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Nómadas

Print version ISSN 0121-7550

Nómadas  no.35 Bogotá July/Dec. 2011

 

Ciudades tatuadas: arte callejero, política y memorias visuales*

Tattooed Cities: street art, politics and visual memories

Martha Cecilia Herrera** y Vladimir Olaya***

* Este texto es un avance del proyecto "Memorias de la violencia y formación ético-política en jóvenes y maestros", del grupo de investigación Educación y Cultura Política (grupo A1 en Colciencias). Está financiado por el Centro de Investigaciones de la Universidad Pedagógica Nacional (CIUP), para las vigencias 2011 y 2012. En el proyecto se busca indagar sobre memorias de la violencia política y su incidencia en la configuración de visiones del mundo, de pautas de subjetivación y de aprendizajes ético-políticos en diversos escenarios de formación y socialización.

** Socióloga y Magister en Historia. Doctora en Filosofía e Historia de la Educación, profesora titular de la Universidad Pedagógica Nacional, directora del grupo de investigación en Educación y Cultura Política. E-mail: malaquita10@gmail.com.

*** Licenciado en Lingüistica y Literatura. Magíster en Educación. Profesor de la Universidad Pedagógica Nacional. Miembro del grupo de investigación Educación y Cultura Política. E-mail: vlado2380@gmail.com.

{Original recibido: 27/07/2011 - aceptado: 20/09/2011}


El artículo aborda el arte callejero y los modos en que éste configura formas de la memoria y agenciamientos políticos en las culturas visuales contemporáneas, a partir de dos interrogantes: ¿cómo posibilitan las expresiones y estéticas del arte callejero la reconstrucción de memorias?, y ¿de qué manera estas expresiones artísticas agencian formas de lo político? Para responderlos se analizan intervenciones de arte callejero en San Francisco, Nueva York y Bogotá. El trabajo es un avance sobre el rastreo de diversas expresiones culturales y sus formas de movilización de la memoria en entornos urbanos, y se inscribe en una investigación más amplia sobre memorias de la violencia política.

Palabras clave: arte callejero, cultura visual, memoria visual, grafiti, políticas de la memoria.

O artigo trata da arte de rua e os modos em que este configura formas da memória e agenciamentos políticos nas culturas visuais contemporâneas a partir de dois questionamentos: Como possibilitam as expressões e estéticas da arte de rua a reconstrução de memórias? De que maneira estas expressões artísticas agenciam formas do político? Para responder estas questões se analisam intervenções da arte de rua em São Francisco, Nova York e Bogotá. O trabalho é um avanço sobre o rastreamento de diversas expressões culturais e suas formas de mobilização da memória no entorno urbano, e faz parte de uma ampla investigação sobre as memórias da violência política.

Palavras-chave: arte de rua, cultura visual, memória visual, grafite, políticas da memória.

The article analyzes the street art and the ways in which it configures memory forms and political agency in contemporary visual cultures through two questions: How do the expressions and street art aesthetics make possible the memory reconstruction? And, how do these artistic expressions bring about forms of politics? Forms of street art interventions in New York, San Francisco and Bogotá are analyzed to give an answer. The article is a first step of a tracking about diverse cultural expressions and their forms of memory activation in urban environments as part of a broader research about memories of political violence.

Key words: street art, visual culture, visual memory, graffiti, policies of the memory.


El grafiti es el arte por antonomasia de la ciudad contemporánea,
una forma artística que transforma los muros de la ciudad en receptáculos
de sorprendentes metamorfosis formales. Es el arte de la palpitación urbana.

Josep Catalá

Una de las marcas de las culturas visuales en las ciudades contemporáneas está constituida por las imágenes destiladas por el arte urbano, callejero o street art, dentro de las cuales las del grafiti y sus diversas variantes son de las más significativas. En el arte callejero se entremezclan multiplicidad de aspectos que han llevado a complejizar el grafiti, o por lo menos, a darle nuevos giros, tanto en sus posibilidades técnicas como en sus formas de expresión estética y de mediación comunicativa. Algunos se refieren a estas intervenciones como posgrafiti, para aludir a un modo de expresión artística que pone en juego diversas técnicas y materiales que incluyen desde plantillas, pósteres, pegatinas, murales, entre otros, posicionando, al mismo tiempo, una nueva retórica de los muros, "marcada con el signo de los nuevos movimientos sociales, por los nuevos lenguajes y expresiones juveniles puestos en la trama urbana" (Corneta, 2011).

El género es tan difícil de definir como las reglas que se aplican. Podría entenderse como una reinterpretación del retrato, el surrealismo o el pop art, pero con una narrativa que surge de los mundos visuales creados en las ciudades donde la política es menos discutida y más gritada. En todo caso, podría definirse como un arte que tiene un sentido del humor visual psicodélico. No hay estética común para el street art, es más una actitud de irreverencia, de democracia y de libertad (Dorta, 2011).

En este orden de ideas, nos proponemos hacer un abordaje en torno a cómo algunos trabajos de arte callejero instituyen memorias y agenciamientos políticos. El artículo se inscribe en una investigación más amplia sobre memorias de la violencia política, y hace parte del rastreo de diversas expresiones culturales y sus formas de movilización de la memoria en los entornos urbanos. El texto inicia con un acercamiento sobre el arte callejero y los regímenes visuales contemporáneos, en un siguiente apartado se hace un acercamiento a la relación entre el arte callejero, la política y la memoria, para luego detenerse en varias intervenciones urbanas en las ciudades de Nueva York, San Francisco y Bogotá, y las características de los lugares en las que estas acciones tienen lugar. Por último, nos referimos específicamente a algunas de estas expresiones para sondear las maneras de configuración de memorias y agenciamientos políticos, con respecto al orden social y a los entornos urbanos. Así mismo, se hacen varias reflexiones sobre la temática investigada y sus horizontes de dilucidación, a modo de conclusión.

Arte callejero y regímenes visuales

Escribir es intervenir el silencio, el espacio, el tiempo, los otros y el sí mismo. Escribir es salirse de la individualidad para ir hacia los otros, afectarlos en sus rutinas diarias, en sus cotidianidades y en sus modos de ser y estar en el mundo. Escribir es pensar, pensarse, traer a la memoria la propia experiencia vivida y colocarla frente a los otros. Es un acto en el cual se integra la singularidad en la pluralidad, y se dejan entrever las apuestas políticas y existenciales. Es en estos términos que queremos hablar del arte callejero, no como un ejercicio de la positividad o de la racionalidad moderna, que nos enseñó a diluir las tramas de los sujetos en los fenómenos estructurales, sino como una apuesta por ver el revés de la vista y de lo visto: por dejar emerger en el estudio de las expresiones artísticas, las huellas de cómo se configuran las subjetividades y se presienten en éstas los rastros del mundo social, así como las maneras en que los individuos proceden, bajo los rasgos de la sensibilidad y la afección característicos de la experiencia estética, para resignificar el orden social y situarse e interactuar en el entorno urbano.

El trabajo del artista callejero se despliega en las rutinas de lo social a través de múltiples modalidades, y coloca en tensión diferentes aspectos, dentro de los cuales alcanzamos a vislumbrar por lo menos dos: uno, referente a la manera como el arte callejero aparece en el entramado urbano y subvierte los órdenes discursivos sobre el espacio público, esto es, mientras las expresiones ponen en cuestión el espacio de lo público, constituyen preguntas acerca de la forma en que el espacio social delimita lo que conoce como lo privado, pues al instalarse en esa línea delgada de la pared, del muro, genera discusiones acerca de dónde empieza lo público y dónde termina lo privado. La segunda tensión está pautada por las posibilidades que demarcan los lugares en los cuales se localizan las producciones de los artistas callejeros; las estéticas producidas por estos sujetos ponen en cuestión la manera en que ha sido comprendida la ciudad, sus formas, sus recorridos, su instalación, su arquitectura, pues sus lenguajes hablan de la posibilidad que tienen los sujetos de moldear, transformar y aparecer en la ciudad, ejerciendo su derecho a ésta, buscando su reconocimiento y generando discursos que provienen de diversos modos de entender su estancia, y de constituir diversas prácticas sociales, las cuales, comprendemos, son las que resignifican y constituyen los espacios. En este sentido, fracturan el orden y la lógica en que ha sido construida la ciudad, su orden civilizatorio y sus formas de gobierno.

El arte callejero instituye una racionalidad que va más allá de una producción inmóvil para emerger como devenir, desplegando "una estética destilada directamente de los ritmos urbanos y un personaje que no se dedica a contemplar a distancia el bullicio ciudadano, como hacían antaño el dandi, el flaneur o algunos artistas de vanguardia, sino que está dispuesto a actuar sobre esas sensaciones, materializándolas mediante sus formas" (Catalá, 2005). Es una expresión que deja ver lo que otros ven, y al tiempo, invisibilizan, disputando los sentidos hegemónicos presentes en los regímenes de visualidad contemporáneos, instalándose a manera de un "ruido secreto" que incomoda lo estatuido: "Lo artístico irrumpe en el espacio de la significancia desbaratando todo régimen estable, para mostrar que la producción de sentido es proceso sujeto a una economía transformacional inagotable" (Brea, 1996: 14).

Las imágenes cinceladas por el arte callejero dejan de ser tan sólo elaboraciones surgidas del ejercicio creativo de un artista o sujeto aislado, ya que al ser tatuadas en la fisionomía de la ciudad, modifican los espacios. En este sentido, sus propuestas son en sí mismas acontecimientos tanto por lo que le añaden a la ciudad, como por su posibilidad configurativa (Bal, 2010). Por esto, se torna relevante comprender "el entramado del discurso semiótico por el que cada obra contribuye a estructurar el entorno cultural y social en el cual está localizada" (Guasch, 2003: 12).

Las obras anidan en estas diversas formas de lenguaje, e involucran múltiples sentidos, contenedores de historia, de simbolismos pertenecientes a una época, a una sociedad y a unos sujetos concretos. Como afirma Brea (2005), las imágenes, entre éstas las del arte callejero, son actos de ver complejos:

[...] que resultan de la cristalización y amalgama de un espeso trenzado de operadores (textuales, mentales, imaginarios, sensoriales, mnemónicos, mediáticos, técnicos, burocráticos, institucionales…) y un no menos espeso trenzado de intereses de representación en liza: intereses de raza, género, clase, diferencia cultural, grupos de creencias o afinidades, etcétera (9).

Cuando se habla del arte callejero y sus configuraciones, es preciso aunar la presencia del transeúnte en la urbe, del caminante que significa los espacios y las intervenciones artísticas, de acuerdo con sus propios recorridos y con lo que sus ojos pueden ver, situándose en una posición de tensión en esta trama. Imágenes y viajeros habitan la ciudad en un orden diferente al de los urbanistas y arquitectos, que operan como agentes del statu quo, dotando de nuevas retóricas a la espacialidad y la visualidad en las ciudades contemporáneas. Las figuras caminantes, delineadas por imágenes y viajeros, bullen de manera oblicua y sinuosa, trastocando los sentidos de lo establecido:

[...] su andar no sabría cómo detenerse dentro de un marco, ni el sentido de sus movimientos circunscribirse dentro de un texto. Su trashumancia retórica arrastra y desvía los sentidos propios analíticos y aglomerados del urbanismo; es un vagabundeo de la semántica, producido por masas que desvanecen la ciudad en ciertas de sus regiones, la exageran en otras, la dislocan, fragmentan y apartan de su orden no obstante inmóvil (De Certeau, 2000: 155).

Lo político y la memoria en el arte callejero

De acuerdo con lo anterior, entendemos que algunas construcciones estéticas movilizan formas de lo político si comprendemos éstas, por una parte, como formas del pensamiento; es decir, los lenguajes, las construcciones simbólicas son el resultado de una reflexión ante el presente que nace de la experiencia vivida, significada, ahora presentada a través de lo metafórico. Ésta, la construcción estético-política, es en tanto permite ver la otredad y la singularidad, sin que ello, la singularidad, desconozca lo generalizable. Esta otredad, en términos de Bal (2010), es la que posibilita el antagonismo, la disputa, el desacuerdo, la conflictividad, el extrañamiento y, por tanto, el espacio de lo político. En ese mismo sentido, Mouffe (2007a) expresa:

[...] concibo "lo político" como la dimensión de antagonismo que considero constitutiva de las sociedades humanas, mientras que entiendo "la política" como el conjunto de prácticas e instituciones a través de las cuales se crea un determinado orden, organizando la coexistencia humana en el contexto de la conflictividad derivada de lo político (16).

Desde esta perspectiva, los trabajos estéticos, entendidos como políticos, consienten la constitución de juicio, pues son "lugares donde las sentencias de la justicia y los actos de controversia democrática —aun en silencio, en la forma de pensamiento y deliberación— no sólo son permitidos sino activamente habilitados" (Bal, 2010: 10).

Es en este sentido, la obra, en este caso particular el arte callejero, al instalarse en las rutinas de la cotidianidad, al intervenir, al constituirse en agencia, se convierte en poseedora de una cualidad política, en tanto constituye espacios que permiten la expresión de un otro oculto, en muchos casos anónimo, que evidencia su extrañamiento frente a la otredad, colocándose fuera de la vida, pues pareciera extrañarse ante ésta, pero a su vez, desde el interior de la vida, configurando sentidos que llaman a observar la vida desde fuera de ésta. Es decir, la obra pone en contacto y en calidad de observador, al transeúnte, en torno a su propia vida, y, a su vez, coadyuva a la tentativa de acercamiento a otros/as vidas. Se constituye, así, la construcción estética más allá de una transmisión de significados, más como imágenes que evocan y connotan.

Sentado esto, la pregunta es: ¿qué relación se puede platear entre la obra, en este caso el arte callejero, la política y la memoria? Las obras de arte, en términos amplios y aquellas que gozan de una potencialidad política, sobre todo en nuestros contextos, son las que permiten la comprensión de otras temporalidades, son aquellas que coadyuvan al encuentro entre el pasado, el presente y el futuro, en tanto la temporalidad, el recuerdo y su narrativización son dadores de sentido, tanto a los sujetos individuales como a los colectivos. Así, permiten las expresiones estéticas, no solamente la evidencia de una información, sino la construcción de espacios dialógicos a través de la edificación de modos, formas y estilos que activan y acercan la intervención sobre la vida y las percepciones de otros individuos en su trasegar por el tiempo y su historicidad. Develan, entonces, las obras, al plantearse en contextos específicos, otros posibles pasados, presentes y futuros, e instituyen nuevos relatos que cuestionan el orden social presente.

Desde esta concepción, la memoria, como parte de la obra estética, juega un papel preponderante, pues las elaboraciones estéticas, como constructos simbólicos, cuestionan el presente y, a su vez, visibilizan la manera en que las memorias de los hechos de lo social, "se imprimen en los cuerpos, en los objetos, en los lugares" (Cortés, 2011: 7). De la misma forma, las imágenes coadyuvan a la elaboración de la percepción del mundo seleccionando lo visible y e igualmente lo recordable. En esta medida, las obras, en tanto conformación política, devienen de una dación de sentido de lo vivido, de lo recordado, del presente, inaugurando, a su vez, horizontes de sentido en cuya elaboración se construye una gramática, y en su visibilización, se inventa lo pensable; lo posibilitan y coadyuvan a la elaboración de otras imágenes, conduciendo a un dialogismo permanente. Con lo anterior, enunciamos que la obra recurre a fragmentos de la experiencia del tiempo, los cuales son ensamblados de diferentes maneras, y permiten un cuestionamiento a la realidad más allá de las presencias en interacción con el pasado y el futuro (Cortés, 2011).

En la obra, entonces, no se trata de traer o recuperar los hechos del pasado, pero éste sirve como marco de sentido que dice quiénes somos, que habla acerca de lo vivido, lo que coadyuva, en su relación con el presente, a la generación de nuevas configuraciones estéticas. Lo que se recuerda, entonces, no es solamente un evento, es el marco de interpretación cultural que permite renovar las visiones del presente, las cuales se "manifiestan en actuaciones y expresiones que, antes que representar el pasado lo incorporan performativamente" (Jelin, 2001: 37).

Graffiti, Hall of Fame como uno de los lugares de enunciación del arte callejero en Nueva York

Nueva York y Filadelfia se consideran urbes en las cuales el grafiti contemporáneo tuvo sus primeras manifestaciones en las décadas de los sesenta y setenta, como parte de la expresión de jóvenes pertenecientes a barrios con influencia afroamericana y latina (en especial puertorriqueña), quienes encontraron a través de éste formas de visibilización y afirmación en el espacio público. En este contexto, la cultura hip hop se convirtió en el movimiento cultural y artístico de protesta más importante para las comunidades latinoamericanas y afroamericanas que viven en los Estados Unidos. En éste se ligan expresiones como la música (el rap), la danza (breakdance) y el grafiti. En dichas construcciones se anudan diversas mezclas e influencias de diversas culturas. Así, por ejemplo, en la música se ve la incidencia sobre todo afroamericana en expresiones como el soul, el funk y el blues, además de ritmos caribeños, lo cual devela, por una parte, la forma en que los individuos traen a colación, en sus expresiones estéticas, las raíces de su trasegar histórico o la influencia de sus antecesores, pero a su vez develan la apropiación de diversos constructos culturales en los nuevos territorios, reflejo, quizás, de lo que son las ciudades contemporáneas: una red de flujos e intersecciones culturales, económicas y políticas.

En el entramado del hip hop, el grafiti tiene una fuerte relevancia. Estas construcciones simbólicas revelan en sus inicios una serie de firmas (tags), que sin ser desligadas de la escena musical, pugnan por la reafirmación de los sujetos y los territorios, lo cual "comporta una forma de integración social, en la medida que permite a los individuos salir de la soledad dolorosa, a la vez que peligrosa, que entrañan las ciudades modernas masificadas y enfermas, siendo así un grito y reivindicación de existencia que permite la afirmación de la presencia del individuo" (Riout, 1985: 15). En este sentido, la firma se convierte en la forma en que se expresa el dejarse ver, en medio de sociedades que hacen anónimos a los sujetos. El grafiti se transforma, entonces, en un puente que permite, desde los estadios de lo subalterno, la elaboración de modos identitarios y la construcción de imaginarios sobre sí mismo que recogen las formas de vida y de interacción social en la cuales se ha vivido.

Ahora bien, dichas firmas, en medio de la escena del hip hop, son fijadas por el movimiento. El colorido de éstas, su textura, tridimensionalidad, sus formas cambiantes, aprisionadas, aglomeradas, su movimiento impreso en muchas de las ocasiones en los vagones del metro y los muros que delimitan la vía del tren, hablan de su fuerza, densidad y velocidad, que a su vez nos dejan ver el momento y el contexto en el cual surgen.

Uno de sus representantes más importantes es Africa Bambaataa (Kevin Donovan), a quien se le atribuye la nominación de cultura hip hop para el conjunto de estas expresiones (grafiti, música, danza, DJ). Este artista proviene de un entorno popular en el Bronx en Nueva York en el que, al igual que muchos de los pioneros del hip hop, afrontaba situaciones de pandillas y de drogas, así como de marginación y discriminación social a la que ciertos grupos étnicos eran sometidos en los Estados Unidos, llegando a participar en iniciativas de orden cultural, asociadas con el grafiti y la música rap, como una búsqueda de afirmación identitaria.

Africa Bambaataa (Kevin Donovan) y otros pioneros de su época se convirtieron en activistas que buscaron posicionar en el escenario público el hip hop, tratando de que su legado fuese retomado por las nuevas generaciones de jóvenes, lo cual condujo, entre otros aspectos, a la constitución de lugares memorialísticos. Uno de estos sitios se encuentra localizado en la zona este de Harlem, en el barrio latino, en la ciudad de Nueva York, y en torno a éste haremos algunas consideraciones.

Este espacio se denomina Graffiti Hall of Fame, y fue fundado por el activista Ray Rodríguez ("Sting Ray") hacia 1980, con el fin de que los grafiteros desplegasen su trabajo, dando a conocer la cultura hip hop en sus diferentes expresiones. Se encuentra localizado en 106th Street and Park Avenue, dentro del complejo educacional Jackie Robinson, lo cual enfatiza su propósito pedagógico en el marco social. En sus comienzos era un espacio exclusivo de reputados artistas provenientes de cinco distritos de la ciudad (Manhattan, Brooklyn, Queens, The Bronx y Staten Island). No obstante, a medida que el tiempo pasó y el estilo de grafiti hip hop se expandió alrededor del mundo, el lugar se convirtió en meca de los mejores escritores de grafiti de talla nacional e internacional, que acuden a este sitio con la expectativa de dejar allí sus huellas y morder, de alguna manera, la gran manzana neoyorquina, uno de los emblemas de la sociedad estadounidense y de su imaginario de prestigio y bienestar social.

En Graffiti Hall of Fame se hacen jornadas en las cuales al tiempo que los grafiteros despliegan sus aerosoles, sus plantillas y demás materiales, los DJ montan sus equipos de sonido, sus tornamesas, y se dedican a acompañar el tatuaje de los muros con los diferentes ritmos del hip hop, mientras algunos/as jóvenes danzan bajo cadencias que hablan el lenguaje de las urbes, de sus expectativas en medio de los suburbios.

Así, el espacio se constituye en lugar de una práctica social que transforma la forma como éste se evidencia, y las significaciones de las imágenes allí plasmadas no provienen solamente de catarsis expresivas, éstas vehiculizan las luchas por la memoria y el reconocimiento que, en este caso, tienen su asidero en el sentido que se le otorga al espacio. Son estas expresiones cinceladas en la textura del concreto, lugares del encuentro, de la semejanza y la diferencia, de la identidad y la otredad, de la individualidad y la colectividad, pues al hacer presencia bajo la marca de la fugacidad, buscan cómplices con los cuales constituir colectividad, pero al tiempo, se insinúa la posibilidad de la diferencia.

San Francisco y las huellas del muralismo en el barrio Mission

La ciudad de San Francisco en California es uno de los lugares en los que el arte callejero y sus expresiones a través de grafitis y murales ha tenido amplia trayectoria, visibilizando las huellas culturales de los grupos que la han poblado, signando con sus memorias los imaginarios que transeúntes y moradores elaboran en torno a ésta. El barrio más representativo es Mission, situado en la zona centro-este de la ciudad, y asentamiento inicial de ésta, territorio en el cual los colonos españoles fundaron la Mission de San Francisco y en la que diversos grupos hispanos tuvieron y continúan teniendo arraigo importante. "El barrio es un hervidero de movimientos sociales que luchan por la integración y los derechos de los latinos en EE. UU." (Nadal, 2011: s/p).

"Mordiente y provocativo, el muralismo callejero de Mission mezcla la herencia de la escuela mexicana que lideró Diego Rivera con multitud de aditivos más: surrealismo, punk, dibujos animados, la tradición grafitera" (Pastor, 2011 s/p). Allí se concentran más de ochenta murales en una área aproximada de ocho cuadras, los cuales son expresión de afirmación y resistencia de grupos y colectivos de artistas que desde mediados de los años setenta, manifiestan su protesta por la violación de los derechos humanos y diversos hechos de violencia política en América Latina, al tiempo que evidencian las tensiones generadas por la discriminación y estigmatización a la cual los hispanos son sometidos en Estados Unidos.

En Mission es posible encontrar recodos como la Calle Balmy Alley y sus alrededores, en donde está una de las colecciones más concentradas de los murales de San Francisco, caracterizada por trabajos que rememoran luchas sociales, memorias doloridas y airadas, memorias de afirmación y búsqueda de reconocimiento social y cultural. También se encuentran edificios pertenecientes a colectivos y ONG, cuyos miembros han hecho elaborados trabajos en sus fachadas, como el Women's Building, un centro para la atención a mujeres, con carácter multiétnico y multicultural, instituido en 1979, y en donde el arte tiene un lugar central en los procesos organizativos. Alimentado por grupos feministas, el espacio quiso brindar oportunidades de exhibición y difusión de trabajos de mujeres artistas (Fernández, 1999: 24-25). Cuenta actualmente con el apoyo financiero de más de 170 organizaciones. El edificio de dos pisos, situado en una esquina de la Calle 18, número 8, captura la mirada del transeúnte por la imponencia y majestuosidad de su fachada, pintada de manera refinada con escenas de grandes dimensiones que aluden a luchas sociales, a figuras míticas, a memorias ancestrales que difunden imaginarios sobre la mujer de carácter emancipatorio. Veamos una fotografía de parte de su fachada, en la cual se dan lugar imágenes sobre la mujer en las que la afirmación y el reconocimiento son la marca distintiva (figura 1).

El barrio Mission cuenta también con organizaciones como Precita Eyes Mural Arts Center, situado en 348 Precita Avenue, que se propone el cuidado y mantenimiento del espacio público de la zona, promoviendo la ejecución de proyectos muralísticos, así como la educación de las comunidades local e internacional, en torno a la historia del arte mural y su legado cultural. La organización fue creada en 1977, en ésta se llevan a cabo actividades y proyectos en los cuales se involucra tanto a grupos escolares, como a colectivos de jóvenes y de artistas para la ejecución de intervenciones urbanas, al tiempo que se organizan visitas guiadas en las que se familiariza a los viajeros con los trabajos muralísticos de la zona.

El Bullir del arte callejero en la Candelaria, en Bogotá

Desde finales de la década del sesenta y comienzos de la del setenta, Bogotá ha contado con una importante presencia del grafiti, marcada en un comienzo por las actuaciones de los movimientos estudiantiles y los grupos de izquierda, con un fuerte sello panfletario, para pasar, posteriormente, a modalidades más figurativas y a enunciar, de modo más reciente, un abanico más amplio de tendencias culturales y posicionamientos políticos. "Bogotá, junto con Sao Pablo, lideraron el movimiento de grafiti de los años ochenta para América Latina […] fue muy claro los vínculos que se dieron entre el grafiti y la expresión ciudadana especialmente en el caso de Bogotá", afirma el semiólogo Armando Silva en el documental Memoria canalla (Bastardilla, 2009).

Por su parte, la cineasta Marta Rodríguez señala de qué modo en este auge del grafiti en el país, "se expresó la palabra libertad, se empezó un movimiento de transgresión, de romper con esa sociedad tradicional, católica, hipócrita, racista, colonialista y los jóvenes dijeron no más, no más, y ahí nace el movimiento grafitero [...] los muros se volvieron sitios de confrontación" (Bastardilla, 2009). De este modo, como lo afirma en el mismo documental un joven grafitero, "en ese contexto de violencia política, el camino que queda es resistir desde lo simbólico" (Bastardilla, 2009).

Uno de los lugares en los que el arte callejero ha dejado su impronta en Bogotá es el de la localidad de La Candelaria, ubicada en el centro-oriente de la ciudad, la cual adquiere una especial significación por su relación con la historia de la fundación de la capital de Colombia, su pasado ligado a la historia de independencia y su marcada referencia como espacio en el cual se sitúan las más altas instituciones del poder. En este orden de ideas, La Candelaria se caracteriza por una fuerte hibridación de historia, poder, exclusión, lo cual hace de la localidad un campo de luchas y tensiones por la configuración de capitales simbólicos que se instalan como discursos que generan las posibilidades del ver. Por sus calles circulan diariamente más de medio millón de personas, aunque allí sólo habita un número claramente menor de ellas, debido a que en el lugar se concentran varias universidades y entidades de carácter cultural y político, así como por el peso simbólico que carga por ser la cuna histórica de la ciudad, lo cual hace de ésta un recorrido obligado para los viajeros.

Allí, los artistas callejeros se debaten entre respetar en su intervención el significado histórico de su arquitectura y su preservación, con toda la carga simbólica que ello implica, o visibilizar, por el contrario, a los nuevos habitantes de la urbe, creando con sus tatuajes nuevas cargas simbólicas que albergan relatos y experiencias vividas en la contemporaneidad y que sobrepasan, de lejos, la historia colonial y también republicana de la zona.

De manera general, en los grafitis que actualmente hacen su aparición en los muros de Bogotá y de La Candelaria, son portadores de diversas aristas estilísticas. Una de éstas relacionada con la expresión ciudadana ante situaciones políticas, económicas y sociales. Este tipo de grafitis se pueden entender más como la expresión de un sentimiento a través de frases que irrumpen no sólo en las paredes, sino que intentan ser un lugar de expresión ante un estado de cosas; es la aparición de una voz que enfrenta y deja ver una posición, sobre todo ante situaciones políticas. En este sentido, muchas de este tipo de expresiones se pueden ligar a una explicitación de la protesta política. Otra clase de trabajos que se presentan y deambulan en las calles, tienen que ver con marcas más figurativas, es decir, trabajos que por medio del uso de elementos simbólicos, intentan llamar la atención sobre identidades, marcas ideológicas, remembranzas, pero, sobre todo, a partir de éstas se hace alusión a una exaltación de lo político que supera el panfleto, que intenta develar una situación, de poner en escena una mirada otra sobre lo social, a través de un trabajo de tipo alegórico, principalmente.

Transversal a este tipo de expresiones, se presentan grafitis que constituyen propuestas estéticas ligadas a movimientos culturales amplios como el del hip hop. De hecho, este tipo de conexiones ha posibilitado que estas expresiones se integren a festivales y encuentros de carácter académico y cultural, apoyados por instituciones gubernamentales como la Secretaría de Cultura, Recreación y Deporte de Bogotá, por medio de festivales como los de Hip Hop al Parque. Esta institución, que si bien ha apoyado el desarrollo este tipo de trabajos, crea una serie de tensiones entre lo que de protesta y resistencia, ante el orden establecido, tiene el grafiti y el arte callejero, y lo que significa participar en las dinámicas de la institucionalidad oficial.

Sumado a esta variedad de estilos, emerge una variedad de grafitis que irrumpen en las calles a través de la explosión del color, las figuras, las hibridaciones, con un carácter más metafórico, en el que se ve un complejo trabajo de creación, de elaboración y creatividad que se instala, no sólo en el ejercicio del decir, sino en el de ser un acto estético, como posibilidad de expresión, no dejando por ello de ser un acto político. Pese a las diferencias entre este tipo de expresiones, todas éstas como parte de los muros de Bogotá y La Candelaria, buscan un canal de expresión, de emergencia de un yo presente, en una sociedad como la colombiana, con altos índices de represión, violencia y desconocimiento de lo diferente.

Detengámonos, a continuación, en el siguiente apartado, en algunas de las imágenes que fueron rastreadas en los sitios que hemos acabado de referir, en un ejercicio de enfocar la mirada a lo que se hace en estas tres ciudades sobre arte callejero, para avizorar en éstas los modos de configuración y agenciamiento de memorias.

Imágenes del arte callejero como políticas de la memoria

Los artistas callejeros han visibilizado a través de sus intervenciones en el espacio urbano, las luchas por la memoria, disputando las posiciones hegemónicas que pugnan por difundir imaginarios sobre la sociedad y sobre la ciudad como lugares ajenos al conflicto, a modo de historias y memorias unitarias, sin quiebres, y solo desde la lógica de los vencedores. En esta dirección, estas intervenciones se constituyen como prácticas de resistencia político-cultural que cuestionan los regímenes de visibilidad estatuidos, al arrojar otras miradas sobre ciertos hechos o hacer emerger lo innombrable, pasando a hacer parte del patrimonio del imaginario urbano, alimentando y complejizando los reservorios de memoria social. Veamos algunas de sus expresiones y apuestas en las ciudades abordadas, deteniéndonos, de manera puntal, en tres de las imágenes rastreadas en el trabajo de campo. Esto no pretende que aquéllas sinteticen las características y particularidades de las intervenciones que se hallan en estas ciudades, no obstante, ligan el extenso tejido significacional encontrado en muchas de las configuraciones estéticas identificadas1.

Así, por ejemplo, la obra capturada por la fotografía número dos, logra reunir en su composición muchos de los elementos de la escena grafitera, relacionada con el hip hop en Nueva York. Es contenedora de memorias que hablan de la escena urbana, de la búsqueda de reconocimiento de los individuos y la permanente lucha por sobrevivir en un espacio que en muchas ocasiones los trata como los otros, en el sentido marginal del término. Por su parte, la fotografía número tres, tomada en una de las calles de San Francisco, evidencia una temática que parece deambular en la piel y en los rostros de los habitantes del barrio Mission: el desplazamiento. La fotografía número 4 nos muestra una obra cincelada con variopintos colores en La Candelaria, en Bogotá, y evidencia una de las características de buena parte de las intervenciones en la zona: su elaborada construcción, la fluidez de la que es poseedora y su entreverado complejo significativo. Adentrémonos, pues, en éstas, en lo que nos evocan, en las miradas que posibilitan, en las memorias que ponen en circulación.

Primera obra

La primera intervención se encuentra en Nueva York, en el barrio latino de Harlem, en el espacio ya descrito: Graffiti Hall of Fame (figura 2). El trabajo está diseñado a manera de galería, en cuyos muros se exponen varios grafitis y otros elementos que los acompañan. Su composición muestra la confluencia de figuras que aluden a los sujetos y sus formas de expresión en el entorno urbano, en ésta se abre la mirada a los grafiteros y sus obras distribuidas en varias salas, muchas de las cuales sólo se insinúan a personas que recorren el lugar y las contemplan, a tornamesas que instauran la presencia de la música y a numerosos tags, las firmas características, identitarias, de los escritores de grafiti, que flotan en el espacio y poseen grandes dimensiones, como para que la vista no pueda hacer caso omiso de ellos.

Hacia el fondo puede leerse un letrero que dice: "The Museum of the Graffiti Hall of Fame", lo que construye dentro del sitio un espacio dentro de otro, procediendo, de este modo, a la institución del lugar, a través de figuras de la memoria que anhelan su permanencia bajo el estatus de museo. El museo (callejero) se instituye así como el salón de la fama, proponiendo la legitimación de sus imágenes a través de otra acepción sobre el arte. Un espacio que es la calle, el muro, y que contiene la agencia de los individuos, convoca al reconocimiento de ese otro que se encuentra en el trasegar de la urbe y al que se le quieren mostrar sujetos con un trabajo específico: el grafiti, el arte callejero, trastocando la idea de la galería tradicional, de muros cerrados, a la que sólo unos cuantos logran tener acceso, ya sea como expositores o como espectadores.

La ubicación de esta obra dentro del espacio denominado Graffiti Hall of Fame, delata un diálogo con el entorno en el cual está Nueva York, pues para nadie es un secreto que los salones de la fama en Estados Unidos son una suerte de espacios consagrados a la memoria de famosos artistas, jugadores y actores, insertos en los circuitos de la industria y el comercio de la cultura. En este sentido, este es otro más de los salones de la fama, con una particularidad: no moviliza grandes estructuras para la elección de quienes allí se encuentran. El salón de la fama de los grafiteros es una puesta en escena en la calle de los artistas, es la memoria de la intervención siendo una intervención en sí misma. De este modo, la composición de la obra utiliza un lugar de la visibilidad artística, reconocido institucionalmente como lente de lo social, puesta a su servicio. Es, en mucho, intentar entrar al juego que propone el espacio en el cual está instalado este trabajo, debatiéndose entre la identidad colectiva de una comunidad y la estructura social en el que está inmerso.

En la captura hecha por la fotografía, la obra aparece enmarcada en su parte superior por el muro del lugar que, con sus ladrillos color marrón oscuro, enuncia la continuidad entre el arte y la calle, la disolución del uno en la otra, al tiempo que por encima de los dos emerge la figura del metro, presencia significativa en la historia de Nueva York, que con su trasegar permanente, por encima de las paredes que rodean el Hall of Fame, pareciera dotar de constante movimiento a las imágenes plasmadas por los escritores de grafiti en el lugar, complejizando las miradas de los urbanistas en torno a éstas.

No hay que olvidar que en el comienzo del grafiti en Nueva York, los vagones de metro fueron uno de los soportes privilegiados de los grafiteros, hasta que dicha práctica fue prohibida y sancionada como ilegal por las autoridades locales. Esta asociación, entre el grafiti y el metro en esta ciudad, persiste todavía en el imaginario contemporáneo, y su recuerdo hace evocar, por ejemplo, a Michel de Certeau, los vagones neoyorkinos como emblemáticos de lo que denomina las figuras caminantes, encarnadas por sujetos e imágenes, que deambulan y dotan de múltiples sentidos a la ciudad. Según el autor, estas figuras, a manera de árboles de acciones:

[...] transforman la escena, pero no pueden quedar fijados por la imagen en un solo lugar. Si pese a todo se necesitara una ilustración, serían las imágenes-tránsitos, caligrafías verde-amarillo y azul metálico, que aúllan sin gritar y rayan el subsuelo de la ciudad, bordados de letras y cifras, acciones perfectas de violencias pintadas con aerosol, escrituras de Sivas, grafías danzantes cuyo fragor de carros de metro acompaña las fugitivas apariciones: los grafiti de Nueva York (De Certau, 2000: 155).

En este orden de ideas, la obra se instituye un espacio de lo político, pues trasgrede e interviene, por una parte, la forma en que se entiende la urbe, la manera en que se comprende el orden social al insertarse en la dinámica de la urbe, permitiendo la visibilidad de la otredad, ésa que es ocultada y en muchos casos situada como perversa, peligrosa. Reconfigura este tipo de construcciones el nombre de los otros, develando una identidad, una forma de ser y, a su vez, posiciona un estilo de vida que los hace emerger en la vida urbana. Por otra parte, reconfigura un espacio, pues más allá de estar ubicado en uno de los barrios signados por la pobreza, devela ese estar. Así, el transeúnte se ve convocado a mirar al otro, ya no sólo como habitante sino como protagonista de una escena, de un espacio en el cual se constituyen diferentes prácticas sociales. En este sentido, el grafiti, la obra de arte callejero, se convierte en un espacio de lo político, en la medida en que posibilita el antagonismo, la subjetividad y la idea de un mundo social que insinúa otras formas de comprender los modos de ser, estar y pensar.

Si bien, la obra no hace referencia a un evento dado en el pasado, y mejor se instituye en una acción-proceso, es decir, se está dando, ésta es el resultado de lo que se ha sido, lo que se ha construido y lo que se quiere ser. En este sentido, es el resultado de una serie de memorias que han coadyuvado a definir lo que son los individuos. Por ello, quizás, las firmas reubican a los sujetos a través de grafías sinuosas y complejas, pero que revindican a los sujetos en medio de ecologías violentas y conflictivas. Develan, al mismo tiempo, sus relaciones con lo musical, lo artístico y la forma en que antaño han sido excluidos de la escena artística, pues al develar el escenario de la fama, también están exponiendo lo que ellos no han sido.

En este escenario, entonces, la memoria se conjuga como contexto interpretativo del quiénes son y quiénes han sido, y lo que pueden llegar a ser. Su memoria les permite la configuración de su identidad, la cual es tatuada en las percepciones de los transeúntes, pues no se trata tan sólo del decir a través de la obra, significa una marca, una impronta, una penetración e inoculación en la epidermis de los significados que pululan en el campo simbólico de la ciudad, marcando un territorio y haciendo emerger una comunidad.

Segunda obra

La segunda obra (figura 3) está ubicada en el barrio Mission, en San Francisco. En ésta se encuentra una configuración de la memoria distinta a la propuesta por el trabajo antes mencionado. Aquí la memoria hace presencia como agencia y como configuración política, es decir, va más allá de la referencia, de la denuncia, para presentarse, sin rasgos de nostalgia, como una imagen que carga lo vivido y lo sufrido. No intenta generarse como panfleto, sino que estetiza la memoria y la hace presente en las calles, provocando preguntas sobre el futuro de los individuos que han vivido las situaciones allí relatadas.

Este trabajo muestra a una mujer en desplazamiento que recorre una ruta y deja ver, detrás de ella, una serie de imágenes que rememoran lo dejado, los lugares de los que se proviene, figurando, a través de paisajes coloridos, gente en sus labores, rostros que conforman una montaña y plasman a su vez momentos dolorosos, de desprendimiento, imágenes que como lugares simbólicos hablan de las formas de entender y comprender el mundo en que se vive.

La mujer, con un rostro golpeado por el viento, lleva en sus piernas a un pequeño que alude a un hijo, sin embargo, más allá de querer representar este tipo de relación, nos relata el movimiento, el desprendimiento y lo que significa ser mujer. Difuminado y casi transparente sobre una colcha de retazos aparece la imagen de un hombre, muy cercana a lo que parece ser una carta. Estos dos elementos están estrechamente ligados, pues el escrito, que puesto en la mano se convierte en una puerta abierta a la intimidad, enuncia las palabras del que está lejos y genera una resignificación del acontecimiento, ahora plasmado en un muro de la ciudad de San Francisco, a manera de boomerang:

Mi amor: Espero que cuando recibas esta carta te encuentres muy bien junto a nuestro hijo. Todavía estoy aquí en California trabajando. Yo sé que la vida allá es muy dura, pero creo que es más difícil aquí por la distancia que nos separa. Los he extrañado mucho y ojalá que podamos estar juntos de nuevo muy pronto. Con mucho amor. Chepe (figura 3).

El sentido develado en la carta nos permite comprender que la imagen en la colcha de relatos es el signo de la evocación del recuerdo, y que la mujer no tiene claro un destino. Nos deja ver que lo existente detrás de ésta, es al tiempo el bagaje con el que cuenta, y que la sitúa entre el estar y el devenir. La carta nos cambia un poco la perspectiva desde la cual es mirado el inmigrante, pues coloca en escena la situación no sólo del que se fue sino también del que se queda, nombrando las violencias ciegas de las lógicas del capitalismo que desarraigan sin contemplación los lazos sociales y afectivos de los individuos.

La carta, escrita en español, en medio de una cultura para la cual ese idioma es subalterno, posibilita ver lo sufrido, nos deja apreciar la individualidad marcada por la lengua, y nos habla, paradójicamente, de lo que el inmigrante, que se encuentra en California, ha dejado atrás, y las expectativas suscitadas en quienes dejó en su lugar de origen. Nos permite entrar en el sentir del otro, y entonces surge la pregunta acerca del destino de la mujer y de quien le escribe la carta: ¿la búsqueda? Pregunta imposible de responder, pero la carta y las imágenes que la acompañan evidencian lo que significa la incertidumbre, el miedo, la soledad y la angustia, que más allá de la enunciación, se presentan como fenómenos que condensan las memorias visuales sobre las vivencias de los sujetos.

Ahora bien, la obra aquí citada se puede leer como una suerte de voz, de aquellos que no la tienen y la cual se hace pública en el momento en que se inserta en el paisaje urbano. La imagen que se detiene en las calles de San Francisco modifica los regímenes de visibilidad dados, pues propone otra mirada a la comprensión de lo que es el inmigrante: lo coloca ya no como alguien que ha venido a buscar fortuna, sino como un sujeto que tiene vida y recuerdos, que se ha marchado en medio de un contexto violento y político que ha transformado las maneras de sentir, ver y pensar de individuos particulares. La obra destila entonces una historia, unas acciones que recayeron sobre el sujeto, y que le imposibilitan ser lo que era. A diferencia del trabajo anteriormente observado, las construcciones identitarias no están dadas en las firmas que inquietan sobre una visibilidad, sino en la construcción de un relato que propone una reelaboración de sentido de lo que se es, y que coadyuva a comprender la situación en la que se está en el momento presente, moldeando un nuevo orden de cosas, interrumpiendo concepciones que sobre los colectivos de inmigrantes se han construido. Así, la obra de arte callejero propone al espectador la construcción de juicios que van dirigidos a situaciones particulares, que se visibilizan en la escena urbana.

La obra, de esta forma, comunica una situación, y evidencia la manera como diversos eventos trasgreden y modifican la individualidad, y se traduce en emociones y sensaciones, que a su vez son resignificadas, convertidas en metáforas estéticas, las cuales son contenedoras de memorias y temporalidades, de pasados, presentes y futuros, posibilitando la construcción de un espacio político, si comprendemos éste como aquél que permite el acercamiento a otras temporalidades, a otros relatos, e incide en la visibilidad de otras narrativas, pues el muro ha dejado de ser sólo eso, para convertirse en un delator de la individualidad, de formas de ser y estar en un contexto particular.

Tercera obra

En Bogotá, muchos de los grafitis expuestos en la localidad de La Candelaria cobran múltiples y desiguales sentidos. Las imágenes remiten a otras, su presencia se confunde, se entrelaza y, en ocasiones, es imposible entender dónde termina una imagen e inicia la otra, su especificidad tan sólo es posible en la diferenciación de estilos, a partir de una observación perseverante. Quizás ello es muestra de lo que es el espacio en el cual están ubicados los trabajos: nodo de múltiples interrelaciones, nido de fluidez de diversas cargas simbólicas que oscilan entre imaginarios que evocan un lugar ligado al patrimonio histórico de la ciudad, con marcas de fuerte sabor colonial, y la burbujeante presencia de artistas, viajeros, funcionarios públicos y estudiantes que delinean en sus recorridos múltiples mapas y rostros de la urbe, en los que se superponen otras temporalidades.

La obra seleccionada (figura 4) se distancia de las elegidas para Nueva York y San Francisco en varios aspectos. La composición entrelaza distintas figuras y brinda más ritmos y movimientos, en ésta los colores dejan de ser uno de los componentes de la obra para ser el trazado de ésta. Quizás por ello la obra logra ser autorreferencial, remite a sí misma sin que exista una voz que la acompañe. El silencio, en la ausencia de las letras, compone una intervención en la calle, en la racionalidad y la lógica del sentido común. Es como si esta obra solicitara un momento para su apreciación, seguimiento y comprensión, pues pareciera detener el tiempo del transeúnte, aunque emerja en el mismo ritmo de la ciudad.

La intervención y trasgresión de lo político se da no sólo en la fractura de los ritmos que componen los límites de la calle, sino que recompone la pared desde su tesitura —lo cual es ya una intervención—, es decir, aprovecha el quiebre del ladrillo, las hendiduras del muro, lo escabroso del material en el que es elaborada, para convertir la obra en la propia calle. Ésta visualiza la singularidad como una presencia en la dimensión de lo social, en un estilo que se sobrepone a lo corriente y hegemónico. La individualidad se materializa en un orden y secuencia que es necesario descubrir lentamente, que se reescribe en lo llamativo de los colores, en la figuras que traza, al tiempo que la fuerza con la cual emerge imposibilita dejar de mirarla aunque sea con el rabillo del ojo.

En esta obra la mujer vuelve a ser un tema, lo cual converge con el género de su autora, Bastardilla, quien afirma que en sus obras le interesa tratar el tema de la violencia pero "desde su antónimo que es el afecto" (Drost, 2009). La figura de la mujer elaborada está reclinada sobre el asfalto, el cabello se desprende de su cabeza, y se forma al instante su rostro, el cual deja ver unos ojos cerrados en un gesto aparente de tranquilidad. El azul que la tiñe deja la sensación de algo que la traspasa, los signos mutantes del agua y del aire; en cuanto al color rosado, a través de líneas fuertes y gruesas, se refuerza la sensación de movimiento y de ensoñación. A esta mujer la va rodeando una suerte de aura de trazos sinuosos que se enredan en otras formas que van conformando, en su trayecto, un cuerpo poco habitual de mujer. Tal configuración nos deja ver un rostro más pequeño, éste sí con los ojos abiertos, que reposa en el regazo de la imagen femenina. Luego nada los separa, los cuerpos al parecer están unidos en todos sus lugares. Aunque la silueta es abultada, es imposible distinguir un cuerpo de otro. Los cuerpos se van diluyendo en líneas de colores, en formas ondulantes que van trazando una salida, un escape, un camino que al final parece un río con un fuerte y denso caudal del cual las figuras forman parte.

Esta mujer es un sentido y no una representación. Está allí siendo, prolongándose, en una postura que es íntima, pues el sueño y lo soñado nunca pueden ser vivencias compartidas. El acompañamiento de ese otro nos sitúa en la relación madre e hijo, unidos en un solo cuerpo. Vivencia que es develada para el otro, es hecha presencia para que sea admirada y reconocida. Es la situación del ser mujer en sus múltiples dimensiones la que quiere ser dicha. Así, devela el ser en el mundo, la forma como se comprende la mujer en lo social: rítmica, sinuosa, entretejida, entregada y hecha en el otro y para éste, a tal punto que se desboca, se difumina y deja de ser. Es esta visibilidad la que construye la imagen, es esta apuesta escénica la que edifica una memoria onírica que no intenta la construcción de un relato concreto, más bien, intenta hacer presente lo que somos y visibilizar nuestras presencias agónicas, efímeras y emocionales en el mundo. Esas que muchas veces hemos olvidado, puesto que los regímenes visuales hegemónicos se encargan de acallarlas, pues en éstas se enquistan las claves que pueden permitir su trastocamiento.

De este modo, la obra se convierte en la visibilidad de un acontecimiento, entendido éste como la relación planteada entre un yo y un otro. Es la relación lo que deja ver la obra en la que se destacan la visibilidad del sí mismo, solo en la relación intersubjetiva, de la que hablara Bajtin; la evocación y la existencia de mundos posibles. Es el surgimiento del otro, como posibilidad, en relación con el yo, lo que da la estructura del mundo de la percepción, de la afección, del pensamiento.

La luminosidad de la relación, construida por la autora de la obra, trastoca ese mundo de la ciudad y de los pasos del urbanita, del viajero, que en muchos casos deambula en una surte de solipsismo, del sólo yo existo, para decirle sobre la posibilidad de la afección, del afecto sobre el cual estamos hechos. Enuncia, entonces, el trabajo de Bastardilla, que lo constituyente de los seres humanos no es ni el otro ni el yo, sino la relación planteada entre éstos, lo cual es una declaración ante los mundos de vida contemporáneos que se sujetan a la individualización y la personalización, principios sobre los cuales se sostienen los actuales tejidos sociales. Desde esta perspectiva, esta construcción estética enuncia un problema no sólo político, en cuanto dice de las formas del mundo social, sino ontológico, pues habla de la forma en que somos, emanada de los recuerdos de lo que hemos sido.

A modo de conclusiones provisorias: los ruidos secretos del arte callejero

El trabajo de arte callejero en torno al cual hemos abordado algunas de sus expresiones en el presente artículo, a través de grafitis y murales en las ciudades de Nueva York, San Francisco y Bogotá, vehiculiza en sus intervenciones aspectos que transgreden las formas como se ha comprendido lo político desde los regímenes de visibilidad hegemónicos. Uno de éstos tiene que ver con la presencia de antagonismos y de agonismos que son instaurados en la escena pública (Mouffe, 2007b), por medio de imágenes construidas desde memorias que evocan situaciones particulares, que no intentan, necesariamente, la configuración de un discurso que ordene lo social como un todo, pero enuncian sentidos que conectan las actuaciones de los sujetos con el tejido enmarañado de lo social, iluminando las afectaciones sobre la subjetividad que son producidas por acontecimientos en los cuales se expresa la conflictividad de lo social.

La característica de estas elaboraciones estéticas es la no intencionalidad de la referencia, sino la expresión del acontecimiento como lugar y participación en la afección de lo social. Se podría, en estos términos, definir las construcciones estéticas como una suerte de políticas del acontecimiento. Lo anterior no indica un olvido de las lógicas y estructuras sociales que instituyen lo individual, ni entiende al sujeto como un ente que se constituye en sí mismo. Más bien, lo que evidencian las prácticas analizadas son las imbricadas relaciones en las que se tejen y destejen el mundo social, los contextos locales y las configuraciones subjetivas, respecto a las cuales éstas pueden ayudar a arrojar luces para su dilucidación.

El segundo elemento, a través del cual estas expresiones transgreden las formas de entender lo político, alude a la manera como se constituye la identidad. Ésta se aleja, en muchas ocasiones, de los macrorrelatos, de los preceptos ideológicos, o de las tradiciones ancestrales, y está más cercana a comunidades de sentido que se instituyen en el momento presente. Lo que es visible y novedoso es la manera como dichas lecturas se hacen desde lo que sucede en los individuos, desde sus aconteceres, desde sus trasegares. Es la vivencia del ahora, leída y sentida desde la evocación, lo que configura el acontecimiento expresado en el arte callejero. Es una presencia de la memoria como constituyente emocional y de sentido que se materializa en la construcción estética. La colectividad ya no se construye solamente por pasados compartidos, sino por sentidos expresados a través de lenguajes que tienen su origen en la individualidad y van hacia ésta. En esta perspectiva, lo cultural se vuelve una madeja importante en el entramado que teje y desteje lo político, en donde lo individual y lo colectivo hacen presencia con sus múltiples posibilidades.

La fugitiva presencia del arte callejero en las rutas y muros de nuestras ciudades transforma, por lo menos en dos dimensiones, las maneras como entendemos y practicamos lo social. La primera tiene que ver con lo que estos trabajos le agregan a la incertidumbre. Su instantánea presencia coadyuva a la imposibilidad de trazar elementos fijos, pues estas expresiones frotan y tatúan las calles, quebrando las rutinas, evidenciando una presencia, casi fantasmagórica, de un otro ausente, desconocido, que se devela ante los transeúntes, los caminantes, que buscan en el curso de sus recorridos horizontes de sentido, y algún tipo de seguridad en el caos de la urbe. Dicha presencia intensifica la idea de un tiempo perdido, pues las imágenes tatuadas, por lo menos en las calles de nuestras ciudades, son incapaces de convertirse en la memoria fija sobre un lugar, y cuando permanecen en el tiempo, trivializan la idea de estabilidad, pues la degradación del color, el incesante gris que se va plasmando en las figuras, vehiculan la idea de lo antiguo, lo retrógrado y, entonces, las propias ciudades solicitan su relevo, su muerte, su desaparición.

En segundo lugar, transversal a esta inmediatez de las expresiones estéticas del arte callejero, éstas colocan en vilo la idea del individuo de la racionalidad instrumental, de ese sujeto del capitalismo que se debate entre la experiencia de la individualidad, la competencia y la eficiencia que comprueba y experimenta, que existe en tanto razón, puesto que estas imágenes son provocadoras de sensaciones y conjeturas que dejan emerger una racionalidad otra, que surge más desde lo visto y lo sentido; éstas colocan en el escenario de lo público aquello que no es comprobable y en muchas oportunidades comunicable, irrumpen en lo social más allá de la representación, en la participación y en la afección, generando memorias que se dicen desde la emocionalidad y se proponen como formas del existir.

Estas expresiones desafían los modos de comprensión convencionales en torno al arte, situándose como formas híbridas surgidas, en la mayoría de los casos, en los márgenes y periferias urbanas, dando expresión a memorias que pugnan por mostrar caras distintas a las del orden social establecido, e invitan a otros modos de ver, aunque también corren el riesgo de ser institucionalizadas por el mismo orden social que cuestionan, debido a la lógica del capitalismo tardío que tiende a tornar la cultura en mero espectáculo del entretenimiento (Brea, 1996: 19). Empero, su apuesta se juega más en la primera de las aristas, por lo que puede decirse que, de manera general, "los aspectos literales y expresivos del grafiti se reúnen en un complejo que siempre remite a una dimensión de conflicto, de lucha o de rebeldía contra el orden urbano, que va más allá de la literalidad de los mensajes o de la aparente univocidad de la motivación de quien o quienes los realizan" (Sandoval, 2002: 8).

El arte callejero, en este sentido, es una presencia que permite el accionar político más allá del discurso ideológico, para expresarse en la propia intervención. Así, lo político no se instituye solamente en lo que dice la imagen, sino también, utilizando la expresión de Brea, en el ruido secreto que ésta instaura como trazo de su singularidad, en lo que logra en su efímera estancia en las calles de la ciudad, tanto más fugaz en cuanto más se cuestione el orden de lo establecido.

En esta medida, si situamos el arte callejero dentro de una propuesta de arte crítico, se podría decir, con Nelly Richard, que las miradas propuestas desde allí, "deberían impulsarnos a desorganizar los pactos de representación hegemónica que controlan el uso social de las imágenes, sembrando la duda y la sospecha analíticas en el interior de las reglas de visualidad que clasifican objetos y sujetos" (2007: 104).

Notas

1 Las imágenes aquí referidas fueron escogidas basados en dos criterios de selección: el primero de éstos tiene que ver con sus características estilísticas. Cada una de las imágenes visibiliza una configuración estética distinta de las otras, lo que le permite al lector entrever diferentes significaciones, formas de apropiación y resignificación. El segundo criterio está relacionado con el tipo de memorias que las construcciones visibilizan, las cuales difieren en sus contenidos y en sus intencionalidades.

2 Esta fotografía fue tomada de la página electrónica http://www.bastardilla.org, y se acoge a las normas de licencia creative commons (CC), recuperada en julio 22 de 2011.


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