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Colombia Internacional

versión impresa ISSN 0121-5612

colomb.int.  no.81 Bogotá mayo/ago. 2014

 

La seguridad y defensa estadounidenses tras la guerra contra el terror*

Guillem Colom Piella**

** Es doctor en Paz y Seguridad Internacional del Instituto Universitario General Gutiérrez Mellado (UNED) (España). Actualmente es profesor de Ciencia Política en la Universidad Pablo de Olavide (España) y de Relaciones Internacionales en la Universidad Pontificia de Comillas (España). Sus líneas de investigación se centran en los asuntos estratégicos y políticas de seguridad y defensa. Entre sus últimas publicaciones están: "El ocaso de la defensa británica durante la Guerra Fría". Ayer (Asociación de Historia Contemporánea) 93, 2014; y "La NSA en la era del ciberespionaje masivo" Política exterior 28 (157), 2014. Correo electrónico: gcolpie@upo.es


RESUMEN

Tras una larga guerra contra el terror, dos campañas bélicas y en un contexto de transición estratégica, auge de nuevas potencias regionales y una profunda crisis financiera, Estados Unidos está reconfigurando su estrategia global y su política de seguridad y defensa para mantener su hegemonía política, conservar la supremacía militar y combatir conflictos futuros. Este artículo analiza los cambios que Washington está adelantando en materia de defensa para adaptarse a la situación actual.

PALABRAS CLAVE

Estados Unidos, política de defensa y seguridad, planeamiento militar, transición estratégica, guerra contra el terror


U.S. Security and Defense After the War on Terror

ABSTRACT

After a long war on terror, two military campaigns and within the context of strategic transition, with the rise of new regional powers and a profound financial crisis, the United States is refiguring its global strategy and security policy in order to maintain its political hegemony and military supremacy. This article analyzes the changes that Washington is driving forward in terms of defense to adapt to its current situation.

KEYWORDS

United States, defense and security policy, military planning, strategic transition, war on terror


A segurança e a defesa estadunidenses após a guerra ao terror

RESUMO

Após uma longa guerra ao terror, duas campanhas bélicas e num contexto de transição estratégica, auge de novas potências regionais e uma profunda crise financeira, os Estados Unidos da América está reconfigurando sua estratégia global e sua política de segurança para manter sua hegemonia política e supremacia militar. Este artigo analisa as mudanças que Washington está realizando no tema da defesa para adaptar-se à situação atual.

PALAVRAS-CHAVE

Estados Unidos da América, política de defesa e segurança, planejamento militar, transição estratégica, guerra ao terror

DOI: dx.doi.org/10.7440/colombiaint81.2014.09

Recibido: 11 de septiembre de 2013 Aprobado: 10 de octubre de 2013 Modificado: 28 de marzo de 2014


Introducción

Desde el fin del orden internacional bipolar, Estados Unidos ha realizado profundos cambios en su arquitectura defensiva para mantener su liderazgo global en un entorno estratégico en constante evolución. En la inmediata pos-Guerra Fría, estos se orientaron a adaptar su entramado militar a la disipación de la amenaza soviética y a la conquista de una Revolución en los Asuntos Militares que prometía garantizar la supremacía militar futura del país. Los sucesos del 11 de septiembre de 2001 mediaron para que la transformación, inicialmente entendida como el proceso mediante el cual se conquistaría la revolución y se prepararían las fuerzas armadas heredadas de la Guerra Fría para los retos del siglo XXI, se convirtiera en un imperativo estratégico para enfrentar con éxito los nuevos peligros para la paz y la seguridad internacionales. Hasta la fecha, tras una larga guerra contra el terror y dos onerosas campañas bélicas, y en un contexto marcado por la redefinición de la estructura del poder global y la crisis financiera que atraviesa Occidente, Washington ha emprendido una transición estratégica para adaptar su arquitectura militar al nuevo escenario de seguridad y reducir el montante total de su defensa.

Si asumimos que la política de defensa es la dimensión de la seguridad nacional encargada de establecer los fines, determinar los objetivos y proporcionar los medios necesarios para garantizar la defensa del país con instrumentos militares, el presente trabajo pretende analizar los cambios que Estados Unidos está llevando a cabo en su arquitectura defensiva desde el final de la guerra contra el terror, para adaptarse al nuevo panorama doméstico e internacional, e insinuar las líneas maestras que guiarán el planeamiento estratégico del país para los años venideros. Para lograr este objetivo, el artículo se fundamentará en la siguiente hipótesis: en la actualidad Estados Unidos está transformando su arquitectura defensiva para adaptarse tanto al escenario estratégico actual como a la frágil situación de su economía. Para ello, Washington está desarrollando un nuevo modelo de defensa que, construido en oposición al que reinó durante la guerra contra el terror, pretende evitar los grandes despliegues de fuerzas y limitar sus intervenciones; reducir la presencia militar en el exterior; suplir con tecnología los problemas operativos identificados y orientarse hacia los conflictos convencionales contra adversarios tecnológicamente avanzados.

Aunque es muy probable que este modelo se consolide definitivamente en la Estrategia de Seguridad Nacional que el presidente Obama deberá presentar a lo largo de este año, el artículo comenzará estudiando el desarrollo, las lecciones aprendidas y las herencias recibidas de la guerra contra el terror sobre la defensa estadounidense, antes de proceder al análisis de las características, el alcance y los potenciales efectos de esta transición estratégica1 sobre la acción exterior del país. Para lograr este objetivo, se estudiarán los principales documentos estratégicos del país; las declaraciones de sus líderes; las reflexiones de sus centros de estudio sobre seguridad; las publicaciones especializadas en la materia, y se evaluarán las acciones que Washington actualmente está llevando a cabo en materia de defensa.

1. La seguridad y defensa estadounidenses en la guerra contra el terror

Después de una plácida pos-Guerra Fría en la que Estados Unidos asumió su papel de potencia hegemónica del nuevo orden internacional, los trágicos acontecimientos del 11 de septiembre de 2001 dieron paso a un nuevo período histórico. Para Washington, esta fatídica fecha supuso el final de una década de optimismo estratégico y acabó con un modelo de seguridad nacional fundamentado en el aprovechamiento del dividendo de la paz para reducir el montante de la defensa; la participación en guerras de elección para modelar el entorno internacional y el uso de la pausa estratégica2 existente durante este período para conquistar una Revolución en los Asuntos Militares (RMA),3 que prometía garantizar la supremacía militar futura del país (Kagan 2006; Colom 2008). Además, estos ataques mediaron para que la nueva administración estadounidense alterara las líneas maestras de la defensa nacional propuestas pocos meses antes y se viera obligada a participar en una guerra de necesidad que no había proyectado.4

Fue así como la guerra contra el terror escaló hasta la cúspide de la vida política estadounidense y pasó a definir las relaciones internacionales entre 2001 y 2011.5 Caracterizada por la búsqueda y eliminación de Osama Bin Laden, el desmantela-miento de la organización terrorista Al Qaeda y las campañas militares de Afganistán e Iraq, la guerra contra el terror ha servido para exponer el nuevo rostro de la guerra, revelar los límites del poder militar estadounidense, acabar con la aparente unipolaridad del orden internacional de la pos-Guerra Fría y facilitar la consolidación de nuevas potencias capaces de limitar la influencia y disputar la hegemonía regional a Estados Unidos (Gray 2010; Colom 2010).

En el plano militar, Washington pasó de una euforia revolucionaria motivada por la veloz invasión de ambos países al desconcierto estratégico, tras el auge de la insurgencia y las dificultades para estabilizar el territorio (Kagan 2006; Henrotin 2008). Y es que en un primer momento, estos espectaculares triunfos parecieron corroborar la eficacia del nuevo estilo militar estadounidense producto de la RMA6 y motivaron la aceleración del proceso de transformación iniciado por Bush pocos meses antes.7 No obstante, una vez finalizadas las acciones de combate, el reducido volumen de tropas empleadas en la invasión y su falta de preparación para prestar seguridad o asistencia humanitaria, la inexistencia de un plan coherente para la reconstrucción de ambos países una vez alcanzados los objetivos militares o la insuficiente inteligencia humana motivada por el desconocimiento de la cultura afgana e iraquí impidieron proceder a la estabilización de ambos países. Además, el férreo control ejercido desde unos Estados mayores localizados a miles de kilómetros de distancia y desconocedores de la rápida evolución de los acontecimientos, y las erróneas decisiones que se tomaron al finalizar las operaciones de combate (como desmantelar inmediatamente, y sin que existiera un sustituto, toda la organización de los regímenes anteriores, desde la Justicia hasta la Policía o las Fuerzas Armadas), facilitaron el estallido de una insurgencia que todavía persiste, a pesar de los esfuerzos de la comunidad internacional para estabilizar el territorio y traspasar las responsabilidades a los gobiernos locales (Kagan 2006; Gvosdev y Reveron 2010).

El florecer de la insurgencia cogió desprevenida a la comunidad estratégica estadounidense, que, fascinada por las proclamas revolucionarias de los años anteriores, parecía haber obviado algunos de los fundamentos de la guerra,8 en particular, que ésta es siempre un choque de voluntades y que cualquier actor busca explotar las debilidades del adversario, lucha con los medios que tiene a su alcance y emplea las estrategias que le proporcionan mayores beneficios. Así, frente a la supremacía convencional del invasor, la resistencia afgana e iraquí planteó respuestas que aprovecharon las lagunas del nuevo estilo militar estadounidense y explotaron las vulnerabilidades políticas, estratégicas y sociales de cada país (Echevarria 2010; Gray 2010).9

En consecuencia, el auge de la violencia insurgente no sólo puso de manifiesto las limitaciones del nuevo estilo americano de combatir en escenarios de baja y media intensidad, sino también las dificultades estratégicas y operativas que entraña la pacificación de zonas hostiles, los costes humanos, materiales y políticos que implican los cambios de régimen por la fuerza o las nuevas y apremiantes necesidades operativas motivadas por la participación militar del país en ambos conflictos (Gvosdev y Reveron 2010; Echevarria 2010).

Estos factores mediaron para que la búsqueda de la revolución desapareciera de la agenda política norteamericana y motivaron que el planeamiento de la defensa del país se orientara hacia la generación de capacidades militares apropiadas para la estabilización posconflicto, apoyo militar a la reconstrucción, labores de construcción nacional, antiterrorismo y lucha contra la insurgencia (DoD 2006). Además, el pensamiento estratégico pasó a primar en el estudio de las amenazas asimétricas (orientadas a explotar las debilidades de las fuerzas regulares), irregulares (contrarias a los usos y costumbres de la guerra) o híbridas (que combinan el empleo de medios regulares e irregulares),10 consideradas como los mayores riesgos que se cernían sobre las Fuerzas Armadas estadounidenses (Colom 2013; Chad 2011; Hoffman 2007).

Este cambio de orientación hacia los conflictos de baja y media intensidad se formalizó en la Revisión Cuadrienal de la Defensa de 200611 y se materializó tras el nombramiento de Robert Gates como titular de defensa. Determinado a solucionar las dificultades que estaban sufriendo las fuerzas norteamericanas en Afganistán e Iraq, Gates se propuso construir un nuevo estilo militar adecuado para la guerra contra el terror (Kaplan 2013).12 Para ello, realizó importantes cambios en el pensamiento estratégico (al orientarlo hacia las cuestiones presentes, en detrimento de la prospectiva futura); en el planeamiento de la defensa (al priorizar el desarrollo de capacidades aptas para las operaciones en curso); en los programas de obtención de material (al redefinir o posponer los grandes proyectos de armamento futuros, con el objeto de liberar fondos para adquirir por procedimiento de urgencia los equipos necesarios para las misiones presentes) y en la estructura de fuerzas (al reconvertir grupos de artillería en unidades de infantería, al incrementar el número de fuerzas de operaciones especiales, unidades de cooperación-civil militar, replantear los ciclos de despliegue o regular la presencia de contratistas militares privados) (Cimbala 2010; Ucko 2009; Gates 2009).

Este renovado interés por la guerra irregular, los conflictos de baja intensidad, la construcción de Estados o la lucha contra la insurgencia, característicos de la segunda administración Bush, se mantuvo con la llegada de Barack H. Obama a la Casa Blanca.13 No obstante, éste reemplazó progresivamente estas labores extensivas en hombres y material por las acciones antiterroristas con drones y unidades de operaciones especiales, sensiblemente más asequibles y con menos riesgos para las fuerzas propias. A pesar de estos cambios en la forma de enfocar ambos conflictos, ambos presidentes relegaron a un puesto secundario la emergencia de otros riesgos más tradicionales. Aunque durante esta misma etapa empezaron a manifestarse otros peligros -tales como la inestabilidad política paquistaní, el armamento atómico norcoreano, la proliferación nuclear persa, el expansionismo militar chino, la inseguridad de los suministros energéticos o las amenazas en el ciberespacio-, éstos no se integraron en el planeamiento de la defensa estadounidense hasta la muerte de Osama Bin Laden, en 2011 (Kugler 2011; Cordesman 2011).

2. La posguerra contra el terror

La eliminación de Osama Bin Laden terminó de facto con la guerra contra el terror;14 permitió adelantar el repliegue de Iraq a 2011 y de Afganistán, previsto para finales de este año y facilitó la sustitución del modelo de seguridad y defensa vigente -enfocado en la construcción de Estados, la contrainsurgencia y el contraterrorismo- por un nuevo paradigma militar. Motivado por la coyuntura doméstica e internacional de la posguerra contra el terror, el modelo se orientó de nuevo al mantenimiento de la supremacía militar frente a cualquier adversario futuro, mediante la adaptación del estilo militar estadounidense producto de la RMA a la coyuntura actual. Gestado durante los años previos, y al coincidir con la erosión del paradigma anterior por su incapacidad de resolver satisfactoriamente las campañas afgana e iraquí, este nuevo modelo empezó a materializarse en 2012 con la presentación de la Guía Estratégica de la Defensa,15 y se consolidó dos años después con la promulgación de la Revisión Cuadrienal de la Defensa 2014.

A pesar de que Al Qaeda no ha sido totalmente derrotada y que la inestabilidad que se está viviendo en el norte de África y en Siria brinda nuevas oportunidades a los movimientos yihadistas, -la marcha de Iraq ha dejado al país en una delicada situación, y el repliegue de Afganistán se realizará sin haber alcanzado la situación final deseada-, la sensación de amenaza que surgió tras el 11 de septiembre de 2001 se ha debilitado.16 Además, la esperanza de normalizar completamente la situación de estos dos países se ha desvanecido por completo: el panorama estratégico se ha transformado, Estados Unidos ha dejado de ser el único polo del poder global y la crisis económica que está afectando al país requiere reducir los objetivos de fuerzas, catálogos de capacidades, planes de modernización o patrones de despliegue militar, y priorizar un menguante gasto en defensa que, en caso de no contener el déficit público, podría reducirse en más de un billón de dólares hasta 2021.17

En consecuencia, en una coyuntura marcada por la mala salud de la economía estadounidense, la inminente retirada de Afganistán, la desaparición de la sensación de amenaza surgida tras el 11-S, la consolidación de otros riesgos para la seguridad internacional y la necesidad de Washington de ofrecer una nueva imagen al mundo, los estrategas estadounidenses han dado carpetazo a todo lo relacionado con la guerra contra el terror y han vuelto a interesarse por estos nuevos riesgos. Así, las grandes contingencias de la pasada década, aunque incapaces de alterar la estructura del sistema internacional -como la guerra contra el terror, la construcción de Estados o la contrainsurgencia-, han dado paso a otros peligros susceptibles de perturbar el equilibrio estratégico, tales como la proliferación de armamento de destrucción masiva, la inestabilidad del mundo árabe y musulmán, la competición entre los poderes emergentes y las potencias consolidadas por la hegemonía regional y el control de los recursos, la geopolítica del escenario Asia-Pacífico y las ambiciones del gigante chino, la carrera armamentística del Lejano Oriente, cualquier intento de limitar el liderazgo o coartar la autonomía de acción estadounidense en el ciberespacio o las amenazas que se ciernen sobre el libre acceso al mar, el cielo, el espacio y el ciberespacio (DoD 2014; OSD 2012; CJCS 2012).18

Además, es en esta coyuntura cuando las enseñanzas de la guerra contra el terror se están integrando en el pensamiento estratégico estadounidense. Así, desde una óptica política, se ha comprendido la extrema dificultad que tiene una democracia avanzada para emplear la fuerza armada en defensa de su interés nacional y la inviabilidad práctica de mantener largos despliegues en el exterior, debido a los costes humanos, materiales, económicos y políticos que éstos generan (Belasco 2011). También se han expuesto la volubilidad de la opinión pública doméstica, la influencia de los medios de comunicación de masas para condicionar la acción política, la incompatibilidad entre los ciclos políticos propios del juego democrático y los tiempos necesarios para explotar las líneas estratégicas, las limitaciones del jus in bello en los conflictos actuales, la imperecedera vigencia de la doctrina Weinberger-Powell para guiar la acción militar estadounidense,19 la peligrosidad que entrañan los cambios de régimen por la fuerza o la inviabilidad práctica de las labores de construcción nacional (Walt 2012; Kapstein 2010; Gvosdev y Reveron 2010).

Desde una óptica militar, estas campañas han vuelto a demostrar la imbatibilidad de Estados Unidos en el terreno convencional y revelado la brecha de capacidades que todavía existe entre el país y cualquiera de sus posibles competidores (CJCS 2012; OSD 2012; DoD 2014). A pesar de que las ingentes inversiones que el país viene realizando de manera sostenida desde hace más de cuarenta años en tecnologías avanzadas han contribuido a reforzar esta hegemonía, esta distancia ya no parece ser tan grande como antes, por tres grandes razones: 1) la difusión de tecnologías avanzadas y su integración en estrategias asimétricas; 2) la crisis financiera, que está obligando a reducir el montante total de la defensa y descartar el desarrollo de varias capacidades o la modernización de muchos materiales; y 3) los costes derivados de la guerra contra el terror, que ha consumido enormes recursos humanos y materiales que han erosionado la institución militar, obligado a generar capacidades de limitada utilidad para conflictos de alta intensidad e impedido implementar con normalidad los grandes programas de modernización de armamento y material proyectados en las décadas anteriores (Stimson 2012; Davis y Wilson 2011b).

Asimismo, Afganistán e Iraq también han supuesto un baño de realismo para Estados Unidos al exponer, en primer lugar, las carencias de este ejército equipado, adoctrinado, organizado y adiestrado para el combate contra adversarios tecnológicamente avanzados, cuando se ha visto obligado a estabilizar y apoyar la reconstrucción de zonas hostiles mientras realiza una campaña de contrainsurgencia y lucha contra fuerzas irregulares. En segundo lugar, también han revelado el precio político, humano, económico, material y diplomático que debe pagarse cuando se pretende el cambio forzoso de un régimen y su posterior pacificación. Finalmente, estos conflictos han revelado las limitaciones del nuevo estilo americano de combatir, que, fundamentado en la capacidad industrial del país para producir armamento sofisticado y la búsqueda de soluciones tecnológicas a problemas estratégicos, pretende aprovechar su brecha tecnológica para lograr victorias rápidas, fáciles, limpias y decisivas contra cualquier adversario (Lind 2006; Echevarria 2012). Aunque este modelo afín a la cultura estratégica estadounidense parece el más adecuado para preservar los pilares estratégicos del país (disuadir a cualquier actor de iniciar un conflicto convencional contra Washington; permitir el libre acceso a cualquier teatro de operaciones del globo y derrotar a cualquier competidor presente o futuro), durante la guerra contra el terror ha mostrado su inadecuación en escenarios de baja o media intensidad y su total irrelevancia en operaciones de contrainsurgencia (Henrotin 2008). No obstante, por encima de todo, estas campañas han acabado con la ilusión de la guerra quirúrgica, limpia, tecnológica, sin bajas propias ni tampoco daños colaterales, y han servido para ratificar la inmutable naturaleza de la guerra, en la que la violencia, la destrucción y la muerte son sus elementos definidores. También han ayudado a recordar que la fuerza armada es la última razón del gobernante, y que por ello debe ser empleada como último recurso, de manera racional y siempre orientada al logro de unos fines políticos y estratégicos claramente definidos, realistas y alcanzables en tiempo, espacio y forma (Walt 2012; Gvosdev y Reveron 2010).

En otras palabras, aunque Afganistán e Iraq han puesto de manifiesto las limitaciones intrínsecas de la tecnología y han modulado las proclamas revolucionarias de los años anteriores (Colom 2013; Chad 2011), Estados Unidos parece continuar confiando en las posibilidades que brinda la RMA para resolver los problemas estratégicos que debe afrontar el país tras la guerra contra el terror; eliminar la violencia inherente de la guerra mediante la robotización de los ejércitos (Work y Brimley 2014) y mantener su hegemonía presente y futura frente a cualquier potencial adversario (Watts 2011).

3. Las nuevas líneas maestras de la seguridad y la defensa estadounidenses

Este conjunto de elementos mencionados en las páginas anteriores ha mediado para que Washington emprenda una transición estratégica que reemplace el agotado modelo de defensa propio de la guerra contra el terror por otro paradigma más adecuado a la situación actual y futura,20 asumiendo que:

  • La estabilidad global podrá verse comprometida por la persistencia de los efectos perversos de la globalización, tales como la expansión de actores capaces de disputar el monopolio de la violencia a los Estados, inestabilidades regionales, extremismos violentos motivados por cosmovisiones enfrentadas, competición por los recursos, difusión de tecnologías avanzadas, proliferación de armamento de destrucción masiva o el auge de potencias regionales capaces de limitar la influencia estadounidense (CJCS 2012; NIC 2012).21
  • La acción exterior estadounidense podrá verse condicionada por la irrele-vancia estratégica europea, la inestabilidad política en el Magreb y Oriente Medio, los riesgos que entrañaría un Irán nuclear, una creciente desconfianza hacia China, la debilidad de su economía y el incremento de la presencia norteamericana en la región Asia-Pacífico (DoD 2014; OSD 2012).
  • La situación financiera del Pentágono no experimentará ninguna mejoría y hasta incluso podría empeorar en los próximos años, en caso de no controlar el déficit público del país (DoD 2014).
  • Las Fuerzas Armadas estadounidenses deberán prepararse para combatir en todo el espectro del conflicto, desde guerras híbridas contra actores no estatales que emplean medios y tácticas asimétricas hasta acciones de alta intensidad contra países equipados con armamento de destrucción masiva o ejércitos tecnológicamente avanzados, y realizar una amplia gama de misiones en un ambiente operativo complejo, cambiante, transparente y sin fronteras físicas ni virtuales (DoD 2014).22

Washington ya parece haber trazado las líneas maestras de su nuevo modelo de defensa. Aunque estos planteamientos deberán consolidarse en la Estrategia de Seguridad Nacional que el Ejecutivo presentará antes de finales de año, la Guía Estratégica de la Defensa, el Concepto Cardinal para las Operaciones Conjuntas y la Revisión Cuadrienal de la Defensa sugieren que Washington reducirá su presencia avanzada, especialmente la situada en suelo europeo, aunque los recientes sucesos en Crimea podrían motivar una revaluación de esta decisión, y la concentrará en la región Asia-Pacífico. También indican que abandonará los despliegues de fuerza masivos y descartará conducir grandes campañas militares o embarcarse en operaciones de cambio de régimen y construcción nacional. Igualmente, evitará participar en labores de gestión de crisis, estabilización, apoyo a la reconstrucción y lucha contra la insurgencia,23 y mostrará un limitado interés en colaborar con organizaciones multilaterales de seguridad o participar en un Enfoque Integral multinacional (Murdock y Crotty 2013; Stimson 2012).24

Este conjunto de actividades será sustituido por un progresivo repliegue global susceptible de incrementar el aislacionismo y unilateralismo del país en materia exterior (Kugler 2011). Ello se combinará con la priorización de la inteligencia prospectiva, obtenida gracias al absoluto dominio que Washington tiene del ciberespacio y las capacidades de ataque estratégico de precisión, proyección global de las fuerzas y el acceso a cualquier punto del planeta, con independencia de las medidas defensivas que pueda desplegar el adversario.25 Igualmente, el país volverá a un modelo mixto de dos guerras para definir la entidad de sus Fuerzas Armadas, su catálogo de capacidades y su patrón de despliegue: por un lado, en tiempo de paz los ejércitos del país deberán ser capaces de defender la nación, realizar acciones antiterroristas en varias regiones del globo, disuadir cualquier posible agresión y garantizar la seguridad de los aliados y socios mediante la presencia avanzada. Por otro lado, si se desata un conflicto, las Fuerzas Armadas del país deberán ser capaces de derrotar a un adversario en una guerra convencional e impedir la consecución de los objetivos o imponer costes inaceptables sobre un segundo agresor en otra región del planeta (DoD 2014, 22).26 Ello no sólo parece indicar la tradicional disuasión de Teherán y Pyongyang, sino que también sugiere la ilusoria voluntad de contener a Irán y China con una estructura de fuerzas claramente insuficiente (Tata 2013).27

Además, es muy probable que Washington incremente las colaboraciones ad hoc con terceros países y limite tanto sus compromisos defensivos como su presencia avanzada. Ello se combinará con la conducción de operaciones limitadas en tiempo, espacio y medios implicados; la oposición a mantener grandes despliegues permanentes de fuerzas y la renuencia a desplegar unidades terrestres en zonas de conflicto; la multiplicación de las acciones contraterroristas puntuales con fuerzas de operaciones especiales, armas inteligentes y drones; la priorización de la capacidad para conducir operaciones globales integradas empleando medios terrestres, navales, aéreos, espaciales y ciberespaciales, en el marco de un Enfoque Gubernamental (OSD 2012; CJCS 2012; Dale y Towell 2012).28

El curso de los acontecimientos determinará la manera en que se refinan, refuerzan y ejecutan estos nuevos principios estratégicos que deberán consolidarse a lo largo de este año. No obstante, la inclusión de este conjunto de riesgos y amenazas, perspectivas estratégicas y orientaciones para el empleo de la fuerza en la agenda estratégica del país ha supuesto un importante baño de realismo que ha enterrado definitivamente los sueños unipolares de la inmediata pos-Guerra Fría y de los cambios de régimen o las construcciones de Estados que caracterizaron la guerra contra el terror (Dale y Towell 2012, 53; Stimson 2012; Kugler 2011).

Paralelamente, el titular de Defensa, Chuck Hagel (2013-), debe continuar tomando dolorosas decisiones en materia defensiva que ya se han plasmado en la Revisión Cuadrienal de la Defensa y se repetirán en los sucesivos ejercicios presupuestarios (Cordesman 2014). Hagel debe abaratar el coste de funcionamiento del Pentágono al minimizar la pérdida de capacidades militares, reducir el volumen de fuerzas o desactivar unidades. En consecuencia, en una coyuntura marcada por la incertidumbre estratégica, la indeterminación política, la moderación presupuestaria y la reformulación de las líneas maestras de la defensa nacional, Washington está empezando a especificar hoy cómo deben ser sus ejércitos del mañana. El titular de Defensa debe realizar importantes cambios en la arquitectura de defensa teniendo en cuenta que el grueso de la estructura de fuerzas y del catálogo de capacidades futuro no puede alterarse, debido a la inflexibilidad de la programación militar y los compromisos industriales adquiridos durante los años previos (Carter 2014);29 que el armamento heredado de la Guerra Fría podría quedar obsoleto en bloque, debido a su antigüedad y desgaste tras diez años de guerra (Davis y Wilson 2011b) y que la máxima prioridad del Pentágono es restablecer el equilibrio entre el nivel de ambición, la estructura de fuerzas y el catálogo de capacidades, al tiempo que establece los pilares de la defensa del país para las próximas décadas (Murdock y Crotty 2013; OSD 2012; Conetta 2012). El titular de defensa también está obligado a abaratar el funcionamiento del Pentágono sin perder capacidades fundamentales ni reducir en exceso el volumen de fuerzas ni tampoco comprometer el adiestramiento y la disponibilidad de las unidades; y paralelamente elegir qué capacidades militares desarrollar, cuáles descartar y cuáles conservar (Stimson 2012). Aunque formalmente cualquier decisión en este ámbito debe fundamentarse en una difícil reversibilidad, entendida como la capacidad para adaptar la defensa del país a cualquier cambio de situación motivado por una sorpresa estratégica (OSD 2012), será preciso definir un volumen de fuerzas y un nivel de ambición realistas y acordes con los recursos disponibles y previsibles, basar cualquier decisión política sobre consideraciones estratégicas y operativas o vencer las inercias de una institución militar reticente al cambio, orientada a los grandes conflictos convencionales y erosionada tras las largas campañas de Afganistán e Iraq (Conetta 2012; Davis y Wilson 2011a).

Este conjunto de actuaciones requiere una plena determinación política, y su desarrollo entrañará enormes cambios en la concepción, el funcionamiento y gestión de la administración militar estadounidense. Es por ello que la reducción del gasto sin eliminar capacidades clave, la reforma del planeamiento de la defensa y la redefinición del proceso de transformación militar en una coyuntura marcada por los cambios estratégicos y la crisis económica se plantean como las principales líneas del pensamiento estratégico estadounidense y los mayores retos que debe superar su arquitectura de seguridad y defensa durante esta transición estratégica del país tras la guerra contra el terror.

Conclusiones

De ahora en adelante Estados Unidos deberá actuar en un marco de seguridad muy distinto del que definió las relaciones internacionales en la pos-Guerra Fría o durante la guerra contra el terror. En efecto, la sensación de amenaza surgida tras el 11-S se ha debilitado, la salida de Iraq ya se ha producido y la retirada de Afganistán está próxima. Washington ha dejado de ser el único polo del poder mundial y su retraimiento estratégico es cada vez mayor, aunque éste se haya disfrazado de un vacuo "leading from behind". Además, la consolidación de este escenario ha coincidido con una crisis económica global que ha puesto a Estados Unidos en una delicada situación, dado que debe redefinir a la baja los objetivos de fuerzas, catálogos de capacidades, planes de modernización o patrones de despliegue, sin que ello entrañe una pérdida de capacidades esenciales, una erosión en la preparación de la fuerza o la imposibilidad de garantizar los objetivos de seguridad del país (Mearsheimer 2014).

Aunque la combinación de estos factores puede sentar las bases para que se produzca la tan temida tormenta perfecta -una sorpresa estratégica motivada por la disminución del gasto, la pérdida de capacidades militares, la falta de anticipación y la configuración de un nuevo entorno de amenazas-, advertida por Robert Gates tras conocer el plan de recortes en el gasto militar norteamericano, lo cierto es que hasta la fecha parece estarse erigiendo un nuevo paradigma estratégico que, formalmente articulado en oposición al que reinó durante la guerra contra el terror, contiene las lecciones que Washington ha aprendido tras once años de guerra.

Tal y como sugieren la limitada participación del país en el conflicto libio, su pasividad ante la guerra civil siria o su tibia crítica a las actuaciones chinas en el Lejano Oriente y las acciones rusas en Crimea, la expansión geográfica de los ataques con drones, la red de espionaje informático PRISM y la determinación del país de conservar su supremacía en el ciberespacio, la disminución del tamaño de las fuerzas terrestres hasta niveles previos al 11-S, la reducción de la presencia militar en suelo europeo o la consolidación de la doctrina de la batalla aeronaval, Estados Unidos parece fundamentarse en las siguientes características: el recogimiento estratégico, la limitación del volumen, alcance e impacto de sus acciones militares, la resistencia a emplear fuerzas terrestres en operaciones, la negativa a participar en labores de estabilización, apoyo militar a la reconstrucción o contrainsurgencia, la búsqueda de soluciones tecnológicas a los nuevos problemas estratégicos, o la reorientación de su presencia avanzada hacia la región Asia-Pacífico para contener la expansión china y prepararse para un hipotético conflicto entre ambas potencias (Etzioni 2013; Tata 2013). En otras palabras, este nuevo paradigma va pareciéndose cada vez más al modelo tecnocéntrico de la RMA que reinó imbatible durante la década de los noventa (Watts 2011; Davis y Wilson 2011b).

En conclusión, después de que la guerra contra el terror supusiera un paréntesis en la gran estrategia estadounidense para el siglo XXI y obligara al país a participar en unos conflictos que chocaban, tal y como había hecho Vietnam cuarenta años atrás, con su cultura estratégica y tradición militar, hasta la fecha Washington parece nuevamente determinado a conquistar la Revolución en los Asuntos Militares. Y es que su consecución no sólo parece ser fundamental para mantener la brecha militar sobre sus adversarios, resolver los nuevos interrogantes estratégicos que debe afrontar el país y consolidar el nuevo estilo americano de combatir, sino también porque muchas de sus promesas parecen estar haciéndose realidad.

Faltan por ver las directrices que fijará la Estrategia Nacional de Seguridad que el Ejecutivo estadounidense deberá presentar antes de terminar este año, la marcha de la economía del país y la existencia de nuevos acuerdos entre el Gobierno y la oposición en materia presupuestaria, la seguridad en el Lejano Oriente tras el incremento de tensión entre China, Japón, Rusia y Corea del Norte, y los movimientos de Moscú en su tradicional área de influencia, para conocer cómo continuará esta transición estratégica y cómo se articulará este nuevo modelo de defensa de la posguerra contra el terror.


Comentarios

* Este artículo fue elaborado por interés personal del autor, quien en el momento está finalizando un libro sobre el proceso de transformación de la defensa y seguridad estadounidenses desde el final de la Guerra Fría. El artículo no contó con ninguna fuente de financiación.

1 El concepto transición estratégica (strategic transition) se ha popularizado en la jerga especializada, tras su aparición en el documento Sustaining U. S. Global Leadership: Priorities for 21st Century Defense (OSD 2012), para explicar la transformación de una arquitectura defensiva enfocada en los conflictos presentes a otra capaz de enfrentarse a los retos futuros.

2 El concepto pausa estratégica (strategic pause), entendida como el período comprendido entre la desaparición de la Unión Soviética y la emergencia de un nueva potencia capaz de disputarle la hegemonía a Estados Unidos, fue empleado por primera vez de manera oficial por el secretario de Defensa Les Aspin (1993-1994) en la revisión de la defensa Bottom-Up Review, de 1993. Ampliamente utilizada por la administración Clinton (1992-2000) para justificar sus decisiones en materia de defensa, fue muy criticada por la oposición republicana, que pretendía aprovechar la aparente estabilidad que brindaba la pos-Guerra Fría, a fin de transformar, tal y como planteó con sumo detalle el think tank neoconservador Project for a New American Century, en el año 2000, la maquinaria bélica del país para enfrentarse a los retos futuros (Donnelly 2000).

3 Una RMA se define como un profundo cambio en la forma de combatir que -motivado por la explotación de nuevos sistemas armamentísticos, conceptos operativos, doctrinas de empleo de la fuerza o maneras de organizar y administrar los medios militares- convierte en obsoleto el estilo militar anterior. En la década de 1990, esta posibilidad articuló el análisis estratégico internacional y el planeamiento de la defensa estadounidense, puesto que se asumía que esta revolución -posibilitada por las tecnologías de la información, fundamentada en la obtención de un pleno conocimiento del campo de batalla y configurada en torno a la generación de una fuerza conjunta capaz de dominar las esferas terrestre, naval, aérea, espacial y ciberespacial- permitiría incrementar la brecha militar entre Estados Unidos y sus potenciales adversarios y contribuir al mantenimiento de su hegemonía política. Un análisis más detallado de esta idea puede hallarse en Shimko (2010), Colom (2008) y Tomes (2007).

4 En términos generales, el programa de defensa de Bush para los comicios presidenciales del año 2000 se fundamentaba en la retirada de las fuerzas desplegadas en misiones de paz, la limitación de las intervenciones militares a la defensa del interés nacional, la orientación del gasto hacia la construcción de un escudo antimisiles y la transformación de la arquitectura defensiva del país para alcanzar la RMA y preparar a las Fuerzas Armadas para combatir en los conflictos futuros (Bush 2001, 53-61; Kitfield 2005).

5 El concepto guerra contra el terror (Global War on Terror) fue definido por el presidente George W. Bush tras el 11-S y formalizado en la National Security Strategy de 2002 para definir las actividades que Estados Unidos y sus aliados llevaron a cabo para combatir la Yihad global. Con el nombramiento de Barack H. Obama, este concepto fue eliminado de la terminología política estadounidense y sustituido por los conceptos Overseas Contingency Operation, utilizado en las declaraciones públicas y en la justiicación del gasto de las misiones, y War Against Al Qaeda, presente en la National Security Strategy de 2010.

6 El término New American Way of War fue concebido a finales de la década de 1990 para definir el estilo militar propio de la RMA, que -fundamentado en la superioridad tecnológica, el pleno conocimiento del campo de batalla y la capacidad para realizar ataques de precisión desde grandes distancias- permitiría al país obtener victorias rápidas, limpias y contundentes frente a cualquier adversario. Construido en oposición al modelo militar tradicional -de tipo logístico y fundamentado en la capacidad industrial estadounidense para derrotar al enemigo mediante una guerra de desgaste (Weigley 1977)-, y caracterizado por su apoliticismo, tecnocentrismo y sensibilidad a las bajas propias (Gray 2010; Shaw 2005; Boot 2003), es uno de los indicios, tales como el creciente empleo de drones, armamento de precisión y fuerzas de operaciones especiales, que sugieren cómo este modelo está acomodándose a los ejes del pensamiento estratégico actual (Colom 2013).

7 En efecto, la forma en que se planearon y condujeron las invasiones de Afganistán -donde una pequeña fuerza Creada ad hoc con el apoyo de la Alianza del Norte acabó con el régimen Talibán en poco más de un mes- y de Iraq -en la que un destacamento conjunto terrestre-anfibio con menos de 100.000 efectivos ocupó el país en un mes- fue considerada por la élite política y militar del país como signo inequívoco de que la RMA estaba dando sus frutos, por lo que propusieron acelerar el proceso de transformación militar (Shimko 2010; Kagan 2006).

8 Codificados por el prusiano Carl Von Clausewitz (1984 [1832]), éstos se refieren a la naturaleza dialéctica del conflicto, puesto que cualquier guerra se reduce a un choque de voluntades enfrentadas con intereses irreconciliables, por medio de las armas; a la "niebla de la guerra" o la imposibilidad de conocer con precisión todo lo que sucede en el campo de batalla; a la "fricción", entendida como la disparidad entre el potencial teórico de los ejércitos y su desempeño práctico en el conflicto; a la separación que existe entre la guerra ideal (como la han planteado los estrategas) y la real (como se libra realmente); a la imposibilidad de predecir la evolución del conflicto o a la permanencia de la dimensión objetiva de la guerra, puesto que cualquier choque armado generará violencia, horror, muerte y destrucción.

9 Entre estas debilidades destacan la volubilidad de la opinión pública doméstica y la presión de la comunidad internacional; el pánico a las bajas propias y el temor a los daños colaterales; el sometimiento a unos usos y costumbres de la guerra restrictivos y anacrónicos; la ansiedad por los costes políticos y efectos electorales de las operaciones; la exigencia de restringir su alcance, impacto y duración; la reticencia a utilizar fuerzas terrestres en operaciones o la necesidad de emplear la fuerza de forma limitada y restrictiva (Shaw 2005).

10 En sentido estricto, una amenaza híbrida puede definirse como "Threats that incorporate a full range of different modes of warfare including conventional capabilities, irregular tactics and formations, terrorist acts including indiscriminate violence and coercion, and criminal disorder, conducted by both states and a variety of non-state actors" (Hoffman 2007, 8).

11 Esta estrategia de segundo orden, basada en las directrices planteadas por la National Security Strategy de 2006, y utilizada para guiar el planeamiento de la defensa para el período 2005-2009, asumía que Estados Unidos estaba en guerra, por lo que el Pentágono debía priorizar la resolución de las carencias operativas identificadas (el caso del conocimiento cultural y lingüístico, labores de estabilización, apoyo militar a la reconstrucción, contrainsurgencia, inteligencia humana, unidad de acción civil-militar o relevos de fuerza) para triunfar en Afganistán e Iraq, y combatir al terrorismo internacional, antes que preparar la defensa del país para combatir en conflictos futuros (DoD 2006). Esta idea estará presente en el pensamiento estratégico del país hasta el inicio de la etapa actual, donde la defensa estadounidense ha vuelto a interesarse por las guerras del futuro.

12 De hecho, este nuevo modelo se impuso mediante un proceso bottom-up, puesto que el liderazgo político aceptó e institucionalizó de forma progresiva las ideas -y consolidó a los oficiales que las planteaban, siendo el caso más paradigmático el de David H. Petraeus, director de la Agencia Central de Inteligencia- que procedían del terreno (Kaplan 2013).

13 En efecto, la elección de Obama no comportó ningún cambio significativo en la política de defensa estadounidense. A pesar de proclamar que realizaría profundos cambios en la defensa del país para acabar con la herencia de Bush y presentaría en 2010 una nueva Quadrennial Defense Review que prometía ser muy distinta de las anteriores, la confirmación de Robert Gates al frente del Pentágono garantizó la continuidad de la política de defensa del país, en una coyuntura marcada ya por la crisis económica y la urgencia de encontrar una salida a las campañas afgana e iraquí (Colom 2010; Gates 2009).

14 No obstante, Al Qaeda y sus organizaciones afines continúan siendo calificadas por Washington como una amenaza, tal y como lo atestiguan la Strategic Defense Guidance (OSD 2012), la Quadrennial Defense Review (DoD 2014) y los comentarios vertidos durante los debates presidenciales en los pasados comicios o las declaraciones de los máximos responsables políticos de la actual administración estadounidense.

15 Este informe, que establece las líneas maestras de la política de defensa y la organización militar estadounidenses para los próximos años, carece de cualquier valor legislativo. De hecho, es simplemente una hoja de ruta que el Ejecutivo demócrata elaboró ad hoc para presentar un plan de ajuste previo al debate sobre los presupuestos de 2013 y bloquear la acción de la Cámara Baja, controlada por el Partido Republicano. No obstante, el grueso de sus contenidos ya se ha formalizado en la reciente Revisión Cuadrienal de la Defensa, y posiblemente también lo harán en la Estrategia Nacional de Seguridad que el Ejecutivo debe presentar a lo largo de 2014. Por otro lado, en el plano militar, muchas de las provisiones contenidas en este documento ya habían sido insinuadas en la vigente National Military Strategy (CJCS 2011), codificadas en el Capstone Concept for Joint Operations (CJCS 2012) -que fija los principios para el empleo de la fuerza y establece las bases para el desarrollo de nuevos conceptos operativos y la generación de capacidades militares futuras- y articuladas en el presupuesto federal de 2015 (Executive Office of the President of the United States 2014).

16 Es conveniente apuntar que si bien los principales documentos estratégicos del país continúan haciendo referencia a la necesidad de combatir al terrorismo internacional, esta misión es la quinta en el orden de prioridades del Pentágono (DoD 2014, 61).

17 Hace tres años se aprobó el Budget Control Act of 2011 (2 de agosto de 2011) que reducía la base de gasto militar -entendida como la partida aprobada en el presupuesto federal para garantizar el funcionamiento del Pentágono en condiciones normales- en 487.000 millones de dólares, una cifra que podría doblarse en caso de no lograr la contención del déficit público en los próximos ejercicios presupuestarios. Además, esta ley introdujo un mecanismo de sequestration de un 7% adicional sobre el presupuesto base de defensa que se activaría automáticamente si el Gobierno y la oposición no lograban consensuar los presupuestos. Este mecanismo entró en funcionamiento en marzo de 2013, obligando al titular de Defensa a aplicar un plan de recortes de urgencia que afectó el normal funcionamiento del Pentágono y comprometió la seguridad nacional del país. Aunque el pasado diciembre se aprobó la Bipartisan Budget Act of 2013 (26 de diciembre de 2013) que incrementa la base de gasto hasta los 526.800 millones de dólares para 2014 y 495.000 para 2015, los recortes podrían continuar a partir de 2016. Sobre el impacto que puede tener el abismo fiscal sobre las Fuerzas Armadas del país, véase Belasco (2013).

18 Más específicamente, las tendencias estratégicas perfiladas por la Guía Estratégica de la Defensa (OSD 2012) son la multipolaridad del orden internacional, la irrelevancia estratégica europea, los riesgos asociados a la Primavera Árabe, los peligros que presenta un Irán nuclear, la creciente inestabilidad en el subcontinente asiático y la insalvable brecha con China. Un análisis más detallado de los planteamientos recogidos en este documento puede hallarse en Dale y Towell (2012); un enfoque complementario -incluso, podría sugerirse que éste sentó las bases teóricas para la elaboración del documento político- puede hallarse en el estudio prospectivo realizado por el Consejo Nacional de Inteligencia estadounidense (NIC 2012).

19 Planteada por el secretario de Defensa Caspar Weinberger en 1984 y refinada por el jefe de la Junta de Jefes de Estado Mayor, Colin Powell, en 1991, esta doctrina pretende restringir el empleo de la fuerza armada al recomendar su empleo como último recurso, de forma aplastante y con objetivos estratégicos y fines políticos claramente definidos. Planteada informalmente para evitar otra guerra como Vietnam, el secretario de Defensa Donald Rumsfeld la desechó a la hora de invadir Iraq porque la consideraba obsoleta, anacrónica, y por restringir innecesariamente el empleo del potencial bélico estadounidense (Kitfield 2005).

20 Más específicamente, esta hoja de ruta asume que la nueva estrategia debe fundamentarse en tres elementos: a) la asunción de los principios de la Guía Estratégica de la Defensa para guiar la transición entre los dos modelos de defensa; b) el reequilibrio, redefinición y transformación de las Fuerzas Armadas para enfrentarse a los retos futuros y c) la racionalización y el abaratamiento del coste de funcionamiento del Pentágono (DoD, 2014: IV).

21 En este sentido, tanto el Capstone Concept for Joint Operations (CJCS 2012) como el Global Trends 2030 (NIC 2012) parecen sugerir que el entorno internacional se fundamentará en la existencia de "dos mundos de la política" con intereses, conductas y dinámicas contradictorios (Rosenau 1990); y en el que el organizado, estratificado y regulado sistema de Estados westfaliano coexistirá con otro mundo anárquico y confuso en el que interactuarán todos los actores excluidos del primero (territorios sin Estado, grupos insurgentes, bandas terroristas u organizaciones criminales).

22 Más específicamente, el catálogo de misiones es el siguiente: 1) contraterrorismo y guerra irregular, en el marco de un Enfoque Gubernamental (Whole-of-Government Approach) y en cooperación con terceros países; 2) disuasión y combate global, mediante el mantenimiento de fuerzas suficientes como para combatir en dos conflictos de forma simultánea; 3) proyección del poder a cualquier punto del globo, con independencia de las defensas enemigas; 4) lucha contra el armamento de destrucción masiva empleando todos los medios a disposición del país; 5) operaciones en el espacio y ciberespacio, mediante el desarrollo de capacidades defensivas y ofensivas que garanticen la supremacía militar del país en ambos dominios; 6) disuasión nuclear, con un arsenal moderno, reducido y empleado como último recurso; 7) defensa del territorio nacional, mediante un escudo antimisiles, medios de protección Nuclear, Químico, Biológico y Radiológico, y la plena disponibilidad de las Fuerzas Armadas en apoyo a las autoridades civiles; 8) presencia avanzada reducida y orientada a las zonas de interés para el país; 9) capacidad residual para conducir operaciones de estabilización y contrainsurgencia, porque el repliegue de Afganistán e Irak entrañará el final de esta tipología de misiones y 10) operaciones humanitarias y de asistencia a desastres, mediante la provisión de apoyo logístico a los actores civiles tanto dentro como fuera del país (OSD 2012, 4-6). Una evaluación de los efectos que estas misiones pueden tener sobre la estructura de fuerzas, el catálogo de capacidades y el patrón de despliegue de las Fuerzas Armadas estadounidenses puede hallarse en Dale y Towell (2012, 19-27); mientras que la hoja de ruta para su desarrollo puede observarse en CJCS (2012, 7-11).

23 De hecho, las operaciones de estabilización y contrainsurgencia; las labores de apoyo a las autoridades civiles y las acciones de asistencia humanitaria y respuesta a desastres son la antepenúltima, penúltima y última prioridades en relación con las misiones de las Fuerzas Armadas (DoD 2014, 61).

24 A grandes rasgos, el concepto Enfoque Integral (Comprehensive Approach) se refiere a la integración de las estrategias, los recursos y actividades de todos los actores participantes en la gestión de una crisis en todos los niveles y fases de la operación, con el in de incrementar la coherencia de la respuesta multinacional y facilitar su resolución de forma satisfactoria. Este concepto, que logró un notable protagonismo durante la década pasada, va un paso más allá del Enfoque Gubernamental (Whole-of-Government Approach), que, muy presente en los principales documentos estratégicos del país (OSD 2012; CJCS 2012, 2011; DoD 2010), se refiere a la coordinación de las agencias nacionales en materia de acción exterior y gestión de crisis.

25 Aunque no puede calificarse como algo novedoso porque ya constituía una de las promesas de la RMA y una preocupación latente de los estrategas norteamericanos desde la administración Clinton, la capacidad para proyectar el poder militar con independencia de las medidas antiacceso (anti-access) para dificultar el despliegue de fuerzas en el teatro de operaciones y de negación de área (area denial) para dificultar la conducción de operaciones en zonas donde el adversario no impide el acceso, se ha convertido en una de las funciones principales de la fuerza conjunta. Si a ello se le añaden el concepto batalla aeronaval (Air-Sea Battle) y las capacidades militares requeridas para su aplicación, parece evidente que los estrategas del país están imaginando dos escenarios de guerra: el estrecho de Ormuz contra Irán y el mar de la China contra Beijín, y el retorno al paradigma tecnocéntrico de la RMA para el desarrollo de la fuerza futura (DoD 2014; OSD 2013; Tata 2013; Krepinevich 2011).

26 Este modelo se originó durante la Guerra Fría, cuando la administración Kennedy adoptó el estándar de dos guerras y media, o la capacidad para combatir simultáneamente en dos conflictos regionales (sudeste asiático y centroeuropa) y en un tercer conflicto de baja intensidad, para calcular la estructura de fuerzas, el catálogo de capacidades y el patrón de despliegue en tiempo de paz. Aunque la caída del Telón de Acero motivó su sustitución por una Fuerza Base mucho menor y compuesta por cuatro bloques (fuerza estratégica, fuerza atlántica, fuerza del Pacífico y fuerza de contingencia), la guerra del Golfo de 1991 aconsejó replantear el modelo de dos guerras que se mantuvo, con algunos cambios menores en relación con las intervenciones a pequeña escala, hasta la administración Bush, que propuso un planeamiento de la defensa basado en capacidades polivalentes susceptibles de ser empleadas en cualquier contingencia y un modelo de una guerra y media o 1-4-2-1, donde las Fuerzas Armadas del país estuvieran en condiciones de defender el territorio nacional, mantener la disuasión en cuatro zonas del planeta, conducir dos campañas simultáneas y vencer definitivamente en una guerra. Para un análisis más detallado de su evolución y efectos sobre la definición de la estructura de fuerzas y la generación del catálogo de capacidades, Metz (2001) y Larson, Orletsky y Leuschner (2001).

27 De hecho, el objetivo de fuerzas para 2019 es el siguiente: 18 divisiones terrestres; 11 grupos aeronavales; 48 escuadrones de combate; 9 escuadrones de bombarderos estratégicos y 660 grupos de operaciones especiales (DoD 2014, 39-42).

28 Definidas en el Capstone Concept for Joint Operations (CJCS 2012), las Globally Integrated Operations se fundamentan en la capacidad del país para desplegar globalmente sus fuerzas, combinarlas con el resto de los instrumentos del poder nacional, u otros actores externos, si así lo aconseja la misión, y operar de manera integrada en todos los dominios (tierra, mar, aire, espacio y ciberespacio) sin ninguna limitación física, geográfica, temporal, orgánica o jerárquica.

29 En este sentido, se estima que el 80% de la estructura de fuerzas y del catálogo de capacidades militares del país se halla comprometido, y sólo es posible actuar sobre el 20% restante (CJCS 2012, 8).


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