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Colombia Internacional

Print version ISSN 0121-5612

colomb.int.  no.80 Bogotá Jan./Apr. 2014

 

Feminización y subalternización del otro enemigo. Construcción y destrucción de corporalidades en contextos de conflicto armado y violencia extrema*

Erika Alejandra Cortés Ibáñez

Antropóloga de la Universidad de los Andes, y adelanta una maestría en Antropología Social y Cultural en la Vrije Universiteit (Ámsterdam). Actualmente está en Turquía realizando una investigación de grado con refugiados sirios, sobre sus narrativas de vida diaria en el exilio, mientras el conflicto en Siria se intensifica.


RESUMEN

Estudiar la violencia extrema es un profundo análisis de los intersticios del ser humano como individuo y como parte de una colectividad. La crueldad es un aspecto terriblemente humano y encierra gran parte de nuestra construcción como sujetos en relación con el otro. Así, suele tener un carácter íntimo, de proximidad entre el verdugo y su víctima, especialmente en los recurrentes casos de abuso sexual en conflictos armados. Abusos físicos y psicológicos frecuentes en diversos conflictos armados obedecen a una lógica donde el enemigo encarna una alteridad odiada y/o amenazante que debe ser destruida. Se parte entonces de la construcción propia del verdugo en su posición de poder como figura ultramasculinizada, y de la víctima como subyugada, humillada, feminizada. Los cuerpos involucrados son receptáculos, vehículos de transmisión y fuentes de símbolos y representaciones de lo que se está queriendo destruir, de elementos de la cotidianidad que expresan lo que el verdugo está queriendo decir.

PALABRAS CLAVE

Feminización, crueldad, deshumanización, violencia, desmembramiento


Feminization and subalternization of the Enemy. The Construction and Destruction of Corporeality in Armed Conflict and Extreme Violence Contexts

ABSTRACT

Studying extreme violence entails a profound analysis of the individual and collective Self. Cruelty is a terrible human quality and, as such, condenses a big part of our construction as subjects in relation to the other; cruelty is usually intimate, where proximity between executioner and victim is brewed, especially in the not few cases where sexual abuses are involved in armed conflicts. Physical and psychological abuses frequently perpetrated in various armed conflicts are part of a logic where the enemy embodies a hated and threatening alterity, which must be destroyed by any means possible. Thus, the perpetrator constructs itself as an ultra-masculine subject, in the dominant position, and sees the victim as something subjugated, dominated, humiliated and feminized. The bodies involved are vessels, and deposits of symbols and representations of what is at stake, of what is trying to be destroyed and remade.

KEYWORDS

Feminization, cruelty, dehumanization, violence, dismembering

DOI: http://dx.doi.org/10.7440/colombiaint80.2014.03

Recibido: 22 de agosto de 2012 Modificado: 2 de diciembre de 2013 Aprobado: 5 de diciembre de 2013


Introducción

Este trabajo buscará indagar las formas en que se perpetra la violencia extrema de una manera íntimamente corporizada, analizando cómo se intenta destruir al otro a partir de infligir sufrimiento y aplazar la muerte lo más posible, en una suerte de puesta en escena de la humillación, casi siempre de índole sexual, como parte integral de muchas guerras. Se tratará de profundizar en las representaciones inscritas sobre las víctimas de actos de violencia extrema en situaciones de masacres y en casos presentados dentro de un marco de control autoritario de los verdugos. Se hará referencia a conflictos y actos violentos en el contexto internacional, como los de Ruanda, Irlanda del Norte, Bosnia, Perú, entre otros, pero se pondrá especial atención en el contexto colombiano, principalmente en el caso paramilitar. Se ha elegido el fenómeno paramilitar en Colombia porque su organización desarrolla una administración de la alteridad, donde se adjudican características denigrantes a sus enemigos tanto armados como los que llaman guerrilleros de civil (Sánchez 2009, 66), mediante las cuales justifican su accionar terriblemente violento para defender de la insurgencia a la sociedad civil. En los conflictos armados que se estudiarán hay un componente frecuente: la sexualización de muchos tipos de abusos y torturas contra la población civil y grupos armados enemigos, así como entre los mismos compañeros, como parte del entrenamiento militar.

Así, en el trabajo se hará referencia, por un lado, al abuso sexual en grupo por parte de los grupos armados como parte del entrenamiento del militar hipermasculinizado, tratando de abarcar asuntos claves de la estandarización de ciertos conceptos de masculinidad del guerrero y la construcción de la identidad y corporalidad de los combatientes. Por otro lado, se tratará la incidencia de la violencia sexual contra la población civil, reconociendo su capacidad de escarmentar a todo aquel que se resista a su control, debido a su carácter público y escandaloso (Turshen 2001, 59). El abuso sexual en contextos de guerra cumple un propósito más allá del acto sexual en sí (Gottschall 2004, 133), y como tal se configura a partir de muchas nociones socialmente construidas, de símbolos arraigados en una cultura, para así cumplir su propósito horrorizante. Se tratará de estudiar la recurrente feminización del otro violentado en diferentes contextos de guerra, feminización entendida como subalternidad, donde se busca reducir a la víctima a un no-hombre, en contraposición a la masculinidad dominante del verdugo, y cómo en este proceso la corporalidad de víctimas, verdugos y espectadores está siempre presente y es constantemente complejizada.

1. Construcción de la masculinidad del guerrero

Los grupos paramilitares han sido responsables en gran parte de los actos de violencia más atroces de la historia colombiana reciente. Su accionar se encierra en un marco de lucha contrainsurgente, en la que la insurgencia se determina a partir de cualquier característica que no encaje con el patrón social machista y de derecha que buscan imponer. "Las AUC [Autodefensas Unidas de Colombia] ven con sospecha la diversidad o la existencia de formas locales y diferentes de ser y existir" (Romero 2003, 56), y este recelo se materializa en la imposición de modelos autoritarios, y el uso de violencia extrema a manera de escarmiento, y demás prácticas crueles orientadas a causar sufrimiento en las víctimas, que dicen mucho de la forma en que estos grupos, como verdugos, comprenden el espacio social y al otro dentro (o no) de este espacio.

Siguiendo el análisis de Linda Green (1995, 112) sobre el conflicto en Guatemala, el entrenamiento desarma (breaks down) la propia dignidad del soldado, haciendo así que se entregue casi totalmente a lo que considere los ideales del grupo y pierda el respeto por quien sea considerado el enemigo. Al mismo tiempo en que se configura el desprecio por dicho enemigo, se fortalecen los lazos fraternales dentro de la organización, donde el comportamiento esperado se basa en la hipermasculinización del combatiente. Para demostrar su pertenencia al colectivo, se espera que el soldado elimine de su conducta cualquier rasgo que pueda parecer feminizante, puesto que lo femenino es entendido como cualidad de sujetos débiles y subalternos. Como lo plantea Elisabeth Wood, "para ser hombres, los niños tienen que convertirse en guerreros. Los líderes persuaden a los soldados que para ser hombres de verdad tienen que tener una masculinidad militar" (Wood 2009, 18). Ser hombres de verdad cala realmente en cómo ven la realidad los soldados y constituye una prueba constante que deben pasar para considerarse parte del colectivo. De esta forma, la hipermasculinidad del guerrero se expresa y construye "por medio del desprecio hacia lo femenino, y parte de ese desprecio es feminizar a los hombres como una forma de violencia simbólica" (Theidon 2004, 122). La feminización en forma de violencia simbólica hacia el enemigo será analizada en el siguiente apartado; sin embargo, aquí no sobra mencionarla, ya que dentro de la misma institución se ejerce este tipo de práctica para humillar a los soldados de menor rango, a aquellos que no rindan, o quienes demuestren características que les hagan parecer femeninos (no demostrar fuerza, compadecerse de los demás, etcétera). Lo anterior es evidenciado por Romero al argumentar que la identidad de los grupos paramilitares "resaltó valores masculinos de honor y valentía, y promovió la venganza como forma de resolución de conflictos" (Romero 2003, 124).

Las relaciones de género se encuentran mediadas por la relación inseparable entre el ejercicio de poder y las formas dominantes de masculinidad, y tal poder se desenvuelve en distintas expresiones, como en el poder de protegerse a sí mismo y a los demás, así como en el poder de atacar, en poder sexual, intelectual y moral. Los hombres que carecen de tales poderes no son hombres de verdad (Zarkof 2001, 77). Aquí la demostración es decisiva, ya que se está en una reiterativa exposición de cualidades en la que es necesario mostrar el poder masculino del combatiente para asegurar su lugar en el colectivo. No sobra aclarar que aunque las mujeres también hicieron parte de la organización paramilitar, y hacen parte también de otros grupos armados, la institución militar es un ambiente masculinizado, donde estas mujeres pueden ser ultrafeminizadas, hasta el punto de que sus labores se limitan a cocinar y cuidar de los enfermos, y casi siempre son víctimas de abusos sexuales por parte de combatientes de rangos más altos. Aquellas mujeres que entran a combatir realmente deben masculinizarse, entendiéndose que deben endurecer su carácter, y les aplican los mismos entrenamientos cruentos.

La masculinidad dominante estandarizada en las organizaciones militares es también hipersexualizada, atribuyéndole al guerrero varón un apetito sexual incontrolable que debe ser expuesto, ya que la potencia sexual es sinónimo de qué tan hombre se es. En su texto Machete Season (que podría traducirse como Temporada del machete), Jean Hatzfeld se reunió con hombres que habían participado en los asesinatos de alrededor de 800.000 personas en la guerra civil de Ruanda en 1994, entre hutus y tutsis. Uno de ellos, Ignace, comenta que no escuchó a muchas mujeres protestar en contra de las violaciones sexuales hacia mujeres tutsis. "Ellas sabían que este trabajo de matar ferozmente calentaba a los hombres en los pantanos. Ellas estaban de acuerdo con esto, excepto, claro, si los hombres no llevaban a cabo su sexo sucio cerca de las casas" (Hatzfeld 2005, 111)1, El abuso sexual de los hombres hutus a las mujeres tutsis era una práctica reconocida, perdonada por las mujeres hutus, esposas de los verdugos, al considerarlo como una necesidad de los hombres. Dentro de la organización paramilitar se encuentra esta misma lógica, y a partir de ello se desarrollan una serie de modelos estereotípicos basados en una dinámica social machista y sexista, donde se concibe a "los hombres como defensores y a las mujeres como defendidas y carentes de amparo" (Corporación Sisma Mujer 2009, 71); de tal manera, se elabora un "modelo de feminidad particular en el proyecto paramilitar, que considera a la mujer como un objeto sexual disponible" (Corporación Sisma Mujer 2009, 78). La hipersexualidad masculina es entonces aceptada como una ley natural en los grupos paramilitares, lo cual implica una visión objetivizante de las mujeres; un testimonio de 2001, en Antioquia, documentado por Amnistía Internacional, evidencia lo anterior:

    Alejandra tenía 21 años cuando "desapareció". Viajaba en un minibús de Medellín a Urrao que fue detenido en un retén de las AUC. Según el conductor, [...] uno de ellos que hacía la requisa la irrespetó [le tocó un seno] y ella se hizo respetar. [...] El que hizo la requisa llamó al "teniente René" de las AUC por radio, quien ordenó que no la dejaran subir al bus. El conductor abogó por ella. Le dijeron que la embarcarían en el siguiente bus, pero que le iban a dar un escarmiento por grosera. [La joven sigue desaparecida] (Amnistía Internacional 2004, 59).

Se da a entender entonces que una mujer no tiene derecho a defenderse de un abuso por parte de los paramilitares (o de cualquier hombre, en su defecto), y dicha reacción es vista como un acto grosero que debe ser castigado. Los paramilitares se atribuyen a sí mismos el poder de decidir lo que es correcto o no en cuanto al comportamiento de la población que tienen bajo su control. Las medidas que toman para implantar el orden siguen pautas de control totalitario y arremetida violenta, y como lo expresa un informe de Sisma Mujer, el afianzamiento del paramilitarismo "como fenómeno de dominación totalitaria [se ha] caracterizado por el sometimiento de todas las esferas de la vida individual y colectiva de las comunidades a un sistema arbitrario" (2009, 63), sistema en el cual se busca implantar patrones de conducta machistas para hombres y mujeres. Mauricio Romero (2003, 56) comenta que las AUC, en su sistema arbitrario de control poblacional, no aprueban la diversidad de formas de ser y existir dentro de la comunidad en la que se encuentren. Esto se relaciona con la humillación pública de personas que demuestren comportamientos divergentes, como le comentó un joven a Patricia Madariaga durante su investigación en un pueblo de Urabá bajo el control paramilitar: "a veces cuando han pillado a alguien metiendo vicio lo visten de marica, le ponen falda y pelo y todo y un letrero que dice: 'Yo soy un marica, un marihuanero'" (Madariaga 2006, 50). La humillación se lleva a cabo feminizando a quien quiebre la norma, equiparando un comportamiento inaceptable (meter vicio) con una sexualidad doblemente subalterna: femenina y homosexual. Otro testimonio documentado por Amnistía Internacional, de 2002, muestra que "los paramilitares le imponen trabajo forzado a las mujeres que no cumplen con roles tradicionales. En Valledupar, a niñas con ombligueras las rapaban, a una chica la marcaron con navaja, a prostitutas las amarraban" (2004, 47). El cuerpo es el epicentro de los castigos, sirve como medio para advertir a la población sobre las consecuencias de no seguir los patrones establecidos por el grupo paramilitar, y así, se torna en un medio, en un texto en el que se inscribe la lógica de los verdugos al transformarlo (vestir al joven con una falda o rapar a las niñas), mutilarlo y someterlo a situaciones deshumanizantes (amarrar a las prostitutas).

Pero en las situaciones donde se está empezando a implantar el régimen paramilitar en un territorio, o cuando se está utilizando a la población para enviar un mensaje a un grupo enemigo (ya sea otra organización paramilitar o un grupo guerrillero), hay una práctica recurrente que está generalizada en diferentes conflictos e implica en su configuración muchas representaciones culturales de la feminidad y la masculinidad. Dicho acto, extremadamente violento y cargado de simbología, es la violación en grupo, siendo la víctima una persona que, ante los ojos de los perpetradores, tenga cualquier vínculo con el bando enemigo, o un soldado que sea de menor rango o que necesite una lección. Theidon hace referencia a violaciones efectuadas en el conflicto peruano por parte de los militares de mayor rango a los reclutas más jóvenes que se negaban a participar en las violaciones en grupo a la población civil, y cita el testimonio de un exmarino: "Todos lo violarían, con ese pobre gritando. Dijeron que estaban cambiando su voz: con tanto grito, su voz bajaba. Ya no era mujer" (Theidon 2004, 122). Hay en esto una jerarquía en la que se atribuyen rasgos feminizantes a los soldados de menor rango y a aquellos que no se rijan por las pautas impuestas para ser un verdadero hombre-guerrero, lo que además determina la pertenencia o no al grupo. Cuando este joven es violado, precisamente porque no quiere participar en las violaciones, la lección debe hacerlo desligarse de su compasión (característica que lo feminiza) y hacerlo hombre. A pesar de ser ésta una práctica surgida de la reproducción estereotípica de los roles de género, en sí misma también los destruye, pues como plantea Eisenstein, en las violaciones dentro de la guerra, las mujeres son reducidas a su definición patriarcal de cuerpo-receptáculo (body vessel), y también se les niega su estatus y condición como mujeres (2008, 38). Cuando la víctima es un hombre y la violación es utilizada como un medio para eliminar los rasgos considerados femeninos, se reconfiguran los roles de género partiendo de su misma estructura machista y heteronormativa. Los cuerpos son utilizados en la violación para construir identidades surgidas a partir de las nociones de los verdugos y el contexto en que se está ejerciendo dicho acto.

En los grupos armados (tanto legales como ilegales), la identidad colectiva de los hombres cumple un papel determinante en la identificación de los actos violentos que cometen (Goldstein 2004), sobre todo en tiempos de conflicto; en palabras de Littlewood, la violencia sexual es "generalmente una acción colectiva que sugiere que la asociación entre los hombres puede ser significativa. Violar en serie requiere que cada uno de los hombres penetre y eyacule donde otro hombre acaba de hacer lo mismo, un patrón de intimidad entre hombres" (1997, 14). Theidon examina el mismo patrón en Perú, reconociéndolo como una herramienta para establecer relaciones de poder y lazos fraternos en la organización militar. La autora va más allá y analiza tal acto a manera de ritual:

    Hay un aspecto ritual en la práctica de violar en grupo. Muchas veces escuchamos que, después de matar, los soldados se tomaron la sangre de sus víctimas o se untaron la cara y el pecho con esa sangre. Hay que pensar en los lazos de sangre establecidos entre los soldados y las matrices ensangrentadas, que "parieron" una fraternidad letal. Estos lazos de sangre unieron a los soldados, y los cuerpos de las mujeres violadas sirvieron como el medio para forjar tales lazos. (Theidon 2004, 121)

Un rasgo similar se presenta en las organizaciones paramilitares en Colombia, como es relatado en el testimonio de un excombatiente de las Autodefensas Campesinas de Casanare (ACC), documentado por la revista Semana: "Por recocha, comenzaban a tomar sangre. Simplemente cortaban a la gente y los chorros de sangre salían y ponían la mano y se la tomaban" (Semana 2012, 49). Los cuerpos de las víctimas -de mujeres u hombres violados sexualmente o mutilados y torturados de otras maneras- están cargados de significación para el grupo de los verdugos. Tal como lo indica Theidon, los cuerpos de las víctimas sirven como medio para forjar lazos de intimidad entre los soldados, y también para enviar un mensaje. Ahora, consumir la sangre de la víctima, así se haga sólo por probar, no es una decisión aislada. En cierto sentido, se está consumiendo la esencia misma de la víctima, se está descomponiendo todo lo humano que alguna vez fue aquel cuerpo inerte, haciendo terriblemente visible la liminaridad en la que se sumergen los cuerpos-seres en contextos de violencia extrema.

2. El cuerpo enemigo. Subalternización y destrucción del ser

a. Feminización del otro y violencia sexual

A hombres y mujeres, si son vistos como otros-enemigos, les son adjudicadas características de inferioridad que representan lo femenino. Así, se convierten en receptores de extrema violencia, como consecuencia de su identidad (a los ojos del otro), en no-hombres, vulnerables, sin la fuerza del guerrero masculino que personifica para sí mismo el verdugo. El cuerpo del otro-enemigo feminizado se convierte en un artefacto penetrable, que, en un contexto tal, implica una relación de dominación. El pene del verdugo no es sólo un órgano sexual, funciona también como un órgano de poder y autoridad (Kwon, Lee, Kim y Kim 2007, 1035).

    Es así como el ataque violento de índole sexual consiste para el verdugo en un asesinato simbólico de su víctima, por cuanto penetrar con el órgano sexual (el pene) el cuerpo de la víctima puede estar perversamente conectado con penetrar con el órgano asesino (una bayoneta o un cuchillo) el cuerpo de la víctima. (Grossman 1995, 137)

La víctima es reducida a un artefacto penetrable, a un cuerpo no humano, al ser atacada por un arma supremamente íntima y visceral. La violencia sexual es una forma de atacar el cuerpo y destrozar el ser que trasciende las huellas físicas que pueda dejar, y sus efectos se expanden más allá del cuerpo de la víctima. Sea en forma de tortura, esclavitud u otro tipo de abusos de diversa índole, la violencia sexual, cuando se presenta con una alta frecuencia en los conflictos armados, cumple un papel crucial y determinante. Eisenstein (2008, 37) plantea que en estas situaciones no es sólo el efecto de la guerra, o un crimen más, sino que es una forma tortuosa y brutal de guerra per se, donde el cuerpo femenino es la imagen dolorosa por excelencia de la violencia sexual, símbolo de la derrota y humillación de los vencidos.

Los cuerpos femeninos cobran un sinfín de significaciones en la guerra: desde la representación de lo sagrado y vulnerable necesitado de protección, la encarnación de lo sucio y lo maldito del bando contrario, hasta la simple y llana representación del sexo a la mano de quien lo quiera tomar. Un testimonio documentado por la Mesa de Trabajo "Mujer y Conflicto Armado", en agosto de 2002, en Cali, ejemplifica lo dicho:

    Llegaron dos hombres armados que vestían prendas militares, camuflados, armas, y se identificaron como paramilitares. [...] Entonces el hombre me sacó de la habitación y me llevó al corredor para interrogarme, me amenazó con matarme si no me dejaba. Me quitó la ropa, me tapó la boca y me forzó. Me violó. Luego me dijo que me vistiera, y también dijo: "Aquí no pasó nada. Las mujeres, al fin y al cabo, son para esto". (Mesa de Trabajo Mujer y Conflicto Armado 2003, 86)

Las mujeres, epítome de la feminidad, son comprendidas como objetos sexuales, máquinas reproductivas, y su actuar debe estar determinado por las necesidades de los hombres que las rodean: sean los de su comunidad o los que pertenecen al grupo armado que tiene el control. Así, cuando se viola sexualmente a las mujeres de una comunidad, "al parecer, el comunicado es: violo a tu mujer, tu propiedad, tu honor, tu familia, por consiguiente, te daño a ti" (Corporación Sisma Mujer 2009, 71). Las mujeres forman parte de la propiedad de una comunidad, no son parte de la comunidad en sí y por esta razón hay una práctica generalizada de tomar a las mujeres para obligarlas a servir como cocineras, hacer labores domésticas y ser esclavas sexuales del grupo militar como una cruda forma de transferencia de bienes en la guerra (Turshen 2001; Wood 2009). Como ha sido documentado por la Corporación Sisma Mujer, en Colombia la prostitución forzada y la esclavitud sexual se han generalizado, naturalizándose con la creencia de que las mujeres deben satisfacer las necesidades masculinas (Corporación Sisma Mujer 2009, 78), dando por hecho, así, que el apetito sexual masculino es algo incontenible.

Si al violar lo femenino se violan el honor y la propiedad de los hombres, se violan también su familia y su sangre, ya que ella encarna la maternidad. Así, la comprensión de lo femenino como símbolo de la filiación guía en varios casos la violencia sexual en los conflictos. "Cuando el enemigo se define por sus lazos de filiación extendida, su erradicación va más allá de la muerte de una sola persona física y supone impedir nuevos retoños" (Nahoum-Grappe 1996, 277); ésta es una violación cargada de significados políticos. De tal manera, en una cultura que "otorga a la sangre la significación de transmitir la identidad colectiva" (Nahoum-Grappe 1996, 277), se buscará entonces erradicarla atentando contra su fuente, violando las mujeres que son hermanas, esposas, hijas y madres del enemigo. Lo femenino, además de representar debilidad, sexualidad y subalternidad, es también la encarnación de la fertilidad, y en ese sentido, debe ser atacado, pues el enemigo debe ser destruido desde el lugar donde surge: el vientre materno. Así, se puede acudir a violar sexualmente con el propósito de embarazar a las mujeres y hacerles parir hijos del enemigo, o de evitar que ellas puedan volver a tener hijos en su propia comunidad, al volverlas inaceptables para su comunidad, o para herirlas físicamente, de tal forma que no puedan quedar embarazadas (Turshen 2001, 62). En el famoso campo de detención de Omarska, en Bosnia, mujeres musulmanas y croatas fueron llevadas por las fuerzas serbias y sometidas a violaciones sexuales diarias, y muchas resultaron embarazadas, en una humillación constante cuyo principal propósito era hacerles entender que no eran dignas de vivir allí ni de traer al mundo hijos musulmanes. Los territorios liminares en disputa entre diferentes grupos, como es el caso bosnio, suelen ser epicentros de alta frecuencia de violencia sexual (Hayden 2000).

En el cuerpo violado se inscribe la conquista por parte del perpetrador hipermasculinizado en el proceso, y se despoja al cuerpo-víctima de su identidad. Se efectúa una negación de la agencia del ser-cuerpo, ya que, ante los ojos de quien comete el acto violento, el lugar y el círculo social a los que pertenece la víctima (su identidad colectiva) brotan a flor de piel e inundan su corporalidad, la definen. El acto de violencia sexual perpetrado en estas circunstancias convierte al cuerpo en un lienzo donde se hace visible su identidad (la de la comunidad que debe ser despojada), y de esta visibilidad surge la justificación del ultraje que hiperfeminiza, al tiempo que deshumaniza y que posteriormente elimina (borra) la noción del ser como perteneciente a dicho lugar en disputa. Las violaciones eran una de las estrategias más fuertes de la limpieza étnica utilizadas por las fuerzas serbias para destruir la identidad de los musulmanes bosnios y limpiar los territorios; los cuerpos de las mujeres eran sólo el medio para enviar el mensaje.

Como símbolo de filiación, la figura femenina evoca también algo sagrado, es un símbolo de lo que Feldman explica como la figura del santuario: iglesias o capillas de los pueblos, el hogar de la familia nuclear, y otros espacios en los que se asocian los símbolos de la comunidad con las nociones de parentesco. En el se reproducen los valores sociales que se le atribuyen a lo privado como dominio sagrado, y de esta manera se presenta como una entidad feminizada (Feldman 1991, 38). En la dinámica social de muchos grupos militares, la asociación mujer = madre = santuario es inequívoca y le da forma a gran parte de la visión que se forja dentro de la organización sobre la feminidad y la alteridad. En el caso de Omarska, el acto de violación es realizado masivamente contra muchas mujeres en un campo de detención, es un ultraje masificado contra la identidad y etnicidad de las comunidades a las que pertenecen. Otro ejemplo de esto es el caso de Ruanda, donde atacar a las mujeres fue una estrategia específicamente dirigida para promover y profundizar la destrucción de los tutsis como grupo social (Turshen 2001, 62)2. Simbólicamente, lo femenino encarna el blanco para destruir como un todo a una colectividad, trátese de una familia, una comunidad, una identidad étnica, etcétera. Littlewood propone (y esto es acogido en este trabajo) que la violencia sexual funciona como una fuerza destructiva masculinizada contra el cuerpo individual y el cuerpo social en su aspecto sexual (Littlewood 1997, 12), y dirigida, por medio de éste, a desmoralizar y humillar a toda la comunidad.

En ocasiones, la identidad individual de las mujeres es el principal motor del ataque, cuando implica una amenaza al imaginario heterosexista establecido de sumisión y objeto sexual disponible. En Colombia hay casos documentados en los que los paramilitares han violado y abusado de mujeres por sus identidades ignominiosas, como el de dos jóvenes lesbianas que fueron violadas por paramilitares, "según ellos, para mostrarles a estas chicas qué es sentir un hombre" (Amnistía Internacional 2004, 48), dando a entender que la única razón por la que las mujeres no se sienten sexualmente atraídas por hombres es por la falta de un hombre de verdad en sus vidas. El homosexualismo puede entenderse como un enfrentamiento al modelo de derecha de los grupos armados, en este caso, como un accionar directo de las mujeres contra la premisa de estar siempre a la merced del apetito sexual de los combatientes. Por otro lado, cuando las mujeres tienen un rol político determinante o un papel activo en los grupos armados enemigos, su reducción a objetos sexuales es más compleja y, por ende, más urgente para los verdugos en su afán de devolverlas a su papel subalterno y negarles su agencia. Las mujeres activas en organizaciones sociales son vistas como una amenaza al orden paramilitar, y se busca castigarlas por diferentes medios horrorizantes. Por ejemplo, en marzo de 2001, en Valledupar (Cesar), la hija de una dirigente de la Asociación Nacional de Mujeres Campesinas, Negras e Indígenas de Colombia fue violada, torturada y asesinada por combatientes de las AUC (Amnistía Internacional 2004, 38). Se utilizó la maternidad de la mujer para ultrafeminizarla y hacerle ver que su lugar es cuidar de sus hijos, y así, es culpada por el mal que recae sobre ellos. El cuerpo ultrajado de su hija es el texto doloroso donde se inscribe el odio paramilitar contra las mujeres con papeles activos y amenazantes a su orden totalitario. En el panorama internacional, uno de los temas más dicientes es el de las Shahidkas, mujeres bomba de Chechenia, que han escandalizado a la prensa internacional. Eisenstein comenta cómo en este escenario las mujeres no son vistas como agentes políticos, por lo cual se asume que han sido violadas para obligarlas a tomar este tipo de acciones; la violación es utilizada como la narrativa de dominación (Eisenstein 2008, 41).

Las Shahidkas son retratadas como armas de guerra, y no como guerreras (Oliver 2007), que sólo al ser violadas pueden formar parte directa de la violencia descarnada que perpetran terroristas suicidas.

En las narrativas de guerra también se justifica la entrada de mujeres en las filas de combate argumentando que han sido obligadas y engañadas, sin ninguna salida. Aunque esto es muy cierto en muchos casos, tanto para hombres como para mujeres, es también cierto que ellas han decidido tomar las armas por decisión propia en otros casos. Es parte del imaginario hipermasculino de la guerra considerar que las mujeres son demasiado débiles para pelear en ella, y aquello parece justificar el abuso y la tortura de aquellas que lo hacen. Tal ha sido en Colombia el destino de muchas exguerrilleras violadas por paramilitares (Segura 2012), como también el de integrantes de las AUC, guerrillas y ejército abusadas por parte de sus compañeros y superiores; así mismo, aquellas que se niegan a tener relaciones sexuales con ellos, si no son violadas, son asesinadas: "Los comandantes querían acostarse con ella y ella le dijo al comandante alias 800 que ella no venía a acostarse con uno y otro. Él le dijo: 'Ahí veremos'", al día siguiente la joven se cayó en una de las pruebas de entrenamiento y la mandaron a matar (Semana 2012, 48). Las mujeres que forman parte de las organizaciones militares no dejan de ser adscritas con identidades subalternas, y son hiperfeminizadas mediante todo tipo de abusos, al tiempo que sus verdugos se sienten hipermasculinizados al humillarlas.

Cuando las mujeres forman parte, presuntamente, del bando enemigo, su violación también está dirigida a la masculinidad de sus compañeros hombres, al tiempo que a su comunidad entera. En estos casos, entonces "el guerrero heroico es el estándar. Todos los demás son unos maricas (pussy, wimp, fag)" (Eisenstein 2008, 35), y se reduce a toda la comunidad enemiga a cuerpos feminizados. El testimonio de un hombre que había padecido un ataque sexual en la República Democrática del Congo muestra cómo aquello lo ha reducido a una categoría subalterna: "Se ríen de mí. En mi pueblo me dicen: 'Ya no eres un hombre. Esos hombres te hicieron su esposa en el monte'" (Sivakumaran 2010, 9). Se ha convertido en lo que ser mujer representa, un no-hombre humillado y desmoralizado. Cuando se ataca de esta forma el honor masculino, se está efectuando una conquista sexual sobre su cuerpo, que se explaya más allá de los límites de la piel y toma la forma de un símbolo de la conquista de un territorio, una cultura, una comunidad. El caso de las torturas a prisioneros de Abu Ghraib por parte de militares estadounidenses es un caso revelador. Como escribe Nusair, "el acto violento de desvelar, desnudar y penetrar", con lo que se humilla al otro árabe, simboliza una dominación cultural estadounidense y una humillación generalizada sobre todo el ser árabe (Nusair 2008, 184). Los militares verdugos, tanto hombres como mujeres, representan la figura del guerrero hipermas-culinizado, y los prisioneros iraquíes con sus rostros cubiertos y sus cuerpos desnudos, hombres en su mayoría, representan el vencido hiperfeminizado, subyugado. En este punto, teniendo en cuenta el caso de las fotos que muestran mujeres militares posando al lado de hombres iraquíes torturados y desnudos, se reconoce que percibir a los hombres siempre como perpetradores y nunca como víctimas de violaciones ni otras formas de violencia sexual es una narrativa muy específica de género en la guerra (Zarkof 2001, 69).

El tabú del abuso sexual a hombres, y el hecho de considerar a estos víctimas de aquél como maricas, niñas, etc., también aporta a la vergüenza fruto de estos actos, profundizando así la destrucción de su identidad. Los ataques degradantes desmoralizan a las víctimas, aun si dichos ataques no son propiamente una arremetida violenta de carácter sexual sobre el cuerpo; es decir, la feminización del cuerpo y el ser víctima se da en varias dimensiones, y el abuso sexual se presenta con frecuencia en una dimensión más simbólica. Es recurrente la utilización de palabras degradantes frente al enemigo y las víctimas, cuyo propósito es desmoralizarlos y destruir su noción de identidad, convirtiéndolos en vehículo de los odios del verdugo. En Sudáfrica, la palabra meid (derivada de la palabra alemana Mädchen, que significa niña) derivó en afrikaans hacia el significado de niña negra, y se empezó a utilizar para referirse a un hombre muy cobarde (Krog 2001, 204). Así, una palabra que en principio es racista termina siendo además utilizada para desprestigiar a un hombre, equiparándolo con una niña (y peor aún, con una niña negra). Feldman habla de los términos utilizados por los paramilitares para referirse a las víctimas hombres en el conflicto de Irlanda del Norte: cunt3 es utilizado para referirse a las víctimas hombres antes de ser asesinados "to knock his cunt in" es una frase que se refiere a ejecutar una violencia o una golpiza (Feldman 1991, 69); stiffed se utiliza para referirse al muerto, conceptualizándolo como "un orificio, un espacio uterino donde se gestan códigos políticos" (Feldman 1991, 69). Los cuerpos de las víctimas son inscritos con significados que los convierten en cuerpos-receptáculos (Eisenstein 2008, 38), en medios para enviar un mensaje; el stiff lleva el mensaje de humillación a su comunidad, de su transformación en un artefacto dominado.

En Colombia, los términos descomponen el ser de las víctimas en diferentes ámbitos, siendo empleados nombres de animales como gallina, usado por los paramilitares para referirse a quienes van a asesinar. La víctima, siendo igualada a un animal domesticado, dócil, es susceptible de ser penetrado y comido (Uribe 2004, 94). Comer, además de ser el acto de ingerir, se entiende popularmente en Colombia como tener sexo e implica una posesión del otro; así, el otro-enemigo es aún más feminizado, al mismo tiempo que es despojado de su identificación humana. Más que ser convertido en mujer, el otro es convertido en un artefacto femenino, en un cuerpo sin individualidad humana, pero que representa cualidades degradantes que reconfiguran nociones hetero-sexistas de la feminidad. Si pensamos ahora en el uso de la palabra chola en Perú, "término intrínsecamente sexualizado y racializado que describe a las mujeres como disponibles sexualmente, promiscuas, de clase baja y poco valor humano" (Boesten 2008, 206), es posible ver cómo se configuran las feminizaciones del otro en el mismo plano, así se refieran a un hombre o a una mujer; en otras palabras, se acude al mismo tipo de insultos de carácter sexual para referirse a un otro al cual se quiera violentar.

El otro es transformado en un cuerpo infrahumano cuyo sufrimiento expone ante sí mismo, ante el verdugo y ante los terceros involucrados su impotencia infinita, su entrada a un laberinto denso en el que el sentido ha sido excrito para que en su lugar se inscribieran signos "reconocibles socialmente" (Restrepo 2006, 28) como indicadores de vergüenza, deshonor y castración simbólica (a veces también física). Los abusos y las torturas de carácter físico, junto con la tortura psicológica de las víctimas de violencia sexual, llevan a una transformación hiriente de su ser desde la feminización subalterna, entendida ya como una humillación, y luego, a la conversión de dicha feminidad simbólica en una exageración de sus rasgos hasta tal punto que ya no se es nada más que un artefacto hiperfeminizado. La exageración de los rasgos femeninos hasta tal punto de tornarse en una parodia ilustra las nociones machistas demasiado arraigadas en el imaginario colectivo, que en tiempos de conflicto armado parecen hundir más el dedo en la llaga. La desnudez inherente a los abusos de índole sexual reitera la concepción de lo femenino subalterno y vulnerable como algo a ser penetrado, que cuando precede al asesinato cobra una significación simbólica mucho más poderosa y paradójica.

Usualmente, la violencia sexual por parte de paramilitares precede al asesinato, proceso que se completa con una mutilación de los cuerpos tanto antes como después de asesinar a sus víctimas: a finales de 2002, en Medellín una muchacha de 14 años "fue violada por tres hombres armados, presuntamente paramilitares. Después fue hallada muerta, con los senos amputados" (Amnistía Internacional 2004, 48); en marzo de 2001, en una masacre realizada en el municipio de El Carmen (Norte de Santander), "había una mujer de tez morena a quien, además, le habían cortado sus mamas" (Banco de Datos de Derechos Humanos y Violencia Política 2001, 19). Con este panorama, es necesario reconocer que la mutilación de los senos, acompañada del abuso sexual, no es gratuita: "se gesta una idea de cancelación de la identidad femenina" (Corporación Sisma Mujer 2009, 85) al mutilar órganos que simbolizan la feminidad. Así, tras ultrafeminizar el cuerpo, su identidad está siendo aún más desconfigurada cuando se le amputa el símbolo material de dicha feminización, los senos, dejando el cuerpo ahora más infrahumano, destrozado simbólica y físicamente.

b. Representaciones de una corporalidad fragmentada

La amputación de los senos es una práctica con muchos elementos alrededor de las metáforas corpóreas de la violencia, y su recurrencia en masacres y actos violentos en la historia de Colombia es muy diciente. La puesta en escena del cuerpo femenino como santuario es seguida por la tea-tralización excesiva de su máximo ultraje: la destrucción del símbolo de su feminidad, implicando así la destrucción de lo sagrado para su comunidad. "Cercenar los senos es una pedagogía que trasciende la muerte y el olvido, desacralizando y humillando el cuerpo femenino por siempre" (Restrepo 2006, 74), cuerpo que antes fue inscrito con las cualidades de vulnerabilidad y docilidad propias de lo que se entiende como femenino. Restrepo comenta que "el cuerpo humano completo no puede formar un ícono simbólico, pero las partes del cuerpo independiente se prestan bien para ello" (Restrepo 2006, 23), separación que no necesariamente implica un desmembramiento, ya que la crueldad, cuando se ensaña con las dimensiones corpóreas de las víctimas, lo hace en una fragmentación del cuerpo, por cuanto se ataca de diferentes maneras cada una de sus partes, y se eligen cuidadosamente las partes por violentar, dependiendo de lo que se quiera decir.

Como se ha querido mostrar a lo largo del texto, el abuso de carácter sexual arremete contra las dimensiones materiales e inmateriales del cuerpo de la víctima, pero al mismo tiempo es una práctica que desprende al cuerpo de su centro y lo fragmenta en miembros de alta significación en el imaginario colectivo. La reducción de las víctimas a artefactos débiles y vulnerables a ser dominados mediante la penetración fragmenta el cuerpo y se centra en su carácter sexual; el cuerpo no es tenido en cuenta en su totalidad por parte del verdugo, sino que es lo penetrable, es una representación simbólica de un órgano genital o de un órgano femenino. En palabras de Feldman,

    El acto de violencia transpone el cuerpo en fragmentos codificados: partes o aspectos corporales que funcionan como metonimias del cuerpo obliterado y de otras largas totalidades. La reducción violenta del cuerpo a sus partes o aspectos desasociados es un momento crucial en la metaforización política del cuerpo. (Feldman 1991, 69)

Cuando la fragmentación del cuerpo se efectúa por medio de mutilaciones estratégicas, dicha metaforización política cobra un sentido aún más directo y descarnado. El sufrimiento intenso del cuerpo va acompañado de la dislocación de éste como parte del ser, y se convierte en sí mismo en la metáfora de la deshumanización. Siguiendo a Glass (1997, 57), lo que se da en concreto en estos contextos es la de-realización, dando paso a una apropiación del cuerpo de la víctima por parte del actor violento, habiendo sido desterrado el ser.

La destrucción de la identidad corpórea es terriblemente teatral-izada en el caso de desmembrar y mutilar, sobre todo en casos donde la mutilación es parte de una tortura demasiado lenta e íntima, que mantiene el cuerpo vivo el mayor tiempo posible. En Jamundí (Valle del Cauca), el 15 de abril de 2002, paramilitares del Frente Farallones sacaron violentamente de una reunión a una mujer que acusaban de ser informante de la guerrilla: "La condujeron a un parque, en donde fue objeto de torturas atroces. Le cortaron los senos, luego los brazos y finalmente la decapitaron" (Amnistía Internacional 2004, 37). En primera instancia, en la identificación como informante de la guerrilla prevalece aún más el hecho de que es una mujer, y su subalternidad tiene que ser sacada a flote por el verdugo. Es torturada en un espacio público, y luego mutilada en vida para ser finalmente decapitada. La primera mutilación, según el documento, se da en los senos, como en muchos otros casos. La puesta en escena es calculada, esquemática; primero el verdugo subyuga a la víctima, y en su dominación la hiperfeminiza, pero con un propósito: su identidad sacada a flote debe ser destruida, el público debe entender que aquel cuerpo ahora destrozado era el de una mujer y que el verdugo paramilitar ha castigado su ignominia por medio del ultraje de su feminidad cortándole los senos.

Aquí es preciso remitirnos a otra "ruptura real y simbólica del cuerpo" (Uribe 1990, 173) que se encuentra bajo esta misma lógica de hiperfemini-zación y objetivación de las víctimas mujeres pero que expresa un horror aún más extremo y explícito: en varios casos, se han encontrado cadáveres a los que, además de mutilarles los senos, se les ha abierto el vientre, antecediendo a la decapitación: el 7 de mayo de 1997, en el municipio de Bosconia (Cesar), miembros de las ACCU torturaron y ejecutaron a una mujer: "Su cuerpo fue hallado decapitado, con varios impactos de bala y con el vientre abierto" (Banco de Datos de Derechos Humanos y Violencia Política 1997, 36); el 2 de octubre de 2000, en el municipio de Pradera (Valle del Cauca), una familia indígena fue torturada y ejecutada por miembros de las AUC, "cortándole los pechos a la esposa, abriéndole el vientre en canal y finalmente decapitándola" (Banco de Datos de Derechos Humanos y Violencia Política 2000, 63). Abrir el vientre es una de las expresiones más cruentas de la sevicia en la violencia paramilitar, el horror que siembra es descomunal, ya que utiliza elementos demasiado arraigados en el imaginario colectivo: el de la comprensión de la feminidad y la maternidad como el símbolo por excelencia de la filiación.

Siguiendo a Mary Douglas, "mientras más personal e íntima sea la fuente del simbolismo ritual, más diciente su mensaje. Cuanto más el símbolo venga del fondo común de la experiencia humana, más amplia y certera su recepción" (Douglas 2001, 115), y ¿qué es más propio de la experiencia humana que haber estado en un vientre materno? Así pues, el vientre y los senos cercenados materializan un ataque brutal a la concepción de la mujer madre como factor fundamental de lo sagrado en la comunidad. Fragmentando el cuerpo femenino en dichas partes específicas, los verdugos han resquebrajado y profanado todo aquello que conforma la cotidianidad de la comunidad, los lazos entre sí, su pertenencia al territorio.

Conclusión

Mediante el uso de elementos arraigados en el imaginario colectivo, se reconfiguran las identidades a partir de la destrucción de la propia cotidianidad. Los desmembramientos y las mutilaciones hechos por los paramilitares obedecen a nociones incorporadas de lo que representan diferentes aspectos de lo humano: los senos como símbolo de feminidad, el vientre como símbolo de filiación, el pene como símbolo de masculi-nidad, en fin. La violencia sexual acompañada de la mutilación es una macabra encarnación, tal vez demasiado literal, de la fragmentación del cuerpo y su apropiación por parte del verdugo. La crueldad perpetrada con tal proximidad sobre la corporalidad convierte al cuerpo-víctima en un artefacto y en un texto para cargar la humillación públicamente, involucrando así en su horror y dolor a su grupo social, receptor del mensaje inscrito en su cuerpo mediante la tortura. Así, el cuerpo-otro es despojado de individualidad pero cargado de representaciones y simbologías denigrantes de la alteridad, una exageración de los rasgos que alguna vez fueron humanos, para garantizar el éxito de su destrucción por medio de la crueldad teatralizada. Según Cavarero (2009, 182), la humillación es peor que la muerte, ya que aniquila los rasgos corpóreos de la unicidad pero busca alargar el sufrimiento, y así, aplazando el asesinato lo más posible, des-hace con más ahínco el ser.

Los casos de violencia extrema estudiados demuestran, además, que "torturar constituye una práctica social: esto es, una acción (intencional) motivada [...] por motivos que han sido incorporados a la estructura motivacional del sujeto torturador en su proceso de socialización" (Paredes Castañón 2012, 49). La violencia no es una práctica de monstruos ni desadaptados sociales, sino que es absoluta y dolorosamente humana, y está mediada por los imaginarios sociales del perpetrador. Hay bastante humanidad implicada en la violencia y bastante violencia implicada en la humanidad, y esto puede resultar desconcertante, pero necesario de reconocer.


Comentarios

* El artículo es un fragmento de la tesis de pregrado presentada y aprobada en julio de 2012. El artículo surgió de un interés por tratar de dar un sentido a los actos de violencia extrema que han formado parte de la historia reciente de Colombia, reconociendo sus similitudes con otros casos y conflictos en diferentes partes del mundo y diferentes momentos históricos.

1 Las traducciones y los énfasis son de la autora de este artículo.

2 Es necesario tener en cuenta que estas órdenes vinieron de sectores del Gobierno, siendo uno de ellos el caso de una mujer, Pauline Nyiramasuhko, en ese entonces ministra de Bienestar de la Familia y Promoción de la Mujer, quien ordenó a las milicias hutu, Interahamwe, violar las mujeres tutsi encerradas en la Prefectura de Butare, antes de asesinarlas (Al Jazeera English, 2011).

3 Término vulgar para referirse a la vagina; al español podría traducirse como coño.


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