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Colombia Internacional

Print version ISSN 0121-5612

colomb.int.  no.79 Bogotá Sept./Dec. 2013

 

La Constitución de Colombia de 1991 y sus enemigos. El fracaso del consenso constitucional*

Jorge Andrés Hernández

Es abogado y licenciado en Filosofía y Letras. Doctor en Ciencia Política, Universidad Johannes Gutenberg de Maguncia (Alemania). Ha sido docente de la Universidad de Antioquia, EAFIT y la Universidad Santo Tomás. En la actualidad es asesor de la Alcaldía Mayor de Bogotá y columnista de la revista digital Razón Pública. Sus últimas dos publicaciones académicas son "El Behemoth colombiano. Teoría del estado, violencia y paz", en Revista de Estudios Sociales, Universidad de los Andes, y "Liberalismo y antiliberalismo: Uribe y Santos", en Revista Debates, Universidad de Antioquia.


RESUMEN

La Constitución Política de 1991 es evaluada en la literatura académica politológica y constitucionalista como el resultado de un gran consenso constitucional. Sin embargo, las dos décadas de vigencia del texto constitucional revelan un proceso muy amplio de fracaso del consenso constitucional porque importantes sectores políticos y sociales se oponen a ella, lo que se concreta en fenómenos como el Pacto de Ralito y el proyecto político que gobernó a Colombia entre 2002 y 2010. Estos procesos revelan que en Colombia no existe un auténtico consenso constitucional.

PALABRAS CLAVE

Constitución de Colombia de 1991, consenso constitucional, fracaso constitucional, paramilitarismo, Álvaro Uribe, Pacto de Ralito


The Colombian Constitution of 1991 and Its Detractors. The Failure of the Constitutional Consensus

ABSTRACT

The Colombian constitution of 1991 brought major reforms to Colombia's political institutions and has been analyzed by political scientists and constitutional lawyers as the product of a wide constitutional consensus. But twenty years after, there is strong evidence of a legal, political and social process of counter-reformation against the principles and values of the Constitution. This process reveals that there is no such a thing like a constitutional consensus in Colombia.

KEYWORDS

1991 Colombian constitution, constitutional failure, constitutional consensus, paramilitarism, Álvaro Uribe, Pacto de Ralito

DOI: http://dx.doi.org/10.7440/colombiaint79.2013.03

Recibido: 1° de abril de 2013 Modificado: 28 de junio de 2013 Aprobado: 11 de octubre de 2013


Introducción

Rafael Gutiérrez Girardot (2000) sostiene que desde el siglo XIX existe en Colombia una convivencia simultánea y paradójica de un legalismo y un civilismo constitucional, por un lado, con una praxis ilegal y violenta, por otro. De ser cierta tal afirmación, el 9 de diciembre de 1990 sería un nuevo capítulo en el marco de dicha tradición. Ese día confluyeron, una vez más, las elecciones y la guerra. Una minoría de colombianos -el 25% en capacidad de votar- eligió los setenta delegatarios de la Asamblea Nacional Constituyente, que tenía como tarea la expedición de una nueva Constitución Política (Cardona Alzate 2012), y que renovó la ya histórica tradición electoral del país. Como se plantea tal día en la columna editorial del diario El Tiempo, con el título de La otra batalla: "Hoy se va a realizar la más importante elección de la historia del país. Desde la fundación de la República, los colombianos hemos participado en infinidad de debates electorales y hemos votado en ellos periódicamente para elegir desde primeros mandatarios hasta concejales de los más modestos municipios" (El Tiempo 1990a, 4-A). Al mismo tiempo que los ciudadanos votaban, las Fuerzas Armadas adelantaban por aire y tierra la Operación Colombia, que destruyó Casa Verde, el símbolo mediático del Secretariado de las FARC, con quienes el gobierno de César Gaviria sostuvo unos fracasados diálogos de paz. Unos días después, en una de las primeras entrevistas a un medio de comunicación, el comandante del grupo guerrillero, alias "Manuel Marulanda Vélez", se refirió a la Asamblea Nacional Constituyente: "Nosotros pensábamos que era una gran oportunidad para conseguir la paz. Pero allí no están representados todos los colombianos. Así, la Asamblea Nacional ya no es el escenario para la paz" (El Tiempo 1990b).

Pese a la simultaneidad de estos fenómenos contradictorios, se han interpretado el proceso de discusión de la Asamblea Nacional Constituyente y su resultado, la Constitución Política de 1991, como un modelo de consenso constitucional y un "instrumento para la reconciliación",1 gracias a su naturaleza pactista y transaccional (Valencia Villa 1997, 182 ss.). En efecto, se trata de un proceso político inédito en Colombia, que permitió la participación de tradicionales sectores políticos, exguerrilleros, grupos indígenas y cristianos. Sin embargo, el consenso constitucional es más frágil de lo que parece a primera vista. La oposición a los valores y principios liberales constitucionales ha sido muy amplia. En primer lugar, de la extrema izquierda, representada por las FARC y el ELN, grupos guerrilleros que quisieron hacer parte (infructuosamente) de la Asamblea Nacional Constituyente, pero que rechazan las instituciones liberales de la Constitución Política. En segundo lugar, una oposición de derecha en dos frentes diferenciados, pero también interrelacionados: por un lado, el movimiento político y social nacional agrupado en torno al paramilitarismo, que se consolidó durante los primeros años de vigencia jurídica de la Constitución, y, por otro, el proyecto político que gobernó entre 2002 y 2010, que expresa un rechazo conservador al proyecto político contenido en la Constitución Política de 1991.2

En este ensayo se detalla el fracaso del consenso constitucional de 1991, porque diversos e influyentes actores políticos y sociales no acatan ni respetan los valores y principios de la Constitución Política, abandonándola como proyecto fundacional y proponiendo un pacto constitucional alternativo. Para lograr este objetivo, el ensayo se desarrolla con los siguientes pasos: en primer lugar, se explican las nociones de consenso y fracaso constitucional, a partir de la experiencia constitucional de las dos tradiciones más fructíferas de la teoría constitucional y política contemporánea, la estadounidense y la alemana, porque ambas han reflexionado sobre los requisitos jurídicos, políticos y sociales para que una carta política tenga vigencia jurídica y real (1). En el caso colombiano, la Constitución Política de 1991 es un intento de establecer un nuevo pacto fundacional que asegure la paz, la democracia y la garantía de los derechos fundamentales como principales macroobjetivos políticos (2). Los actores políticos y sociales opuestos al pacto constitucional desarrollan una contrapropuesta de pacto fundacional, concretada en el Pacto de Ralito (3). El proyecto político que gobierna entre 2002 y 2010 representa una oposición frontal a valores e instituciones esenciales de la Constitución Política y, de modo más amplio, canaliza un proceso sistemático de infiltración del Estado por parte del paramilitarismo (4).

1. Conceptos de consenso y fracaso constitucional

En una reflexión sobre el modo de fundar una sociedad política estable con base en los principios del liberalismo político, John Rawls (2005) plantea que una constitución liberal moderna debe satisfacer ciertos principios básicos y establecer determinados procedimientos para moderar la rivalidad política y las diferencias de concepciones del mundo que aparecen inevitablemente en una sociedad moderna, por definición pluralista y ajena a la unanimidad política y moral. Pero el pluralismo político y social de una sociedad democrática sólo es posible en el marco de lo que Rawls denomina consenso constitucional, es decir, un acuerdo básico entre las fuerzas políticas y sociales más relevantes en torno a los principios esenciales de la constitución, que todos deben acatar y respetar, y en cuyo marco se desarrollan y resuelven las diferencias y los diferendos. Se trata de una condición necesaria para que la constitución no sea una mera "hoja de papel", como formuló Ferdinand Lasalle (1997) en su clásica conferencia berlinesa de 1862, sino también un texto jurídico que estructure e impulse la vida política y social. El constitucionalista y exmagistrado del Tribunal Constitucional Federal alemán Dieter Grimm lo ha sintetizado de manera compacta, cuando escribe que "[e]l fundamento más importante de la validez real de una constitución es su base de consenso social" (Grimm 1989, 636).

El consenso constitucional no elimina las diferencias razonables que existen entre diversos actores políticos y sociales, e incluso entre miembros de la Corte Constitucional o del poder judicial, sobre la interpretación de artículos, instituciones o valores consignados en el texto constitucional. El derecho a la vida, por ejemplo, garantizado en el artículo 11 de la Constitución Política, puede ser interpretado de manera radicalmente contraria por los defensores y opositores de la despenalización parcial del aborto. Unos y otros basan sus argumentos en una interpretación peculiar del derecho fundamental a la vida, fenómeno que acompaña la pluralidad de las concepciones del mundo en una sociedad democrática. Pero ambas concepciones deben acatar la privilegiada interpretación de la mayoría obtenida en el seno de la Corte Constitucional, el organismo diseñado por la Carta para guardar "la supremacía e integridad de la Constitución" (Constitución Política, artículo 241). Un orden constitucional fracasa si la división social sobre la interpretación de la constitución deriva en una división sobre la autoridad de la constitución misma y de sus instituciones (Brandon 1998). En otras palabras, si no existe un auténtico consenso constitucional.

Mark Brandon (1998) desarrolla la idea de fracaso constitucional con base en un período crucial de la historia constitucional de Estados Unidos: la Guerra Civil (1861-1865). El orden constitucional se fractura por una guerra de secesión que refleja una división social respecto a los mitos fundacionales construidos en torno al pacto constitucional y, de modo muy especial, el debate sobre la esclavitud. Brandon puntualiza que la lógica de la autoridad constitucional genera la construcción de narrativas o mitos fundacionales. De acuerdo con Brandon (1998), el mito fundacional posee dos funciones básicas en este contexto. Por un lado, construye una imagen de un régimen coherente y, por lo tanto, comprensible y útil. Por otro lado, contribuye a legitimar la existencia misma del régimen que se funda en una nueva constitución. Sin embargo, una fundación puede generar más de un mito. En palabras de Brandon, "[e]n el caso de Estados Unidos, hubo al menos dos [mitos], cada uno con su propia versión de la autoridad constitucional, los valores y las instituciones" (Brandon 1998, x). Los Federalistas y los Anti-Federalistas construyeron sendas visiones de los mitos fundacionales, y sobre ellos se edificó una construcción específica sobre la esclavitud que condujo a la ruptura del consenso constitucional.

Ellen Kennedy (2004) estudia el fracaso constitucional de la República de Weimar, motivado también por la ausencia de un auténtico y amplio consenso constitucional, y se detiene en la teoría política y constitucional de Carl Schmitt para diagnosticar tal fracaso. Para Schmitt, la unidad política debe prevalecer y estar garantizada, como prerrequisito de la democracia y de la política, pues sólo ella puede permitir un pluralismo que no sea autodestructivo. La conceptualización de Schmitt responde a los desafíos planteados por los enemigos de la Constitución de Weimar en Alemania, desde la derecha y desde la izquierda política, es decir, desde el nacionalsocialismo y el comunismo. Si la unidad política no está garantizada, prevalecen la guerra civil y la revolución. Y esto fue Weimar: partidos políticos contrarios al consenso constitucional crearon entre 1919 y 1933 una situación de preguerra civil, abogando, unos, por la revolución, otros, por la contrarrevolución. El nacionalsocialismo, triunfante en 1933 a través de la democracia electoral liberal, elimina la oposición democrática y suspende indefinidamente las libertades y garantías constitucionales de Weimar, creando las bases de un orden autoritario que se prolongará hasta 1945.

2. La Constitución de 1991 como nuevo pacto fundacional

De modo similar a las situaciones históricas del siglo XIX en Estados Unidos y de Weimar, en Alemania, en el siglo XX, la sociedad colombiana se encontraba, a fines de los años ochenta, en un capítulo más de una larga historia de guerra civil, conflicto, división social y política y violencia autodestructiva. Los años previos a 1991 estuvieron caracterizados por una discrepancia entre una pretendida estabilidad y apego institucional a las normas constitucionales y democráticas, por un lado, y una realidad constitucional anómica e inconstitucional, por otro.3 Como escriben Bejarano y Pizarro, a propósito de este período preconstitucional: "las elecciones se celebran periódicamente, pero los candidatos y políticos elegidos son también periódicamente asesinados. La prensa está libre de la censura estatal, pero periodistas y académicos son sistemáticamente asesinados [...] La constitución y la ley establecen explícitamente los derechos y las responsabilidades de la oposición. Al mismo tiempo, los asesinatos de los líderes de la oposición se multiplican" (Bejarano y Pizarro 2005, 236).4 Tras el fin del Frente Nacional, en 1974, la clase política gobernante era cada vez más consciente de la impotencia del frágil Estado colombiano para hacer frente a la situación de agitación social, violencia y criminalidad crecientes. La respuesta de los gobiernos sucesivos (López Michelsen, 1974-78; Turbay, 1978-82; Betancur, 1982-86, y Barco, 1986-90) fue la propuesta de sendas reformas constitucionales, que fueron bloqueadas en el Congreso de la República o declaradas inexequibles por la Corte Suprema de Justicia, salvo la elección popular de alcaldes, contenida en el Acto Legislativo 1 de 1986 (Safford y Palacios 2002, 336). A fines de los años ochenta, el país se encontraba en una situación hobbesiana de Behemoth, es decir, un estado de naturaleza dominado por el caos y la anomia. Colombia, en efecto, se convirtió en uno de los países más violentos del mundo (Montenegro 2006, 217). Las masacres cometidas por la alianza militar-paramilitar se alternaban con la violencia guerrillera; la eliminación de un partido político (UP), con el asesinato de políticos, intelectuales, periodistas, defensores de derechos humanos y activistas sociales.

"¡Colombianos, bienvenidos al futuro!". Con estas palabras culminó el discurso de posesión del presidente de la República César Gaviria Trujillo, el 7 de agosto de 1990. Las palabras, rebosantes de optimismo, intentaban consolar la población, sumida en la desesperanza y la parálisis que provocaba el terror. El presidente César Gaviria continuó con el proceso de reforma constitucional promovido por su predecesor, Virgilio Barco, y mediante el Decreto 1926 del 24 de agosto estableció "medidas para el restablecimiento del orden público", es decir, la celebración de una Asamblea Constitucional, con un temario y una composición previamente acordados con las fuerzas políticas más importantes. La Corte Suprema de Justicia declaró la constitucionalidad de la convocatoria, pero inconstitucional el temario que se fijaba a la Constituyente, y de esta manera se abrió la puerta, no ya para una reforma constitucional, sino para la expedición de una nueva constitución (Younes Moreno 2004, 189). La Corte planteó que debía tenerse en cuenta "su virtualidad para alcanzar la paz. Aunque es imposible asegurar que el mencionado decreto llevará necesariamente a la anhelada paz, no puede la Corte cerrar esa posibilidad" (Younes Moreno 2004, 191). Sin embargo, los magistrados de la Corte Suprema derrotados en la sentencia final sostuvieron la inconstitucionalidad del decreto gubernamental, con base en argumentos que merecen recordación. En el Salvamento de Voto, los magistrados que se apartaron de la decisión mayoritaria plantearon: "Tememos estar en presencia de un retroceso de nuestro régimen institucional por la implantación de un nuevo período de expansión del estado de sitio más allá de los confines que la Constitución le señala [...] El ímpetu propio de la excepcionalidad constitucional parece empujar siempre su ejercicio más allá de los límites que le competen" (Baquero Herrera et al. 1990, 152). El estado de sitio (excepción), una figura del derecho constitucional diseñada para afrontar una crisis de un orden constitucional y permitir su defensa, se convertía ahora en la fuente formal de su disolución.5

En un momento de anomia y violencia generalizada, la nueva Constitución de 1991 tuvo una función histórica similar a la del plebiscito de 1957, es decir, la de un mito político fundacional6 (Mejía Quintana 1998 177). De nuevo, un pacto constitucional aparecía como el medicamento para la enfermedad y como un renacer de la nación. La Asamblea Nacional Constituyente fue percibida como un gran espacio democrático y pluralista, por el papel desempeñado por nuevos actores políticos y sociales: la participación de los exguerrilleros del M-19 y de otras pequeñas organizaciones que abandonaron también las armas, los grupos de indígenas y de negros, tradicionalmente excluidos y discriminados en Colombia. Como afirman Safford y Palacios, "la Constitución de 1991 planteó los temas del período que sigue al fin de la Guerra Fría, enfatizando los derechos humanos, las preocupaciones ecológicas, una sociedad civil participativa, la descentralización y la desmilitarización" (2002, 337). En un país tradicionalmente gobernado por los mismos partidos tradicionales, de una manera clientelista, corrupta y fraudulenta, la irrupción de nuevos actores políticos en el proceso constituyente abrió un horizonte de expectativas inusitado.

En la instalación de la Asamblea Nacional Constituyente, el presidente César Gaviria formuló los tres grandes propósitos de la nueva Constitución, cuando planteó cómo debían recordar los ciudadanos del futuro a los miembros de dicha Asamblea: "[.] aquella Asamblea Constituyente de la cual surgió una Constitución que contribuyó a consolidar la paz, a cimentar un orden justo y a fortalecer una democracia abierta a la participación de todos los colombianos" (Gaviria 1991, 6). Ahora conviene analizar esos tres grandes macroobjetivos de la Constitución Política de 1991:

a. Paz

En el discurso de instalación de la Asamblea Nacional Constituyente, el presidente César Gaviria contextualizó el proceso constituyente como una búsqueda de la paz: "[.] no debemos olvidar que este proceso fue el resultado de una actitud de creciente repudio a la violencia. Que los colombianos hayamos escogido recorrer un camino pacífico para la transformación es también un categórico rechazo a las vías violentas [.]" (Gaviria 1991, 35). De modo similar, Aida Abella, constituyente por la Unión Patriótica, planteó en la misma sesión de instalación: "Digamos que la más palpitante expectativa que nos reúne aquí es la de la paz" (Abella 1991, 7). Y Misael Pastrana, constituyente y expresidente de la República, lo planteó de forma enfática: "Estamos en un país en ruinas [.] Nuestro mandato es con la paz, por la paz, para la paz" (Pastrana 1991, 8). Pero no se trataba de una mera aspiración política que respondiera a la grave situación de violencia del país. La argumentación jurídico-política -tanto del gobierno de Barco como del de Gaviria, así como la de las sentencias favorables de la Corte Suprema de Justicia- se apoya en la idea de que una reforma (como fue planteada de forma inicial), o un cambio constitucional, sería un medio idóneo para la consecución de la paz.

La Asamblea Nacional Constituyente (ANC) fue, de hecho, uno de los resultados políticos de negociaciones con grupos guerrilleros, y ella misma parece haber sido un escenario de diálogo con grupos de poderosos narcotraficantes. El gobierno de Barco había tenido éxito en un proceso de paz con varias organizaciones guerrilleras7 que pedían una participación en la expedición de una nueva constitución, y, en efecto, participaron en la ANC (Chernick 1999, 180). Al mismo tiempo, el grupo de Los Extraditables, liderado por el capo del narcotráfico Pablo Escobar, había ejecutado una serie de atentados y secuestros contra personajes importantes del establecimiento. El gobierno de César Gaviria negoció con ese grupo, y en algún momento ya era un secreto a voces, como lo plantea un reportaje periodístico del diario El País de Madrid, que el capo "está esperando a que la Asamblea Nacional Constituyente abra el camino al indulto para los narcotraficantes". 8 En efecto, de modo sospechosamente coincidente, Pablo Escobar se entregó a las autoridades el 19 de junio de 1991, el mismo día que la Asamblea Nacional Constituyente aprobó el artículo 35, que prohibió la extradición de nacionales9 (García Márquez 1999, 319; López Restrepo 2006, 426).10 Hartlyn y Dugas escriben al respecto: "Paradójicamente [.], la guerra sucia del Cartel de Medellín contra el Estado se convirtió en una clave para la transformación del régimen político colombiano" (1999, 280).

b. Democratización

De acuerdo con los defensores de la nueva Constitución, la expedición de una nueva Carta tenía el propósito de superar la falta de credibilidad o legitimidad del régimen (Dugas 1993, 17 ss.). Se sostenía de modo general que restos de las restricciones (formales e informales) del Frente Nacional seguían impidiendo una democracia plena (Bejarano y Pizarro 2005, 236), y que una nueva constitución debería fortalecer la "democracia participativa" (Dugas 1993). Murillo (1999, 47) escribe que "[l]a Constitución colombiana, consagrada en 1991, representa un caso de transición intra-régimen, de una democracia representativa, llena de limitaciones y restricciones, a una democracia plena y participativa. Esta Carta ha sido reconocida como el proyecto político más ambicioso del constitucionalismo moderno".11 El nivel de consenso alcanzado por muy disímiles fuerzas políticas y movimientos derivados de antiguas organizaciones guerrilleras ha sido caracterizado por muchos académicos como una transición de régimen12 (Wills 2007, 212; Bejarano y Pizarro 2005, 240), es decir, como el paso de un régimen restringido y bloqueado a un régimen más democrático y plenamente competitivo.13

Sin embargo, al mismo tiempo que se creó un nuevo marco jurídico para establecer las bases de lo que algunos denominan la transición colombiana, un partido político de oposición fue eliminado: la Unión Patriótica (UP). En este momento cursa un proceso judicial ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos para establecer las responsabilidades (por acción u omisión) del Estado colombiano en la ejecución extrajudicial de miles de militantes de dicha formación política. En la sentencia T-439 de 1992, la Corte Constitucional plantea al respecto: "Las simples cifras de muertes y desapariciones de sus militantes o simpatizantes durante los años 1985 a 1992, suministradas por la Unión Patriótica a esta Corte, muestran de manera fehaciente la dimensión objetiva de la persecución política contra ella desatada, sin que por parte del Estado se hubieran tomado las medidas suficientes para garantizar su protección especial como partido político minoritario, sistemáticamente diezmado a pesar de su reconocimiento oficial" (Cfr. Dudley 2008).

c. Orden justo: derechos y garantías fundamentales

De acuerdo con Dugas (1993, 28), existía un consenso entre académicos y delegatarios de la Asamblea Constituyente en que "la anterior Constitución era muy pobre tanto en la enumeración como en la protección de los derechos humanos". Según esta perspectiva, los "vacíos fueron compensados con creces en la nueva Carta que ubicó a Colombia entre los países con mayor desarrollo constitucional en esta temática" (Dugas 1993, 28).14 Un magistrado de la Corte Constitucional, Manuel José Cepeda (2001), plantea que con la nueva Constitución puede hablarse de una "revolución de los derechos".15 La Constitución de 1991 contiene un catálogo muy amplio de derechos fundamentales, que supera con creces la lista de la Ley Fundamental de Bonn (Grundgesetz), el modelo constitucional contemporáneo de un Estado Social de Derecho. Como plantea Kalmanovitz (2000, 31), de acuerdo con la Constitución de 1991, "los colombianos tienen más derechos formales que los ciudadanos de las sociedades democráticas y opulentas". En el discurso de instalación de la Asamblea Nacional Constituyente, el presidente César Gaviria describe las que a su juicio son las graves enfermedades de la nación, y el remedio correspondiente: "Alienación, violencia, apatía, desencanto. Todas son secuelas de un mal común: el irrespeto por los derechos, fruto de las diversas modalidades de arbitrariedad [.] La Carta de Derechos y Deberes que propone el Gobierno en el Título II del proyecto es una respuesta a ese mal endémico de nuestra Nación" (Gaviria 1991, 16).

La Asamblea Nacional Constituyente dicta al final de la Carta sesenta artículos transitorios. En tales artículos transitorios se reviste de facultades extraordinarias al Presidente de la República para legislar en una serie de asuntos diversos que serían competencia del poder legislativo (artículo transitorio 5) y se crea una Comisión Especial, una especie de poder legislativo provisional (artículo transitorio 6). La Comisión Especial hizo las veces de Congreso clausurado, hasta la instalación de uno nuevo surgido de elecciones,16 y tuvo como tarea central el control de los decretos expedidos por el Presidente, en virtud de las facultades extraordinarias. En las disposiciones transitorias hay un artículo que revela de manera clara la incapacidad del régimen jurídico-político para romper con el estado de excepción permanente que regía en Colombia desde hacía décadas. El artículo transitorio 8 establece: "Los decretos expedidos en ejercicio de las facultades de Sitio hasta la fecha de promulgación del presente Acto Constituyente, continuarán rigiendo por un plazo máximo de noventa días, durante los cuales el Gobierno Nacional podrá convertirlos en legislación permanente, mediante decreto, si la Comisión Especial no los imprueba". De esta manera, 45 de los 237 decretos dictados en el último estado de excepción entre 1984 y 1991 se convirtieron en legislación permanente (García Villegas 2001, 335). Muchas de estas normas consagran limitaciones notables a libertades y derechos fundamentales determinados, como es la esencia de las normas de excepción. En suma, hay un proceso paradójico. Por un lado, un catálogo de derechos fundamentales en una Constitución garantista, que recoge lo mejor de la tradición liberal. Por otro, una serie de disposiciones transitorias que permiten subrepticiamente la prolongación de las normas de excepción. Las aspiraciones garantistas son sofocadas así por la excepcionalidad.17

Pese a las ambigüedades señaladas, la Constitución Política de 1991 se construyó sobre la base de un mito político fundacional: ella impulsa y representa la paz, la democratización y la garantía de los derechos fundamentales. Como se ha citado ya arriba, los mitos políticos no se basan en referencias con pretensión de verdad a hechos que ocurrieron realmente, sino que, como los mitos sagrados, "necesitan tan sólo ser transmitidos y recibidos [...] como historia ejemplar" (Flood 2002, 41).

3. El Pacto de Ralito

El 23 de julio de 2001, con un retraso de veinte días para que la fecha coincidiese con el décimo aniversario de la promulgación de la Constitución Política -4 de julio de 1991-, más de cincuenta senadores, representantes a la Cámara, gobernadores, alcaldes, empleados públicos y políticos de diversas regiones -fundamentalmente de la Costa Atlántica- se reunieron con los comandantes de las autodenominadas Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) y firmaron el Pacto de Ralito. En el documento se consigna una especie de embrión constitucional, pues se plantea explícitamente "la irrenunciable tarea de refundar nuestra patria, de firmar un nuevo contrato social" (Pacto de Ralito 2001), que no es otra cosa que los preparativos para crear un nuevo pacto constitucional. El Pacto se funda en el preámbulo y en varios artículos de la Constitución Política de 1991, así como en un par de artículos de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, pero implícitamente se asume que el Estado realmente existente ya no interpreta esos valores constitucionales, y se hace necesario, por tanto, crear un nuevo pacto constitucional, una "nueva Colombia". Se enfatizan, además de una serie de valores con los que todos podrían estar de acuerdo -la paz, la justicia, la vigencia de un orden justo-, el derecho de propiedad y los deberes que tiene el ciudadano respecto a la comunidad y a la consecución de la paz, "un deber de todos" (Pacto de Ralito 2001).

El Pacto de Ralito revela una anomalía constitucional fundamental, es decir, que no existía un consenso constitucional, una unidad política real en torno a los principios y valores de la Constitución Política de 1991. Como plantea Carl Schmitt, "un pacto constitucional o una convención constitucional no funda la unidad política, sino que la presupone" (Schmitt 1993, 81). En el caso colombiano, el hecho de que el Pacto de Ralito hubiese sido firmado por autoridades populares que derivaban su poder de la Constitución de 1991 revela la inexistencia de una auténtica unidad política y de lo que la cultura política alemana denomina patriotismo constitucional, es decir, la identificación de los ciudadanos con los valores y las instituciones constitucionales. El caso es aun más significativo porque no se trata de simples ciudadanos, sino de autoridades públicas que se han posesionado y han jurado cumplir y defender el orden constitucional y las leyes.

Como plantean los estudios más serios que poseemos sobre el paramilitarismo (Duncan 2006; López 2010), las Autodefensas Unidas de Colombia configuran una respuesta política de grupos sociales diversos (terratenientes, narcotraficantes, Ejército, Policía, sectores de las clases políticas locales y regionales) a lo que se percibía como una amenaza al statu quo: la apertura política, la emergencia de una izquierda electoral a partir de la elección popular de alcaldes, los procesos democratizadores generados por la Constitución de 1991 y las temidas probables reformas sociales que se hubiesen promovido de haber prosperado la negociación con las FARC. De hecho, en el momento de la celebración del Pacto de Ralito, el gobierno de Andrés Pastrana adelantaba negociaciones y diálogos con las FARC, que fracasaron rotundamente.

El Pacto de Ralito es un documento que revela una intención política anticonstitucional, pero es también la evidencia de que la Constitución Política de 1991 no ha regido en amplias zonas del país desde un punto de vista fáctico, porque autoridades locales y regionales no la asumen como suya. Si el proyecto político fundacional de la Constitución Política de 1991 -pese a sus ambigüedades- simbolizaba la paz, la democratización y la garantía de los derechos fundamentales como una forma de incluir actores políticos de izquierda que por décadas habían combatido el orden constitucional, el proceso de contrarreforma constitucional que supone el Pacto de Ralito, una contrarreforma informal, de facto, condujo a la estigmatización de todo proyecto político que condujese a diálogos de paz con las guerrillas, a la liquidación de la Unión Patriótica, a la persecución de la izquierda democrática y al desplazamiento de millones de campesinos señalados como cómplices de la subversión.

El paramilitarismo construye un nuevo mito fundacional: la paz, la democratización y los derechos fundamentales (los tres macroobjetivos de la Constitución Política de 1991) son estratagemas para entregar el país a sus enemigos, a la izquierda comunista y a sus cómplices parapetados en las instituciones y en distintos ámbitos de la vida política y social. En una entrevista, la investigadora Claudia López, coautora de una investigación sobre la captura de las instituciones del Estado por parte del paramilitarismo (López 2010), explica la relación entre el paramilitarismo y la Constitución de 1991:

    Nuestra hipótesis es que era una resistencia a las reformas democráticas de la Constitución de 1991, una reacción para mantener el statu quo y no ceder poder. La circunscripción nacional del Senado amenazaba los feudos regionales; el Senado se redujo de 114 curules a 100; no sólo competían entre los que ya estaban sino que cualquiera podía crear un partido político. Y, además, los ciudadanos, a través de la tutela, podían exigir derechos. Todo esto amenaza su poder. En un libro que encontraron de Jorge 40, él decía textualmente que cuando fue a una instrucción, le explicaron que la Constitución era comunista. Su otro objetivo era no dejar modificar el régimen de tierras. Y encima, creían que la guerrilla se iba a tomar el poder por las armas o a través de la negociación del Caguán. (En León 2010)

4. Los gobiernos de Uribe (2002-2010)

Tras prometer cumplir la Constitución y las leyes, el 7 de agosto de 2002, el nuevo Presidente nombra como ministro de Interior y Justicia a Fernando Londoño Hoyos, un declarado enemigo de la Constitución de 1991. Londoño, en efecto, había escrito una diatriba contra el espíritu del texto constitucional, un año antes de ser designado ministro.18 Al final del artículo, plantea que sólo por "reflexión o ignorancia se puede aspirar a cambiar un país dictando leyes y menos [.] una constitución" (2001, 646). Después, se contradice abiertamente y acusa a la nueva Constitución de ser la causante de los males del país:

    Nuestra Carta ha sido pieza fundamental para fortalecer la subversión, para multiplicar la corrupción, para desordenar e inflar el paquidermo estatal, para neutralizar los poderes públicos y [...] para construir la más grande fábrica de miseria [...] Cuando alguien decida hacer algo serio por rescatar a Colombia del abismo al que ha sido arrojada, no podrá soslayar el ineludible desafío de romper en mil pedazos ese traje de arlequín que costureros tan ineptos tejieron en las deplorables jornadas del primer semestre de 1991. (Londoño 2001, 648)

Londoño Hoyos (2001) cuestiona dos ejes fundamentales de la Constitución de 1991: la declaración de Colombia como Estado Social de Derecho (artículo 1 de la Constitución) y la larga lista de los derechos fundamentales (artículos 11 y siguientes). Londoño (2001, 639) plantea que el "Estado Social de Derecho, esa entelequia que preside toda la Constitución de 1991, condena este país a la disolución". Es muy significativo que tales ataques provengan del primer ministro de Interior y Justicia del gobierno de Uribe Vélez, porque delatan lo que en cualquier democracia constitucional sería un escándalo mayúsculo: la falta de acatamiento al orden constitucional que se ha prometido cumplir y respetar. Un consenso constitucional está condenado al fracaso si la prevalencia de los principios y valores fundamentales de la Constitución Política no es defendida por el Jefe de Gobierno y del Estado y por su gabinete. En efecto, el artículo 188 de la Constitución reza: "El Presidente de la República simboliza la unidad nacional y al jurar el cumplimiento de la Constitución y las leyes, se obliga a garantizar los derechos y libertades de todos los colombianos".

El combate a las instituciones liberales de la Constitución Política de 1991 fue inmediato. Por un lado, la izquierda armada. Por otro, la derecha política, que se agrupaba en sectores legales e ilegales. Durante el acto de posesión del Presidente de la República, un atentado cerca del Palacio de Gobierno dejó trece muertos y treinta heridos (El País 2002). El hecho fue aprovechado para acelerar la política de seguridad del nuevo Gobierno. Cuatro días después, el 11 de agosto, el presidente Álvaro Uribe decretó el estado de excepción mediante el Decreto 1837, y allí se plantea "que la Nación entera está sometida a un régimen de terror en el que naufraga la autoridad democrática". Un mes después, el 11 de septiembre, el Gobierno -en ejercicio de las facultades de estado de excepción- aprobó el Decreto 2002. En esta norma se otorgaban facultades de policía judicial a las Fuerzas Armadas, como ya había ocurrido en fases prolongadas del estado de excepción permanente que el país había vivido por décadas. De modo similar, se establecía que la Fiscalía y la Procuraduría debían tener personal adscrito a cada unidad militar, se permitía la captura de sospechosos sin orden judicial y se otorgaban numerosas facultades a las Fuerzas Armadas para reemplazar las autoridades civiles. En una serie de regiones del país, la norma establecía verdaderas dictaduras locales, en las que las autoridades civiles quedaban subordinadas a las autoridades militares, y se limitaban de manera grave numerosos derechos y libertades fundamentales (ICJ 2005, 37). La Corte Constitucional declaró inconstitucionales varios artículos de este Decreto, porque se lesionaban principios básicos del orden jurídico como la autonomía de la rama judicial, el principio de la separación de poderes y el respeto a los derechos y libertades fundamentales (ICJ 2005, 38).

El estado de excepción fue prorrogado por noventa días en dos oportunidades, dentro de los marcos temporales establecidos por el artículo 213 de la Constitución de 1991. La Corte Constitucional declaró inconstitucional la segunda prórroga del estado de excepción. En la Sentencia C-327 del 29 de abril de 2003, la Corte Constitucional le recuerda al poder ejecutivo los límites del estado de excepción en el marco del Estado de Derecho:

    No es entonces el Estado de Conmoción Interior una autorización ilimitada al Presidente de la República para restablecer el orden público y conjurar las causas que dieron origen a su declaración como a bien lo tenga, pues ello llevaría a entronizar la arbitrariedad con grave riesgo para las libertades y los derechos fundamentales de los asociados, lo que resultaría contrario a la concepción democrática del estado de derecho. Es, por el contrario, de carácter excepcional, reglado y sometido a un régimen jurídico específico que impone el control por las otras dos ramas del poder. (Corte Constitucional 2003)

El Gobierno anunció después del fallo de la Corte que presentaría al Congreso un proyecto de reforma constitucional para limitar el control constitucional de las declaratorias de estados de excepción y para dar facultades de policía judicial a las Fuerzas Armadas. En efecto, el Gobierno del presidente Uribe Vélez reaccionó a la decisión de la Corte Constitucional y presentó a consideración del Congreso una reforma constitucional que fue denominada Estatuto Antiterrorista (ICJ 2005, 40). La reforma fue aprobada en el Congreso de la República el 10 de diciembre de 2003. En 2004, la Corte Constitucional declaró inconstitucional la reforma constitucional y el Gobierno reaccionó con un ataque público a la Corte, planteando que ella "extralimitó su competencia" en tal decisión, y el Ministro de Justicia e Interior llegó a plantear que, con la sentencia, " los terroristas deben estar contentos" (ICJ 2005, 42).

Todo lo anterior denota una transformación de las relaciones entre los poderes ejecutivo y judicial, por un lado, y el estricto control de la Corte, por otro. Los fallos de la Corte Constitucional han garantizado la supremacía constitucional y, en especial, la prevalencia de los derechos fundamentales, fenómeno inédito en la historia constitucional colombiana, por lo menos desde una perspectiva jurídica, y no necesariamente fáctica. Pero la ausencia de un verdadero consenso constitucional, es decir, el acuerdo de los actores políticos y sociales más relevantes del país en torno a los principios y valores contenidos en la Constitución, revelaría en el período 2002-2010 la hondura de la división política de la sociedad. Si bien el artículo 4 de la Constitución consagra el principio de supremacía constitucional y la consecuente "obligación política de obedecerla", desde el más alto gobierno se propiciaron un ataque y un irrespeto descomunal a las instituciones, los valores y principios de la Carta. Pues si la Corte despojó de base jurídica los proyectos autoritarios del Gobierno, esto no fue óbice para desarrollar los mismos proyectos de manera informal, al margen de la legalidad.

Pese a los controles de la Corte Constitucional, en su intento por garantizar la supremacía constitucional y limitar las facultades excepcionales del poder ejecutivo, los gobiernos de Uribe Vélez (2002-2010) consolidaron un tipo de Estado dual,19 es decir, un tipo de Estado que opera simultáneamente en dos ámbitos. Por un lado, un Estado normativo, respetuoso de las leyes y de los procedimientos jurídicamente establecidos, y por otro, un Estado discrecional, que actúa extrajudicialmente, para perseguir y eliminar sus enemigos políticos. El Estado normativo, pese a sus carencias, fue fortalecido con la Constitución de 1991: el poder judicial tiene, en términos generales, una independencia histórica. La Corte Constitucional, como se ha visto antes, ha limitado el poder presidencial para garantizar la supremacía constitucional, y la Corte Suprema de Justicia ha procesado más de cien congresistas por vínculos con grupos paramilitares, para nombrar sólo ejemplos célebres. Paralelamente, sin embargo, importantes organismos del Estado han sido utilizados para fines ilegales y procedimientos que vulneran de modo flagrante los principios y valores de la Constitución. El "caso del DAS" es quizás el más emblemático, porque se trataba de la central de inteligencia nacional que dependía directamente de la Presidencia. Jorge Noguera, director del DAS en el primer gobierno de Uribe, fue destituido por la Procuraduría General de la Nación y condenado penalmente por la Corte Suprema de Justicia por utilizar la institución al servicio de grupos paramilitares y narcotraficantes. Entre otras cosas, el DAS elaboraba listas de enemigos políticos (sindicalistas, profesores, defensores de derechos humanos, militantes de izquierda) y se las entregaba a grupos paramilitares, para que éstos los ejecutaran extrajudicialmente. Pese a que la Corte Constitucional prohibió las interceptaciones de comunicaciones sin permiso judicial, en este momento cursan varios procesos judiciales porque el DAS habría utilizado su infraestructura para espiar y perseguir (ilegalmente) personajes públicos que se oponían a las políticas del gobierno de Uribe Vélez: magistrados de la Corte Suprema y de la Corte Constitucional, políticos, periodistas, defensores de derechos humanos, intelectuales y sindicalistas.20

García Villegas y Revelo Rebolledo (2009) han documentado la magnitud del quebrantamiento de la estructura política establecida por la Constitución de 1991 respecto a unos de los pilares básicos del Estado constitucional: la separación de poderes. En efecto, dos períodos presidenciales sucesivos de Álvaro Uribe (en contra de lo establecido por la Asamblea Nacional Constituyente) provocaron que el poder ejecutivo "colonizara" sectores importantes del Estado y afectara de manera grave el diseño institucional de pesos y contrapesos. La Constitución Política de 1991 fue diseñada para que el presidente, cabeza del poder ejecutivo, tuviese una injerencia limitada en el proceso de elección y nombramiento de otros dignatarios de poderes públicos, y por ello se prohibió la posibilidad de reelección presidencial.

Conclusión

La experiencia de diversas tradiciones constitucionales (Estados Unidos, Alemania, Colombia y otros países) sugiere que no basta con reformar o crear nuevas constituciones que recojan los diversos avances y experiencias del constitucionalismo y la ciencia política. Una carta política sólo encuentra abono en un diálogo fructífero con la realidad y el contexto sociales. Si la sociedad padece profundas divisiones sociales en cuanto a temas políticos esenciales, la constitución política, una mera hoja de papel -en términos de Lasalle-, no podrá fundar ni impulsar un nuevo régimen constitucional y político.

En el caso colombiano, hay evidencias del fracaso constitucional de 1991 porque relevantes y múltiples actores políticos y sociales rechazan los valores, instituciones y principios de la Constitución Política. La Asamblea Nacional Constituyente aprobó una Carta que contó con el apoyo de sectores urbanos cercanos a ciertas ideas liberales, pero que ha sido boicoteada sistemáticamente por diversos sectores sociales y políticos. Aunque existe una oposición de la izquierda armada al consenso constitucional, que funda buena parte de la guerra civil y de la violencia política de las últimas décadas en Colombia, en este ensayo se ha repasado la oposición de derecha al mismo consenso, por cuanto revela un hecho anómalo de la realidad constitucional: actores políticos y sociales que han hecho parte de las instituciones de representación popular o del mismo gobierno, que han jurado en su posesión la defensa de los valores y los principios de la Constitución Política, conformaron grupos armados o políticos que promovieron acciones contra dicho texto constitucional y la creación de un nuevo pacto constitucional.

El Pacto de Ralito, los gobiernos de Uribe (2002-2010) y la radical postura iusnaturalista del Procurador General de la Nación contra el derecho constitucional positivo y su jurisprudencia derivada son fenómenos que delatan la amplia oposición al consenso constitucional de 1991 y a sus valores e instituciones. A diferencia de la subversión guerrillera, que ejerce su oposición desde la ilegalidad y la vida social y política al margen de las instituciones, la oposición de derecha es desleal con las instituciones y normas que le han permitido gobernar y ha generado una subversión desde adentro, quizás más corrosiva y dañina para la democracia constitucional que la misma subversión de izquierda.

Sin un consenso constitucional, la Constitución Política no puede convertirse en lo que Rudolf Smend (1927), un célebre constitucionalista de Weimar, denominaba una constitución viva (lebendige Verfassung), es decir, que ella rija efectivamente la vida social y política de los ciudadanos, y que éstos la sientan y hagan suya. El consenso constitucional, una de las condiciones de posibilidad de la vigencia efectiva de la Carta, sigue siendo aún una quimera en la vida política y social colombiana.


Comentarios

* Este ensayo se basa en un capítulo de mi disertación doctoral, presentada en el Instituto de Politología de la Universidad de Maguncia (Alemania). Es una versión corregida y ampliada de una conferencia que el autor ofreció en el Seminario Constitución 2011, Universidad de los Andes, Facultad de Derecho, 22 de agosto de 2009.

1 "La Constituyente, instrumento para la reconciliación" es el titular de primera página en el diario liberal El Espectador, el 25 de agosto de 1990, un día después de la expedición del Decreto 1926, que convocó la celebración de una Asamblea Constitucional.

2 En este ensayo me concentraré en la oposición de derecha a la Constitución Política de 1991 y dejo a un lado la representada por los grupos guerrilleros (FARC y ELN) porque la primera surge de las entrañas mismas del Estado y de quienes deberían defender -así lo han jurado al posesionarse como gobernantes o funcionarios públicos- los valores y principios constitucionales.

3 Lasalle (1997) establece las relaciones y distinciones entre normas constitucionales y realidad constitucional, categorías que hacen parte del vocabulario básico del constitucionalismo alemán contemporáneo.

4 De modo similar, el historiador británico Eric Hobsbawm (2005, 372) plantea: "Sobre el papel, un modelo de democracia constitucional, representativa y bipartidista, [...] después de 1948 [Colombia] se convirtió en el campo de matanzas de Suramérica".

5 El Procurador General de la Nación pidió la declaratoria de inconstitucionalidad del decreto porque su contenido no tenía relación alguna con las causas que motivaron la declaratoria del estado de sitio dentro del cual se expidió la medida en cuestión (Herrera Baquero 1990).

6 Flood plantea que los mitos políticos "no necesitan ser aceptados como fundamentalmente verdaderos por un grupo identificable [...] De manera análoga a los mitos sagrados, necesitan tan sólo ser transmitidos y recibidos [...] como historia ejemplar" (Flood 2002, 41).

7 El proceso de amnistía y desmovilización incluyó al Movimiento 19 de Abril (M-19), el Ejército Popular de Liberación (EPL), el Movimiento Armado Quintín Lame y el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT).

8 López Restrepo escribe al respecto: "El gobierno nunca reconoció que estaba negociando la legislación penal con los narcotraficantes -no podía hacerlo porque eran criminales comunes que habían cometido los peores actos terroristas vistos en la historia del país-; no obstante, su política tuvo un respaldo significativo por pate de la opinión pública cansada de la violencia terrorista" (2006, 425).

9 Alonso Salazar, periodista, autor de un libro sobre Pablo Escobar y exalcalde de Medellín, afirma al respecto: "Tengo certeza de que un número importante de constituyentes recibió apoyo del narcotráfico [...] Es que el debate que se estaba dando era sobre la extradición y efectivamente el resultado fue aplastante con su abolición. En eso hubo una danza de millones" (en Rueda 2006).

10 Para una crítica de la utilización del proceso constituyente para solucionar cuestiones coyunturales como la negociación con los grupos de narcotraficantes y de guerrilleros, cfr. Sáchica (1990).

11 De modo similar, Wills escribe: "[...] no se trata de una transición de una dictadura a una democracia [.] después de 1991 sí se encuentran diferencias sustantivas que permiten hablar de una transición de régimen de una democracia sustentada en arreglos culturales institucionalizados de corte autoritario a una democracia multicultural con mayores balances y contrapesos institucionales" (2007, 212). Bejarano y Pizarro escriben que "desde el comienzo de los noventa, podemos hablar de la existencia en Colombia de una democracia" (2005, 237).

12 La Constitución de 1991 sería, para estos autores, la versión colombiana del proceso democratizador que tuvo lugar en América Latina después del fin de las dictaduras militares y la emergencia de regímenes civiles y electorales en los años ochenta y noventa del siglo pasado.

13 En el marco de la celebración de los diez años de la Constitución de 1991, el diario El Tiempo planteó en su editorial que "[l]a Constitución de 1991 es el pacto político más amplio, pluralista y democrático de la historia republicana de Colombia" (El Tiempo 2001).

14 Duhamel y Cepeda escriben de modo similar: "Colombia, además de innovar, ha operado una síntesis entre el constitucionalismo europeo, importado a través de España, el constitucionalismo estadounidense y diversas convenciones latinoamericanas. En algunos aspectos el 'Bill of Rights' colombiano llega más lejos" (1997, 278).

15 De modo similar, Uprimny escribe: "La Carta de 1991 se inscribe entonces decisivamente en lo que algunos autores llaman 'neoconstitucionalismo' [.], en la medida en que las nuevas constituciones no se limitan a diseñar las instituciones, sino que reconocen una amplia gama de derechos y principios, o sea valores, y también establecen formas de justicia constitucional para que esos derechos sean aplicados" (2006, 91 ss.). Por el contrario, Sáchica cuestiona "la promesa de derechos y libertades imposibles en Colombia" y denomina esta perspectiva como "nominalismo estéril, vacuo" (1990).

16 Las elecciones para nuevo Congreso se realizaron el 27 de octubre de 1991, y las sesiones del nuevo Congreso comenzaron el 1° de diciembre de 1991.

17 De modo similar, Duverger plantea que "puede uno sorprenderse de que tal disposición, evidentemente contraria a los principios democráticos, figure en una Constitución que por otra parte los proclama de manera muy precisa" (1991, 10).

18 El artículo de Londoño Hoyos, publicado en septiembre de 2001, pero escrito con una antelación de algunos meses, coincide temporalmente con la preparación y/o firma del Pacto de Ralito (julio de 2001). No quiere sugerirse aquí una conexión directa entre los dos hechos, sino constatar el clima político y jurídico anticonstitucional que existía en un nivel muy alto de la sociedad colombiana.

19 El concepto procede de El Estado dual, la obra clásica del jurista y politólogo alemán Ernst Fraenkel (2001), uno de los teóricos políticos más importantes de la posguerra.

20 El exdirector del DAS Jorge Noguera fue condenado en sendos procesos de tipo disciplinario y penal.


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