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Nómadas

Print version ISSN 0121-7550

Nómadas  no.29 Bogotá July/Dec. 2008

 

De la nostalgia, la violencia y la palabra: tres viñetas etnográficas sobre el recuerdo

On nostalgia, violence, and the word: Three ethnographical bullets about remembering

Alejandro Castillejo-Cuéllar*

* PhD en Antropología de la New Scholl for Social Sciences, New York. Profesor visitante de Zayed University, Dubai (Emiratos Árabes). Profesor Asociado de la Universidad de los Andes, Bogotá (Colombia). Coordinador del Comite Internacional de Estudios sobre Violencia, Subjetividad y Cultura. E-mail: acastill@uniandes.edu.co

ORIGINAL RECIBIDO: 02-IX-2008 – ACEPTADO: 20-IX-2008


En este texto se presenta una experiencia de investigación originada en el trabajo con el Centro de Acción Directa para la Paz y la Memoria y el Instituto para la Justicia y la Reconciliación, ambos en Sudáfrica, mediante una serie de viñetas etnográficas que permiten adentrarse en la manera como un antiguo excombatiente del Congreso Nacional Africano, en Sudáfrica, reconstituye el sentido del mundo mediante su articulación en el lenguaje. La pregunta que se plantea es por el espacio que se constituye en esta configuración y los problemas que emergen para el investigador en el intento de entenderlo.

Palabras clave: recorridos etnográficos, palabra y escritura, espacio-apartheid, memoria, transiciones políticas.

Neste texto apresenta-se uma experiência de pesquisa originada no trabalho feito pelo Centro de Ação Direta para a Paz e a Memória e pelo Instituto para a Justiça e a Reconciliação, ambos na África do Sul, mediante una série de vinhetas etnográficas que permitem entrar mais a fundo na maneira como um antigo ex-combatente do Congresso Nacional Africano, na África do Sul, reconstitui o sentido do mundo mediante sua articulação na linguagem. A pergunta que se da é pelo espaço que se constitui nesta configuração e os problemas que emergem para o pesquisador o intento de entendê-lo.

Palavras-chaves: percursos etmográficos, palavra e escritura, espaço-apartheid, memória, transições políticas.

This text is about a research experience based on the work with the Direct Action Centre for Peace and Memory and the Institute for Justice and Reconciliation, placed in South Africa. Through a series of ethnographic vignettes one can learn the way in which a former African National Congress combatant gives meaning of the world, through language articulation. The question unfolds on the space constituted in this configuration and the problems the researcher faces when trying to understand it.

Keywords: ethnographic journeys, word and writing, space-apartheid, memory, political transitions.


"Mami, ¿y es que acaso ese señor [Pol Pot] no tenía mamá?"

Prisión "Toul Sleng" o "S-21", Phnom Penh, Cambodia, julio del 2008.
A mi Hija Sarah

Catástrofe1

La palabra "catástrofe" habita simultáneamente un doble lugar. Por un lado, nos habla de eventos o instancias, no siempre repentinas, de destrucción masiva, cósmica, que hunden a la persona en la oscuridad existencial y metafísica. Sin embargo, en la antigüedad clásica, catástrofe era también la parte final de la tragedia, su epílogo, para ser más preciso. La música de la época, por otro lado, nos da una clave adicional, aunque en otro sentido: catástrofe era entendida como "el retorno al punto de descanso y equilibrio axial de la cuerda de una lira luego de haber cesado de vibrar" (Comotti, 2006; Martin, 1953; Paniagua, 1979). La palabra no hacía referencia, pues, a la caída del ser humano en la oscuridad metafísica o existencial (que tantos pensadores tratarían de explicar en sus teodiceas seculares), sino lo contrario, al retorno del equilibrio, al instante en donde el presente perdido, y en el caso de la música, el silencio, se recuperan. Sería imposible, sin embargo, localizar el momento epistémico en el que la vibración se trasformó, semánticamente, en la fuente del caos. Es esa vibración en tanto destrucción la que llegaría hasta nosotros en el idioma español. La palabra, en consecuencia, habita una cierta ambigüedad de la que no quiero despojarme.

Este texto aborda la unidad inherente a la idea de catástrofe como caída y como retorno o epílogo, intentando comprender la manera como seres humanos específicos, luego de destierros y guerras –marcados por todo tipo de calamidades–, tratan de reconstruir un sentido en el mundo. Esto con la intención de "extraer las palabras del exilio" al que las hemos sometido en la academia (Stanley, 2006). Así, hablar de aquello que es catastrófico implica pensar aspectos de la experiencia que se "resisten a los conceptos", en la medida en que habitan lugares simultáneamente familiares y extraños. Para realizar este ejercicio quiero concentrarme en la palabra, como mediación de la experiencia, ya que ella se teje, o su propia ausencia, con la idea misma de catástrofe.

Para ello, este trabajo se concentra en las lacónicas palabras de Mandla, un antiguo miembro del ala militar del Congreso Nacional Africano, extraídas de una presentación pública de su poema "El vientre" (haciendo referencia al vientre materno), una noche fría en Ciudad del Cabo hacia finales del año 2003: "Soy [dice Mandla para describir su existencia] un squatter dentro de un squatter". El término inglés squatter es de por sí difícil de traducir: por un lado, hace referencia a los habitantes de barridas miserables, ocupadas ilegalmente y diseñadas por el apartheid en todo su masivo programa de ingeniaría racial. Simultáneamente, el término hace referencia al "lugar" ocupado por estos "invasores". "Asentamiento ilegal", "invasión", podrían ser unas posibles traducciones.

Aquí el sujeto, en tanto locus de experiencia, se confunde o se entrelaza con el espacio de la dominación: de ahí la doble connotación del término sujeto (Smith, 1988). Hay en este verso una cadena que lo lleva desde la madre, pasando por su cuerpo –por sus contenidos fenomenológicos–, para terminar en el lugar que los contiene a todos juntos, el espacio social. La palabra "soy" es una articulación de la experiencia que habla de sí mismo en relación con una comunidad moral más amplia. Es una frase paradójica, sin duda, donde lo íntimo, el lugar de la simbiosis con la madre, y lo extraño se confunden, donde el retorno y la caída se entretejen. ¿Qué quiere decir entonces retornar al lugar en el que nunca se ha estado pero que se reconoce con la intimidad de haberlo vivido? ¿Cómo se entretejen las palabras y los cuerpos en este retorno?

A la traducibilidad (Steiner, 1998), como problema metodológico, a los ecos que deja la palabra en su camino, como señalaría Walter Benjamin, y a su densidad semántica, que en estos extractos se encuentra esparcida en diferentes lugares e idiomas, dedico las siguientes viñetas2.

Primera viñeta: el color de la piel como uniforme

En un manual de ciencia policial citado extensamente por el ministro de la ley y el orden, Adrian Vlok, durante los años críticos del apartheid, cuando imperaba el estado total de emergencia en 1988, se encuentra el siguiente párrafo que de entrada afianza, como ejercicio cartográfico del Estado, al hombre negro en el orden de lo salvaje, la fuente de todo terrorismo:

Los bantúes [un término despectivo] son menos civilizados. Entre más primitivas son las personas, menos son capaces de controlar sus emociones. A la menor provocación, se tornan violentas. No pueden distinguir entre los asuntos serios y los menos serios. Son menos auto-controladas y más impulsivas (Bell y Buhle, 2001).

Ahora, un extracto de mis notas de campo, en un intento por darle continuidad histórica al párrafo anterior.

En el verano africano del 2003 tuve la oportunidad de realizar una larga entrevista con V. J. Cronje, miembro de la Afrikaner Broederbond, veterano de la Guerra de Rodesia y ex-oficial de inteligencia militar trasladado al Cabo durante la crisis de mediados de los años ochenta. Lo conocí en Maun, una pequeña población de Botsuana, entrada al Delta del Okavango. Para pescarlo tuve que hacer una reservación en una empresa particular que ofrecía en Johannesburgo paquetes turísticos para avezados viajeros. Varios conocidos me habían confiado que este particular grupo de administradores turísticos tenía entre sus filas antiguos soldados del apartheid. Finalmente, una madrugada, partí hacia Botsuana y Zimbabue desde Johannesburgo para experimentar "la emoción y la adrenalina de una aventura en Sudáfrica". Una noche, luego de más de diez horas de un incómodo recorrido en un microbús a lo largo del borde del Kalahari, en pleno verano, con una temperatura que alcanzaba los cincuenta grados centígrados, llegamos por fin a un refugio elegante, casi lujoso: una hilera de chozas estilizadas, las mismas que figuran en muchas tarjetas postales representando el "África tribal".
Me pareció sorprendente hasta qué punto estos personajes, muchos de los cuales –como me enteré después– habían estado involucrados en operaciones de contrainsurgencia y guerras fronterizas, "administraban" el circuito de "reservas de animales salvajes", la industria que maneja el acceso a "lo salvaje", a lo "peligroso" y a la experiencia de la sabana africana. Al conocerlos, no pude evitar preguntarme si habría alguna suerte de continuidad histórica y profesional entre sus vidas "anteriores" en tanto soldados y sus negocios actuales: cazadores de bestias que habían cambiado el rifle por la cámara; conexiones no sólo en relación con habilidades específicas aprendidas a lo largo de los años en el frente, como la destreza para sobrevivir o el conocimiento de "lo salvaje" (incluyendo "los negros"), sino otras, quizás más sutiles, como la adicción a la adrenalina.
El encuentro con Cronje estuvo precedido por conversaciones que, estimuladas por la monotonía del paisaje semiárido de Botsuana, se desarrollaron alrededor de narraciones presentadas como historias de despojo, maltrato físico y frustración de los blancos en "la nueva Sudáfrica, una letanía de quejas que escuché en tantas ocasiones: historias de robos, asesinatos y violaciones, que supuestamente reflejaban la 'barbarie' de la población negra en oposición a 'la amorosa y pacífica comunidad blanca'".
La atmósfera de la conversación fue calma, casi amistosa, mientras que el calor del día se atemperaba y la luna brillaba con las primeras luces de la noche. Poco a poco, los guías turísticos que se conocían entre sí se fueron congregando a medida que cobró fuerza la discusión sobre política con los comerciantes de diamantes. El refugio era un lugar seguro para su conversación, ya que se trajeron a colación tópicos prohibidos, como la situación política de Zimbabue y la polémica reforma agraria del presidente Robert Mugabe. Fue este último tema, la posibilidad de que Sudáfrica se convirtiera en Zimbabue, el que desencadenó la desinhibida interpelación de Cronje: "Escuché que usted está escribiendo un libro sobre Sudáfrica. Yo tengo algo que contarle".
En retrospectiva, el discurso de Cronje esa noche fue, en una frase, un recuerdo nostálgico de la época en que "el salvaje", o el "hombre negro", estaban política y militarmente reducidos a las "localidades" asignadas por los ingenieros de la segregación. En su opinión, uno de los problemas de la Sudáfrica contemporánea era el hecho de que "los negros" hubiesen excedido los territorios ideados originalmente para ellos. Al referirse a "los negros", Cronje usaba el despectivo y denigrante término kaffir: una palabra de origen árabe que significa "infiel" y que entra al swahili, lengua transnacional del África, a través de traficantes musulmanes de esclavos durante el siglo XIX. En el mundo islámico no hay peor epíteto que éste.

Fue un vocablo ampliamente usado durante los años del apartheid, en un tono secularizado aunque de matices cristianos, pero con un largo historial de circulación durante los tiempos coloniales a través de las crónicas de viajeros europeos en África. En español la palabra cafre proviene de kafir. Con tono casi de pontífice, benevolente y condescendiente, Cronje se identificaba a sí mismo como un "pensador". Frases cortas, casi meditativas, encapsulaban las ideas de este hombre sobre filosofía racial. Me impactó su carácter pacífico, siempre haciendo gala de una paciencia estoica frente a mis enojosos interrogantes y comentarios.

Quizá la más perturbadora de todas las declaraciones de Cronje durante aquella noche –lo recuerdo con una brutal claridad– fue la siguiente: "usted puede sacar a un kaffir del bush, pero no puede sacarle el bush al kaffir". La frase misma era, en apariencia, un locus clasicus, dado que todos los que estaban alrededor de la mesa asintieron con respeto mientras él la repetía varias veces en afrikáans, como si a fuerza de repetirla estuviera asegurándose de que ésta perdurara en mi memoria. Difícil de traducir, sin duda: enunciada en afrikáans, un idioma cuya base es el holandés y que se mezcla en los siglos XVII y XVIII con el malasio y otros idiomas traídos del sur de la India, Ceilán y el Sudeste Asiático a través del comercio global de esclavos. La frase se entrelaza con el swahili a través del árabe y la palabra kafr. Y la palabra bush, finalmente, proviene del inglés: matorral, arbusto. Pero en el África del colonialismo británico, bush tiene una fuerte genealogía que la emparenta con la penetración de la civilización, cristalizada en el cuerpo de los héroes-exploradores, a la feminizada tierra incógnita. Ese lugar de encuentros con ese otro mundo, de lucha entre la razón y el caos, es lo que se denomina bush. Los blancos, especialmente aquellos que tuvieron contacto con la sabana, crecen escuchando historias del bush, de la misma manera que en otras latitudes circulan historias de fantasmas y espíritus.
Cronje naturalizó un orden del mundo en el cual cada criatura tenía un lugar específico, asignado según una singular cartografía de la diferencia. La frase encapsula el miedo al inmanejable "salvaje" que habita en los confines de los espacios humanos. Ilustra su teoría rememorando una "experiencia en el bush" ocurrida en su infancia: cuando él era chico, su padre encontró un cachorro de león pedido. Al darse cuenta de que el animal había sido abandonado por su madre, el benevolente padre decidió llevarlo a la granja y conservarlo como mascota. El león creció en cautiverio, se hizo grande y fuerte y pareció adaptarse, coexistir e incluso desarrollar cierto tipo de afecto hacia los seres humanos. Cronje evoca con nostalgia la reciprocidad de esos sentimientos. Como todo niño, él había cimentado una cercanía especial y una "amistad" con un animal conocido por su fuerza y su poder. Un día, a varios metros del límite de la que Cronje recuerda como "la inmensa propiedad familiar", pasó una pequeña manada de antílopes. De repente, "instintivamente", el león se agachó, a hurtadillas, escondiéndose, mientras observaba e inspeccionaba la manada. Esto sucedió a varios kilómetros de distancia del principal espacio habitado de la estancia, donde solía vivir toda la familia, en un punto remoto de la granja. Fue precisamente en este espacio liminal, donde el león reaccionó atacando y matando a un antílope.

El narrador, de alguna manera desilusionado con aquello que acababa de ver inesperadamente, un arranque de agresión e instinto asesino por parte de su amada mascota, recordaba este incidente casi como una epifanía, una instancia del despertar de la conciencia y la claridad, un encuentro con las verdades perennes y un momento ritual en el que el orden natural de las cosas y las leyes de la naturaleza habían sido, literalmente, re-establecidas. Los animales salvajes y las personas pertenecen a dos órdenes separados en la naturaleza y no tiene sentido mezclarlos, pues tienen formas de vida diferentes e inalterables: un animal salvaje siempre será un animal salvaje, imposible de domesticar, que anda suelto, dominando la sabana africana, viviendo a campo abierto y, sobre todo, usando la violencia como medio para sobrevivir, para imponerse. La intención de Cronje era, por supuesto, explicar lo que a su parecer era una analogía evidente entre "el hombre negro" y "el animal salvaje". Al igual que el león, "el hombre negro" podría crecer y vivir entre "los blancos" y, sin embargo, nunca sería capaz de dejar atrás las costumbres del bush porque, según Cronje, está indeleblemente definido por un sentido de conexión ancestral, primitiva, desde tiempos inmemoriales, con lo salvaje, con un salvajismo que está marcado en su cuerpo con el color de su piel.

Cronje, experto rastreador de animales que creció escuchando a su padre narrar cuentos del bush, y veterano soldado del apartheid en las guerras fronterizas, afirmaba haber aprendido sobre "los negros" por medio del "conocimiento" directo, producto de las batallas entre la vida y la muerte que encaró en la sabana salvaje. Fue precisamente esta íntima relación adquirida con lo salvaje, este interés por diseccionar la otredad del Otro, el que le dio elementos para comprender "la mente negra". Fuente tanto de desconcierto como de terror. Como lo establecía sin rodeos el manual de entrenamiento, él estaba convencido que "a la menor provocación, ellos [los bantú] recurrirían a la violencia".
Al igual que un viejo patriarca sermoneando en un tono seudofilosófico y meditativo, Cronje insistía: "Escuche cuidadosamente, usted debe escribir esto en su libro, esto es verdad". Y así lo hice. Su deseo de exponer "la verdad" funcionaba como una armadura contra preguntas inquisitivas. Su tarea no consistía en legitimar su visión de la palabra, "la verdad", y el orden particular del mundo que a su parecer había colapsado durante y después del proceso político de Sudáfrica, sino en exponerlo, presentarlo, develarlo, con el fin de iluminar, de sacar de la ignorancia. Era precisamente el fracaso del orden, o en otras palabras, el derrumbe de la manera como se asignan ciertas categorías de personas a espacios específicos, lo que él ponía en evidencia. Haber desmontado el orden legal llamado apartheid era ir contra las leyes naturales. Era debido a esto que él tenía una visión apocalíptica del futuro: un apartheid a la inversa, blancos segregados, rodeados por los mismos negros voraces, deseosos de engullir y atiborrarse con el dinero, la tierra y la riqueza del país.
La conversación con Cronje evidenció una serie de relaciones entre la asignación de cuerpos a lugares específicos –particularmente los cuerpos negros a las "localidades"– y el mantenimiento del orden de las cosas y los usos de la violencia para producir y reforzar fronteras. Esto, parcialmente, explica por qué el apartheid desplazo millones de personas a las localidades negras en un programa de dislocaciones masivas que los expropiaba de todo. En el centro de todo esto estaba la idea de "lo negro" como "exótico", como ininteligible, como encarnación del caos y de la violencia destructiva. De ahí el llamado proyecto civilizador del colonialismo (notas de campo, cuaderno segundo, 2003).

Cuando Mandla nació a mediados de la década de 1960, había nacido, paradójicamente, en el seno de este desarraigo. Cuando creció, decidió tomar las armas, primero para sacar a los blancos de África (su tío había sido miembro del Congreso Pan-africanista), pero luego para buscarse un lugar en un mundo en el que había sido forzado a convertirse en extraño. En cierta forma, la lucha de liberación encarnaba la idea de un retorno. Pero para lograr este retorno, Mandla tuvo que exiliarse, esta vez por decisión propia, para luego volver como guerrillero, con el fusil.

Segunda viñeta: exilios

El apartheid fue esencialmente un régimen de dislocación forzada, donde la violencia, que no era leída como derrumbe sino como restauración, era la violencia de la asignación del cuerpo a un espacio creado por la racionalidad técnica: el gueto. El "color de la piel como uniforme" hizo de Sudáfrica un lugar de culturas ininteligibles entre sí: el relativismo posmoderno hubiera caído como anillo al dedo: la idea de autodeterminación cultural, tan central para movimientos de resistencia en América Latina, constituyó, junto con la idea de inconmensurabilidad, el sumo conceptual del racismo. Hizo del destierro el hogar de muchos y del control de lo salvaje y lo exótico, el presupuesto para la tortura. Claro, en el marco de una acelerada expansión capitalista. Pero ese "exótico" de las décadas precedentes, en esencia, no había cambiado. En la Sudáfrica de la transición, las localidades seguían siendo el locus del caos: por un lado, producto de la violencia endémica luego de centurias de colonialismo, expresada en el maltrato corporal, el hambre y el sida; y en segundo lugar, de la violencia epistémica que circunscribe ese lugar como lugar de lo otro. En ese mundo, la guerra de la liberación, la versión oficial, se había convertido en artículo de consumo, mientras que sus minucias existenciales se habían hecho invisibles. Fue a este tercer exilio al que Mandla vuelve con profunda esperanza para re-comenzar su vida. En él descubre, contrariamente a lo esperado, relaciones de continuidad con el pasado en esta nueva entidad llamada la "nueva Sudáfrica". Pero lo más aterrador, en un momento dado, era que Mandla había descubierto que había sido expropiado por el mercado de su propia historia y de su propia experiencia como parte de la lucha por liberación. Él era contado por otros: su hogar se había convertido en un lugar extraño. Regreso de nuevo a mis notas de campo:

En una ocasión, mientras tomaba notas sobre la industria del ocio y el entretenimiento en Ciudad del Cabo, me decidí a explorar la ciudad, esta vez, con un operador de turismo que atendía visitantes extranjeros, en su mayoría europeos. En mi diario de campo anoté los muchos silencios del guía; los largos y ambivalentes suspiros que salpicaban, con previsible monotonía, su idea de la ciudad, de lo que consideraba digno de mencionar o de hacer invisible y de la manera en que debían ser reconocidos ciertos rastros y señales en el espacio social: "Aquí vemos Table Mountain", dijo en un obvio intento por trazar un mapa del área, "el verdadero centro de la Ciudad Madre". Literalmente, estábamos siendo conducidos por una serie de itinerarios que eran una amalgama entre las rutas establecidas por las autoridades turísticas durante los programas de entrenamiento para estandarizar el servicio y la versión personal del guía sobre el significado histórico y social de tales rutas.
"¿Qué es eso a nuestra izquierda?", preguntó un inquisitivo viajero con un marcado acento alemán. Se refería a los asentamientos informales y a las localidades que aparecían junto a la autopista a medida que pasábamos por las Torres de Refrigeración, uno de los hitos "periféricos" de la ciudad, un punto tanto de convergencia como de división en la cartografía racial de Ciudad del Cabo.
"¡Ah, sí, las localidades segregadas! ¿Muy desafortunadas, no?", respondió el guía en tono indiferente y con una rigidez y una indolencia casi quirúrgicas, evadiendo cualquier comentario que pudiera conducir a una mezcla potencialmente explosiva de historia y política.
Fue complicado comprender los matices semánticos de la palabra "desafortunadas" en ese contexto particular. Un mar de ambigüedad la devoró. ¿Era la genealogía del concepto la que resultaba tan "desafortunada" o era la historia de su legislada producción en Sudáfrica? ¿O quizás él se refería a las insoportables condiciones de vida de los residentes y a la tristeza arquitectónica de esta masiva estética de la desolación: una interminable masa de chozas, letrinas y polvo con vista a la carretera? ¿Sentía alguna culpa o era consciente del hecho de que su favorable posición en la jerarquía social de Sudáfrica estaba correlacionada – en intrincadas y complejas formas– con la pobreza extrema de otras personas? ¿O se refería al hecho de que –a pesar de todo– el amor, la compasión y la belleza florecen en medio de semejante sufrimiento histórico? Por supuesto, se me cruzó por la mente que el guía era de aquellos que opinaban –como escuché en muchas ocasiones– que el apartheid había sido una buena idea mal implementada, un experimento que salió mal. ¿Fue "desafortunado" que no hubiera funcionado? o ¿podría ser otro ejemplo de una enunciación políticamente correcta, una especie de respuesta automática, a la que son forzados a exhibir los guías turísticos con el fin de mostrarle al visitante extranjero que Sudáfrica está "dejando atrás su pasado"? La palabra fue arrojada en la conversación para que todos la interpretáramos como quisiéramos, como un comodín en manos de un jugador de cartas.
"Territorio de pandillas", dijo enfática e impacientemente, después de inhalar una larga y casi meditativa bocanada de un chesterfield light. Luego continuó con una interminable letanía de estadísticas sobre el crimen en Sudáfrica y una explicación poco convincente de los orígenes de esta violencia: no de los orígenes históricos de este fenómeno (de la colonización o el apartheid), con los cuales él, como ciudadano, no hallaba ningún tipo de conexión; sino de los que suponía los orígenes geográficos, lugares donde la violencia se multiplicaba como mosquitos después de una lluvia tropical. En su opinión, Soweto, Mitchell's Plains, Thokoza o cualquier otra localidad del país eran, simultáneamente, metáforas de la violencia así como su principio explicativo. La violencia empezaba allí, fue su veredicto tácito mientras detuvo su mirada algunos segundos en ese inagotable océano de pobreza. La frase "territorio de pandillas" me sonó como los letreros tipo "prohibido el paso" que los propietarios blancos –o las elites de otras latitudes– cuelgan a la entrada de sus casas en los barrios opulentos, sólo que – en esta ocasión– la Ciudad Madre era "el hogar", la entidad que abrigaba, el espacio de la seguridad y el afecto, en tanto que la localidad era el exterior irracional, un lugar de la guerra, el sida y la violación de niños y bebés. Era el squatter. Resultó asombroso darse cuenta cómo las conexiones entre "negritud", crimen y espacio eran aún tan persistentes. La única diferencia era el contenido del discurso.
No hicieron falta más palabras aquella tarde. Luego, mientras rondaba por el Cabo de Buena Esperanza, en el extremo más austral de la península que sobresale del continente africano, fue inevitable que la reflexión se volcara sobre la producción social de la invisibilidad y la ininteligibilidad. "Territorio de pandillas" es una manera de reactualizar viejos terrores, lugares a los que hace veinte años se denominaba "zonas de desorden" y con los que se asocian determinado tipo de cuerpos. De alguna manera, el guía exiliaba aún más esos lugares: una masa infinita de zonas de invasión y de áreas informales. Muchas de ellas no pueden verse desde ninguna autopista. Uno sólo percibe la punta del iceberg. Para verlas hay que calibrar la percepción. Al observar, la mirada del pasajero es rápida, superficial, vertiginosa e incapaz de localizar, discernir, identificar claramente, o fijarse en detalles específicos en este mar de uniformidad visual. Pocas cosas pueden atraer la mirada del viajero a 100 kilómetros por hora: el tamaño reducido de las chozas; el imaginado hacinamiento de los espacios habitables; la falta de color; el paisaje polvoriento, grisáceo y sin árboles, "infestado de grafitis y pandillas", que parece vivir, como un artefacto habitual en un espacio familiar, adyacente a un caño de desechos (en Ciudad del Cabo, como en otros lugares, la "pobreza" –como una experiencia sensible del mundo– ha sido frecuentemente asociada con la suciedad de las aguas residuales, los peligros químicos de los drenajes industriales y la proximidad incestual de los desechos humanos).

Si la mirada está adiestrada para leer entre líneas, puede incluso percatarse de "extraños" materiales de construcción, como cajas de cartón, trozos de madera, plástico y trapos (todos sirviendo al simultáneo propósito de ser muros, techos y puertas): la implacable yuxtaposición de una vida hecha de fragmentos, de huellas de distintas épocas y diversos lugares. Sin embrago, si el visitante se aventura a transformar las relaciones de cercanía y distancia con este lugar, al mirar con detenimiento la esquina de alguno de estos espacios habitados, emerge una serie de reliquias: estático cuelga, de una pared de plástico, un anuncio de la campaña electoral de 1999, en que el Congreso Nacional Africano promete un cambio radical en la calidad de vida. Y en otra esquina veo rastros de la historia: efigies de camaradas caídos y asesinados, Chris Hani y Steve Biko, retratos de Nelson Mandela, recortes de periódicos de momentos icónicos durante la guerra de liberación y viejas y borrosas imágenes de cuerpos de mujeres desnudas tomadas de diarios amarillentos y pegadas a las paredes (notas de campo, cuaderno tercero, 2003).

Aquí abandono el texto un instante sólo para anotar que mientras cruzábamos por aquella larga autopista, imágenes de Mandla en su camuche asaltaban mi memoria. El poder mágico de los objetos y el pasado, lo que los lugares dicen de aquellos quienes los habitan. Su historia como sujeto político se entrelazaba con su espacio íntimo, ininteligible desde la mediación del guía turístico. En ese contexto específico, los procesos históricos globales no se conectaban con los personales, con el sujeto como agente histórico. Unos años dentro la transición, cuando la idea de la lucha anti-apartheid se había ya tornado en mercancía, la industria del turismo había expropiado a Mandla de sí mismo, incluso de su propia voz, de su propio dolor para reducirlo nuevamente al orden de lo exótico.

Ahora sí, concluyo esta parte de la narración.

Después de un rato, de lejos –desde el asiento del conductor y desde el mundo para el que sirve de intermediario, desde los suburbios del sur, donde apretadas pinceladas de luz crepuscular se esconden detrás del bosque– las barriadas se tornan familiares y naturales y, sin embargo, tan alejadas, como un estante oxidado en el rincón olvidado de una sala de visitas. De alguna forma, y a pesar de su magnitud, las localidades, su historia, se han vuelto invisibles (notas de campo, cuaderno tercero, 2003).

Tercera viñeta: la localización del dolor

Al volver al país a comienzos de los años noventa, Mandla se encontró con otro mundo, con un país ebrio de expectativas ante las transformaciones por venir. Creyeron, por ejemplo, que hacer filas frente a las cabinas de votación cada cinco años traería justicia social, incluso riqueza a la basta mayoría miserable. Conocí historias de mujeres que habían renunciado a su trabajo como empleadas domésticas ante las promesas de empleo que Mandela anunciaba en las propagandas políticas televisivas. Y al comienzo fue así, sin duda, un cambio dramático que llevó a una sociedad de la oscuridad del racismo a la posibilidad del presente. La visión del mundo que Cronje habitaba parecía estar desterrada. De un momento a otro, Sudáfrica se había convertido en el centro del mundo. Y en ese momento, Mandla fue recibido como héroe por su familia cercana. Pero esa narrativa de la nueva Sudáfrica tiene sus múltiples clivajes, donde la imagen especular y pulimentada de la transición se craquela como cuadro renacentista ante la mirada cercana e intimista. Mandla era la fisura dentro de la nueva nación. Para finales de la década, muchos antiguos combatientes habían sido abandonados o relegados a la desolación de la pobreza y el trauma de la tortura: recuerdo con pavor las historias de choques eléctricos en el ano y de confinamiento solitario sin fin que Nkhule solía contarme, una y otra vez, voz en cuello, cuando violábamos la etiqueta racial en algunos de los restaurantes más exclusivos de la ciudad, como tratando de gritar, en medio de la indiferencia, "miren lo que los Boers [los nacionalistas] me han hecho". Hace poco murió de cáncer del sistema intestinal y el estómago, resentido con la vida. Él comenzó a morir hace más de quince años, en la celda. Aquí lo recuerdo con mucho afecto. A los ojos de muchos, las localidades seguían siendo ese impenetrable mundo de lo otro, donde la violencia y el sida se replicaba como la metástasis en el cuerpo ya sin destino. Con un agravante para jóvenes como Mandla: su historia política, su experiencia como soldado, como parte de un proceso global, había sido absorbida, esfumada en medio de la neblina, por la historia oficial de la lucha de liberación: y no hay peor cosa que ser sustraído de la propia historia, por más fragmentada y fantasmal que sea. La transición, el retorno, le trajo otro exilio, el de su voz, el de su experiencia. Es precisamente en la institucionalización de esta historia y de los sacrificios hechos por algunos, donde se crean vacíos; vacíos que sólo pueden ser llenados desde las comunidades de base. En este punto, continuo con mis notas de campo, en sus entradas del mes de diciembre del año 2003:

[P]ara confrontar el silencio social, Mandla solía, junto con otros antiguos guerrilleros, llevar visitantes a los lugares que lo vieron nacer y combatir. A esta práctica le llamé, en su momento, "memorialización peripatética": una forma incorporada del pasado, en donde Mandla se convertía en un "guía testimonial", donde las palabras se amalgaman con el espacio, y a través del cuerpo, en un intento por reconocerlo, por reconocerse, por llamarle "hogar". El objetivo principal era pues leer el paisaje urbano, localizar entre los intersticios de su organización las claves de un pasado que aún convive con el presente. Él hablaba extensamente de las autopistas, los lotes baldíos, las líneas férreas, como mojones espaciales, como fronteras perfectamente establecidas por la ingeniería racial. Su visión del presente invitaba a ampliar el marco de referencia de la ciudad, de tal manera que las distinciones artificiales entre grupos humanos se veían íntimamente relacionadas a través de un sistema que se encargó de distribuir la pobreza.
Durante el recorrido, Mandla hace una parada importante: en el lugar donde el 15 de Octubre de 1985 varios jóvenes fueron asesinados por la policía. En ese punto, su narración se convierte en un espacio testimonial y en un lugar de apropiación del pasado como parte integral del sujeto. En la voz de Mandla, una voz que ha requerido años para leerse y reconocerse a sí misma dentro de este territorio, la narrativa histórica es la narrativa de la primera persona. En este punto de la geografía del tiempo emerge, en letras amarillas evanescentes, un grafiti que testarudamente se ha amarrado a esa pared por varios años: "recuerda la masacre del caballo de Troya", se lee, mientras el guía testimoniante hace referencia al papel de las protestas populares de las que fue parte, para contextualizar lo sucedido en esta esquina.
Un conocimiento profundo de estos procesos, de sus alcances y limitaciones, complementan su narración. Sin embargo, lo más importante en este momento es la relación que él establece con el pasado, como parte del proceso histórico "revolucionario". En este momento, la saga heroica se extiende, para bien o para mal, más allá de los confines de los sacrificios realizados por Nelson Mandela y los líderes del Congreso Nacional Africano. Pero a medida que esto sucede, paradójicamente, la misma narración histórica se fragmenta, se hace más compleja y, por supuesto, menos canónica. Y es en estos planos de clivaje donde adquiere un valor particular, ya que el sujeto enfrenta sus propias contradicciones y asume responsabilidad de sus actos, un acto de dignidad personal y valor: "en ese momento, yo no sólo estaba dispuesto a dar mi vida por la causa, sino a matar por ella". Era evidente que esa no era la historia de verdaderos torturadores, desde Cambodia hasta Colombia, que se autoproclaman "víctimas", en un verdadero "acto de escapismo", en todo el sentido Haudini del término, para deslizarse sospechosamente en el tobogán de la llamada transición y su economía política.

Desde esta y otras esquinas se divisa el recuerdo como cuando el océano se observa desde la punta de un faro: para hallar claridad y sentido de continuidad y pertenencia, el sujeto moldea la historia, centrándose él mismo en ella, en parte ampliándola. En este punto, la historia canónica se diversifica, extendiéndola, haciéndola más compleja, incluso más contradictoria. En este contexto, el ejercicio de la enunciación en el lenguaje, de la cristalización de la palabra, es vital: paradójicamente, no hay voz propia si no es en compañía de otros; así como no habría ni creatividad ni independencia sino hubiera una comunidad de diálogo. La interacción que el visitante tiene es con las palabras y las vidas de quienes las articulan. En este sentido, el trasegar esos lugares –metafóricos y literales– es un ejercicio que requiere de paciencia, ya que demanda concentración, y sobre todo, intención de comprender. En esto instante de palabras nómadas y de empatías pasajeras, es cuando Mandla surge del anonimato histórico convirtiéndose en un actor del proceso histórico a través del acto mismo de recordar, de caminar. Su testimonio, una modalidad de articular de la experiencia y la verdad, no es extraído –recordemos que la antropología es un disciplina extractiva–, sino que es la base sobre la que se fundamenta todo este encuentro pedagógico, esta fenomenología del otro, en lo peripatético. Aquí la palabra es el evento en tanto tal.

En estos encuentros no hay interés en diseccionar la alteridad del otro. El universo discursivo que Mandla construye sencillamente tiene en el escucha, un testigo de segundo orden, un efecto desfamiliarizador, incluso perturbador. Quien escucha está forzado de alguna manera a interpelar, incluso en silencio, lo que él dice. Un desencuentro en ese instante, una mirada de indiferencia técnica y lo único que emerge es el fracaso, quizás mi fracaso, para entender el dolor de otros. Es por eso que en ese ámbito, en el universo que se construye por unas cuantas horas, la relación entre el escucha y el testimoniante es íntima. Mandla, no sólo le abre la puerta al otro para que indague, ya que él es quien se convierte en el hilo conductor del recorrido por el espacio urbano, sino que lo hace partícipe de este retorno. En este sentido, el espacio de interacción e interlocución se hace más denso en la medida que lo lleva del espacio a la experiencia (notas de campo, cuaderno tercero, 2003).

La combinación de estos diferentes registros de la experiencia con los que "el escucha" interactúa en relación con los territorios que recorre, tiene el efecto de crear un espacio de interlocución dinámica, de relativa intimidad, de cercanía cognitiva, o lo que llamo "re-calibración": un momento de reconocimiento histórico que permite que "la mirada" y el orden del mundo perceptual sobre el que descansa, logre encontrar "lo mismo" en lo que aparentemente es "lo otro", uno de los rostros, como escribió Freud, de lo unheimlich: la palabra, hecha "corpórea" en el ejercicio de deambular y re-habitar, en eternos instantes, los espacios familiares y a la vez ajenos, se convierte, al mismo tiempo, en un lugar de lo pedagógico, como lo genuinamente antropológico, donde "el 'otro' (como dijera el filósofo Levinas) es un destello de posibilidades". Con esto, Mandla trata de desterrar y deconstruir a Cronje, en su elemental patetismo, para poder volver él mismo. Estos "itinerarios de sentido", como les denominé en un momento crucial de pérdida existencial durante los años de trabajo de campo, y haciendo referencia a la textura semántica y a la genealogía de la frase, plantean, por un lado, el problema de los recorridos que los seres humanos realizan para articular sentido en el mundo de cara a la calamidad y a la catástrofe. Itinerarios que emergen como articuladores entre el pasado y el presente, moldeándose mutuamente y configurando una gramática de la experiencia en el que el "sacrificio", el "dolor", el "reconocimiento histórico" y el "retorno como posibilidad" negocian –en el ámbito de lo social– el significado de la vida en general. En Sudáfrica, como en otros lugares, el futuro se habla en el idioma del pasado. De ahí la nostalgia, una de las formas como nos relacionamos con la ausencia.

Por otro lado, hay varias direccionalidades en estos itinerarios. No solamente geográficas, en la medida en que el recorrido nos lleva de un lugar a otro en la ciudad, de los suburbios a los guetos, a través de una paulatina inmersión histórica, sino que, por razones generacionales (Mandla tenía quince años cuando fue guerrillero), es un trasegar por una época: la década del ochenta, los "años difíciles" y "oscuros", a los cuales no todos sobrevivieron. Caminar esa década es como ver desde la entrada la profundidad oscura y silenciosa de la celda donde se recluyó al individuo en el universo del confinamiento solitario. Desde la luz, la oscuridad se hace más oscura, más intensa, confundiéndose incluso con la ceguera, o quizás, viceversa. Sin embargo, desde esta encrucijada se vislumbran tenuemente los pasos que nos han traído hasta aquí, hasta este punto de no retorno, crítico, en el sentido clásico del término. Estos itinerarios son, en alguna medida, fragmentos de esa teleología personal que busca reconstituir lo disperso, lo fracturado, lo desplazado. Pero, entonces, ¿no es la vida, desde cierto punto de vista, una sucesión de puntos de no retorno que disfrazamos con los ornamentos de la certidumbre y el mito del eterno regreso, devorando incluso, y sin querer, nuestras propias entrañas?

Finalmente, estos itinerarios involucran también, y fundamentalmente, la integralidad de los sentidos. Mandla recorre y menciona los lugares y las personas donde habita el dolor, y las experiencias visuales, táctiles y olfativas asociadas con estos espacios. Sin embargo, esta sensorialidad, la experiencia de lo que denominamos las cualidades de lo bello o lo grotesco, de lo agradable y lo repugnante, por ejemplo, emergen no de una experiencia trascendental sino de la economía política de dicha experiencia, una experiencia situada entre la contingencia y el determinismo del poder, entre la dominación cotidiana y las posibilidades de la resistencia.

Epílogo

Cuando Mandla se sentaba a vislumbrar el recorrido de alguno de aquellos días, en una tienda donde la dueña lo conocía desde la infancia, parecía percibirse –entre ráfagas de aire tibio, silencio y cielo terrenalmente azul– que la lira había por fin dejado de vibrar, que había vuelto "al punto de equilibrio axial". Sin embargo, la última vez que supe de él me contaron que estaba en la cárcel, debido a un problema que tuvo con una pistola. No era claro si era por no reportarla durante el periodo de desmovilización (siendo encontrada en su poder por la policía en alguna redada callejera), o si, por el contrario, la había usado contra alguien: finalmente la guerra arrastra enemigos hasta la tumba, cuando sus efluvios y emanaciones nos hacen indefectiblemente habitantes del mundo de los muertos.

En todo caso, en ese instante, pensé en el carácter histórico de algunas calamidades y las condiciones materiales que las determinan, en la manera en que algunas personas son forzadas a habitar exilios una y otra vez, como cuando, recordando el poema de Mandla, se está extraviado en medio de la intimidad de lo familiar o se siente augusto en la interminable extrañeza del mundo (Royle, 2003). Me pregunté entonces, ¿es a esta imposibilidad de reconciliar estos mundos, a su conciencia, lo que llamamos "retorno"? Y ¿no es la "nostalgia", una manera de relacionarnos con la ausencia, el lugar histórico de esa imposibilidad?3

CITAS

1 Todos los extractos aquí presentados son extraídos de mis diarios de campo y entrevistas realizadas entre el 2001 y el 2004 en Sudáfrica y Botsuana. Hacen parte de una investigación más amplia sobre memoria y violencia en el contexto de organizaciones de sobrevivientes y excombatientes del Congreso Nacional Africano en Sudáfrica. Estoy en deuda con el Solomon Asch Center for Ethnopolicical Conflict, la Fundación Mellon, la New School for Social Research, la Fundación Wenner-Gren, la British Academy y la University of London, la Comisión Fulbright, el Direct Action Center for Peace and Memory y el Instituto Colombiano para el Desarrollo de la Ciencia y la Técnica, por su ayuda financiera en momentos cruciales de esta investigación.

2 Algunos de estos conceptos los he desarrollado en los siguientes textos: Los archivos del dolor: ensayos sobre la violencia y el recuerdo colectivo en la Sudáfrica contemporánea, Bogotá, Universidad de los Andes, 2008 (en prensa); "The Courage of Despair. Fragments of an Intellectual Project", en: Roy Eidelson (ed), Peacemakers 101: Confronting Careers with Conflict, Philadelphia: University of Pennsylvania Press, pp. 231-331, 2007; "Knowledge, Experience and South Africa's Scenarios of Forgiveness", en: Radical History Review No. 97, winter, pp. 1-32; "Unraveling Silence: Violence, Memory and the Limits of Anthropology's Craft", en: Dialectical Anthropology, No. 29, pp. 1-22.

3 Sobre el tema de la ambivalencia de la idea de retorno puede consultarse a Stanley Rosen, The Elusivness of the Ordinary: Studies in the Possibility of Philosophy, New Heaven y Londres, Yale University Press, 2002; Philip Hodgkiss, The Making of the Modern Mind: The Surfacing of Consciousness in Social Thought, Londres y Nueva York, The Athlone Press, 2001.


Bibliografía

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