa y, por lo tanto, estaba circunscrito a las variantes del cristianismo occidental (católicos y protestantes).

    Las prescripciones que incluían los tratados sobre religión y política fueron la primera piedra que contribuyó a establecer la soberanía estatal moderna. Aunque en 1555 los príncipes habían firmado un acuerdo por el que respetaban el derecho de cada uno de ellos a decidir la religión en el interior de su territorio, será tras Westfalia cuando ningún poder, ni los príncipes ni el Emperador, podrá intervenir en el territorio de otro príncipe por motivos religiosos. (Philpott 2001, 21)

Así, es habitual estereotipar Westfalia como el origen de la estatalidad soberana y, con ella, de lo que se erige en uno de los ejes normativos de la sociedad internacional: el principio de soberanía. Sin embargo, no es tan habitual reconocer la influencia de la religión en la conformación de estos principios del orden internacional moderno; lo que se explica, en parte, por el énfasis que, por el contrario, sí se le atribuye a una de las normas contenidas en los tratados: la religión deja de ser reconocida como una causa justa para ir a la guerra (causus belli). Cabe también mencionar que es habitual identificar en el principio cuius regio eius religio un giro determinante para la política internacional moderna, en la medida en que se interpreta como la fundación de un principio formal de pluralismo. Pero este pluralismo se circunscribía a los márgenes identitarios del cristianismo occidental y, fundamentalmente, a las relaciones entre los Estados del sistema europeo. Y, aunque los tratados incluían normas sobre el respeto a las minorías en el interior de un reino de confesión contraria,26 no es baladí mencionar que la libertad religiosa del individuo era todavía algo extraño. Habrá que esperar a las revoluciones americana y francesa para concebirla como un derecho fundamental del individuo. Hasta entonces, la libertad religiosa era una concesión del príncipe soberano a ciertas comunidades cristianas no acordes a la confesionalidad (católica o protestante) dominante en su territorio.27

Finalmente, si bien la coyuntura europea de 1648 puede tomarse o no como origen de una nueva forma de autoridad política que encuentra en otro agente la titularidad suprema y legítima de ésta (el Estado), no hay duda de que la cultura cristiana seguía siendo un requerimiento para ser reconocido como parte de la sociedad internacional de la época. De modo que el cristianismo, en el propio contexto de los acuerdos de Westfalia, seguía siendo un principio de reconocimiento mutuo entre los actores políticos europeos. Sin ir más lejos, una alusión directa a la Santísima Trinidad encabezaba el texto del Tratado: "En nombre de la Santísima Trinidad: sea por todos sabido [...]".28 Asimismo, ambos tratados, al igual que otros textos de la época, rendían homenaje a la unidad de la Cristiandad, con una alusión constante a términos como "respublica christiana", "chrétienté", "orbis christianum" y "Christenheit".29 Como resultado de esta identificación mutua de los europeos como miembros de una común civilización cristiana, el Imperio otomano, pese a su poderío, no fue reconocido como parte de la sociedad internacional resultante de la Paz de Westfalia (Naff 1984).

En definitiva, el contexto europeo de 1648 pudo esbozar o no la moderna estatalidad soberana y el sistema de estados frente al orden internacional imperial, pero no supuso la secularización de facto de la política internacional. Los actores que participaron y decidieron las normas que regirían las relaciones políticas en la Europa posterior a las guerras de religión se percibían a sí mismos como parte de una sociedad de identidad cristiana, pero ahora con una nueva forma, cada vez más distanciada de la arquitectura del Sacro Imperio. Por ello, se dice que Westfalia "fue una paz cristiana para una cristiandad desunida" (Philpott 2001, 89).


CONCLUSIÓN

Entre la reforma y la revolución: desafíos teóricos de un retorno forzado

La revitalización social y política de las religiones, especialmente visible en el contexto de pos-Guerra Fría, ha llevado a especulaciones teóricas como aquellas que señalan al "siglo XX como el último siglo moderno", el tránsito a un "mundo postsecular", e incluso la llegada de un "mundo internacional poswestfaliano". Estas hipótesis han tenido su impacto en las Relaciones Internacionales, propiciando posicionamientos diversos sobre qué efectos, reformadores o revolucionarios, tiene sobre los fundamentos teóricos de la disciplina reconocer en las religiones un factor explicativo de la política internacional.

Las posiciones revolucionarias enfatizan que las Relaciones Internacionales, originadas y desarrollas en gran medida desde -y en respuesta a- las agendas políticas de los poderes occidentales, están construidas sobre presupuestos teóricos modernos-ilustrados que parten de la asunción óntica de que las relaciones internacionales están efectivamente secularizadas. Por ello, los paradigmas con los que tradicionalmente la disciplina se ha aproximado al mundo (estadocéntrico, globalista y estructuralista) difícilmente pueden integrar el estudio de las religiones sin caer en contradicciones. A simple vista, un ejemplo de este enfoque sería la propuesta de Samuel P. Huntington (1996) que advierte sobre la necesidad de un nuevo paradigma para comprender el mundo internacional que deje de incidir en la centralidad de los Estados, para privilegiar ahora las culturas y las civilizaciones como unidades de análisis. Sin embargo, la tesis de Huntington ha sido objeto de numerosas críticas que han invalidado prácticamente su propuesta, por acabar reproduciendo los postulados del neorrealismo revestidos ahora con los ropajes de la identidad cultural.30 Otro posible ejemplo sería la propuesta de Vendulka Kubálková de crear una "Teología Política Internacional" como un subcampo de las Relaciones Internacionales (Kubálková 2003). Defiende que, al igual que se creó la Economía Política Internacional tras advertir que las relaciones internacionales no sólo son una cuestión de poder (político) sino también de riqueza (económica), se podría crear una "Teología Política Internacional". Esto implicaría reconocer que un mundo cada vez más globalizado no se articula sólo con base en el poder y la riqueza sino también, e incluso más, sobre los valores, las creencias y los significados simbólicos atribuidos a prácticas mundanas interpretadas en relación directa con una existencia trascendente religiosa o espiritual. Pero el componente revolucionario de Kubálková se agota en el uso del término "Teología Política Internacional" porque, en última instancia, su propuesta no señala un encuentro con la Teología Política, defendiendo la existencia de una "particularidad" trascendente que diferenciaría a las religiones de la mera cultura. Más bien, reivindica la centralidad del constructivismo más hard -en oposición al constructivismo soft de A. Wendt-frente a los efectos del dominante racionalismo positivista en la disciplina.

Por lo tanto, hasta el momento, y frente al aparente giro revolucionario que "el retorno" de las religiones plantea a la organización social y política de un mundo tardo-moderno, la mayoría de los internacionalistas parecen ser partidarios de la vía reformista. Recientemente, Jack Snyder ha reunido bajo esta tesis las reflexiones de diversos teóricos de Relaciones Internacionales, en el volumen Religion and International Relations Theory (2011). Asimismo, en los años noventa del pasado siglo Judith Goldstein y Robert O. Keohane respondían ante el entonces novedoso desafío del "retorno de la cultura y la identidad" señalando que ya había en las Relaciones Internacionales importantes herramientas teóricas para abordar la identidad, la cultura, la religión, y que, por ello, merecen ser redescubiertas, rescatadas y reintegradas a la labor teórica (Goldstein y Keohane 1993, 6).

Como se ha señalado, el propósito de este artículo no es esbozar una propuesta teórico-metodológica para un estudio más adecuado de las religiones en la política global del siglo XXI, tarea reservada para futuros trabajos. No obstante, con el humilde propósito de alimentar la discusión con quienes lean estas páginas, sí se advierte la necesidad, desde las transformaciones ontológicas y epistemológicas señaladas por las posiciones pospositivistas, de dar un paso más en el giro social, histórico y lingüístico de la disciplina, a tenor de los desafíos planteados por la revitalización social y política de las religiones a finales del siglo XX e inicios del XXI.

En este sentido, la Escuela inglesa, el Constructivismo, el Posestructuralismo y las teorías Postcoloniales podrían ser un buen punto de partida. Pero, no obstante, sería necesario acudir también a la complementariedad de otros enfoques teóricos; a un mayor diálogo interdisciplinar con la Sociología, la Filosofía, la Antropología, la Historia, o la Teología; y hacer acopio de reflexiones que, en algunos casos, estas disciplinas vienen realizando desde hace cuarenta años. Como hizo la Sociología en los años setenta, las Relaciones Internacionales se enfrentan al reto de romper con la percepción, aparentemente disyuntiva, de dos fenómenos presentes simultáneamente en el mundo: la modernidad secular y el resurgimiento de la religión. Abordarlo condicionará sin duda la comprensión del presente, pasado y futuro de las relaciones internacionales, invitando a una reescritura genealógica de las supuestas rupturas entre religión y política internacional. A su vez, sacará a la luz la existencia de continuidades y, lo que es más interesante, los procesos históricos de reformulación a través de los cuales éstas se hacen manifiestas.

Asimismo, sería necesario abordar interrogantes relevantes para comprender el verdadero alcance de las religiones, en sus diferentes formas y funciones, en el escenario internacional actual; para comprobar si su presencia exige un cambio reformador o revolucionario en la forma de comprender científicamente e imaginar el mundo. Aproximarse a las doctrinas y prácticas religiosas basta para observar una serie de elementos, en principio distintivos, sobre los que la teoría de Relaciones Internacionales tiene que elaborar una respuesta, en el intento de reconocer en ella un elemento potencialmente explicativo. Algunos de estos rasgos son:

1. La relación de convivencia y competencia con el Estado-nación. La religión está en la propia base de la configuración histórica del Estado moderno y del sistema de Estados europeos, así como ha contribuido históricamente a reforzar la identidad nacional en su interior. Al mismo tiempo, las religiones suponen un desafío a la autoridad estatal. Por una parte, su existencia histórica es previa a la aparición del sistema de Estados, y las llamadas religiones universales (como el cristianismo y el islam, por ejemplo) se han caracterizado por una marcada naturaleza transnacional que, no obstante, se observa en las dinámicas de la globalización actual y el crecimiento de las llamadas "nuevas formas de religión" prácticas religiosas desinstitucionalizadas, desterritorializadas e informales, como se observa en los movimientos neopentecostales en América Latina y África. Por otra parte, las religiones se han erigido en respuesta a las necesidades no satisfechas por la institución estatal, y en principio, de orden social (y espiritual) alternativo a ésta.

2. La dimensión trascendente/inmanente de las religiones. Las religiones apelan a una dimensión trascendente como fuente del significado último de la existencia; un nivel sagrado o cósmico, más allá de la inmanencia del mundo terrenal o secular que, en principio, articula una fuente de legitimidad de las acciones distinta a las de origen secular. Cabe, por tanto, indagar en si el factor religioso debe entenderse como una dimensión más de la cultura (como la identidad étnica, racial, nacional, etc.) o si una adecuada comprensión de la religión radica justamente en reconocer un carácter particular en ella, susceptible de ser aprehendido en términos teórico-metodológicos.

3. Las religiones como fuente de orden social. Las religiones a lo largo de la historia han ofrecido fórmulas para dotar de significación y organización a las diferentes esferas de la vida. La separación entre éstas (política, economía, religión, ciencia, etc.) es resultado del proceso de "diferenciación" de la modernidad. Actualmente, convivimos con religiones como el Islam que, en su propio proceso de apropiación de la modernidad, no han renunciado en muchas ocasiones a regir determinados ámbitos del derecho y de la vida social a través de la Ley Islámica (Sharia).

4. El alcance del fenómeno de la secularización. Desechar el patrón explicativo del paradigma de la secularización exige ahondar sobre la complejidad y multidimensionalidad de este fenómeno histórico. Ésta es una condición necesaria para comprender los lugares de la religión en la modernidad, entendida como un programa cultural inherentemente diverso y plural, resultante de su constante reconstitución en los procesos de reapropiación histórica por los pueblos del mundo (Eisenstadt 2000). Pero no sólo alumbrará una mejor comprensión sobre el lugar de la religión en la modernidad sino también en esta época histórica que vivimos, que se ha calificado como tardo-moderna, segunda modernidad o modernidad global, entre otros. Así, como señala Sassen (2011), puede que el resurgir de las religiones sea una dinámica no ajena sino propia de la modernidad tardía y las nuevas estructuras organizativas y de autoridad, en parte desterritorializada, que están surgiendo.

En conclusión, la Teoría de Relaciones Internacionales acaba apenas de iniciar un debate que, todo hace indicar, se prolongará en el tiempo. Desde el 11-S, la idea del "retorno de las religiones" se ha convertido en un elemento agitador para los tradicionales pilares de la arquitectura teórica sobre la que se eleva el saber de las relaciones internacionales. En este contexto, se han alzado voces críticas que subrayan la urgencia de cuestionar y reformular categorías de análisis no sólo de las Relaciones Internacionales sino de la teoría social moderna en general.

Este "retorno" de las religiones se presenta como un torbellino que sacude y amenaza la pulcra construcción del pensamiento racional moderno. Una fuerza más que se suma a aquellas corrientes que, con furia, ya erosionaron parte de sus pilares tras las decepciones y horrores vividos en el siglo XX. La evidente influencia social y política de las religiones en el mundo de hoy genera importantes desafíos al saber, en general, de las Ciencias Sociales. No obstante, para hacer frente a tales desafíos desde las Relaciones Internacionales es necesario reivindicar un mayor enfoque histórico y filosófico en sus estudios. El presente no se comprende sino acudiendo al pasado, un pasado en el que, como en el tiempo presente, se evidencia una constante lucha de identidades culturales (y racionalidades) que reivindican su espacio político y redefinen muchos de los contornos conceptuales con los que entonces, y ahora, imaginamos el mundo.


Comentarios

1 Según una encuesta, entre 1980 y 1990, sólo 6 de 1.600 artículos publicados en las revistas de Relaciones Internacionales más importantes mencionaban la religión como factor influyente en la política mundial (Philpott 2002, 80). A modo de excepciones, véanse Orbis: A Journal of World Affairs, 42, primavera de 1998, y Millennium: Journal of International Studies, vol. 29, núm. 3 especial, 2000.

2 Este trabajo toma una definición instrumental de "religión" como ensamblaje de principios, valores y normas que en un contexto sociohistórico concreto comparten los integrantes de un grupo social, como derivados de un principio ordenador supra-mundano y que condiciona su cosmovisión y sus pautas de relación con lo político, económico, social y cultural.

3 Véase Nieburh (1931, 1940 y 1953) para algunos de los textos más representativos sobre este punto.

4 Como excepción, Andrew Moravcsik (1997) reconoce las identidades religiosas como fuente de preferencias e intereses de los actores.

5 Véanse M. Barnett, "Another Great Awakening? International Relations Theory and Religion", en J. Snyder (ed.), Religion and International Relations Theory, Columbia University Press, Nueva York, 2011; Martha Finnemore, "Constructing Norms of Humanitarian Intervention", en P. Katzenstein (ed.), The Culture of National Security: Norms and Identity in World Politics, Columbia University Press, Nueva York, 1993; Neta Crawford, Argument and Change in World Politics: Ethics, Decolonization and Humanitarian Intervention, Cambridge University Press, Cambridge, 2002.

6 Para una explicación sobre las distintas definiciones otorgadas al positivismo en la teoría de Relaciones Internacionales, véase Steve Smith, "Positivism and Beyond", en Steve Smith, Ken Booth y Marysia Zalewski (eds.), International Theory: Positivism and Beyond, Cambridge University Press, Cambridge, 1996.

7 Véase Robert O. Keohane, "International Institutions: Two Approaches", en International Studies Quarterly, Vol. 32. núm. 4, 1988; y Yosef Lapid, "The Third Debate: On the Prospects of International Theory in a Post-Positivist Era", International Studies Quarterly, Vol. 33, Núm. 3, 1989.

8 Véase Thomas Kuhn, La estructura de las revoluciones científicas, Fondo de Cultura Económica, México, 2006. [Versión original, 1962].

9 Diferenciación establecida por Martin Hollis y Steve Smith en Explaining and Understanding, Clarendon, Oxford, 1990.

10 Se toma la definición de imaginario social de Charles Taylor: "las formas en que las personas imaginan su existencia social, el tipo de relaciones que mantienen unas con otras, el tipo de cosas que ocurren entre ellas, las expectativas que se cumplen habitualmente y las imágenes e ideas normativas más profundas que subyacen a estas expectativas". Charles Taylor, Imaginarios sociales modernos, Paidós, Barcelona, 2006, p. 37.

11 Si bien se defiende la idoneidad de referirse a la modernidad en plural por ser inherentemente diversa en su realización, se destaca la categoría "imaginario social moderno europeo" para evidenciar el eurocentrismo de la disciplina y su provincianismo, al trasladar la experiencia histórica de modernización y secularización europea al resto del mundo. Véase Talal Asad. Formations of the Secular: Christianity, Islam and Modernity, Stanford: University Press, 2003.

12 La teoría de la secularización nace en el seno de la Sociología en el siglo XIX como parte constitutiva de esta área de conocimiento, y se consolidará en los años cincuenta y sesenta del siglo XX como parte de las teorías de la modernización.

13 Varios teóricos han denunciado que la secularización se ha convertido en una doctrina que ha sistematizado una aproximación ahistórica al estudio de las religiones. Véase Jeffrey K. Hadden y Anson Shupe (eds.), Secularization and Fundamentalism Reconsidered, Parangon House, Nueva York, 1989; William H. Swatos y Kevin J. Christiano, "Secularization Theory: The Course of a Concept", Sociology of Religion, Vol. 60, núm. 3, 1999; Rodney Stark, "Secularization, R.I.P. (rest in peace)", Sociology of Religion, Vol. 60, núm. 3, 1999; Peter Berger (ed.), The Desecularization of the World. Resurgent Religion and World Politics, Ethics and Public Policy Center, Washington, 1999; José Casanova, Religiones públicas en el mundo moderno, PPC, Madrid, 1994; Charles Taylor, A Secular Age, Harvard University Press, Cambridge y Londres, 2007.

14 Véase Karel Dobbelaere, "Secularization: A Multi-Dimensional Concept", Current Sociology, 1981.

15 Ver Karl Lõwith (1968). (La obra se publicó primero en inglés bajo el título Meaning in History, en 1949, y, posteriormente en alemán, Weltgeschichte und Heilsgeschehen, en 1953).

16 Ver Carl Schmitt (2001).

17 Véanse, por ejemplo, Koselleck (2003), Lõwith (1968) y Marramao (1998).

18 Sobre la versión actualizada de este debate tras el 11-S, véanse Reyes Mate y J. Antonio Zamora, Nuevas teologías políticas. Pablo de Tarso en la construcción de Occidente, Anthropos, Barcelona, 2006; Giorgio Agamben, El reino y la gloria: para una genealogía teológica de la economía y el gobierno, Pre-Textos, Valencia, 2008; Slavoj Zizek, El frágil absoluto o ¿por qué merece la pena luchar por el legado cristiano?, Pre-Textos, Valencia, 2009.

19 Véase Patrick Chabal y Jean Pascal Daloz. Culture Troubles. Politics and the Interpretations of Meaning, Hurst & Co., Londres, 2006, pp. 23-25, en F. J. Peñas "Imaginarios sociales modernos y nueva conflictividad mundial", ponencia presentada en el VIII Congreso de la AECPA, Valencia, septiembre de 2007.

20 Como ejemplos de esta narrativa westfaliana, véase R. A. Falk "The Interplay of Westphalia and Charter Conceptions of the International Order", en R. A. Falk y C. E. Clack, (eds.), The Future of the International Legal Order, Vol. I, Princeton University Press, Princeton, 1969; H. J. Morgenthau, "The Problem of Sovereignty Reconsidered", Columbia Law Review, núm. 58, 1948; K. J. Holsti, "Dealing with Dictators: Westphalian and American Strategies", International Relations of the Asia-Pacific, Vol. 1, núm. 1, enero de 2001; D. Fagelson, "Two Concepts of Sovereignty: From Westphalia to the Law of Peoples?", International Politics, Vol. 38, núm. 4, diciembre de 2001.

21 Véanse Stephen D. Krasner, "Westfalia and All That", en J. Goldstein y R. Keohane (eds.), Ideas and Foreign Policy: Beliefs Institutions, and Political Change, Cornell University Press, Ithaca y Londres, 1993; Robert Jackson (coord.), Sovereignty at Millennium, Blackwell, Massachusetts y Oxford, 1999.

22 Véanse S. M. Thomas, The Global Resurgence of Religion and the Transformation of International Relations, Palgrave Macmillan, Nueva York, 2005; D. Philpott, "The Religious Roots of Modern International Relations", World Politics, núm. 52, 2000.

23 Véanse Stéphan Beaulac, The Power of Language in the Making of the International Law, Martines Nijhoff Publishers, Leiden y Boston, 2004; Krasner (1999) Andreas Osianders, "Sovereignty, International Relations, and the Westphalian Myth", International Organization, Vol. 55, núm. 2, 2001; Benno Teschke, The Myth of 1648: Class, Geopolitcs and the Making of Modern International Relations, Verso, Londres y Nueva York, 2003.

24 Véanse Leo Gross, "The Peace of Westphalia, 1648-1948", The American Journal of International Law, núm. 42, 1948; S. D. Krasner, "Westfalia and All That", en J. Goldstein y R. Keohane (eds.), Ideas and Foreign Policy: Beliefs Institutions, and Political Change, Cornell University Press, Ithaca y Londres, 1993; Robert Jackson (coord.), Sovereignty at Millennium, Blackwell, Massachusetts y Oxford, 1999; S. D. Krasner, "Compromising Westphalia", International Security, Vol. 20, núm. 3, 1995/6; R. Jackson (coord.), Sovereignty at Millennium op. cit.; Daniel Philpott, Revolutions in Sovereignty, Princeton University Press, Princeton y Oxford, 2001.

25 Véase, por ejemplo, Jens Bartelson, A Genealogy of Sovereignty, Cambridge University Press, Cambridge, 1995.

26 El artículo 5 del Tratado de Osnabrück reconocía el principio cuius regio eius religio pero introducía nuevas restricciones a la autoridad de los príncipes. Por ejemplo, todo gobernante que cambiara de religión no podía obligar a sus súbditos a hacer lo mismo; reconocía la libertad de conciencia de los católicos que vivían en zonas protestantes, y viceversa, incluidas garantías que protegieran sus prácticas y su educación religiosa; e impulsó una participación igual -entre católicos y protestantes- en las asambleas de la Dieta y otras instituciones imperiales de toma de decisiones.

27 Sobre la evolución histórica de la formulación política de los derechos de las minorías, véase Jennifer Jackson, National Minorities and the European Nation-State System, Clarendon Press, Oxford, 1998.

28 Véase http://www.yale.edu/lawweb/avalon/westphal.htm. La traducción es mía.

29 Véase: Andreas Osianders, The States System of Europe, 1640-1990 - Peacemaking and the conditions of International Stability, Clarendon Press, Oxford, 1994, pp. 27-30.

30 Véase, por ejemplo, Jacinta O'Hagan, "Civilizational Conflict? Looking for Cultural Enemies", Third World Quarterly, vol. 16, núm. 1, 1995.


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