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Revista Facultad de Ciencias Económicas: Investigación y Reflexión

Print version ISSN 0121-6805

Rev.fac.cienc.econ. vol.28 no.1 Bogotá Jan./June 2020  Epub Nov 25, 2020

https://doi.org/10.18359/rfce.3564 

Artículos/Investigación

El crimen organizado y la fragilidad institucional como condicionantes del desarrollo: el Estado mexicano asediado por el narcotráfico y sus impactos desestructurantes en el tejido social1

Organized Crime and Institutional Fragility as Conditioning Factors for Development: The Mexican State Besieged by Drug Trafficking and its Destructuring Impacts on the Social Fabric

O crime organizado e a fragilidade institucional como condicionantes do desenvolvimento: o Estado mexicano perseguido pelo narcotráfico e seus impactos desestruturantes no tecido social

Isaac Enríquez Péreza 

a Doctor en Economía del Desarrollo, posgraduado en Historia del Pensamiento Económico y sociólogo. Académico en la Universidad Nacional Autónoma de México, miembro del Sistema Nacional de Investigadores (Conacyt), investigador junior para el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (Clacso). Universidad Nacional Autónoma de México, Ciudad de México, México. Correo electrónico: isaacep@unam.mx ORCID: http://orcid.org/0000-0003-1361-5381


Resumen

El presente artículo tiene como objetivo central el explicar e interpretar los alcances y dinámica del crimen organizado como fenómeno que tiende, en una lógica de causalidad circular, a erosionar el tejido social y debilitar la función cohesionadora de las instituciones; efectos estos que profundizan el subdesarrollo de un país como México al presentarse una crisis de Estado ante la emergencia de poderes fácticos que controlan -tras la imposición de su fuerza y violencia-amplios territorios y que le disputan la hegemonía al Gobierno y a su aparato de seguridad. Se trata pues de realizar, con base en el rastreo y sistematización de referencias empíricas, un balance sociohistórico que desentrañe la lógica desestructurante de actividades criminales como el narcotráfico y la incidencia que ejercen en el deterioro de lo público -como espacio para la creación y revitalización de la ciudadanía- en el contexto de la intensificación de los procesos de globalización que también condicionan y socavan los fundamentos del Estado nación. La relevancia del estudio de un fenómeno multidimensional como el crimen organizado resulta fundamental para comprender una de las aristas contemporáneas de la dialéctica desarrollo-subdesarrollo, así como para explorar posibles alternativas y estrategias de política pública que, de cara a la crisis de sentido padecida por las sociedades occidentales, sean útiles para (re)construir el concepto de ciudadanía, revertir el desdén por la ley y reivindicar el respeto hacia lo público.

Palabras clave: dialéctica desarrollo-subdesarrollo; crimen organizado; violencia; desdén por lo público; (re)construcción de la ciudadanía; crisis de Estado; fragilidad de los entramados simbólico-institucionales

Abstract

This article intends to explain and interpret the scope and dynamics of organized crime as a phenomenon that tends, by the logic of circular causality, to erode the social fabric and weaken the cohesive function of institutions. These effects deepen the underdevelopment of a country like Mexico because of the state crisis provoked by the emergence of factual powers that control-by force and violence-large territories and dispute the hegemony of the government and its security apparatus. Based on the tracing and systematization of empirical references, a sociohistorical assessment unravels the destructuring logic of criminal activities such as drug trafficking and their impact on the deterioration of the public sector-as a space for the creation and revitalization of citizenship-amidst the intensification of globalization processes, which also condition and undermine the foundations of the nationstate. The relevance of studying a multidimensional phenomenon such as organized crime is essential to understand one of the contemporary edges of the development-underdevelopment dialectic, as well as to explore possible alternatives and strategies of public policy that, regarding the crisis of meaning suffered by Western societies, are useful to (re)build the concept of citizenship, reverse disdain for the law, and claim respect for the public sector.

Keywords: development-underdevelopment dialectic; organized crime; violence; disdain for the public sector; (re)building of citizenship; state crisis; fragility of symbolic-institutional frameworks

Resumo

Este artigo tem o objetivo central de explicar e interpretar os alcances e a dinâmica do crime organizado como fenômeno que tende, em uma lógica de causalidade circular, a erodir a estrutura social e a debilitar a funço coesa das instituiçôes; esses efeitos aprofundam o subdesenvolvimento de um país como o México ao apresentar-se uma crise de Estado ante a emergência de poderes fáticos que controlam - após a imposiçao de sua força e violência - ampios territórios e que disputam a hegemonia com o governo e seu aparato de segurança. Portanto, trata-se de realizar, como base no rastreamento e na sistematizaçao de referências empíricas, um balanço sócio-histórico que esclareça a lógica desestruturante de atividades criminais como o narcotráfico e a incidência que exercem no dano do público - como espaço para criar e revitalizar a cidadania - no contexto da intensificaçao dos processos de globalizaçao que também condicionam e enfraquecem os fundamentos do Estado-Naçao. A relevância do estudo de um fenômeno multidimensional como o crime organizado resulta fundamental para compreender uma das arestas contemporâneas da dialética desenvolvimento-subdesenvolvimen- to, bem como para explorar possíveis alternativas e estratégias de política pública que, ante a crise de sentido padecida pelas sociedades ocidentais, sejam úteis para (re)construir o conceito de cidadania, reverter o desprezo pela lei e reivindicar o respeito ao público.

Palabras-chave: dialética desenvolvimento-subdesenvolvimento; crime organizado; violência; desprezo pelo público; (re)construçao da cidadania; crise de Estado; fragilidade das estruturas simbólico-institucionais

Introducción

El subdesarrollo de una nación no solo es explicado por la limitada expansión de los principales indicadores macroeconómicos y las dimensiones materiales de una sociedad; precisa también para su análisis de considerar la relevancia de las dimensiones simbólico-culturales y la debilidad de los entramados institucionales. De ahí que sea necesario estudiar, en el marco de la crisis económico-financiera global con sus secuelas en el aparato productivo y la convivencia social, los fenómenos criminales que afloran en una sociedad polarizada, desigual y con contradicciones sociales acentuadas; y que son potenciados en un contexto de fragilidad institucional en el cual prevalece un desdén por lo público y por el cumplimiento de la ley, tanto entre las élites políticas como entre amplios segmentos de la población. Más aún, la transformación y erosión del Estado nación, incentiva, sobre todo en los países subdesarrollados, la emergencia y crecimiento de algunos actores y agentes; estos desafían y le disputan la hegemonía a las instituciones estatales tradicionales al momento de desplegar los alcances de su (contra)poder (tanto económico como político y simbólico), violencia y control territorial. Estos actores y agentes socioeconómicos incluso llegan a poseer una importante influencia política o crecen al amparo de las élites y conforman entramados institucionales paralelos a los legalmente establecidos. Con ello generan una economía informal que, en no pocas ocasiones, se traslapa con las actividades económicas formales y se inserta en redes transnacionales de poder económico que son favorecidas con la intensificación de los procesos de globalización y la porosidad de las fronteras.

Teniendo en cuenta este escenario, una pregunta principal y orientadora que se cruzó de principio a fin en nuestra investigación es la siguiente: ¿cuál es el impacto de las actividades propias del crimen organizado en la sociedad mexicana y en la relación de esta con las instituciones estatales? Para construir posibles respuestas a este interrogante analizamos, con base en un trabajo empírico sustentado en fuentes hemerográficas, los efectos negativos de una acción social que, sobre la imposición de su fuerza y poder, pretende instaurar y “hacer normal” una concepción y una forma de vida en amplios territorios del país. De esta manera, enfática y puntualmente, esbozamos las preguntas centrales de nuestra investigación: ¿cuál es el sentido y la naturaleza de la acción social ejercida por el crimen organizado en México?, ¿cómo incide la erosión de la institucionalidad en la profundización y perpetuación del subdesarrollo a raíz de sus actividades delictivas que siembran el miedo y la instauración de su poder en amplios territorios del país?, ¿y cuáles son los conceptos que pueden ayudar a nombrar y comprender la situación de violencia vivida en el país durante los últimos lustros?

Planteados estos interrogantes, cabe puntualizar que el objetivo general de la investigación consistió en interpretar el sentido de la acción social desplegada por el crimen organizado, así como el carácter desestructurador —que supone, a su vez, una (re)estructuración perversa— de lo social/ institucional generado por el clima de violencia e inseguridad pública que supone la imposición del poder criminal y la estrategia que —en contubernio o no con las élites políticas— le disputa al Estado el monopolio legítimo de la fuerza coercitiva y el control del territorio. Pretendemos, pues, analizar y desentrañar la lógica del narcotráfico como poder fáctico que, en paralelo con otros actores y agentes socioeconómicos y políticos capaces de hacer valer sus intereses facciosos, erosiona la institucionalidad de la sociedad y compromete la (re) construcción de un proyecto de nación. Para ello, será necesario comprender los alcances y naturaleza de la crisis de Estado padecida por México en las últimas décadas y cómo es que en ella se fortalecen los grupos criminales y otros actores y agentes que comprometen la integridad de la nación y contribuyen a profundizar el subdesarrollo.

Con la finalidad de matizar este objetivo general, fue posible plantear los siguientes objetivos específicos, los que desagregaremos en los distintos parágrafos del artículo: a) esbozar un breve estado del conocimiento en torno a los estudios y reflexiones sobre el crimen organizado en América Latina, enfatizando en los desafíos teóricos y conceptuales; b) situar en perspectiva histórica el fortalecimiento del poder económico, político y simbólico-cultural alcanzado por el crimen organizado en México, reconociendo que su expansión en la sociedad se logró con base en la permisividad de las élites y la indefensión de amplios sectores de la población, ajenos a las actividades criminales; c) aprehender los referentes empíricos respecto a las acciones cotidianas del crimen organizado en los últimos lustros, con la finalidad de construir posibles conceptos y categorías que den luz sobre la realidad social estudiada; esto último especialmente en torno al perfil de los actores y agentes, la naturaleza de su acción social y el carácter desestructurador o (re)estructurador de su poder y violencia; y d) argumentar que las acciones emprendidas por el Gobierno mexicano en aras de compensar su carente legitimidad (2006-2018) y mantener en estado de tensión y miedo al país, resultan erróneas; en realidad generan y reproducen, entre la población, una espiral de violencia, así como una fragmentación del sentido de comunidad en múltiples regiones de la nación.

Un argumento resultó fundamental a lo largo de la investigación; a saber: el crimen organizado, en una sociedad subdesarrollada y desigual como la mexicana, no se entiende sin la acción, omisión, incapacidad o colusión del Estado; y, si desde las élites políticas y sus decisiones se dejan vacíos en la vida pública, estos espacios son ocupados por poderes fácticos que se posicionan y apropian de ellos. Más aún, las violencias, especialmente la criminal, política y militar, están en función del conflicto social que subyace en la configuración del poder, la construcción de mercados, la acumulación del capital y la distribución de la riqueza y el ingreso, en esencia asimétricas y estratificadas. Estas violencias, institucionalizadas o no, le dan forma, reproducen y gestionan dicho conflicto, al tiempo que se erigen en el dispositivo principal para la apropiación del territorio en los esfuerzos, públicos o privados. Todo con miras a ampliar los espacios de acumulación, rentabilidad y apropiación ilegal de la riqueza. A partir de ello, el Estado y, particularmente, las decisiones de las élites políticas y del aparato policiaco-militar, en aras de afianzar un patrón de acumulación y capturar lo público, encauzan la violencia y la corrupción como dispositivos de control social e inoculación del miedo en la población. En el caso de México, ello fue una constante entre los años 2006 y 2018 para lo cual se configuró una narrativa que normalizara esa violencia y se adoptaron las decisiones para insertar a México en una división internacional del trabajo criminal mediante una economía clandestina de la muerte.

Algunas nociones de conceptos básicos para comprender la naturaleza del crimen organizado

El crimen organizado se fundamenta en el ejercicio de la violencia y en la construcción del poder —o del contrapoder— que se orienta a modelar cierto tipo de sociedad, sin escapar a los márgenes propios de las directrices institucionales del Estado. Se trata de un tipo organizativo que desestructura los lazos sociales convencionales que son regidos por la paz, y configura relaciones sociales y culturales basadas en la normalización del conflicto y la naturalización o asimilación de pautas de comportamiento al margen de la ley.

Para comprender en perspectiva histórica la naturaleza de las acciones desplegadas por las organizaciones criminales en un México cada vez más convulsionado, resulta preciso delimitar la noción de conceptos como violencia y crimen organizado.

Cuando hablamos de violencia, generalmente nos remitimos a hechos cotidianos de distinto tipo como los insultos, las guerras entre naciones, el control del poder, los asesinatos, los secuestros, las sublevaciones contra la dominación y la con trainsurgencia, la tortura, los robos, el acoso o la discriminación y segregación; de tal manera que se trata de un concepto construido y arraigado social, institucional y culturalmente. La violencia, pues, es un acto consustancial a la dinámica de las sociedades humanas y es una condición de la existencia de los individuos; a través de ella se regulan y dirimen conflictos de manera agresiva, discriminatoria, lesiva y perjudicial para algunas de las partes involucradas, suponiendo con ello actitudes de competencia egoísta entre los individuos. Más aún, el mismo surgimiento, irradiación y perpetuación del Estado moderno no se comprende sin su simbiosis con fenómenos como las violencias.

Si bien, por lo general, en condiciones de equilibrio o estabilidad social rechazamos las violencias y las vemos como acciones negativas, en ciertas circunstancias y según sus causas e intenciones, las justificamos, aceptamos y relativizamos. De ahí que a partir de la moralidad de una sociedad sea posible hablar de violencia autorizada y de violencia desautorizada.

Es de destacar que dentro de las disciplinas científicas no existen consensos en torno al concepto de violencia, pues múltiples son los esfuerzos que a lo largo del tiempo esbozan una teorización sobre dicho fenómeno social de carácter multifacético cuyos orígenes y causas resulta difícil interpretar. A grandes rasgos, tal como se observa en los siguientes párrafos, abundan tantas nociones o definiciones del concepto de violencia como perspectivas teóricas o filosóficas existen sobre el tema.

El filósofo inglés Thomas Hobbes (1994), en aras de rastrear una noción de violencia, en su obra El Leviatán (1651), señala la existencia de un estado de naturaleza en el cual todos luchan contra todos guiados por el egoísmo y la sensación de peligro que supone el otro. Se trata de un escenario signado por el caos y que supone que unos individuos, invadidos por la codicia humana, avasallan para despojar de sus propiedades, e incluso de su vida, a otros individuos que pretenden, por cuenta propia, defenderse de la mejor manera. Ante una situación de violencia generalizada en la que “el hombre es el lobo del hombre”, Hobbes postula la necesidad de crear un gobierno centralizado y totalitario cuya legitimidad otorgada por los ciudadanos estaría dada por la impartición de justicia. Así, el Leviatán es esa criatura que cobija bajo su manto a los individuos y colectividades, y los aleja de la violencia y del mayúsculo de los miedos: el miedo a la muerte. La violencia, según esta perspectiva, se origina en un estado natural y primigenio de los individuos que, al convivir con otros, proceden mediante impulsos desbocados y agresivos.

Por su parte, los biólogos evolucionistas como Charles Darwin (2009), en su obra maestra El origen de las especies por medio de la selección natural (1859), argumentan que los instintos agresivos están relacionados en las especies, incluido el hombre, con la lucha por la vida. Esto es, con la sobrevivencia que solo logran los organismos más aptos, mientras que los más débiles sucumben ante una naturaleza que genera impotencia.

Desde el psicoanálisis, Sigmund Freud (1968) argumenta que la violencia es una disposición instintiva consustancial al ser humano que deriva del instinto de muerte basado en el odio, la agresión y la destrucción; instinto este que coexiste, en el interior del individuo, con el instinto del deseo sexual o del erotismo (eros) que tiende a crear vida, a unir y a conservar. De tal modo que los seres vivos protegen su vida misma a partir de la destrucción de la vida ajena; de ahí que el mismo Freud concluya que es imposible eliminar las tendencias agresivas del ser humano. Para el padre del psicoanálisis, es posible intentar desviar los instintos agresivos al sublimarse en las actividades deportivas, el arte, las ideologías políticas o la religión.

Por oposición a las teorías que conciben a la violencia como un instinto consustancial a la naturaleza humana, otras perspectivas que colocan el énfasis en el entorno afectivo y cultural del individuo argumentan que, si bien existe una propensión natural del ser humano a evidenciar actitudes agresivas, la violencia es un fenómeno adquirido, aprendido y asimilado social y culturalmente a través de la educabilidad. Por tanto, se deduce de estos enfoques que el ser humano no nació con actitudes agresivas y violentas, sino que las adquirió en su proceso de socialización, observación e imitación de las pautas de comportamiento. En estas perspectivas se inscriben las obras de pensadores como San Agustín, Martín Lutero, Juan Calvino, Jean-Jacques Rousseau y John Lewis; este último puso en tela de juicio a la teoría del psicoanálisis al señalar que la naturaleza del individuo tiende más a la cooperación que a la agresión y la competencia.

En la teoría crítica marxista, se distingue entre la violencia reaccionaria empleada por la burguesía para preservar sus intereses y privilegios de clase y el orden social predominante, y la violencia revolucionaria orientada a destruir el aparato burocrático-militar en aras de lograr la colectivización de los medios de producción. De ahí que para esta corriente de pensamiento la violencia sea un medio y no un fin canalizado para agredir y destruir al ser humano; de tal forma que la lucha de clases produce una violencia que es necesaria para emprender la transformación radical de la sociedad.

Si bien son relevantes estas conceptualizaciones sobre la violencia y reconocemos algunas de sus aportaciones y limitaciones, esbozamos una noción del concepto en aras de abordar la realidad fáctica que nos compete: la violencia es una construcción social orientada a una intencional imposición a través de la fuerza, la agresión y la adopción de códigos simbólicos del poder de un individuo u organización sobre otros actores o agentes. Estos están en una posición asimétrica o de subordinación y padecen algún agravio, dolor o transgresión a raíz de la rivalidad o competencia egoísta y destructiva desplegadas en una situación de conflicto generada por la colisión de intereses, cosmovisiones e ideologías. La violencia tiene como fines el subyugar, vencer, destruir o eliminar al otro tras imponer el control y la dominación y al no encontrar otras salidas o soluciones a los conflictos. Ante el agresor o agresores que ejercen la violencia inevitablemente surgen víctimas, sensaciones de miedo e incertidumbre generalizada y se generan escenarios de destrucción. Sin embargo, la violencia también es un proceso de transformación social (una amplia teorización sobre esto último se encuentra en Muchembled, 2010).

Partiendo de este concepto, haremos énfasis a lo largo de nuestro estudio en algunos tipos de violencia, a saber: violencia política, violencia criminal, violencia armada, violencia institucionalizada y violencia simbólica.

En esta misma tónica, en la que se aprecian los argumentos de autores clásicos de las ciencias sociales respecto a las nociones de conceptos como delito común o crimen en su acepción más amplia y que nos permite realizar sucesivas distinciones conceptuales, resultó necesario reflexionar en torno al concepto de crimen organizado.

La voz crimen organizado genera, entre los receptores, una importante carga emocional que no deja indiferente a las personas. Ello en gran medida por el dejo de misterio, ilegalidad y clandestinidad que supone, así como por la difusión masiva que se hace de dicho fenómeno a través del cine, la televisión, los “bombardeos” informativos que transmiten nota roja y mensajes sensacionalistas, las novelas policiacas y las historietas consumidas popularmente.

El crimen organizado fue usado como una nueva justificación de las funciones de los servicios secretos de inteligencia y seguridad de los Estados Unidos ante la caída de la amenaza soviética que les ofreció durante cinco décadas una razón de ser. Hacia finales de la década de los ochenta y principios de los noventa y tras los recortes al gasto público propios de las políticas deflacionarias, fue catalogado como la nueva amenaza a la seguridad nacional. Este cambio de objetivo en temas de seguridad nacional y la autorización concedida al Departamento de Defensa y a las agencias de seguridad para involucrarse de lleno en la “lucha contra las drogas”, se estipularon en la política denominada National Security Decision Directive 221, firmada por el presidente Ronald Reagan en 1986.

Al igual que el concepto de violencia, no resulta posible estandarizar una definición de crimen organizado plenamente consensuada y que resulte del todo operativa al estudiar el mundo fenoménico.

Abundan las definiciones provenientes de las legislaciones y códigos penales estipulados en distintos países y que tienen como finalidad el regular e intervenir sobre la dinámica, causas y consecuencias de las actividades delictivas; también aquellas derivadas de documentos estratégicos de política pública orientados a analizar y encauzar desde organismos internacionales y Gobiernos nacionales la “lucha contra las drogas”. Paralelamente a ello, predominan también las conceptualizaciones e interpretaciones sobre el fenómeno esbozadas por los medios masivos de difusión como la televisión y la prensa escrita.

Si bien es preciso distinguir entre crimen o delito común y crimen organizado, las teorías sociológicas clásicas y contemporáneas, por su parte, realizan acercamientos a la conceptualización de la primera modalidad de conducta. El pensador francés Émile Durkheim, desde el enfoque funcionalista, argumenta que el crimen es un hecho social inevitable que es parte de la naturaleza y de las condiciones de existencia de la sociedad moderna; también es un fenómeno indispensable para su funcionamiento, puesto que facilita la cohesión moral entre los grupos agraviados en sus sentimientos colectivos y que pretenden crear una identidad; además, señala que el delito es un hecho social normal y que una sociedad que se precie de funcionar de manera regular es imposible que se encuentre exenta de manifestaciones criminales (Durkheim, 1986). Por su parte, la teoría crítica marxista señala que el origen del crimen es estructural, por lo que la proliferación y radicalización de este fenómeno es inherente al capitalismo por cuanto prevalecen en él relaciones de propiedad, producción e intercambio signadas por la asimetría y la desigualdad social. Más aún, en estas circunstancias, no todos los individuos son absorbidos por un sistema productivo que, debido a su propia naturaleza, genera desposeídos o un ejército de reserva impedido de garantizar su subsistencia; por tanto, al padecerse la exclusión, esos individuos recurren al delito para satisfacer sus mínimas necesidades básicas. Desde el enfoque post-estructuralista, Michel Foucault puntualiza que el delito y el delincuente tienen una utilidad económico-política que consiste en generar el miedo entre la población; pues, en la medida en que la delincuencia aumente, el miedo se expandirá entre los individuos y el sistema de control policial será aceptado, deseado y legitimado por el conjunto de la sociedad (Foucault, 1999).

Es de destacar que estos pensadores sitúan sus reflexiones en el plano del crimen en su forma más elemental y genérica que remite a delitos comunes como el robo o hurto, el homicidio, las agresiones verbales o físicas y las lesiones, entre otros; expresiones delictivas que en ciertas ocasiones remiten a conductas individuales, espontáneas (“la ocasión hace al ladrón”), esporádicas y cuyo ejercicio de la violencia no siempre precisa de un amplio despliegue de organización colectiva y de acciones sistemáticas de los individuos que transgreden la ley.

Matizado lo anterior y distinguiéndonos de ello, comenzamos por mencionar que toda actividad criminal supone cierta capacidad organizativa e institucional que permita a los delincuentes lograr los fines deseados y tener una continuidad de sus acciones en el tiempo. Partiendo de esta noción básica es posible esbozar una definición de crimen organizado que arroje luz con miras a cumplir los objetivos de nuestra investigación.

El crimen organizado es una acción social desplegada por un grupo o asociación de individuos integrados de manera formal o informal que, al manifestar una continuidad de sus actos, realizan una transgresión sistemática, planificada y coordinada de la ley; esa acción tiene el objetivo de lograr ganancias monetario-financieras o la construcción e imposición de poder y dominación en aras de apropiarse de mercados y territorios útiles para la producción y distribución de bienes y servicios ilícitos que poseen valor agregado. Todo lo cual supone la comisión de delitos graves y en serie a través de una división del trabajo que amerita cooperación y participación de los individuos por tiempo indefinido; de tal forma que su eficacia estará dada por el grado de violencia, intimidación o corrupción ejercidos; y también por la influencia y capacidad de cooptación o negociación que dicha asociación tenga respecto a la economía legal, la esfera político-gubernamental, la procuración e impartición de justicia, los procesos de socialización y los medios masivos de difusión.

Múltiples son las actividades delictivas o ilícitas que encajan en una definición de crimen organizado: el tráfico de personas y la prostitución, el contrabando de bienes y servicios que conforman mercados negros; el robo y comercio de automóviles, autopartes y combustibles; las casas de juego y apuestas; fraudes a partir de documentos y dinero falsos; el robo en propiedad privada y la venta masiva de los objetos hurtados; asaltos a sucursales bancarias; el robo y tráfico de objetos con valor histórico y artístico como pinturas y esculturas; la llamada “contabilidad creativa” ejercida por “delincuentes de cuello blanco”; la corrupción de funcionarios públicos con miras a lograr impunidad; el robo y tráfico de animales; el tráfico de órganos e infantes; el robo de material nuclear y radioactivo; el paramilitarismo; el tráfico de armas y materiales explosivos; el tráfico de migrantes indocumentados; la piratería de música, video o ropa; las acciones terroristas, las extorsiones y secuestros; el narcoterrorismo; las labores de asesinos a sueldo (sicarios); el tráfico de drogas y estupefacientes; y el lavado de dinero a través de inversiones en cuentas bancarias, inversiones inmobiliarias o giros diversos.

Al respecto, existen, desde finales de los años ochenta y principios de los noventa hasta el 2000, una serie de instrumentos y regímenes internacionales que perfilan nociones y parámetros internacionales más allá de las visiones materialistas, funcionalistas y sociológicas, que pretenden definir un conjunto de elementos y facetas del crimen organizado. Pensemos, por ejemplo, en la Convención contra la Delincuencia Organizada Transnacional (Naciones Unidas, 2000) o Convención de Palermo y sus tres protocolos. Con el ánimo de homologar criterios de análisis y variabilidad en torno al fenómeno criminal, en México, durante 1996, se promulgó la Ley Federal Contra la Delincuencia Organizada.

Para la investigación del crimen organizado en México, nos concentramos en el análisis de la lógica del narcotráfico como fenómeno social profundamente arraigado en el país y que engloba tres elementos analíticos fundamentales: a) la construcción del poder a través de la(s) violencia(s) constante(s) y permanente(s) que desestructura(n), o (re)estructura(n) de manera perversa, el sentido tradicional de comunidad; y gestan entre los individuos y colectividades involucrados directa e indirectamente nuevas legitimidades fundadas en el desdén por la ley; y también en el arraigo, dentro de los imaginarios sociales, de la aceptación como algo “normal”, de la criminalidad, la cultura del miedo y la incertidumbre; b) una estrecha simbiosis y colusión entre las organizaciones criminales y amplios sectores de líderes de las instituciones del Estado; y c) las fricciones y regresiones que supone, para un desdibujado proyecto de nación, la tendencia del crimen organizado a debilitar y erosionar mediante la escalada de violencia frontal, la cooptación y la corrupción la institucionalidad y el espacio público; fenómenos estos que se orientan a profundizar el subdesarrollo de México. Aunque cabe matizar que no necesariamente existe una relación direccionada y voluntaria entre individuos y colectividades criminales, sino que se gesta también una cooptación territorial, donde la “aceptación” y el “consentimiento” no son algo común, sino una forma de resistencia ante la amenaza de la violencia. De ahí los destierros, los desplazados y desterritorializaciones en algunos estados mexicanos, las desapariciones forzadas y los colectivos de resistencia o de búsqueda de desaparecidos, que no necesariamente escapan a esta legitimidad de que goza el crimen organizado.

Precisado y definido lo anterior, cabe realizar la siguiente distinción conceptual: a diferencia del delito común, el crimen organizado —específicamente el narcotráfico como actividad empresarial y violenta— es una construcción social, histórica e institucional delimitada por la generalización e imposición desde el poder político de una moral prohibicionista; moral que de manera paralela y en una época determinada crea e impone normas y define o estigmatiza las conductas desviadas, construye los mercados informales y conforma los cuerpos policiaco-represivos destinados a su contención o protección. De ahí que lo criminal sea un juicio moral construido socialmente e institucionalizado en códigos penales que lo sancionan. Así pues, los narcóticos que en el pasado no eran prohibidos y que en la actualidad lo son, erigen la frontera entre lo criminal o ilegal y lo que no lo es. La prohibición y criminalización de las drogas está dada por la generalización masiva y la dependencia de su consumo; situaciones que generan “preocupación” entre las autoridades políticas y policiacas que pretenden extender su tutela, sus referentes morales y la protección de ciertos estándares de salud que consideran pertinentes para la población. En la medida en que el crimen organizado es una construcción social relacionada con el prohibicionismo y con la imposición de un cierto ethos que se traduce en política pública (en un modus vivendi o modus operandi), resulta posible argumentar que no es un hecho social inevitable; más bien está construido históricamente y depende de convencionalismos y de lo que sea considerado como bueno (legal) o malo (ilegal) por los actores y agentes sociales que hacen valer su poder y moralidad. Detrás del crimen organizado subyace la construcción de estructuras de poder, riqueza y dominación, que aprovechan y a su vez potencian la estratificación, las asimetrías y las desigualdades sociales en el contexto de una división internacional del trabajo criminal.

Trazos generales sobre el estado del conocimiento en torno al crimen organizado: las ciencias sociales latinoamericanas ante la proliferación de los estudios periodísticos

Múltiples son los textos que desde distintas profesiones y enfoques pretenden dar cuenta de la complejidad de un fenómeno social como el crimen organizado y sus impactos en la vida de las sociedades y los individuos (véase Figura 1).

Fuente: elaboración propia.

Figura 1 Discursos latinoamericanos que analizan el crimen organizado y sus impactos en la sociedad.  

En el conjunto de las ciencias sociales latinoamericanas destacan los esfuerzos y contribuciones de académicos colombianos en temas como la cultura política y su relación histórica con la ocupación territorial y el narcotráfico (Perea, 2009); los alcances de la política antidrogas; la expansión continental del narcotráfico (Garay-Salamanca, León Beltrán y Salcedo-Albarán, 2010); el crimen organizado en las relaciones internacionales (Camacho, 2006); los alcances y efectos del Plan Colombia; la participación de las guerrillas colombianas en el narcotráfico (Mujica y Thoumi, 2000); el debate sobre la posible legalización de la cocaína en aras de su control (Cartay, 1994); el análisis del mercado de cocaína (Vargas Hernández, 2005) y las magnitudes económicas del comercio de drogas (Duncan, Vargas, Rocha y López, 2005); la trasmutación del narcotraficante en delincuente político para evitar su extradición a los Estados Unidos (Requejo y Guáqueta, 2007); la influencia del narcotráfico en la economía y la estabilidad política (Rocha García, 2001); la relación entre el narcotráfico y la corrupción (Thoumi, 1999); el despliegue de paramilitares desde los grupos criminales (Cubides, 2004 y 2005); la incidencia de los narcotraficantes, a través del capital social perverso, en la legislación de normas penales que les resulten favorables (León-Beltrán y Salcedo-Albarán, 2008); los desafíos del narcotráfico para la seguridad nacional (Bonilla, 2004, pp. 151-172); y la incidencia del narcotráfico en la literatura colombiana (Polit Dueñas, 2006). Es de destacar que en este país son abundantes los estudios sobre el crimen organizado debido a la histórica presencia de ese fenómeno en su sociedad, así como a los cruentos efectos sobre su vida cotidiana y la estructura de poder.

En otros países sudamericanos como Perú sobresalen (con la finalidad de ofrecer una perspectiva integral sobre los fenómenos) estudios que abordan la relación del cultivo de la hoja de coca con el narcotráfico y la emergencia de un nuevo ciclo de demanda mundial; en ellos se tienen en cuenta dimensiones como la psiquiatría en la prohibición de las drogas, la génesis y comportamiento de los movimientos sociales cocaleros, y la incidencia de las políticas antidrogas en los derechos humanos (Cáceres Santamaría, Cabieses Cubas, Durand Guevara, Soberón Garrido y Rumrrill García, 2007). Los académicos peruanos se esfuerzan también por analizar el fracaso de las legislaciones represivas aplicadas al tráfico de drogas (Soberón, 1995); el poder y subversión del narcotráfico y su incidencia en el sistema de partidos políticos (Bernales y Rumrrill, 1989); y la geopolítica regional y el papel del Estado en la lucha contra el narcotráfico.

Por su parte, la academia brasileña también muestra un interés destacado por los estudios sobre el crimen organizado. Sobresalen investigaciones en torno a las dificultades padecidas por el Estado y la aplicación de la ley en el combate al narcotráfico (Yukio Hasai, 2006); las fuerzas armadas en la lucha antidrogas (Carvalho Silveira, 2006); la importancia en el narcotráfico de las relaciones de parentesco y los vínculos afectivos (Silva de Sousa, 2004); así como la presencia del narcotráfico en las favelas.

Específicamente, en México destacan multitud de textos y análisis realizados desde el género y la profesión del periodismo: algunos enfatizan en la elaboración de documentos biográficos sobre los narcotraficantes y la trayectoria de los llamados cárteles (por ejemplo, Blancornelas, 2002; Cruz, 2009; Hernández, 2010; Beith, 2010; Grillo, 2012, 2016); otros, desde el reportaje histórico, analizan la forma en que el Gobierno mexicano hace un uso político del narcotráfico y cómo es que estos grupos criminales crecen al amparo del poder político (Osorno, 2009b); algunos más, desde el análisis de coyuntura tratan la rivalidad entre los cárteles de la droga y la hegemonía del llamado cártel de Sinaloa (Reveles, 2010); y unos más desde la crónica periodística, analizan el trágico escenario impuesto por el narcoterrorismo en México (Villoro, 2010). De manera menos prolífica que los periodistas, el género del ensayo también se ocupa de la reflexión sobre el crimen organizado (véase, por ejemplo, Monsiváis, 2009). Dentro de estos géneros, predomina un relato con actitud de denuncia e impugnación respecto a los problemas sociales relacionados con la violencia criminal.

Si bien la presencia de estos géneros es mayoritaria, múltiples son las investigaciones realizadas en las ciencias sociales mexicanas. Predominan en este último rubro los estudios sobre el narcotráfico desde una perspectiva local-regional; varios de ellos realizados mediante el análisis histórico y abarcando distintas temáticas como: el discurso de la delincuencia organizada y su poder de afirmación (Arriaga Órnelas, 2009); las relaciones internacionales entre México y Estados Unidos y los procesos de certificación en materia de narcotráfico; el sentido de los corridos de narcotraficantes como parte de la construcción de una identidad para esa categoría social de complicado estudio (Astorga, 1995, 1997, 2000, 2005) y como mecanismos para la representación social de la violencia (Héau Lambert y Giménez, 2004); las insuficiencias y fracasos de las políticas antidrogas adoptadas por el Gobierno mexicano (Meyer, 2007; Astorga, 2001) y la relación de estas estrategias con la seguridad nacional (Vélez Quero, 2001); las fuerzas armadas como parte de las estrategias de combate al narcotráfico (Piñeyro, 2004); la geopolítica de las drogas en México y la hegemonía del Estado de Sinaloa (Astorga, 2004); las relaciones entre la Iglesia católica y el crimen organizado (Pérez-Rayón Elizundía, 2006); el narcotráfico en la literatura; la globalización del crimen y los mercados ilegales; las representaciones sociales del narcotráfico entre los jóvenes (Ovalle, 2005); la narcocultura (Astorga, 1995; Guerrero Velasco, 2009) y su institucionalización (Sánchez Godoy, 2009); la incursión de la mujer en el mundo del narcotráfico (Ovalle y Giacomello, 2008); los desafíos impuestos por el crimen organizado a la construcción de la gobernabilidad y la erosión de los controles estatales sobre sus actividades; el narcotráfico como espacio social de lucha por el monopolio legítimo de un proyecto ilegal (Ovalle, 2010); la relación entre los partidos políticos y la inseguridad pública (Arellano Ríos, 2008), así como la postura de los narcotraficantes ante la alternancia partidista en el poder político (Astorga, 2009); y la presencia del narcotráfico en los medios masivos de difusión (Astorga, 2003).

Es de destacar que, si bien existe en México un amplio predominio de análisis periodísticos —algunos de los cuales se convirtieron en auténticos best seller— que abordan la temática en cuestión, desde nuestra perspectiva esos textos no son desdeñados puesto que se convierten en insumos necesarios para la construcción de conocimiento desde las ciencias sociales. Por un lado, brindan relevante información empírica (incluso de primera mano) sobre las actividades del crimen organizado y, por otro, son relatos que toman el pulso al comportamiento y rasgos de un fenómeno social que resulta de difícil acceso para el científico social. De ahí que en nuestra estrategia metodológica consideremos apropiarse de esta información para tender los puentes conceptuales respecto a un fenómeno singular del cual no se posee información sistematizada por las autoridades y los ámbitos académicos.

Paralelamente a lo anterior, llama la atención a lo largo del breve estado del arte esbozado que amplios sectores del ámbito académico latinoamericano dedicados al tema no logran articular un sólido, creativo e innovador discurso teórico-conceptual; más bien se apropian de conceptos y categorías eurocéntricas y periodísticas, y tampoco desentrañan el sentido y naturaleza de los fenómenos estudiados; ni menos aún, relacionarlos con la dialéctica desarrollo-subdesarrollo pues muy pocos son aquellos que estudian, especialmente en México, el carácter dialéctico y la causalidad circular del impacto del crimen organizado en las instituciones y cómo ello acelera y profundiza el subdesarrollo.

Breve panorama histórico sobre la emergencia, crecimiento y consolidación del crimen organizado en México (1880-2000)

Es de destacar que la gestación de las actividades del crimen organizado en México y la actual expansión y proliferación de la violencia que le es consustancial, son fenómenos que tienen manifestaciones y raíces profundas y que distan de ser recientes y coyunturales. Más bien, asumen nuevas facetas y profundidades en el contexto de una estrategia de seguridad pública que posicionó entre el 2006 y el 2018 al Gobierno como una supuesta entidad confrontacional. Esto es, se trata de fenómenos sociohistóricos que responden a una débil formación institucional y a la ausencia o insuficiencia de leyes que se cumplan. Para comprender la naturaleza de la acción social del crimen organizado en México, resulta relevante realizar una amplia revisión histórica de su desenvolvimiento, teniendo en cuenta que uno de los principales epicentros lo es la entidad federativa de Sinaloa localizada al norte del país. Lo que en ese territorio ocurre desde finales del siglo XIX hasta los primeros lustros del siglo XXI, en buena medida define o incide —directa o indirectamente— en la conformación y reconfiguración de las organizaciones de narcotraficantes.

Por motivos de espacio, no exponemos el largo recorrido histórico del crimen organizado en México (véase Figura 2); sin embargo, no obviamos la relevancia del análisis histórico sobre este fenómeno y, por ello, remitimos a los lectores a las fuentes más reputadas y autorizadas para su tratamiento (véanse, por ejemplo, Mills, 1987; Shannon, 1988; Lazcano Ochoa, 1992; Gootenberg, 1999; Astorga, 1996; Osorno, 2009a; Hernández, 2010; Beith, 2010; Grillo, 2012). Nosotros nos limitamos a presentar e interpretar de manera sucinta un par de figuras que pueden ilustrarnos al respecto y a narrar algunos acontecimientos que marcaron puntos de inflexión en nuestro objeto de estudio.

Fuente: elaboración propia.

Figura 2 Descripción histórica de la evolución del narcotráfico en México: de la subordinación al poder político a la confrontación. 

Corrían las postrimerías del siglo XIX y la amapola era ya una planta cultivada de manera abundante en las tierras del estado de Sinaloa. Fue introducida en esa entidad federativa por los migrantes chinos que la cultivaron en las huertas hogareñas con fines personales y medicinales. Durante el régimen encabezado por el General Porfirio Díaz, era legítimo y generalizado el consumo de opio extraído de la amapola, así como la heroína y sus propiedades curativas de la tos. La cocaína contenida en vinos y los cigarros de mariguana representaron drogas y fármacos de uso muy extendido entre la población que recurría a ellos para aliviar malestares de la salud. Con el abuso de sustancias como la morfina y los primeros efectos negativos identificados en la entidad federativa, hacia 1883 se establecen las primeras reglamentaciones con la finalidad de normar y moderar su uso. Esas medidas se endurecen hacia 1920 cuando las autoridades sanitarias pretenden prohibir el consumo de la mariguana y estipulan permisos para el uso y consumo del opio y la amapola. Es hasta 1925, con el Gobierno encabezado por el general Plutarco Elías Calles, cuando se establecen normas jurídicas para limitar y prohibir la importación de opio, heroína y mariguana aptos para fumar. Sin embargo, los traficantes y consumidores proliferaron en el estado y hacían caso omiso de las prohibiciones esbozadas tanto por los gobiernos locales como por el Gobierno federal.

Durante los años veinte, la creciente migración de chinos ingresó como mano de obra barata por los puertos de Mazatlán y Topolobampo con la finalidad de trabajar en el tendido de las vías del ferrocarril. Portaban consigo el hábito de fumar opio; de ahí que la criminalización de la droga en Sinaloa fuese una reacción orientada a expulsar a estos migrantes que traficaban dicha sustancia y que representaban una competencia para los comerciantes locales (Osorno, 2009b, cap. 1; Astorga, 1996, cap. 1).

El narcotráfico, como actividad criminal, comienza a configurarse como tal hacia 1930 en las márgenes del estado de Sinaloa. Un alto funcionario encargado, durante varias administraciones, de la fiscalía local, de nombre Manuel Lazcano Ochoa, reconoce en su autobiografía (Lazcano Ochoa, 1992) que el cultivo de drogas en el estado era, por aquellos años, una actividad que no se ocultaba y que la Policía Judicial local conocía la identidad de los productores; pero se mostraba permisiva a cambio de importantes ingresos que acaparaban los jefes policiacos.

Para la década de los cincuenta, Sinaloa es ya un territorio dominado por un crimen organizado en ascenso que imita los métodos de las mafias de Chicago e impone su poder a través de la violencia. Culiacán, la capital del estado, es catalogada por los periódicos locales como un “Chicago con gángsters de huarache” (Astorga, 1996). Es la época también en la que proliferan los fumadores de mariguana por las calles de Culiacán, mientras la complacencia de las autoridades se hace evidente cuando en 1963 el entonces candidato a gobernador del estado, Leopoldo Sánchez Celis, les espetó, según anécdotas difundidas, a los productores de narcóticos: “Váyanse de Sinaloa. Mátense fuera. Aquí nomás trabajen” (esta anécdota de mención popular es recogida en Lazcano Ochoa, 1992, p. 224).

Un punto de quiebre en las relaciones entre las autoridades policiales y los narcotraficantes se presenta en 1969 con la ejecución del Mayor Ramón Virrueta Cruz, entonces Jefe de la Policía Judicial del Estado de Sinaloa. A principios de 1970 se inicia una campaña contra el narcotráfico emprendida desde el Gobierno federal para rescatar amplios territorios del estado que estaban fuera de control. Sin embargo, es entre 1975 y 1978 cuando se emprende una aparente confrontación entre el Gobierno mexicano y los narcotraficantes sinaloenses; a través de la llamada “Operación Cóndor” se utilizó a diez mil militares y esto propició la dispersión de varios criminales hacia distintos puntos del territorio nacional, especialmente hacia las ciudades de Guadalajara, Tijuana y Ciudad Juárez. Se extendió así el dominio y la violencia anteriormente focalizada en el estado de Sinaloa. Sin embargo, dicha acción militar no derivó en la captura de líderes importantes y solo se cometieron, por parte de los militares y policías judiciales, graves violaciones a los derechos humanos de campesinos y productores menores, muchos de los cuales fueron asesinados de manera violenta; también se llevaron a cabo procesos de destrucción ambiental (los helicópteros artillados lanzaron defoliantes sobre los cultivos de estupefacientes); y se aprovechó el uso político-represivo del narcotráfico para atacar a fuerzas sociales opositoras que desde la Universidad Autónoma de Sinaloa y otros sectores de la sociedad cuestionaron tajantemente al Gobierno mexicano (sobre este recuento histórico véanse Osorno, 2009b; Astorga, 1996).

Por aquellos años comienza a gestarse el fenómeno musical del narcocorrido con la canción “La banda del carro rojo”, interpretada por el grupo sinaloense de Los Tigres del Norte; con ello se dio pauta a un género musical que intenta retratar, y en muchas ocasiones alabar, el carácter y los estilos de vida de los capos de las drogas en México (para mayores detalles sobre este fenómeno musical ver Astorga, 1995, 1997, 2000, 2005).

Pese a la dispersión territorial propiciada por la “Operación Cóndor”, la violencia ligada a la producción y tráfico de drogas regresó al estado de Sinaloa durante la primera mitad de la década de los ochenta; incluso se recrudeció al caer varios mandos policiacos locales y al propiciarse la migración de campesinos y pizcadores de droga seducidos mediante los salarios ofrecidos por los productores y traficantes. Hacia 1984, Guadalajara, centro de operaciones de numerosos capos, se convertía también en escenario de batalla entre las mafias rivales de narcotraficantes.

En febrero de 1985 el secuestro y posterior asesinato del agente de la Drug Enforcement Administration (DEA, en español Administración para el Control de Drogas) Enrique Camarena Salazar marcó un nuevo punto de inflexión en las relaciones entre los grupos de narcotraficantes de la coalición sinaloense y las autoridades mexicanas. Tras las presiones de los Estados Unidos con motivo del caso Camarena, en 1985 el Gobierno mexicano desaparece la Dirección Federal de Seguridad (DFS), una especie de policía política que ejerció durante cuatro décadas un férreo control político sobre las organizaciones criminales. A través de ella varios de sus policías y agentes trabajaron para el narcotráfico y construyeron, de manera unida, un amplio complejo narcoindustrial en Guadalajara y se dedicaron a organizar el negocio. De tal modo que dicha entidad gubernamental recibía, según algunas fuentes, el 25 % de las ganancias de la droga; operó escuadrones de asesinos y manejó el lavado de dinero que benefició a altos funcionarios públicos y que movía cientos de millones de dólares invertidos en bienes raíces (Maza, 1989). La especialista Elaine Shannon (1988) señala que los narcotraficantes aportan la fuerza y la sangre, mientras que la DFS aporta la inteligencia, la coordinación y la protección respecto a otras agencias de gobierno que persiguen a los criminales.

Así, con el debilitamiento del control político y policiaco ejercido por el Estado mexicano, comienza a gestarse en estos años una amplia autonomía y capacidad de autogestión del crimen organizado y de las entidades policiacas. Lo cual, con el paso del tiempo, les permitió desafiar la institucionalidad estatal y romper las reglas no escritas predominantes durante el sistema político del partido “cuasi oficial”.

El asesinato del mencionado agente de la DEA llevó a la captura de importantes líderes criminales oriundos de Sinaloa durante la segunda mitad de la década de los ochenta; y ello significó la recomposición de las rutas y los grupos de narcotraficantes en México. Significó también la generación de una creciente ola de violencia y de homicidios cometidos entre los mismos grupos criminales y contra autoridades policiales. Era el final de la hegemonía indiscutida de la coalición de narcotraficantes de origen sinaloense y la aparición y pronta consolidación del llamado Cártel del Golfo. Ambas coaliciones, con sus respectivos socios dispersos en varias partes del territorio nacional y en distintas instituciones del Estado, son las protagonistas de la creciente violencia experimentada en México durante los últimos cinco lustros. Esta, en última instancia, es un ajuste de cuentas entre ellas para apropiarse de mercados y territorios y desplegar en estos su poder económico y político con el objetivo de controlar el corredor de drogas más amplio de América Latina y el paso hacia los Estados Unidos. Cabe acotar que los modelos de ambas redes empresariales criminales —la de Sinaloa y la del Golfo— que comienzan a perfilarse en los años noventa, si bien antagónicos, son en esencia diferentes, especialmente por las prácticas predatorias de los brazos armados pertenecientes a los grupos criminales radicados en Tamaulipas.

Analíticamente, y siguiendo una tesis desarrollada ampliamente por el especialista Luis Astorga (1996), cabe destacar que el crimen organizado en México, a lo largo del siglo XX, nació y creció al amparo del poder político y del régimen del partido hegemónico. Mientras que la radicalización de su violencia se gestó con el debilitamiento y dispersión del poder político y policiaco. Lo cual supone que el partido “cuasi oficial” ejerció una colusión o una omisión interesada durante varias décadas.

A pesar de que durante la década de los sesenta creció la violencia relacionada con el narcotráfico, el Estado aún lograba contener a los actores y agentes que ejercían las acciones criminales debido a que estos no le disputaban del todo el monopolio de la fuerza. Y el sistema político de partido hegemónico o “cuasi oficial”, edificado desde la década de los veinte, contaba con instituciones de seguridad dotadas de mecanismos y atribuciones extralegales que, simultáneamente, facilitaron la protección, subordinación y contención de los narcotraficantes. De tal manera que el crimen organizado en México se gestó como una esfera social supeditada al poder político y se desenvolvió así hasta que se fomentó, desde las élites tecnocráticas que asumieron la toma de decisiones públicas en la década de los ochenta, la sistemática erosión, debilitamiento y fractura del Estado corporativo y autoritario. Este, al mismo tiempo, se vio socavado y fragmentado por el desvanecimiento de sus mecanismos de control y la conjunción de factores como la gravitación de los procesos de globalización; el despliegue de un mercado mundial de drogas en constante crecimiento; y el incremento del poder armado, económico y de destrucción mostrado por los narcotraficantes. Estos, de encontrarse supeditados al poder político, transitaron al ataque directo entre ellos y a la disputa por el control de las organizaciones de seguridad pública.

Desde el año 2000, con la alternancia partidista en el poder político, una constante (pese a la promulgación en noviembre de 1996 de la Ley Federal Contra la Delincuencia Organizada) es la ausencia de acuerdos y consensos respecto al diseño y adopción de una política de seguridad con visión de Estado y con vigencia en el largo plazo. Del mismo modo, se desvanecieron los pactos para repartir el territorio y establecer normas no escritas relativas al proceso económico propio del crimen organizado.

Naturaleza y dinámica de las organizaciones criminales: dispersión del poder, violencia y disputa por el control territorial en el México contemporáneo (2001-2015)

Tras el fin del sistema político fundado en el partido hegemónico o “cuasi oficial” y con la intensificación de los procesos de globalización, el Estado mexicano perdió facultades de facto que le permitían controlar las acciones y alcances de poderes fácticos desplegados en el territorio. Esta erosión por parte de las élites políticas fue abiertamente interesada en lo que respecta a la reconfiguración del proceso económico propio del crimen organizado.

El modelo de desarrollo basado en la industrialización para la estructuración del mercado interno y adoptado bajo criterios nacionalistas, fue desmontado sistemáticamente desde la década de los ochenta del siglo XX y México, hacia la primera década del siglo XXI, se insertó de manera desventajosa en los márgenes de la economía global. Las estrategias de estabilización, privatización, apertura, redefinición y adecuación de la regulación económica significaron la adopción de amplios procesos de ajuste y cambio estructural de la economía nacional durante los últimos lustros. Debilitaron el poder, funciones y alcances que tradicionalmente ejerció el sector público y colocaron a sus instituciones en circunstancias de dispersión y fragilidad que evidencian su permisividad e incapacidad para hacer frente a los flujos globales de personas, información, símbolos, capitales y de bienes y servicios lícitos e ilícitos. En ese contexto, la debilidad institucional del Estado mexicano convive con los (contra)poderes fácticos que le disputan, no sin el consentimiento de las élites políticas, la hegemonía sobre el territorio y la modelación de la sociedad.

La reconfiguración y luchas de las organizaciones criminales durante el último lustro del siglo XX y los primeros quince años del siglo XXI coincidieron con la ausencia de una política de seguridad que contuviera los alcances de los desafíos que impone el crimen organizado a un Estado fragmentado y postrado, liderado por una clase política sin visión nacionalista y de largo plazo. La lógica de este Estado fragmentado se fundamenta en la debilidad de las instituciones y en la pérdida de capacidades para hacer valer el imperio de la ley y para imponer un Estado de derecho; no menos importante es el patrimonialismo a que son expuestas estas instituciones y los diversos instrumentos estatales en materia de procuración de la seguridad pública. Este carácter fragmentado del Estado mexicano se evidencia también en los múltiples intereses creados y poderes fácticos que le sitian, le capturan y le inhiben en el control del territorio.

Socavado desde afuera y desde adentro, desde arriba y desde abajo en sus funciones básicas, el Estado mexicano carece del contrato social que mantenga cohesionados a los múltiples intereses creados en disputa, y que sirva para controlar a las fuerzas sociales facciosas que vulneran la estabilidad sociopolítica del país. En estas circunstancias, la lucha entre redes empresariales criminales de la droga encontró una autonomía suficiente respecto al poder político y un terreno propicio para expandir su violencia y poder a amplios territorios y poblaciones del país. Las disputas y el reparto de plazas entre los capos escindidos de la coalición de narcotraficantes de origen sinaloense que dominó a plenitud y sin competencia la producción y circulación de drogas en México hasta finales de la década de los ochenta, fueron la constante; pero es hacia finales de los años ochenta y principios de los noventa en que la histórica hegemonía de las mafias del noroeste es puesta en entredicho e incluso trascendida, por el llamado Cártel del Golfo con sede en el estado de Tamaulipas (véase Figura 3). Cabe resaltar que ambas organizaciones criminales se gestaron y expandieron al amparo de la institucionalidad extralegal y las normas no escritas del sistema político basado en el partido hegemónico.

Fuente: elaboración propia.

Figura 3 Orígenes y reconfiguración de las organizaciones criminales en México (1960-2015).  

Es de destacar que desde principios del nuevo siglo, algunas organizaciones criminales como el llamado Cártel del Golfo, Los Zetas, La Familia Michoacana o Los Caballeros Templarios, el Cártel Jalisco Nueva Generación y el Cártel de Santa Rosa de Lima (especializado en el robo de combustibles), diversifican sus actividades ilícitas. Estas ahora se extienden al tráfico de migrantes indocumentados (en coordinación con los llamados “polleros” o “coyotes”); la venta de servicios de protección o seguridad privada; los secuestros; el robo de automóviles; el ajuste de cuentas y el cobro ilegal de adeudos; el control sobre el comercio ambulante; las extorsiones contra empresarios, profesionistas (abogados, médicos, dentistas) y otros negocios legales e ilegales para permitir que operen; los centros nocturnos para el consumo de narcóticos y servicios sexuales; el cobro de derechos de piso a pequeños distribuidores de drogas que atraviesan sus territorios; la realización de eventos populares como jaripeos y bailes en ferias regionales; la explotación de bosques, el control de aserraderos y el tráfico de madera y minerales; la producción de piratería de música y video; y el contrabando de armas, ropa, hidrocarburos y joyas. Su acción difiere de la de los narcotraficantes del siglo XX o de organizaciones como el llamado Cártel de Sinaloa más orientado a la producción y tráfico de estupefacientes.

Esbozado lo anterior, cabe argumentar que tras la reconfiguración de las principales organizaciones delictivas; la serie de alianzas y rupturas entre las redes empresariales criminales del narcotráfico; la supuesta actitud confrontacional del Gobierno mexicano (2006-2018) y el quiebre de las reglas no escritas, que mantuvieron relativamente cohesionados y subordinados a los narcotraficantes durante largas décadas, lo que emerge y se entroniza es una disputa por el territorio; el poder de estas organizaciones radica en el control del espacio geográfico, como sustrato material, social y simbólico desde el cual construyen sus imperios. En ella se perfila una fragmentación de la nación y predomina la indefensión y el miedo entre la población. Ello se agudiza con la incapacidad interesada de las instituciones estatales que cada vez más son rebasadas por el poder armado, financiero, logístico y simbólico del crimen organizado; todo esto en el marco de la carencia de legitimidad de las élites políticas que toman decisiones cortoplacistas para lograr un impacto mediático y que omiten el fondo de la problemática, que tiene como esencia la desigualdad social, la generalizada ausencia de leyes y su efectivo cumplimiento.

La fragmentación de las grandes redes empresariales criminales de la droga en células pequeñas sumamente violentas y la disputa por el territorio y los mercados fueron potenciadas por la llamada “guerra contra el narcotráfico” y la actitud de confrontación de un sector de la clase política (el Gobierno federal); un sector aliado a determinados grupos criminales y que se enfrenta a otros sectores políticos de arraigo local que por décadas usufructuaron y controlaron sin oposición alguna el negocio de las drogas en el país (véase Figura 3). De ahí que lo experimentado en México durante los últimos tres lustros, específicamente desde el año 2006, no es precisamente una “guerra contra el narcotráfico”; es una generalización de la violencia criminal y estatal desplegada en varias entidades federativas con el fin de favorecer a alguno de esos grupos políticos coludidos con organizaciones criminales y vastas redes financieras dedicadas al lavado de dinero y demás actividades ilegales.

Hacia una caracterización del sentido de la acción social y del perfil de los actores y agentes que conforman las filas del crimen organizado en México

La amplia desigualdad social, pobreza y marginación de numerosos sectores de la población; el abandono y crisis del campo y las escasas ganancias en el cultivo de granos básicos; la desesperanza entre los jóvenes; y el creciente desempleo, precariedad laboral y exclusión social, son factores que en los últimos treinta y cinco años profundizaron en México el crecimiento de la economía informal y, especialmente, de las actividades criminales.

Este contexto social es el caldo de cultivo para la formación, entre las bases sociales del crimen organizado, de una personalidad deseosa de poder, reconocimiento, ostentación y avidez por la violencia. En muchos casos se trata de un origen humilde y pobre del narcotraficante, en el cual desarrolla actitudes audaces que le permiten —en ciertas condiciones— desenvolver habilidades para los negocios aun al margen de la ley.

Un perfil sobre los actores y agentes involucrados actualmente en el crimen organizado supone destacar en un primer momento que el conjunto de sus acciones se canalizan a consolidar y expandir un negocio que maneja importantes cantidades de recursos monetarios; y que incluso se engarza con redes financieras y comerciales legales que poseen ramificaciones nacionales y transnacionales. Se trata de una lógica del lucro y la ganancia económica.

A la par de la dimensión económica, el crimen organizado se orienta a construir, tal como se observa en los relatos descriptivos sobre la historia del narcotráfico en México, un poder fundado en relaciones de impunidad, corrupción y colusión con actores y agentes socioeconómicos y políticos que, en apariencia, se desplazan a la esfera de la legalidad. De ahí que el narcotraficante y el criminal se encuentren coludidos con las autoridades militares y policiales y en no pocos casos con las altas esferas de la élite política y el poder judicial; con agentes aduanales, líderes de opinión, empresarios, banqueros, oficiales del ejército, interpretes musicales y deportistas, entre otros. Esa faceta del poder resulta crucial para comprender los alcances de sus acciones y el entramado simbólico que sustenta la acción social del crimen organizado. Quizás el caso paradigmático en México fue el del General José de Jesús Gutiérrez Rebollo, quien hacia finales de la década de los noventa se desempeñaba como zar antidrogas (o director del Instituto Nacional para el Combate a las Drogas) y fue acusado de nexos con el crimen organizado. Actualmente, destaca también el caso de Genaro García Luna (ministro o secretario de Seguridad Pública entre 2006 y 2012), detenido por las autoridades estadounidenses debido a sus presuntos nexos con el llamado Cártel de Sinaloa.

Sin la protección y omisión de la élite política sería imposible que las redes empresariales criminales y su patrón de acumulación se desenvolvieran. Es solo con la colusión y complacencia de las autoridades en sus distintos niveles de gobierno como el crimen organizado alcanza las magnitudes que hoy día muestran la capacidad de destrucción que amenaza, tras generar nuevos signos de convivencia perversa, con fragmentar el tejido social de numerosas poblaciones mexicanas.

Otro rasgo relevante del crimen organizado es su tendencia a delimitar y apropiarse del territorio, puesto que esta dimensión físicosocial representa un componente relevante de su poder y estrategias de dominación y de lucha contra otras organizaciones rivales. Más aún, el territorio es la base de las organizaciones criminales para imponer sus propias normas y pautas de poder y a través de él aspiran a semejarse a un Estado, mientras pretenden —y en muchas ocasiones logran— socavar y usurpar las funciones de los poderes e instituciones públicas. Para ello estipulan reglas de convivencia en las comunidades y recaban impuestos o pagos ilegales por algún derecho a través de la extorsión (las redes empresariales criminales de Los Zetas y de La Familia Michoacana o Los Caballeros Templarios son un ejemplo de ese poder para extorsionar e intimidar a los lugareños); y disputan el monopolio del uso de la fuerza física y coercitiva, el cual llegan a ejercer en amplias franjas del territorio mexicano dominado por ellas.

Las organizaciones criminales funcionan a partir de códigos de conducta y comunicación discrecionales y secretos empleados por sus miembros para emprender acciones que fluctúan entre las fronteras de la legalidad y la ilegalidad. Y aunque varios de sus nexos y reglas pueden ser formales o informales, predomina en ellas la cohesión entre sus miembros, los cuales pueden pertenecer a pequeñas células o asociaciones provenientes de barrios y pueblos. Disponen de una capacidad para desplegar sistemáticamente la violencia contra aquellos rivales, traidores o autoridades que desafíen el monopolio en materia de actividades, servicios o bienes ilegales que trafica la organización en cuestión. Algunas de ellas (tal como ocurrió con el llamado Cártel de Juárez bajo el liderazgo de Amado Carrillo Fuentes ‘El Señor de los Cielos' o el llamado Cártel del Golfo encabezado por Osiel Cárdenas Guillén) se caracterizan por una estructura organizativa jerarquizada, rígida y centralizada. Esta es dirigida por un líder fuerte y totalitario que lo mismo planifica y diseña estrategias de mercado y dominio del territorio que atiende cuestiones logísticas y operativas y negocia con aliados o corrompe a autoridades civiles, policiacas y militares; cuenta además con lazos y lealtades fuertes y duraderas entres sus miembros. Es un tipo organizativo que podríamos denominar piramidal autoritario y que se opone al tipo organizativo de consejo empresarial, en el cual los miembros actúan regidos por una racionalidad empresarial y conforman alianzas y asociaciones autónomas, flexibles y no tan duraderas. Además, son varios los líderes criminales que intervienen en el proceso de toma de decisiones (sería el ejemplo del llamado Cártel de Sinaloa, sus distintos líderes y sus alianzas temporales con otras organizaciones criminales).

En general, cualquiera sea el mecanismo para la toma de decisiones, estas se transmiten a través de una cadena de mando que se inicia con el líder o líderes y concluye con los operadores menores enfocados a labores operativas y que pertenecen a pequeñas células muchas veces autónomas e independientes; entre ellos hay mandos medios como lugartenientes o sublíderes que controlan mercados, territorios y lealtades de personas. En el contorno de las actividades propiamente operativas del crimen organizado se encuentran, forzosamente, discretos líderes empresariales y banqueros dedicados al lavado de dinero y de los activos de las organizaciones delictivas; también líderes políticos, militares y policiales que les brindan información, protección e impunidad, y que incluso toman partido a favor de algún empresa criminal en detrimento de otras que resulta preciso desplazar o destruir en los esfuerzos por controlar mercados y territorios.

Algunas investigaciones pioneras, criticadas por su limitada solidez teórica y metodológica a raíz de la escasa fiabilidad de sus fuentes, como la emprendida desde la sociología del crimen por Donald R. Cressey (1972), introducen acertadamente el concepto de racionalidad para analizar el perfil de los actores y agentes involucrados en el crimen organizado. Este autor define a la racionalidad como el grado en que las organizaciones criminales despliegan crecientes niveles de complejidad en la medida que realizan o tratan de cumplir con los objetivos o fines delictivos propuestos de antemano. Por tanto, a mayor racionalidad de los actores y agentes, mayor complejidad y precisión en el diseño de sus fines y actividades y más elaborada, entretejida y especializada es la división del trabajo.

Las redes empresariales criminales mexicanas dedicadas a la droga muestran una racionalidad criminal que se evidencia en el grado cada vez mayor de acciones, tareas y objetivos sofisticados y organizados en redes. Ello se complementa con la cohesión suscitada entre sus miembros a través de la instauración de un orden social basado en la lealtad y en un capital social perverso que lleva a que una organización criminal no sea destruida del todo, sino que continúe, si bien de manera limitada, sus actividades ilícitas; incluso cuando el líder o los líderes principales son capturados por las autoridades policiacas o asesinados por otras bandas criminales. Las acciones negativas derivadas de las relaciones de confianza, asociatividad, reciprocidad, cooperación y solidaridad son emprendidas a partir de esos atributos por los individuos y comunidades pertenecientes al crimen organizado; se orientan a construir el poder y a dominar territorios y mercados con base en el ejercicio de la violencia. Es de destacar que varias de las teorías del capital social que se tornan hegemónicas en el debate teórico y en el diseño de políticas públicas (Putnam, 1993; Coleman, 1990; Kliksberg y Tomassini, 2000) no reconocen las manifestaciones perversas y nocivas del capital social. Estas tienden a la desestructuración de lo público y permiten al crimen organizado ampliar su poder sobre el territorio y las poblaciones a partir del alto grado de cohesión social y sentido de pertinencia de sus miembros.

Por las condiciones que impone la vecindad de México con el mercado de consumo de drogas ilegales más grande del mundo, Estados Unidos, el sentido de la acción social de los actores y agentes que componen las filas del crimen organizado se orienta por una vocación transnacional. Con la intensificación de los procesos de globalización las fronteras tienden a hacerse porosas y a través de ellas transitan relativamente sin restricciones y apoyados por la rapidez del transporte internacional multimodal y por la amplitud de los medios globales de difusión, flujos de mercancías, personas, información, capitales financieros, códigos y pautas culturales y bienes y servicios ilícitos. Todo lo cual cuestiona a fondo el concepto tradicional de soberanía y socava las atribuciones y poder de las instituciones nacionales. Frente a un panorama como este y ante la mayor complejidad que adquirió el crimen organizado en México durante los últimos treinta años, tenemos que los llamados cárteles de la droga se insertan en redes transnacionales que despliegan su operatividad a escala global; además, son entidades que a lo largo del tiempo acumularon un desmedido poder económico y una capacidad de destrucción para socavar y desafiar a las instituciones del Estado-nación y a las propias de la comunidad internacional. Pensemos, por ejemplo, que el llamado Cártel de Sinaloa tiene presencia, sea a través de sus actividades o mediante alianzas y redes con otras empresas criminales, en alrededor de cincuenta países de los cinco continentes; mientras que el llamado Cártel Jalisco Nueva Generación, según autoridades estadounidenses, tiene presencia en más de diez mil kilómetros de las costas del hemisferio americano.

Mientras que durante el predominio del sistema político de partido hegemónico o cuasi oficial los grupos criminales se mostraban supeditados y sin el atrevimiento de desafiar las instituciones de dicho régimen, en los últimos años hacen de la violencia generalizada una fuente importante de poder tras sembrar el miedo y aprovechar la vulnerabilidad humana de comunidades enteras. Esta violencia suele ser estructurada, sistemática y directa, y se orienta a diezmar rivales para fortalecer el posicionamiento del grupo criminal en los territorios y mercados que le son de interés. El correlato de ello es la narrativa que subyace tras la oficialmente llamada “guerra contra el narcotráfico” y que se fundamenta en un pensamiento maniqueísta de policías y ladrones, así como en una criminalización de los pobres.

Varias organizaciones criminales llegan a concentrar inmensos montos de capital, información estratégica y conocimientos en materia de contabilidad y administración de empresas, y organizan su estructura en redes que prolongan su accionar a amplios sectores de la actividad económica legal y formal. Más aún, aprovechan los avances tecnológicos en materia de sistemas de comunicación para la generación, manejo, control y transferencia de información en tiempo real; permiten con ello la flexibilización de las organizaciones al actuar en redes orientadas a maximizar los beneficios con la mayor precisión y en el menor tiempo posible. La información se convierte en un activo importante para las organizaciones criminales mexicanas en la medida en que la emplean ampliamente para eludir las acciones de las autoridades policiales y militares, enfrentar el ataque de grupos criminales rivales y para insertarse en sectores de las redes financieras globales que colaboran en el lavado de dinero y aprovechan las limitadas regulaciones estatales.

Cabe destacar también que el crimen organizado en México se expandió entre la sociedad a partir de las crisis económicas y la inestabilidad política suscitadas desde la década de los ochenta. Perturbaciones estas que evidenciaron la pérdida de poder económico del Estado y el desvanecimiento del régimen político autoritario que controló durante muchas décadas al conjunto de las actividades ilegales en el país.

Un rasgo importante del perfil de las organizaciones criminales mexicanas es apreciado de manera destacada por el prolífico periodista Ricardo Ravelo (2005) al señalar que los caciques regionales dedicados a la producción y tráfico de drogas fueron relevados por una forma de organización corporativa de sus redes empresariales con narcorutas plenamente definidas. Ello, sin duda, está detrás del amplio poder desplegado por esas organizaciones que cuentan con posibilidades para coludirse o disputar su preeminencia en la sociedad mexicana a cualquier otra organización legal o estatal.

Rasgos sui generis de las organizaciones del crimen organizado en México: similitudes las mafias italianas y los cárteles colombianos

Para comprender el alcance del fenómeno del crimen organizado en México e interpretar sus características específicas respecto a otras organizaciones criminales, resulta preciso utilizar el método de la comparabilidad para identificar las similitudes y diferencias respecto a las mafias italianas y el crimen organizado en Colombia.

Conocemos la larga tradición de las mafias italianas, específicamente a través del cine y la literatura. Sus orígenes se remontan a las confederaciones sicilianas dedicadas a brindar protección a las familias y a hacer un ejercicio autónomo y autogestivo de la ley, en el contexto de una organización de la sociedad que excluía y explotaba a amplios sectores de campesinos, quienes a su vez no gozaban de la protección que el Estado está obligado a ofrecer. Hacia finales del siglo XIX fue tanta su influencia que llegaron a constituirse en un poder paralelo al naciente y recién unificado Estado italiano. Para el siglo XX, son varias las mafias italianas que adquieren relevancia y, entre ellas, destacan la Cossa Nostra y la Camorra napolitana.

Especialmente, hacia la segunda mitad del siglo XX, la Camorra, o “El sistema”, como comúnmente se le conoce, construyó un emporio empresarial y delictivo con base en el control del tráfico de drogas al sur de Italia. Con Nápoles como su base de operaciones, la Camorra, luego de fungir como policía secreta del Estado durante la década de los cincuenta, trafica desde relojes, videojuegos y ropa de moda provenientes de China sin transitar esas mercancías por las aduanas, hasta residuos químicos tóxicos. Con 3.600 asesinatos en su haber desde 1980, la Camorra es una red empresarial fundada en la violencia y la extorsión; cuyo objetivo central es el manejo de la mercancía que pasa por una enorme cantidad de talleres clandestinos napolitanos para formar parte de una criminalidad global que, con mucho, desborda los territorios de la Unión Europea (véanse Barbagallo, 2010; Saviano, 2007; Ciconte, 2008; Marmo, 2011).

Los objetivos empresariales legales e ilegales de las mafias napolitanas son múltiples: tráfico de drogas, extorsión de comerciantes, residuos tóxicos, basura, juegos electrónicos de azar, textilería y moda, construcción de obras civiles, restauración, transporte marítimo, concesionarias de automóviles, falsificaciones, concesiones de servicios públicos, tráfico de armas, usura, inversión en hospitales, prostitución y manejo de bancos, entre otros giros. Todo lo cual transita ante la mirada pusilánime y permisiva de autoridades muchas veces coludidas. Sin duda, una red de negocios que cruzan la legalidad y la ilegalidad y que llega a manejar anualmente hasta 20.350 millones de dólares. Para mayores detalles sobre la dinámica y operaciones de la Camorra consúltese el fascinante ensayo periodístico de Roberto Saviano (2007).

A diferencia del crimen organizado en México, actualmente la Camorra busca de manera abierta ser parte de las operaciones de la economía formal y legal, mostrando con ello una vocación por insertarse en los negocios globales. Además, aprovecha las disfunciones sociales sin apostarle a un modelo de sociedad o de Estado alternativos. Se nutre de las clases sociales paupérrimas y excluidas de las ciudades sureñas de Italia y no cuenta con un tipo organizativo vertical, sino que relativamente cohesiona a numerosas familias que tienen lazos entre sí; sin embargo, los conflictos y pugnas internos están presentes en aras de controlar los distintos tráficos. El control del territorio napolitano se evidencia en los barrios y comercios de la ciudad, así como en las licitaciones para la construcción de obra pública que le son entregadas por el Gobierno (para mayores detalles, ver Barbagallo, 2010; Saviano, 2007; Ciconte, 2008; Marmo, 2011).

Por su parte, las redes empresariales criminales de la droga en Colombia son los principales productores y traficantes de cocaína a nivel mundial. El narcotráfico, tanto en ese país como en las naciones andinas, no es reciente, sino que tiene raíces profundas relacionadas con el uso legal de la hoja de coca y la mariguana en el marco de los estilos de vida milenarios de la mayoría de comunidades autóctonas de esa región sudamericana. Sin embargo, con el incremento de la demanda mundial de drogas psicoactivas en los años que transcurren entre 1940 y 1970, creció considerablemente la producción y procesamiento de esas sustancias en países como Colombia. Con la adopción de prohibiciones, tanto en el país andino como en los Estados Unidos, los productores colombianos se agruparon en los denominados cárteles para traficar la cocaína dirigida hacia el mercado estadounidense con el fin de satisfacer la creciente demanda que imponían las pérdidas militares en Vietnam y la llamada Beat Generation representada por el movimiento hippie y sus valores contraculturales que cuestionaron las estructuras de poder autoritarias, los efectos sociales negativos del capitalismo y de la misma Guerra de Vietnam (estudios amplios sobre el narcotráfico y la violencia en Colombia pueden consultarse en Atehortúa Cruz y Rojas Rivera, 2008; Perea, 2009; Cubides Cipagauta, 2004, 2005; Rocha García, 2001; Garay-Salamanca y Salcedo-Albarán, 2012).

Las organizaciones criminales colombianas, a diferencia de las mexicanas, iniciaron muy temprano su proceso de transnacionalización. Desde las décadas de los sesenta y setenta fueron capaces de introducir drogas ilegales en los mercados europeos y estadounidense. Líderes como Pablo Escobar Gaviria y Gonzalo Rodríguez Gacha ‘El Mexicano', del llamado Cártel de Medellín, y los hermanos Rodríguez Orejuela del llamado Cártel de Cali, reconocieron con precisión la relevancia del trasiego de drogas con destino hacia los grandes mercados de consumo en el exterior.

Las grandes empresas criminales colombianas de las décadas pasadas funcionaron —especialmente la radicada en Cali—a partir de la cooperación de múltiples productores individuales e independientes que canalizaron lo producido hacia redes de tráfico y distribución también autónomas y localizadas en el extranjero a través de ciertos sectores de migrantes colombianos dedicados al negocio. Además, estos productores y células autónomas, se organizaron para desplegar la violencia y lograr fines específicos ante rivales de la clase política; apostaron también a reducir los conflictos entre los miembros de los llamados cárteles (para mayores detalles sobre la lógica organizativa de los denominados cárteles colombianos, con especial énfasis en el de Medellín, consúltese Naylor, 2002). Pablo Escobar Gaviria, desde el denominado Cártel de Medellín, hizo del narcotráfico un negocio abierto a la participación de múltiples productores individuales a través del sistema de “la oficina”; este era una especie de centro de acopio que acaparaba desde mínimas cantidades de cocaína ofrecidas por productores independientes con la finalidad de canalizarlas al mercado de los Estados Unidos; lo hacía vía el centro de traslado instalado en las Bahamas y al cual llegaban pequeñas cantidades de cocaína en maletas de uso personal (sobre estos puntos véanse Perea, 2009; Naylor, 2002).

Al igual que organizaciones mexicanas como el llamado Cártel del Golfo y el denominado Cártel de Juárez en la era de Vicente Carrilllo Fuentes, el Cártel de Medellín, mucho tiempo antes, conformó un grupo de sicarios con base en las bandas juveniles que aglutinaron a jóvenes en situación de pobreza y marginación. En cambio el llamado Cártel de Cali atrajo, para su protección, a exagentes de la policía o del ejército caracterizados por su proclividad a la corrupción. En un principio, estos grupos armados fueron organizados para defender a los llamados cárteles de los grupos guerrilleros que secuestraban a líderes narcotraficantes o a familiares de ellos; pero también para alejar el peligro que dichos grupos suponían respecto a sus riquezas, laboratorios, propiedades y pistas de aterrizaje propias del narcotráfico. Entre las asociaciones más importantes a inicios de la década de los ochenta destaca el grupo “Muerte a secuestradores” (MAS). Sin embargo, el actual paramilitarismo se remonta a ese tipo de cuerpos de defensa del narcotráfico, pues al entregarse los secuestradores a las autoridades, las organizaciones criminales cooperaron con el ejército y la policía colombianos; estos vieron entonces en entidades como mas un mecanismo para debilitar a la guerrilla y a los retadores políticos del Estado sin perder legitimidad y sin ser cuestionados por la opinión pública. (Sobre este proceso y, en general, sobre la dinámica de las redes empresariales criminales colombianas de la droga véase Atehortúa Cruz y Rojas Rivera, 2008). Más aún, organizaciones como mas y otras como las Autodefensas unidas de Colombia, creadas años después por el narcotraficante Carlos Castaño, fundaron un sistema de resolución de conflictos cuasiprivado entre los sectores de la sociedad colombiana que demandaron el fin de la violencia cometida por los grupos guerrilleros.

La “lucha contra las drogas” iniciada por el gobierno de Belisario Betancur a principios de la década de los ochenta y los pactos de extradición de líderes criminales hacia los Estados Unidos, condujeron a la radicalización de la violencia emanada del narcotráfico. Más aún, y es una diferencia respecto a las organizaciones criminales mexicanas, manipularon la escena política del Congreso de la República para desacreditar a los funcionarios que emprendían las estrategias antidrogas, algunos de los cuales fueron asesinados por las organizaciones criminales. Con la finalidad de detener las acciones de extradición hacia los Estados Unidos, los narcotraficantes se unieron e impusieron acciones terroistas para desafiar a las instituciones del Estado colombiano. Se inició así una era de narcoterrorismo en la cual fueron secuestrados y asesinados magistrados, jueces, jefes de la policía, periodistas, funcionarios públicos, líderes sociales y candidatos a la presidencia de la República como el liberal Luis Carlos Galán. Entre sus tácticas violentas predominaron el uso de explosivos, el ataque a instalaciones de entidades públicas, el lanzamiento de bombas a empresas privadas, el estallido de un avión comercial en el momento del vuelo, y el incendio de fincas pertenecientes a gente acomodada (Atehortúa Cruz y Rojas Rivera, 2008). Para detener los procesos de extradición, los narcotraficantes emplearon también los instrumentos jurídicos para defenderse: las medidas fueron encabezadas por los intentos para dejar sin efectos lineamientos y artículos del código penal colombiano que permitía la aplicación de acuerdos internacionales de extradición; la demanda ante la Corte Suprema de Justicia para declarar inconstitucional el tratado de extradición; y la fabricación de cargos menores contra narcotraficantes extraditables en aras de imponer esos juicios penales por encima de los procesos iniciados en el extranjero. Al final, los narcotraficantes decidieron negociar dichos tratados con el Estado colombiano, aunque no con un éxito pleno, puesto que se adoptó una política de sometimiento a la justicia que facilitaría la presentación y entrega de los narcotraficantes ante las autoridades policiacas y judiciales y la reducción de condenas por confesión de delitos a cambio de asegurar que no serían extraditados (Atehortúa Cruz y Rojas Rivera, 2008).

En suma, en una coyuntura como el proceso de extradición y en aras de mantener el control sobre el tráfico de drogas, los narcotraficantes colombianos emplearon acciones terroristas, usaron el secuestro de empresarios y políticos como mecanismo de presión política, capacidades para la negociación política, maniobras jurídicas y recursos económicos. Acciones que, sin duda, los diferencian del crimen organizado mexicano. Los vacíos institucionales que históricamente prevalecen en Colombia permitieron a los líderes del narcotráfico presionar políticamente para reducir la severidad de las leyes y contar con legislaciones favorables a sus negocios y acciones; todo ello mediante la cooptación de algunos legisladores del Congreso de la República (véanse Cubides Cipagauta, 2004; Garay-Salamanca y Salcedo-Albarán, 2012). Ello también representa una diferencia sustancial con el perfil del narcotraficante mexicano.

Hacia 1988, las redes empresariales criminales colombianas mostraron una de sus similitudes con la actual situación de sus similares mexicanos: se enfrascaron en una rivalidad sin tregua que violentó de manera destructiva a Colombia. Confrontación esta que terminó con el exterminio de Pablo Escobar Gaviria en 1993 y que, sin duda, incidió en la posterior desarticulación de las organizaciones radicadas en Medellín y Cali.

Con el fin del formato tradicional de los denominados cárteles de Medellín y de Cali, los guerrilleros y los paramilitares ejercieron un mayor margen de acción en el negocio de las drogas. El cual a la postre se convirtió en una fuente importante para el financiamiento de sus actividades ilegales y contrainsurgentes, que crecieron considerablemente durante los últimos lustros. Esta relación de la guerrilla con el narcotráfico se remonta al cobro de cuotas impuestas a los campesinos productores de la hoja de coca y a los narcotraficantes; posteriormente transitaron a una táctica que consistió en obligar a los productores locales a que vendieran dicha droga a la guerrilla y esta, a su vez, la revendería a los traficantes de narcóticos (sobre esta lógica en la que se traslapa la guerrilla con el crimen organizado véanse Cubides Cipagauta, 2004, 2005).

Un rasgo inédito, y quizás el principal, del crimen organizado en Colombia consiste en que ese fenómeno social amalgama la violencia criminal con la violencia política. Situación que se evidencia con la histórica creación de grupos paramilitares y la expansión de la guerrilla urbana. Este fenómeno nos conduce a debatir la idea errónea difundida por la clase política y los medios de difusión masiva respecto a que México se apresta, ante la creciente violencia de los denominados cárteles, a enfrascarse en una colombianización del país.

Otro rasgo inédito es el contexto político que permite el surgimiento y expansión del crimen organizado en Colombia y que remite precisamente a la violencia política. A diferencia del sistema político mexicano basado en el partido cuasi oficial que congregó en sus márgenes a múltiples sectores populares y frenó el descontento generalizado, los partidos políticos colombianos fragmentaron la vida social; no fueron capaces, desde la década de los cuarenta del siglo XX, de encauzar las conflictividades exacerbadas y de mostrarse como vertientes de expresión política de los distintos sectores de la sociedad que mostraron demandas muchas veces irreconciliables. Estas fisuras derivadas de la creciente conflictividad social y la esclerosis de las organizaciones partidistas, gestaron amplios márgenes para el estallido de la violencia impulsada por las guerrillas. En ese contexto de fragmentación y discordia el narcotráfico colombiano logró su expansión durante las décadas siguientes.

Si bien los rasgos característicos tanto de las mafias italianas como del narcotráfico colombiano son múltiples e inagotables y, por supuesto, ameritan sendas investigaciones y publicaciones, para fines de nuestro estudio retomamos —de manera intensiva— los anteriores rasgos que evidencian parte de su dinámica y naturaleza y que nos sirvieron para compararlos con el crimen organizado en México.

La causalidad circular entre el desdén por la ley y lo público y la desintegración del tejido social y el entramado institucional: los impactos del crimen organizado en la ciudadanía y el imaginario social

Dentro del imaginario social mexicano se encuentra ampliamente arraigada la imagen de antihéroes, reales o ficticios, inmersos en actividades criminales. Desde bandoleros como Jesús Malverde, ‘Chucho el Roto' y ‘Porfirio Cadena' hasta las conductas delictivas evidenciadas durante la llamada época de oro del cine mexicano, muestran esa legitimidad social disfrutada por la transgresión de la ley.

Lo anterior también se evidencia en hechos reales ampliamente difundidos en su momento por medios masivos de difusión. Por ejemplo, al ser aprehendido en Costa Rica en 1985 y ser sometido a proceso penal en México, el narcotraficante Rafael Caro Quintero, tras solicitar que se le juzgara únicamente como narcotraficante, declaró públicamente: “mi primer problema con la ley fue cuando caí. Yo siempre trabajé en la sierra, donde no había ley” (Astorga, 1996, p. 138). Más aún, en pleno desafío a las instituciones mexicanas, el mismo personaje señaló en medio de las audiencias: “si me liberan... si me dejan libre. yo pago la deuda externa”. Declaraciones así evidencian el generalizado desdén por la ley y la ausencia de respeto a lo público que predomina en ciertos sectores de la sociedad mexicana.

Desde nuestra perspectiva consideramos que ese desdén por la ley y lo público se origina en la débil concepción que se tiene en México sobre las ideas de comunidad y ciudadanía. La vocación por trasgredir constantemente la ley y operar en “lo oscurito” bajo la consigna de que “quien no transa, no avanza” o “mejor rico hoy que jodido siempre”, es parte importante del imaginario social y de la(s) cultura(s) mexicana(s). Actitud que se traslapa con la debilidad y fragilidad de las instituciones estatales que tienden a ser encabezadas por una clase política permeada por ese mismo imaginario social; que carece de un proyecto de nación que escape del cortoplacismo, las luchas entre facciones con intereses particulares, y que remonte la ausencia de leyes o la carente aplicación estricta de ellas por parte de las instituciones. Se trata, pues, de un desprecio por el seguimiento y cumplimiento de la ley desde arriba y desde abajo, en el cual predomina la adopción de instituciones informales que muchas veces ante los trámites engorrosos o la inflexibilidad de las instituciones formales “facilitan” el accionar de empresas y la vida cotidiana del ciudadano de a pie. Dicho desdén por lo público es parte de las dimensiones culturales, simbólicas e intangibles del subdesarrollo en México.

Si predomina una ausencia e incumplimiento de leyes, como en muchos otros casos, el crimen organizado es entendible a partir de la colusión, permisividad y corrupción de las élites políticas mexicanas. Lo cual supone que, sin la cooperación y conducción desde el aparato de Estado, fue imposible el despliegue, expansión y consolidación de las actividades criminales; ello en un país que padece ancestrales desigualdades sociales generadas por la profundización de un sistema económico excluyente y escasamente compensado y contenido por las políticas sociales.

Es más, ante los vacíos que dejan por acción u omisión tanto el Estado como el mercado en México, surge el crimen organizado para satisfacer las necesidades sociales y monetarias de amplias poblaciones que padecen la exclusión social. Convirtiéndose incluso dichas actividades ilícitas en un mecanismo disfuncional y perverso de redistribución de la riqueza. De ahí que se formen paraorganizaciones o parainstituciones que le disputan la hegemonía a las organizaciones o instituciones formales y tradicionales como la escuela, la empresa, la familia, las iglesias, el ejército, el Gobierno, etc., y que se encargan de moldear y regular las pautas de comportamiento social. Ello se recrudece con las ausencias del Estado en múltiples ámbitos de la sociedad mexicana. En su momento, el autodenominado grupo de La Familia Michoacana (o Los Caballeros Templarios) fue capaz de construir un sistema paralelo de justicia expedita para, de cara a la ineficacia y desinterés del Gobierno, castigar a quienes agravien a las comunidades. De tal forma que la organización cobra ilegalmente adeudos y derechos de piso a comerciantes y taxistas, regula centros nocturnos y subvenciona como organización benefactora una especie de mecanismo de política social orientado al apoyo de las mujeres. Además, organizan retenes para custodiar carreteras y caminos; brindan protección a comerciantes, taxistas, artesanos, pequeños y medianos empresarios y productores agrícolas y de aguacate; reivindican a los empleados despedidos o exigen que se les liquide conforme a la ley; e incluso, a través de marchas y protestas públicas, demandan el retiro del ejército y la policía de aquellas comunidades sitiadas y declaran que ellos se responsabilizan de la seguridad local.

Acciones como las desplegadas por La Familia Michoacana tienden a diezmar los mínimos derechos ciudadanos y a suplantar funciones esenciales de las instituciones públicas con el objetivo de propiciar la fragmentación política e institucional del Estado mexicano. Sin embargo, esta parainstitucionalidad goza de una legitimidad popular en múltiples municipios de Michoacán, tal como se demostró con las marchas y protestas en apoyo a la organización criminal a finales de 2010. Con la presencia de las llamadas “autodefensas” a partir de 2013, parece ser que estos fenómenos solo cambiaron de verdugo en la entidad federativa.

En un contexto político y cultural con tales características, el crimen organizado en México encuentra un caldo de cultivo propicio para la expansión de sus actividades y la inserción de amplios sectores de la población en su lógica que- brantadora de la paz y destructiva de lo público. De esta forma, el crimen organizado es un fenómeno social que tiende, en una lógica de causalidad circular, a erosionar el tejido social y debilitar la función cohesionadora de las instituciones. Efectos estos que profundizan y radicalizan las condiciones de subdesarrollo al propiciarse y generalizarse una crisis de Estado como consecuencia del surgimiento y fortalecimiento de (contra)poderes fácticos y difusos, incluso posicionados al interior de las instituciones públicas; los que en ciertos casos retan y disputan a través de la fuerza, la violencia o la cooptación de las instituciones y sus actores la hegemonía del Estado y el monopolio legítimo de la violencia coercitiva con la finalidad de posicionarse y consolidarse en territorios y mercados.

La misma fragilidad institucional facilitó durante los últimos lustros una apropiación privada de lo público por parte de las organizaciones criminales. Situación que se muestra con el inédito lanzamiento de dos granadas y explosivos que dejaron varios muertos y heridos en el centro histórico de Morelia, Michoacán. Allí se reunía durante la noche del 15 de septiembre de 2008 el gobernador de la entidad con multitudes civiles y populares para conmemorar un aniversario más del emblemático grito de independencia; también en acciones delincuenciales como los narcobloqueos mediante autos, autobuses y camiones cargueros arrebatados violentamente a conductores civiles, de importantes vías de acceso y tránsito masivo en el área metropolitana de Monterrey; bloqueos efectuados tras el decomiso de armas y la detención y asesinato en 2010 de líderes pertenecientes al grupo de Los Zetas; en el secuestro, desaparición y asesinato masivos de migrantes indocumentados que intentan transitar hacia los Estados Unidos; y en los “pueblos fantasma” originados con el despoblamiento, abandono y éxodo masivo protagonizado por múltiples familias anteriormente radicadas en municipios como San Fernando, Camargo y Ciudad Mier, entre otros; y que migraron a raíz del miedo y la violencia criminal, militar y policiaca que asola al estado de Tamaulipas.

Cabe mencionar que la violencia generalizada profundizada en México durante los últimos años no solo afecta a las poblaciones civiles indefensas y a las autoridades policiacas y militares que se enfrentan entre sí y al crimen organizado. Sus efectos perversos impactan también en los sectores adinerados del país; estos, ante el clima de violencia e inseguridad derivada por extorsiones y secuestros en los estados del norte, emprenden oleadas migratorias para establecer sus residencias, empresas e inversiones al sur de los Estados Unidos; situación que impacta en el nivel económico de varias ciudades mexicanas haciéndolo declinar. Afectó también a los estratos más altos de las élites políticas, lo cual evidenció el grado de desintegración social experimentado en el país y al cual no escapan quienes toman las decisiones e inciden en la modelación de la sociedad mexicana. Aunque las causas de varias de estas muertes no son del todo claras en los reportes oficiales, e incluso los resultados de las averiguaciones se encuentran reservados hasta por doce años y se argumenta que la mayoría de ellas sucedieron a raíz de meros accidentes aéreos.

Si, efectivamente, en estos hechos trágicos catalogados como accidentes estuvieron involucrados ciertos sectores del crimen organizado contrarios a los protegidos, estamos ante la posibilidad de un frontal desafío no solo respecto a las instituciones del Estado sino contra las élites encargadas de su administración. Más aún, se evidenciaría que el aparato de Estado mexicano no es capaz de preservar la seguridad de funcionarios de alto rango y que esos hechos son parte de la disputa por el monopolio de la fuerza coercitiva en México. Ante ello, cabe preguntarse lo siguiente: si el Estado no es capaz de resguardar y preservar la vida de los miembros prominentes de las élites políticas, ¿cuál es la dimensión del riesgo al que se enfrentan amplios sectores de la población mexicana? Y si en efecto ello sucedió desde hace varios lustros, entonces ¿cuál es el sentido y la posible nueva lógica de las funciones esenciales del Estado en México, Estado que por supuesto no cuenta con un mínimo y articulado proyecto de desarrollo nacional?

Los mismos ancestrales rasgos autoritarios del sistema político mexicano abren los resquicios para que quepa la posibilidad de que las desigualdades sociales y el descontento e indignación populares se canalicen por los senderos de la violencia y la protesta radicalizada y destructiva; así se muestra en los comunicados del grupo que secuestró al influyente exsenador Diego Fernández de Cevallos y Ramos, y en aquellos presentados públicamente por la organización criminal de La Familia Michoacana.

Tratando de conceptualizar lo anterior, argumentamos que la creciente erosión y debilidad del Estado nación suscitadas en el marco de relaciones políticas antidemocráticas, implica la génesis, expansión y fortalecimiento de (contra)poderes fácticos dotados de recursos económico-financieros, armados, políticos y simbólicos; recursos que son empleados para retar, con la colusión de segmentos de las élites políticas, la hegemonía del Estado e imponer una dominación sobre el territorio y las comunidades afectadas. Estos (contra)poderes, dotados de contactos políticos que les permiten influir en la sociedad y crecer, configuran nuevas estructuras institucionales que funcionan de manera paralela a las legalmente instituidas; además configuran una economía criminal e informal (una economía clandestina de la muerte) que forma parte de redes económico-financieras globales capaces de aprovechar la apertura comercial y los flujos masivos de bienes, servicios e información, en el marco de una división internacional del trabajo criminal. La Camorra italiana, el narcotráfico colombiano y el crimen organizado en México, con sus respectivas especificidades, son muestras de ello.

El carácter desestructurador o (re)estructurador, desde una lógica perversa, de lo social-institucional generado por el clima de violencia e inseguridad pública que supone la imposición de la violencia militar, el poder criminal y la estrategia que le disputa al Estado el monopolio legítimo de la fuerza y el control del territorio mexicano, se enmarca en el desmantelamiento que desde hace tres décadas se impulsó a través del agotamiento y destrucción sistemática del sistema político del partido cuasi oficial; partido que construyó su poder sobre bases corporativas y clientelares orientadas a apuntalar la hegemonía del presidencialismo omniabarcador; así como de la adopción de políticas deflacionarias orientadas al ajuste y cambio estructural de la economía mexicana. Estrategias estas que pretendieron la estabilización macro-económica, privatización, apertura, redefinición y readecuación de la regulación económica; y que en los hechos derivaron en procesos de desnacionalización integral (sobre este concepto véase Saxe-Fernández, 1988) y en el fortalecimiento del empresariado privado a costa del debilitamiento económico del sector público. La intensificación de los procesos de globalización contribuye también a la erosión del Estado mexicano al difundirse relaciones estratégicas emanadas de espacios globales para la toma de decisiones; en ellos convergen los objetivos, intereses y estrategias de los organismos internacionales, gobiernos hegemónicos, redes empresariales globales, directivos del sector bancario-financiero transnacional, líderes de organizaciones no gubernamentales, e incluso de los movimientos sociales globales. Se trata, pues, de actores y agentes que socavan “desde afuera y desde adentro, desde arriba y desde abajo” la lógica propia de un Estado mexicano que se torna intencionadamente débil y errático en sus decisiones y acciones de cara a la proliferación de poderes fácticos que lo inhiben, sitian y fragmentan. Es una situación que se agudiza, en el contexto de un Estado ilegítimo (2006-2018) surgido de cuestionados procesos electorales, con la ausencia de un proyecto de nación que cohesione a los múltiples actores y agentes que poseen intereses diversos y que restablezca la legalidad y el sentido de lo público.

De esta forma, el narcotráfico y las redes de crimen organizado en México son poderes fácticos que, en paralelo con los actores y agentes socioeconómicos y políticos capaces de hacer valer sus intereses creados y facciosos, erosionan la institucionalidad de la sociedad. Comprometen, en conjunción con la emergencia y expansión de un Estado policial o securitario y de la economía clandestina de la muerte impulsada, la (re)construcción de un proyecto de nación orientado al largo plazo e inspirado en intereses nacionales. A su vez, la crisis de Estado (sobre esta noción véanse Enríquez Pérez, 2019; Enríquez Pérez y Flores Sandoval, 2019) experimentada durante las últimas décadas tiende a fortalecer a las organizaciones criminales y a múltiples actores y agentes que comprometen la integridad y seguridad de la nación; de tal modo que se gestan condiciones que profundizan el subdesarrollo y polarizan el proceso económico y la redistribución de la riqueza.

Teniendo en cuenta el breve panorama histórico del crimen organizado esbozado en los parágrafos anteriores, es posible argumentar que la génesis, expansión y consolidación de las organizaciones criminales se presentaron, paralelamente, con la hegemonía del sistema político del partido cuasi oficial que las subordinó y sometió a ciertas reglas autoritarias no escritas. Mientras que la exacerbación de su violencia, en parte, se relaciona con el debilitamiento y caída de ese sistema político que se regía por un sinfín de atribuciones metaconstitucionales; la débil, e incluso nula, cultura política que impide consolidar un concepto sólido de ciudadanía; y con la incapacidad de la clase política nacional para cohesionar al conjunto de los actores socioeconómicos y políticos del país con el fin de constreñir los poderes y liderazgos regionales. Clase gobernante que en su conjunto, sin eximir a amplios sectores de la población que muestran la ya mencionada nula o limitada cultura política, ejerce un desdén por el cumplimiento cabal de la ley y el respeto de las mínimas garantías ciudadanas.

La llamada “guerra contra el narcotráfico” iniciada en diciembre de 2006 e impulsada de manera errática hasta el 2018, es una muestra de la debilidad institucional del Estado mexicano empeñado en construir una legitimidad que no le otorgó la ciudadanía en las urnas. Esta estrategia, que fue instaurada por el régimen encabezado por el conservador Partido Acción Nacional, se orientó a diseminar una cultura del miedo que mantenga atónita, acrítica e inmovilizada a la población. Esto es, ante el generalizado clamor de fraude electoral en las elecciones federales de 2006, se reaccionó con una limitada estrategia antidrogas con magros resultados, reducidos a la captura y asesinato de ciertos capos del narcotráfico. Estos serían capitalizados de manera facciosa y mediática a través de operaciones policiacas espectaculares, e incluso montajes, que mostraban la idea de que la autoridad proporciona golpes fuertes al crimen organizado y, con base en ello, generar entre la ciudadanía una base de legitimidad. Los limitados resultados provinieron de una violencia política que se originó con las serias sospechas de fraude electoral (documentado ello en Mandoki, 2007); continuó, a través de la violencia militar armada, con la actitud confrontacional de las autoridades federales contra ciertas redes empresariales criminales de la droga y agencias policiacas locales; y derivaron, entre el primero de diciembre de 2006 y el 30 de noviembre de 2012, en 85.123 muertes de personas (dato proporcionado por Navarro y Mosso, 2016); estas relacionadas directa o indirectamente con los ataques al crimen organizado y los ajustes de cuentas entre las bandas de narcotraficantes. Entre estas personas sobresalen sicarios, presuntos narcotraficantes, militares, policías de distintas corporaciones, marinos y un gran número de civiles inocentes, entre los que abundan niños. Cabe destacar que para el año 2018 sumaron alrededor de 250.000 ejecuciones, alcanzando con ello el estatus de epidemia que afecta a hombres, jóvenes y pobres.

La cultura del miedo y el desánimo impuestos desde 2006 fueron aprovechados por los medios masivos de difusión para hacer un uso faccioso e intimidador con la finalidad de sembrar la idea de que el país está sitiado por el crimen organizado. Además para generar entre la opinión pública y la ciudadanía la premisa de que la inseguridad pública, por encima del desempleo y la crisis económica, es el principal y más grave problema de México. Se trató, desde un inicio, de instalar una agenda pública monotemática que hace de la “guerra contra el narcotráfico” una argucia político-mediática orientada a la construcción de la legitimidad negada de antemano. De ahí la instauración de una narconarrativa que posiciona a los llamados “cárteles” de la droga como enemigo ficticio a vencer. Esta narrativa, desprendida de la ideología de la seguridad nacional, supone simbolismos que encubren las reales estructuras de poder y riqueza que controlan los mercados criminales y las estrategias de financiarización que tornan lo ilegal en capitales legales.

Para continuar comprendiendo la magnitud del problema y las causas medulares del crimen organizado y su relación con la fragilidad institucional, resulta necesario referirnos a una entrevista realizada por el reconocido periodista mexicano, Julio Scherer García (2010), al narcotraficante Ismael ‘El Mayo' Zambada. Este, ante las preguntas del comunicador, sentenció que nada cambia al ser apresados y fusilados los capos de las drogas, pues “el problema del narco envuelve a millones. ¿Cómo dominarlos? En cuanto a los capos, encerrados, muertos o extraditados, sus reemplazos ya andan por ahí” (s. p.). Según Scherer García, para Zambada, el actual Gobierno mexicano llegó tarde a la lucha contra el narcotráfico, la cual de antemano es una guerra perdida pues no existe quien pueda resolver en días problemas generados por años; además, la corrupción infiltra al Gobierno desde abajo y el poder ejecutivo es engañado al no contar con información fiable de sus colaboradores. “¿Por qué perdida?”, pregunta el periodista; ante lo cual, el narcotraficante responde: “el narco está en la sociedad, arraigado como la corrupción” (s. p.).

Esta última aseveración del narcotraficante evidencia una realidad social que cada vez tiende a caracterizar a amplios sectores de la sociedad mexicana. Más aún, muestra un profundo proceso de descomposición y de (re)composición perversa del tejido social y de la institucionalidad de una nación, de tal manera que el crimen organizado se instaura como una cultura asumida de manera “natural” o “normal” por amplios sectores de la población. Así lo revelaron estudios empíricos que calculan en un 60 % la cantidad de jóvenes entre doce y diecisiete años radicados en zonas asediadas por la narcoviolencia, que consideran tentador y un estilo de vida viable el estereotipo del narcotraficante y los grupos criminales (Castillo García, 2010).

Esta irradiación de las actividades criminales en el imaginario social y en las relaciones y prácticas de ciertos sectores sociales, se genera en un entorno socioeconómico signado por la incertidumbre y falta de esperanza que aqueja a los individuos; la exclusión social que nulifica las expectativas de vida; el creciente desempleo y la precarización del mercado de trabajo; así como por la ancestral desigualdad que prevalece en la sociedad mexicana y que es exacerbada con la polarización derivada de la acelerada e irrestricta apertura económica respecto a la economía mundial. El escenario explicado se complementa con el ejercicio discrecional, piramidal, autoritario, antidemocrático, patrimonialista, faccioso y soterrado del poder político en México. Situación que creó el caldo de cultivo para la profundización de la corrupción y la impunidad, el contubernio en no pocos casos entre los funcionarios públicos y la delincuencia organizada, y el desdén por la imposición y cumplimiento de las leyes. Se trata, pues, de un histórico, sistémico, estructural y multidimensional proceso de largo alcance que impacta en la totalidad de la sociedad.

Respecto a la dinámica propia del crimen organizado, cabe resaltar que entre los efectos negativos de su acción social sobresale el hecho de que, sobre la imposición de su fuerza y poder, pretende instaurar y hacer “normal” una concepción y una forma de vida en amplios territorios del país. Ello tiende a conformar escenarios de legitimidad entre ciertos sectores de la sociedad que observan con “buenos ojos” las operaciones y actividades ilícitas al representar una forma de vida.

Esta creciente legitimidad y el apoyo popular con que cuenta el crimen organizado y que provienen del imaginario social, se observan en múltiples casos; por ejemplo, las marchas y protestas por la “paz” convocadas por el alcalde de la ciudad de Apatzingán, Michoacán realizadas en diciembre de 2010 para manifestar el rechazo a la violencia instaurada por el Gobierno federal; estas devinieron de manera espontánea en el apoyo de los manifestantes a La Familia Michoacana tras la supuesta muerte de uno de sus líderes; se destacó también la exhibición de varias pancartas en manos de mujeres y niños con leyendas como: “Nazario vive en nuestros corazones”, “Viva la Familia Michoacana” y “La Familia Michoacana somos más que un estado”. Otra muestra de esta legitimidad popular es el gusto que predomina en ciudades medias y poblaciones rurales respecto a los narcocorridos que son interpretados en bailes masivos, jaripeos y camionetas conducidas por los lugareños. En ellos se celebran y vanaglorian las audacias, aventuras y hazañas de los capos de la droga, generando en los escuchas un sentido de identidad y compenetración con esas acciones ilícitas; mientras tanto se representa socialmente la violencia y se hace de ella una práctica común y cotidiana (para mayores detalles sobre el fenómeno musical del narcocorrido ver Astorga, 1995, 1997, 2000 y 2005; Héau Lambert y Giménez, 2004). Incluso en redes sociodigitales como Facebook e Instagram se observan multitud de sitios de apoyo y apología a las personalidades, actividades y estilos de vida de los líderes del narcotráfico, de tal manera que los usuarios muestran su afición y hacen seguimiento de la narcocultura.

Más aún, desde ciertos sectores de la alta jerarquía católica se reconocen los nexos del narcotráfico con la iglesia (información de Nurit Martínez, 2010) e incluso son toleradas las limosnas concedidas por los capos de la droga; así como ocurrió con el obispo de la diócesis de Aguascalientes, Ramón Godínez Flores, al mencionar, tras reconocer en conferencia de prensa que esa organización recibe narcolimosnas y donativos en distintas parroquias, lo siguiente:

“Cualquiera que dé una limosna yo la recibo, y yo la agradezco”.

—¿Aunque el dinero sea de origen ilícito? —se le cuestionó.

—No, no me consta que sea dinero malo. El dinero se puede purificar cuando la persona tiene una buena intención y se arrepiente de sus actos criminales —explicó (información recabada de la nota informativa del periodista Bañuelos, 2005, s. p.).

A grandes rasgos, decimos que existe una causalidad circular, tal y como se observa en la Figura 4, entre el desdén por la ley y lo público y un fenómeno generalizado, especialmente en las últimas tres décadas, como la desintegración y (re)estructuración perversa del tejido social y el entramado institucional; porque son hechos sociales complementarios que convergen no en una causalidad lineal, sino que cada uno de ellos se presenta como causa y efecto del otro; y remiten a pautas, patrones y comportamientos culturales que los reproducen y profundizan en el marco de la polarización social y la legitimación social de las acciones ilícitas.

Fuente: elaboración propia.

Figura 4 Causalidad circular entre las distintas dimensiones relacionadas con la acción social del crimen organizado en México. 

De esta manera, nos atrevemos a postular un supuesto teórico identificado a lo largo de la investigación: ante el generalizado y profundo desdén por la ley y lo público, las funciones del Estado se tornan fuertes para desplegar un aparato securitario y represivo; pero interesadamente débiles, erráticas e incluso nulas al tratarse de preservar la integridad física de la población y de cultivar la confianza y legitimidad de los ciudadanos. Mientras tanto el crimen organizado incrementa sus alcances violentos y desestructuradores del sentido de comunidad, así como su poder económico, territorial, político y simbólico.

Más que una relación transitiva crimen organizado-debilidad del Estado y debilidad del Estado-subdesarrollo, lo que se observa es la perpetuación de un largo proceso histórico como lo es el subdesarrollo a través de relaciones sistémicas que engarzan expresiones como la inestabilidad macroeconómica; la vulnerabilidad respecto a los flujos globales; la ausencia o fragilidad del mercado interno y de eslabonamientos de las cadenas productivas; la inequitativa distribución y redistribución de la riqueza y la asignación de recursos; la limitada o nula capacidad de innovación tecnológica y la consustancial dependencia; el despliegue de un sistema político autocrático y oligárquico que se combina con rasgos autoritarios y una estrecha cultura política de la sociedad; la ausencia o debilidad de la cultura de la legalidad; el déficit institucional; todos estos entre otros factores internos y externos que delimitan esa condición asimétrica y polarizante en un país como México. La radicalización del crimen organizado y la crisis de Estado que le acompaña son dos dimensiones más mediante las cuales se manifiesta la dialéctica desarrollo-subdesarrollo, y que interactúan con los anteriores factores que explican, en buena medida, la imposibilidad de México para (re)construir un proyecto de nación.

La generalizada violencia y la crisis humanitaria (se calculan 250.000 ejecuciones y 40.000 desaparecidos desde 2007; estadísticas provisionales son ofrecidas por Lakhani, 2016) que le es consustancial incluso puede ser catalogada como epidemia a raíz de los cuantiosos homicidios intencionales y las ejecuciones masivas de jóvenes y adultos jóvenes; la Organización Mundial de la Salud habla de epidemia cuando se presentan diez o más muertes violentas por cada 100.000 habitantes y México registró una tasa de 24 homicidios violentos en 2011 y de 17,7 en 2015. Con relación a todo esto cabe enfatizar varias ideas: la expansión de la violencia y el derramamiento de sangre; las crecientes disputas por el control de territorios regionales en México y la depredación institucional relacionada con estos dos fenómenos en incesante mutación, abren la posibilidad de caer en imprecisiones conceptuales y en el uso de categorías que no desentrañan del todo su esencia y su carácter multifacético; especialmente cuando el lenguaje proviene del invaluable y bienintencionado trabajo periodístico y es asimilado de manera acrítica en la academia. El problema de las categorías no es baladí y mucho menos lo es cuando el lenguaje aceptado incide en el diseño y ejercicio de políticas públicas o, cuando menos, en la formación de corrientes de opinión pública. Ni “guerra contra el narcotráfico”, ni “narcoterrorismo” (Villoro, 2010), ni “narcoestado” (Meyer, 2009), ni “insurgencia criminal” o “autoridad capturada” (Grillo, 2012), ni “democracia en guerra civil posmoderna” (Schedler, 2015). Algunas de estas categorías, aunque atractivas y seductoras para el periodismo y las grandes audiencias, son contradictorias en sí mismas y faltas de correspondencia con la realidad y su esencia en buena medida porque las organizaciones criminales y las bases sociales que les nutren y legitiman no abrazan o defienden alguna ideología política, ni usan las armas y la violencia para reivindicar una causa y hacerla valer; menos aún resulta preciso asumir que el crimen organizado tiene un carácter monolítico, ni que sus distintas facciones o grupos luchan contra el Estado como opresor que genera algún “agravio moral”. Su racionalidad y el sentido de su acción social se rigen por la necesidad de controlar el territorio y expandir un negocio ilegal de alcances transnacionales y gestionado con sofisticados criterios empresariales. Más que sublevarse contra el Estado, las organizaciones criminales aprovechan la corrupción, la debilidad institucional, la colusión, la complicidad y la omisión interesada de importantes esferas y élites del aparato de Estado. Sin la acción o la omisión del Estado, la génesis, expansión y poder del crimen organizado serían improbables de facto; la diferencia radica en aquellas decisiones policiaco-militares que privilegian proteger o atacar a algunos grupos criminales y paramilitares seleccionados y no a otros. En suma, nos atrevemos a argumentar, como primer acercamiento a desagregar en investigaciones paralelas o posteriores, que lo experimentado en México durante las últimas dos décadas es una sociedad violentada con un Estado fragmentado que se encuentra desarticulado y depredado por sofisticadas redes criminales y paramilitares enfrentadas entre sí para lograr el control y expoliación de territorios, mercados y vidas; también por amplias porciones de las élites políticas depredadoras, permisivas y corrompidas que se inclinan por un bando en detrimento de otro, al tiempo que se empeñaron en sembrar, ejercer y reproducir una superflua violencia militar (violencia de Estado). Todo en aras de allegarse una legitimidad no siempre otorgada por una ciudadanía que cada vez más hace del miedo, la inseguridad pública y la preservación de la integridad física un eje rector de su cotidianeidad (estas nociones se desarrollan en Enríquez Pérez y Flores Sandoval, 2019).

Consideraciones finales sobre la investigación

La naturaleza volátil, contradictoria y polarizante de la sociedad contemporánea muestra la emergencia y expansión de riesgos que desafían al Estado nación tradicional y que es complicado enfrentarlos desde las pautas institucionales convencionales que no son potenciadas tras diseñarse y adoptarse políticas públicas erráticas y descontextualizadas de las necesidades urgentes de las comunidades locales. En el contexto de esta sociedad de riesgo, se presentan fenómenos sociales como el crimen organizado y la gran cantidad de efectos perversos que se cimbran sobre las comunidades a partir de una acción social que cuenta con un profundo arraigo y legitimidad entre amplios sectores de la población mexicana; legitimidad que se evidencia en narrativas como la que subyace en la narcocultura y en los narcocorridos.

A lo largo de la investigación concluimos también que las ciencias sociales se enfrentan a limitaciones teórico-conceptuales y metodológicas en sus esfuerzos por aprehender la naturaleza y complejidad de un fenómeno social multifacético que por su carácter clandestino y subterráneo impide conceptualizarlo y medirlo con fiabilidad. En cierta manera nosotros mismos somos presa de esas limitaciones. De tal modo que se corre el riesgo de caer o reincidir en relatos de corte periodístico con sus dosis de sensacionalismo y especulación infundada que pueden terminar deformando la explicación e interpretación del objeto de estudio. Esta posibilidad de que el crimen organizado se salga de las manos como objeto de investigación y reflexión, se complementa con el hecho de que las ciencias sociales en general, y especialmente las ciencias sociales latinoamericanas, no logran liberarse de los análisis estrechos y de los conceptos esbozados por los medios masivos de difusión; como ocurre con la televisión y la prensa escrita, que terminan imponiendo una narrativa y una agenda de discusión ligada la mayoría de las veces a la dimensión criminalística del problema, así como al reduccionismo de que el crimen organizado se ciñe a un asunto de policías y ladrones (narcotraficantes). De ahí la urgente necesidad de construir desde América Latina una economía política del crimen organizado que ayude a desentrañar la naturaleza de su acción social y el comportamiento de los actores y agentes involucrados, directa o indirectamente, en las actividades ilegales; ello en aras de trascender los discursos hegemónicos, sobre todo aquellos que judicializan el problema, que pretenden dar luz sobre el fenómeno.

En nuestro caso, conocer la dinámica y lógica de ese fenómeno multifacético supuso, a lo largo de nuestra investigación, situarnos por arriba de las convencionales versiones esbozadas por los medios masivos de difusión y las declaraciones de las autoridades gubernamentales. Los cuales deslizan la idea de que el crimen organizado es un fenómeno surgido por generación espontánea y sin las multidimensionales causas que le caracterizan. Más bien, sostuvimos la concepción de que el crimen organizado es una construcción histórica, una praxis social en la cual ciertos individuos se reproducen socialmente y modelan tipos organizativos que les permiten insertarse en el proceso económico bajo premisas que desbordan la legalidad y se sitúan en un camino que rompe con la institucionalidad establecida y el respeto a lo público, al tiempo que crea parainstituciones y pautas de conducta alternativas a las fijadas por la ley. Todo ello está en función, a su vez y desde una mirada histórica, de cómo una sociedad conoce (el proceso de cognición ante el proceso de socialización). De ahí que nos cuestionemos, en torno al fenómeno criminal, ¿por qué ciertas prácticas y acciones sociales se tornan racionales en un contexto histórico dado? Cada época tiene sus propias variaciones, significaciones y recodificaciones en torno a esas acciones sociales.

Más aún, durante nuestro trabajo académico, constatamos que a lo largo de gran parte del siglo XX fue constante la presencia del crimen organizado en México; sin embargo, ante el socavamiento y debilitamiento del Estado, desde afuera (los efectos negativos de la globalización, las relaciones estratégicas fomentadas desde espacios globales para la toma de decisiones, las crisis económico-financieras, etc.); y desde adentro (el fortalecimiento del empresariado privado, la emergencia de poderes fácticos, las pugnas entre las facciones políticas, etc.), actividades delictivas como el narcotráfico, el lavado de dinero, las extorsiones, el secuestro, el tráfico de armas, etc., proliferaron y radicalizaron su violencia y control sobre el territorio. Ello en un entorno socioeconómico nacional y mundial signado por el desempleo, la exclusión social, la ostentación como estilo de vida que genera tentación en gran cantidad de individuos, y el debilitamiento de los lazos comunitarios. Todo ello en su conjunto está configurando, en una lógica de causalidad circular, una debilidad institucional y una crisis de Estado. Estas tienden a profundizar y exacerbar a la par de otros factores internos y externos las condiciones de subdesarrollo de la nación y a subsumir y vaciar de contenido el sentido del concepto y ejercicio de la ciudadanía.

Relacionar dimensiones como la acción social, en perspectiva histórica, del crimen organizado, la fragilidad institucional experimentada en México, el desdén por lo público, el desprecio por el cumplimiento de la ley, la debilidad del concepto de ciudadanía y su limitado o nulo arraigo, y la erosión del sentido de comunidad; relacionarlas, repetimos, implicó seguir la premisa de que se experimenta una crisis de Estado en el país e interpretar las problemáticas desde los márgenes analíticos y normativos facilitados por el estudio de la dialéctica desarrollo-subdesarrollo. Abordaje este último que nos permitió posicionarnos de cara a la crisis de sentido que invade a amplios sectores de la academia y a la casi totalidad de la clase política mexicana; clase enclaustrada en el cortoplacismo y los intereses facciosos que solo contribuyen a polarizar la vida nacional. Lo anterior se agrava mediante la gravitación de un contexto internacional signado por la volatilidad, la incertidumbre y una crisis económico-financiera global; la que amenaza con destruir amplias franjas de los aparatos productivos nacionales y cancelar las posibilidades de empleo a amplias mayorías populares que buscan canalizar su descontento e insatisfacción social.

Abordado lo anterior, cabe esbozar algunas preguntas que nos permitan guiar futuras investigaciones que profundicen en los temas tratados hasta ahora: ¿es posible revertir los efectos sociales negativos derivados de la radicalización de la violencia relacionada con el crimen organizado en México? ¿Cuáles son las nuevas configuraciones que asumen o asumirán los conceptos de lo público, la comunidad y la ciudadanía de cara a la (re) estructuración de lo social que supone el predominio del crimen organizado en un país como México? ¿Qué instrumentos teórico-metodológicos necesitan las ciencias sociales latinoamericanas para abordar un objeto de estudio signado por la clandestinidad y el misterio que le envuelve y para contribuir así a la construcción de un pensamiento crítico? ¿Cómo posicionar el análisis y estudio del crimen organizado en la lógica de la dialéctica desarrollo-subdesarrollo y cómo hacerlo parte de los esfuerzos orientados a la construcción de teorías del desarrollo desde América Latina?

Finalmente, y a la par de las anteriores preguntas, es posible señalar que, ante la calamitosa situación de vida o muerte suscitada en amplios territorios y poblaciones del país, resulta necesario y urgente reivindicar el pensamiento utópico; para así enfrentar la generalizada crisis de sentido y liberarnos del despeñadero que puede encaminar a México hacia consecuencias posiblemente irreversibles. Salir de ese precipicio solo será posible si somos capaces como sociedad de (re)configurar y arraigar entre nosotros la noción de ciudadanía, así como de reposicionar el imperativo del derecho al desarrollo bajo los principios de paz, dignidad, justicia y democracia.

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Cómo citar: Enríquez Pérez, I. (2020). El crimen organizado y la fragilidad institucional como condicionantes del desarrollo: el Estado mexicano asediado por el narcotráfico y sus impactos desestructurantes en el tejido social. Revista Facultad de Ciencias Económicas, 28(1). https://doi.org/10.18359/rfce.3564

* Artículo de investigación. La investigación que está detrás de este artículo fue financiada por el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (Clacso), la cual cuenta con versiones preliminares de este.

Recibido: 13 de Julio de 2018; Aprobado: 28 de Mayo de 2020

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