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Colombia Internacional

versión impresa ISSN 0121-5612

colomb.int.  no.114 Bogotá abr./jun. 2023  Epub 26-Abr-2023

https://doi.org/10.7440/colombiaint114.2023.01 

Tema libre

Prácticas políticas que sobreviven a reformas constitucionales: limitación y criminalización de la protesta social en Colombia (1958-2022)*

Political Practices That Survive Constitutional Reforms: Limitation and Criminalization of Social Protest in Colombia (1958-2022)

Práticas políticas que sobrevivem a reformas constitucionais: limitação e criminalização do protesto social na Colômbia (1958-2022)

Ana Catalina Arango Restrepo** 

**Es doctora en Derecho y magíster en Derecho Público por la Universidad Carlos III de Madrid. Profesora del Instituto de Estudios Políticos de la Universidad de Antioquia, (Colombia) e integrante del grupo de investigación Estudios Políticos. Su investigación se ha centrado en el estudio de las variaciones que ha experimentado el sistema presidencial colombiano y sus efectos sobre la democracia. Últimas publicaciones: “¿Son los estados de excepción el problema?: el ejercicio de la función legislativa a partir de una delegación expresa del congreso: el caso colombiano”, Revista Derecho del Estado 46: 189-222, 2020, https://doi.org/10.18601/01229893.n46.08; y “Mutaciones del hiper-presidencialismo. La transformación del poder presidencial en Colombia (1974-2010)”, Estudios Constitucionales 17 (2): 91-120, 2018, http://dx.doi.org/10.4067/S0718-52002019000200091. ana.arango10@udea.edu.co https://orcid.org/0000-0001-8895-0702


RESUMEN

Objetivo/contexto:

Este artículo estudia el uso que hizo el Ejecutivo del estado de sitio, entre 1958 y 1990, para silenciar a la oposición y contener la protesta social, con el fin de poner en evidencia cómo las leyes que hoy criminalizan la protesta en Colombia reproducen los rasgos autoritarios que se construyeron en este periodo.

Metodología:

Se desarrolló un método cualitativo basado en la recopilación de los decretos legislativos expedidos entre 1958 y 1990. Este análisis incluye la revisión del considerando de los decretos que declararon el estado de sitio, las medidas que el Ejecutivo adoptó para conjurar las perturbaciones del orden público y la revisión del contexto político en el que dichos decretos fueron expedidos.

Conclusiones:

Este estudio revela que, más preocupante que la represión de un Gobierno puntual, los excesos que hoy observamos por parte del Gobierno y la fuerza pública en el manejo de la protesta social hacen parte de prácticas políticas que tienen décadas de ser ensayadas y reforzadas en momentos de crisis.

Originalidad:

Si bien existen numerosas investigaciones sobre los estados de sitio, este trabajo aporta a la comprensión de cómo se ha construido un pasado autoritario que continúa presente en la memoria de nuestras instituciones y determina la forma en que nuestros gobernantes se enfrentan al disenso.

PALABRAS CLAVE: estado de sitio; facultades extraordinarias; protesta social; subversión

ABSTRACT

Objective/context:

This article studies the use made by the Executive of the state of siege between 1958 and 1990 to silence the opposition and contain social protest, seeking to highlight how the laws that today criminalize protest in Colombia reproduce the authoritarian traits built during this period.

Methodology:

A qualitative method was developed based on a compilation of legislative decrees issued between 1958 and 1990. This analysis includes a review of the statement of the decrees that established the state of siege, the measures adopted by the Executive to avoid disturbances of public order, and the political context in which these decrees were issued.

Conclusions:

This study reveals that more worrying than the repression of a specific government, the excesses we observe today by the government and the public forces in the management of social protest are part of political practices that have been rehearsed and reinforced for decades in times of crisis.

Originality:

Although there are numerous investigations on states of siege, this work contributes to understanding how an authoritarian past has been built and continues to be present in the memory of our institutions and determines how our rulers face dissent.

KEYWORDS: extraordinary powers; social protest; state of siege; subversion

RESUMO

Objetivo/contexto:

Neste artigo, é estudado o uso que o Executivo fez do Estado de sítio, entre 1958 e 1990, para silenciar a oposição e conter o protesto social, com o objetivo de evidenciar como as leis que hoje criminalizam o protesto na Colômbia reproduzem os traços autoritários que são construídos nesse período.

Metodologia:

Foi desenvolvido um método qualitativo baseado na coleta dos decretos legislativos expedidos entre 1958 e 1990. Esta análise inclui a revisão do considerando dos decretos que declararam o Estado de sítio, as medidas que o Executivo adotou para invocar as perturbações da ordem pública e da revisão do contexto político no qual esses decretos foram expedidos.

Conclusões:

Neste estudo, é revelado que, mais preocupante que a repressão de um governo pontual, os excessos que hoje observamos por parte do governo e da força pública na gestão do protesto social fazem parte de práticas políticas que há décadas são ensaiadas e reforçadas em momentos de crise.

Originalidade:

Embora existam inúmeras pesquisas sobre os Estados de sítio, este trabalho contribui para a compreensão de como vem se construindo um passado autoritário que continua presente na memória de nossas instituições e determina a forma em que nossos governantes enfrentam a dissensão.

PALAVRAS-CHAVE: estado de sítio; faculdades extraordinárias; protesto social; insubordinação.

Introducción

La respuesta que el Ejecutivo ha dado a la ola de protestas sociales en Colombia que inició en 2019 no puede entenderse como una extralimitación de un Gobierno puntual. El uso desproporcionado de la fuerza por parte de la policía y los militares o la asimilación que desde el Gobierno se hizo entre “subversión” y “protesta social” hacen parte de prácticas políticas que vienen formándose desde décadas atrás.1 Un estudio detenido del uso que hizo el Ejecutivo de los estados de sitio en el periodo comprendido entre 1958 y 1990 permite rastrear muchos de los rasgos autoritarios que hoy observamos en las decisiones de nuestros gobernantes y que explican la aprobación de las leyes con las que actualmente se criminaliza la protesta social en el país. Estos rasgos autoritarios se han resistido a reformas profundas, como la expedición de una nueva Constitución en 1991, y han encontrado acomodo en figuras más estables que los decretos, como las leyes, y en decisiones adoptadas por órganos más representativos que el Ejecutivo, como el Congreso.

Esta investigación tiene entonces por objeto estudiar el uso que hizo el Ejecutivo del estado de sitio, entre 1958 y 1990, como una herramienta para silenciar a la oposición y contener la protesta social. Con ello se busca aportar a la discusión acerca de cómo se ha construido un pasado autoritario que continúa presente en la memoria de nuestras instituciones, y constituye un freno para que los conflictos o tensiones que actualmente surgen en el seno de la sociedad puedan ser solucionados, o al menos discutidos, a través de canales democráticos.

Para ello, se desarrolló un método cualitativo basado en la recopilación de los decretos legislativos que expidió el Ejecutivo entre 1958 y 1990. En el primer apartado se estudia el considerando de los decretos que declararon el estado de sitio, esto es, las razones que invocaron para justificar el uso de dicha figura, y el contexto en que fueron expedidos.2 El estudio del lenguaje empleado resulta de gran utilidad para entender qué hechos constituyen, según tales normas, una perturbación del orden público interno, cuál es el propósito que se persigue con esta figura y de dónde proviene realmente la perturbación que se pretende contener. En el segundo apartado, se recogen aquellos decretos que adoptan medidas para conjurar las perturbaciones del orden público interno que el Ejecutivo aduce y que permiten evaluar el fin que persigue con su implementación. Por último, con base en las disposiciones que desde 2011 se aprobaron en Colombia para reprimir, criminalizar o desalentar la protesta social, se analiza cómo los rasgos autoritarios que se identifican en los apartados anteriores se reproducen luego de la Constitución de 1991, ya no a partir de la utilización de los estados de excepción, sino de la ley. Para cerrar, esta investigación alerta sobre la necesidad de llevar a cabo reformas estructurales que transformen la cultura política de nuestros ciudadanos e instituciones.

1. El estado de sitio como herramienta para silenciar a la oposición y contener la protesta social (1958-1990)

El periodo comprendido entre 1958 y 1990 se caracterizó por una gran convulsión social.3 El descontento que se manifestó en las calles a partir del Frente Nacional4 ha sido explicado por autores como Archila a partir de un vacío de intermediación originado “en el abandono de los partidos políticos de su función de intermediarios entre las demandas populares y el Estado” (Archila 1997a, 206). En efecto, el Frente Nacional no solo marcó el fin de la “dialéctica de guerra y paz” entre los partidos tradicionales. También quebró el núcleo religioso que alimentaba la afiliación sectaria de los colombianos a sus filas (Restrepo 1988, 82).5 La ruptura de este sectarismo de partido y de la adscripción imprescindible de todos los ciudadanos a uno de ellos dio lugar a una despolitización de amplios sectores de la sociedad que pasó a ser reemplazada por una militancia pragmática en la que los partidos perdieron el papel preponderante que cumplían en todos los aspectos de la vida social (Leal 1987, 77).6 Más que aparatos programáticos, los partidos Liberal y Conservador se convirtieron en estructuras clientelistas “que exigen lealtad a sus clientes sin necesidad de movilizarlos, salvo para las coyunturas electorales” (Archila 2002, 86).

El Frente Nacional cumplió entonces la función de reinstalar a los civiles en el poder y eliminar la violencia partidista, pero no logró reducir las tensiones sociales. Esto puede explicarse en que, al momento de crear el acuerdo y reafirmar su predominio sobre las nuevas fuerzas sociales, las élites de los partidos tradicionales “lo hicieron sin ninguna organización de masas significativa” (Wilde 1978, 68). Adicionalmente, el pacto contempló garantías de carácter exclusivamente político que no incluían exigencias de tipo social y fue diseñado por los mismos que estuvieron involucrados con la quiebra de la democracia. Estas garantías de tipo político se tradujeron en la consagración de los principios de alternación presidencial, paridad burocrática y cooptación judicial que suponía una repartición milimétrica del Estado entre liberales y conservadores, lo que limitó severamente la competencia por el poder y produjo la exclusión de las demás fuerzas políticas de su participación en él (Dix 1987).7

Y fueron precisamente estas condiciones de exclusión8 las que, además de polarizar a la sociedad entre la inscripción en el bipartidismo y el recurso a la violencia guerrillera, dejaron a un lado la posibilidad de un pacto social (Archila 1995b, 299). De esta forma, el acuerdo no se ocupó de “los factores de crisis no resueltos totalmente, como el problema agrario, la concentración del ingreso y la estructura oligárquica del poder” (Leal 1987, 77). Los partidos obviaron que en un periodo de cinco décadas la sociedad colombiana había sufrido una de las transformaciones más profundas de América Latina, al pasar “de agraria, atrasada y polarizada en sus clases sociales, a urbana, moderna y pluriclasista” (Leal 1991, 8).

Esto no quiere decir que los Gobiernos del Frente no tuvieran una propuesta de desarrollo ni interés alguno por impulsar reformas sociales. Además de ser “un acuerdo para tumbar una dictadura” y “un pacto de paz entre los partidos tradicionales”, Gutiérrez (2007, 93) rescata un tercer eje del acuerdo que suponía “la puesta en marcha de un programa de desarrollo”. Pero si bien esta propuesta social -que pasaba por disminuir las desigualdades económicas- era acogida por un sector significativo de las élites bipartidistas (principalmente del Partido Liberal), impulsar tales reformas sociales tenía el riesgo de afectar el equilibrio de los demás ejes. De esta forma, las propuestas de cambio “podían desestabilizar al FN, llevando a algunos sectores a oponerse a él, como en el caso temprano del laureanismo, o a sabotear su acción de gobierno, como los terratenientes liberales costeños en el periodo de Carlos Lleras (1966-1970)” (Gutiérrez 2007, 97). Sumado a esto, la mayoría que se exigía para aprobar cualquier reforma en el Congreso9 les daba un gran poder a las minorías para bloquear a un presidente activista. Pese a los intentos reformistas de algunos sectores dentro de los partidos tradicionales, lo cierto es que “el Frente limitó la participación popular no mediada por los partidos políticos”10 (Gutiérrez 2007, 101).

El Frente Nacional trajo así un debilitamiento del bipartidismo y desplazó progresivamente las relaciones de poder que anteriormente establecían los partidos tradicionales hacia mediaciones alternativas que dieron origen a nuevos movimientos opuestos al sistema. Pero el surgimiento de estas terceras fuerzas no canalizadas a través del bipartidismo se chocó con la respuesta contundente del Estado que les dio “un tratamiento sistemático, sutil o descarado, de anulación” (Leal 1987, 17). Los dirigentes de los partidos tradicionales “cierran filas ante la presión creciente de la protesta social y la insurgencia armada, o ante cualquier eventual alternativa política que amenace su monopolio burocrático” (Restrepo 1988, 81). Sin representación frente al Estado y sin canales para expresarse, los movimientos sociales se radicalizaron (Archila 1997b).

Para hacer frente a los problemas de gobernabilidad que generaron los conflictos sociales crecientes, todos los presidentes de este periodo recurrieron a la declaración de un estado de sitio (Medellín 2006). Esto supuso que una figura que en principio fue contemplada para casos excepcionales terminara por normalizarse11 (García 2001). Fue así como entre 1970 y 1991 “Colombia vivió 206 meses bajo estado de excepción, es decir, 17 años, lo cual representa el 82 % del tiempo transcurrido” (García y Uprimny 2000, 7).

La razón por la cual el Ejecutivo recurre al estado de sitio y gobierna con él durante largos periodos reside en la concentración temporal de poderes que este le otorga. Justificada en la necesidad de que un órgano tome decisiones expeditas y, por tanto, de forma unilateral, la Constitución inviste al presidente de la República de facultades extraordinarias que le permiten ejercer la función legislativa -que en principio es exclusiva del Congreso- a partir de la expedición de decretos legislativos que tienen el mismo rango de la ley y, en esa medida, la pueden modificar, derogar o suspender.

A pesar de que estos decretos pierden vigencia una vez se levanta el estado de sitio, los periodos indefinidos en que este fue declarado llevaron en la práctica a una sustitución del parlamento. De hecho, el presidente se arrogó progresivamente la función de legislar en un amplio número de materias que en una parte importante ni siquiera tenían relación alguna con el motivo que justificaba la declaración del estado de excepción. Además, contrario a lo establecido en la Constitución, en muchos casos los decretos legislativos se siguieron aplicando una vez se había levantado el estado de sitio o, más grave aún, el presidente se negó a levantarlo hasta tanto el Congreso no integrara sus medidas a la legislación ordinaria.12

Por su parte, la Corte Suprema de Justicia, bajo el entendido de que la declaración del estado de sitio era un acto político cuya vigilancia correspondía exclusivamente al Congreso, se negó a ejercer un control material de los decretos legislativos y limitó el examen de constitucionalidad a la verificación del cumplimiento de los requisitos de forma.13 La condescendencia con el manejo discrecional que hacía el presidente del orden público14 llevó así a que, en lugar de la fiscalización estricta tanto de la declaratoria de los estados de sitio como de las medidas tomadas dentro de estos, la Corte llevara a cabo un trámite de forma que avalaba “regulaciones seriamente restrictivas e incluso autoritarias” (Ariza y Barreto 2001, 152).

a. El considerando de los decretos legislativos: asimilación entre protesta y subversión en la declaratoria de los estados de sitio

Declarar el estado de excepción no es una facultad discrecional y por eso el Ejecutivo está obligado a exponer en el considerando del decreto cuáles son los hechos que constituyen la emergencia que amerita una concentración temporal de poderes en su cabeza. En la interpretación de estos hechos, sin embargo, tiene un margen de maniobra que ha dado lugar a que en muchas ocasiones recurra a esta figura sin que existan motivos suficientes para hacerlo. La justificación o considerando de todo decreto es importante entonces en la medida en que permite regular al Ejecutivo, al determinar si en ese caso puntual se configura uno de los supuestos que la Constitución ha previsto para declarar el estado de excepción o si, por el contrario, lo está utilizando para otros fines.

Asimismo, declarado el estado de sitio, esta justificación crea el marco jurídico que le permite adoptar las medidas destinadas a conjurar la perturbación que ha invocado y a los órganos llamados a ejercer un control, señalar los excesos en que incurre cuando estas no son proporcionales o cuando las usa para materias que no tienen relación con ella. En este apartado se revisa el lenguaje utilizado por el Ejecutivo en el considerando de los decretos que declararon el estado de sitio entre 1958 y 1990, y se contrasta con el contexto en que estos fueron expedidos, con el fin de evidenciar cómo el Ejecutivo ha identificado en la oposición un enemigo “interno” y legitimado la represión y el uso excesivo de la fuerza a partir de su asimilación con los grupos armados.15

Si bien el periodo de estudio inicia con el Frente Nacional, conviene hacer una rápida referencia a los años previos a este pacto. El 9 de noviembre de 1949, Mariano Ospina declaró el estado de sitio en todo el territorio nacional (Decreto 3518 de 1949) y suspendió de forma indefinida el Congreso de la República, las asambleas departamentales y los concejos municipales (Decreto 3520 de 1949). A partir de allí el país vivió bajo un estado de sitio permanente que se prolongaría hasta la posesión de Alberto Lleras Camargo, primer presidente del Frente Nacional. Al amparo de esta figura, el Gobierno concentró la función legislativa y expidió normas sobre una gran diversidad de materias que le permitieron contener las voces de descontento y acallar la protesta social.

Ospina, por ejemplo, haciendo uso de las facultades extraordinarias, expidió el Código Sustantivo del Trabajo y prohibió el derecho de huelga a aquellos trabajadores pertenecientes al sector de los “servicios públicos”, categoría que el mismo Gobierno definía en el decreto (Decreto 2663 de 1950, artículo 447). Durante su mandato empezó a evidenciarse así una supresión de las luchas sociales que puede explicarse como una pérdida progresiva de las libertades democráticas, que se acentuó en los gobiernos de Laureano Gómez y Gustavo Rojas Pinilla (Archila 1995a). En efecto, el Gobierno de Laureano Gómez dio un paso más adelante y tipificó la huelga en los “servicios públicos” como delito de “sedición” y trasladó su conocimiento a los jueces militares.

Bajo la dictadura, Rojas amplió la prohibición de la huelga mediante la autorización que el mismo Gobierno se dio para declarar como “servicio público” cualquier actividad que a su juicio interesara a “la seguridad, sanidad y enseñanza, y a la vida económica o social del pueblo” (Decreto 753 de 1956). La ampliación de esta categoría llevó a que el derecho de huelga no fuera reconocido a la mayoría de la clase obrera y a que gran parte de las huelgas fueran penalizadas por una decisión unilateral del Ejecutivo (Perdomo 2012, 88). Pero si bien la represión progresiva de estos años dificultó las condiciones para expresarse, es importante resaltar que la protesta social no desapareció por completo; “la gente siguió planteando demandas y consiguiendo pequeños logros” (Archila 1995a, 74), e incluso llegó a canalizar sus reivindicaciones a través del bipartidismo.

La caída de la dictadura de Rojas Pinilla y el regreso a la democracia -con adjetivos tales como “constreñida” (Dix 1987, 42), “consociacional” (Dix 1980, 303-304; Hartlyn 1988, 13) u “oligárquica” (Wilde 1978, 34)- dejaban sin sustento la utilización de los estados de sitio como una herramienta para gobernar. Además de calmar la violencia partidista, el Frente Nacional encerraba una promesa democrática que tenía dos desafíos en materia institucional: “gobernar sin estado de sitio y reconstruir las instituciones dentro de un nuevo orden democrático” (Perdomo 2012, 90). No obstante, y pese a la necesidad de suspender la legislación de emergencia para legitimar el nuevo orden, los Gobiernos que siguieron también estuvieron marcados por la utilización recurrente que se hizo de esta figura para acallar el descontento en la calle.

Ahora bien, como se explicó al inicio de este apartado, el comienzo del mandato de Alberto Lleras Camargo (1958-1962), primer presidente del Frente Nacional, se caracterizó por “una verdadera irrupción de protestas, especialmente de paros no laborales seguidos de huelgas” (Archila 1995a, 71).16 A su llegada, Lleras Camargo levantó parcialmente el estado de sitio (Decreto 321 de 1958) para intentar diferenciarse del periodo de la dictadura. El estado de sitio, sin embargo, “es prolongado en sus efectos” en la medida en que, con la excusa de que derogar la legislación de excepción supondría una desarticulación institucional, el Gobierno continuó aplicando los decretos legislativos que se habían expedido bajo este marco (Gallón 1979, 30). Primero, a través de la prórroga que el Congreso hizo de su vigencia y luego, al convertir en legislación definitiva todos los decretos legislativos que se habían expedido desde el 9 de noviembre de 1949 hasta el 20 de julio de 1958 y que no hubieran sido modificados o derogados por leyes posteriores (Ley 141 de 1961).

A pesar de que la utilización del estado de sitio se justificó inicialmente en la necesidad de hacer frente a la violencia rural, avanzado el gobierno dejó de tener relación con esta y empezó a respaldarse en el temor a una revuelta militar. A finales de 1958 el Ejecutivo extendió el estado de sitio a todo el territorio nacional, argumentando que “existe un plan subversivo para derrocar las autoridades legítimas, que pone en grave peligro la estabilidad de las instituciones” (Decreto 329 de 1958), el cual fue atribuido a Rojas Pinilla y a los militares favorables a su Gobierno. Nuevamente en 1961, y por hechos similares, se declaró el estado de sitio en todo el territorio nacional y en esta ocasión el Ejecutivo advirtió que habían ocurrido hechos de perturbación del orden público “caracterizados por el uso de la fuerza y por manifestaciones de franca rebelión contra la Constitución y las leyes” (Decreto 10 de 1961).

Pero si la presidencia de Lleras Camargo empezó a mostrar que ni siquiera la restauración de la “democracia” sería suficiente para que el Ejecutivo renunciara a los estados de sitio para gobernar, fue bajo el mandato de Guillermo León Valencia (1962-1966) cuando tuvieron lugar dos cambios que permitirían a los Gobiernos siguientes recurrir a ellos para contener el descontento social. De un lado, “[y]a no se trata en este periodo de combatir la Violencia rural tradicional. Por el contrario, las medidas se orientan explícitamente a combatir los movimientos populares, en especial los dirigidos por la clase obrera y por los estudiantes” (Gallón 1979, 24-25). Del otro, se ampliaron las facultades de los militares para mantener el orden público. Esto cobra sentido si se tiene en cuenta que 1966, año final de su periodo, fue el “más conflictivo en términos laborales en todo el Frente Nacional (114 huelgas), y uno de los más activos para los otros sectores” (Archila 1997b, 20).

El 23 de mayo de 1963 el Gobierno declaró el estado de sitio en cuatro municipios de Santander para enfrentar una huelga. En el considerando argumenta que se habían producido hechos de violencia con ocasión de un paro cívico en el municipio de Barrancabermeja y que “esta situación constituye un riesgo para el normal funcionamiento y la seguridad de la industria del petróleo establecida en Barrancabermeja y en los Municipios vecinos” (Decreto 1137 de 1963). De aquí en adelante, los estados de sitio se utilizarían para contener huelgas y reprimir movimientos populares. Así lo demuestra el estado de sitio que se declaró en 1965 para responder al movimiento estudiantil originado en Medellín contra la invasión de Estados Unidos a República Dominicana, cuando se argumentó que, con ocasión de este conflicto, “se han producido desórdenes, tumultos y choques que han alterado la paz pública y la normalidad de la vida ciudadana” (Decreto 1288 de 1965). A partir del Gobierno de Valencia un paro cívico constituye una perturbación del orden público que amerita la declaración de un estado de sitio.

La represión ejercida por el Gobierno aumentó en la presidencia de Carlos Lleras Restrepo (1966-1970). Esta vez las limitaciones al derecho de reunión se justificaron en que, “con ocasión” del ejercicio de este derecho, se habrían “cometido actos atentatorios contra el orden público y acciones ilegales contra las personas y los bienes” (Decreto 2285 de 1966). Esta sería razón suficiente para que el Gobierno sometiera la organización de manifestaciones, reuniones o desfiles a la autorización previa de los alcaldes. Asimismo, la creación de nuevas herramientas para vigilar a los ciudadanos se apoyó en la necesidad de enfrentar a los grupos armados que esta vez habrían “coordinado su acción obedeciendo a planes subversivos internacionales” (Decreto 2686 de 1966). No obstante, el mismo decreto advierte que “esos grupos no constituyen peligro serio para la estabilidad de las instituciones nacionales y su acción ha venido siendo controlada y reprimida por las Fuerzas Armadas de la República”. Esto demuestra que las medidas tan restrictivas de las libertades que el Ejecutivo adoptó -como la de someter a los ciudadanos a vigilancia policiva- no solo tenían por objeto enfrentar a los grupos armados, sino además criminalizar la protesta social.

También respaldó el Ejecutivo la declaratoria del estado de sitio en la incapacidad de las autoridades para hacer frente a la delincuencia común. En octubre de 1969 se instauró en el Valle y en los considerandos del decreto el Ejecutivo advierte que, pese a los esfuerzos de las autoridades, no ha sido posible detener “la actividad de los delincuentes y destruir su organización” (Decreto 1657 de 1969). Nuevamente, el 21 de abril de 1970 se empleó esta medida para contener el descontento por la sospecha de fraude en las elecciones presidenciales que inicialmente daban como ganador al candidato de la Alianza Nacional Popular (Anapo), Rojas Pinilla. Según el decreto, a raíz de las elecciones, “y sin haber concluido aún el escrutinio inicial, se han presentado en distintos sitios del país manifestaciones legalmente prohibidas en este tiempo, amenazas de amotinamiento e incluso hechos de violencia” (Decreto 590 de 1970). Atemorizado el Gobierno por las manifestaciones promovidas por la Anapo y el desafío que los resultados electorales supondrían para la continuidad y legitimidad del Frente Nacional, el 19 de julio, una vez más, declaró el estado de sitio para contenerlas y señaló en el considerando “[q]ue existe en el país en la actualidad un clima de grave perturbación” (Decreto 1128 de 1970).

Por su parte, el Gobierno de Misael Pastrana (1970-1974), que se enfrentaría a un movimiento estudiantil fortalecido (Archila 1997b, 26), instauró el estado de sitio en todo el territorio nacional para responder a una huelga en la Universidad del Valle y advirtió en el considerando del decreto que en el departamento “existe una situación de conmoción generada por la coincidencia de los movimientos universitarios de los últimos días y la evidente intención por parte de algunos grupos de paralizar las actividades sociales” (Decreto 250 de 1971). El Ejecutivo continuó así respondiendo a la huelga mediante este recurso y ejerciendo una fuerte represión sobre el movimiento estudiantil.

La llegada de López Michelsen a la Presidencia (1974-1978) marca la terminación del Frente Nacional con las primeras elecciones abiertas para presidente de la República desde 1946. No obstante, el Acto Legislativo 1 de 1968 había extendido la repartición paritaria de los principales puestos de la Administración hasta el año 1978 e, incluso, los Gobiernos de coalición se sucederían de facto hasta la elección del presidente Virgilio Barco en 1986 (Hartlyn 1988, 134). Esto llevó a que la repartición del poder no terminara sino una década después de concluido el pacto y a que las terceras fuerzas continuaran excluidas de su participación en la toma de decisiones políticas. La supuesta apertura además no significó un cambio en la élite gobernante. Los actores políticos que intervinieron en este periodo fueron, en gran medida, los mismos que habían gobernado desde la década de los treinta y, cuando no estos directamente, sí sus descendientes (Dix 1987). El resultado “fue una pronta frustración popular, por la confirmación de las tendencias establecidas y la proyección de hecho del Frente Nacional” (Leal 1991, 16).

Para hacer frente a un número creciente de protestas, el 12 de junio de 1975 el Gobierno de López Michelsen declaró el estado de sitio en los departamentos de Antioquia, Atlántico y Valle del Cauca, y lo justificó en las “perturbaciones del orden público en diversos lugares del país, con atentados a personas y a propiedades oficiales y particulares”, y advirtió que en ellas “se incita a la subversión violenta del orden constitucional y al derrocamiento de las autoridades legítimas” (Decreto 1136 de 1975). Dichas perturbaciones se habían originado en protestas estudiantiles y, en general, en manifestaciones de descontento de los ciudadanos con las medidas adoptadas por el Gobierno.

Este lenguaje, que calificaba a las protestas como “subversivas”, se repitió en 1976 cuando el Gobierno de López Michelsen decretó un nuevo estado de sitio para enfrentar el paro del Instituto de Seguros Sociales que se extendió a otras entidades oficiales del Sistema Nacional de Salud, y al que se sumarían diversos sindicatos de entidades estatales y descentralizadas. En este caso, el Ejecutivo advirtió en el considerando “[q]ue, dentro de los fines del paro está el de coaccionar a las autoridades para que, por las vías de hecho, se abstengan de aplicar disposiciones legales, delito contemplado en el artículo 184 del Código Penal” (Decreto 2131 de 1976). Además, afirmó que había ocurrido una serie de hechos “como frecuentes asesinatos, secuestros, colocación de explosivos e incendios característicos de prácticas terroristas dirigidas a producir efectos políticos que desvertebran el régimen republicano vigente”. El Gobierno atribuyó los actos de terrorismo a los sindicalistas y a todos los que participaran de la protesta.

Bajo la vigencia de este estado de sitio el Gobierno enfrentó la huelga general que las cuatro centrales obreras -la Unión de Trabajadores Colombianos (UTC), la Confederación de Trabajadores de Colombia (CTC), la Confederación Sindical de Trabajadores de Colombia (CSTC) y la Confederación General del Trabajo (CGT)- habían convocado para el 14 septiembre de 1977. Hasta entonces había habido tres intentos de llevar a cabo una huelga general -enero de 1969, marzo de 1971 y enero de 1975- que o bien no alcanzaron a concretarse por las discrepancias políticas entre las organizaciones sindicales o bien resultaron en una huelga parcial (Pécaut 1989). Las facultades extraordinarias que el estado de sitio le confería al Ejecutivo le permitieron expedir dos decretos con los cuales se propuso desalentar y criminalizar la protesta. En este caso, las medidas se justificaron en que

la declaratoria de paros cívicos nacionales, la realización de paros ilegales y la amenaza de persistir en huelgas cuyo levantamiento ha sido ordenado de conformidad con la ley, son hechos susceptibles de producir la desvertebración del régimen republicano vigente, además de que son atentatorios contra derechos esenciales para el funcionamiento y preservación del orden democrático propio del estado de derecho. (Decreto 2066 de 1977)

Si bien las convocatorias posteriores que se hicieron a paros nacionales (1981, 1995 y 1990) no prosperaron, “la experiencia de 1977 fue decisiva como efecto de demostración para estimular los paros cívicos locales y regionales, varios de los cuales han sido exitosos y han servido para organizar movimientos sociales y políticos” (Leal 1991, 17).

La represión ejercida por el Gobierno se recrudeció todavía más durante el mandato de Julio César Turbay Ayala (1978-1982). Bajo la vigencia del estado de sitio que había decretado López Michelsen, Turbay expidió el llamado Estatuto de Seguridad una semana antes del primer aniversario del paro del 14 de septiembre de 1977. Esta medida fue la respuesta a la petición que los mandos militares habían hecho un año atrás al presidente López Michelsen -en contra de los mandatos constitucionales que les prohibían actuar como cuerpo deliberante- para que pusiera freno a las críticas que (con razón) la ciudadanía estaba haciendo a los miembros del ejército por su actuación en dicho paro y expidiera medidas adicionales que les permitieran garantizar el mantenimiento del orden público (Vázquez 1980, 13). En este estatuto (Decreto 1923 de 1978) los militares consiguieron un gran protagonismo -para eliminar toda forma de protesta- que no tenía referentes tan evidentes en los Gobiernos anteriores (Chernick 1989, 299).

En la misma línea de sus predecesores, Belisario Betancur (1982-1986) recurrió a sus facultades extraordinarias para contener el descontento social. En 1984 declaró el estado de sitio en los departamentos de Caquetá, Cauca, Huila y Meta ante la necesidad de combatir “grupos armados que atentan contra el régimen constitucional, mediante frecuentes hechos de perturbación del Orden Público” (Decreto 615 de 1984). Unos días después lo extendió a todo el territorio nacional argumentando que, además de los asaltos a poblaciones perpetrados por los grupos armados, era necesario combatir el narcotráfico y el terrorismo (Decreto 1038 de 1984). El 20 de junio de 1985 nuevamente un paro cívico nacional paralizó gran parte de la actividad económica del país, principalmente en las ciudades de Bogotá y Medellín. Si bien no alcanzó el mismo nivel de violencia de la huelga de 1977, todas las ciudades se militarizaron y cientos de personas fueron detenidas. La represión ejercida por el Gobierno, que en su momento hablaba de una “apertura democrática”, marcaría las relaciones entre el Estado y el movimiento sindical (Cartier 1989, 265-266).

Durante el gobierno de Betancur, sin embargo, tuvo lugar un giro en la forma en que el Estado ejercía la represión. Hasta el momento esto se hacía a partir de los estados de sitio, y se caracterizaba por ser “más centralizada, institucional, hecha abiertamente a nombre del Estado y fundamentada en normas legales” (Uprimny y Vargas 1990, 111). El agotamiento del modelo represivo de Turbay para acabar con la crisis de violencia y la “subversión” obligó a reconocer el carácter político y social de la crisis, y le dio el triunfo en las elecciones a Betancur que enarbolaba la bandera de la paz (Leal 1987, 81). Con la idea de dar una salida negociada al conflicto armado, el proceso de paz que inició Betancur con los grupos armados trajo consigo un cambio en “el marco político y jurídico de la acción represiva precedente, la cual ya no puede llevarse a cabo por medios institucionales, abiertos y legales” (Uprimny y Vargas 1990, 116). El problema a partir de entonces era que iba a consolidarse “la represión paraestatal y la guerra sucia”. De forma que la dominación que se ejercía mediante los estados de excepción se acompañó de las acciones represivas de los grupos paramilitares, tales como asesinatos políticos, desapariciones forzadas, etcétera (Uprimny y Vargas 1990, 115).

De esta privatización de la coerción estatal se beneficiaron los partidos tradicionales que vieron cómo era contenida la movilización social y retrocedían terceras fuerzas que amenazaban con quebrar su monopolio en el poder. En efecto, el exterminio de la Unión Patriótica, que empezaba a erigirse como una alternativa de izquierda, no solo fue tolerado por el discurso oficial que identificaba toda forma de oposición que no proviniera de los partidos tradicionales con la subversión, sino también perpetrado por miembros de las fuerzas armadas en connivencia con los paramilitares (Cartier 1989, 282 y 283).

Por su parte, el Gobierno de Virgilio Barco (1986-1990) quiso dar salida a la crisis a través de dos estrategias: de un lado, el esquema Gobierno-oposición que intentó poner fin a la connivencia del Frente Nacional y revitalizar el bipartidismo y, de otro, una continuación del proceso de paz iniciado bajo el mandato de Betancur, pero con la idea de atacar el problema estructural del conflicto -la pobreza- a través del programa de “Rehabilitación, normalización y reconciliación” (Leal 1987, 84). No obstante, el restablecimiento del orden público no volvió a declararse y se prorrogó hasta la expedición de la Constitución de 1991. Barco gobernó así todo su mandato bajo un estado de sitio e hizo una reedición del Estatuto de Seguridad expedido por Turbay que intentó pasar desapercibida bajo el nombre de Estatuto para la Defensa de la Democracia (Decreto 180 de 1988).

La criminalización de la protesta social y su asimilación con el terrorismo sería de nuevo uno de los principales objetivos que perseguía este decreto.17 Advirtiendo la amenaza que representaba para la estabilidad de las instituciones la extensión de la guerra sucia, Barco intentó “relegalizar y centralizar la represión a través de los regímenes de excepción”, sin que hubiera una voluntad real para sancionar dicha guerra; “[s]e da, pues, una articulación de la represión fundamentada en normas de excepción y la continuación de la campaña de exterminio contra los opositores” (Uprimny y Vargas 1990, 124). Esto le permitió acallar el descontento ciudadano que amenazaba con desestabilizar su Gobierno y le evitó tener un diálogo abierto que lo obligara a revaluar sus políticas.

César Gaviria (1990-1994) se posesionó en su cargo bajo la vigencia del estado de sitio que había declarado Belisario Betancur en 1984 (Decreto 1038 de 1984) y, al igual que sus predecesores, hizo uso de las facultades extraordinarias hasta el 4 de julio de 1991, día en que se suscribió la nueva Constitución Política.

b. Las medidas adoptadas para conjurar las perturbaciones del orden público y la criminalización de la protesta social (1958-1990)

Dentro de las medidas adoptadas para cesar las causas de la perturbación e impedir la extensión de sus efectos se encuentra todo tipo de restricciones a las libertades civiles y políticas. En el gobierno de Alberto Lleras Camargo, para hacer frente a las alteraciones del orden público del año 1958 y al supuesto “plan subversivo para derrocar las autoridades legítimas”, sobresale la autorización a los gobernadores, intendentes, comisarios y al alcalde de Bogotá para que restringieran libertades tales como las de circulación, de reunión e información (Decreto 330 de 1958). Si bien este Gobierno apenas estaba ensayando dicho tipo de autorizaciones y todavía no se establecían sanciones a la infracción de las restricciones que en ellas se consagraban, estas “constituye[n] la medida típica, indispensable e inicial del estado de sitio, su eje central” (Gallón 1979, 37), y con el tiempo se irían refinando.

También Guillermo León Valencia (1962-1966) autorizaría a los jefes de la administración regional para restringir la circulación y decretar toques de queda, someter a revisión o prohibir la difusión de noticias o propagandas radiales o escritas, y suspender o limitar el expendio de bebidas alcohólicas como medidas para “contener” las perturbaciones del orden público durante los estados de sitio (Decreto 1289 de 1965). Además de la gravedad que supuso que el Ejecutivo empezara a utilizar esta figura como una herramienta para acallar el descontento social, implementó una estrategia que había sido utilizada desde el Gobierno de Mariano Ospina y que suponía la ampliación de la jurisdicción militar para conocer de algunos delitos cometidos por civiles.18 A partir de entonces empezó a trasladarse el conocimiento de ciertos delitos a la Jurisdicción Penal Militar (Decreto 1290 de 1965), a través del procedimiento de los “consejos verbales de guerra” que desconocía casi todas las garantías del debido proceso. Entre estos delitos se incluían aquellos contra la existencia y la seguridad del Estado, y contra el régimen constitucional y la seguridad interior del Estado, supuestos todos en los que podían encajarse actos propios de la protesta social.

La militarización de la justicia fue defendida por varios sectores del Gobierno y la opinión pública que exhibían las debilidades de la rama judicial y su supuesta inoperancia al momento de administrar justicia. Este discurso, que exaltaba “las cualidades sumarias, severas y expeditas del sistema penal militar en detrimento de la potestad de la justicia ordinaria” (Perdomo 2012, 91), continuó incluso después de finalizado el Frente Nacional. Esto permitiría que las Fuerzas Armadas fueran adquiriendo las “prerrogativas propias de un régimen militar”, pero sin asumir los costos políticos que les hubiera acarreado el ejercicio directo del poder (García y Uprimny 2000, 8).

Pero tal vez la medida más arriesgada, que llevaría unos años después a la degradación del conflicto armado, fue la decretada bajo el estado de sitio declarado en 1965 (Decreto 1288 de 1965). En esta oportunidad el presidente Valencia expidió un estatuto “Por el cual se organiza la defensa nacional” (Decreto 3398 de 1965) -que luego el Congreso incorporaría a la legislación ordinaria mediante la Ley 48 de 1968-, con el que autorizaba al Gobierno a utilizar “a todos los colombianos, hombres y mujeres no comprendidos en el llamamiento al servicio militar obligatorio”, en actividades que contribuyan al restablecimiento de la normalidad (artículo 25). De igual forma, autorizó al Ministerio de Defensa a entregar a los particulares, “cuando lo estime conveniente”, armas consideradas de uso privativo de las Fuerzas Armadas (parágrafo 3, artículo 33). En la década de los ochenta, “[c]on base en estas disposiciones las Fuerzas Armadas habían fomentado la formación de grupos armados de campesinos y terratenientes, en principio para hacer frente a la acción guerrillera, hecho reconocido aun por las propias autoridades militares” (Uprimny y Vargas 1990, 116).

Bajo el Gobierno de Carlos Lleras Restrepo (1966-1970) el derecho de reunión siguió limitándose. Como medida para contener “actos atentatorios contra el orden público” que habrían ocurrido “con ocasión del ejercicio del derecho de reunión”, se sometió la organización de manifestaciones, reuniones y desfiles a la autorización previa de los alcaldes. De esta forma, toda manifestación, reunión o desfile que no hubieran sido autorizados previamente quedaban prohibidos. Fuera de facultar a los alcaldes para fijar otros lugares o vías distintos a los indicados “cuando lo consideraran conveniente”, se les otorgó total discrecionalidad para no autorizarlas,

cuando de acuerdo con los antecedentes de las personas que las organizan o del análisis de la situación pueda fundadamente temerse que degeneren en asonada o tumulto, den ocasión para que se causen daños a personas o bienes, o provoquen un enfrentamiento violento de grupos ciudadanos. (Decreto 2285 de 1966)

La amplitud de estos supuestos llevaba a que el Gobierno pudiera prohibir todo tipo de manifestaciones. Asimismo, se facultó a la policía para disolver todas aquellas reuniones que no tuvieran permiso e imponer sanciones de arresto o multa a quienes violaran esta prohibición.

De otro lado, atribuyéndole una “acción pacificadora” a las Fuerzas Armadas, el Gobierno de Lleras Restrepo creó nuevas medidas para controlar a los ciudadanos, como aquella que autorizaba a someter a vigilancia policiva a “[l]os colombianos contra quienes haya graves indicios de que se hallan vinculados a actividades subversivas o hayan estimulado esas actividades por declaraciones públicas según listas que elabora el Departamento Administrativo de Seguridad [DAS]” (Decreto 2686 de 1966). Esto implicaba que estas personas no podían ausentarse de su lugar de residencia sin previo aviso a la respectiva oficina del DAS, so pena de incurrir en arresto.

Este decreto creó además nuevas penas a distintas conductas relacionadas con la expresión de un descontento, pero que para el Gobierno constituían infracciones por suponer un apoyo a las “bandas subversivas”. Adicionalmente, durante los estados de sitio declarados para contener la inconformidad por los resultados de las elecciones presidenciales que dieron el triunfo a Misael Pastrana, se trasladó a la justicia castrense el conocimiento de delitos políticos, tales como aquellos contra la existencia y la seguridad del Estado, contra el régimen constitucional y contra la seguridad interior del Estado (Decreto 593 de 1970).

Una decisión todavía más lesiva para los derechos fundamentales fue la de recurrir a la aplicación del artículo 28 de la Constitución que consagraba el “derecho de retención”. Este artículo autorizaba al Gobierno para que -aun en tiempo de paz, pero habiendo graves motivos para temer perturbación del orden público- aprehendiera y retuviera a aquellas personas contra las que hubiera graves indicios de que atentaban contra la paz pública. Fuera de la amplitud e indeterminación con que podían calificarse ambos supuestos, esta medida eximía al Gobierno de conseguir una orden judicial que justificara la privación de la libertad durante los primeros diez días (pues bastaba un dictamen previo de sus ministros) y no establecía control ni responsabilidad alguna para los funcionarios que la ordenaran.

También el Gobierno de Misael Pastrana (1970-1974) intentó obstaculizar la protesta, en su caso, el paro general de trabajadores convocado para el 8 de marzo de 1971. Este paro tenía una gran significación en la medida en que ponía sobre la mesa una nueva estrategia que utilizaría el Gobierno para frenar la protesta sindical. Si el papel de la Policía Nacional y de las Fuerzas Armadas se había limitado a controlar las protestas de 1963 y 1969, en 1971, en cambio, “se usó el estado de sitio para prohibir y reprimir toda manifestación pública, para encarcelar a los líderes sindicales y congelar los fondos sindicales; estas medidas se aplicarían en los siguientes paros nacionales, en 1977, 1981, 1985 y 1988” (Cartier 1989, 260).

En efecto, el Gobierno creó penas de arresto no solo para “las personas que estimulan en cualquier forma el desobedecimiento a la ley, o impartan consignas sobre cese o alteración de las actividades normales, inciten, fomenten u organicen reuniones públicas, manifestaciones, o desfiles de cualquier clase”, sino también para “los que simplemente participen en desfiles, reuniones públicas, o manifestaciones no autorizadas” (Decreto 2070 de 1971). Además, el Gobierno podía decidir someter a conocimiento de los tribunales de arbitramento los conflictos laborales que se presentaran bajo la vigencia del estado de sitio y que estuvieran en la etapa de “prehuelga”, cuando considerara que “el cese de actividades constituye una causa más de turbación de orden público o retarde su restablecimiento” (Decreto 276 de 1971). El cese de actividades que desconociera esta decisión sería declarado ilegal por el Gobierno. De esta forma, el Gobierno de Pastrana estuvo “marcado por una profusión de declaraciones de ilegalidad de huelgas y por la persecución recrudecida contra el movimiento obrero” (Gallón 1979, 96-97).

Para controlar a los estudiantes, el Ejecutivo se dio la facultad de ordenar la suspensión de las tareas docentes y académicas de las universidades

cuando los estudiantes o profesores de dichos centros promuevan o realicen […] actos que atenten contra el orden público o dificulten su restablecimiento, tales como paros temporales o indefinidos o asambleas que impidan la vida académica normal de las Universidades y Colegios […] e inciten o participen en manifestaciones y otros actos lesivos del orden público, especialmente los prohibidos por la legislación de emergencia. (Decreto 580 de 1971)

Nuevamente el Ejecutivo se refería a la protesta como un acto que atentaba contra el orden público y la criminalizó. Así, el Gobierno quedaba autorizado para cancelar los contratos de trabajo de sus funcionarios o la matrícula de los estudiantes.

Reeditando algunas de las medidas de Pastrana y bajo el estado de sitio declarado en 1975, el Gobierno de López Michelsen (1974-1978) legisló ampliamente en materia penal y procesal penal: amplió términos procesales para la investigación de delitos adscritos a la jurisdicción militar y facultó a los jueces de instrucción criminal a instruir procesos por delitos de competencia extraordinaria de la justicia militar (Decreto 1412 de 1975), estipuló la creación de nuevos cargos en la jurisdicción penal militar para hacer frente a la ampliación de sus competencias (Decreto 1413 de 1975), creó contravenciones y les asignó penas privativas de la libertad a algunas de ellas, incluyó nuevos supuestos de hecho para los tipos penales existentes, prohibió el beneficio de excarcelación para ciertos casos y dobló las penas de algunos tipos penales cuando el sujeto activo cumpliera con determinadas calidades (Decreto 2407 de 1975). Asimismo, autorizó a practicar allanamientos a cualquier hora del día o de la noche (Decreto 429 de 1976) y limitó la libertad de prensa prohibiendo transmitir, por radio o televisión, noticias o comentarios relacionados con el delito de secuestro (Decreto 653 de 1976).

También el derecho de reunión, la libertad de expresión y el derecho a la huelga fueron fuertemente restringidos mediante la tipificación de ciertas conductas que eran consideradas subversivas, pero que se referían a una manifestación de inconformidad de los ciudadanos y que constituían actos propios de la protesta social. Entre tales conductas se contaban las reuniones tumultuarias que afectaran el pacífico desarrollo de las actividades sociales, reuniones públicas sin el cumplimiento de los requisitos legales, obstaculización del tránsito de personas o vehículos en vía pública, exhibición de letreros con leyendas o dibujos que incitaran a desobedecer la ley, etc. Además, se creó un procedimiento sumario para imponer las penas restrictivas de la libertad que el mismo decreto estipulaba (Decreto 1533 de 1975). Es claro que tales medidas otorgaron un margen amplio de interpretación a las autoridades, por cuanto eran ellas las encargadas de definir, por ejemplo, cuándo se había visto perturbado “el pacífico desarrollo” de las actividades sociales. Se trataba, en definitiva, de medidas autoritarias que coartaban los derechos ciudadanos bajo la figura de prevenir la alteración del orden público.

A los empleados públicos y trabajadores oficiales que hicieran parte de las carreras administrativa, docente, carcelaria y penitenciaria, y diplomática y consular, se les prohibió participar en huelgas o en reuniones tumultuarias, entrabar o impedir la prestación del servicio, así como incitar a participar en estos hechos. Todavía más represiva fue la extensión de esta prohibición a los estudiantes, a quienes se les amenazó con imponerles la cancelación de la matrícula e impedirles ser admitidos en cualquier otro establecimiento oficial de educación (Decreto 528 de 1976). El 18 de octubre el Ejecutivo volvió a tipificar la protesta como delito y les asignó pena de prisión a quienes llevaran a cabo conductas relacionadas con esta, tales como perturbar el pacífico desarrollo de las actividades sociales, realizar reuniones públicas sin el cumplimiento de los requisitos legales, obstaculizar el tránsito de personas o vehículos en vías públicas, y ejecutar o colocar escritos o dibujos ultrajantes en lugar público o abierto al público, entre otras (Decreto 2195 de 1976).

Siguiendo esta misma vía, para manejar el paro del Instituto de Seguros Sociales en 1976, el Gobierno incorporó a las medidas que se habían ensayado durante el estado de sitio anterior el diseño de nuevas figuras represivas. Una de las más desproporcionadas fue aquella que facultó a los alcaldes municipales y a los inspectores de policía a exigir caución de buena conducta, personal o prendaria, a las personas sospechosas de incurrir en delito o contravención (Decreto 2578 de 1976). Pero más preocupante fue la descripción de las conductas o características que hacían sospechosa a una persona que, nuevamente, por su vaguedad y amplitud, daban pie a todo tipo de arbitrariedades. La condición de sospechoso podía derivarse de antecedentes penales o policiales; de actividades, hábitos o formas de vivir; de deambular de ordinario por las vías públicas; de ser forastero e incluso de tener en contra un indicio no suficiente para que le fuera dictado auto de detención en procesos por delitos o contravenciones, y de invadir predios económicamente explotados sin justo título ni consentimiento del dueño, poseedor o tenedor, entre otros (Decreto 2578 de 1976). Estas medidas reproducían la dinámica de un derecho penal de autor y de enemigo (interno) y suprimían los principios de legalidad, presunción de inocencia y libertad de circulación.

Previendo los efectos que el paro de 1977 tendría sobre su Gobierno, López Michelsen hizo uso de las facultades extraordinarias y dos días antes de que estallara expidió dos decretos que tenían por objeto intimidar a los ciudadanos y desalentar su participación en la huelga: el primero imponía una pena de arresto -que también constituiría justa causa de terminación del contrato de trabajo- para aquellas personas que “organicen, dirijan, promuevan, fomenten o estimulen en cualquier forma, el cese total o parcial, continuo o escalonado, de las actividades normales de carácter laboral o de cualquier otro orden” (Decreto 2004 de 1977). El segundo prohibía a la radio y a la televisión transmitir “informaciones, declaraciones, comunicados o comentarios relativos al cese de actividades o a paros y huelgas ilegales” (Decreto 2066 de 1977). Junto a estas medidas, el día de la huelga el Ejecutivo llevó a cabo un despliegue de la fuerza pública sin precedentes. En los barrios populares de las principales ciudades hubo numerosos enfrentamientos con la policía y las fuerzas armadas (Cartier 1989, 261).

Por su parte, el Estatuto de Seguridad expedido por Turbay (Decreto 1923 de 1978) transformó conductas de menor gravedad, que se habían tratado como contravenciones, en delitos; creó nuevas contravenciones; aumentó o agravó las penas para los delitos existentes y siguió ampliando la competencia de la justicia penal militar para conocer delitos que normalmente concernían a la justicia ordinaria (proceso iniciado bajo el Frente Nacional). Igualmente, restableció la censura a los medios de comunicación y extendió a los gobernadores, intendentes y comisarios la facultad que los Gobiernos anteriores les habían otorgado a los alcaldes municipales para imponer toque de queda y ley seca, y para prohibir manifestaciones, desfiles o reuniones públicas. Respecto a la protesta, al igual que sus predecesores, impuso “arresto inconmutable hasta por un año” a quienes “ocupen transitoriamente lugares públicos o abiertos al público”, distribuyan “propaganda subversiva” o fijen “en tales lugares escritos o dibujos ultrajantes o subversivos”, exhorten “a la ciudadanía a la rebelión”, “inciten a quebrantar la ley o a desobedecer a las autoridades”, e incluso a quienes usen máscaras, mallas o antifaces (artículo 7, literales a, b y c).

Este decreto, con el cual el Ejecutivo se proponía debilitar la insurgencia guerrillera y atacar al narcotráfico, fue utilizado para combatir formas de criminalidad ordinaria, pero sobre todo como una herramienta de persecución política de aquellos que manifestaban su inconformidad con el Gobierno. Sus medidas fueron especialmente contundentes con el sindicalismo, los estudiantes y todo tipo de activistas (Hartlyn 1994, 233). En efecto, “[c]on base en el estatuto de seguridad se efectuaron allanamientos masivos y detenciones de numerosos líderes sindicales” (Cartier 1989, 263-264). También Amnistía Internacional (1980, 72) afirmó que el concepto de subversión se había ampliado al punto de incluir en él una variedad de formas de protesta que deberían ser respetadas como legítimas y legales para proteger los derechos políticos y civiles estipulados en la Declaración Universal de Derechos Humanos.

Al igual que el Estatuto de Seguridad, el Estatuto para la Defensa de la Democracia expedido por el Gobierno de Virgilio Barco complementó las disposiciones del Código Penal y de Procedimiento Penal (Decreto 180 de 1988). De esta forma, creó nuevos tipos penales, estableció nuevas circunstancias de agravación punitiva y aumentó algunas penas privativas de la libertad. Pero si Turbay fue duramente criticado por revivir el artículo 28 de la Constitución que autorizaba al Gobierno, cuando hubiera “graves motivos para temer perturbación del orden público”, a aprehender y retener a “las personas contra quienes haya graves indicios de que atentan contra la paz pública”, sin que medie orden judicial, pero con autorización del Consejo de Ministros, el Estatuto de Virgilio Barco iba todavía más lejos al permitir que esta retención se hiciera sin necesidad de orden judicial ni de autoridad alguna.

El Estatuto otorgaba así funciones de policía judicial a las Fuerzas Militares, a la Policía Nacional y al Departamento Administrativo de Seguridad para auxiliar a los Jueces de Orden Público, “en caso de urgencia y cuando las necesidades así lo exijan”, sin especificar cuáles eran estos casos de urgencia o necesidad o quién podía calificarlos como tales. También prohibió la trasmisión “de todo mensaje, noticia, grabación o información que identifique en cualquier forma a testigos de actos terroristas”, así como “la transmisión radial en directo, desde el lugar de los acontecimientos de actos terroristas, mientras estos hechos estén ocurriendo” (Decreto 180 de 1988).

Por último, el Gobierno de César Gaviria (1990-1994) expidió el Estatuto para la Defensa de la Justicia (Decreto 2790 de 1990), más conocido como la justicia sin rostro. Este estatuto contemplaba un procedimiento penal paralelo al ordinario, con jueces y testigos que no daban a conocer su identidad, justificado en la persecución de la que estaban siendo víctimas fiscales y jueces por parte del narcotráfico. El anonimato que protegía a jueces, fiscales y testigos suponía una violación abierta al debido proceso y daba pie a todo tipo de arbitrariedades. Modificado por el Decreto 99 de 1991, fue adoptado como legislación permanente bajo la vigencia de la Constitución de 1991, mediante el Decreto 2271 de 1991 (artículos 4 y 5).

2. Prácticas políticas que sobreviven a reformas constitucionales: la limitación y criminalización de la protesta social después de la Constitución de 1991

Los largos periodos en los que el presidente de la República gobernó haciendo uso de los estados de excepción bajo la Constitución de 1886 llevaron a que el constituyente de 1991 estableciera serias limitaciones a los supuestos y los tiempos en que podía declararlos y conservara los controles a las facultades que adquiría, ejercidos por el Congreso y la Corte Constitucional (García 2001). También prohibió expresamente que los civiles fueran investigados y juzgados por la justicia militar, que se suspendieran los derechos humanos y las libertades fundamentales, y que se interrumpiera el normal funcionamiento de las ramas del poder público o de los órganos del Estado.

De advertir expresamente la Constitución de 1886 que las autoridades podían “disolver toda reunión que degenere en asonada o tumulto, o que obstruya las vías públicas” (artículo 46), la carta de 1991 pasó a reconocer el derecho a la protesta como un derecho fundamental (comprendido en los derechos de manifestación y reunión pública y pacífica y libertad de expresión), y estableció que la limitación al ejercicio de este derecho solo podía hacerse a través de la ley (artículos 20 y 37). Por su parte, la Ley Estatutaria de los Estados de Excepción (Ley 137 de 1994) estableció que ni siquiera bajo el estado de conmoción interior el Gobierno podía tipificar como delito los actos legítimos de protesta social (artículo 44). En este punto conviene advertir que, al igual que ocurrió con los decretos expedidos durante la dictadura de Rojas Pinilla, la Constitución de 1991 autorizó al Gobierno a convertir en legislación permanente los decretos legislativos que se hubieran expedido previamente a la Constitución y que fueran aprobados por la Comisión Legislativa Especial (Constitución Política de 1991, artículo transitorio 8). De esta manera, “en el segundo semestre de 1991 tuvo lugar una intensa jornada de ‘blanqueo’, en la cual se convirtieron en legislación permanente 45 de los 237 decretos legislativos expedidos entre 1984 y 1991” (García 2001, 334 y 335).

De los altos niveles de represión de la protesta social en los años setenta y ochenta, se pasó en la década de los noventa a una disminución de las respuestas estatales represivas e incluso “los eventos de negociación fueron superiores a los de represión” (Archila 2019a, 113). A partir del 2001, sin embargo, aumentaron nuevamente los choques de la fuerza pública con los manifestantes y superaron los indicadores de negociación. Esta tendencia autoritaria, que reapareció en la presidencia de Álvaro Uribe, en el contexto de la guerra de Estados Unidos contra el terrorismo, no disminuyó en ninguno de los dos periodos de gobierno de Juan Manuel Santos (Archila 2019a, 142).

Pero, además de las cargas policiales y la represión que desde el aparato coercitivo tenían lugar desde 2001,19 el Ejecutivo revivió las limitaciones a la protesta social y, aunque ya no podía hacerlo utilizando los estados de excepción, los poderes partidistas que le otorgó el tener amplias mayorías en el Congreso le permitían recurrir a la ley para conseguirlo. Por iniciativa del Gobierno de Juan Manuel Santos, en 2011 el Congreso aprobó la Ley de Seguridad Ciudadana (Ley 1453 de 2011). En ella se tipifican como delitos actos propios de la protesta social, tales como “la usurpación fraudulenta de inmuebles” (artículo 9); y el empleo o lanzamiento “contra persona, edificio o medio de locomoción” de sustancias u objetos peligrosos -sin que se especifique qué se entiende por objetos peligrosos- (artículo 10). Adicionalmente, la pena aumenta “cuando la conducta se realice con fines terroristas o en contra de miembros de la fuerza pública” (artículo 10).

También se tipifica con pena de prisión la “perturbación de actos oficiales” (artículo 15), “la obstrucción a vías públicas que afecten el orden público” (artículo 44) y la “perturbación en servicio de transporte público, colectivo u oficial” (artículo 45). La ambigüedad, amplitud e indeterminación de dichos supuestos de hecho implican la creación de tipos penales abiertos que les otorgan un amplio margen de interpretación a los operadores jurídicos y policivos. A pesar de ello, la Corte Constitucional consideró que estos dos últimos tipos penales no violaban el principio de “estricta legalidad penal”, puesto que la norma era “lo suficientemente precisa y clara” y su indeterminación era superable (Sentencia C-742 de 2012).

Otro delito nuevo es el contemplado en el artículo 43 que le otorga una pena de prisión a quien “ejerza violencia contra servidor público, por razón de sus funciones o para obligarlo a ejecutar u omitir algún acto propio de su cargo o a realizar uno contrario a sus deberes oficiales”. Este artículo tiene por objeto criminalizar a quienes, en el marco de una protesta social, ejerzan su derecho a la legítima defensa frente a los abusos de la policía. Esta ley se enmarca entonces “en un discurso de defensa del orden público, en el que predomina la seguridad nacional y la seguridad del Estado sobre la seguridad de los ciudadanos. Incluso podría afirmarse que en la ley se mantiene una visión contrainsurgente alineada a la guerra contra el terrorismo” (Cruz 2015, 58).

En 2016, nuevamente el Gobierno de Santos recurrió a la ley para establecer limitaciones al ejercicio de la protesta. Por iniciativa del Gobierno, el Congreso aprobó la Ley 1801 de 2016, “por la cual se expide el Código Nacional de Policía y Convivencia Ciudadana”, que exige, para reunirse o manifestarse en sitio público, dar aviso por escrito o por correo electrónico a la primera autoridad administrativa del lugar con 48 horas de anticipación y, a continuación, autoriza a la policía a disolver cualquier reunión y manifestación “que cause alteraciones a la convivencia” (artículo 53), sin concretar qué se entiende por dichas alteraciones. También les otorgó la potestad a los alcaldes de autorizar el uso de las vías y del espacio público (artículo 54). Estos artículos fueron declarados inexequibles por la Corte Constitucional por violar la reserva de ley estatutaria. No obstante, la Corte difirió los efectos de esta sentencia por dos legislaturas, lo que permitió al Ejecutivo seguir echando mano de ellos para reprimir la protesta social por dos años más (Sentencia C-223 de 2017).

Por último, por iniciativa del Gobierno de Iván Duque y después de una avalancha de protestas sociales fuertemente reprimidas por la fuerza pública, el Congreso aprobó la Ley 2197 de 2022, “por medio de la cual se dictan normas tendientes al fortalecimiento de la seguridad ciudadana”, que, al igual que las leyes anteriores, criminaliza actos propios de la protesta social. En esta ocasión se creó el delito de “obstrucción a la función pública” (artículo 20), así como circunstancias de agravación punitiva para el delito de “[o]bstrucción a vías públicas que afecten el orden público” (artículo 16).

Algunas de estas conductas, propias de la protesta social, se habían prohibido bajo los estados de sitio que revisamos en el apartado anterior. Utilizar el derecho penal para hacer frente a la protesta, según lo advierten Uprimny y Sánchez (2010, 49) , tiene el riesgo de criminalizarla tanto al momento de tipificar la conducta -porque se consagran como delitos actos propios de la protesta legítima, se establecen tipos penales ambiguos o indeterminados o la pena es claramente desproporcionada- como al momento de ser aplicados estos tipos penales por parte de las autoridades de policía, jueces y fiscales, quienes pueden utilizarlos de forma abusiva para reprimir ilegítimamente la protesta social. De hecho, “[l]a idea según la cual los manifestantes están simplemente violando la ley” (Gargarella 2007, 140) ha sido tal vez el argumento más común que han dado jueces y abogados para criminalizar la protesta social.

Si a esto se suma que el Código Penal contempla una serie de tipos penales que han sido utilizados para reprimir la protesta social, tales como el delito de asonada, el delito de terrorismo, los delitos cometidos con fines terroristas, el delito de violación de la libertad de trabajo y el de perturbación en servicio de transporte colectivo u oficial,20 tenemos que nuestra Constitución eliminó la posibilidad de que el Ejecutivo persiga a los opositores a partir de los estados de sitio, pero esas prácticas autoritarias consiguieron colarse en la ley.

Conclusión

La figura de los estados de excepción sigue siendo un instrumento indispensable para los Gobiernos que siguieron a la restauración de la “democracia” en 1958 y su uso desmedido ha sido determinante en la consolidación de los rasgos autoritarios que todavía hoy caracterizan nuestro régimen político. El estudio del lenguaje que utilizó el Ejecutivo en el considerando de los decretos legislativos permite identificar que las perturbaciones del orden público interno a las que se refiere provienen, en una parte importante, de actos propios de la protesta social. Expresiones como “desórdenes, tumultos y choques que han alterado la paz pública y la normalidad de la vida ciudadana”, “manifestaciones legalmente prohibidas”, “amenazas de amotinamiento”, “evidente intención por parte de algunos grupos de paralizar las actividades sociales”, “declaratoria de paros cívicos nacionales”, “realización de paros ilegales” y “amenaza de persistir en huelga”, entre otras, son utilizadas por el Ejecutivo para describir los hechos que a su criterio constituyen una perturbación del orden público interno que amerita declarar el estado de sitio. En algunos casos, además, se mezclan tales hechos con actos terroristas atribuibles a los grupos armados o al narcotráfico.

Por su parte, el análisis de las medidas adoptadas revela que el estado de sitio fue utilizado como una herramienta para perseguir a la oposición, contener el nacimiento de nuevas fuerzas políticas, enfrentar los conflictos laborales, desarticular el movimiento sindical y aplastar la protesta social. Así lo confirma la revisión del contexto en que fueron expedidos los decretos legislativos y que pone de relieve una coincidencia entre el momento en que los ciudadanos manifiestan su inconformidad en la calle, los trabajadores exigen la realización de sus derechos o los sindicatos advierten su intención de entrar en huelga y el momento en que el Ejecutivo declara el estado de sitio.

El Gobierno pudo conseguir tales objetivos a partir de la equiparación que hizo entre “protesta social” y “subversión” o “terrorismo”. Presumiendo la existencia de un vínculo entre las manifestaciones de descontento de los ciudadanos y la actividad de los grupos armados, el Gobierno pudo justificar la represión que ejerció sobre toda disidencia manteniendo la apariencia de actuar dentro de los límites democráticos (Amnistía Internacional 1980, 72). Para referirse a la protesta, el Ejecutivo utilizó expresiones como “se incita a la subversión violenta del orden constitucional y al derrocamiento de las autoridades legítimas” o “dentro de los fines del paro está el coaccionar a las autoridades”, con las que identificó en la oposición un enemigo interno y cedió terreno a los militares para enfrentar con las armas la oposición que el poder civil debía enfrentar con el discurso.

De esta forma, la utilización de la figura de los estados de excepción permitió a los Gobiernos de este periodo mostrar un supuesto compromiso con la democracia, al mismo tiempo que les facilitó la adopción de medidas que claramente desvirtuaban sus principios (Gallón 1979). Y si bien el uso de la violencia para resolver los conflictos ha sido una práctica vieja en el país, lo novedoso es que empieza a utilizarse “no solo contra el adversario político sino contra el opositor social” (Archila 1997a, 206).

Entre 1958 y 1990 pudo verse entonces cómo “las cuatro grandes libertades de los modernos” (Bobbio 2003, 381-382), esto es, la libertad personal, de prensa y de opinión, de reunión y de asociación, fueron fuertemente restringidas. También la libertad política, es decir, “el derecho de todos los ciudadanos a participar en la formación de las decisiones colectivas que les atañen” (Bobbio 2003, 382) resultó ampliamente limitada en este periodo. Su restricción quedó manifiesta en la persecución que sufrieron sindicalistas, defensores de derechos humanos y líderes de izquierda, entre muchos otros.

Por último, la expedición de una nueva Constitución limitó las facultades del Ejecutivo para recurrir a los estados de excepción, pero no fue suficiente para transformar las prácticas autoritarias que se habían enquistado en nuestras instituciones. A partir de 1991, el Ejecutivo recurrió a la iniciativa legislativa para presentar los proyectos de ley que permitían revivir las limitaciones del derecho a la protesta y utilizó sus poderes partidistas para que el Congreso los aprobara. Nuevamente, la presentación de dichos proyectos coincidió con los momentos en los que aumentaron las manifestaciones de descontento en la calle. Estas leyes reprodujeron las medidas que se ensayaron con éxito durante los estados de sitio y perpetuaron los rasgos autoritarios que se habían consolidado.

Dentro de los rasgos autoritarios que pueden rastrearse se cuentan, primero, silenciar a la oposición mediante la tipificación como delito de conductas propias de la protesta, tales como: “obstrucción a vías públicas”, “perturbación de actos oficiales”, “perturbación en servicio de transporte público, colectivo u oficial” y “obstrucción a la función pública”. La consagración de penas privativas de la libertad para quienes incurran en dichas conductas supone una criminalización de la protesta que es característica del periodo previo a la expedición de la Constitución de 1991. Que el Estado no proteja la libertad de los ciudadanos a expresarse lleva a que estos no puedan opinar y pierdan su derecho a la crítica; de esta forma cae “la última defensa ante la proliferación del poder arbitrario” (Greppi 2012, 98). Sin la posibilidad de expresar su opinión, los ciudadanos quedan subordinados a una voluntad externa que se impone desde arriba y desde afuera y los excluye de participar en la determinación de la voluntad colectiva (Bovero 2002, 90). Llegados a este punto, la democracia pasa a convertirse en su contrario (Greppi 2012).

Segundo, y tal vez un rasgo todavía más autoritario, hacer frente a las manifestaciones en la calle recurriendo al aparato represivo. La violencia ejercida por el Gobierno, con especial crudeza a partir de 2001, se evidencia en cargas policiales contra los ciudadanos, la militarización de las ciudades y violaciones masivas a los derechos humanos. Solo para referirnos a la última ola de protestas en Colombia, en menos de un mes, esto es, entre el 28 de abril y el 12 de mayo de 2021, Temblores e Indepaz (2021) registraron 2.110 casos de violencia por parte de la Fuerza Pública, dentro de los cuales se cuentan 39 homicidios, 1.055 detenciones arbitrarias contra manifestantes, 30 víctimas de agresiones oculares y 16 víctimas de violencia sexual, entre otras intervenciones violentas. Estas cifras se asemejan, e incluso puede que superen, a las de los años previos a la Constitución de 1991.

El estudio de este periodo revela así que los excesos que todavía hoy observamos por parte del Gobierno y la fuerza pública en el manejo de la protesta social hacen parte de prácticas políticas que durante décadas han sido ensayadas y reforzadas en momentos de crisis. Su transformación, más que reformas constitucionales o legales, requiere cambios estructurales en la cultura de los ciudadanos y las instituciones.

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Presidencia de la República. 1988. Decreto 180. Diario Oficial CXXIV (38191), 27 de enero. https://www.suin-juriscol.gov.co/viewDocument.asp?id=1040981Links ]

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*Este artículo es resultado del proyecto de investigación “La utilización del estado de excepción por parte del Ejecutivo para fines diferentes a los contemplados en la Constitución (1958-2020)”, financiado por la Institución Universitaria de Envigado (grupo de investigación Auditorio Constitucional). Una versión preliminar de este trabajo hace parte de la tesis doctoral “Mutaciones del presidencialismo. La transformación del poder presidencial en Colombia (1974-2010)”, defendida en la Universidad Carlos III de Madrid y financiada por el Departamento Administrativo de Ciencia, Tecnología e Innovación de la República de Colombia (Colciencias), a través del Programa de Formación Doctoral en el Exterior (Convocatoria 617 de 2013). Agradezco a Juan Pablo Ossa, Julián Gaviria y Gabriel Ruiz, así como a los/as evaluadores/as anónimos/as de la revista sus valiosos comentarios que han enriquecido la versión inicial de este artículo.

1Sobre este punto dice Medina: “un 61 % de los paros cívicos ha ocasionado la represión violenta por parte de las autoridades a través de la policía o el ejército, o de los dos cuerpos simultáneamente. A un 25 % de los paros se le ha aplicado un tratamiento híbrido de negociación y represión y un 11 % de los paros ha sido contestado con la negociación” (1977, 17).

2Solo se toman las declaraciones de los estados de sitio, a pesar de que en 1968 se creó el estado de emergencia económica, porque fueron los estados de sitio los empleados para controlar la protesta social.

3Entre 1958 y 1974, Archila (1997b, 17) recoge un total de 3.031 protestas con un promedio de 178 al año; esto es, una protesta cada dos días. Entre el 1.º de enero de 1975 y el 31 de diciembre de 2000, la base de datos del Centro de Investigación y Educación Popular (Cinep) “registró un total de 10.975 luchas de obreros, campesinos, pobladores urbanos, estudiantes, indígenas, mujeres, trabajadores independientes, gremios empresariales y presos” (Archila 2002, 77).

4Un estudio del proceso de construcción del pacto, su contexto, sus antecedentes lejanos en las coaliciones partidistas del siglo XIX y de las negociaciones que finalmente condujeron al acuerdo puede consultarse en Dávila Ladrón de Guevara (2002, 47-97).

5El factor religioso, más que cualquier otro, es el que permite distinguir a los partidos políticos y proveer las bases de sus diferencias ideológicas. Ver Solaún (1980, 7).

6Para Kline (1980, 62), las masas colombianas se organizaron en un sentido emocional; “[e]l efecto de esta organización emocional fue similar al de la organización de los partidos de masa europeos: las masas fueron seguidores obedientes de los líderes del partido”.

7Este pacto trajo consigo, además el inmovilismo del Congreso, una abstención electoral cada vez mayor y la formación de movimientos guerrilleros antisistema que pusieron en evidencia las primeras señales de que las nuevas reglas de juego carecían de legitimidad. Ver Dávila (2002, 107).

8Esta exclusión no era “solo contra las fuerzas extra FN, sino contra aquellos que no estaban incorporados a las maquinarias partidistas o simplemente a la política activa” (Gutiérrez 2007, 91).

9Para tomar decisiones se exigió una mayoría calificada que requería la aprobación de las dos terceras partes de sus miembros.

10Incluso en las corrientes reformistas de los partidos tradicionales que se oponían al monopolio de la política por unos pocos, “numerosos líderes de la cúpula —política, económica y social” se opusieron al ascenso de los caciques locales y expresaron su temor a “que la plebe irrumpiera de lleno en la vida nacional, deteriorándola” (Gutiérrez 2007, 124).

11En esta deformación intervinieron dos instituciones: el Congreso y el Gobierno. El primero, a través de la estrategia legislativa del blanqueo que “consiste en convertir la normatividad de excepción en legislación ordinaria por medio de una ley del Congreso”. El segundo, mediante una estrategia gubernamental de la transfiguración, que “consiste en prolongar la excepción indefinidamente en el tiempo, de tal manera que ya no dependa de la circunstancia que motivó su declaratoria” (García 2001, 333).

12Un ejemplo de esto fue la incorporación en el Código Penal de algunas medidas adoptadas en el Estatuto de Seguridad de Julio César Turbay, como la extensión de la competencia de la jurisdicción militar para juzgar la comisión de determinados delitos por parte de civiles. Ver Archer y Chernick (1989).

13Un estudio de la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia respecto a las facultades del Ejecutivo durante los estados de sitio y su tendencia a inclinar la balanza a su favor puede consultarse en Barreto (2012).

14Sobre este punto, advierte Uprimny (1991), aunque en ciertos casos el control de constitucionalidad ha puesto freno a la arbitrariedad del Ejecutivo, en otros, valiéndose de una interpretación laxa de las facultades del presidente, ha legitimado su actuación autoritaria.

15La transformación del adversario político en el “enemigo interno”, así como de los problemas sociales en manifestaciones subversivas, hizo parte de la aplicación de la Doctrina de Seguridad Nacional en los países latinoamericanos bajo la influencia de Estados Unidos. Un estudio sobre los antecedentes, la consolidación y más tarde el declive de esta doctrina, así como de sus manifestaciones en los distintos países latinoamericanos, puede consultarse en Leal (2003).

16Entre 1957 y 1977 las cinco principales reivindicaciones planteadas por los paros cívicos fueron las que exigían servicios de agua y alcantarillado, los pronunciamientos contra el alza en tarifas de transporte y otros servicios públicos, las que reclamaban servicios de energía eléctrica y las que se referían a problemas relacionados con las vías de comunicación y de educación (ver Medina [1977]). Entre 1975 y 1990, si bien los servicios públicos seguían siendo un problema urgente, otras preocupaciones pasaron a ocupar el centro del debate, tales como “las denuncias por represión, por mal manejo de funcionarios locales o regionales, contra los planes gubernamentales y sobre todo contra la violación de derechos humanos” (Archila 2000, 28).

17En esta década “[e]l avance de la crisis de legitimidad del régimen, los procesos de paz de los últimos gobiernos, el fracaso de la izquierda legal y el auge guerrillero han influido en una especie de repolitización de la sociedad civil fuera de los cauces bipartidistas, luego de su debilitamiento con el Frente Nacional” (Leal 1991, 18).

18El artículo 8 (numeral 7) del Decreto 1125 de 1950, por el cual se expidió el Código Penal Militar, trasladó el conocimiento de los delitos políticos a la justicia castrense.

19Un estudio de los cambios que han experimentado los actores, los motivos de la protesta, las autoridades contra quienes se enfrenta, las modalidades y los departamentos que han sido escenario del mayor número de manifestaciones sociales en los años comprendidos entre 1975 y 2015 puede consultarse en Archila (2019b).

20Asimismo, el Código Penal contempla otros dos delitos que pueden ser más riesgosos para la protesta en un contexto de conflicto armado y que pueden llevar a que, a partir del uso abusivo de estos por parte de algunos operadores jurídicos, terminen por criminalizar a activistas sociales y defensores de derechos humanos que se manifiestan por las vías legales: rebelión y concierto para delinquir (ver Uprimny y Sánchez 2010).

CÓMO CITAR: Arango Restrepo, Ana Catalina. 2023. “Prácticas políticas que sobreviven a reformas constitucionales: limitación y criminalización de la protesta social en Colombia (1958-2022)”. Colombia Internacional 114: 3-37. https://doi.org/10.7440/colombiaint114.2023.01

Recibido: 10 de Julio de 2022; Aprobado: 21 de Septiembre de 2022

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