Introducción
Entre diciembre de 2015 y mayo de 2016 sucedieron dos hechos políticos que modificaron la dinámica doméstica y externa de los dos grandes de América del Sur. En Argentina, el empresario Mauricio Macri ganaba las elecciones presidenciales por medio de una alianza partidaria bautizada como “Cambiemos”; mientras que en Brasil, el controvertido proceso de impeachment a Dilma Rousseff pondría al frente del Palacio del Planalto al dirigente del Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB) y hasta entonces vicepresidente, Michel Temer. Desde sus comienzos, tanto el gobierno de Macri como el de Temer trazarían programas de gobierno liberales en el plano económico-comercial y conservadores en el plano político (Santos 2016) que implicaban profundos virajes en materia económica, social, y, también, en el marco de la política exterior.
Los nuevos gobiernos asumieron con un discurso refundador y rupturista que prometía sacar a sus países de las políticas populistas perpetradas por las gestiones anteriores y abrazar una agenda basada en el reacercamiento político-comercial a Estados Unidos y Europa (Ferreira 2017; Patey 2017).1 En la retórica de los nuevos gobiernos, la necesidad de abrirse al mundo aparecería como un apéndice fundamental de un nuevo modelo de inserción internacional y de desarrollo nacional que coloca al mercado como el principal ordenador de las relaciones sociales (Frenkel 2016a).
La llegada de Macri y Temer constituiría, además, una de las principales expresiones del agotamiento del período de gobiernos de izquierda en América Latina (Moreira 2017). En el campo de la integración regional, eso significaría el reimpulso a los esquemas de regionalismo abierto -del tipo que propone hoy en día la Alianza del Pacífico (AP)- como modelo de vinculación intra- y transregional. En este marco, el Mercosur buscaría ser reconfigurado en la dirección de conquistar mercados extrarregionales, se impulsaría una convergencia hacia la Alianza del Pacífico y se plantearían nuevas apuestas sobre el acuerdo con la Unión Europea (UE) (Busso y Zelicovich 2016).2
Sin embargo, a lo largo de 2016 el escenario internacional sobre el que los gobiernos de Macri y Temer diseñaron su política exterior cambiaría significativamente: la ola nacionalista y proteccionista -manifestada en el triunfo del leave que llevó a la salida del Reino Unido de la Unión Europea (proceso conocido como “Brexit”), en el auge de los movimientos de extrema derecha europeos y en la victoria de Donald Trump sobre Hillary Clinton en Estados Unidos-, sumada a la consolidación de China y otros países asiáticos como los principales defensores de la globalización y el libre comercio, moverían el mundo en una dirección contraria a las expectativas de los actuales gobiernos de América Latina. De hecho, tanto el Gobierno argentino como el brasileño declararían públicamente su preferencia por la candidata demócrata.3 De esta forma, Argentina y Brasil -con sus agendas liberales de apertura de las economías- quedarían a contramano del ciclo político iniciado en los países avanzados de Occidente, menos favorable a la globalización y la apertura (Sanahuja 2018).
Dicho esto, el objetivo de este trabajo es analizar, desde una perspectiva comparada, las políticas exteriores de los gobiernos de Mauricio Macri, en Argentina, y Michel Temer, en Brasil. Para ello se hará un recorrido por los objetivos, visiones e iniciativas llevadas a cabo por los dos gobiernos, partiendo de la premisa de que ambas gestiones proponen un viraje respecto de sus predecesores, aunque con distinta intensidad en ambos casos; y que este cambio de política exterior estaría basado, entre otras cosas, en la concepción de un escenario internacional favorable a las agendas aperturistas y pro-globalización que hoy está siendo puesto en duda.
Marco conceptual: cambio y tradiciones de política exterior
Como se sostuvo antes, en este artículo partimos de la premisa de que los gobiernos de Mauricio Macri, en Argentina, y Michel Temer, en Brasil, tienen como característica distintiva la adopción de un cambio en materia de política exterior respecto de las gestiones kirchnerista y del Partido de los Trabajadores (PT), respectivamente.
La idea del cambio en política exterior constituye un elemento ampliamente discutido en los estudios internacionales. Dentro del campo de las Relaciones Internacionales, la mayoría de los enfoques dominantes -como el neorrealismo, el neoliberalismo o el marxismo- coinciden en definir las dinámicas estructurales y sistémicas como las variables que determinan las modificaciones en el accionar externo de los Estados. Asimismo, dentro de los estudios de política exterior propiamente dichos han proliferado otros enfoques que, al contrario de las teorías sistémicas, afirman que el núcleo del comportamiento externo de los países debe buscarse en los factores domésticos de un Estado o, en su defecto, de la sociedad.4 En líneas generales, para los estudios que enfatizan las variables internas, la política externa es “la continuación de la política doméstica por otros medios” (Hudson 2013, 125). Estos enfoques tienden a hacer hincapié en las agencias sobre las estructuras y a concebir la política externa como una política pública.5 Esto último implica que la política externa no es propiedad exclusiva de los estudios internacionales, sino que también puede ser analizada desde la ciencia política, la sociología, el derecho e, incluso, la psicología social.
No obstante, sin dejar de reconocer la importancia que tienen las discusiones sobre las variables generales que pueden influir en el accionar internacional de los Estados, aquí nos interesa profundizar sobre la idea misma de cambio en política exterior. Lo que se busca, en definitiva, es responder dos preguntas: 1) ¿cuándo se puede determinar que existen cambios en la política exterior de un Estado, en un período determinado? Y, 2) ¿cómo determinar la profundidad de dichos cambios? Al respecto, se pueden mencionar la clásica tipología elaborada por Kalevi Holsti sobre reestructuración de política exterior;6 el modelo explicativo de Charles Hermann -quien establece cuatro tipos de cambio en materia de política externa7- y las conceptualizaciones de otros autores como Boyd y Hopple (1987), Barkdull y Harris (2002), Goldmann (2014), Rosati (1994) y Skidmore (1994). Ahora bien, sin dejar de reconocer los valiosos y numerosos aportes de los distintos académicos, en este trabajo tomaremos como punto de partida la definición de cambio elaborada por Roberto Russell. Según el politólogo argentino, una política exterior experimenta un cambio cuando se produce un “abandono o reemplazo de uno o más de los criterios ordenadores de la política exterior y las variaciones en los contenidos y/o formas de hacer política”. Los ajustes, por su parte, son las “variaciones producidas en la intensidad del esfuerzo (mayor o menor) y a las adecuaciones de objetivos frente a una o varias cuestiones de la agenda de política exterior”. Mientras que los ajustes son de carácter cuantitativo, los cambios son de naturaleza eminentemente cualitativa (Russell 1989).
Complementando lo anterior, también tomaremos los dos tipos de motivaciones que Holsti identifica para entender el accionar de los gobiernos que optan por reorientar la política exterior de un país. La primera motivación se relaciona con la percepción de quienes toman las decisiones en el más alto nivel político respectivo.8 La segunda variable, por su parte, tiene que ver con que a menudo los gobiernos buscan como estrategia política una diferenciación con el gobierno anterior, lo cual implica también romper la orientación de la política externa (Gámez 2005). Estas dos explicaciones, como pretendemos demostrar, están presentes en las recientes transiciones de gobiernos en Argentina y Brasil. A raíz de ello, se desprende que las explicaciones sobre los cambios en política exterior se asocian a los enfoques interactivos (Lima 1994). Es decir, aquellos que señalan la importancia tanto de las variables sistémicas como de las domésticas a la hora de entender el comportamiento externo de los Estados.
Lo segundo que nos interesa resaltar es que las estrategias externas de los nuevos gobiernos se pueden asociar a determinados paradigmas o corrientes de política exterior. En el caso del Gobierno brasileño, el viraje se basa en una reedición de la tradición americanista; mientras que el gobierno de Macri, en un sentido similar, propone en su estrategia internacional una lógica cercana a la dependencia.
La tradición americanista de la política exterior brasileña tiene entre sus principios fundacionales una mayor aproximación a Estados Unidos y una priorización del eje agroexportador en materia económica. No obstante estos preceptos, esta corriente ha sido lo suficientemente pragmática como para adaptarse a diferentes contextos. Un ejemplo palpable de este pragmatismo es que, aun cuando postula la necesidad de estrechar los vínculos con la potencia hegemónica, ello no significa necesariamente abandonar la noción de autonomía como principio rector de la política externa.9 En los años recientes, la tradición americanista estuvo presente durante los noventa en el gobierno de Fernando Collor de Mello y -un poco más matizada- durante la administración de Fernando Henrique Cardoso.10
Contrariamente al americanismo, la tradición globalista de política exterior tiene como idea central lograr una inserción internacional más diversificada e independiente con relación a los posicionamientos que asumen las potencias extrarregionales. En especial, respecto de Estados Unidos.11 A partir de la redemocratización en 1946, los principios del globalismo han aparecido con fuerza, por ejemplo, durante los gobiernos de Jânio Quadros y de João Goulart, en la década de 1960 (Lima 1994). Más recientemente, los preceptos globalistas fueron una característica distintiva de la política exterior brasileña durante los gobiernos Lula da Silva y Dilma Rousseff.
No obstante, es importante resaltar también que el peso del globalismo no fue el mismo a lo largo de los trece años de gestión petista. En efecto, como sostienen Cervo y Lessa (2014), el último mandato de Rousseff estuvo caracterizado por un marcado declive en la formulación y el protagonismo en términos de política exterior, priorizando el mantenimiento de los lineamientos del período anterior, mientras enfrentaba dificultades económicas crecientes. En determinados temas -como por ejemplo, el acercamiento a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) y las mayores concesiones en las negociaciones con la UE- se puede decir que el segundo mandato de Dilma Rousseff inauguró algunas líneas de acción diplomática que no serían revertidas, sino más bien profundizadas por Temer (Actis 2017). En otros, como el abandono inicial de la Organización Mundial del Comercio (OMC), se nota una ruptura con la política petista de prioridad a los foros multilaterales. En un mismo sentido, autores como Actis (2015) y Malamud y Rodríguez (2014) sostienen que tras la salida de Lula se observan una paulatina merma de la vocación regionalista de Brasil y una mayor propensión a involucrarse en el plano global, ya sea a través de los BRICS, del G20 o del protagonismo en las conferencias de las partes (COP) sobre el cambio climático.
Con la llegada al poder de Michel Temer (PMDB) es posible observar que la política exterior no fue una excepción al principio señalado por Holsti de buscar cambiar lo que representaba el proyecto político anterior. Así, la formación de un nuevo consenso político entre el PMDB y el Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB) rompió el ciclo de globalismo progresista, dando paso a un americanismo liberal. Es decir, un esquema de aproximación hacia Estados Unidos, combinado con una estrategia de inserción internacional aperturista, más orientada al mercado global que al mercado interno.
En el caso argentino, las tradiciones o corrientes de política exterior han sido más antagónicas que en el caso brasileño, esto porque el país austral nunca supo encontrar un equilibrio relativamente estable entre un modelo económico netamente agroexportador y alineado con las potencias dominantes del momento (Gran Bretaña y Estados Unidos) y un modelo económico industrialista, más proclive a la integración con los países vecinos. En materia de política exterior, esto último implicó -y aún implica- un gran debate donde perduran, al menos, dos propuestas que entrelazan modelos de desarrollo y política exterior: por un lado, un liberalismo económico que ha impulsado modalidades de inserción que privilegian el alineamiento con la potencia dominante del momento, mientras que en las antípodas encontramos un desarrollismo que ha tendido a estar asociado a la búsqueda de autonomía (Pignatta 2010).
La corriente de pensamiento que se estructura en función de un alineamiento con la potencia dominante -que en amplios términos podemos denominar como dependentista12- tuvo su clara manifestación a partir de la formación del Estado nacional en 1880, hasta la crisis económica mundial de 1930 y el surgimiento del modelo de sustitución de importaciones.
Por otro lado, desde distintas acepciones, la tradición de política exterior basada en la idea de autonomía comenzaría a cimentarse a partir del fin de la Segunda Guerra Mundial. Desde entonces, y hasta la recuperación de la democracia en 1983, los proyectos de política exterior, explica Alejandro Simonoff (2012), estuvieron marcados por una puja entre los esquemas autonomistas -llevados casi siempre a cabo por administraciones democráticas, como las de Juan Domingo Perón en los cuarenta o Arturo Illia, en la década de 1960- y esquemas de alineamiento impulsados por los gobiernos de facto, como los de Pedro Eugenio Aramburu, Juan Carlos Onganía o la dictadura que gobernó entre 1976 y 1983. Desde el retorno de la democracia en los ochenta, el juego de equilibrios entre las tendencias autonomistas y las de inserción con la potencia hegemónica estuvo en la elección de su alianza principal. Mientras que las primeras apuntaron a generar márgenes de maniobra en el sistema internacional sobre las alianzas con países con similares recursos y valores, como en los ochenta, las segundas optaron por una política de acoplamiento a la potencia hegemónica, como ocurrió en los noventa durante las gestiones de Menem y De la Rúa (Simonoff 2009).
El colapso del modelo de desarrollo neoliberal que sobrevino a la crisis de 2001 reposicionó el concepto de autonomía dentro del imaginario gubernamental argentino. La existencia de un escenario doméstico complejo y apremiante tuvo un impacto importante en la política exterior, por cuanto esta fue pensada como un instrumento que debía aportar a la solución de los problemas internos (Busso 2014). Así, la reorientación del modelo económico basado en la reindustrialización tuvo su correlato en la política exterior a través de la profundización, ampliación e institucionalización del proceso de integración sudamericano y la implementación de mayores contrapuntos con Estados Unidos. Aunque con algunos ajustes, la política exterior argentina durante los gobiernos de Cristina Fernández continuó los lineamientos principales establecidos por Néstor Kirchner (Busso 2016). No obstante, con el advenimiento de Macri al gobierno en diciembre de 2015, el modelo económico sufriría una reconfiguración, el vínculo con Estados Unidos volvería a ocupar un rol central de la estrategia internacional del país (Tokatlian 2018) y la idea de autonomía desaparecería como fundamento de la política exterior.
En función de lo dicho hasta aquí, el gráfico 1 ilustra los cambios entre las diferentes tradiciones de política exterior de los dos países.
El escenario internacional a comienzos de 2016: los discursos de “vuelta al mundo” y “desideologización” de la política exterior
Uno de los rasgos distintivos que sobrevino a los cambios de gobierno fueron las distintas apreciaciones del escenario internacional. Tanto Macri como Temer partieron de una visión optimista del ámbito externo, sosteniendo que sus antecesores habían perdido oportunidades de inserción comercial, producto de distorsiones ideológicas. En palabras de la canciller Malcorra, durante los doce años de gobierno kirchnerista “se vieron los intereses con un filtro ideológico”, planteando los vínculos externos “en forma dicotómica, en blanco o negro y la realidad no es así” (“Macri impulsará” 2015).
En el caso de Argentina, durante la etapa kirchnerista el escenario internacional era interpretado como una fuente de hostilidad para el desarrollo del país. En un principio, los organismos multilaterales de crédito, como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, fueron sindicados de ser un permanente foco de condicionamientos para las políticas gubernamentales de Argentina.13 A ello se sumaría el unilateralismo de Estados Unidos tras los atentados a las Torres Gemelas, en 2001. Ya con Cristina Fernández de Kirchner al frente del gobierno, la llamada crisis de las sub-prime en 2008 abonaría esta percepción negativa del escenario internacional. “Es necesario imaginar un modelo de globalización diferente al que nos quisieron vender desde el neoliberalismo, que era aquella globalización unipolar, homogénea y unicultural, que finalmente ha estallado”, sostuvo la mandataria poco tiempo después que explotara la burbuja financiera global (“Conferencia de prensa de Cristina Fernández” 2009). Esta idea de un mundo caracterizado por la decadencia del sistema político y económico delineado por las potencias occidentales tras la Segunda Guerra Mundial llevó al gobierno kirchnerista a reconfigurar sus alianzas extrarregionales: Estados Unidos y Europa quedaron relegados y el vínculo con China y Rusia adquirió mayor importancia.14
Mauricio Macri, por su parte, comenzó su mandato retomando las visiones más auspiciosas del escenario global a la hora de definir e implementar su política exterior. En su primera alocución al Congreso como presidente, Macri expresó: “la globalización es una realidad y creemos que […] trae inmensas oportunidades que debemos aprovechar” (“Palabras del presidente Mauricio Macri” 2018). A partir de esta concepción optimista, el gobierno de Cambiemos proclamaría la necesidad de “volver al mundo” y desideologizar la política exterior: “Necesitamos volver al mundo, ser parte de la cadena global de producción, recrear la confianza del mundo y construir relaciones maduras y sensatas con todos los países”, afirmó el presidente (“Macri: ‘Necesitamos volver al mundo” 2016).15
Ahora bien, para el gobierno de Cambiemos, la “vuelta al mundo” significaba más que nada recomponer las relaciones con Occidente -específicamente, Estados Unidos, Europa y los organismos multilaterales de crédito- y, con base en ello, renegociar la profundidad del vínculo con Rusia y China. En materia de integración sudamericana, la recomposición requería torcer el rumbo hacia un modelo más orientado a los mercados globales, como lo planteaba la Alianza del Pacífico (Busso y Zelicovich 2016).
Con estos objetivos en la mente, el Gobierno argentino buscaría dar señales amigables a los mercados: a tan sólo un mes de asumir, el presidente se hizo presente en el Foro Económico Mundial de Davos, en donde se reunió con diversos mandatarios y CEO de las principales corporaciones internacionales. La idea era marcar de entrada el cambio de rumbo (la última vez que un mandatario argentino asistió a dicho cónclave había sido en el año 2000), mostrando previsibilidad y ofreciendo la imagen de país confiable para las inversiones externas.
Otro aspecto fundamental de la proclamada vuelta al mundo y la aproximación a Estados Unidos y Europa fue el ordenamiento del frente externo en materia financiera. En este sentido, el gobierno de Cambiemos abandonó las críticas al sistema financiero internacional y, poco después de asumir, puso fin al litigio con los denominados “fondos buitres” (hedge funds).16 En la misma línea, el nuevo gobierno abandonaba el proyecto impulsado durante el kirchnerismo en las Naciones Unidas, orientado a generar un marco regulatorio internacional de las reestructuraciones de deudas soberanas.17 Como resultado de estas medidas, Argentina volvería a acceder al crédito internacional, y, en tan sólo un año y medio, el endeudamiento con bancos y entidades financieras internacionales -principalmente estadounidenses y europeos- ascendió a una cifra cercana a los 60.000 millones de dólares (“Balance: la deuda” 2017).
En el caso brasileño, la etapa de Lula en la presidencia también estuvo caracterizada por una visión más pesimista del orden internacional. En palabras del propio Lula: “globalização não é sinônimo de desenvolvimento. Globalização não é um substituto para o desenvolvimento” (Lula da Silva 2007a). En el mismo sentido, durante uno de sus discursos ante la Asamblea General de la ONU, el líder sindical sostuvo: “A globalização assimétrica e excludente aprofundou o legado devastador de miséria e regressão social, que explode na agenda do século XXI” (Lula da Silva 2007b). Con base en estas percepciones -y conforme a la pretensión de transformarse en un actor global-, Brasil se plegó a la creación de organismos y foros internacionales que buscaban generar nuevas instancias de gobernanza global. En este marco, el gobierno del PT retomó la aspiración de ocupar una banca permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU, lideró la conformación de nuevos organismos de integración -como la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur)- y se sumó a la conformación de los BRICS (Sousa 2013; Bauman et al. 2015).
Ya con Rousseff en el Planalto, Brasil participó en la arquitectura económica-financiera alternativa a las instituciones de Bretton Woods, impulsada fundamentalmente por China -como el Nuevo Banco de Desarrollo (NDB), inaugurado en Shanghái en 2014, o el Banco Asiático de Inversión en Infraestructura, creado en 201518-. Cabe aclarar que, si bien las posiciones críticas de Brasil se orientaron a generar alternativas frente a determinados pilares del orden global, en ningún momento se propondría una confrontación abierta o una posición revisionista con el sistema financiero y de comercio internacional. En efecto, el país verde amarelo aumentó su contribución financiera y poder de voto en el FMI y siguió apostando al multilateralismo comercial en el marco de la OMC.
El gobierno Temer, sin embargo, esbozó -al igual que el de Macri- una lectura más auspiciosa de la globalización. Para entender este nuevo rumbo resulta útil retrotraerse a octubre de 2015, cuando el PMDB elaboró un diagnóstico sobre la crisis brasileña. Denominado “Uma ponte para o futuro”, el documento afirmaba que “la globalización es el destino de las economías que desean crecer" (“Uma ponte para o futuro” 2015). En un mismo sentido, Botafogo Gonçalves, ministro de Comercio Exterior del gobierno de Fernando Henrique Cardoso e influyente miembro del PSDB, sostuvo que el gobierno Temer tiene como tarea esencial “recuperar el tiempo perdido y sacar provecho de las condiciones internacionales hoy favorables al regreso de Brasil a la cancha de negociaciones comerciales a nivel mundial” (Gonçalves 2016).19
La pretendida desideologización de la política exterior y la apertura al mundo también empaparon la retórica de la nueva gestión. En sus discursos de asunción, los dos cancilleres del gobierno de Temer -José Serra y Aloysio Nunes Ferreira- hicieron hincapié en que la estrategia externa pasaría a estar “alineada a los reales valores e intereses nacionales y no a los intereses de partidos o facciones” (Itamaraty 2016a, 2017a, 2017b). Lo paradójico del caso es que Serra y Nunes serían los primeros cancilleres no originarios del cuadro diplomático permanente de Itamaraty en más de quince años.
Reacercamiento a Estados Unidos
La relación con Estados Unidos constituyó otra de las dimensiones más notables del viraje en materia de política exterior en Argentina y Brasil. En el caso argentino, a diferencia de la década kirchnerista -en la que se pasó de la cooperación limitada a la confrontación-, el presidente Mauricio Macri buscó reafirmar sus credenciales pro-Occidente y tuvo en el reacercamiento a Estados Unidos una de las medidas clave para mostrar sus diferencias con el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner (Tokatlian 2018). Al igual que en la década de 1990, el diagnóstico partía de la idea de que lograr el beneplácito de la primera potencia mundial facilitaría una mejor obtención de los dividendos de la globalización, atraería capitales internacionales y coadyuvaría a una inserción competitiva en las cadenas globales de valor.
En el marco de este nuevo realineamiento internacional, el Gobierno argentino recibió en marzo de 2016 una visita de Estado del entonces presidente norteamericano, Barack Obama. El mandatario estadounidense felicitó a su par argentino por el “cambio en las relaciones con Estados Unidos” y por fomentar la “apertura, la transparencia y competitividad” del país (“Elogio de Obama a Macri” 2016). Luego de la visita, el vínculo con Washington se profundizó, sobre todo en lo que respecta a los asuntos de seguridad y defensa. Esto supuso un marcado viraje, en comparación con la política del gobierno de Cristina Fernández, que combinó una activa participación en el Consejo de Defensa Suramericano de la Unasur con un cuestionamiento a las instituciones del sistema interamericano de defensa (Frenkel 2016b). Como otra cara de la misma moneda, el gobierno de Cambiemos retomó el adiestramiento y capacitación de militares y fuerzas de seguridad argentinas por parte de agencias norteamericanas, limitados desde el incidente diplomático de febrero de 2011, cuando un avión estadounidense que traía efectivos y material que iba a ser utilizado para prácticas de entrenamiento con la Policía Federal Argentina fue detenido en la Aduana de Ezeiza y su carga fue incautada (Dinatale 2016).
Desde el punto de vista comercial, el gobierno de Macri se volvió un ferviente impulsor de las agendas e iniciativas de libre comercio promovidas desde Washington o que, en su defecto, contaban con su aprobación. Así, Argentina se incorporó como miembro observador de la Alianza del Pacífico y en marzo de 2016 manifestó su intención de sumarse en un futuro al Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP, por su sigla en inglés).20 Más tarde, Argentina se candidatearía para integrar la OCDE en calidad de Estado parte y buscaría que el Gobierno norteamericano fuera quien le diese el beneplácito para sumarse al organismo multilateral.
En Brasil, el cambio de gobierno también supuso nuevos aires en las relaciones con Washington. El buen vínculo que había primado durante la era Lula comenzó a deteriorarse luego del frustrado intento brasileño de mediar junto con Turquía en el acuerdo nuclear con Irán -todavía durante el gobierno Lula, en 2010- (Amorim 2015), y de la revelación, en 2013, del exagente de la CIA Edward Snowden de que Estados Unidos realizaba espionaje ilegal al gobierno de Rousseff y las principales empresas brasileñas. Al iniciar su segundo mandato, Rousseff propició un reacercamiento a Estados Unidos con la idea de ganar confianza en los mercados e impulsar la economía a través de acuerdos bilaterales (“Visita de Dilma aos EUA” 2015). No obstante, el cambio en la presidencia implicó que Washington pasara a ocupar un lugar primordial en la agenda externa: ya en el documento de la FUG-PMDB se anunciaba la necesidad de implementar una rápida liberalización comercial y la búsqueda de firmar acuerdos de libre comercio con socios tradicionales como Estados Unidos, Europa y Japón, además de “integrar plenamente al país en las cadenas globales de producción” (“Uma ponte para o futuro” 2015). Una vez en el gobierno, Temer afirmó: “con Estados Unidos confiamos en soluciones prácticas a corto plazo para la remoción de barreras no arancelarias y de normas comerciales” (Ramos 2017).21
La posición brasileña frente al sistema internacional de comercio también tomaría nuevos rumbos, mucho más alineados con las posturas promovidas por Estados Unidos (al menos, hasta la llegada de Donald Trump). Durante las gestiones del PT, la estrategia comercial exterior brasileña se caracterizó por la adopción de posiciones críticas en la Organización Mundial del Comercio (OMC) y en otros foros multilaterales, a efectos de lograr acuerdos equilibrados entre las grandes potencias y los países emergentes (Amorim 2015).22 El gobierno de Temer, sin embargo, modificó la estrategia: abandonó los intentos de conformar bloques contrahegemómicos con otros países emergentes y se plegó a los intereses de las empresas trasnacionales en los foros multilaterales (Drummond 2016). Durante la Reunión Ministerial de la OMC, celebrada en julio de 2016, Serra se dedicó a señalar los escasos resultados del anterior gobierno, y con base en eso sostuvo: “si las cosas no funcionaron de la manera como hemos intentado, debemos estar listos para experimentar otros caminos” (Itamaraty 2016a). Según deslizó por entonces el propio canciller, estos nuevos caminos contemplaban sumarse al TPP y al Acuerdo General sobre el Comercio de Servicios (AGCS) (Drummond 2016).
Sumado a lo anterior, al mismo tiempo que los BRICS y las iniciativas Sur-Sur perdían prioridad en la política exterior, Brasil decidió dar un paso cualitativo en la relación con la OCDE que se venía implementando con Rousseff. En este sentido, Temer formalizó el pedido de adhesión como miembro pleno del organismo multilateral. Una membresía en dicho organismo tendría importantes consecuencias para el país, enmarcadas en el contexto de apertura unilateral de la economía brasileña. Principalmente, la entrada definitiva en la OCDE significaría el abandono de la estrategia de promoción de un modelo brasileño de acuerdos de inversión en la región, a través de los Acuerdos de Cooperación y Facilitación de Inversiones (ACFI), así como del proyecto de creación de un tribunal de solución de controversias en el ámbito de la Unasur (Azzi 2017). Los ACFI fueron implementados durante el gobierno Rousseff como una alternativa al modelo de Acuerdos de Promoción y Protección Recíproca de Inversiones (APPRI) presente en acuerdos como el TPP y el Acuerdo Transatlántico sobre Comercio e Inversión (TTIP, por su sigla en inglés). Estos esquemas, entre otras cosas, prevén clausulas inversor-Estado no presentes en los ACFI (Morosini y Ratton 2015). La OCDE, por su parte, promueve lineamientos similares, basados en la “libertad de inversión”. Esto es, aquel que contempla la resolución de controversias inversor-Estado en ámbitos como el CIADI del Banco Mundial (OECD 2018).23
En el plano militar también se vislumbraron nuevos aires en la relación entre Brasilia y Washington. Uno de los puntos destacados fue la reapertura de la antigua discusión sobre la posibilidad de que Estados Unidos pudiera utilizar la base militar de Alcântara, en el norte del país, como plataforma para el lanzamiento de satélites (“Brasil e Estados Unidos retomam negociação” 2018). Sumado a lo anterior, Brasil invitó a Estados Unidos a participar -conjuntamente con Perú y Colombia- en un ejercicio militar denominado “Operação América Unida”, en la zona del Amazonas que linda con estos dos países. El ejercicio -que tendría como objetivo fortalecer la capacidad de respuesta multinacional en el campo de la ayuda humanitaria y la lucha contra delitos trasnacionales- se da en el marco de una serie de acuerdos entre las Fuerzas Armadas de Brasil y de Estados Unidos y de visitas de funcionarios estadounidenses a instalaciones brasileñas con el propósito de reconectar y estrechar las relaciones militares entre los dos países (“Exército dos EUA participará de exercício militar” 2017). Como parte de este renovado vínculo, en marzo de 2017 el Ministerio de Defensa de Brasil y el Departamento de Defensa norteamericano firmaron un Acuerdo para el Intercambio de Información sobre Investigación y Desarrollo (IMAE, por su sigla en inglés).
Argentina-Brasil: una renovada convergencia de intereses
Aún con Dilma Rousseff en el gobierno, el arribo de Macri a la Casa Rosada no implicó un relanzamiento de la relación bilateral entre Argentina y Brasil; vínculo que ya mostraba algunos signos de agotamiento en la última etapa de Cristina Kirchner.24 Si bien en el momento de asumir como presidente, el mandatario argentino reafirmó la importancia de Brasil para Argentina,25 lo cierto es que, ideológicamente, Macri se sentía más cercano a las figuras del PSDB.26 La poca sintonía con el gobierno de Rousseff se develó con el golpe parlamentario que destituyó a la mandataria brasileña: el argentino fue el primer gobierno en reconocer a Michel Temer como el legítimo ocupante del Planalto.27
La existencia de una concepción similar del escenario internacional y la sintonía en las medidas económicas de liberalización y apertura económica sembraron un terreno fértil para que los gobiernos de Macri y Temer se vieran como socios en la nueva reorientación de las políticas exteriores. A poco de asumir como canciller, José Serra afirmó que priorizaría la asociación con Argentina, país “con el cual pasamos a compartir referencias semejantes para la reorganización de la política y de la economía” (Itamaraty 2016b). De hecho, la primera visita oficial de Serra (así como de Nunes Ferreira) fue a Argentina. Visita que sería difundida en Brasil como un marco simbólico de la nueva era de desideologización de la política exterior brasileña (“Serra inicia na Argentina” 2016).
Una de las manifestaciones más claras del renovado acercamiento entre ambos países se vio en la conjugación de posiciones sobre la situación en Venezuela en el Mercosur y en las proclamas para “flexibilizar” el bloque. Esto es, librarlo de las ataduras normativas que impiden o, por lo menos, condicionan una inserción competitiva en los mercados globales, y hacerlo converger con la Alianza del Pacífico (Comini y Frenkel 2017). Argentina se convirtió, tras la llegada de Macri, en un ferviente impulsor de transformar al Mercosur en una herramienta para captar nuevos mercados. “Veo en el Mercosur un espacio para fortalecer las relaciones económicas y comerciales entre nosotros y con todo el mundo”, dijo Macri al asistir a su primera cumbre del bloque (“Palabras del Presidente en la Cumbre del Mercosur” 2015). En la misma línea, las directrices de Itamaraty para la nueva política exterior incluían “renovar el Mercosur, antes que todo con relación al libre comercio entre sus mismos países miembros” y “construir puentes con la Alianza del Pacífico” (Itamaraty 2016b).28
Otro aspecto fundamental en la reconfiguración de la integración sudamericana pasaría por los intentos de excluir a Venezuela de los bloques regionales. Principalmente, del Mercosur y la Unasur. Desde el comienzo de su mandato, el gobierno de Macri libraría una batalla contra el gobierno de Nicolás Maduro, que terminaría siendo contradictoria con la propuesta de desideologizar la política exterior.29 La confrontación con Caracas respondía a dos motivaciones principales. Por un lado, dar señales claras -en especial a Estados Unidos y a los actores económicos y financieros- del nuevo realineamiento internacional de Argentina. En segundo lugar, correr a Venezuela del organismo supondría eliminar un potencial veto a la flexibilización del Mercosur, impulsada no sólo por Argentina, sino también por el resto de los países miembros plenos.
La llegada de Michel Temer al Palacio del Planalto generó un nuevo impulso a las iniciativas para aislar a Venezuela.30 En un principio, durante la gestión de Serra en Itamaraty, se dejó que Argentina asumiera el protagonismo en las iniciativas de presión y oposición al gobierno Maduro. No obstante, con la llegada de Nunes Ferreira, en marzo de 2017, Brasil empezó a denunciar las violaciones a los Derechos Humanos y a apoyar la intervención de la Organización de los Estados Americanos (OEA).31 Más tarde, la estrategia conjunta mutó: se pasó de impugnar la supuesta deficiencia en la democracia venezolana a alegar una falta de internalización de la normativa del Mercosur por parte del país caribeño. En este marco -y a pesar de la oposición de Uruguay-, Argentina, Brasil y Paraguay lograron bloquear que Venezuela asumiera la presidencia del organismo y establecieron, en su lugar, un mando colegiado. Luego de que Caracas concretara la elección de una polémica Asamblea Constituyente, los países del Mercosur -ya sin la oposición uruguaya- retomaron el argumento de la deficiencia democrática y dieron un paso más al decidir la suspensión del país caribeño como miembro del bloque regional.
El cielo lleno de nubarrones: cambios en el escenario global
Como ya se señaló, la reivindicación del proceso de globalización, de la liberalización del comercio, así como un realineamiento con Estados Unidos, constituyeron parte de los fundamentos de la estrategia de inserción internacional de los gobiernos de Macri y Temer. Sin embargo, al poco tiempo se verían sorprendidos por un cambio del escenario político-económico internacional, que pondría en jaque la metanarrativa ideológica de la globalización liberal (García Linera 2017). Aunque representen procesos políticos distintos, la salida del Reino Unido de la Unión Europea, en junio de 2016; el creciente auge de los movimientos nacionalistas de extrema derecha en Europa, y la victoria de Trump en Estados Unidos, pueden ser definidos como indicadores de una tendencia que pone en cuestión el proyecto de un orden internacional liberal basado en el multilateralismo, el libre mercado y la globalización, tal como sostiene Stephen Walt (2016).
En el caso particular de Trump, su retórica nacionalista sentaría las bases para una modificación de la política exterior de Estados Unidos. A partir de la apelación a los sectores insatisfechos de la industria manufacturera y de la clase media (working class) que se ven perjudicados por la globalización (Saxer 2016; Stiglitz 2016; Williams 2016; “The Manufacturing Jobs Delusion” 2017), Trump marcó una ruptura con la perspectiva liberal-globalista de la administración demócrata de Barack Obama. Al retirar a Estados Unidos del TPP e, incluso, poner bajo revisión crítica al Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), el republicano posicionó a Estados Unidos en la senda contraria de las expectativas aperturistas y en pro del libre comercio de los actuales gobiernos liberales de América Latina.
A lo anterior debemos sumarle otros procesos recientes que impactan la dinámica del sistema internacional y repercuten, indefectiblemente, en la forma en que los gobiernos diseñan su política externa. Por caso, José Antonio Sanahuja (2016) señala el fin del ciclo de las materias primas al que se enfrentan los países en desarrollo. En este sentido, dicho fin de ciclo respondería a dos factores: a una menor demanda global, inducida por el débil crecimiento económico internacional, y la reorientación de la economía de China hacia un modelo de desarrollo con menor demanda de recursos naturales. Vinculado con esto, hay quienes sostienen que la defensa que hace Beijing de la globalización neoliberal -en contrapartida al creciente cuestionamiento que proviene de Washington- es un reflejo de la redistribución del poder mundial de Occidente a Oriente y del Norte al Sur. Una transición que, como señala Graham Allison (2017), abre el interrogante de si se dará en forma pacífica o llevará a una colisión entre las dos nuevas superpotencias.
Como resultado de estos movimientos externos, la apreciación de Buenos Aires y Brasilia sobre el escenario internacional se modificó de forma significativa: el optimismo inicial de un mundo lleno de oportunidades daría lugar a una visión más pesimista. “El mundo tiene una dinámica de cambios muy fuerte. Estamos pasando a un mundo caótico con actores asimétricos”, afirmó la canciller argentina a poco del triunfo de Trump (Malcorra 2016). En un mismo sentido, el presidente Macri sostuvo: “Estamos en un mundo de mucha incertidumbre y volatilidad. Las discusiones políticas en el mundo y en países desarrollados reflejan tensiones producto de la globalización, las corrientes migratorias y cambios tecnológicos” (“El discurso completo” 2017).
En Brasil, el discurso de transmisión de Nunes Ferreira también incluyó un tono más crítico sobre el contexto internacional: “La reorientación de la política exterior brasileña ocurre en un momento de gran inestabilidad en el mundo. Virajes políticos; tensiones sociales; reagrupaciones geoestratégicas; medidas proteccionistas; fronteras cerradas; guerras civiles y terrorismo están en el orden del día” (Itamaraty 2017b).
Esta revisión de las expectativas originales llevó a que ambos países estrecharan el vínculo bilateral, con miras a contrarrestar los posibles efectos adversos del creciente proteccionismo comercial. En febrero de 2017, Macri viajó a Brasil y firmó con Temer un acuerdo de cooperación orientado a intensificar el desarrollo de las inversiones y las oportunidades de negocios. Allí, el mandatario argentino sostuvo que hay “un escenario global lleno de desafíos con más dudas que certezas”, y por ese motivo, ambos países debían ser “los aliados del siglo XXI” (“Macri propuso a Brasil” 2017). En la misma línea, el Gobierno brasileño destacó la importancia de la relación con Argentina y la necesidad de incrementar el vínculo entre el Mercosur y la Alianza del Pacífico como aspectos centrales para contrarrestar la hostilidad del nuevo marco global. “En el momento en que cobran fuerzas las tendencias de desunión y proteccionismo, Brasil y Argentina responden con más diálogo y comercio y con una única voz”, remarcó Temer antes de condecorar a Macri (“Macri propuso a Brasil” 2017). Respecto de la confluencia entre ambos bloques, la diplomacia brasileña expresó: “en este 2017 se abre la mejor oportunidad, por la dialéctica del comercio internacional, para que se avance en la alianza entre Mercosur y la Alianza del Pacífico, hacia una nueva América Latina” (Itamaraty 2017b).
Ahora bien, a pesar de coincidir en el diagnóstico de un panorama internacional más sombrío, lo cierto es que ninguno de los gobiernos se propuso desafiar seriamente a Estados Unidos. Argentina impulsó junto con Chile la convocatoria a una cumbre especial de cancilleres de los países del Mercosur y la Alianza del Pacífico, con la idea de delinear una estrategia común ante el “efecto Trump”. Pero siempre con la intención de mantener buenas relaciones con Estados Unidos (“Fuerte jugada de Macri” 2017).32 En el mismo sentido, el Gobierno argentino expresó cierto optimismo respecto de que habría un “proteccionismo selectivo” por parte de la nueva administración republicana. Esta creencia se basaba en la siguiente ecuación: a mayor cercanía con Washington, menores serían las restricciones al mercado estadounidense. De hecho, un argumento a favor de esta creencia se produjo cuando Macri visitó la Casa Blanca, en abril de 2017. En dicho cónclave, el presidente argentino solicitó -con éxito- que Trump revirtiera la decisión adoptada a poco de asumir de frenar la importación de limones que había abierto Barack Obama unos meses antes de dejar la presidencia. Sin embargo, la decisión de bloquear la importación de biodiésel -también adoptada por la administración Trump- seguiría vigente, lo cual pondría en entredicho la presunción del gobierno macrista.33
Temer, al igual que Macri, también mostraría un dejo de optimismo respecto de lograr una mejor relación con Washington tras la llegada del magante inmobiliario a la presidencia. En este sentido, el mandatario brasileño manifestó que las tensiones entre Estados Unidos y México, producto de la intención del primero de ampliar el controvertido muro en la frontera, podrían llevar a Washington a privilegiar las relaciones con el resto de América Latina en general, y con Brasilia en particular (“Temer cree que Trump” 2016).
Conclusiones
El análisis hasta aquí presentado ha buscado determinar los principales lineamientos externos de los gobiernos de Mauricio Macri y Michel Temer en sus dos primeros años de gestión. Lineamientos que, a efectos del objetivo del trabajo, permiten confirmar nuestra premisa inicial: que la llegada de estos gobiernos produjo un cambio en la política exterior de ambos países, respecto de las gestiones kirchneristas y petistas. El abandono o la relativización del concepto de autonomía como parámetro de la política exterior, la concepción de un escenario internacional como un ámbito de oportunidades, más que de asimetrías, y el privilegio de las relaciones Norte-Sur (sobre todo, con Estados Unidos) son algunos de los indicadores más destacados de este viraje.
Ahora bien, también resulta necesario destacar que los cambios no fueron de igual grado en ambos casos. En Argentina, la reestructuración fue mucho más marcada: se pasó de una posición revisionista frente al sistema financiero internacional, a ser uno de sus alumnos más aplicados; con Estados Unidos, el vínculo de confrontación que caracterizó al segundo gobierno de Cristina Kirchner dio lugar a un acelerado reacercamiento a Washington, tanto económico como militar. Algo similar sucedió en el ámbito del regionalismo sudamericano: el gobierno de Macri abandonó las posturas reacias a “abrir” el Mercosur hacia la Alianza del Pacífico, y el gobierno bolivariano de Venezuela pasó, sin escalas, de ser un aliado regional a convertirse en el principal adversario.
El caso brasileño, por su parte, arroja como resultado un panorama que combina reestructuraciones y continuidades, por cuanto la llegada de un nuevo gobierno no implicó abandonar por completo determinados lineamientos trazados previamente; llegando incluso a profundizar medidas iniciadas durante la gestión de Dilma Rousseff. Ejemplos de ello son el acercamiento a Estados Unidos y la OCDE, las ofertas comerciales a la UE y los procesos de privatización y concesión de activos en el sector de energía, petróleo y gas.34 Es decir, puede afirmarse que Argentina experimentó cambios más pronunciados en su orientación externa, mientras que en Brasil hubo cambios, pero también hubo ajustes y continuidades.
Más allá de la intensidad en el viraje de las respectivas políticas exteriores, lo cierto es que tanto Macri como Temer atravesaron un juego de marchas, contramarchas y replanteamientos; ya no con las gestiones anteriores, sino respecto de sus propios lineamientos iniciales. Esto se constata al observar que la evaluación político-económica optimista que tuvieron esos gobiernos sobre el escenario internacional experimentó un ajuste después del Brexit y, especialmente, luego de la victoria de Donald Trump en las elecciones estadounidenses. En paralelo a la retórica inicial de desideologización de la política exterior y reacercamiento a aliados tradicionales, como Estados Unidos o la Unión Europea, los gobiernos Macri y Temer se vieron obligados a establecer modificaciones en su estrategia externa. Un ejemplo palpable de ello es el intento de fortalecer las alianzas con los países latinoamericanos luego de que Estados Unidos y algunos países europeos comenzaran a impugnar las agendas de liberalización del comercio, lo cual, entre otras cosas, puso en jaque iniciativas como el TPP y el acuerdo UE-Mercosur. De igual forma, esta renovada vocación por la cooperación regional no implicaría que dichas alianzas fueran reivindicadas como parte de un proyecto autonomista. Más bien, la construcción de “una Nueva América Latina” -basada en los países del Mercosur y la Alianza del Pacífico (excluida Venezuela)- seguiría siendo parte de una apuesta orientada a abrirse al mundo y conquistar mercados. Lo paradójico es que esta visión adquiriría distintos sentidos, según el contexto internacional. En un primer momento, adoptar un perfil aperturista aparecía como una forma de insertarse en un escenario global benevolente y receptivo a este tipo de políticas. La configuración de un entorno global más nacionalista, proteccionista y conflictivo, no obstante, dotó de cierta épica de resistencia a quienes enarbolaran las banderas de la globalización.
En segundo término, la crisis del llamado “orden liberal” trazado por las potencias occidentales empujó a los países de la región a implementar, o bien, a profundizar nuevas formas de asociación con socios no tradicionales, como China, India, Rusia y los países africanos (Patey 2017). Como señalaba un importante lobbista del agronegocio e influyente en la formulación de política exterior del gobierno Temer: “Quizás la única salida sea incrementar las relaciones bilaterales con países que un año atrás no estaban en nuestro radar" (Jank 2016). No por nada, Temer presentó en la cumbre de los BRICS de 2017 un plan de privatizaciones que incluye el traspaso de 57 bienes públicos -entre los que se encuentran terminales aeroportuarias y líneas eléctricas-, e invitó a que las empresas chinas desempeñaran un rol protagónico en dicho proceso (“Temer lleva su plan” 2017).35
El caso de China resulta paradigmático respecto de las tensiones que atraviesan los intentos de cambio en la política exterior de Argentina y Brasil. Durante los gobiernos kirchneristas y petistas, la relación con el país asiático fue creciendo a pasos agigantados hasta transformarse en el primer destino de las exportaciones brasileñas y el segundo destino en el caso de las argentinas (Simoes e Hidalgo 2017). Pese a las intenciones de los países sudamericanos, la dinámica del vínculo sería profundamente asimétrica, por cuanto Argentina y Brasil exportan commodities, mientras que China exporta productos manufacturados.
Finalmente, vale señalar que el aparente giro proteccionista y crítico de la globalización que proviene de las potencias occidentales -y que posicionó a Beijing como el más ferviente defensor del orden liberal- abre un camino de incertidumbre. En este contexto, Buenos Aires y Brasilia parecen incrementar su acercamiento al gigante asiático, pero al mismo tiempo no resignan la intención de mantener una relación privilegiada con Estados Unidos. Este particular escenario abre, indefectiblemente, nuevos interrogantes: ¿habrá un nuevo cambio en la política exterior de los dos grandes de América del Sur? Y, en el caso de que así sea, ¿cómo se configurará en el futuro la dualidad americanismo-globalismo en Brasil y dependencia-autonomía en Argentina?