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Colombia Internacional

Print version ISSN 0121-5612

colomb.int.  no.82 Bogotá July/Sept. 2014

 

El nuevo debate sobre el populismo y sus raíces en la transición democrática: el caso argentino*

Gerardo Aboy Carlés**

** Doctor en Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Complutense de Madrid (España). Actualmente es investigador independiente del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de la República Argentina (CONICET) y profesor titular del Instituto de Altos Estudios Sociales de la Universidad Nacional de San Martín (Argentina). Es autor del libro Las dos fronteras de la democracia argentina. La reformulación de las identidades políticas de Alfonsín a Menem. Rosario: Homo Sapiens, 2001; y coautor de Releer los populismos. Buenos Aires: CAAP, 2004, y Las brechas del pueblo. Reflexiones sobre identidades populares y populismo. Buenos Aires: UNGS/UNDAV, 2013. Ha publicado diversos artículos y capítulos de libros sobre identidades políticas y populismo en distintos países. Correo electrónico: gerardoaboy@hotmail.com

DOI: dx.doi.org/10.7440/colombiaint82.2014.02


RESUMEN

El presente trabajo rastrea las preocupaciones que animaron la nueva ola de estudios sobre el populismo en el caso argentino, más próximas al debate alrededor de la construcción de un nuevo orden institucional propio de los años ochenta que a la caracterización de la proliferación de gobiernos de corte popular en la Sudamérica del nuevo siglo. Se explican las características y los inconvenientes propios de estos estudios y se desarrolla una exposición de los rasgos definitorios de las experiencias populistas argentinas del siglo XX, al realizar comparaciones con otros procesos populistas de la región. Finalmente, se abordan las persistencias y las transformaciones de aquellos rasgos en el nuevo orden político instaurado a partir de 1983.

PALABRAS CLAVE

Populismo, democracia, ciudadanía, Argentina


The New Debate on Populism and Its Roots in Democratic Transition: The Case of Argentina

ABSTRACT

This paper examines the concerns which have led to the new wave of studies on populism in Argentina, focusing more on the debate surrounding the establishment of a new institutional framework typical of the 1980s than on the proliferation of 21st-century popular governments in South America. The typical characteristics and problems encountered in these studies are explained, and the defining features of the populist experience in 20th-century Argentina are analyzed by drawing comparisons with other populist processes in the region. Finally, the paper analyzes how certain features persist in the new political order, while others have gone through complete transformations since it was established in 1983.

KEYWORDS

Populism, democracy, citizenship, Argentina


O novo debate sobre o populismo e suas raízes na transição democrática: o caso argentino

RESUMO

O presente trabalho indaga sobre as preocupações que animaram a nova onda de estudos sobre o populismo no caso argentino, mais próximas ao debate ao redor da construção de uma nova ordem institucional própria dos anos oitenta que à caracterização da proliferação de governos de corte popular na América do Sul do novo século. Explicam-se as características e os inconvenientes próprios desses estudos e desenvolve-se uma exposição dos traços definitivos das experiências populistas argentinas do século XX, ao realizar comparações com outros processos populistas da região. Finalmente, abordam-se as persistências e as transformações daqueles traços na nova ordem política instaurada a partir de 1983.

PALAVRAS-CHAVE

Populismo, democracia, cidadania, Argentina

Recibido: 30 de octubre de 2013 Aprobado: 26 de abril de 2014 Modificado: 30 de mayo de 2014


El relanzamiento de un debate

Perduran en apócrifas historias,

en un modo de andar, en el rasguido

de una cuerda, en un rostro, en un silbido,

en pobres cosas y en oscuras glorias.

Jorge Luis Borges, "Los compadritos muertos"

Hace poco más de treinta años Argentina iniciaba su retorno a la democracia, al sumarse a la ola de recomposición institucional abierta en la región por Perú y Bolivia. El proceso de transición argentino tuvo rasgos inéditos en la región. El desmoronamiento del régimen militar como consecuencia de su derrota en la guerra contra el Reino Unido está en la base de la particular radicalidad que signó la experiencia argentina. No se verificaron aquí los arduos procesos de negociación que caracterizaron a otras transiciones y aconsejaban líderes internacionales y académicos destacados. Por el contrario, las preferencias electorales acompañaron al candidato que apareció como mayor opositor a la dictadura y que había permanecido al margen del amplio repertorio de complicidades de la dirigencia política y sindical con una aventura, la de Malvinas, que había recibido un acompañamiento masivo de la población.

Este humus fundacional de la democracia argentina es insoslayable a la hora de intentar explorar los debates que tomaron forma en la democracia recuperada acerca de la crónica inestabilidad política argentina. Era desde un presente de reconstrucción del orden constitucional que tanto la dirigencia política como el mundo académico intentaban auscultar un pasado turbulento con el objeto de no repetir antiguos errores.

El discurso alfonsinista intentó delinear un efecto de frontera entre un pasado que se consideraba de oprobio, violencia, ilegalidad y muerte, por una parte, y un futuro venturoso que tomaba forma por medio de la promesa de construir un sistema de convivencia que fuera el reverso, punto por punto, de un ayer que se pretendía dejar inexorablemente atrás, por otra. Esa frontera significó una ruptura con dos tiempos distintos. En primer lugar, se trataba de alejarse de un pasado de violencia, represión y muerte que caracterizaba al predecesor régimen dictatorial. Es aquí donde toma cuerpo la revisión de los crímenes del terrorismo de Estado emprendida por el gobierno de Raúl Alfonsín; una revisión que durante los primeros cuatro años de mandato sería mucho más profunda que la inicialmente esbozada por el líder radical.1 La segunda ruptura planteada por la frontera alfonsinista era más ambiciosa y se identificaba con cerrar el ciclo de la recurrente inestabilidad política vivida por el país desde 1930.2

Estas dos dimensiones de la frontera alfonsinista se retroalimentaban. Así, la revisión del pasado potenció un discurso que había emergido de manos del movimiento de derechos humanos y que hacía hincapié en las violaciones de estos derechos cometidas por las Fuerzas Armadas y de Seguridad. El mismo Alfonsín había sido miembro fundador, en 1975, de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, uno de los organismos surgidos en el marco de la lucha contra la represión ilegal iniciada en el último gobierno constitucional peronista. Si bien las diferencias entre el Gobierno y los organismos de derechos humanos en torno a la profundidad y los alcances de la revisión del pasado surgieron a pocos días del inicio del mandato de Alfonsín, lo cierto es que el discurso de un respeto irrestricto de los derechos y la necesidad de encausar judicialmente la desaparición forzada de personas, la tortura y la supresión de identidad de los niños secuestrados por la dictadura, se expandió notablemente desde el momento en que uno de los principales candidatos, luego presidente, hizo del mismo un elemento central de sus intervenciones públicas.

La frontera alfonsinista respecto del pasado inmediato tomó así la forma de una contraposición entre la vida y la muerte. La idea de derechos propios de cualquier ser humano en función del nacimiento fue la gramática de los organismos durante la lucha antidictatorial, y sería amplificada por el discurso presidencial. A diferencia de la tradición republicana, que hace hincapié en una concepción de los derechos forjada a partir de la cualidad de ser miembro de una comunidad política, la primigenia idea liberal concibe a éstos en forma prepolítica, como un atributo del "hombre" en cuanto tal, cuyo cercenamiento lo deshumaniza.3

El peso que adquiriría este horizonte de un liberalismo radical, tanto en los intentos de encontrar bases para el nuevo orden político como en los debates acerca de la coyuntura presente y la inestabilidad pasada, ha sido mayormente descuidado por la investigación sobre el período. Se trataba de una importante novedad para la vida política argentina: los intentos de construcción de una democracia liberal carecían de antecedentes sólidos entre las principales fuerzas políticas argentinas, con la sola excepción de la experiencia de Marcelo T. de Alvear en los años veinte del siglo pasado. La dinámica política argentina había dado lugar a fuerzas como el yrigoyenismo, a principios del siglo XX, o el peronismo luego, que se concibieron como movimientos nacionales que representaban al conjunto de la comunidad, antes que como fuerzas políticas singulares en competencia con otras formaciones igualmente legítimas.

La experiencia iniciada en 1983 no se reduce a la presencia de este novedoso patrón de liberalismo político que, aunque con antecedentes en diversas fuerzas partidarias, había estado mayormente relegado en las décadas previas. Una amplísima movilización de los distintos partidos promovía la creciente hegemonía de un discurso que convocaba a la participación pública y que hacía de la pluralidad de opiniones y proyectos un bien estimado. El papel de los partidos merece especial atención: los mismos reclamarían con ínfulas por momentos anacrónicas el monopolio de la representación pública y lograron ser bastante exitosos en esta tarea, al menos hasta entrado 1987.

No es entonces tan sólo la presencia de aquella dimensión liberal relativamente ausente hasta entonces de las principales fuerzas políticas argentinas el dato por destacar del proceso de recuperación del orden constitucional en la Argentina de hace treinta años. Se trataba más bien de la creciente constitución de un consenso en el que hibridaban elementos liberales, republicanos y democráticos, y que por medio de una verdadera reforma intelectual y moral, utilizando la famosa fórmula de Renan, aspiraba a regenerar la vida pública argentina y definir para la posteridad las características del nuevo régimen político en construcción. En general, se tiende a señalar que este proceso se habría cerrado con el inicio del declive de la propia administración de Alfonsín, hacia mediados de 1987. Lo que se pierde allí de vista es hasta qué punto los distintos gobiernos que le sucedieron, peronistas o radicales, fueron juzgados por los patrones forjados en aquel consenso fundacional, hecho que demuestra, sino la primacía, al menos una cierta pervivencia de la fundación a lo largo de las tres décadas y las sucesivas crisis que han transcurrido desde entonces.

Es aquí la ruptura de largo plazo la que nos interesa primordialmente, porque la misma habilitó un original escrutinio de la vida política argentina previa y propició nuevas respuestas a antiguas preguntas.

Al promediar los años setenta del siglo pasado, autores de la talla de Guillermo O'Donnell (1977) y Juan Carlos Portantiero (1974 y 1977) intentaron buscar explicaciones a la recurrente inestabilidad política argentina. Surgieron así las teorías de la "alianza defensiva" y el "empate hegemónico" que vincularon la inestabilidad institucional a diferentes alianzas de sectores sociales que impulsaban políticas contrapuestas en consonancia con los diferentes ciclos económicos. El análisis de alineamientos de clases y fracciones de clase, con intereses que aún eran concebidos como relativamente transparentes, estaba en la base de la descripción de un círculo vicioso cuyos intentos de reformulación habían fracasado en forma reiterada.

Como ocurre muchas veces, fue un "clima de época", impulsado por el propio proceso político de los primeros años ochenta, el que habilitó nuevas exploraciones para responder aquella recurrente pregunta sobre las causas de la inestabilidad político-institucional de Argentina. Estas nuevas exploraciones se concentrarían antes en el estudio de las variables estrictamente políticas, que en el desentrañamiento de la compleja relación entre ciclo económico y alianzas de clases que había caracterizado a los precedentes trabajos de los años setenta.

El 1º de diciembre de 1985 el presidente Raúl Alfonsín pronunció el discurso más importante de su gestión ante el plenario de delegados al Comité Nacional de la Unión Cívica Radical, conocido habitualmente como "Discurso de Parque Norte", por el nombre del complejo recreativo de la ciudad de Buenos Aires en el que se llevó a cabo el encuentro. Esta pieza, producto, entre otras, de la pluma de los sociólogos Juan Carlos Portantiero y Emilio de Ípola, contenía una aguda descripción de las características del sistema político argentino a lo largo del siglo XX. Se subrayaban allí tanto el espíritu faccioso que hacía de toda negociación entre los diferentes actores políticos una forma de traición como lo que hemos llamado el hegemonismo característico de las principales fuerzas políticas argentinas que, aspirantes a una representación unitaria de la comunidad, construyeron universos segregativos e inconciliables reclamando para su propio espacio la encarnación de una patria que expulsaba al adversario político a las sombras de la antipatria (Aznar 1986).4

El discurso de Alfonsín no era un punto de partida, sino que condensaba una nueva mirada acerca de las raíces del autoritarismo que se había abierto paso en sectores de las ciencias sociales argentinas y latinoamericanas a lo largo de los últimos años. La novedad consistía en que ese diagnóstico era ahora asumido por un proyecto político que pretendía atacar los obstáculos que allí se identificaban para la construcción de un orden democrático. Por medio de la palabra de Alfonsín, Portantiero y De Ípola, dos académicos de primer orden, estaban produciendo una torsión en las aproximaciones más extendidas a las causas de la cíclica inestabilidad política del país. Es como si el texto de los sociólogos argentinos estuviera diciendo "hay que alejarse por un momento de las explicaciones estructurales. Hay tal vez algunos rasgos específicos, particulares de las principales fuerzas políticas argentinas, que pueden explicar mejor la debilidad de nuestro orden institucional". Por una parte, Alfonsín ponía al peronismo y a su propio partido en el ojo de la tormenta; por otra, las antiguas restricciones estructurales, leídas hasta entonces en forma más o menos determinista, eran reemplazadas por un conjunto de ideas, prácticas, valores y actitudes, pasibles de ser transformados por esa poderosa empresa de reforma moral en la que se hallaban embarcados los actores políticos de los ochenta.

Este largo recorrido es necesario para demostrar cómo fue tomando cuerpo en el ámbito académico un cambio en el tipo de aproximación. La inestabilidad era un fantasma por conjurar, y se estaba abriendo una aproximación novedosa al estudio de sus causas que ponía en un lugar central los procesos de constitución y transformación de las principales fuerzas políticas argentinas. ¿Acaso ellas, las beneficiarias directas del retorno a la vida institucional, habían constituido el principal obstáculo para su estabilidad? Lo que aparecía era una nueva agenda de investigación.

Estas consideraciones son importantes para comprender la especificidad que alcanza el nuevo debate sobre el populismo que se va construyendo en Argentina y la región en las últimas tres décadas. El mismo no surge, como se cree habitualmente, de la proliferación de gobiernos populares que experimentó la América meridional con el inicio del nuevo milenio, sino que se enraíza en un debate que le es anterior: aquel que signó los procesos de construcción de un orden político que se pensaba afín con las llamadas democracias liberales.

También es necesario enfatizar las diferencias que guarda esta nueva aproximación al populismo con la producción académica acerca de aquello que se denominó "neopopulismos latinoamericanos".5 Los procesos que tuvieron lugar en los años noventa no son asimilables a los llamados populismos clásicos latinoamericanos como el yrigoyenismo, el varguismo, el cardenismo o el peronismo. Ello no sólo por la brutal diferencia entre las agendas públicas de unos y otros movimientos ni por su base social, sino por la forma misma en la que se estructuraron ambos tipos de identidades políticas. En verdad, la temática del mal llamado neopopulismo es la de la "democracia delegativa" (O'Donnell 1997). Ciertamente, se encuentran rasgos personalistas y delegativos en ambas experiencias, lo que anacrónicamente, y proyectado hacia el pasado, podría hacer de los populismos clásicos una variedad de democracia delegativa, pero allí, en esta coincidencia, acaban los parecidos. Ni el tipo de ciudadanía, ni las políticas universales, ni el proceso de nacionalización territorial ni la amplia trama organizacional de intermediación que suponen los populismos clásicos encuentran un correlato en procesos como los encabezados por Salinas de Gortari, Menem, Collor o Fujimori. El término "neopopulismo" como caracterización de los procesos de reforma de mercado con liderazgos personalistas sólo ha aportado, desde este punto de vista, confusión.

La dimensión eminentemente política de las nuevas aproximaciones, si bien repasaba y compartía muchas de las intuiciones generadas en torno al primer debate sobre el populismo animado por Gino Germani (1962, 1973 y 2003 [1978]), abrevaba básicamente, por su interés específico, en las más cercanas discusiones acerca de las continuidades y rupturas entre socialismo y populismo que habían tenido lugar entre fines de los años setenta y principios de los ochenta. Ernesto Laclau, Emilio de Ípola y Juan Carlos Portantiero fueron los principales animadores de ese debate que, en particular en el caso de los dos últimos autores, albergaría una especial preocupación por la cuestión democrática que florecería en los años del exilio mexicano.6

1. Los problemas

Identificar las principales características de la conformación y el desempeño de las fuerzas políticas más representativas en la Argentina del siglo XX presentaba algunas dificultades adicionales. A comienzos de los años ochenta existía un notorio retraso en la historiografía para abordar algunos tópicos de la historia política argentina del siglo XX. Mientras que el peronismo fue por mucho tiempo un tema más de científicos sociales que de historiadores, situación que se prolongaría hasta prácticamente la década de los ochenta, el caso del radicalismo yrigoyenista también demandaba, por aquellos aspectos que se pretendía explorar, una labor hasta entonces apenas esbozada.

El caso del yrigoyenismo es significativo: erróneamente excluido en la inicial intervención de Laclau acerca del populismo, la controversia acerca de su inclusión como un fenómeno de este tipo alcanzaría prácticamente los comienzos del nuevo siglo. Tanto el liberalismo radical y federal de la fundación del partido, por Leandro Alem, como la posterior experiencia alvearista y el proceso de liberalización sufrido por la UCR en su enfrentamiento con el peronismo ocultaban la especificidad del movimiento yrigoyenista. Sus principales rasgos aparecían, en cambio, en una bibliografía celebratoria y alejada de los cánones académicos.7 Existían, sin embargo, distintas ediciones que reunían los escritos del propio Yrigoyen (1981) o las memorias de sus contemporáneos.8

De esta forma, el trabajo del científico social interesado en el estudio de las identidades políticas9 se debió desarrollar casi simultáneamente con la pesquisa historiográfica. Así, fueron apareciendo las contribuciones de Daniel García Delgado (1989), Natalio Botana y Ezequiel Gallo (1997), Tulio Halperín Donghi (1998 y 2000) y Marcelo Padoan (2002), que abordan algunos de los rasgos centrales que aquí nos interesan.

En cuanto a los estudios sobre el peronismo, la situación no variaba radicalmente. La temática había sido monopolizada por los científicos sociales hasta llegada la década de los ochenta. Los sociólogos habían concentrado su mayor atención en el surgimiento del fenómeno peronista, descuidando en general lo que fue una variada década de gobierno. Cuando los historiadores se abocaron al estudio del peronismo, tendieron a parcelar necesariamente el recorte de dimensiones específicas, como las relaciones con la Iglesia, con los sindicatos, con los empresarios o con los intelectuales, lo que dificultó una reconstrucción de conjunto del período 1943-1955. Las perspectivas más generales quedaron mayormente en manos de historiadores ajenos al ámbito académico o de publicistas.10

No pocos de los estudios más cuidadosos y significativos que son canónicos a la hora de ensayar interpretaciones sobre la experiencia peronista desarrollan además un sesgo no menor. La caracterización de un quiebre o abandono del impulso reformista inicial habita los trabajos de Torre (1990), James (1990), Laclau (2005), De Ípola (1987), y de éste y Portantiero (1989), como si en un variable instante de la larga década peronista la democratización social hubiera mutado en la defensa de un statu quo desmovilizador, cuando no represor, del surgimiento de nuevas demandas. No es difícil intuir detrás de esta aseveración el anacronismo de una proyección retrospectiva de conclusiones forjadas al calor de la experiencia del siguiente gobierno peronista de 1973-1976, cuando la descomposición del modelo populista dio lugar a la escalada violenta y represiva. Un análisis más pormenorizado de la década peronista revela, en cambio, cómo ambas tendencias, a la partición reformista y a la recomposición ordenancista de la comunidad política, atraviesan todo el período (Melo 2009), y es precisamente ello lo que aparece soslayado en estas ineludibles investigaciones.

Como hemos señalado anteriormente, el proceso iniciado en 1983 dio rienda a un nuevo interés historiográfico acerca del primer peronismo. Recientemente, Omar Acha y Nicolás Quiroga (2012) han utilizado el término "normalización" para criticar las principales corrientes de interpretación sobre el fenómeno peronista del período. El blanco de su crítica son autores como Juan Carlos Torre y Elisa Pastoriza (2002) o Luis Alberto Romero (2013), que realizan una lectura del proceso peronista en términos de democratización y expansión de derechos. Acha y Quiroga reaccionan frente a las lecturas gradualistas, inspiradas en la historiografía y la sociología política británicas -el fantasma del célebre ensayo de Marshall y Bottomore (1998 [1950]) es una constante apenas explicitada a lo largo del libro-, que en su opinión desnaturalizarían la conmoción sacrílega que la irrupción social y política del peronismo habría tenido en la vida pública argentina. Paradójicamente, los autores comparten la idea de una defección originada en la cumbre del poder peronista (en el propio Perón y en parte de la segunda línea del liderazgo peronista); esto los lleva, inspirados en una obra como la de Daniel James (1990), a forjar una nueva agenda de investigación que apuesta a la microhistoria y la reconstrucción de las vivencias y prácticas organizacionales de la base peronista, entendida como reservorio de los sentidos originarios ante la traición dirigencial.

La contraposición entre una historia normalizadora que lee al peronismo en clave de proceso de democratización y la crítica que resalta su carácter disruptivo e inasimilable para la vida pública argentina tiende a cubrir con un velo la exploración de las fuertes tensiones que caracterizaron a la experiencia peronista y su complejo juego entre la ruptura y la recomposición del espacio comunitario. En otras palabras, el carácter democratizador o herético dejaría de ser el resultado de interpretaciones contrapuestas del hecho peronista para ser entendido como un rasgo constitutivo del mismo objeto bajo estudio. No tendríamos una normalización frente a una anomalía, sino un complejo proceso de democratización herética, como veremos en el próximo apartado.

Pero no son estos los únicos espacios de incertidumbre que nos revelan los estudios sobre el peronismo. La aproximación a la relación entre el primer peronismo, las instituciones republicanas y el Estado de Derecho ha estado muy cerca de constituir un tema tabú para los estudios especializados generados a partir de 1983. Es como si una memoria culpable de la larga proscripción de una fuerza política mayoritaria entre 1955 y 1973 -sumada a la represión dictatorial más reciente, de la que, entre otros, fue víctima una parte del movimiento peronista- hubiera sepultado esta indagación bajo una lápida tan pesada como la que obtura cualquier debate sobre la violencia política de los años setenta.

La tarea de estudiar, entonces, los procesos de constitución y desarrollo de las principales identidades políticas populares argentinas (el radicalismo de matriz yrigoyenista y el peronismo), si bien contaba con un importante aporte historiográfico, presentaba lagunas que requerían una aproximación interdisciplinaria en la que la pregunta sociológico-política que buscaba explorar si existía algún tipo de relación entre aquellos procesos y la inestabilidad institucional debía abrirse tanto a la interpretación teórico-política como a la labor propia del historiador.

2. El modelo populista

La reconstrucción de los procesos de constitución y funcionamiento de las principales identidades políticas argentinas del siglo XX nos permitió identificar un conjunto de rasgos prototípicos. Son ellos los que nos posibilitaron dar forma a una nueva caracterización tentativa del fenómeno populista, ya que hemos comprobado su pertinencia para abordar otros procesos sobre los que hay un acuerdo mayoritario de los especialistas en caracterizar bajo tal nominación en la región, particularmente, el cardenismo mexicano y el varguismo brasileño.11 Reseñamos a continuación sus principales características.

a. Fundacionalismo

Es un rasgo constitutivo del yrigoyenismo y el peronismo argentinos, observable también en otros procesos populistas de la región: el establecimiento de una abrupta frontera entre un pasado considerado oprobioso y un futuro venturoso concebido como el reveso vis à vis de ese ayer que se pretendía dejar atrás. La idea de una fuerte ruptura con el pasado inmediato y el comienzo de una historia novedosa es central en todos ellos. Si bien todos los procesos populistas intentan construir algún tipo de filiación con experiencias del pasado de las que se proclaman sus continuadores, esta característica es extremadamente variable entre los distintos casos bajo estudio. Así, el yrigoyenismo argentino y el cardenismo mexicano fueron muy prolíficos a la hora de imbricar al propio movimiento en una tradición que les precedía y que muchas veces era reinventada desde el presente político. Por medio de la palabra de la dirigencia cardenista encontraremos una y otra vez la referencia a una continuación de la labor emancipatoria iniciada por la Revolución Mexicana y truncada en las presidencias que antecedieron al ciclo iniciado en 1934. De igual forma, la palabra de ribetes cuasi mesiánicos de Yrigoyen concebía a la UCR como la continuadora del proceso de construcción de la nacionalidad iniciado en los albores del siglo XIX y extraviado en los enfrentamientos civiles, primero, y en el orden conservador, después. La nación era para el yrigoyenismo una meta utópica hacia la que el propio movimiento conducía. No se trataba de la simple representación de una realidad ya dada, sino de la compleja puesta en marcha hacia un futuro por venir.

En este aspecto, el varguismo y el peronismo suponen una más ligera labor de vinculación con el pasado. Si bien en el surgimiento del peronismo el líder intentó seducir a los simpatizantes yrigoyenistas evocando al fallecido conductor del radicalismo, en cuya deposición había participado quince años antes, tanto en este caso como en el del varguismo, es la novedad la que prima en el discurso oficial: un presente de felicidad, bienestar y desarrollo con justicia social aparece como el reverso de un pasado de opresión. Será recién con la deposición del peronismo en 1955 cuando un discurso historiográfico revisionista, hasta entonces marginal, ocupa un lugar central en la operación, auspiciada desde la conducción, de enlazar al propio movimiento con diversas luchas populares de un pasado remoto.

b. Hegemonismo

El segundo rasgo característico de las fuerzas populistas está inscripto también en la dinámica de su ruptura fundacional. El enfrentamiento entre las fuerzas del pasado que se pretende desplazar y el propio movimiento está lejos de constituir una disputa simétrica en el discurso de la dirigencia emergente. Todas las fuerzas populistas surgen reclamando para sí la representación de la nación toda frente a lo que consideran un conjunto de usurpadores carentes de arraigo, que son estigmatizados como una mera excrecencia irrepresentativa. De aquí el hecho fundamental de que los movimientos populistas se conciben no como una fuerza política entre otras, sino como la representación de la totalidad. Tomando una distinción clásica que fuera reactualizada por Taguieff (1996) y Laclau (2005), la plebs del populismo, entendida como el conjunto de los menos privilegiados, emerge a la vida pública reclamando para sí la representación del populus, esto es, del conjunto de los miembros de la comunidad. La metáfora maurrasiana que contrapone un país visible y un país invisible se hibridaría con las propias tradiciones hasta conformar la idea de un cierre de la representación. El régimen vigente es caracterizado como una usurpación que no permite que el verdadero país, sumergido y subyugado, alcance la luz de la representación pública. Por ello, es en la remoción de obstáculos circunstanciales, como aquellos que impiden la plena vigencia de la Constitución denunciada por el yrigoyenismo, donde se cifran las esperanzas para hacer factible la expresión de una voluntad popular concebida de forma antropomórfica.

La concepción de una voluntad unanimista como resultado de la expresión del "verdadero país" está lejos de ser unívoca en los distintos populismos. Si en el caso del yrigoyenismo la misma se acerca a la imagen de una identidad inmediata que marcha hacia su destino bajo la conducción del líder, en el caso del peronismo, la homogeneidad será el producto del artificio político que por medio del conductor concilia los diferentes intereses.

Es paradójicamente este rasgo democrático y homogeneizador de los movimientos populistas el que plantea una coexistencia más conflictiva con el reconocimiento del pluralismo político y, por tanto, con algunos aspectos centrales que hacen referencia a valores protegidos por la tradición republicana y liberal. Autoconcebidos como representantes de la nación en su conjunto, los movimientos populistas desarrollarán una débil tolerancia hacia sus circunstanciales opositores, que, estigmatizados como la "antipatria", quedarán expuestos a ser expulsados del demos legítimo. Pero los populismos jamás consuman el cierre totalitario que supondría la impronta hegemonista: existe en los mismos un inerradicable elemento de pluralidad que los aleja del horizonte propio de una identidad total. De ello nos ocuparemos en el punto siguiente.

c. Regeneracionismo

Fundacionalismo y hegemonismo conllevan, al aparecer conjuntamente como rasgos característicos de una identidad política, una tensión ineludible. Por una parte, el fundacionalismo supone el planteamiento de una diferencia específica. En su origen aparece, como en toda identidad popular, el proceso de constitución de una solidaridad política que articula y tiende a homogeneizar un espacio que se reconoce como negativamente privilegiado en alguna dimensión de la vida comunitaria, constituyendo un campo identitario común que se escinde del acatamiento y la naturalización del orden vigente. El antagonismo respecto al poder, característico de toda identidad popular, es el que posibilita, en el caso particular del populismo, esa pretensión de construir una bisagra histórica que, marcando un nuevo comienzo, o acaso planteándose como la continuación de una epopeya interrumpida y negada en el inmediato presente, señala esa abrupta frontera con el pasado. Para que esto sea posible, para que la identidad popular como tal se constituya, son necesarios esa escisión y ese antagonismo que tienden a crear una división del espacio comunitario. Laclau (1978 y 2005) ha advertido con claridad este aspecto, que reseña como un enfrentamiento entre el pueblo y el bloque de poder, pero su error es confundir este rasgo propio de toda identidad popular con el caso más específico de una subvariedad de las identidades populares como es el populismo (Aboy Carlés, Barros y Melo 2013).

Ahora bien, el hegemonismo aparece como la mutilación de ese requisito básico y propio de la relación antagónica entre pueblo y bloque de poder, en la medida en que hace del otro del pueblo, esto es, del bloque de poder, una mera excrecencia irrepresentativa sin arraigo ni representación. El radical enfrentamiento parece diluirse cuando la entidad misma del adversario es puesta en cuestión y se autoadjudica a la fuerza emergente una representación de la totalidad comunitaria. En ese caso sólo caben dos posibilidades: o el antagonismo es dirigido hacia el pasado inmediato y expulsado del nuevo presente, o la reconciliación social que permite una representación global de la comunidad se proyecta como un horizonte futuro. La dinámica de la relación entre la plebs y el populus, entre la parcialidad y la totalidad comunitaria, se nos revela más compleja de lo que una primera observación supone.

Para ser precisos, esta tensión es en verdad propia de toda identidad política que aspira a cubrir un espacio más amplio que el que abarca en su momento de emergencia. Si, por una parte, una identidad emergente se afirma como una diferencia específica que se distingue del resto de las identidades presentes, por otra, la posible ampliación de su espacio requiere alguna dinámica de negociación, bien de la propia identidad inicial, bien del espacio que la misma excluye. La hegemonía es precisamente el proceso de redefinición de esos límites que implica todo proceso de ampliación del espacio solidario de una identidad.

La especificidad del populismo se recorta por medio de un mecanismo particular de negociar esta tensión entre la representación de la parte emergente y la representación de la comunidad global. Si la primera supone necesariamente una partición dicotómica de la comunidad (en la que la plebs se enfrenta a sus adversarios), la segunda implica, por el contrario, algún tipo de conciliación que posibilite la representación de la unidad política como un todo, esto es, la representación del populus.

La contradicción entre fundacionalismo y hegemonismo se pone de manifiesto cuando la emergencia de la nueva identidad política choca ante la circunstancia de una menor plasticidad social que la supuesta, esto es, cuando sus aspiraciones a una representación global de la comunidad son desmentidas por la evidencia de una sociedad dividida, donde una importante masa de la población las rechaza. Los actores del antiguo orden están lejos de constituir una mera excrecencia sin arraigo comunitario y emergerán aun nuevos actores que también rechazan su pretensión hegemonista. Sólo el mexicano Lázaro Cárdenas obtuvo en 1934 un aplastante 98% de los sufragios, y ello en virtud del particular sistema de restricción y disuasión de la competencia existente en su país. Aun así, debió enfrentar poderosas oposiciones tanto dentro como fuera de su partido. Hipólito Yrigoyen en 1916, Juan Domingo Perón en 1946 y Getúlio Vargas en 1950 accedieron al poder con un rechazo del 48, el 45 y el 51% de los votantes, respectivamente.

Si bien estas distintas experiencias recurrieron a variadas formas de represión selectiva del espacio opositor, su estrategia nunca se redujo a la conversión forzada de esa porción opositora del populus a la nueva fe de la plebs. El mecanismo particular que ensayaron, y que es la particularidad definitoria del populismo, fue un complejo modo de negociar esa tensión entre la ruptura y la conciliación del espacio comunitario, consistente en la a veces alternativa, a veces simultánea, exclusión-inclusión del oponente del demos legítimo. Es a ello a lo que se refiere la metáfora de un juego pendular característico de los populismos entre la ruptura y la conciliación social, un juego que es constitutivo del fenómeno y que no sigue una secuencia predeterminada. Como esbozamos anteriormente al hablar de los estudios sobre el primer peronismo, la proyección anacrónica de la experiencia de los años setenta llevó a no pocos investigadores a leer el fenómeno como una secuencia entre un inicial ciclo reformista de ruptura y un posterior giro ordenancista de conciliación. En verdad, ambas tendencias son constitutivas de todo el proceso y coexisten en tensión a lo largo de toda la década peronista.

A diferencia de las experiencias totalitarias, los populismos desarrollan una importante movilidad en los límites que recortan a las identidades políticas. Más aún, estos límites son permeables y permiten importantes grados de movilidad entre espacios identitarios inicialmente antagónicos. Más que un enfrentamiento entre identidades excluyentes, los populismos revelan importantes áreas de superposición entre las fuerzas en pugna.

Hablamos de regeneracionismo porque, precisamente, lo que se advierte en las experiencias populistas es una constante renegociación tanto de las características de la plebs inicial como del espacio que se le opone. Los sentidos atribuidos al 17 de octubre, para poner como ejemplo una fecha fundacional en el imaginario peronista, no serán idénticos en 1945, 1949 o 1953. El populismo permanentemente borra y reinscribe de otra forma su desafío fundacional, y esta circunstancia modifica también los sentidos sedimentados que amalgaman el campo de quienes se le oponen. No hay reducción del populus a plebs, simplemente porque ni la plebs ni el populus permanecen idénticos a sí mismos. Melo (2009) ha desarrollado una aguda crítica a la imagen de un proceso pendular entre la ruptura y la conciliación comunitaria (Aboy Carlés 2003) al indicar que ese movimiento nunca recorre un espacio definido de una vez y para siempre, sino que son los contenidos mismos que definen la ruptura y la conciliación los que no dejan de transformarse a lo largo de las experiencias populistas.

En el populismo, el enemigo nunca es completamente el enemigo, es el que aún no comprende los nuevos tiempos pero que en algún momento del futuro lo hará, para señalar una expresión cara a la discursividad del propio Perón. Así también en el yrigoyenismo, donde los políticos venales y fraudulentos del ayer, aquellos a los que se estigmatiza, en situaciones de amenaza mutarán en los regenerados ciudadanos virtuosos del mañana.

Si el enemigo nunca es plenamente el enemigo, tampoco la conciliación es una figura que se materialice consistentemente en el presente. Será siempre un horizonte, permanentemente diferido hacia un futuro por venir. Por este motivo, porque la ruptura nunca expulsa en forma definitiva a ese remanente del populus que la rechaza, los populismos guardan un elemento de pluralidad que los aleja de la figura totalitaria.12 Sus relaciones con un orden democrático liberal, que habitan conflictivamente, serán tensas y variables, particularmente en virtud de esa constante inestabilidad del demos legítimo. Todas las banderas populistas adquieren un doble valor en función de este juego pendular entre la ruptura y la conciliación. Por eso, estas experiencias han dado lugar a lecturas contrapuestas que las interpretan como procesos reformistas o como movimientos reaccionarios de conciliación forzosa. Un ejemplo del extremo de esa dualidad, que alcanza un singular formato institucional, está dado por la creación, bajo el auspicio de Getúlio Vargas, del Partido Trabalhista Brasileiro y del Partido Social Democrático en el Brasil de 1945. Una idea tan simple como la de "justicia social" no deja de estar atravesada por sentidos contrapuestos, inscriptos en una misma experiencia, que la conciben como una forma de liberación de la opresión o como una conciliación de tipo organicista.

Aun cuando estemos alejados de su marco de referencias y de las aristas teleológicas que permean su pensamiento, el regeneracionismo populista nos demuestra la agudeza de algunas intuiciones tempranas de Germani, cuando ve en este tipo de fenómenos mecanismos capaces de procesar rápidas transformaciones sociales en períodos acotados. De igual forma, ese constante dividir y recomponer a la comunidad que caracteriza a los populismos en su empresa reformista parece confirmar las conclusiones de Alain Touraine (1998) cuando sugiere que las políticas nacional-populares han sido en no pocas ocasiones mecanismos de integración capaces de garantizar procesos pacíficos de transformación. La distancia no podría ser mayor con las actuales y recurrentes lecturas que reducen los populismos simplemente a un formato de división y conflictividad social. En Argentina en particular y en América Latina en general, los populismos clásicos constituyen un hito insoslayable en los procesos de homogeneización e integración política, social y territorial que son supuestos del Estado moderno.

d. Oposiciones bipolares

Una nota recurrente que concentra la atención de los estudiosos del populismo es la extremada variedad política e ideológica que caracteriza a las oposiciones que genera y que suelen converger en un accionar concertado en su caída, sea en la Argentina de 1930 y 1955 o en el Brasil de 1954. Liberales, centristas, nacionalistas reaccionarios, izquierdistas de diversas tendencias y aspirantes a disputar el monopolio de la representación nacional-popular constituyen un variopinto contingente dispuesto a terminar con la anomalía. La explicación de la heterogeneidad del arco opositor recibe nueva luz si la observamos a partir de las características específicas del mecanismo populista que hemos descripto en el apartado anterior. El permanente juego entre la ruptura y la conciliación social, propio de los procesos populistas, nos permite comprender la vertebración de oposiciones bipolares: las unas, adversarias de su carácter reformista y críticas de la división comunitaria que el populismo introduce; las otras, desde la izquierda, adversarias del intento conciliador y de recomposición comunitaria. La circunstancial confluencia de unos y otros es la que posibilita la caída.

El caso mexicano constituye un ejemplo atípico: en buena medida, el Partido de la Revolución Nacional, a partir de 1938 Partido de la Revolución Mexicana, en cuanto Partido-Estado logró contener en su interior a buena parte de los sectores reformistas, en virtud de la radicalidad del gobierno de Cárdenas. La definición de la sucesión entre el ala más reformista, representada por Francisco Múgica, y la más moderada, que llevaría finalmente a la Presidencia a Manuel Ávila Camacho, se dio en un marco en que ambos sectores cooperaron, ante el desafío, al monopolio partidario del poder por la derecha extrapartidaria organizada alrededor de la figura de Juan Andreu Almazán, quien sería vencido en los oscuros y sangrientos comicios de julio de 1940.

e. Beligerancia en la ciudadanía y las instituciones

El último rasgo que es central a la hora de caracterizar el fenómeno populista deriva también del particular mecanismo de negociación de la tensión entre la división y la conciliación social que hemos reseñado en el punto 2.c, dedicado al regeneracionismo. Suele ser un lugar común tanto de los detractores como de los defensores del populismo (y el caso más notorio es el de Ernesto Laclau, entre los últimos) señalar una abrupta exclusión entre el populismo y las instituciones políticas. La división social y la concepción de una voluntad del pueblo no sujeta a los mecanismos de la ley estarían en la base de esta extraña coincidencia entre quienes abominan del populismo en defensa de las instituciones y de quienes rechazan a las instituciones por considerarlas una forma de eclipse de la política y clausura del imperio de la voluntad popular. Lo que ambas aproximaciones ocultan es la gigantesca labor de creación de instituciones que han acarreado las experiencias populistas realmente existentes. La expansión de derechos políticos y sociales en buena parte de América Latina y la organización de distintos sectores sociales y de agencias estatales se han dado muchas veces precisamente de la mano de experiencias de tipo populista. Pero esas instituciones estarán atravesadas por aquella tensión constitutiva entre la ruptura y la conciliación que el populismo viene a gestionar.

En su célebre trabajo "Apuntes para una teoría del Estado", Guillermo O' Donnell (1978) advertía que en América Latina la invocación al elemento "popular" como solidaridad colectiva que media entre el Estado y la sociedad tendía a alcanzar una mayor relevancia que en los países capitalistas centrales, y que esto ocurría en desmedro de otro tipo de mediaciones, como era el caso de la figura de la ciudadanía. La distinción analítica de O'Donnell puede ser reinterpretada, tal como sugieren posteriores trabajos del mismo autor (1997), no ya para marcar las distancias con un supuesto modelo ideal, sino para advertir la especificidad de las formas de ciudadanía que han sido características de buena parte de la región y que aún marcan con su impronta nuestra vida política. Así, en los populismos, los derechos políticos y sociales, para mencionar solamente un ejemplo, dejan de reducirse, como es propio de la tradición republicana, a una prerrogativa inherente a la membresía en una comunidad política. Junto a ello, representarán también conquistas efectuadas a partir de una lucha contra quienes en un pasado cercano habían prosperado sobre la base del sojuzgamiento y la opresión de la mayoría.

En definitiva, sobre las instituciones del populismo se proyecta la dinámica de inclusión y exclusión del oponente, la conciliación propia de una membresía común y la beligerancia de la partición. Es precisamente esa sombra de la inestabilidad del demos legítimo la que habita en las instituciones del populismo y la que, al mismo tiempo, conlleva una relación que puede volverse problemática, según el caso particular de que se trate, con los postulados de la democracia liberal.

A modo de epílogo: después del populismo

Comenzábamos estas páginas indicando que contra lo que habitualmente se cree, la nueva ola de estudios políticos sobre el populismo está más vinculada a las preocupaciones surgidas en los años ochenta acerca de las posibilidades del establecimiento de democracias liberales en la región que a la actual proliferación de gobiernos ligeramente nominados de ese modo en la América meridional.

Las intuiciones de Juan Carlos Portantiero y Emilio de Ípola -que permearon la palabra presidencial en la Argentina de mediados de los años ochenta apuntando que existía algo en la estructuración misma de las identidades populares argentinas que había dificultado el funcionamiento de un orden político estable- parecen alcanzar cierta verosimilitud cuando desentrañamos un complejo mecanismo en el que se articulan el fundacionalismo, el hegemonismo, el regeneracionismo, la presencia de oposiciones bipolares y la beligerancia en la ciudadanía y las instituciones.

Las complejas relaciones entre el populismo y la democracia liberal no nos permiten ser concluyentes: la incompatibilidad o no entre ambos no puede ser planteada sin atender a los distintos casos particulares (Aboy Carlés 2010). Serán las distintas formas de combinación entre el elemento hegemonista -el más disruptivo para el orden democrático liberal- y la moderación de sus efectos a partir del desarrollo de formas específicas de regeneracionismo, las que deben iluminar una difícil tarea aún por realizar.

Nótese que, a diferencia de distintas aproximaciones en boga, no se hace aquí hincapié en el papel del liderazgo personalista a la hora de señalar los rasgos distintivos del fenómeno populista. Ciertamente, el liderazgo personalista fue vital en los llamados populismos clásicos latinoamericanos, pero no sólo en ellos. Distintas formas políticas fueron igualmente dependientes de los liderazgos personales, y el hecho de extender el término populismo a cualquier experiencia de este tipo no ha hecho sino aumentar la ambigüedad de la noción. No se trata de una omisión, sino del creciente convencimiento de que el mecanismo populista podría replicarse aun en ausencia de un liderazgo carismático. De hecho, algunas indagaciones recientes parecen abonar este supuesto.13

En sentido estricto, el populismo, tal como aquí ha sido descripto, colapsó en el caso argentino a mediados de los años setenta del siglo pasado, durante el tercer gobierno peronista. La radicalización de la juventud y la polarización con sectores del propio peronismo hicieron cada vez más difícil recrear la recomposición del juego pendular entre la ruptura y la conciliación comunitaria. La muerte de Perón acabó con la única y ya maltrecha instancia decisoria. Fue entonces la violencia, y no el populismo, la que dirimió los destinos del país. Es claro que indicar esta circunstancia nada nos dice acerca de la posibilidad de que experiencias de tipo populista puedan o no vertebrarse en el futuro.

Es paradójicamente en la propia fundación democrática de 1983, y en la supervivencia de muchos de los valores que la animaron, donde radican los principales obstáculos para la reiteración de experiencias de tipo populista en sentido estricto. Las dimensiones liberal y republicana que la fundación activó sobre la extensa impronta democrática de la vida política argentina del siglo XX han constituido un férreo límite al hegemonismo en sentido fuerte, esto es, a la pretensión de cualquier identidad emergente de cubrir la totalidad de la representación comunitaria creando mecanismos de depuración de los oponentes. Los rasgos autoritarios, generalmente atribuidos al menemismo en su momento o al kirchnerismo con posterioridad a 2011, poco tienen que ver con aquellos mecanismos efectivos de coacción que caracterizaron los intentos de homogeneización de otrora, y más se parecen a las aristas delegativas señaladas por O'Donnell (1997). Sin lugar a dudas, ambas experiencias colisionan con algunos principios propios de la fundación, pero este hecho no las convierte sin más en populistas: en ninguno de ambos casos se verifica la radical inestabilidad del demos que era característica de aquel tipo de fenómenos.

El espectro del populismo y su impronta democratizadora están, sin embargo, lejos de constituir una realidad completamente ajena para la vida pública argentina. Algunos de sus rasgos característicos han seguido permeando nuestra realidad cotidiana: el recurrente fundacionalismo y cierta beligerancia de la ciudadanía y las instituciones aparecen como los más notorios a lo largo de los treinta años que han transcurrido. No obstante, el mecanismo populista como un todo parece ser un hecho del pasado. Es esta razón la que nos ha llevado recurrentemente a hablar de cierto populismo atemperado para caracterizar al régimen político argentino durante grandes lapsos del período iniciado en 1983. Lo hacemos con el convencimiento de que se trata de un régimen radicalmente distinto del que marcó buena parte de la vida democrática argentina del siglo XX, pero que no se reconoce en forma plena en todas las características que definen la democracia liberal. Parecemos estar frente a un complejo híbrido cuya perdurabilidad nos coloca ante una realidad nueva y relativamente estable, antes que frente a un fenómeno transicional. Para describirlo, la compleja caracterización de las democracias delegativas parece inapropiada, ya que suele ser por momentos excesiva y por momentos insuficiente.


Comentarios

* El presente trabajo se inscribe en el marco del proyecto colectivo "La orilla opuesta. Los antiperonistas en el Uruguay (1943-1955)", financiado por FONCyT (PICT 2161) y CONICET (PIP 308). Una primera versión de este trabajo fue presentada en el VII Congreso Latinoamericano de Ciencia Política (ALACIP), desarrollado en Bogotá del 25 al 27 de septiembre de 2013. Este artículo no contó con ninguna financiación.

1 Desde sus inicios, el gobierno de Alfonsín buscó el castigo de ciertas conductas prototípicas del régimen represivo. Esta actitud contrastó con la postura de su rival peronista en la campaña electoral, partidario de dar por válida la autoamnistía dictada en las postrimerías del régimen militar. Los intentos alfonsinistas de restringir la responsabilidad represiva a los principales mandos militares fracasaron en el Congreso al inicio de su mandato. Es por ello que hasta 1987, cuando se aprobó la Ley de Obediencia Debida, se desarrolló una política de revisión mucho más extensa que la inicialmente proyectada. Las normas que limitaban el encausamiento de oficiales subalternos y personal represivo serían anuladas por el Congreso y la Corte Suprema de Justicia, recién durante el mandato de Néstor Kirchner.

2 Entre 1930 y 1983, seis gobiernos civiles fueron depuestos por golpes militares. El último presidente civil que había entregado el poder a otro mandatario había sido Marcelo T. de Alvear, cuando asumió Hipólito Yrigoyen su segunda presidencia, en 1928. De allí el valor simbólico que se otorgaba a la conclusión normal del sexenio que se iniciaba.

3 El énfasis en el discurso de derechos humanos por parte del Gobierno y de los organismos ha sido radicalmente distinto en los años ochenta y en la actual etapa. Si en la primera se hizo hincapié en la figura del cercenamiento de derechos a una persona abstrayendo por completo su involucramiento político, actualmente el Gobierno y parte de los organismos han trocado la idea de la "víctima inocente" por la del "militante heroico". Aunque radicalmente distintos, ambos discursos han obturado en el largo plazo el desarrollo de un debate sobre la violencia política vivida por el país en los años setenta.

4 Un lejano antecedente de la vinculación de la inestabilidad política argentina al formato de las identidades políticas puede encontrarse en Oyhanarte (1969).

5 Sin ánimo de ser exhaustivos, podemos mencionar, entre los trabajos que intentaron nominar como neopopulista a la conjunción de liderazgos personalistas y prácticas clientelísticas, las contribuciones de Denise Dresser (1991), Kenneth M. Roberts (1998), Marcos Novaro (1995 y 1996) y Kurt Weyland (1999 y 2004). Para una crítica a estas aproximaciones desde una concepción tradicional y socioestructural del populismo, ver Vilas (2003).

6 Los principales mojones de este debate son los textos "Hacia una teoría del populismo", escrito por Laclau en 1977; el libro de Emilio de Ípola que reúne sus trabajos escritos entre 1973 y 1981, titulado Ideología y discurso populista, y el artículo del mismo De Ípola y Juan Carlos Portantiero, escrito a comienzos de 1981, "Lo nacional-popular y los populismos realmente existentes". Como se recordará, todos estos trabajos ponen en el centro de su atención lo que hoy denominamos procesos de constitución y funcionamiento de identidades políticas. Laclau había sostenido que el populismo -en cuanto dicotomización del espacio social idéntica a la presentación de las interpelaciones populares democráticas como conjunto sintético antagónico a la ideología dominante- constituía un paso necesario en la consecución del socialismo. De Ípola y Portantiero enfatizaban, en cambio, las discontinuidades entre ambos fenómenos, concibiendo al populismo como una forma de transformismo. El último capítulo de esta polémica tendría lugar recientemente, y sus ejes ya se encuentran desplazados hacia la compleja relación entre populismo y democracia liberal. Me refiero al texto de 2009 de De Ípola "La última utopía. Reflexiones sobre la teoría del populismo de Ernesto Laclau", que cuestiona algunos supuestos y conclusiones del libro de este último autor titulado La razón populista, aparecido en 2005. Para una reconstrucción del primer debate, ver Aboy Carlés (2003).

7 Me refiero a Gálvez (1999), Del Mazo (1945, 1957a, 1957b y 1959), Luna (1981) y Etchepareborda (1983), entre otros.

8 Entre otros, los derivados de sus memoriales enviados a la Corte Suprema de Justicia recogidos por Del Mazo (1945) y en la publicación Mi vida y mi doctrina. Las publicaciones contemporáneas de partidarios y detractores son, por su cantidad, imposibles de reseñar en un trabajo como el presente.

9 Entendemos a las identidades políticas como solidaridades sociales que alcanzan una relativa estabilidad y permanencia en relación con la definición de asuntos públicos. Sobre el particular, ver Aboy Carlés (2001).

10 Me refiero básicamente a los dos trabajos más exhaustivos de la década peronista: Luna (1986) y Gambini (2007). Existen, no obstante, algunas excepciones significativas: Santos Martínez (1976), Del Barco (1983), Ciria (1983), Rein (1998) y Altamirano (2001), entre otros. Desde la sociología encontramos también la excepción del trabajo de Waldmann (2009), publicado por primera vez en Alemania en 1974, y que propone una interpretación de conjunto de la década peronista, estableciendo una periodización de la misma. Para un balance de la historiografía del peronismo, ver Plotkin (1998) y Rein (2009).

11 La larga derivación de este conjunto de rasgos supuso una serie de estudios sobre los casos particulares, que, obviamente, sólo puede aparecer en forma modélica y abreviada en el presente artículo. Sobre el particular, me remito a los trabajos de Julián Melo (2009 y 2007), Sebastián Barros (2006a y 2006b), Alejandro Groppo (2004), Nicolás Azzolini (con Melo 2011), Ricardo Martínez Mazzola (2012 y 2009), Daniela Slipak (2013), Sebastián Giménez (2011), y a los de mi propia autoría, citados en las referencias.

12 En este punto nos diferenciamos radicalmente de la aproximación al populismo que realiza Loris Zanatta (2008 y 2014), quien caracteriza a estos fenómenos como una restauración secularizada del unanimismo religioso de la herencia colonial. Para nosotros, el regeneracionismo, lejos de ser una pulsión totalitaria de recomposición de la unidad, es un mecanismo relativamente incruento de administración del conflicto.

13 Ver sobre el particular el trabajo de Julián Melo "Reflexión en torno al populismo, el pueblo y las identidades políticas en la Argentina (1946-1949)" (en Aboy Carlés, Barros y Melo 2013). Allí, el autor explora la réplica del mecanismo populista en sectores del radicalismo intransigente durante el primer peronismo.


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