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Colombia Internacional

Print version ISSN 0121-5612

colomb.int.  no.111 Bogotá Jul./Sept. 2022  Epub July 25, 2022

https://doi.org/10.7440/colombiaint111.2022.01 

Tema libre

50 (y más) años de resistencia indígena desde el Cauca, Colombia. De la lucha por la tierra hacia la construcción de otro mundo*

Fifty (and More) Years of Indigenous Resistance in Colombia.From Struggle for Land to the Construction of Another World

50 - e mais - anos de resistência indígena na Colômbia. Da luta pela terra à construção de outro mundo

Virginie Laurent** 

**Es doctora en Sociología de la Universidad Sorbonne Nouvelle de París. Profesora asociada del Departamento de Ciencia Política y Estudios Globales de la Universidad de los Andes (Colombia). Sus investigaciones se centran en la articulación entre identidad(es), movimientos sociales y representación política, en especial a partir de la experiencia de los pueblos indígenas en Colombia y Latinoamérica. Paralelamente, se interesa en las dinámicas de resistencia y expresiones de la política “desde la calle” en Colombia, Francia y Estados Unidos. Entre sus publicaciones más recientes pueden mencionarse: “Dinámicas políticas indígenas en contexto de transición en Colombia. Apuestas y resistencias alrededor de las elecciones de 2018-2019”. Estudios Políticos 63 (2022), https://doi.org/10.17533/udea.espo.n63a07, y “Constitución de 1991 y multiculturalismo a prueba de la experiencia: entre la institucionalización y la resistencia, los pueblos indígenas ‘llegaron para quedarse’”. Análisis Político 34 (101): 23-46 (2021), https://doi.org/10.15446/anpol.v34n101.96557 vlaurent@uniandes.edu.co


RESUMEN

Objetivo/contexto:

El año 2021 marca el quincuagésimo aniversario del Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC), primera organización en constituirse en Colombia para reivindicar los derechos territoriales e identitarios de los pueblos indígenas. Desde una perspectiva histórica y después de proponer un acercamiento al concepto de resistencia, se expone la forma como esta se ha expresado desde entonces a través del movimiento indígena.

Metodología:

Las informaciones y reflexiones presentadas se fundan en un corpus de fuentes bibliográficas y documentales, así como en un seguimiento de las movilizaciones políticas de los pueblos indígenas in situ, en medios de comunicaciones, redes sociales digitales, actas oficiales y comunicados varios.

Conclusiones:

El análisis pone al descubierto la persistencia de la resistencia indígena, pero también una ampliación del proyecto que la acompaña, desde la lucha por la tierra y el territorio hasta esfuerzos igualmente realizados, al lado de otros actores y organizaciones sociales, por un “mejor mundo”.

Originalidad:

La originalidad del artículo se relaciona con el hecho de que las dimensiones políticas de la resistencia de los pueblos indígenas son poco conocidas. Además, resulta novedoso destacar en su estudio el entrecruce de dinámicas (sub)nacionales y globales, en las que convergen demandas propias de los pueblos indígenas, y cuestiones relacionadas con la sociedad colombiana en su conjunto y/o con el mundo.

PALABRAS CLAVE: Colombia; pueblos indígenas; resistencia a la opresión; derechos civiles y territoriales; protección de la naturaleza; globalización.

ABSTRACT

Objective/Context:

The year 2021 marked the 50th anniversary of the Regional Indigenous Council of Cauca (CRIC), the first organization established in Colombia to fight for territorial and identity rights of Indigenous Peoples. From a historical perspective and proposing an approach related to the concept of resistance, this paper focuses on how this latter has been expressed through this indigenous movement since its inception.

Methodology:

The information and reflections presented here are based on a corpus of bibliographical and documentary sources, as well as on a follow-up of the political mobilizations of indigenous peoples in situ, in the media, digital social networks, official minutes, and other statements.

Conclusions:

The analysis reveals the persistence of indigenous resistance and an expansion of the project that accompanies it, from a struggle for land and territory to efforts carried out along with other actors and social organizations to create a “better world.”

Originality:

The originality of the article consists of an analysis of the political dimensions of the resistance of Indigenous Peoples, which are still little known. In addition, it offers a novel approach to stress the intersection of (sub)national and global dynamics in which the demands of Indigenous Peoples and issues related to Colombia’s society and the whole world converge.

Keywords: Colombia; indigenous peoples; resistance to oppression; civil and land rights; nature conservation; globalization.

RESUMO

Objetivo/contexto:

O ano de 2021 marca o quinquagésimo aniversário do Conselho Indígena Regional do Cauca (CRIC), a primeira organização a ser estabelecida na Colômbia para reivindicar os direitos territoriais e identitários dos povos indígenas. De uma perspectiva histórica e após propor uma abordagem ao conceito de resistência, apresenta-se a forma como se expressou desde então por meio do movimento indígena.

Metodologia:

As informações e reflexões apresentadas baseiam-se em um corpus de fontes bibliográficas e documentais, bem como no acompanhamento das mobilizações políticas dos povos indígenas in situ, na mídia, nas redes sociais digitais, nas atas oficiais e nos depoimentos diversos.

Conclusões:

A análise revela a persistência da resistência indígena e uma ampliação do projeto que a acompanha, desde a luta pela terra e pelo território aos esforços também realizados, ao lado de outros atores e organizações sociais, por um “mundo melhor”.

Originalidade:

A originalidade do artigo está relacionada ao fato de que as dimensões políticas da resistência dos povos indígenas permanecem pouco conhecidas. Além disso, é novidade destacar em seu estudo a intersecção das dinâmicas (sub)nacionais e globais, nas quais convergem as demandas dos povos indígenas e assuntos relacionados com a sociedade da Colômbia e do mundo como um todo.

PALAVRAS-CHAVE: Colômbia; povos indígenas; resistência à opressão; direitos civis e territoriais; proteção da natureza; globalização.

Introducción

En el año 2021 se cumple el aniversario de tres procesos significativos para los destinos de los pueblos indígenas1 en Colombia. Corresponde a la celebración de los “50 años” de la primera organización regional destinada a representarlos ante el Estado y la sociedad. Veinte años después, en julio de 1991, se aprobó una nueva Constitución que, desde entonces, ha transformado la definición de la nación colombiana, en nombre del respeto -oficial- de su diversidad étnica y cultural. Al cabo de tres décadas, semejante giro hacia el multiculturalismo2 ha pasado por la prueba de la experiencia: ha permitido un nuevo estatus para los pueblos indígenas, no sin demostrar también límites, retrocesos o falencias. Finalmente, han pasado cinco años desde la firma del acuerdo de paz entre el Gobierno de Juan Manuel Santos y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia - Ejército del Pueblo (FARC-EP). Ratificado en noviembre de 2016, el acuerdo del Teatro Colón prevé la participación de los pueblos indígenas en la construcción de la paz. Al respecto, incluye un “capítulo étnico”, así como una serie de disposiciones basadas en su “trato diferencial”.

La coincidencia de las fechas recordatorias de dichos episodios revela la perdurabilidad de la resistencia indígena en el contexto colombiano e invita a interesarse en esta de manera detenida, para captar sus múltiples dimensiones y la forma como se relaciona con retos socioculturales, económicos y políticos. ¿Frente a qué amenazas se erige? ¿En qué medida permanece y/o cambia en el tiempo? ¿Cuáles son sus reivindicaciones y repertorios de acción, las eventuales alianzas que motiva y las escalas territoriales desde las cuales se formula? Estas preguntas se abordan en las siguientes páginas. La primera parte vuelve sobre el carácter plural de la referencia a la resistencia -indígena-, tanto desde la multiplicidad de sus significados e implicaciones, a partir de acercamientos teórico-conceptuales, como a través de sus reflejos en contextos latinoamericanos y demandas compartidas con otros actores sociales. La segunda parte hace énfasis en cómo la tierra y, por extensión, el territorio han constituido elementos centrales de dichas luchas, desde una perspectiva histórica y hasta la actualidad, con su ubicación en marcos jurídicos que validan el respeto de la diversidad y prácticas que, por el contrario, lo ponen en entredicho. La tercera parte se enfoca en nuevas expresiones de la resistencia indígena, expresada en las últimas décadas alrededor de la protección del medio ambiente y de su participación en una acción de amplitud nacional -e, incluso, global-. El artículo subraya esta trayectoria que se percibe, desde la resistencia indígena, de la “lucha por la tierra”, hasta esfuerzos para la construcción de “otro mundo”.

Las informaciones y análisis presentados al respecto son fruto de investigaciones llevadas a cabo desde hace varios años en Colombia sobre las movilizaciones políticas de los pueblos indígenas.3 Se fundan en su dimensión histórica, a partir de un corpus de fuentes bibliográficas y documentales, así como en un seguimiento de las negociaciones entre sus organizaciones y los representantes gubernamentales -in situ, en medios de comunicación en redes sociales digitales, en actas oficiales y en comunicados varios-.

Resistir -en plural-: una apuesta de largo aliento

Pensar la resistencia, entre definiciones y declinaciones

Como lo menciona Oscar Mejía (2003, 76), son múltiples y difíciles de diferenciar entre sí las formas de resistencia identificadas en ejercicios que apuntan a establecer su tipología. Entre estas, están estrechamente ligadas las categorías de resistencia ciudadana y resistencia civil. A la vez, se relacionan frecuentemente con el derecho constitucionalmente reconocido a disentir y protestar. Están además vinculadas con las nociones de disidencia y desobediencia, que pueden practicarse, en grados variables de moderación o extremismo, de forma violenta o por la vía pacífica. Sobre este mismo tema, anota Julio Quiñones (2008, 152) que,

[e]n el marco del conflicto político, la noción de resistencia alude al ejercicio de una acción de oposición, es decir, a un negarse a ceder ante las expresiones de la dominación, al margen de las características que estas últimas tengan. En tal sentido, toda resistencia implica un componente de desobediencia.

Al respecto, el mismo autor subraya dos dimensiones importantes de la resistencia civil. Como acción política, va a la par con la ejecución de estrategias que, por un lado, se caracterizan por ser no violentas; por el otro, apuntan a ganar el respaldo de la opinión pública, con el fin de que se reduzca la obediencia respecto del poder detentado por el adversario. Agrega que, partiendo de dichos postulados y siendo frecuentemente desplegada por los movimientos sociales,

[l]a resistencia civil […] involucra, de una u otra forma, una coerción no violenta respecto del adversario político, para forzarlo a negociar […] Pero, al mismo tiempo, la resistencia civil también implica un ejercicio de la persuasión respecto de los terceros no involucrados directamente en el conflicto, los cuales, en caso de ser seducidos, entrarán a formar parte de la estrategia coercitiva que es dirigida hacia el actor con el cual se ha trabado el conflicto. (Quiñones 2008, 169)

En paralelo, Georges Balandier (1981) señala contextos propicios a dinámicas de resistencia en su trabajo sobre las sociedades coloniales. Se refiere a estas últimas como sociedades globales que no logran una integración exitosa de los elementos que las componen dentro del marco de la nación. Con la colonia, dos grupos sociales racial y culturalmente diferenciados mantienen relaciones fundadas en una lógica de dominación-subordinación. En esta, la dominación colonial se expresa a través del poder material, político-administrativo e ideológico que las potencias colonizadoras buscan imponer sobre las poblaciones colonizadas. No obstante, la preservación de la estructura colonial no está asegurada sin cuestionamientos. Por el contrario, las desigualdades propias que implica motivan rechazo y oposición, hasta dar lugar al surgimiento de organizaciones encaminadas a estimular proyectos de liberación.

Si bien las realidades descritas por Balandier corresponden a un tipo de colonialismo traído desde afuera y en este sentido “externo”, recuerdan aquellas que en las Américas se han conocido como colonialismo interno: este, tras la Colonia propiamente dicha e incluso dentro de unas estructuras republicanas, se difunde en una misma nación -en este caso, a partir del control de las élites blanco-mestizas sobre las poblaciones indígenas y afrodescendientes (Bonfil 1977; Favre 1984; Jaccoud 1992; Laurent 2016; Le Bot 1982)-. Así como ocurre en la situación colonial, se enfrentan entonces dos sectores en una relación dialéctica: el que es “portador de una civilización con una tecnología más avanzada se impone sobre el otro en todos los órdenes y justifica y analiza esta dominación en nombre de una superioridad racial, étnica, cultural políticamente afirmada” (Bonfil 1977, 29). Llevada a su paroxismo, semejante configuración ha podido conducir a los Estados a fomentar la diferencia más allá de todo discurso de integración, con el fin de “perpetuar el orden colonial que, para poder reproducirse, necesita la reproducción del indígena” (Le Bot 1982, 28).

En el continente americano han estado presentes frente al colonialismo, tanto externo como interno, las respuestas de resistencia sugeridas por Balandier. Al filo de los siglos, han sido múltiples las reacciones manifestadas, a título individual y colectivo, frente a las tentativas de dominio, hasta contribuir a una lucha explícitamente organizada desde la década de los setenta. Tal como anota Esperanza Hernández (2009, 142) para el caso de Colombia, “[d]esde cosmovisiones y posturas ancestrales, opciones colectivas pragmáticas y estrategias propias e innovadoras, pueblos, comunidades y sectores poblacionales [del país] han generado ejemplarizantes procesos de resistencia civil y han otorgado significados específicos a su ejercicio de resistencia”.

Resistencia autóctona en el Abya-Yala y “despertar indígena” en Colombia4

La historia de América ha estado marcada por “500 -y más- años” de resistencia autóctona, como un proceso relativamente continuo y por su fuerte “resurgimiento”, conocido también como “despertar indígena”, a partir de la década los setenta. En dicho momento, el continente fue además rebautizado Abya Yala (“tierra de sangre de vida” o “tierra de pleno esplendor”, en lengua kuna) como marca de este giro en los procesos organizativos y reclamos indígenas. Desde entonces y hasta hoy en día, las reivindicaciones han ido centrándose en la tierra -y el territorio-. Al respecto, vale recordar la manera como, desde la narrativa que evoca la trayectoria del movimiento indígena en Colombia, se vuelve reiteradamente sobre la influencia de hombres y mujeres que han luchado contra los españoles. Estrechamente ligados a la defensa de los territorios indígenas, sus destinos todavía impregnan las reivindicaciones. Frecuentemente son evocados durante actos públicos y siguen siendo invocados a través de la espiritualidad (Laurent 2005, 2007; Rappaport 2000).5

En un primer momento, la resistencia a la ocupación foránea se expresa a través de la guerra, tal como la que condujeron el cacique Pigoanza y la cacica Gaitana, a la cabeza de su ejército de 20.000 guerreros yalcones, pijaos y nasas entre los años 1538 y 1540. Como anota Víctor Daniel Bonilla (1988, 6), dichas luchas indígenas constituían una “guerra contra el opresor” y tenían

un carácter político indiscutible. Se trataba de una resistencia política y militar contra el invasor de sus territorios, contra quienes venían a arrebatarles su lengua y su cultura; contra quienes buscaban imponerles la obediencia al español y el pago del tributo en oro, productos o trabajo.

Más adelante, el recurso a la ley igualmente ocupa un espacio en las disputas: los títulos de los territorios colectivos serán exigidos y exhibidos, con el fin de que sean respetados. Así las cosas, en 1700 Juan Tama de la Estrella obtiene de la Corona española los títulos de cinco resguardos del suroccidente del país, de los cuales se convertirá en cacique principal (Bonilla 1988). Esto pone las bases para resistencias de un nuevo tipo a favor de la protección de la territorialidad indígena: en adelante, desde un contexto colonial, y luego republicano, fundado en la legislación (Bonilla 1988). Dos siglos más tarde se distinguirá a su vez la figura de Manuel Quintín Lame. A pesar de ser un “indio terrajero”, se destaca como el “doctor Quintino” y es conocido por su preocupación por la aplicación de las leyes. Por otra parte, es el instigador de una fuerte protesta -la Quintiada-, que entre 1916 y 1919 reúne numerosas comunidades indígenas del actual departamento del Cauca (Castrillón 1973). Activo hasta los años 1930, Lame irá más de cien veces a la cárcel. Allí redactará varios escritos “por la defensa de la raza” (Lame 1971). Y, sin parar, recuerda: “[s]olo los indios somos los verdaderos dueños de esta tierra de Colombia” (citado en Castrillón 1973, 90). Con ello, deja una profunda impronta en la región.

Al cabo de unas décadas y en sus huellas, el proceso de resistencia indígena se reafirma en Colombia, paralelo a iniciativas similares que se desarrollan de manera simultánea en toda la región. En 1971 toma forma el Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC), primera organización del país destinada a representar a las comunidades indígenas y que marcará el punto de partida para el surgimiento de un movimiento de amplitud nacional. En este mismo momento, en la isla de Barbados, un grupo de líderes indígenas de distintos países de América Latina une sus voces para denunciar el etnocidio y un conjunto de exacciones contra sus pueblos (Laurent 2005). Estos se encuentran amenazados, tanto por la codicia de los terratenientes como por políticas nacionales de expansión hacia regiones ricas en recursos naturales, mal calificadas de “baldías”. Como consecuencia se agudiza el éxodo rural, mientras el tejido social parece cada vez más cerca de la ruptura (Morin 1982). Cuando así se perfila, la resistencia autóctona de finales del siglo XX es a la vez una lucha por la tierra y una lucha por la indianidad/indigeneidad -en otras palabras, la reivindicación de una identidad específica en cuanto que indígenas-.6 Esto refuerza igualmente una lucha por el territorio, en cuanto que espacio de (super)vivencia de los pueblos indígenas y lucha por la territorialidad, es decir, por el reconocimiento de su derecho a territorios dotados de autoridades propias; en otras palabras, se trata de luchas por las bases de su autonomía relativa.

Inicialmente, las acciones se inscriben en el marco de movilizaciones campesinas. En últimas, las comunidades indígenas -en el Cauca como en otras partes de Colombia y en Latinoamérica- también son campesinas (Gros 1985). Desde dicha posición, están asociadas al proyecto de reforma agraria iniciado en 1961 y se enlazan con las iniciativas de la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (ANUC). Impulsada bajo el mandato de Carlos Lleras Restrepo (1966-1970) para enmarcar las bases campesinas, esta no tarda en verse excedida por una línea de acción radical que, frente a posturas oficiales, opta por respaldar exigencias de campesinos sin tierra. Dicha alianza se concreta en operaciones de ocupación y apropiación de tierras en varias regiones del país. Asimismo, se traduce en la creación de un secretariado indígena nacional dentro de la organización campesina (Gros 1982b). De esta forma, se revela la urgencia de aunar esfuerzos frente a necesidades comunes.

Indianidad y lucha política compartida

Gracias a la participación indígena junto a la ANUC, se hace posible considerar la dimensión de las necesidades, en parte similares a las de otros campesinos, pero también justificadas por una identidad reivindicada como específica. Es explícito al respecto el contenido de una cartilla que circulaba en ese entonces: “somos campesinos, somos indios” (CRIC 1974) -lo cual sugiere, más precisamente, “también somos campesinos, pero sobre todo somos indios” (Laurent 2016). En otras palabras, se trata de proclamarse “diferentes” -en este caso, indios- para hacer valer sus derechos como tales: recuperar o ampliar los resguardos y, con ello, también el usufructo de la tierra sin tener que pagar -y ser explotados- a cambio. Además, ya planteada en el marco de la ANUC, la cuestión del acceso a la tierra va más allá de la referencia a esta como mera herramienta de trabajo. Está asociada al territorio; juntos constituyen un medio para posibilitar la supervivencia de los pueblos indígenas, el lugar para la expresión de su soberanía. De la misma manera, las reivindicaciones de los pueblos nativos se basan en otros pilares de su “indianidad”. Quieren fortalecer el poder de sus autoridades tradicionales (los cabildos) y, de nuevo, exigir la aplicación de las leyes que aseguran su protección. Reclaman la defensa de la historia, la lengua y las costumbres indígenas, así como una educación adecuada de acuerdo con sus vivencias (CRIC 1990, 2021).

Más allá de tal afirmación de una identidad indígena, el proyecto no se restringe a lo comunitario, que se limita a la defensa de los derechos de los pueblos nativos. Por el contrario, la movilización que entonces tomó forma -y que continúa hasta hoy- aspira a una redefinición de la sociedad colombiana en su conjunto. En varias ocasiones se realizará para aseverar su solidaridad con las luchas de todos los explotados y oprimidos, así como la importancia de un esfuerzo de unidad ante las dificultades compartidas (Laurent 2005). Es de considerar la dimensión eminentemente política y abierta de dicha resistencia indígena. No se trata solo de protegerse, sino también de proponer una renovación en la forma de organizar las relaciones de poder. Al mismo tiempo, como lo expresó el lema del levantamiento indígena de 2001 en Ecuador, no se reclama “nada solo para los indios”. Y los indios tampoco reclaman nada solos. Fuera de las que provienen de los campesinos, las exigencias indígenas se articulan con peticiones que emanan de sindicatos, asociaciones estudiantiles, organizaciones feministas y de mujeres, grupos de personas “sin techo”, y a la izquierda en general (Archila 2009; Gros 1982a, 1991; Laurent 2005). Conjuntamente, se establecen lazos de solidaridad (Laurent 2005).

Desde dicha posición, a partir de los años setenta, el movimiento indígena clamó por una redefinición nacional y una ampliación democrática. Al respecto, la aprobación de la Constitución de 1991 marcó una etapa fundamental con el reconocimiento de Colombia como multiétnica y pluricultural. No obstante, treinta años después, las lecciones de la experiencia quedan matizadas.

Hacia una resistencia indígena de nueva índole

Constitución de 1991: para un legado ambivalente

El entrecruce de diversas disciplinas, como la antropología, el derecho, los estudios culturales, la historia, la geografía, la ciencia política y la sociología, ha propiciado la formulación de muchas reflexiones a raíz de la introducción del multiculturalismo en Colombia, desde la carta magna de 1991. Varias de estas reconocen un cambio discursivo a favor del respeto de la diversidad, una serie de avances en materia normativa y de movilizaciones legales, pero también numerosos límites (Agier y Hoffmann 1999; Agudelo 2005; Ariza 2009; Baquero y Rodríguez 2020; Bocarejo y Restrepo 2011; Chaves 2011; Hoffmann 2016; Jacskon 2019; Jaramillo 2011; Laurent 2005, 2021; Lemaitre 2009; Rappaport 2008; Rueda 2017). Además se orientan hacia el resultado de la inserción indígena en la política nacional, su articulación con la protesta social y, de manera más amplia, con la democracia. Hacen énfasis en posibilidades de relaciones interculturales, así como en la persistencia de relaciones jerárquicas y del peso del Estado dentro de dichos esfuerzos de diálogos (Chaves y Hoyos 2021; Chilito 2018; Dest 2021; Duarte 2015; Espinosa 2020; García y Uprimny 2004; Gros 1991, 1997, 2000; Laurent 2005, 2021; Ramírez 2015; Rappaport 2008; Sandoval 2013; Sarrazin 2019; Troyan 2015). Asimismo, sobresale la experiencia electoral indígena, marcada sin embargo por el impacto que tienen sobre ella divisiones internas, aspectos relacionados con cambios interpuestos desde “arriba” en el diseño institucional y la ingeniería electoral, al igual que disfunciones de los distritos electorales especiales (Chilito 2018; Escandón 2011; Laurent 2010, 2013, 2015, 2016; Peñaranda 1999, 2009; Van Cott 2003, 2005).

La mayoría de los análisis convergen además en el espíritu del trabajo de Nancy Fraser (2000) para subrayar los efectos restringidos y/o perversos de las políticas enfocadas en el reconocimiento de grupos particulares dentro de la sociedad, en detrimento de medidas que aseguren la redistribución y la igualdad para todos. Conjuntamente, las designaciones oficiales generalmente se consideran en singular. Así fijadas desde las instituciones nacionales, se concentran en torno a una serie de categorías específicas: “indígenas”, “afrodescendientes”, “campesinos”, “mujeres”, “víctimas”, entre otras “etiquetas” posibles. Sin embargo, en Colombia, como en el resto del mundo, los procesos de identificación y las reivindicaciones que motivan se reflejan en las prácticas diarias a partir de su intersección y carácter dinámico (Agudelo y Boullosa-Joly 2015; Fassin y Viveros 2019), y por lo tanto no son tenidos en cuenta desde el marco estatal.

Así las cosas, desde los principios y mecanismos que prevé, la Constitución de 1991 representa un referente ineludible -que también se han apropiado los pueblos indígenas- para exigir un mejor “vivir juntos”.7 No obstante, varias de sus promesas no se han cumplido. Y las amenazas territoriales no han desaparecido, en especial en contextos marcados por la combinación del multiculturalismo con el neoliberalismo, tal como ha sido el caso en las últimas décadas en Colombia.

Viejos conflictos y -también nuevas- amenazas

El funcionamiento de la “jurisdicción especial”, aspecto clave de la soberanía de los pueblos indígenas, aún no está regulado. Consagradas en la carta magna, las llamadas entidades territoriales indígenas (ETI) todavía no existen, treinta años después. La cuestión de la aplicación de la consulta previa sigue planteándose constantemente, en lo que concierne tanto a su implementación como a sus limitaciones. En múltiples casos, se revelan fallas y/o desvíos en el cumplimiento de dicha condición. Además, la medida no implica un derecho al veto por parte de las comunidades. Tampoco se refiere al subsuelo; este sigue siendo propiedad de la Nación, incluso en los territorios indígenas. Finalmente, el mecanismo tiende a limitar las posibilidades de diálogo, que queda reducido a una dimensión de procedimiento (Baquero y Rodríguez 2020; C. Rodríguez 2016; G. A. Rodríguez 2010). En este sentido, la autonomía de los pueblos indígenas está continuamente puesta en entredicho más allá de su reconocimiento constitucional. En este contexto, el asunto territorial sigue siendo un tema espinoso dentro de las relaciones entre los pueblos indígenas y el Estado, en especial frente a dos aspectos centrales: por un lado, el desarrollo del país; por otro, la seguridad nacional y el orden público.

Desde el momento de su creación en las décadas de los setenta y ochenta, las organizaciones indígenas regionales y nacionales han sido vectores de estrategias de supervivencia para las comunidades que representan frente a una serie de dificultades: repartición desigual de la tierra en las zonas andinas; aumento de las incursiones en los territorios indígenas de la Amazonía y la Orinoquía a partir de proyectos de colonización; daños ecológicos, entre otros, causados ​por la ejecución naciente de represas, explotación minera y de recursos naturales, y obras de desarrollo de todo tipo; falta de recursos económicos y abandono estatal en contextos regidos por las leyes del mercado (Gros 1991). Además, los pueblos indígenas y sus organizaciones se han visto crónicamente obligados a una convivencia forzada con diversos actores armados, ilegales pero también legales, presentes dentro de sus resguardos y conocidos bajo diferentes apelaciones a partir de sus diversas formas de expresión, alianzas y oposiciones: guerrillas, fuerzas armadas regulares y milicias al servicio de los terratenientes, durante los años setenta; además, narcotraficantes y paramilitares, a partir de la década de los ochenta. Por esta misma razón las comunidades indígenas se han encontrado invariablemente en el centro de fuegos cruzados. Para la guerrilla, se trataría de unirlas a la toma del poder y/o desinteresarse de la dimensión étnico-cultural de sus demandas y luchas -la cual inevitablemente contribuiría a dividir las fuerzas populares (Gros 1982a). Desde una orilla opuesta, la respuesta de los grupos de seguridad privada contratados por los terratenientes -con la ayuda del Ejército y la Policía- apuntaría a evitar posibles alianzas entre guerrillas e indígenas. Será por tanto necesario “mantener el orden” y prohibir cualquier exceso vinculado a iniciativas de recuperación de tierras, marchas u otras manifestaciones de protesta; los dirigentes de las organizaciones indígenas serán arrestados o confinados en la clandestinidad, y varios de ellos serán asesinados (CRIC 1990, 2021).

Más allá de estas agresiones abiertas, las presiones ejercidas sobre los territorios indígenas y sus habitantes también se han revelado de manera más insidiosa, en algunos casos asociadas a lo que los Gobiernos han considerado prioridades nacionales -las cuales tienden a ser poco conciliables con lo que las comunidades autóctonas denominan su cosmovisión-. Sobre este punto, es importante recordar que, al lado de la ampliación de la ciudadanía indígena impulsada por la renovación constitucional de 1991, las reformas políticas avaladas por esta última fueron de la mano con una apertura económica del país, en un contexto global de auge del neoliberalismo (Orjuela 2005; Tejedor 2012). Inaugurada bajo la presidencia de César Gaviria (1990-1994), también encargado del lanzamiento de la carta magna, la iniciativa se ha mantenido desde entonces. Además de facilitar el movimiento de productos desde el exterior, el llamado a la inversión y la captación de capital extranjero se han vuelto constantes, con miras a la ejecución de proyectos de infraestructura, mineros, petroleros o afines a la agroindustria (Estrada 2006; Tejedor 2012). Sin embargo, esto igualmente implicó una serie de consecuencias negativas, por ejemplo, sobre los derechos a la salud y la seguridad social, al trabajo y al lugar de trabajo, a la alimentación, a la educación, a la vivienda y al territorio, todos estos desplazados como efecto de la privatización de los servicios y, en términos más generales, por la lógica del capital (Tejedor 2012; C. Rodríguez 2016).

Dicha “mecánica” tiene un fuerte impacto en el campo. Afecta directamente a las poblaciones campesinas, cuyas condiciones de producción y de vida han sido alteradas por los tratados de libre comercio (Allain y Beuf 2014). Por su parte, las “tierras étnicas” sufren otros daños adicionales. Ricos en recursos naturales, a menudo alejados de los centros urbanos y de difícil acceso, los territorios comunitarios indígenas despiertan desde hace tiempo la envidia de un sinnúmero de protagonistas que compiten -muchas veces con armas- los unos contra los otros. De hecho, el Estado colombiano a menudo ha sido calificado de débil, precario, fragmentado y fracasado, incapaz de asegurar su presencia en todo el territorio nacional y, menos aún, de ser valorado como el único poseedor de la violencia legítima (Bejarano y Pizarro 2003; Gutiérrez 2010; Oquist 2010; Pécaut 1987, 1988). Es igualmente necesario tener en cuenta la variabilidad de las expresiones estatales en diferentes contextos regionales y a lo largo de la historia, así como sus implicaciones para -y con- los actores sociales y políticos locales (Bolívar, González y Vázquez 2003; Carroll 2011; Grajales 2015; Gros 1991, 2000; Orjuela 2010; Serje 2012). Por esta misma razón, son numerosos los conflictos, por lo que los habitantes del campo -incluyendo los de los resguardos- están incesantemente expuestos a una violencia proteiforme y difusa, cuyos autores son difíciles de identificar: amenazas, asesinatos, masacres, reclutamientos, desplazamientos (ONIC 2002). Cuando las violaciones de los territorios no provienen de actores armados, se infligen en nombre del progreso, más aún desde que Colombia entró en la era del extractivismo, como muchos otros países de la región.8

Ya desde décadas anteriores habían surgido enfrentamientos entre autoridades indígenas y planes empresariales, a partir de la puesta en marcha de importantes proyectos de minería e infraestructura. Entre ellos, la implantación de las minas de carbón a cielo abierto del Cerrejón, en la península de La Guajira, había sido objeto de fuertes controversias y, debido a sus efectos sociales y ambientales negativos sobre los territorios comunitarios y sus poblaciones, había dado lugar a varias movilizaciones de protestas (Laurent 2005; Rivera 1990). Unos años después, durante el mandato de Andrés Pastrana (1998-2002) y, por tanto, tras la aprobación de la nueva Constitución y su reconocimiento de la territorialidad indígena, dos megaproyectos generaron profundas disputas. Originadas en las comunidades directamente afectadas, dichas peleas llegaron a proyectarse en el escenario nacional, hasta ser atendidas incluso en un marco legal internacional. Se trataba, en el primer caso, de un conflicto provocado por la construcción de una represa; en el otro, de operaciones de explotaciones petroleras. En ambas situaciones, las obras se desarrollaron, al menos en parte, en territorios indígenas: respectivamente, los del pueblo embera-katío, en el noroccidente del país, y del pueblo u’wa, en el nororiente (Fontaine 2007; Laurent 2005; Orduz y Rodríguez 2012).

Durante las siguientes presidencias de Álvaro Uribe (2002-2010), Juan Manuel Santos (2002-2018) e Iván Duque (2018-2022), se extendió luego el boom de la economía de exportación de materias primas. Se acompañó entonces de medidas institucionales que, con el objetivo de ubicar a Colombia en una buena posición como “país minero” en el ranking mundial, contribuyeron a una redefinición de las geografías locales del extractivismo (Vélez 2014, 46): en otras palabras, se produjo un arsenal legal que garantizara la autonomía y la capacidad del Estado para fiscalizar los recursos del subsuelo y fomentar la confianza de los inversores, en particular mediante la militarización de las zonas afectadas. A cambio, esto ha podido significar para los pueblos indígenas una pérdida de autonomía y de capacidad para controlar estos mismos territorios. Conjuntamente, la presencia armada, legal pero también ilegal, desplegada para proteger las reservas minerales y las actividades extractivas -estas mismas objeto de disputas- constituye otra amenaza permanente para sus habitantes (Fierro 2012; McNeish 2018).

Por otra parte, las directivas del expresidente Álvaro Uribe (2002-2010) han tenido un impacto sobre los destinos de los pueblos indígenas en lo que respecta a su autonomía territorial y política. Poco después de su elección, este defensor de una “mano dura” para que reinara el orden en el país emitió un mensaje contundente como parte de su programa de “seguridad democrática”: ninguna porción del territorio nacional podría escapar al control estatal. Incansablemente lo recordará durante sus mandatos y de este modo relegará a un plano secundario la soberanía de los pueblos indígenas en sus resguardos. Dichas posturas darán origen a muchos conflictos abiertos entre el primer mandatario y las organizaciones indígenas (Laurent 2013).

Por último, el acuerdo de paz firmado en 2016 entre Juan Manuel Santos y la guerrilla de las FARC-EP no permitió que los pueblos indígenas se salvaran de la violencia. Para poner fin al conflicto armado, pero también para construir una “paz estable y duradera”, el acuerdo plantea un trato específico de las cuestiones vinculadas a estas comunidades. En cada uno de los puntos que aborda, vuelve sobre la necesidad de respetar los derechos que estas han adquirido previamente. Una vez más, aparece como crucial el vínculo entre la supervivencia de la comunidad y el territorio. Así, por ejemplo, el capítulo relativo a la implementación de una “reforma agraria integral” menciona la importancia de las condiciones de “bienestar y buen vivir para la población rural”. De igual manera, se prevé incluir, en el marco de programas de desarrollo con base en una dimensión territorial local, “formas de producción específicas de las comunidades indígenas”. Sin embargo, con el tiempo, los votos de paz poco avanzan. A nivel nacional, han sido controvertidos por la llegada al poder de Iván Duque, relevo de Álvaro Uribe y de su oposición a una postura considerada demasiado laxa hacia los excombatientes (Hylton y Tauss 2018). A nivel subnacional, los territorios y los activistas sociales siguen siendo blanco de múltiples ataques, dirigidos a su conquista o su eliminación. Según un estudio realizado por el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz), se registran 269 asesinatos de activistas indígenas -incluidos 242 tras la firma del acuerdo de paz y 167 durante la presidencia de Duque- solo entre enero de 2016 y junio de 2020 (González 2020); y 55 más en el 2021 (“Líderes sociales” 2021).9

Frente a tal configuración, las dinámicas de resistencia indígena han continuado, hasta después del giro multiculturalista de 1991 y los acuerdos del Teatro Colón. En cierta medida, la posición actual de las comunidades y organizaciones indígenas se inscribe en la continuidad de las movilizaciones realizadas desde hace décadas porque siguen enfrentando las mismas dificultades que en periodos anteriores. Pero, además, es interesante que el contenido de la lucha ha venido ampliándose para expresarse paralelamente contra el neoliberalismo y, cada vez de manera más explícita, en defensa del planeta.

De la lucha por la tierra hacia la lucha por la Tierra: resistencias conectadas

En la Colombia posterior a la adopción de la carta magna de 1991 se prolongaron las alianzas indígenas inciadas desde los setenta con otros actores y organizaciones sociales. Conjuntamente, han sellado su rechazo a las políticas lideradas por los Gobiernos sucesivos y han exteriorizado una angustia compartida por la persistencia de fenómenos de exclusión y marginación dentro de la sociedad; también, por lo que consideran una falta de compromiso del Estado frente a dicho problema y la complicidad de los dirigentes (sub)nacionales a favor del statu quo. Por su parte, los repertorios de acción utilizados también son los mismos que en épocas anteriores. Descansan, por un lado, en la utilización de la ley para exigir el respeto de los derechos reconocidos; por el otro, en la protesta más directa y radical, a través de operaciones de recuperación de tierras, bloqueos de carreteras y grandes marchas que sueldan las principales ciudades del país con el campo retirado (Laurent 2013 y 2020).

Esta vez, sin embargo, dichos procedimientos igualmente apuntan a una “liberación de la Madre Tierra”, tal como lo sugiere el nombre que sus autores dan a algunas de estas iniciativas. La lucha no solo pretende recobrar un espacio territorial. Está además orientada a oponerse al maltrato que se inflige a la naturaleza. En este sentido, corresponde a un esfuerzo que va más allá de una disputa ligada a intereses exclusivos de la población indígena. Desde la perspectiva de la protección ambiental, se extiende por el contrario a favor de toda Colombia y, aún más, para asegurar la preservación del planeta Tierra. En un contexto de preocupaciones por el cambio climático que, desde Colombia, hacen eco de ansiedades similares experimentadas en otras partes de América Latina y en todo el mundo, los pueblos indígenas hoy desempeñan un papel central y constituyen un “ejemplo a seguir”. Asociados a la imagen del “nativo ecológico” (Ulloa 2004) transmitida en la sociedad no indígena a partir de estereotipos que tienden a asociar los dos términos, ellos mismos asumen y reclaman con convicción su condición de protectores de la naturaleza -y, más particularmente, de la armonía entre todos los seres vivos-.10

De hecho, en varios aspectos los pueblos indígenas conservan un vínculo con la tierra que es benévolo tanto con la materia que representa como, sobre todo, con lo que implica para la relación humana con el entorno (supra)natural -en otras palabras, y más allá de la lógica de la universalidad, con el pluriverso (Escobar 2014)-. La economía familiar y comunitaria que impera en los espacios de vida autóctonos contrasta plenamente con las reglas de la producción a gran escala y puede considerarse como alternativa a estas últimas; por ser menos dañina para los suelos, no representa un peligro para la conservación de la ecoesfera (Cabezas y Cerón 2009). Además, las prácticas de ayuda mutua tienden a un consumo moderado, distribuido equitativamente en la comunidad, más que a la acumulación en beneficio de unos pocos (Tocancipá-Falla 2008). Finalmente, así como la madre que da a luz, la tierra nutre. Permite la existencia. Por eso -y para eso- también debe perdurar. Por tanto, la lucha por la tierra significa tanto su liberación como su conservación; cada vez más se libra como lucha por la vida, más allá de todo tipo de límites territoriales e identitarios. Y, a raíz de dicha postura, llegan a leerse como conectadas -entre sí y con el exterior- las formulaciones de la resistencia indígena.

Al respecto, vale recordar que en julio de 1996, en Chiapas, México, se llevó a cabo el Primer Encuentro Intercontinental por la Humanidad y Contra el Neoliberalismo (Rico 1996). La idea de que “otro mundo es posible” iba ganando terreno: por la democracia, la libertad y la justicia. Otro mundo posible, “multipolar, diverso, inclusivo y unido”, y que se revelaba

con expresiones sencillas y cotidianas, como la utilización de un lenguaje diferente que permite evidenciar la realidad del indígena y de construcciones conceptuales y políticas de resistencia, de quiebre frente a la hegemonía política que excluye y menosprecia las expresiones sociales y culturales del “otro y la otra”. (Ambrosi de la Cadena 2018, 40)

En los últimos años, las movilizaciones de los pueblos indígenas en Colombia han ido en la misma dirección. Con estos propósitos, han sido reactivadas como operaciones de resistencia. Por un lado, han denunciado el deterioro de las condiciones políticas, económicas, sociales, culturales y ambientales dentro de la “casa común”, debido no solo a “la guerra que afecta directamente los territorios rurales y urbanos”, sino también a la “destrucción generada por el desarrollo e implementación de políticas minero-energéticas que hagan operativo el modelo extractivista neoliberal” (“Sentencia en contra del presidente” 2020). Por otro lado, han querido ofrecerse como espacios propicios para la construcción de un nuevo modelo de sociedad, más equitativo y democrático. Dentro de esta perspectiva se inscribe por ejemplo la serie de manifestaciones conocidas con el nombre de mingas,11 convocadas a través de diferentes episodios: “Por la vida y la dignidad”, en 2004; de “Resistencia indígena y popular”, en 2008; de “Resistencia social y comunitaria”, en 2009; “Por la defensa de la vida, el territorio, la paz y los acuerdos”, en 2017; y “Por la defensa de la vida, el territorio, la democracia, la justicia y la paz” y “del suroeste” del país, en 2019 y 2020 (Laurent 2020). Finalmente, se volvió a visibilizar la Minga en abril y en diciembre de 2021, en el marco del llamado estallido social de Colombia (G. Hernández 2021) y para marcar el carácter continuo de un esfuerzo que apunta a “cuidar la vida y a proteger nuestra madre tierra, quien nos amamanta con el aire que respiramos, los alimentos que comemos y el agua que tomamos” (“Minga Nacional, Social Popular y Comunitaria”).

En cada una de estas oportunidades, el movimiento indígena ha insistido en su proximidad con otros actores sociales y proclama su voluntad de participar en una lucha compartida junto a ellos. Así las cosas, la resistencia se ejerce no solo para responder a agresiones externas, sino potencialmente a través de estilos de vida conocidos desde las comunidades, para proponer modelos de sociedad destinados a ser más solidarios y menos perjudiciales para el medio ambiente. Con ello, la Minga se concibe como un esfuerzo permanente de caminar la palabra, de “sondear la palabra”, “caminar y reflexionar” al mismo tiempo, para así intercambiar y comunicar; de dialogar “a partir de las contradicciones, desde las más diversas experiencias y aspiraciones” (Rozental 2009, 52). Además, desde el espacio regional, la Minga se mueve para darse a conocer y reflejarse a escala nacional. Y, sin duda, más aún en la era de las redes sociales digitales, los intercambios se multiplican, las resistencias se cruzan y se ensamblan (Castells 2014). Si bien los pueblos indígenas llaman al respeto de su autonomía dentro de sus territorios, igualmente están fortaleciendo sus vínculos en las principales ciudades de Colombia y, quizás, en todo el mundo. En articulación con las demandas de otros grupos de la sociedad que se congregan en torno a identidades y/o peticiones específicas -por ejemplo, afrocolombianos, campesinos, mujeres o estudiantes-, las movilizaciones indígenas lideradas desde áreas remotas de Colombia alcanzan amplios entornos poblacionales, reunidos en las plazas del país y/o enlazados a través de las nuevas tecnologías de comunicación. Dentro de un panorama nacional conmocionado, llegaron a ocupar un papel especialmente llamativo, motivando rechazos, pero también confianza y esperanza (“Colombia: por qué la Minga divide” 2021; “Protestas en Colombia” 2021).

Paralelamente, la resistencia indígena ha ido en la dirección de un replanteamiento de la memoria histórica y un cuestionamiento de sus “certidumbres”, con el derribamiento de las estatuas de una serie de figuras “nacionales” (Sánchez 2021; “Toma de Bogotá” 2021; Torrado 2021). Con tal gesto, liderado por indígenas misak -acompañados y respaldados por no indígenas-, literalmente se baja de su pedestal a los conquistadores españoles. Se contrabalancea así su recuerdo -el haber sido fundadores de importantes ciudades del país, como Bogotá, Cali o Popayán- por el llamado de atención sobre el costo que dicha acción significó en vidas indígenas y sobre la forma como, a partir de esta, se ocultó la historia indígena. Asimismo, desde una perspectiva que rehúsa la colonialidad, Cristóbal Colón e Isabel la Católica de ninguna manera merecen considerarse héroes; por el contrario, han causado el mayor despojo de tierras indígenas. El pasado de América es anterior a su supuesto descubrimiento y es tiempo de que el presente lo recuerde. No basta reconocer constitucionalmente la presencia de los pueblos indígenas dentro de una Colombia multiétnica y pluricultural; su posición en esta significa también su contribución a la construcción nacional desde sus propios valores.

Por último, la experiencia organizativa y de resistencia indígena no solo ha dado lugar a insultos, sino también a mensajes de respaldo y felicitaciones, expresados desde Colombia y más allá, a través de las pantallas. Entre otros, son especialmente llamativos algunos de los que, con motivo de la celebración de los cincuenta años del CRIC en febrero de 2021, se enviaron vía Facebook. Con unas notas mandadas por ejemplo desde Bogotá, Cartagena o Barranquilla, desde Canadá o Bélgica, se ha hecho pública la admiración por “la lucha y la dignidad de estas comunidades indígenas” o por el “ejemplo a seguir”; por lo tanto, también se ha dicho “gracias por existir y resistir”. Y, desde el muro virtual, se ha ido rememorando que “siempre se trata de aprender y compartir” con los indígenas o que “es hora de darles el lugar que se merecen […] para construir un MUNDO mejor” (mayúsculas en el original).12

Reflexiones finales

Junto con la dimensión continua de la resistencia autóctona desde la llegada de los españoles al continente americano, merecen atención las variaciones que ha tenido a partir de la consolidación del movimiento indígena, desde la década de los setenta y hasta el periodo del “posconflicto”; de hecho, forman parte de un proceso dinámico e invitan a la reflexión sobre la naturaleza y los efectos de las luchas emprendidas. Surgida inicialmente en las zonas rurales, para asegurar el acceso a la tierra y para preservar la existencia de territorios colectivos, ha ido trasladándose paulatinamente hacia las ciudades: tanto físicamente, a través de grandes movilizaciones realizadas desde las regiones hasta Bogotá; y en cuanto a conquistas políticas, ganadas a través del apoyo urbano, en torno a demandas compartidas y un esfuerzo común a favor de una sociedad más igualitaria, respetuosa del medio ambiente y en paz.

Hoy no cabe duda de que, a través de sus organizaciones, los pueblos indígenas han afianzado su presencia en el paisaje -geográfico y político- del país. Junto con el reconocimiento constitucional que los ampara desde 1991, muchas de sus demandas iniciales son oficialmente ratificadas. Sin embargo, la resistencia continúa. Más allá de desbordes que pueden surgir en el marco de las protestas, sigue caracterizándose y reivindicándose por ser pacífica; y alcanza a ganarse simpatías y apoyo de la opinión pública nacional e internacional frente a los adversarios.

En parte, se trata de resistir para defender y exigir el respeto de las demarcaciones que, a partir de títulos de propiedad colectiva, aseguran el principio de su autonomía relativa. Sin embargo, la resistencia también se concibe más allá de esos límites: igualmente se organiza para preservar lo que estos territorios contienen, la naturaleza y el medio ambiente. Para sus habitantes, para Colombia en su conjunto y para el planeta Tierra. Además, la resistencia es parte de una lucha política más amplia que, desde la misma perspectiva de la ecología, desafía un modelo económico dominante, dictado por el capitalismo y el neoliberalismo, asociado al legado de una hegemonía oligárquica y la permanencia del proceso de exclusión, y es motivada por el pensamiento de que “otro mundo” -aún- es posible.

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*La autora agradece a lxs evaluadorxs anónimxs por su lectura, comentarios y sugerencias a una versión inicial del artículo.

1Independientemente de sus connotaciones fuertes y variables según el contexto (lugares y tiempos, personas que enuncian e idiomas), los términos pueblos / comunidades indígenas / indios / autóctonos —entre otras posibles denominaciones— se utilizan en este texto como equivalentes. En términos generales, la comunidad corresponde a la unidad territorial y administrativa dentro de la cual vive la mayor parte de la población indígena en Colombia —frecuentemente dentro de un territorio colectivo conocido como resguardo (ver más adelante)—, mientras la noción de pueblo —o, a veces, las de naciones o nacionalidades— implica una referencia étnica y política más amplia.

2Por multiculturalismo se entiende aquí la proyección de la diversidad étnico-cultural en la esfera pública, a partir de la implementación de medidas destinadas a asegurar su respeto. Para una aproximación general al tema y sobre la implementación de políticas multi/interculturales en América Latina, véanse, por ejemplo, Agudelo y Boullosa-Joly (2015); Assies, Van der Haar y Hoekema (1999); Dumoulin y Gros (2012); Fabricant y Postero (2017); Gustafson (2009); Hale (2004); Hoffmann y Rodríguez (2007); Htun (2016); Kymlicka (1995); Maybury-Lewis (2002); Sieder (2002); Van Cott (2000); Wieviorka (1997).

3Entre dichas investigaciones y algunas de las publicaciones a las que dieron lugar pueden señalarse las siguientes: “Communautés indiennes et espaces politiques en Colombie: motivations, champs d’action et impacts (1990-1998)” (Laurent 2001a); “Pueblos indígenas y espacios políticos en Colombia: motivaciones, campos de acción e impactos (1990-1998)” (Laurent 2001b); “Pueblos indígenas y política(s). Veinte años de multiculturalismo en Colombia (1991-2011)” y “Resistencias, entre sur y norte. Miradas cruzadas a la política 'en la calle' (Colombia, Estados Unidos, Francia)” (ver, por ejemplo, Laurent 2005, 2016, 2021). Estos trabajos han sido respaldados y en parte financiados por la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de los Andes, el Instituto Colombiano de Crédito Educativo y Estudios Técnicos en el Exterior (Icetex), el Instituto Francés de Estudios Andinos (IFEA), el Ministerio de Cultura de Colombia, el Ministerio de la Educación Superior y la Investigación, y el Ministerio de Relaciones Exteriores de Francia.

4Inspirados por García y Lucero (2014), el título y contenido de esta sección se refieren al proceso de resistencia autóctona llevado a cabo en toda América. Sobre este tema y para una mirada de conjunto de las movilizaciones indígenas de las últimas décadas en Latinoamérica, véanse, por ejemplo, además de la mencionada publicación, Albó (2003); Assies y Gundermann (2007); Bosa y Wittersheim (2009); Brett (2006); Gros (1991, 2000); Gustafson (2009, 2020); Le Bot (1994); Ortiz (2004); Pajuelo (2007); Van Cott (2005); Viqueira y Sonnleitner (2000); Yashar (2005).

6Sobre este tema, conviene recordar el carácter móvil y múltiple de las asignaciones identitarias, sean estas reclamadas “desde adentro”, en el marco de una autodefinición, o “desde afuera”, a partir de procesos de heterodesignación. Al respecto, véanse por ejemplo Anderson (1983); Bayart (1996); Bourdieu (1980); Hobsbawm y Ranger (1983); Poutignat y Streiff-Fenart (1995). En torno a dichos aspectos y a la manera como pueden influir en los censos en América Latina, consúltese también Lavaud y Lestage (2009). En el caso de Colombia, la población indígena se estima en el 4,4 % del total de habitantes, según datos oficiales de 2018 publicados por el DANE (2019).

7Se toman prestados estos términos del título del libro de Alain Touraine (1997): Pourrons-nous vivre ensemble? Égaux et différents (¿Podremos vivir juntos? Iguales y diferentes).

8Para una visión de conjunto sobre el extractivismo, las respuestas que suscita entre las poblaciones y los movimientos sociales, en América Latina como en otros lugares del mundo, véanse por ejemplo Baquero y Rodríguez (2020); Bos y Velut (2016); Coronado y Ulloa (2016); Deonandan y Dougherty (2016); Gustafson (2020); McNeish (2018); Svampa (2011).

9Puede consultarse al respecto el portal regularmente actualizado de Indepaz http://www.indepaz.org.co/lideres-sociales-y-defensores-de-derechos-humanos-asesinados-en-2021/

10Al respecto, pueden consultarse, entre otros, los portales de organizaciones indígenas (véase nota 6).

11De origen quechua, la palabra minga se refiere a la práctica andina de “trabajo comunitario por el bien de todos”; en las últimas décadas, designa además una movilización social entendida como tal.

12Los extractos citados aquí fueron sacados de declaraciones de la cuenta de Facebook del periodista Hollman Morris, quien hizo seguimiento al evento: https://www.facebook.com/HollmanMorrisOficial/videos/vb.295077807327906/1412291522455183/?type=2&theater

CÓMO CITAR: Laurent, Virginie. 2022. “50 (y más) años de resistencia indígena desde el Cauca, Colombia. De la lucha por la tierra hacia la construcción de otro mundo”. Colombia Internacional 111: 3-29. https://doi.org/10.7440/colombiaint111.2022.01

Recibido: 22 de Junio de 2021; Aprobado: 20 de Noviembre de 2021

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