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Colombia Internacional

Print version ISSN 0121-5612

colomb.int.  no.97 Bogotá Jan./Mar. 2019

https://doi.org/10.7440/colombiaint97.2019.01 

Análisis

Comisionar la verdad y la memoria en la sociedad

Commissioning the Truth and Memory in Society

Comissionar a verdade e a memória na sociedade

Gabriel Ruiz Romero* 

Marije Hristova** 

* Es doctor en Antropología Social por la Universidad Autónoma de Madrid (España) y profesor de la Facultad de Ciencias Sociales y Humanas de la Universidad de Medellín (Colombia). Es líder del grupo de investigación en Conflicto y Paz de la Universidad de Medellín. Sus líneas de investigación son: Antropología de la Violencia, Conflicto y Paz, Memoria Histórica. Entre sus publicaciones más recientes se encuentran: “Hacer un desplazado: dimensiones institucionales y subjetivas del programa de atención a víctimas del conflicto armado en Colombia”. Revista de Antropología Social 27 (1): 23-48, 2018 (en coautoría con Daniel Castaño); “Tres veces en la plaza. Escenificación de una ceremonia estatal de perdón público por actos de violencia paramilitar en Colombia”. AIBR Revista de Antropología Iberoamericana 12 (1): 9-30, 2017; y La guerra escondida. Minas antipersonal y remanentes explosivos en Colombia. Bogotá: Centro Nacional de Memoria Histórica (correlator e investigador), 2017. gruiz@udem.edu.co

** Es doctora en Historia por la Universidad de Maastricht (Holanda) y hace parte del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (España). Es investigadora postdoctoral en el proyecto europeo “Unsettling Remembering and Social Cohesion in Transnational Europe - UNREST”. También es miembro del proyecto “I+D+i Subtierro: Exhumaciones de fosas comunes y derechos humanos en perspectiva histórica, transnacional y comparada” e investigadora postdoctoral WIRL-COFUND/MSCA. Sus líneas de investigación son: memoria transnacional, necropolítica, exhumaciones, políticas de memoria, performatividad, memoria de la Guerra Civil española, políticas de la memoria en la Polonia actual. Entre sus publicaciones más recientes se encuentran: “No nos vamos, nos echan: identidad, memoria y el nuevo ‘exilio económico’”. En Españoles en Europa: Identidad y exilio desde la Edad Moderna hasta nuestros días. Foro Hispánico. Vol. 59, editado por Pablo Valdivia y Yolanda Rodríguez Pérez. Leiden: Rodopi/Brill, 2018; “Escenas de memoria: recordar la Guerra Civil española a través de las guerras de la antigua Yugoslavia”. En Memorias de guerra, proyectos de paz: Violencias y conflictos entre pasado, presente y futuro, editado por Fundación Museo de la Paz de Guernica y Centro de Documentación sobre el bombardeo de Guernica, 49-59. Gernika-Lumoko Historia Bilduma, XIV, 2018; y Reimagining Spain: Transnational Entanglements and Remembrance of the Spanish Civil War since 1989. Maastricht: Universitaire Pers Maastricht, 2016. marije.hristova@gmail.com


Resumen:

Objetivo/contexto:

El artículo analiza la función política que asume una comisión de la verdad en cuanto organismo situado en el centro de las distintas disputas por la memoria que tienen lugar en las sociedades que están confrontando un pasado violento. El texto plantea que no es la construcción de la verdad la principal función de una comisión de la verdad, sino la promoción y el fortalecimiento de un nuevo régimen de verdad que se oponga al que ha sido construido mediante el ejercicio violento. Analizando el caso colombiano, el artículo examina de forma crítica el concepto reconciliación que subyace en el trabajo de una comisión de este tipo, en cuanto mecanismo de justicia transicional. Se propone que la comisión de la verdad debe evitar la promoción de una reconciliación nacional, entendida esta como un pacto para encerrar el pasado violento en un muro infranqueable que no obligue a asumir responsabilidades y consecuencias en el presente. En su lugar, al artículo plantea que una comisión de la verdad debe promover una reconciliación de la sociedad, esto es, un proceso que busque conservar ciertos vasos comunicantes con el pasado violento, en tanto atiende las causas que propiciaron la emergencia y naturalización de esa violencia.

Metodología:

La investigación fue guiada por la premisa gadameriana de cuestionar las propias certezas. A partir de la experiencia en investigación en el área de memoria, de la propia experiencia de los investigadores en la elaboración de informes oficiales de memoria histórica, lo que subyace en el artículo es un trabajo hermenéutico de indagación general sobre la función de la labor de la memoria en periodos de transición y, en particular, sobre los retos de una comisión de la verdad.

Conclusiones:

El artículo concluye que la labor central de una comisión de la verdad no es tanto la recuperación de memorias puntuales (esto sucedió de esta forma), sino la construcción de un marco social de legitimización de la memoria del sufrimiento. Esto implica un esfuerzo por incorporar ese sufrimiento a la representación general de la sociedad, a sus necesidades y a sus valores. En este sentido, aunque enunciada como un instrumento para la búsqueda de la verdad, la real utilidad social y política de una comisión de la verdad puede radicar en su capacidad de construir un nuevo régimen de verdad que abra un espacio presente para comprender las tramas vigentes de la violencia y reconocer a sus agentes actuales. El artículo también concluye, para el caso colombiano, que la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición debe funcionar como habilitación de una esfera pública narrativa. En este orden, debe procurar la creación de marcos de sentido donde puedan desplegarse narrativas contrahegemónicas que pueden, incluso, llegar a ser molestas en términos sociales. Se trata de abrir la posibilidad de que distintos agentes sociales, que han estado situados tradicionalmente en los márgenes del Estado, puedan instalarse en una posición desde la cual confrontar dialógicamente al propio Estado y a los grupos que han buscado imponer su relato mediante el dominio armado o mediante el control de la esfera pública.

Originalidad:

El boom de los estudios de memoria en la segunda mitad del siglo XX ha ocasionado que estos hayan sido emprendidos desde un sinnúmero de disciplinas y perspectivas dentro de las Ciencias Sociales. El nuestro es un acercamiento hermenéutico que no trata de dar cuenta del contenido de la memoria o del carácter de la verdad que se produce en el trabajo institucionalizado de la memoria, sino que sitúa su análisis en las posibilidades del desarrollo de un espacio de resonancia narrativa en el cual sea posible la emergencia de un régimen de verdad alternativo.

Palabras clave: Colombia; Memoria; Comisiones de la verdad; Régimen de Verdad; Reconciliación

Abstract:

Objective/context:

This article analyses the political function assumed by a truth commission, as an entity situated at the center of disputes regarding memory typical of societies dealing with a violent past. The text proposes that rather than the construction of the truth, the main function of a truth commission is the promotion and consolidation of a new regime of truth that opposes that which has been constructed through a violent past. Analyzing the Colombian case, the article critically examines the concept of reconciliation, which underlies the work of a commission of this type, as a mechanism of transitional justice. We propose that the truth commission avoids the promotion of a national reconciliation, understood as a pact to hide the violent past behind an insurmountable wall that steers us away from assuming responsibility and consequences in the present. Instead, the article sets out that the truth commission must promote reconciliation within society; that is, a process that seeks to preserve certain communicating vessels with a violent past, in that it addresses the causes that propitiated the emergence and naturalization of this violence.

Methodology:

The study was guided by the Gadamerian premise of questioning one's own certainties. Based on experience in research in the area of memory, and on the researchers own experience in the production of official historic memory reports, what underlies this article is a hermeneutic work of general enquiry into the functions of memory in transition periods, and, in particular, into the challenges faced by a truth commission.

Conclusions:

The article concludes that the central task of a truth commission is not so much the recovery of specific memories (this happened in this way), but rather the construction of the social framework for the legitimation of the memory of suffering. This requires an effort to incorporate the suffering in society's general representation, its needs, and its values. In this sense, although described as an instrument for seeking the truth, the real social and political purpose of the truth commission may be its capacity to build a new regime of truth that opens a present space through which to understand the current patterns of violence and recognize its current agents. The article also concludes, about the Colombian case, that the Commission for the Clarification of the Truth, Coexistence, and Non-Repetition should function as an enabler of a narrative public sphere. In this order of ideas, it must create frameworks of meaning in which to unfold counter-hegemonic narratives that may even become bothersome in social terms. It is about opening up a possibility for different social agents traditionally situated at the margins of the State, to take a position from which to dialogically confront the State itself and the groups that have sought to impose their narrative through armed command or control of the public sphere.

Originality:

The boom of such studies on memory in the second half of the twentieth century has meant that the topic has been approached from many disciplines and perspectives within the social sciences. Ours is a hermeneutic approach that does not attempt to account for the contents of memory or the nature of the truth produced in the institutionalised work of memory; rather, it situates its analysis among the possibilities for the development of a space for the narrative resonance in which it is possible to produce an alternative regime of truth.

Keywords: Colombia; memory; Truth Commission; regime of truth; reconciliation

Resumo:

Objetivo/contexto:

este artigo analisa a função política assumida por uma comissão da verdade como um organismo localizado no centro das diferentes disputas de memória que ocorrem em sociedades que enfrentam um passado violento. O texto propõe que a principal função de uma comissão da verdade não é a construção da verdade, mas a promoção e fortalecimento de um novo regime de verdade que se oponha ao que foi construído através do exercício da violência.

Analisando o caso colombiano, o artigo examina criticamente o conceito de reconciliação que está por trás do trabalho de uma comissão desse tipo, como mecanismo de justiça transicional. Propõe-se que a comissão da verdade evita a promoção de uma reconciliação nacional, que é entendida como um pacto para encerrar o passado violento em um muro intransponível que não torne obrigatório assumir responsabilidades e consequências no presente. Em vez disso, o artigo argumenta que uma comissão da verdade deve promover uma reconciliação da sociedade, ou seja, um processo que buque preservar certos canais comunicativos com o passado violento, ao mesmo tempo em que aborda as causas que propiciaram o surgimento e naturalização dessa violência.

Metodologia:

a pesquisa foi guiada pela premissa gadameriana de questionar as próprias certezas. A partir da experiência em pesquisa na área da memória, da própria experiência de pesquisadores na elaboração de relatórios oficiais de memória histórica, o que embasa o artigo é um trabalho hermenêutico de indagação geral sobre a função do trabalho da memória em períodos de transição e, em particular, sobre os desafios de uma comissão da verdade.

Conclusões:

o artigo conclui que o trabalho central de uma comissão da verdade não é tanto a recuperação de memórias específicas (isso aconteceu desse jeito), mas a construção de um quadro social de legitimação da memória do sofrimento. Isso implica um esforço para incorporar esse sofrimento na representação geral da sociedade, nas suas necessidades e nos seus valores. Nesse sentido, embora enunciada como um instrumento para a busca da verdade, a real utilidade social e política de uma comissão da verdade pode estar em sua capacidade de construir um novo regime de verdade que abra um espaço atual para entender os padrões vigentes de violência e reconhecer seus agentes atuais. O artigo conclui também, para o caso colombiano, que a Comissão para o Esclarecimento da Verdade, da Convivência e da Não Repetição deve funcionar como competência de uma esfera pública narrativa. Sendo assim, deve-se buscar a criação de quadros de significado que possam desenvolver narrativas contra-hegemônicas que possam, inclusive, se tornar incômodos em termos sociais. Trata-se de abrir a possibilidade de que diferentes agentes sociais, tradicionalmente localizados à margem do Estado, possam se posicionar para enfrentar, através do discurso, o próprio Estado e os grupos que buscaram impor seu relato a partir do domínio armado ou controle da esfera pública.

Originalidade:

o boom dos estudos da memória na segunda metade do século XX fez com que eles fossem realizados a partir de uma série de disciplinas e perspectivas dentro das Ciências Sociais. O nosso é uma abordagem hermenêutica que não procura explicar o conteúdo da memória ou do caráter da verdade que é produzida no trabalho institucionalizado da memória, mas situa a sua análise nas possibilidades de desenvolvimento de um espaço de ressonância narrativa no qual seja possível o surgimento de um regime de verdade alternativo.

Palavras-chave: Colômbia; Memória; Comissões da verdade; Regime de Verdade; Reconciliação

Introducción: Comisiones de la verdad y disputas sobre la memoria

“Después de cada guerra, alguien tiene que limpiar. No se van a ordenar solas las cosas, digo yo”. Wislawa Szymborska, Fin y principio

La verdad y la justicia están íntimamente relacionadas. La memoria, por su parte, tiene una relación mucho más compleja con la verdad. Es en esa relación donde se inserta la labor de las comisiones de la verdad: las sociedades en transición se ven necesitadas de procesos que “limpien”, que “ordenen las cosas”, para decirlo con Szymborska, con el fin de contrarrestar las versiones revisionistas de los regímenes autoritarios o las tergiversaciones de sentido impuestas por la propia guerra. Más que establecer “hechos” acerca de crímenes específicos, como hacen los tribunales, las comisiones de la verdad ejercen una labor importante en la construcción de un nuevo relato sobre el pasado traumático, dando voz a los anteriormente represaliados y silenciados. Además, como apunta el politólogo Onur Bakiner, “a pesar de que las narraciones históricas de las comisiones no gozan del estatus de la historiografía profesional, su capacidad de dar forma a los procesos de disputa social sobre el significado del pasado sugiere que su función historiográfica debe tomarse en serio” (Bakiner 2016, 63).

Según describe Michel Foucault, cada sociedad tiene un “régimen de verdad”, constituido por los mecanismos que producen los discursos que cuentan como la verdad en tiempos y lugares específicos. La verdad, así entendida, son tipos de discursos que la sociedad alberga y hace funcionar como verdaderos. Estos discursos van acompañados de instancias que permiten distinguir entre la verdad y la mentira, procedimientos que valoran cómo obtener la verdad, personas e instituciones a cargo de decir lo que cuenta como verdadero y sanciones para quien falta a la verdad. La verdad es, así, “un sistema de procedimientos ordenados para la producción, la regulación, la distribución, la circulación y el funcionamiento de declaraciones” (Foucault 1976, 113-114).

Esta consideración de la verdad, entendida no como un valor absoluto y objetivo sino como un discurso que se construye y se sitúa en una sociedad específica, se relaciona, a su vez, con el concepto memoria colectiva. Este se origina en el pensamiento del sociólogo francés Maurice Halbwachs, quien en los años veinte y treinta del siglo XX demostró que la memoria está socialmente condicionada. Cincuenta años después, la memoria colectiva se desprendía ya como un campo de interés y de estudio particular, conectado al desarrollo de temas como los Derechos Humanos, la justicia transicional y las comisiones de la verdad mismas. Desde entonces, la memoria colectiva ha conocido un verdadero boom de interés académico, institucional y social. Los adjetivos que se han ido añadiendo a la palabra memoria son abundantes -memoria social, memoria cultural, memoria multidireccional, lugares de memoria, posmemoria, etcétera-, cada uno con la intención de aproximarse a detalles específicos de cómo se definen y, sobre todo, cómo funcionan los procesos de memoria en la sociedad.

La crítica literaria Astrid Erll nos propone una definición genérica de la memoria colectiva, incluidos “todos aquellos procesos de tipo orgánico, medial e institucional, cuyo significado responde al modo como lo pasado y lo presente se influyen recíprocamente en contextos socioculturales” (Erll 2012, 8). Con ello, incluye no solamente la relación intrínseca entre memoria individual y memoria colectiva, sino también la relación entre pasado y presente dentro de grupos sociales y culturales, a través de procesos mediales e institucionales (Erll 2012, 19). La memoria es, así, una negociación entre el legado del pasado y los deseos del presente para proyectar un futuro posible. Es, por tanto, un proceso dinámico, por cuanto promueve la apertura constante de la discusión sobre el pasado traumático. Tal discusión posee una importante dimensión política.

El trabajo de las comisiones de la verdad se instala, precisamente, en tal dimensión. Su labor, en un periodo de transición, consiste en confrontar el régimen de verdad dictatorial o la memoria unidireccional que ha buscado imponerse a través de la violencia armada. Es en este sentido que Bakiner subraya que estos organismos son profundamente políticos, en cuanto “sitios de impugnación de recursos materiales y simbólicos” (Bakiner 2016, 3). Por cuanto el orden simbólico social está determinado por el esquema general desde el que se interpreta y valora la realidad (Laclau 2006), las comisiones de la verdad son llamadas a objetar los marcos representacionales que han construido, mediante el ejercicio de la violencia, una noción particular de realidad social. George Orwell señala, en su novela clásica distópica sobre los regímenes totalitarios, que estos tienen especial interés en construir el pasado a la medida de sus intereses (Orwell 2018, 226). Arrebatar el pasado a esos regímenes de verdad impuestos de forma violenta es, entonces, la tarea política que lleva a cabo una comisión de la verdad.

Dice el sociólogo Jeffrey Olick (2008, 159) que “la memoria es un proceso y no una cosa, una facultad, más que un lugar. Memoria es algo que hacemos y no algo que tengamos”. En cuanto proceso múltiple es mejor hablar entonces de memorias -en plural- o de recordación (remembrance), para resaltar “las disputas sociales acerca de las memorias, su legitimidad social y su pretensión de ‘verdad’” (Jelin 2002, 17). Dentro de las sociedades siempre existen contramemorias en pugna por su representación y visibilidad en el espacio público. Cuando hablamos del trabajo de memoria, dentro de una comisión de la verdad, el tema central por la memoria en las sociedades contemporáneas son precisamente estas disputas.

Al respecto, el historiador Enzo Traverso (2007) propone pensar en los términos memorias “fuertes” y “débiles”. Como explica, “[hay] memorias oficiales alimentadas por instituciones, incluso Estados, y memorias subterráneas, escondidas o prohibidas. La ‘visibilidad’ y el reconocimiento de una memoria dependen, también, de la fuerza de quienes la portan” (Traverso 2007, 48). Añade que la fuerza y el reconocimiento siempre evolucionan y que el estatuto de la memoria se redefine permanentemente. La memoria es, por definición, selectiva y en sí misma produce silencios, invisibilizaciones, sombras, en nuestra mirada hacia el pasado. Se podría decir, en estos términos, que las comisiones de la verdad son una práctica que visibiliza y potencializa las memorias débiles y funciona como una plataforma para que las memorias escondidas y prohibidas sean escuchadas.

¿Pero qué pasa cuando diferentes memorias de violencia extrema se enfrentan en el espacio público? La memoria de un evento violento del pasado, que por alguna razón se impone socialmente en un momento dado, ¿necesariamente borra o eclipsa la de otros eventos violentos también pasados? Estas son las preguntas que guían el trabajo del crítico cultural Michael Rothberg (2015), quien propone, en un marco transnacional de luchas entre memorias aparentemente no vinculadas, el concepto “memoria multidireccional”. Este concepto se ofrece como alternativa a la aparente competición de memorias basada en la lógica de suma cero: la idea de que las ganancias de una parte implican necesariamente las pérdidas de la otra. Según Rothberg, hay otras modalidades en las que diferentes memorias pueden coexistir en el espacio público, más allá de esa lógica de suma cero. Para explicar esto, su propuesta sitúa las memorias competitivas en dos ejes alternativos: el eje comparativo, que va de la equivalencia a la diferenciación; y el eje de afectividad política, que dibuja una línea entre la solidaridad y la competencia (Moses y Rothberg 2014; Rothberg 2015). La combinación entre la solidaridad y la diferenciación sería el objetivo de una memoria democrática y abierta, y sería el lugar donde situar el trabajo de memoria de una comisión de la verdad.

Cabe apuntar, como señala Priscilla Hayner (2001), que la verdad recontada tras una comisión de este tipo no representa una verdad absoluta, sino una verdad global que espera ser aceptada por la mayoría de la sociedad. Las comisiones de la verdad son participantes privilegiados en las luchas de memoria y tienen cierta autoridad discursiva en los tres espacios narrativos alrededor de los cuales se sitúan esas disputas: la existencia del pasado, la naturaleza del pasado y la relevancia del pasado en el presente (DeGloma 2015). Para Onur Bakiner (2016, 63), “las comisiones negocian constantemente los límites entre las nociones legal-forense y narrativa-histórica de la verdad para validar su afirmación de la verdad (una narración autorizada del pasado) y la memoria (una narración compartida del pasado)”. Aquí pues la comisión se inserta en otra disputa, entre la historia positivista y la memoria subjetiva. Hay, por ejemplo, historiadores críticos (Hunt 2002 y 2004) que abogan por estudiar las comisiones de la verdad como “eventos históricos” y no como “fuentes históricas”, pues lo que se cuenta en el marco de la comisión no necesariamente iguala a un hecho histórico. No obstante, para Bakiner, la comisión de la verdad nos obliga a repensar la relación entre la historia como hecho y la memoria como mito. Para él, la fuerte postura moral, política y epistemológica a favor de la verdad y en contra de la negación y la relativización señala el entrelazamiento de la memoria y la historia.

Aunque estas tensiones entre lo que Bakiner denomina la verdad forense y la verdad histórica existen en todas las comisiones de la verdad, no hay un acercamiento unánime hacia el grado de explicación histórica con el que visten sus datos sobre la violación de los Derechos Humanos. Según Bakiner, los datos forenses, aunque difíciles de obtener, producen indignación en el público y hacen que sus conclusiones sean difíciles de refutar por los perpetradores, y así refuerzan la legitimidad política y moral de la comisión. La explicación histórica, que normalmente se considera más bien una opinión entre muchas, no tiene esa misma fuerza. Sin embargo, ella es importante, ya que les entrega a las víctimas una explicación en la esfera pública de por qué fueron victimizadas: “la elección de no contextualizar la violencia política reduce los datos forenses a un conjunto de verdades aisladas e incompletas, desprovistas de conexión y significado lógico” (Bakiner 2016, 66). La explicación histórica aporta entonces el contexto necesario para poder develar el sentido de la violencia ejercida durante el periodo traumático sobre el que se está haciendo memoria.

1. Los marcos de la memoria: el lenguaje de los Derechos Humanos

Es también a Halbwachs (1992) a quien debemos el concepto marcos sociales de la memoria. Su planteamiento es que las huellas individuales del pasado se enmarcan dentro de representaciones sociales de la realidad, y es sólo allí donde adquieren un sentido determinado, donde el recuerdo en realidad deviene memoria. En este sentido, las comisiones de la verdad funcionan como un marco de memoria, que no sólo potencializa memorias silenciadas, sino que también produce cierto tipo de discurso. La historia de las diferentes comisiones de la verdad alrededor del mundo señala que, aun dibujando un abanico muy versátil de lo que pueden ser tales comisiones, estas se enfocan particularmente en ofrecer un escenario para que las víctimas narren las violaciones de los Derechos Humanos que han tenido lugar en el pasado que está siendo puesto en cuestión.

El trabajo de las comisiones de la verdad se inserta, así, en un discurso transnacional que define un marco para la producción y la interpretación de este tipo de memorias. Este marco gira alrededor de unos conceptos centrales -verdad, justicia, memoria, reconciliación, reconocimiento, perdón- que, a pesar de su protagonismo continuo, son interpretados de maneras muy distintas (Bakiner 2016). No obstante, la introducción de conceptos relacionados con el discurso global de los Derechos Humanos configura los discursos de memoria de las comisiones, mientras que las comisiones también actualizan el propio vocabulario de los Derechos Humanos (Ferrándiz 2010). El protagonismo mismo de conceptos como memoria, verdad y reconciliación en la justicia transicional es un producto del trabajo de memoria de las comisiones de la verdad.

Según el literato Joseph Slaughter, el discurso de los Derechos Humanos está tan presente mundialmente, que es posible afirmar que vivimos en la “era de los Derechos Humanos” (Slaughter 2007). Las comisiones de la verdad son una plataforma que produce y hace circular esos discursos. Así, aunque se puede decir que la tarea de las comisiones de la verdad, en parte, es introducir un nuevo régimen de la verdad y potenciar una nueva memoria fuerte, también es cierto que ese nuevo régimen se inscribe en un marco de memoria global ya existente. Ese marco ha estado determinado por la hegemonía retórica, jurídica y política de los Derechos Humanos, la cual, sin embargo, no ha logrado detener el aumento constante de violaciones de los Derechos Humanos en el curso de los siglos XX y XXI.

Los sociólogos Daniel Levy y Natan Sznaider (2006a; 2006b; 2010) han elaborado la tesis sobre la globalización de la memoria del Holocausto más allá de los países directamente implicados en su historia. La memoria colectiva, según ellos, ya no se articula a través de las identidades nacionales, sino que hay identidades transnacionales o cosmopolitas que producen sus propios marcos narrativos. Uno de esos marcos narrativos y legales es el de los Derechos Humanos, a través del cual se vehicula la memoria colectiva. Esto representa un desafío para la soberanía nacional, en la medida en que la legitimidad del Estado viene determinada, hasta cierto punto, por el espacio que este abre y respeta para el trabajo de los Derechos Humanos con respecto a las violencias en el pasado. Esto explica, en parte, las tensiones que tienen lugar entre el discurso y los acuerdos trasnacionales alrededor del respeto por los Derechos Humanos y las prácticas concretas de diversos Estados nacionales, las cuales parecen contradecir tales acuerdos.

En este sentido, el paradigma global de los Derechos Humanos y la memoria cosmopolita produce reacciones contrarias. Cada vez más, las memorias patrióticas y nacionalistas se agitan en contra del régimen de verdad de la memoria cosmopolita, que se basa en el reconocimiento del sufrimiento de la víctima, bajo el paradigma de los Derechos Humanos. Esas memorias nacionalistas construyen, en cambio, una memoria antagonista en términos de exclusión y límites rígidos entre un “nosotros” y un “ellos”. Como señalan Anna Cento Bull y Hans Lauge Hansen (2015, 394), “en oposición directa a los procesos actuales de reflexión crítica sobre los conflictos y las injusticias del pasado, [los movimientos populistas nacionalistas y/o radicales derechistas] promueven recuerdos que esencializan (essentialize), en lugar de problematizar”. Es importante considerar que las comisiones de la verdad, como trabajo de memoria, se insertan en estos marcos ya existentes de vocabulario, expectativas y disputas globales.

En particular, el vocabulario de la justicia transicional y las comisiones de la verdad está intrínsecamente ligado con las teorías del trauma personal y colectivo. Con ello se espera que una comisión de la verdad sirva, en parte, para “curar” las “heridas abiertas” o las “heridas mal cerradas” de la sociedad. Como plataforma oficial que escucha a las víctimas traumatizadas, en la lógica de la justicia transicional, las comisiones de la verdad pueden, en efecto, ayudar a superar el trauma personal y colectivo tras el reconocimiento público del drama sufrido. Esto genera un marco narrativo que los historiadores Berber Bevernage y Lore Colaert han interpretado como una lógica temporal que sigue la secuencia trauma-terapia-cierre (Bevernage y Colaert 2014). Pero existe un riesgo con este lenguaje, pues produce una expectativa que no siempre se cumple. Como apunta Hayner (2001, 146-147), las comisiones de la verdad no ofrecen una terapia duradera, sino un solo momento de catarsis. Es por esto que la literatura psicológica duda de si en estos casos se puede hablar de terapia (Stein et al. 2008; Shaw 2005). No obstante, el lenguaje y la psicología del trauma han permeado el discurso de la justicia transicional, y con ello se han convertido en marcos sociales desde los cuales las víctimas también narran sus experiencias. Las víctimas, sí, pero también los victimarios.

2. Las zonas grises de la memoria

El discurso de la verdad sobre lo sucedido en una dictadura o en un largo conflicto armado puede emerger en la esfera pública a partir de la victoria de unos y la derrota de otros. En este caso, la verdad que puede esperarse es una a la que se le ha sustraído su complejidad, construida en tonos blancos y negros, con unos culpables de un lado y unas víctimas del otro, sin vasos comunicantes entre ellos. Se trata de una verdad que puede tener efectos sociales reconfortantes, pues facilita la labor de descargar en otros toda la responsabilidad de lo sucedido, criminalizar sus acciones, deslegitimar sus motivaciones y liberar de cualquier adeudo a otros actores. Pero se trata, también, de una verdad que produce nuevas injusticias, por cuanto, por su propio origen, deja por fuera a las víctimas que no convienen a la estructuración del relato de los vencedores.

La verdad que surge de una comisión de la verdad es, al contrario, una verdad negociada. Por cuanto dicha comisión es un dispositivo del engramado de justicia transicional, la verdad que ella produce, aunque no sea de carácter judicial, tiene una estrecha relación con la justicia. El sociólogo Hauke Brunkhorst (2007) afirma, en este sentido, que tanto la verdad histórica como la jurídica se precisan para poder hablar de justicia (así como de paz y de reconciliación). Pero la justicia de la que habla Brunkhorst es la que entraña una clara separación entre victimarios y víctimas; separación que, en su opinión, es preciso defender frente al intento de poderes políticos y sociales diversos por diluirla. Es labor de la verdad, en su planteamiento, mantener clara dicha distinción. Pero de esa forma se estaría nuevamente cerca de una verdad que se niega a la necesaria complejidad que le es propia. Por supuesto que el opresor es opresor, y la víctima, víctima; no hay lugar a intercambio (Levi 2014, 23) y, en este sentido, es ineludible “marcar los blancos y los negros” de la violencia (Orozco 2009, 101). Es esto precisamente lo que se establece a través de los necesarios mecanismos judiciales que conlleva un proceso de transición. Por ello, la verdad judicial produce un veredicto que fija una posición a los individuos que ella compele.

Pero el campo de las responsabilidades colectivas, que es el propio de una comisión de la verdad, es el de la revisión de las zonas grises, es decir, de las zonas amplias que producen los procesos más o menos horizontales de victimización, donde distintos actores y sectores han encarnado distintos roles, en diferentes momentos y en diversas circunstancias. Esto mismo lo reconoce el propio Primo Levi sólo unas pocas páginas después de haber expresado lo antes señalado: la complejidad del relato exige huir de las clasificaciones maniqueas (Levi 2014, 33). Es por ello que las zonas grises de espectadores, colaboradores y beneficiarios de la violencia plantean retos difíciles a las sociedades posconflicto. Su atención plena, no obstante, suele escapar al alcance de las comisiones de la verdad, aunque sólo dicha atención pueda “ser capaz de propiciar posturas despolarizantes y proclives a la relativización empática de la enemistad y, en último término, a la paz negociada” (Orozco 2009, 101).

Esto último es quizá más imperioso allí donde la violencia se ha distribuido de forma diferencial, concentrándose con fuerza en lo que las antropólogas Veena Das y Deborah Poole (2008) han llamado las “márgenes del Estado”. Nos referimos a los lugares donde la disfuncionalidad de la presencia institucional estatal y la normalización de un estado de emergencia como forma cotidiana de vida han hecho que muchos intercambios sociales habituales estén condicionados por la colonización de lógicas violentas. Al respecto, el Grupo de Memoria Histórica de Colombia (GMH 2009, 11) ha señalado que leer la relación entre actores armados y poblaciones locales sólo en clave de identificación, simpatía y lealtad es una simplificación interesada de las dinámicas propias de la guerra. Hay, en realidad, una oscilación que va del sometimiento violento a formas de convergencia que tienen sentido en el contexto concreto en el que se producen.

Pero es esto último lo que puede resultar ajeno e incomprensible a un intérprete distante (a los miembros de la sociedad a los que va dirigido, en última instancia, el trabajo de una comisión de la verdad), cuyos intercambios y decisiones cotidianos no están constreñidos por un contexto de violencia. De aquí entonces la necesidad de que el trabajo de la memoria asuma una “descripción densa” (Geertz 2003) que promueva el entendimiento sobre la forma en que la violencia ha constituido una dimensión de la vida en los lugares donde ella ha logrado instalarse de forma dominante. La tarea de exploración de las zonas grises es, por tanto, no sólo la indagación sobre la convergencia posible de las figuras de víctima y victimario, sino, en un sentido más amplio, la inspección de las áreas sociales donde la violencia se ha naturalizado y el análisis de la interacción entre estructura y agencia en la naturalización de la violencia.

En los términos expuestos por Walter Benjamin (1991), podemos entonces decir que el trabajo de la memoria que se precisa en la tarea de construcción de una verdad compleja debe estar centrado en la narración del pasado violento y no en el flujo de información sobre este. En la medida en que esta memoria debe presentar al grueso de la sociedad aquello que en principio le es más lejano (las tramas de sentido violento a las que nos acabamos de referir), en lugar de lo más próximo (una verdad simplificada y maniquea), el resultado es un producto social menos reconocible y, en consecuencia, menos plausible. La información reivindica su pronta verificabilidad (Benjamin 1991, 114), y por ello constituye el soporte de lo próximo. La memoria narrada, al contrario, exige tiempo y esfuerzo para procesarla y comprenderla, por cuanto ella busca dar cuenta de acciones que tuvieron lugar en marcos de interpretación y de relación, o en regímenes de verdad, que resultan distantes para quien escucha.

Como lo señalamos arriba, atender los marcos en los que se produce y se despliega la memoria es importante para poder atenderla en toda su complejidad. Lo relevante entonces no es el flujo de información nueva que pueda surgir en el escenario de una comisión de la verdad, por cuanto no se trata de “piezas sueltas que se puedan apilar o sumar” (Jelin 2002, 127); lo realmente importante es que pueda establecerse un marco social compartido que dote de sentido a la narración que surge del trabajo de una comisión de la verdad. O, dicho en los términos con los que iniciamos este texto, lo importante es construir un nuevo régimen de verdad compartido en el que las memorias largamente silenciadas puedan dotarse de fuerza o puedan, incluso, adquirir sentido.

Detengámonos en esto un poco. Elizabeth Jelin (2002), al hacer uso de la teoría de Halbwachs, emplea un poco de forma indistinta los conceptos marco de narración y marco de interpretación. Están unidos, sin duda, pero son más como dos caras de una misma moneda que componen lo que con Foucault hemos llamado régimen de verdad de la memoria. Por un lado, los marcos de narración los entendemos en el sentido de la posibilidad (e incluso la capacidad) que tenga la víctima -y el propio victimario- de dar cuenta, para narrarlo, de lo que ha sucedido. Por marco de interpretación, por otro lado, entendemos las representaciones sociales disponibles para insertar esas narraciones en una trama de sentido.

Cuando Walter Benjamin (1991) habla de esos que volvieron enmudecidos de la Gran Guerra, lo que dice es que volvían sin experiencias comunicables. Es decir, aquello que habían experimentado pertenecía al campo de lo inefable, por cuanto ello no tenía parangón con cualquier otra experiencia vivida y, por tanto, no poseían ejes narrativos desde los cuales asumir la tarea de hablar, con sentido, de ello. Aquí estamos, entonces, en el campo de los marcos narrativos. Pero añade Benjamin (1991, 112) que esos hombres que regresaban se encontraron “súbitamente a la intemperie, en un paisaje en el que nada había quedado incambiado a excepción de las nubes”. Volvían, así, a un mundo que ya no podían reconocer y del que su experiencia inmediata nada podía decirles. Se abría entre ellos y los que se quedaron -y que ahora reencontraban- una distancia determinada por marcos interpretativos disímiles de la realidad. Esos que volvían de las trincheras venían cargados con una experiencia que no cabía narrativamente dentro del régimen de verdad de la sociedad a la que regresaban.

Es aquí donde habitan la importancia y dificultad de la atención a las zonas grises, en el sentido amplio en el que lo estamos enunciando. Una comisión de la verdad requiere no sólo ser un escenario en el que puedan surgir unos marcos que posibiliten la narración, sino también propiciar la configuración de unos marcos de interpretación que doten de un sentido reconciliador (en el sentido social del término, el cual expondremos en el apartado final del texto) a esa narración. Para las víctimas que acuden a la comisión, lo importante es lograr que ellas puedan sentir que no deben “probar” la veracidad de su testimonio, sino que el acto narrativo mismo tiene el poder performativo de escenificar las “vidas pendientes” (Mate 2008, 25), es decir, vidas que no tienen por qué resignarse a pasar simplemente como vidas arruinadas. La memoria, en este sentido, no anula el sufrimiento ni lo revierte; su poder (aunque sea un débil poder, como pensaba Benjamin) actúa sólo en la medida en que la narración logre desplazar la perspectiva desde la cual se construye el régimen de verdad vigente.

Para la acción política se requiere un espacio de aparición, es decir, el espacio donde aparecemos ante los otros, y ellos, a su vez, aparecen ante nosotros de forma explícita (Arendt 2009, 221). Es a partir de esta aparición en dos direcciones que es posible la emergencia de lo que la filósofa estadounidense Judith Butler denomina “una alianza entre cuerpos” (Butler 2017). Precisamente, en el desarrollo de su teoría performativa de la asamblea, Butler plantea que el espacio de aparición es condición para que tenga lugar la acción política, pero que es también un objetivo de esta última crear ese espacio. El espacio de aparición es, así, de forma simultánea, condición de posibilidad y producto de la acción política. Es esto mismo lo que afirmamos para la memoria narrativa, entendida -desde nuestra perspectiva- como una forma de acción política: ella requiere la existencia de un marco de interpretación en el que pueda adquirir sentido, pero su poder performativo la hace también creadora o propiciadora de ese marco.

Y en la creación de ese marco, ¿tiene espacio también el victimario? ¿Cómo debe ser esta figura escuchada en el escenario de una comisión de la verdad? ¿Es su testimonio una huella legítima del pasado, a partir de la cual construir memoria? Si “dejar hablar al sufrimiento es la condición de toda verdad” (Adorno 1984, 27), ¿es también la del victimario una voz que pueda -y deba- dar cuenta de ese sufrimiento? ¿No es su relato, por su naturaleza, un intento per se de manipulación de la memoria? El sociólogo Lars Buur (2001) ha mostrado que uno de los objetivos del trabajo de la Comisión para la Verdad y la Reconciliación de Sudáfrica fue crear la figura de una otredad radical, responsable de la violencia del apartheid, perteneciente al pasado y desvinculada de la nación que se pretendía construir en el presente. Tuvo lugar, así, un esfuerzo discursivo por situar el testimonio de los victimarios por fuera del universo simbólico que se estaba constituyendo alrededor de la idea de la nación arcoíris. Desde esta perspectiva de análisis, el lugar central que tuvo el testimonio del victimario en la comisión sudafricana estuvo dirigido a lograr una imagen paradigmática del mal en cuanto pasado, haciendo un fuerte contraste con lo que la nación no era ya (Buur 2001, 156).

Pero la atención a las zonas grises exige otra perspectiva desde la cual incorporar el testimonio del victimario. Dice Primo Levi que incluso este debe ser, si ello es posible, comprendido (Levi 2014, 23). Se trata de una tarea que descansa en una aporía: comprender lo incomprensible. Así como Derrida (2003) habla de que un verdadero perdón es sólo aquel que perdona lo imperdonable, se trata aquí de incorporar la ruptura representada por el testimonio del victimario en una trama de sentido social que pretende construirse para desnaturalizar la violencia. Lo que se busca es entender que el fundamento narrativo de la memoria conlleva que esta sea producida, en el escenario de una comisión de la verdad, por “sujetos activos que comparten una cultura y un ethos” (Jelin 2002, 89). Comprender al victimario no significa la conformidad con sus justificaciones, sino entender que la sociedad actual es también fruto de esas acciones encarnadas en ese tipo de testimonio. Por cuanto la estructura social actual (tanto en su aspecto material como en el simbólico) es producto de la violencia reciente, es preciso intentar entender hasta qué punto, en cuanto sujetos sociales, hemos sido responsables de lo sucedido o nos hemos beneficiado (social, política, económicamente) de ello. Lo anterior implica buscar entender cuál es ese ethos que compartimos también con el victimario y qué parte de sus lógicas persiste en nuestros marcos interpretativos de la realidad.

Dice Agamben (2014) que en la res iudicata lo verdadero y lo justo son sustituidos por la sentencia, que vale como verdad. ¿Qué es, entonces, lo que vale como verdad en la memoria que se produce en un escenario de una comisión de la verdad? Lo que ocuparía aquí ese lugar sería el reconocimiento (por parte de distintos actores sociales y políticos) de que la violencia ha moldeado una forma particular de ver el mundo y que, en tal sentido, todos hemos sido interpelados por ella. Las estructuras desde las cuales una sociedad que ha vivido una fuerte dictadura o un largo conflicto armado ha estado permeada por las lógicas totalitarias y/o violentas. La tarea de construir una nación posconflicto o posdictadura no es entonces -o no es sólo- la tarea de silenciar las armas o acabar con los abusos a los Derechos Humanos, sino la de preguntarse cuál es el “valor hermenéutico” de la experiencia del sufrimiento de la víctima (Mate 2008), sí, pero también de la interpelación social que nos hace el testimonio del victimario.

3. Colombia: ¿Una comisión de la verdad para qué?

El 5 de diciembre de 2017, el presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, anunció formalmente el nombre de las personas que conforman la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición (CEV). Se empezaba a dar cumplimiento a uno de los componentes del acuerdo de paz alcanzado en 2016 entre el Gobierno colombiano y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). El sacerdote Francisco de Roux, jesuita y reconocido defensor de Derechos Humanos y promotor de diversas iniciativas de construcción de paz en el país, fue seleccionado como presidente de dicha Comisión.

Veinte días antes de la instalación de la CEV, en su último escrito como columnista del diario El Tiempo, el presidente de la Comisión señaló que esta protegerá la “verdad compleja” que emerja de su trabajo de memoria “aunque sea insoportable” (De Roux 2017). En declaraciones posteriores, frente al cuestionamiento de los posibles riesgos que puede conllevar el ejercicio de memoria en una sociedad que tiene abiertas aún muchas heridas producidas por el conflicto armado, Francisco de Roux añadió que “si la memoria es una fuente de odios, obviamente es dañina, pero si logra transformarse, asumiéndola en todo su peso, en todo su dolor y en todas sus preguntas, se la puede resignificar y convertirla en un relato de comprensión. Eso es lo que debe hacer una comisión de la verdad” (“Es imposible construir” 2018).

La primera tarea que tiene entonces la CEV, y que se trasluce en las declaraciones de su presidente, es abrir el espacio sociopolítico necesario para que pueda tener lugar un ejercicio de memoria histórica. Cerrada la mesa de diálogo entre un gobierno y un grupo armado, y alcanzado un acuerdo, queda abierto aún otro escenario de tensión -incluso de confrontación-, y es aquel que corresponde a la implementación de ese acuerdo. Tal espacio se construye, también, alrededor de la memoria en cuanto instrumento para darle algún sentido al pasado violento y lograr legitimar un discurso en el presente. En este escenario de tensión existen actores políticos y sociales dispuestos a emplear su poder para socavar el alcance y la fuerza del trabajo de la memoria que habría de realizar la CEV. Los mensajes del presidente de la Comisión buscan de alguna forma neutralizar las acciones discursivas de esos actores.

En efecto, la apropiación de la memoria por aquellos que están en posiciones de poder es lo primero que debe enfrentar un ejercicio como el que pretende adelantar una comisión de la verdad. Tal intento de usurpación se enmarca en lo que Paul Ricoeur (2013) ha denominado una “memoria instrumentalizada”, concebida tanto como abusos de memoria o como abusos de olvido. Dice el filósofo francés que el núcleo del problema es aquí “la movilización de la memoria al servicio de la búsqueda, del requerimiento, de la reivindicación de identidad” (Ricoeur 2013, 110). Aunque pueda parecer paradójico -pues podría pensarse que esto último es, precisamente, la tarea de una comisión de la verdad-, el riesgo de un abuso de la memoria en el trabajo que pueda realizar la CEV está en que dicho trabajo se ponga al servicio de la construcción de una identidad nacional posconflicto.

La labor de una comisión de la verdad tiene la capacidad de contribuir a la construcción discursiva de una nación posconflicto, por cuanto su relato constituye un “lenguaje de estatalidad” (Hansen y Stepputat 2001, 5) a través del cual los ciudadanos pueden (re)imaginar su nación. En términos simbólicos, el relato de una comisión de la verdad tiene la potencialidad de ofrecerse como fundante de un nuevo pacto social. El caso de Sudáfrica y la elaboración discursiva de la “nación arcoíris” es aquí paradigmático (Buur 2001; Norval 2001). En tal sentido, en consonancia con los planteamientos de Foucault que expusimos al inicio del texto, podemos decir que el relato de una comisión de la verdad tiene vocación de convertirse en régimen de verdad, por cuanto busca instalar una concepción del conflicto creíble y aceptable, que pretende ofrecerse como conveniente para el interés general. Pero es importante tener presente que la capacidad de determinar cuál es ese “interés general” pertenece a agentes sociales y políticos, quienes pueden estar interesados en transmitir la impresión de que el pasado conflictivo ha sido ya discutido y que se han hallado soluciones definitivas que remedian los problemas que aquel planteaba (Nytagodien y Neal 2004).

Los ejercicios de memoria no tienen lugar entonces en el vacío, en un espacio descontextualizado de dinámicas sociales y políticas más amplias. Se requiere una “hermenéutica de la condición histórica” (Ricoeur 2013) de la producción de la memoria para prestar atención a esos intentos de abuso político de la memoria; intentos que buscan pasar la página sin haberla leído antes, para emplear la expresión del relator de la ONU Louis Joinet (1997), a propósito de la justicia transicional. Si el trabajo de la CEV no debe ponerse al servicio de una construcción identitaria nacional es porque su vocación debe ser de apertura y no de cierre. Para seguir con Ricoeur, lo que debe evitarse es la conversión de una acción de rememoración del pasado (y búsqueda de sus sentidos diversos) en un acto de construcción de una narrativa única susceptible ya de ser conmemorada (Ricoeur 2013). No se trata de dar por cerrados los conflictos sociales y políticos que han dado lugar a la violencia armada, sino de comprender la manera en que esta ha llegado a naturalizarse como forma de resolución de aquellos; en pocas palabras, comprender cómo la violencia se ha instalado en las tramas de sentido social y poder vislumbrar así cómo apartarla de allí.

Lo anterior señala el riesgo de poner la reconciliación como objetivo final del trabajo de una comisión de la verdad. En la ruta trazada por Desmond Tutu al dirigir la comisión de la verdad sudafricana, el propio Francisco de Roux ha señalado que este es objetivo de la CEV. La comisión sudafricana es, en efecto, paradigmática en términos de reconciliación, pero también es deficitaria en términos de promoción de justicia (Orozco 2009, 149; ICTJ 2013). Es por esto que resulta importante, si se habla de reconciliación como objetivo de la comisión de la verdad, diferenciar entre reconciliación de la sociedad y reconciliación nacional, en los términos que lo hace Manuel Reyes Mate (2008, 58).

El último caso, el de la “reconciliación nacional”, hace referencia a un pacto de élites; un pacto para cerrar un ciclo, encerrarlo en el pasado sin necesidad de asumir responsabilidades y consecuencias en el presente, por cuanto la reconciliación se impone como ruptura con ese pasado, o, para decirlo en términos del filósofo Tzvetan Todorov (2013), como un “muro infranqueable” que se erige entre el mal y nosotros. Se trata de un pacto para “diluir las responsabilidades y anular el concepto de inocencia y, por tanto, la diferencia entre víctimas y verdugos” (Mate 2008, 57). Recuerda Agamben (2014, 23), en este sentido, que “la aceptación de una responsabilidad política o moral sin consecuencias jurídicas ha sido una característica permanente de la arrogancia de los poderosos”.1 De lo que se trata, cuando hablamos de reconciliación nacional, es de una reconciliación que el resto de la sociedad se ve obligada aceptar en forma de chantaje por ser ella la garante de la única paz posible, una “paz entre ellos [los responsables de la violencia]” (Gómez 2016), que, no obstante, la sociedad debe aceptar como propia.

Una reconciliación de la sociedad, en cambio, no es un acto sino un proceso. Se trata de una reconciliación que “forma parte de la justicia, más allá del derecho” (Mate 2008, 58), es decir, aunque no demanda el castigo punitivo de los responsables, sí pretende frenar la prolongación de la injusticia de la violencia (o mejor, de las violencias en sus distintas manifestaciones -no sólo la armada-), atendiendo las causas que propiciaron la emergencia y naturalización de esa violencia en cuanto técnica de ejercicio político o contestación a este. Es por ello que la demanda de memoria, en todo su peso, en todo su dolor y en todas sus preguntas, que conlleva un proceso de reconciliación de la sociedad exige saber quiénes han sido los beneficiarios de esa violencia y la forma en que estos han conservado su poder en el presente. Es este el punto de partida del largo proceso que constituye la reconciliación social. En este sentido, es preciso entender entonces, como lo ha expuesto Hannah Arendt (2007), que, aunque las cuestiones morales (que es donde pareciera instalarse el trabajo de la CEV) y legales no son las mismas, sí tienen cierta afinidad, por cuanto las dos suponen la capacidad de juzgar.

Es cierto que la verdad que pretenda construir una comisión de la verdad no puede ser la verdad jurídica, “muchas veces lejana de la realidad y construida técnicamente por jueces y abogados” (De Roux 2017). Pero tomarse en serio aquello de proteger una verdad insoportable requiere establecer un relato que pueda incluso oponerse al “veredicto de la Historia” (Arendt 2007). Manuel Reyes Mate (2011) ha señalado que lo opuesto a la memoria no es el olvido sino la injusticia. Combatir la prolongación de la injusticia pasada en el presente es por ello la tarea que tiene la memoria agenciada por una comisión de la verdad: “sin memoria, la injusticia deja de ser actual, y lo que es más grave, deja de ser” (Mate 2011, 27).

La afirmación de que la labor de una comisión de la verdad debe estar al servicio de una reconciliación de la sociedad, en lugar de una reconciliación nacional, puede entenderse mejor si la leemos a la luz de los dos empleos posibles que Todorov señala para la memoria. En su desarrollo teórico, este filósofo parte de constatar que una cosa es la recuperación del pasado, y otra, su utilización. En tal sentido, un acontecimiento recuperado por el trabajo de la memoria “puede ser leído de manera literal o de manera ejemplar” (Todorov 2013, 33. Cursivas en el original). En el primer caso se trata de un ejemplo de “sacralización de la memoria”, en la cual la experiencia del acontecimiento violento pasado se demuestra intransitivo, lo que desemboca en el “sometimiento del presente al pasado” pues no es posible obtener de ese pasado claves de interpretación que permitan comprender las violencias presentes (Todorov 2013, 35). El uso literal de la memoria está asociado, así, a la reconciliación nacional, por cuanto esta se detiene en la enumeración de la violencia pasada sin establecer nexos entre ella y las formas vigentes de violencia.

El empleo ejemplar de la memoria, por su parte, tiene un carácter transitivo: la comprensión del pasado traumático sirve para buscar discernir situaciones similares actuales. De esta forma “el pasado se convierte […] en principio de acción para el presente” (Todorov 2013, 34). De hecho, y con Benjamin como fundamento, es posible afirmar que para una memoria ejemplar, “son los peligros del presente los que convocan a la memoria, en tanto una forma de traer al pasado como relámpago, como iluminación fugaz al instante del peligro actual” (Calveiro 2006, 378). Esto es relevante, en particular para un país como Colombia, donde se adelantan procesos de justicia transicional sin verdadera transición (Uprimny et al. 2006), es decir, donde aún persisten viejas y nuevas formas de violencia política generalizada. Ello significa que un ejercicio de memoria realizado por una comisión de la verdad, en cuanto ejemplar, debe centrar sus esfuerzos en combatir formas presentes y activas de violencia y estructuras presentes de poder que deban este a esa violencia ejercida en el pasado violento que se está poniendo en cuestión.

Es así que una verdad “compleja” tiene que ser, necesariamente, “dolorosa”, pero no porque exista un “dolor general” pasado que hay que (re)conocer. Una declaración de vergüenza tal es útil, en efecto, para construir una nación postconflicto que, en cuanto comunidad arrepentida, puede recuperar su orgullo nacional: “[…] el reconocimiento de lo que es vergonzoso en el pasado -lo que ha fallado en el ideal nacional- es lo que permitiría a la nación idealizarse e incluso celebrarse en el presente” (Ahmed 2015, 113). Pero esta celebración del presente a partir del reconocimiento de errores pasados es problemática, por cuanto cierra el espacio social y político para que emerja la actualidad de las injusticias producidas por la violencia y para que pueda endilgar algún tipo de responsabilidad por la situación de las víctimas en el presente.

4. Construir un espacio de resonancia narrativa: a manera de conclusión

En términos de Halbwachs (1992), lo que quizá sea la labor central de una comisión de la verdad no es tanto la recuperación de memorias puntuales (esto sucedió), sino la construcción de un marco social de legitimización de la memoria del sufrimiento. Elizabeth Jelin ha explicado que, en la construcción teórica de Halbwachs, los marcos sociales “son portadores de la representación general de la sociedad, de sus necesidades y valores” (Jelin 2002, 20). En este sentido, aunque enunciada como un instrumento para la búsqueda de la verdad, la real utilidad social y política de una comisión de la verdad puede radicar en su capacidad de construir un nuevo régimen de verdad que abra un espacio presente para comprender las tramas vigentes de la violencia y reconocer a sus agentes actuales. También, para reconocer como propio el sufrimiento vigente de los que aún soportan los efectos presentes de esa violencia. “Uno no recuerda solo”, dice Ricoeur (1998), y es a ello a lo que nos referimos con esta tarea de una comisión de la verdad: crear un marco en el que sea posible -incluso necesario- pensar en común lo que nos ha pasado como sociedad.

No es sólo entonces que quienes han sufrido la guerra precisen encontrar a otros dispuestos a escucharlos, sino que requieren la construcción de un espacio de resonancia, un espacio propicio para una interpretación y una apropiación sociales de su sufrimiento. Los terceros concernidos, como llama Iván Orozco (2009) a quienes no han sido afectados de forma directa por la violencia armada o totalitaria, pero que deben preocuparse por lo ocurrido a sus pares sociales, no sólo deben escuchar sino propiciar un marco social de reinterpretación del pasado violento. Es esto lo que Jelin, siguiendo a Bourdieu, denomina “construcción del reconocimiento legítimo” (Jelin 2002, 35). Una comisión de la verdad no debería buscar crear una narrativa “oficial” o “institucional” del conflicto armado o de la dictadura, sino un marco de interpretación que cuestione la propia noción de narrativa oficial (pues ella siempre será agenciada por los poderes establecidos), y en su lugar plantee una apertura legitimadora de otro flujo de narraciones, esas que, en los términos con los que comenzamos este artículo, denominamos con Traverso “memorias débiles”. Se trata de narraciones subalternas que buscan entrar en relación dialéctica con las imperantes narrativas colectivas de sentido.

Más que la construcción de una verdad puntual, el trabajo de una comisión de la verdad debe apuntar a reemplazar el régimen de verdad existente, es decir, al desmantelamiento de las pretensiones de verdad de las narraciones que han circulado y se han posicionado gracias a la propia violencia. Más que reemplazar la memoria “fuerte” de Traverso, el trabajo consiste en deslegitimarla. Para evitar entrar en la lógica de suma cero, que Rothberg intenta esquivar con la propuesta de la memoria multidireccional, la comisión de la verdad podría promover una combinación entre la solidaridad y la diferenciación como base de un trabajo de memoria democrática y abierta. Así, el trabajo de la memoria en las comisiones de la verdad puede llegar a ser uno de sus pilares fundamentales en el proceso de construcción de una sociedad más incluyente. Con ello quisiéramos recordar también que la memoria es esencialmente un proceso continuo y no “algo” que se puede conseguir. Una comisión de la verdad, entonces, en lugar de construir una narrativa, debe propender a construir las bases para el trabajo continuo de la memoria.

Por último, para el caso colombiano, si la CEV busca funcionar como apertura narrativa, como habilitación de una esfera pública narrativa, debe procurar la creación de marcos de sentido donde puedan desplegarse narrativas contrahegemónicas que deben, incluso, ser molestas en términos sociales. Se trata de abrir la posibilidad de que distintos agentes sociales, que han estado situados tradicionalmente en los márgenes del Estado, puedan instalarse en una posición desde la cual confrontar dialógicamente al propio Estado y a los grupos que han buscado imponer su relato mediante el dominio armado o mediante el control de la esfera pública. El reclamo de justicia que se puede vehicular a través de una comisión de la verdad no es, por tanto, el señalamiento de unos culpables sino el cuestionamiento de las verdades de los responsables y beneficiarios de la violencia.

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Recibido: 22 de Agosto de 2018; Aprobado: 03 de Septiembre de 2018

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