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Nómadas

Print version ISSN 0121-7550

Nómadas  no.31 Bogotá July/Dez. 2009

 

La estética y su dimensión política según Jacques Rancière*

Aesthetics and its political dimension according to Jacques Rancière

Ricardo Javier Arcos Palma**

* El tema del siguiente ensayo se inscribe dentro de las preocupaciones teóricas y filosóficas de mis estudios posdoctorales de Filosofía en la Universidad de París VIII, que tienden a dilucidar la relación existente entre ética, estética y política en la obra de Jacques Rancière. Una primera aproximación a su obra la realicé en la conferencia inaugural del encuentro internacional "Estéticas contemporáneas" (La Paz, Bolivia, Universidad Mayor de San Andrés y Fundación Simón Ignacio Patiño, 8 de octubre de 2007). Una segunda versión de esta temática fue presentada en el "II Congreso colombiano de filosofía", realizado en Cartagena de Indias en 2008. La intervención pública más reciente la realicé el 2 de junio de 2009 en los "Dialogues Philosophiques de la Maison de l'Amérique Latine" en París, gracias a la invitación del Collège International de Philosophie.

** Magíster en Estética, dea en Filosofía del Arte, Doctor en Artes y Ciencias del Arte, y Posdoctorado en Filosofía de la Universidad de París VIII. Profesor de Estética y Teoría del Arte de la Universidad Nacional de Colombia (Bogotá) y director del Grupo de investigaciones en Ciencias del Arte (gica), de la misma Universidad. E-mail: rjarcosp@unal.edu.co

{original recibido: 15/08/09 · aceptado: 14/09/09}


La filosofía de Jacques Rancière acuerda un lugar importante a la estética. Esta última se redefine desde un punto de vista político y ético, no como disciplina, sino como régimen de lo sensible. El presente ensayo pretende acercarse a lo esencial de la estética, su redefinición y su dimensión política, problematizando múltiples relaciones entre política, ética y estética, y poniendo en tensión una lectura crítica de la obra Rancière con otras perspectivas que unen o separan dichos ámbitos.

Palabras Clave: estética, ética, política, crítica, espectador, emancipación.

A filosofia de Jacques Roncière confere um lugar de importância à estética, que é redefinida desde o ponto de vista político e ético, não como mera disciplina, mas como regime do sensível. Este ensaio pretende se aproximar do essencial da estética, a sua redefinição e a sua dimensão política, discutindo múltiples relações entre política, ética e estética. Adicionalmente, faz uma leitura crítica da obra de Roncière sob outras perspectivas que unem ou separam os mencionados âmbitos.

Palavras chave: estética, ética, política, crítica, espectador, emancipação.

The philosophy of Jacques Rancière reserves an important place to aesthetics. Aesthetics are redefined from a political and ethical point of view, not as a discipline, but rather as a sensible regime. This article aims to approach the basics of aesthetics, their redefinition and their political dimensions, problematizing the multiple problems between politics, ethics and aesthetics, and stressing a critical reading of the Rancière writing with other perspectives which unify or separate these spheres.

Key words: aesthetics, ethics, politics, criticism, spectator, emancipation.


Introducción

El pensamiento de Jacques Rancière ocupa un lugar importante dentro de mis preocupaciones intelectuales desde hace poco más de tres años. Varias son las razones que me han impulsado a sumergirme en su trabajo, bastante compleja. Una de esas razones es el gran auge de su obra en este momento, estudiada en varios circuitos académicos; en particular, en los que tienen que ver con la filosofía política y la estética. Otra de esas razones tiene que ver con mis intereses académicos, que he venido desarrollando en la práctica pedagógica sobre la filosofía, la teoría del arte y la estética. Una tercera razón es el gran impacto de su obra en un medio como el latinoamericano, donde sus textos se han convertido en un referente indispensable para realizar una crítica a la posmodernidad. El estudio posdoctoral que estoy cursando tiende a dilucidar la relación existente entre ética, estética y política en la obra del filósofo francés, y este ensayo en particular es parte importante de ese corpus conceptual. Su tema se inscribe en un camino filosófico que comienza a desarrollarse y espera contribuir a la discusión contemporánea sobre la relación arte-política-sociedad.

De manera que la esencia de este ensayo es uno de los ejes centrales del pensamiento del filósofo francés: la estética. Para Rancière, la estética no es una disciplina filosófica en sí sino un "régimen de identificación específico del arte"; es decir, un conjunto de reglas y normas que hacen posible la visibilidad de lo irrepresentable y su recepción, así como la tensión que de ella se desprende al situarse en lo social mediante lo político. En su pensamiento estético, Rancière propone una relectura crítica de las posturas posmodernas que han generado, según él, un relativismo estético donde lo político se caracteriza, paradójicamente, por lo "apolítico de la política". Para poner en evidencia los elementos fundamentales de la estética de Rancière nos apoyaremos en varios de sus textos, los cuales hacen constante referencia a la urgencia de repensar la estética. En ese sentido se inscribe nuestro propósito. En un contexto como el colombiano hic et nunc es importante repensar la estética y su dimensión política para hacer frente a un mundo cada vez más consensual donde el disenso (Rancière, 1996), esencial a la política, se ve opacado por un exceso de visibilidad propio de los medios de comunicación y de una sociedad del espectáculo como la contemporánea.

Para Rancière, la estética está íntimamente vinculada con la realidad y, por ende, con la esfera de lo político y lo ético. La estética no es simplemente una especificidad del mundo del arte sino que forma parte del conjunto de aspectos que rigen a toda sociedad y que afectan el sensorium. La estética, entonces, no está desligada del mundo real ni de la sociedad ni de las reglas que la rigen. Cuando escribía en el siglo xviii su Educación estética del hombre (1795), Friedrich Schiller sabía perfectamente que la dimensión estética era fundamental para el bienestar de todo ser humano. Es sorprendente que hoy la educación estética sea extirpada de los programas educativos. En Francia, por ejemplo, la enseñanza de las artes plásticas en primaria pasó de obligatoria a opcional. Y en buena parte de América Latina, a excepción de Cuba –donde hay una excelente formación estética en todos los niveles educativos–, la enseñanza artística –y, por ende, estética– no ocupa un lugar importante, lo que va en un detrimento de las actividades humanistas, que deben hacer parte importante de toda sociedad. Pero este problema no es nuevo: en el origen mismo de la democracia, en la Grecia antigua, las artes poéticas –música, pintura, escultura, poesía y teatro (tragedia y comedia)– no eran fundamentales para la constitución de la República, es decir que ocupaban un segundo plano –véanse el Ion y La República (lib. x) de Platón–. De ahí surge el imperativo de repensar la dimensión estética y la estética como régimen común a toda sociedad.

En la década de los ochenta del siglo pasado surge con fuerza la llamada "posmodernidad", que trae consigno el derramamiento de mucha tinta pero no lleva a ningún lado. Jacques Rancière se inscribe dentro de una corriente continental que se opone de cierta manera a la tradición analítica. En la introducción de Analíticos y continentales de Franca D'Agostini, Gianni Vattimo afirma que la tensión entre las dos corrientes tienen su origen en las tradiciones que se reclaman de Kant y de Hegel. Las teorías de corte analítico tienen claros fundamentos conceptuales en la filosofía kantiana mientras que la de corte continental e idealista tiene sus fuentes en la hegeliana. Claro, nos dice Vattimo (2000), esto no es estrictamente rígido, pero gran parte de la tensión de la filosofía contemporánea tiene sus claros orígenes en este conflicto, y la estética no escapa a ello:

La primera de estas dicotomías en la que pensamos –primera no necesariamente en un orden de importancia o en algún sentido cronológico– es la que se produce entre una línea kantiana y una línea hegeliana dentro del pensamiento contemporáneo; nos la ha señalado Richard Rorty en una obra suya, y, si bien la distinción no coincide completamente con la dicotomía entre analíticos y continentales, y aunque solo tenga con esta un parecido familiar, se puede pensar correctamente que se señala un aspecto filosófico esencial en esa primera pareja de conceptos. La línea kantiana, interesada principalmente en aprovechar las condiciones trascendentales de la posibilidad del conocimiento y en general de la racionalidad, incluida la práctica, se encarna hoy en día en todas las filosofías que concentran su atención sobre la lógica, la epistemología, las formas del saber científico o también del obrar ético con el intento de individuar los rasgos universales y perma nentes. Por el contrario, denominamos línea hegeliana, según la propuesta de Rorty, a aquella tendencia que se encuentra en las filosofías que se interesan principalmente por la concreción históricas de las formas de vida, del lenguaje, de los paradigmas científicos, y que, por tanto, colocan en el centro de atención el problema de la historicidad de los saberes y de la propia filosofía, e incluso los éxitos extremos del relativismo o, por el contrario, la intuición de una historia-destino del ser, como es el caso de Heidegger y sus discípulos (14).

Michel Foucault y, particularmente, Jacques Derrida intentan crear un puente entre estas dos filosofías; el primero le apuesta a una "ontología filosófica", menos analítica, y el segundo, a una conciliación de las dos tradiciones; es decir, a conciliar "la verdad y la actualidad". El primero despliega un dispositivo conceptual que logra poner al arte en el centro de la reflexión filosófica1. El segundo hace del arte un pretexto estructural complejo que logra anudarlo al pensamiento. Gilles Deleuze asume una postura continental tratando de crear un puente con la tradición analítica pero asegurando, al igual que sus colegas, un pensamiento apoyado en el arte y la literatura. Rancière, a su vez, se sitúa en una postura continental, pero de una manera crítica: cuestiona el posmodernismo, que sin duda ha generado bastante confusión frente a la pretendida crisis de la modernidad y al fin de los grandes relatos, de la historia y de las utopías. Estos representantes de la filosofía francesa creen en el aspecto gnoseológico del arte. Veamos lo que nos dice la propia Franca D'Agostini en su libro:

En 1884, Franz Brentano (considerado por muchos como un maestro de la racionalidad analítica), en una recensión no firmada de la Introducción a las ciencias del espíritu de Wilhelm Dilthey (fundador de la tradición continental), denuncia la oscuridad de las argumentaciones diltheyanas, la falta de agudeza lógica y los muchos errores del texto. En 1932, en el célebre ensayo sobre la "Superación de la metafísica mediante el análisis lógico del leguaje", Rudolf Carnap (uno de los primeros y más eminentes filósofos analíticos del siglo) somete a una lectura lógica algunos de los pasajes de ¿Qué es la metafísica? de Martin Heidegger (maestro del pensamiento continental) y descubre "toscos errores", "sucesiones de palabras sin sentido": este modo de hacer filosofía, concluye, no vale ni tan siquiera como "fábula", ni como "poesía", ni (obviamente) como "hipótesis de trabajo". En 1977, el analítico John Searle se coloca en una posición my poco indulgente respecto al estilo filosófico del continental Derrida: lo que presenta Derrida son "parodias" de argumentaciones, su manera de razonar es "hiperbólica" y facciosa, y se encuentra basada en la confusión sistemática de conceptos bastante elementales. Por otro lado, Heidegger, en un curso de 1928, explica que la lógica formal (paradigma de la argumentación de Carnap), además de ser "árida hasta la desolación", se encuentra desprovista de cualquier tipo de utilidad "que no sea aquella, tan mísera y en el fondo indigna, de la preparación de una materia para un examen". En 1966, en la Dialéctica negativa, Adorno habla de la filosofía analítica como una "técnica de especialistas sin concepto", "aprehensible y reproducible por autómatas". Del mismo modo habla Derrida en su respuesta a Searle: "frente a la mínima complicación, frente al mínimo intento de cambiar las reglas, los presuntos abogados de la comunicación protestan por la ausencia de reglas y la confusión" (2000: 23).

Para desarrollar la problemática planteada abordaremos el tema en varios momentos. En primer lugar veremos qué significa la noción de estética para el filósofo francés y en que medida su redefinición de la estética se deslinda de una cierta filosofía del relativismo que ha intentado condenarla, como la de Jean-Marie Schaeffer, enmarcada en una postura claramente analítica, y la de Alain Badiou, que intenta despojar la estética de su autonomía fundamental para supeditarla a la filosofía. En el segundo momento abordaremos la problemática de las políticas de la estética, donde Rancière demuestra que lo político, en su estrecha relación con el arte, deja ver una postura distinta a la idea que tenía Walter Benjamin, donde la "politización de la estética" –que hacía frente, recordemos, a la "estetización de la política" por parte de los regímenes totalitarios– generaba otro tipo de relaciones con el arte. En el tercer apartado veremos qué significa para Rancière el arte crítico y cómo este aún se distingue de la noción del arte por el arte que, originada en el siglo xix, atravesó todo el siglo pasado. En el cuarto momento abordaremos la problemática del giro ético de la estética y la política, donde el filósofo francés nos permitirá entender cuál es la relación establecida entre arte y política y que la tensión entre modernidad y posmodernidad no tiene ya sentido alguno. En la quinta parte veremos que la idea de la redistribución de lo sensible hace visible un lugar común donde lo estético y lo político se tocan íntimamente. Finalmente veremos lo que significa ser espectador emancipado, que, en términos rancerianos, constituye una comunidad de traductores y "cuenteros" o narradores frente a las obras que de una u otra manera tienen un componente político.

De esta manera espero haber abordado algunos elementos de reflexión que, lejos de sentar una verdad absoluta, son un verdadero pre-texto para acercarnos a un pensador aún desconocido en nuestro medio. Con este modesto aporte espero contribuir a la discusión contemporánea, que aún no se ha dado en nuestro contexto, sobre la inercia de la posmodernidad, que nos tiene fascinados, y donde las posturas críticas y, por ende, políticas, parecen haber sido extirpadas de los discursos estéticos, hecho que termina desnaturalizando la estética como disciplina vinculada al mundo de lo real. Las líneas que siguen deben entonces ser tomadas como un esfuerzo por poner en evidencia lo esencial de la dimensión política de la estética en la filosofía de Jacques Rancière.

La estética y lo imperativo de su redefinición

Jacques Rancière desarrolla una defensa de la estética en un momento en el cual el pensamiento estético se ve cuestionado por una corriente de pensadores formados en una clara postura analítica. Los años ochenta y noventa generan en Europa, y particularmente en Francia, una serie de debates sobre la modernidad y su pretendida crisis. Varios pensadores se inclinan por las corrientes analíticas y cuestionan la estética como disciplina.

Para ellos, la estética no es una disciplina filosófica y, por lo tanto, su discurso se ve agotado y no tiene razón de ser. La estética –como decía Jean-Marie Schaeffer en su texto "La Relation esthétique comme fait anthropologique" (1997)– es una especie de "pseudodisciplina", lo que, sin lugar a dudas, le resta importancia en los discursos sobre el arte. Al ser una pseudodisciplina, su discurso es cuestionable y por ende se minimiza. Otros pensadores, como Hal Foster (1998), saludaban una cierta antiestética en defensa del posmodernismo. Sin embargo, años más tarde, el mismo Foster da un giro a esta sentencia. Rancière se opone a esta idea, hoy generalizada, que considera que "la estética sería el discurso capcioso por el cual la filosofía o una cierta filosofía desvía en su provecho el sentido de las obras de arte y de los juicios del gusto" (2004: 9)2.

Esta idea, que se ha divulgado con mucha facilidad, es muestra de una gran incomprensión de lo que significa la estética. Según esa postura, la estética termina desnaturalizando las obras de arte en provecho de un discurso ajeno a ellas. La estética sería entonces un discurso ajeno a los procesos creativos, que no contribuyen en nada a su comprensión. Respecto a esto, Rancière nos dice que, en su texto Adiós a la estética (2000), Jean-Marie Schaeffer

se apoya en la tradición analítica para oponer el análisis concreto de las actitudes estéticas a las errancias de la estética especulativa. Esta habría sustituido el estudio de las conductas estéticas y de las prácticas artísticas en un concepto romántico del absoluto del Arte, a fin de resolver el falso problema que le atormentaba: la reconciliación de lo inteligible y de lo sensible (11).

En este sentido, para Schaeffer, la estética sería algo anacrónico que, fundamentado en un cierto idealismo, alejaría del mundo real al filósofo interesado en el arte. Sin embargo, como bien lo señala Rancière, esta postura tiende a dejar mal parada a la estética, pues termina desvirtuando lo esencial de esta disciplina. La postura de Schaeffer insiste en una transformación radical de lo que se concebía como estética: solamente la filosofía en sí puede dar cuenta de los problemas que atañen al arte.

Otro de los textos de los que sale mal librada la estética es el Pequeño manual de inestética (1998) de Alain Badiou, quien intenta, apoyado en un cierto platonismo, despojarla de toda su fuerza conceptual. Bien sabemos que Platón le da un golpe de gracia al arte poética en un momento en el cual la democracia se funda en exclusiones. Esto lo desarrollará más tarde Rancière. La única posibilidad de acercarse a la verdad del arte es a través del poema, según Badiou, quien "parte de principios opuestos. Es en nombre de la Idea platónica, en el cual las obras del arte son los eventos (sucesos), como él rechaza una estética que somete la verdad a una (anti)filosofía comprometida en la celebración romántica de una verdad sensible del poema" (1998).

Para Badiou, la estética es, sin duda alguna, una disciplina que somete al arte a un carácter especulativo, dejando en desventaja a la filosofía del arte, la cual, en última instancia, debería estar al frente de tal reflexión. Su postura, en clara defensa de la filosofía del arte, olvida, según Rancière, que la estética tiende también a develar lo esencial de las obras de arte y no es propiamente especulativa. No habría una mayor diferencia entre la filosofía del arte y la estética; sin embargo, la estética reclama una cierta autonomía como régimen reflexivo que emana de las obras de arte.

Algo similar sucede con otro tipo de pensamientos anti-estéticos, no necesariamente inscritos en una corriente analítica, en el cual, según Rancière, "encontraremos la misma lógica en las ideas del arte fundadas sobre otras filosofías o anti-filosofías, por ejemplo en Jean-François Lyotard, donde es el golpe sublime del trazo pictórico o el timbre musical lo que se opone a la estética idealista" (2004: 12).

En estos tres ejemplos que nos da Rancière en su texto Malaise dans l'esthétique, vemos que existe una clara oposición frente a la estética, que por naturaleza está vinculada a la realidad. Así tenga sus raíces en un pensamiento idealista, la estética está estrechamente vinculada con lo real. Rancière decide entonces entrar a redefinir la estética, pues de este hecho se desprende la necesidad imperiosa de comprender que esta no solamente pertenece al régimen de las formas sensibles sino también al orden social y por ende político. Es decir que la estética, en cuanto disciplina filosófica, tiende un puente entre las formas sensibles –el Arte con mayúscula– y la vida misma, la cual encuentra su mayor expresión en las esferas de lo político y lo social.

El arte, vinculado con la vida misma, no puede, en consecuencia, alejarse de la realidad. Y la estética, a su vez, da cuenta de esta particularidad. El pensamiento estético nos habla en un sentido amplio de una serie elementos que nos ayudan a comprender los procesos artísticos en una determinada sociedad donde lo político toca de una u otra manera el régimen estético: "A la confusión o a la distinción estética se amarran claramente las apuestas que tocan al orden social y a sus transformaciones" (Ibíd.).

Por lo tanto, es importante sostener y reconocer que la estética sigue vigente, pero comprendida dentro de la realidad social y política. Al respecto, la postura del filósofo francés es muy cercana a la de Susan Buck- Morss, quien insiste no solamente en que la estética contempla la esfera del arte como parte importante de lo sensible sino también en que lo sensible se extiende a la esfera de lo social y, por ende, de lo político (2005: 173)3, una visión más amplia de la cultura donde "el campo original de la estética no es el arte sino la realidad", como nos dice esta autora, lo que implica una acentuación importante frente a la importancia de esta disciplina. El arte, por supuesto, hace parte del entramado de la realidad, pero la estética mira antes la realidad que los problemas del arte. De esto podemos deducir que la estética es una manera de afrontar la existencia.

La posición de Rancière se opone a esta idea consensual, que surge de las teorías de la distinción, con una "tesis simple" donde la confusión que porta la estética en sí, lejos de despojarla de su esencia, logra apuntalarla; no hay que deshacer el nudo de su aparente "confusión", pues esto hace parte de su singularidad:

la confusión que ellas denuncian, en nombre de un pensamiento que pone cada cosa en su elemento propio, es en efecto el nudo mismo, por el cual pensamientos (ideas), prácticas y efectos se encuentran instituidos y provistos de su territorio o de su objeto "propio". Si "estética" es el nombre de una confusión, esta "confusión" es de hecho lo que nos permite identificar los objetos, los modos de experiencia y las formas de pensamiento del arte que nosotros pretendemos aislar para denunciarla. Deshacer el nudo para mejor discernir en su singularidad las prácticas del arte o los efectos estéticos es quizá, entonces, condenarse a perder esta singularidad (2004: 12).

La estética, entonces, para Rancière, es más antigua que cuando se erige como disciplina en el siglo xviii gracias a Alexander Baumgarten, quien, en el libro titulado Aesthetica (1750), abre el campo de la reflexión filosófica sobre el mundo de lo sensible. En pleno apogeo del racionalismo, esta disciplina queda constituida a partir de la razón. La estética, por tanto, "no es el nombre de una disciplina. Es el nombre de un régimen de identificación específico del arte. Este régimen, los filósofos a partir de Kant, se dedicaron a pensarlo. Pero no lo crearon" (Rancière, 2004:18, cursivas mías).

Es decir que la estética ya existía en su singularidad y no es una rama del conocimiento que parasite al conocimiento filosófico, como se ha querido demostrar desde la última década del siglo pasado. Cuando filósofos como Baumgarten y el propio Kant se dedicaron a pensar este régimen, lo transformaron en disciplina pero no lo crearon; la estética hundía sus raíces más profundas en la antigüedad clásica: Aristóteles, con su Poética; Horacio, con su fórmula "Ut pictora poiesis", y Lessing, con su Laoocon, entre otros, nos dan cuenta de este régimen estético. Entonces, para Rancière, "la estética no es el pensamiento de la sensibilidad. Ella es el pensamiento del sensorium paradójico que permite sin embargo definir las cosas del arte" (Ibíd.:22).

Este sensorium implica la corporeidad y un sinnúmero de relaciones que se desprenden de ella en el campo perceptivo, que, como hemos visto, no se circunscribe al círculo de las artes sino que se extiende al conjunto de las esferas humanas; en particular, a la sociopolítica –es decir, a la cultura4 en un sentido mucho más amplio–; lo que es absolutamente indispensable para entender las obras de arte en sí es aceptar que estas, como experiencias estéticas, están enmarcadas en el sensorium.

En estos términos, la estética, como "régimen de identificación específico del arte", se nutre de todo el campo perceptivo, y, como nos lo demostró Merleau- Ponty en su Phénoménologie de la perception (1945), el campo sensorial contempla el cuerpo y el mundo en el ser-para-sí y en el estar-en-el-mundo. Nuestra estrecha relación con el mundo conlleva una visión ampliada de la percepción que no es exclusiva del mundo del arte.

Mi propósito no es el de "defender" la estética [agrega Rancière] sino contribuir a aclarar lo que esta palabra quiere decir, como régimen de funcionamiento del arte y como matriz de los discursos, como forma de identificación propia del arte y como redistribución de las relaciones entre las formas de la experiencia sensible (2004:18).

En estos términos, el filósofo francés insiste en la importancia de este régimen, que de una u otra manera desborda la esfera estrictamente determinada por el mundo del arte para abordar el terreno de lo social y de lo político, como lo hemos dicho, donde precisamente la "redistribución de lo sensible" debe operar para que genere otro tipo de experiencias, no limitadas a un cierto grupo social privilegiado. En suma, redefinir la estética no es propiamente, según Rancière, crear un nuevo concepto sino asignarle el significado justo y apropiado. Solamente de esta manera se podrá seguir pensando en términos de estética y política. Veamos entonces en qué consisten las "políticas de la estética" que se desprenden de tal relación.

Las políticas de la estética

El arte no es algo que englobe o unifique las diferentes artes sino un dispositivo de exposición y una manera de hacer visible determinadas experiencias de creación enmarcadas en el complejo tejido de la cultura. Así mismo, podemos entender el concepto de arte contemporáneo no como una condición misma del hacer del arte sino como una forma de visibilidad específica suya. Lo contemporáneo como noción temporal no debe confundirse con una determinada técnica de arte sino más bien entenderse como una aptitud y una postura "ante el tiempo" (Didi-Huberman, 2005)5. En este sentido, las discusiones sobre "arte moderno" contra "arte contemporáneo" carecen de sentido.

De hecho, "el arte" no es el concepto común que unifica las diferentes artes. Es el dispositivo que les hace visibles. Y "pintura" no es solamente el nombre de un arte. Es el nombre de un dispositivo de exposición de una forma de visibilidad del arte. "Arte contemporáneo" es el nombre que designa propiamente el dispositivo que viene a ocupar el mismo lugar y a cumplir la misma función (Rancière, 2004: 36).

De manera que no es una técnica lo que define el arte; por ejemplo, cuando se habla de lo contemporáneo es frecuente encontrar, en nuestro medio, una definición del arte por la técnica: instalación, performance, video, fotografía, etc. La pintura, la escultura, el dibujo son, con frecuencia y equivocadamente, tachados de anacrónicos o, despectivamente, de modernos. Pero, como Rancière lo afirma, esa visibilidad del arte tiene varias formas y maneras, lo que enriquece su panorama y, por supuesto, lo complejiza. En este sentido, definir la política de la estética por extensión del arte mismo es un asunto más complejo de lo que parece.

El arte no es político antes que los mensajes y los sentimientos que transmite sobre el orden del mundo. No es político tampoco por la manera por la cual representa las estructuras de la sociedad, los conflictos o las identidades de grupos sociales. Es político por la distancia misma que toma en relación con esas funciones, por el tipo de tiempo y de espacio que instituye, por la manera mediante la cual corta este tiempo y puebla ese espacio. Estas son dos transformaciones de esta función política que nos proponen las figuras a las que yo hacía referencia. En la estética de lo sublime [Lyotard], el espacio-tiempo de un encuentro pasivo con lo heterogéneo pone en conflicto dos regímenes de sensibilidad. En el arte "relacional", la construcción de una situación indecisa y efímera llama a un desplazamiento de la percepción, un pasaje del estatus del espectador a aquel del actor, una nueva configuración de los lugares. En los dos casos, lo propio del arte es operar un recorte del espacio material y simbólico. Es por ahí que el arte toca lo político (Ibíd.:37, cursivas mías).

Es decir que lo político no es propiamente una idea de la puesta en marcha de lo ideológico a través del arte sino, por el contrario, una condición inherente al arte mismo en su experimentación, en su vivencialidad, donde la pasividad del espectador se ve cuestionada por la incursión del "actor" –o del activador de la obra, diría yo–. Para que esta experiencia, que va encaminada a hacer visible –pues el arte es un asunto de visibilidades–, pueda llevarse a cabo es necesario crear un dispositivo o una estrategia que Rancière denomina "le partage du sensible". Tal redistribución o reparto de los sensible trae consigo una nueva manera de ver el mundo del arte y una reelaboración de las geografías del poder, donde el sensorium ya no sería exclusividad ni privilegio de unos pocos sino una extensión de la esfera humana y por ende de todos los sectores sociales. En este sentido, las distancia entre varias esferas de la cultura –la de élite, por ejemplo, y la de masas o popular– queda superada.

Esta distribución y redistribución de los lugares y las identidades, este cortar y recortar de los espacios y los tiempos, de lo visible y de lo invisible, del ruido y de la palabra, constituyen lo que yo llamo la repartición de lo sensible. La política consiste en reconfigurar la repartición de lo sensible que define lo común de una comunidad y que introduce los sujetos y los objetos nuevos, en hacer visible lo que no lo era y en hacer escuchar como hablantes a aquellos que solamente eran percibidos como animales ruidosos. Este trabajo de creación de disensos constituye una estética de la política que no tiene nada que ver con las formas de puesta en escena del poder y de la movilización de masas designadas por Benjamin como "estetización de la política" (Ibíd.: 38).

Podemos entender lo anterior con esta premisa: "La revolución estética [como] formación de una comunidad del sentir" (Ibíd.: 54). Es decir que el objetivo de ese nuevo cambio y transformación estéticos, tiende a desplegar el campo de lo sensible en lo comunitario. "Una comunidad del sentir", en términos de Rancière, es sin duda alguna aquella que hace posible considerar el arte una parte fundamental de la estructura social.

Dicho de otra manera, arte y estética le dan consistencia a lo político, así como sucedió con las vanguardias de comienzos del siglo xx. La estetización de la política, utilizada por los regímenes totalitarios y denunciada por Benjamin, no es la misma cosa que una nueva estética de la política. La política de la estética se inscribe en un movimiento contrario, donde el sentir se erige como un bien común y donde la ideología no se contempla o, más bien, no hace parte de su esencia.

Esta politicidad está vinculada a la indiferencia misma de la obra que ha interiorizado toda una tradición política vanguardista. Aquella se aplicó a hacer coincidir vanguardismo político y vanguardismo artístico por su distancia misma. Su programa se resume en un solo objetivo [mot d'ordre]: salvar lo sensible heterogéneo –que es el corazón de la autonomía del arte, es decir de su potencial de emancipación–, salvarlo de una doble amenaza: su transformación en acto metapolítico o su asimilación a las formas de la vida estetizada. Esta es la exigencia que resumió la estética de Adorno. El potencial político de la obra está vinculado a su separación radical de las formas de la mercancía estetizada y del mundo administrado (Ibíd.: 58).

Podemos deducir que el arte político se aleja de las formas que comercializan y administran las obras de arte. En este sentido, no todo arte es político, como se afirma inconsecuentemente en nuestro contexto. Ahora bien: para Rancière, las políticas de lo estético se enraízan en el horizonte de una resistencia en el seno de una sociedad que tiende a homogeneizar y administrar el mundo del arte. Lo curioso es que esta acción administrativa y homogeneizante, pretendidamente antimoderna, se erige en un momento en que las posturas conservadoras generan otros valores frente a los movimientos de emancipación y lo político se ve peligrosamente amalgamado a todo acto cotidiano.

De ahí la equivocada postura posmoderna que considera que todo arte es en sí político. Todos sabemos que sí existía una postura política en las esferas del arte en la modernidad. Por ello, toda oposición sistemática a los valores modernos, aún vigentes, es signo de lo "apolítico de la política", de una suerte de inercia cultural donde el consenso ha terminado por excluir al disenso propio de la crítica y, por ende, del discurso estético.

Algunos quisieran ver allí la marca de una ruptura radical en la cual el nombre propio sería postmodernidad. Pero esas nociones de modernidad y postmodernidad proyectan abusivamente en la sucesión de los tiempos los elementos antagónicos mediante el cual la tensión ánima todo el régimen estético del arte. Aquél siempre vivió entre la tensión de contrarios. La autonomía de la experiencia estética que fundó la idea del Arte como realidad autónoma se acompaña de la supresión de todo criterio pragmático separando el dominio del arte y aquél del no-arte, la soledad de la obra y de la vida colectiva. No hay ruptura postmoderna. Más bien hay una dialéctica de la obra "apolíticamente política". Existe un límite donde su propio proyecto se anula (Ibíd.: 60).

Es decir que lo que sucede hoy con el arte es una apolitización de la política: ruptura radical con la tradición del arte político de la modernidad. Tendríamos que preguntarnos, entonces, si la pretendida posmodernidad no es una manera de apolitización política del arte, como lo insinúa Rancière. ¿Cómo volverle a asignar al arte su carácter político sin olvidar que lo político es también estético?

Bajo el escenario lineal de la modernidad y de la postmodernidad, como bajo la oposición escolar del arte por el arte y el arte comprometido, nos es necesario reconocer la tensión originaria y persistente de dos grandes políticas de la estética: la política del devenir-vida del arte y la política de la forma resistente. La primera identifica las formas de la experiencia estética a las formas de otra vida. Ella asigna como finalidad al arte la construcción de nuevas formas de vida común, es decir su autosupresión como realidad separada. La otra encierra, al contrario, la promesa política de la experiencia estética en la separación misma del arte, en la resistencia de su forma a toda transformación en forma de vida (Ibíd.: 63).

En este sentido, el arte propiamente político adquiere dos aristas que generan en sí mismas una tensión y al mismo tiempo acentúan una autonomía –como lo pretendía Adorno– y una fusión con lo social, como podría suceder en una estética pragmatista como la que defiende Richard Shusterman (2002)6, donde el arte se funde con la vida misma. Ambas posiciones son, sin duda, políticas, pues contemplan lo social en sus presupuestos y amplían el horizonte de la estética, supeditada y restringida a la esfera del arte.

Una vez más, no hay arte sin una forma específica de visibilidad y de discursividad que la identifique como tal. No hay arte sin un cierto repartimiento de lo sensible que la vincula a una cierta forma de política. La estética es tal compartir. La tensión de dos políticas amenaza el régimen estético del arte. Pero es también lo que la hace funcionar. Apartar estas lógicas opuestas y el punto extremo donde una y otra se suprimen no nos conduce, de ninguna manera, a declarar el fin de la estética, como otras declaran el fin de la política, de la historia o de las utopías. Pero esto puede ayudarnos a comprender las coacciones paradójicas que pesan sobre el proyecto, aparentemente bastante simple, de un arte "crítico", poniendo en la forma de la obra la explicación de la dominación o la confrontación de lo que el mundo es con lo que podría ser (Rancière, 2004: 63).

Sin duda, aquí el filósofo se refiere a ese mundo que se puede construir y donde la transformación y el cambio serían los elementos que impulsarían un arte crítico por venir. No es que el arte crítico genere tal cambio y transformación sino que hace parte de tales condiciones históricas. En estos términos, el fin de la política, de la historia y de la estética –que se anuncia hace varias décadas– no es sino el resultado de un pensamiento único y conservador que tiende a diluir toda posibilidad de cambio y transformación.

La política y la estética generan la posibilidad de que lo crítico surja, agrandando el espectro del arte en el complejo tejido de la cultura. Escapando al impasse posmoderno, la contemporaneidad vuelve a acentuar el carácter crítico del arte y de las esferas de lo sensible, anudándose de esta manera con más fuerza a un cierto "retorno de lo real" (Foster, 2001)7. Ahora veamos qué significa para el filósofo francés un arte crítico.

El arte crítico

Para Jacques Rancière, el arte crítico transforma al espectador en un actor, en un activista que hace de su experiencia estética un medio para actuar y cambiar su contexto inmediato. Ya no es un agente pasivo que recibe sensaciones estéticas; ahora se atreve a cuestionarlas. En este sentido, un arte que solamente esté enmarcado en una postura esteticista dejará de lado todo punto de vista crítico: "El arte crítico, en su forma, la más general, se propone generar conciencia de las mecánicas de la dominación para convertir al espectador en actor consciente de la transformación del mundo" (Rancière, 2004: 65).

Esto nos permite pensar que el arte crítico sería fundamental para cambiar la pasividad del espectador y convertirlo en sujeto activo de la transformación del mundo. El espectador ya no asistiría al derrumbamiento de los grandes relatos, de las utopías, de la historia y de la estética sino que intentaría transformarlas. El espectador pasaría a ser parte activa de las formas sensibles y sería un ser consciente de su capacidad transformadora del mundo. En otros términos, el arte crítico permitiría un despertar de la consciencia de quien lo contempla. El espectador pasa a ser un actor fundamental de las relaciones estéticas que se desprenden de la interacción entre artefacto y activador.

Ahora bien, el arte crítico será un factor determinante para ampliar el campo de acción del arte, limitado a su proximidad: el mundo del arte –museos, galerías, instituciones de educación y formación– no serán solamente los núcleos comunes a los cuales se circunscribe el arte. El arte crítico, entonces, atraviesa varias dificultades; en particular, la que la empuja a superar su relación con la política: "La dificultad del arte crítico no es tener que negociar entre la política y el arte. Es, más bien, negociar la relación entre las dos lógicas estéticas que existen independientemente de él, porque ellas pertenecen a la lógica misma del régimen estético" (Ibíd.:66).

Con lo anterior queda claro que el arte crítico no es una condición del arte en sí, pues él es completamente independiente, y, así mismo, lo es de la política. El arte crítico deberá negociar entre una visión del arte autónomo y un arte vinculado a la vida misma. Ambas condiciones, propias de la relación arte-política, generan, como hemos visto, una tensión necesaria para su desarrollo. Podemos preguntarnos, entonces, ¿oscila el arte crítico entre una visión autónoma del arte y una vitalista o pragmatista? O, por el contrario, ¿sería una tercera vía que escoge entre las dos? O, quizá, ¿será el arte crítico una tercera vía, distinta a estas dos esferas? Si es así, ¿cuál es esa tercera vía?

Lo que sí es cierto es que esa tercera vía no puede estar enmarcada en una doctrina del "arte por el arte", sobre todo en un contexto como el nuestro, donde las leyes del mercado, impulsadas por los campos de poder económicos y culturales, determinan el destino y la circulación artística. La tercera vía se constituye más allá de las fronteras institucionales y de las diferencias entre lo político y lo estético, entre lo que consideramos arte y lo que no lo es:

Es por este paso de fronteras y de intercambio de estatus entre arte y no-arte que la radical extrañeza del objeto estético y la apropiación activa del mundo común pudieron reunirse y que pudieron constituirse, entre los paradigmas opuestos del arte que deviene vida y de la forma resistente, la "tercera vía" de una micropolítica del arte. Es este proceso que ha sostenido los performances del arte crítico y que puede ayudarnos a comprender sus transformaciones y ambigüedades contemporáneas. Si hay una cuestión política del arte contemporáneo no es en la reja [grille] de la oposición moderno/postmoderno que podremos asirla. Es en el análisis de la metamorfosis afectando el "tierce" (tercio) político, la política fundada sobre el juego de los intercambios y de los desplazamientos entre el mundo del arte y aquél del no-arte (Ibíd.:72).

Lo fundamental para nosotros es saber que el arte crítico puede ser una tercera vía, que no necesariamente se encuentra en la vacua tensión entre posmodernidad y modernidad sino que se inserta en un contexto complejo que atraviesa la contemporaneidad. Como tercera vía, el arte crítico se inscribe dentro de lo que hemos considerado la esfera de lo sensible, donde arte y no-arte, culto y popular –extremos aparentemente irreconciliables–, se tocan al fin y generan una afirmación de la estética como asidero de la realidad.

Giro ético de la estética y la política

Para entender el giro de la estética y la política, tendremos que saber qué es "el reino de la ética", que, según el filósofo francés,

significa [...] la constitución de una esfera indistinta [diferente] donde se disuelve la especificidad de las prácticas políticas o artísticas, pero también lo que hace el corazón mismo de la vieja moral: la distinción entre el hecho y el derecho, el ser y el deber ser. La ética es la disolución de la norma en el hecho, la identificación de todas las formas de discurso y de práctica bajo el mismo punto de vista indistinto. Antes de significar ‘norma' o ‘moralidad', la palabra ethos significa en efecto dos cosas: el ethos es la estancia y la manera de ser, el modo de vida que corresponde a esta permanencia [séjour]. La ética es entonces el pensamiento que establece la identidad entre un entorno, una manera de ser y un principio de acción (Ibíd.:146).

En este sentido, la estética gira hacia lo político haciendo que el contexto sea una manera de poner en marcha la acción. Lo ético vendrá dado por la singularidad con que sea tomada esta relación entre estética y política, donde la moral queda excluida y donde el derecho –como "lo que debe ser"– se ve distanciado violentamente, separado por la política, nos dice Rancière. La política es aquello que divide el derecho de la moral, y en este sentido el arte va más allá del bien y del mal y se erige como un derecho. El arte y la esfera de lo sensible vendrán marcados ya no solamente por saber hacer(tejne) sino también por saber qué hacemos con lo que hemos hecho(ethos). La ética se convierte en un punto esencial donde la crítica deviene el vínculo entre el arte y la política. "Esta violenta división entre la moral y del derecho tiene nombre: se llama política. La política no es, como se dice con frecuencia, lo opuesto a la moral. Es su división" (Ibíd.:147).

Por otra parte, la división violenta es indispensable para pensar el arte en términos diferentes a aquellos con los cuales el relativismo posmoderno lo ha definido. Las relaciones que se desprendan de esta ruptura violenta –política– generarán un dispositivo diferente a aquel al que nos hemos acostumbrado y nos permitirán restablecer la unidad entre estética y política. Rancière termina diciendo que, así,

se radicaliza en testimonios de lo irrepresentable, y del mal o de la catástrofe infinitas. [...] Lo irrepresentable es la categoría central del giro ético en la reflexión estética, como el terror lo es en el plan político, porque él es, también, una categoría de indistinción entre el derecho y el hecho. En la idea de lo irrepresentable, dos nociones están en efecto confundidas: una imposibilidad y una prohibición. Declarar que un sujeto es irrepresentable por los medios del arte es de hecho decir varias cosas en una. Esto puede querer decir que los medios específicos del arte o de tal arte particular no son apropiados a su singularidad (Ibíd.:162).

Lo que debemos tener en cuenta es que lo irrepresentable, como condición estética, y el terror, como condición de lo político, nos acercan a esa idea de la violencia donde existe un giro de la ética que nos imposibilita ver, fuera de la distinción estética/política, el papel fundamental de la ética en los procesos creativos. Lo irrepresentable vuelve a cuestionarnos sobre el papel de la representación y su relación con la realidad. Desde la antigüedad, cuando la representación se consideraba falsedad (Platón) o imitación (Aristóteles), hasta la época moderna, cuando se la ha considerado ilusión (Schopenhauer), ella entra en un momento de crisis donde lo representado se presenta –happenings, acciones y performances– y luego se enfrenta a su irrepresentabilidad, como sucede con la imagen mediática y numérica.

Este deslizamiento de la estética en la ética no es decididamente inteligible en los términos de un devenir postmoderno del arte. La oposición simplista de lo moderno y los postmoderno impide comprender las transformaciones del presente y de sus (enjeux). Ella olvida en efecto que el modernismo en sí mismo no era sino una larga contradicción entre dos políticas estéticas opuestas, pero opuestas a partir de un mismo núcleo común, vinculando la autonomía del arte a la anticipación de una comunidad a venir, vinculando entonces esta autonomía a la promesa de su propia supresión. La palabra misma de vanguardia designó las dos formas opuestas del mismo nudo entre la autonomía del arte y la promesa de emancipación que estaba incluida (Ibíd.:168).

En este sentido, continuar con la discusión estéril sobre la separación entre lo moderno y lo posmoderno nos llevará a un atolladero que nos impedirá pensar en profundidad –es decir, de una manera crítica– el estado del arte y de las políticas culturales actuales. Asumir esa postura crítica sería entonces pensar el arte desde la esfera de lo ético y lo político, donde lo estético estaría enmarcado en lo social.

La redistribución de lo sensible

En el pensamiento estético de Jacques Rancière existe un lugar importante acordado a la noción de lo sensible y su redistribución. Como hemos visto, la estética está íntimamente relacionada con la realidad; por lo tanto, lo sensible, como categoría fundamental de la estética, no estaría relacionado exclusivamente con el mundo del arte sino también con el mundo en general: político y social. En este sentido, lo sensible implica un conjunto de realidades que afectan nuestra percepción.

Lo sensible desborda el contexto del arte para tocar otras esferas perceptibles. Así surge el imperativo de su redistribución. En estos términos, el amplio mundo de lo social estaría atravesado por lo sensible. Ahora bien, según Rancière, la redistribución de esta dimensión está dirigida a poner en evidencia o hacer visible "un común" donde unos y otros tienen una amplia participación:

Yo llamo redistribución de lo sensible, este sistema de evidencias sensibles que dan a ver al mismo tiempo la existencia de un común y los cortes que definen los lugares y las partes respectivas. Una redistribución de lo sensible fija entonces al mismo tiempo un común compartido y de las partes exclusivas. Esta repartición de las partes y de los lugares se funda sobre una redistribución de los espacios, de los tiempos y de las formas de actividad que determina la manera misma en la cual un común se presta a la participación y en la cual los unos y los otros tienen parte en esta redistribución (2000: 12).

Tal lugar común afecta la percepción de las formas, los espacios y los tiempos, con lo que se genera una circulación de lo sensible. Así, esta noción se ve afectada por esas esferas –y viceversa–, tocando de frente la política. La redistribución de lo sensible es entonces la dimensión política de la estética, que hace visible lo común donde el cruce de las diferentes voces podría reconfigurar la noción de lo político,

Aquello define el hecho de ser o no visible en un espacio común, dotado de un palabra común, etc. Hay entonces, a la base de la política, una "estética" que no tiene nada que ver con esta "estetización de la política" propia a la "edad de las masas" de que habla Benjamin. Esta estética no hay que entenderla en el sentido de una toma perversa de la política por una voluntad de arte, por el pensamiento del pueblo como obra de arte. Si contemplamos la analogía, podemos entenderla, en un sentido kantiano –eventualmente revisitado por Foucault–, como el sistema de las formas a priori determinando lo que se da a resentir (Ibíd.: 13).

Esta nueva dimensión estética de la política –no tan nueva en realidad– genera una aproximación al sistema de formas que instauran, en un lugar común, una comunidad del resentir. Por ejemplo, podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que un lugar común donde la estética de la política y las políticas de la estética cobran forma es el espacio de la crítica. La crítica es, pues, parte fundamental de la dimensión política de la estética y, en consecuencia, resultado de la redistribución de lo sensible.

La relación entre estética y política vendría matizada por esta singularidad, donde se evidencia un lugar común. Los artistas y sus obras –solo las que se conciban como "intervenciones políticas"– operan como generadores de visibilidad. Por ejemplo, la obra Santos, vidas ejemplares (2008) de José Alejandro Restrepo podría inscribirse dentro de esta concepción, pues logra, de una u otra manera, hacer visibles –es decir, cortar– un momento y un tiempo de nuestra historia en que se desnuda y hace visible lo esencial del conflicto armado colombiano a través de una apuesta por el cuestionamiento de la imagen religiosa.

Lo importante, es que es a ese nivel, aquel del corte sensible del común de la comunidad, de las formas de su visibilidad y de su acondicionamiento, que se posa la cuestión de la relación estética/política. Es a partir de ahí que podemos pensar las intervenciones políticas de los artistas, desde las formas literarias románticas del desciframiento de la sociedad hasta los modos contemporáneos del performance y de la instalación, pasando por la poética simbolista del sueño o la supresión dadaísta o constructivista del arte (Rancière, 2000: 24).

Frente a tal concepción del arte surge un interrogante: ¿cuál es el papel que desempeña y el lugar que ocupa el individuo en la comunidad de espectadores? Rancière nos da claves para responder a este interrogante y a otros sobre la actitud del espectador frente a un arte que ha sido transformado en su dimensión política por la redistribución de lo sensible. Aquel que era juzgado por su pasividad o actividad es ahora transformado por la emancipación.

El espectador emancipado

Una categoría importante dentro de la estética de Jacques Rancière es la del espectador emancipado. Tal categoría tiene que ver con una cierta postura teatral moderna que tendía, de un lado, a generar una distancia entre la escena y el espectador (Brecht) y, de otro, a abolirla completamente (Artaud). En ambos casos, nos dice Rancière, persiste la idea de la distancia, y esa distancia es en realidad lo que hay preservar y no anular. La categoría del espectador emancipado está íntimamente ligada a la "emancipación intelectual" enunciada por Joseph Jacotot a comienzos del siglo xix, que se inscribe dentro de la desigualdad intelectual entre el maestro y el ignorante. Rancière nos dice que el lugar común de ambos es la ignorancia; es decir, que esta sería la única condición necesaria para la igualdad. La idea del "espectador emancipado" está íntimamente vinculada al teatro y a la pedagogía, actividades que cuestionan el actuar, el ver y las otras polaridades que surgen de estas relaciones. Frente a una postura que tiende a disociar el ver del actuar, la pasividad de la actividad, la ignorancia del conocimiento, Rancière aboga por su abolición mediante una interferencia entre las dos distancias. Entonces, para Rancière, "es necesario un teatro sin espectadores, donde los asistentes aprendan en lugar de ser seducidos por las imágenes, donde devengan participantes activos en lugar de ser voyeristas pasivos" (2000:10).

Frente a esta postura, propia de los "reformadores del teatro", resta realizar una interferencia de las fronteras y poner en evidencia el papel natural de ser espectadores. Si Brecht proponía que "el espectador debe tomar distancia", y Artaud, a su vez, que "el espectador debe perder toda distancia", lo común aquí es la noción de distancia. Y eso, en la postura estética de Rancière, se debe mantener. En otras palabras, que no hay distancia buena o mala sino distancia como condición general del ser espectador: "En uno como en otro caso, el teatro se da como una mediación tendida hacia su propia supresión" (Ibíd.:14).

Es decir que, en ambas posturas –la brechtiana y la artaudiana–, la mediación teatral entre el individuo y la comunidad a la que se pretende hacerlo pertenecer se suprime. En tal caso, el teatro se escapa de toda espectacularidad, así como sucedería con el performance, la danza y las otras artes de la acción. En este sentido, el espectador no es un conocedor ignorante o alguien que pretende conocer sino alguien que asume una postura, una posición frente a la acción que se desarrolla frente a él. De esta manera, "saber no es un conjunto de conocimientos: saber es una posición" (Ibíd.:15).

Tal postura, tal posicionamiento en un lugar determinado del desarrollo del drama –acción–, no es más que la supresión de la idea de que hay que acortar o agrandar la distancia, de que esta es un mal que hay que suprimir. La distancia es algo inherente al drama, a la puesta en escena, a la comedia y a la tragedia, al performance y a la danza.

Si se suprime la distancia, se anula la condición de espectador, y en consecuencia se atentará contra toda posibilidad de diálogo, de comunicación, de intercambio de símbolos, gestos, palabras e imágenes, de comunicación entre los cuerpos que vitalizan la escena comunitaria del arte, del teatro, de la sociedad: "La distancia no es un mal que haya abolir: es la condición normal de toda comunicación" (Ibíd.:16).

De modo que el espectador no sería alguien activo o pasivo: por el contrario, sería un individuo que se sitúa entre dos extremos, capaz de inmiscuirse en la comunicación y participar de ella. Pero, ¿de qué manera participa este espectador emancipado? Sin lugar a dudas, como un intérprete, como un traductor de imágenes y gestos a palabras, como un narrador y un cuentero dotado de capacidad discursiva, provisto de palabra, lo que lo convierte en alguien que da cuenta de la historia construyendo la suya propia y, al mismo tiempo, cuestionándola exponiéndola a otras historias; solo así se puede poner en práctica el arte de traducir, "practicar mejor el arte de traducir, de poner sus experiencias en palabras y poner a prueba esas palabras, de traducir sus aventuras intelectuales en el uso de los otros y de contratraducir las traducciones de sus propias aventuras que ellos le presentan" (Ibíd.:17).

Este "contratraducir las traducciones" sería, a mi parecer, la puesta en escena del ejercicio crítico. En este sentido, el ejercicio crítico iría de la mano de una emancipación intelectual y, por ende, de la emancipación del espectador. El espectador emancipado no sería –como se piensa erróneamente– el que participa activamente en determinada acción teatral, performática o dancística. Por el contrario, su emancipación vendría apoyada en una postura, en un posicionamiento frente a los discursos, las imágenes, las acciones.

La emancipación es una manera no de suprimir las fronteras, las dicotomías, los opuestos y las tensiones sino de exaltarlos. La emancipación es la condición inherente a ellos; por lo tanto, todo esfuerzo de suprimir una u otra es una contradicción que no contribuye en nada a la emancipación. La emancipación es un cuestionamiento: "La emancipación comienza cuando ponemos en cuestión la oposición entre mirar y actuar, cuando comprendemos que las evidencias que estructuran de esta manera las relaciones del decir, del ver y del hacer pertenecen ellas mismas a la estructura de dominación y de la sujeción" (Ibíd.:19).

La emancipación del espectador pasa por el reconocimiento de nuestra condición natural, de nuestra "situación normal" de espectadores, nos dice Rancière. En este sentido, nuestra experiencia como espectadores es tan importante como la del actor, el "performero", el bailarín, el artista. El espectador emancipado está en capacidad de "asociar y disociar" los discursos, las imágenes, las acciones y los sueños. Es decir que está en capacidad de dar sentido mediante las palabras a lo que en principio parece no tenerlo. Pero tal lógica tendrá la misma suerte al ser cuestionada en su interior:

Es en este poder de asociar y de disociar que reside la emancipación del espectador, es decir la emancipación de cada uno de nosotros como espectador. Ser espectador no es la condición pasiva que tendremos que cambiar en actividad. Es nuestra situación normal. Nosotros aprendemos y enseñamos, actuamos y conocemos también en espectadores que vinculan a todo instante lo que ellos ven a lo que ellos han visto y dicho, hecho y soñado (Ibíd.:23).

En estos términos, la emancipación sería una manera de generar interferencias a las fronteras entre la acción y la visión, entre la participación y la pasividad, entre el individuo y la comunidad, entre hablar y oír, entre el maestro y el ignorante, etc. "Es esto lo que significa la palabra emancipación: la interferencia de la frontera entre quienes actúan y quienes miran, entre individuos y miembros de un cuerpo colectivo" (Ibíd.:26).

Finalmente, podemos afirmar que la emancipación exige "espectadores que desempeñen el papel de intérpretes activos, que elaboren su propia traducción para apropiarse de la ‘historia' y hagan su propia historia. Una comunidad emancipada es una comunidad de cuenteros [conteurs] y de traductores" (Ibíd.:29)8.

¿Podríamos interpretar la emancipación del espectador como la condición necesaria para desarrollar una crítica de la crítica, es decir una estética política? A riesgo de responder afirmativamente, nos limitaremos a enunciar el potencial crítico existente en la figura del espectador emancipado como condición necesaria en el complejo mundo contemporáneo, donde las prácticas artísticas permanentemente nos "invitan" a participar, nos sacuden, nos sacan de nuestra aparente pasividad. Las artes participativas tienden a crear una brecha cada vez más infranqueable o a abolir esa brecha entre obra y espectador, cuando la brecha misma es una condición para que exista obra.

Conclusión

Podríamos concluir, entonces, que el giro ético de la estética va mucho más allá de una falsa oposición entre lo moderno y lo posmoderno, pues lo moderno guarda en sí una tensión de contrarios. La tesis de Jacques Rancière es bastante oportuna en un momento en que los debates alrededor de lo posmoderno parecen haber derramado demasiada tinta sin llegar a ninguna parte. En este sentido existirían dos visiones de este giro ético: una ligera y una más densa. La primera se enmarcaría en lo que conocemos como lo apolítico de la política, y la segunda, en lo político de lo político del arte. La estética es entonces, para Rancière, un régimen vinculado a lo real, a lo social y, por ende, a lo ético y lo político. La primera visión, según sus propias palabras, es una

visión soft del giro ético de la estética. La segunda no ha sido abolida por no sé cual revolución postmoderna. El carnaval postmoderno no ha sido más que la pantalla de humo ocultando la transformación del segundo modernismo en una ética que no es más que una versión suavizada y socializada de la promesa estética de emancipación pero su puro y simple voltearse, vinculando lo propio del arte no más a una emancipación a venir sino a una catástrofe inmemorable e interminable (2004: 169).

La segunda visión apunta a restablecer el terreno de acción del arte político, del arte crítico y de la estéticapolítica. Este terreno se consolidaría como una tercera vía que se formula desde lo ético. Así, la "redistribución de lo sensible" puede generarse en el complejo y denso mundo de la cultura contemporánea, donde lo sensible va mucho más allá de la esfera restringida del arte tocando de cerca lo social, lo cultural y lo político. En efecto, esto se enmarca dentro del mundo cultural, donde las imágenes, mediadas por el contexto comunicacional, generan una polarización de los bienes imaginarios. La redistribución de lo sensible implica una ampliación del mundo sensorial, dominado hoy por los mass media.

En efecto, esto implica otra perspectiva de la visión estética de la política, en un momento en el cual lo apolítico tiende a dominar la escena contemporánea y los discursos estéticos se ven confrontados con su desaparición. Según Jacques Rancière, la estética no ha muerto y, hoy más que nunca, sirve para pensar lo político.

NOTAS

1 Sobre este aspecto consúltense Arcos-Palma (2006 y 2007).

2 Todos los extractos de este texto han sido traducidos por mí.

3 Buck-Morss afirma lo siguiente: "Sin embargo sería útil recordar el significado etimológico original de la palabra estética, porque es precisamente hacia ese origen hacia donde nos vemos conducidos a través de la revolución de Benjamin. Aisthikos es la palabra griega antigua para aquello que "percibe a través de la sensación". Aisthisis es la experiencia sensorial de la percepción. El campo original de la estética no es el arte sino la realidad, la naturaleza corpórea, material" (2005:173).

4 La cultura debe entenderse en un sentido amplio, donde ya no tiene sentido la distinción entre cultura de élite y cultura de masas o popular.

5 Aquí el autor pone de relieve la noción de anacronismo, que hace más compleja la visión del tiempo.

6 Shusterman afirma en el prefacio: "El título de este libro puede despertar cierto escepticismo. Puede pensarse que el propio concepto de estética pragmatista es básicamente paradójico. Desde luego, lo pragmático está inseparablemente unido a la idea de lo práctico, justamente la idea a la que se contrapone tradicionalmente la estética y en oposición a la cual se define esta como carente de finalidad y desinteresada. Uno de los fines de este libro es superar esta paradoja cuestionando la oposición tradicional práctico/estético, y ampliando la concepción de la estética para sacarla del reducido campo y del papel que la ideología dominante en filosofía y economía cultural le han asignado. La estética cobra mucha más importancia y significación cuando advertimos que, al incluir lo práctico y reflejar e informar la praxis de la vida, se extiende también a lo social y lo político. Similarmente, la ampliación emancipativa de la estética implica reconcebir el arte en términos más liberales, liberándolo de su ensalzado claustro, donde se le aparta de la vida y se le contrapone a formas más populares de expresión cultural. El arte, la vida y la cultura popular son víctimas de estas divisiones inalterables y de la consiguiente identificación estricta del arte con el arte de la elite. Mi defensa de la legitimidad estética del arte popular y mi visión de la Ética como arte de vivir aspiran a una reconcepción del arte más expansiva y democrática" (2002: prefacio, s/p).

7 Aquí el teórico crítico se pregunta por la visión posmoderna en una clara postura autocrítica y por el papel que desempeña la nueva vanguardia en la contemporaneidad.

8 He traducido la palabra conteurs como cuenteros, pues está vinculada directamente con la historia, con el relato, con la narración como acto de la palabra.


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