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Nómadas

Print version ISSN 0121-7550

Nómadas  no.35 Bogotá July/Dec. 2011

 

Breve cartografía de tres usos de la noción de CULTURA*

A brief cartography of the three uses of CULTURE as a concept

David Fernando García**

* El presente artículo recoge algunas de las reflexiones historiográficas y teóricas que he venido adelantando para mi tesis doctoral titulada "Puestas en escena de la nación: raíces imaginadas y rutas transitadas de la 'nueva música colombiana'", desarrollada en el marco del Doctorado en Ciencias Humanas y Sociales de la Universidad Nacional de Colombia.

** Sociólogo y Magíster en Estudios Culturales y doctorando en Ciencias Humanas y Sociales de la Universidad Nacional de Colombia. Profesor del Departamento de Publicidad de la Universidad Central, Bogotá (Colombia). E-mail: davidfgarcia@gmail.com.

{Original recibido: 04/02/2011 aceptado: 17/03/2011}


A partir de la revisión crítica de diferentes fuentes bibliográficas relevantes en los debates contemporáneos de las ciencias humanas y sociales, propongo un análisis historiográfico y una cartografía de tres usos históricos de la noción de cultura. Tras una contextualización general del término, abordaré la relación cultura-civilización, y, a continuación, problematizaré el uso histórico de la cultura como medio de distinción y como capital; por último, expondré la configuración de la cultura y de "lo cultural" como un escenario estratégico para la reivindicación política de derechos.

Palabras clave: cultura, capital cultural, análisis historiográfico, usos históricos.

A partir da revisão crítica da literatura diferentes fontes relevantes para os debates contemporâneos nas ciências A partir da revisão crítica de diferentes fontes bibliográficas relevantes nos debates contemporâneos das ciências humanas e sociais, propõe-se uma análise historiográfica e uma cartografia de três usos históricos da noção de cultura. Após uma contextualização geral do termo, se aborda a relação cultura-civilização e, em seguida, se problematiza o uso histórico da cultura como meio de distinção e como capital; por último, se apresenta a configuração da cultura e "do cultural" como um cenário estratégico para a reivindicação política de direitos.

Palavras-chave: cultura, capital cultural, análise historiográfico, usos históricos do conceito de cultura.

From the critical review of relevant literature sources in the contemporary debates in the humanities and social sciences, i propose a historiographical analysis and mapping of the three historical uses of the notion of culture. After a contextualization of the term, will address the relationship between culture and civilization and i will problematize the historical use of culture as a means of distinction and as capital, and finally, i will expose the configuration of culture and "the cultural" as a strategic staging ground for the political demands of rights.

Key words: culture, cultural capital, historiographical analysis, historical uses.


Lejos de constituir un plácido rincón de convivencia armónica, la cultura puede ser un auténtico campo de batalla.
Edward Said

Desde mediados del siglo XX, fenómenos tales como la crisis del Estado de bienestar, la flexibilización laboral, el llamado giro cultural, la informatización de la economía o las nuevas formas de producción y acumulación de capital (Yúdice, 2008; Jameson, 1995), fueron concebidos —desde el discurso académico y, algunas veces, desde el plano político— como un síntoma inequívoco de la inminente transición de la modernidad hacia la posmodernidad. Asumidos crítica y acríticamente, los debates posmodernistas apuntalaron la puesta en cuestión y la revisión de muchas de las nociones centrales de las ciencias humanas y sociales; así, a juzgar por las expresiones que entraron en uso, tales como "la crisis de", "el fin de" o "el quiebre de", una atmósfera de cambio discursivo y epistemológico radical pareció generalizarse en el campo intelectual.

Cultura, identidad, territorio, historia, sujeto, amén de modernidad y posmodernidad, fueron algunos de los conceptos revisitados y puestos en crisis, al punto de que hubo quien sugiriera descartarlos definitivamente. La perspectiva que orientó (y orienta aún hoy) muchos de los esfuerzos de reteorización o re-conceptualización fue muy moderna en el sentido en que, una vez más, buscó construir nociones fijas, sustancialistas y plenas de sentido; con todo, hubo bárbaros1 que apostaron menos por la cosificación de los conceptos y más por dar cuenta de los procesos que comportan y por los usos que se hacen de éstos.

Precisamente, en el debate por la cultura, "la complejidad no está en la palabra, sino en los problemas que significantemente indican sus variaciones de uso" (Williams, 2003: 92); por ello, mi interés en este artículo es hacer una cartografía de los usos y los procesos históricos articulados a la cultura como praxis y como discurso, aunque ello supone, eventualmente, pasar por una genealogía de cultura como noción; así, siguiendo la relación entre rooted y routed sugerida por James Clifford (1994), me propongo analizar la tensión entre "raíces" y "rutas" de la cultura. No es posible, sobra decirlo, hacer un itinerario completo ni reseñar a todos los autores que podrían aportar a la discusión, por ello, los procesos, las coyunturas históricas y los usos de la cultura que serán analizados con algún grado de detenimiento en esta cartografía, se definieron en función de algunos de los debates (y los autores) más relevantes de las ciencias humanas y sociales actualmente.

Tomando como referencia el texto "Cultura", de Raymond Williams (1976), iniciaré con una contextualización general de este concepto; luego abordaré la relación cultura-civilización en el marco de las relaciones de colonialidad que se configuran en la modernidad, a partir de los textos Cultura e imperialismo, de Edward Said (1996), y "Crítica del mito de la modernidad", de Enrique Dussel (1992). Posteriormente, plantearé el uso histórico de la cultura como medio de distinción y como capital (como algo capitalizable en el sentido de Bourdieu), para ello, será útil el caso que muestra Norbert Elias en Los alemanes (1999), y las intuiciones de Alessandro Baricco en Los bárbaros. Ensayo sobre la mutación (2008). Finalmente, a propósito de los debates posmodernos, expondré la configuración de la cultura y de "lo cultural" como un escenario político estratégico para la reivindicación y el acceso a determinados recursos, en este punto me referiré a "Dos o tres cosas que sé acerca del concepto de cultura", de Marshall Sahlins (2001), y a El posmodernismo o la lógica del capitalismo avanzado, de Frederic Jameson (1995).

Una genealogía de la cultura: de los objetos a los procesos

En uno de los momentos más álgidos de la discusión por la noción de cultura, Raymond Williams, cofundador de los estudios culturales ingleses, hizo un breve recuento de "su intrincado desarrollo histórico en varios lenguajes europeos" (Wiilians, 2003: 87). Aunque deja planteados los puntos centrales por los que debería pasar una genealogía del concepto más sesuda y minuciosa, la potencia de su propuesta radica en que puso en evidencia la necesidad de historizar y contextualizar los conceptos antes de descartarlos a partir de una actitud teoricista, las más de las veces dicotómica y dualista, que tiende a fijar y normalizar2. Historizar supone un giro epistemológico evidente, pues rompe las construcciones monolíticas y rígidas de "cultura", al tiempo que permite entrever matices, quiebres y disensos, ¡culturas!:

[…] 'culturas' en plural: las culturas específicas y variables de diferentes naciones y periodos, pero también las culturas específicas y variables de grupos sociales y económicos dentro de una nación (Williams, 1976).

A lo largo de la revisión histórica y etimológica que hace Williams, aparecen algunos de los sentidos y usos del término cultura que me propongo analizar aquí, con todo, cabe señalar que la transformación de estos usos no debe ser vista bajo una lógica de evolución sincrónica y ordenada, esto es, creer que después de una cosa, va otra (pretensión muy moderna), por el contrario, históricamente, los sentidos y usos divergentes de la noción cultura siguen derroteros paralelos que constantemente se superponen y se cruzan, configurando "un complejo juego ideológico de ajedrez en el cual las piezas de cultura, civilización y sociedad han pasado a través de numerosos intercambios de espacio geográfico y semántico" (Sahlins, 2001: 292).

Ahora bien, considero que algunos de los problemas centrales de la noción de cultura radican en las formas discursivas metafóricas, a veces contradictorias, empleadas para describirla y definirla, me refiero tanto a la metáfora agrícola del "cultivar", como a la metáfora botánica de las raíces ("tener raíces"). La ambivalencia de estos usos discursivos descansa en que si bien por un lado, una de las metáforas connota tiempo, tradición e historia ("el cultivar y echar raíces")3, su naturaleza procesual supone, al tiempo, cambio y renovación constante; por tanto, mientras de un lado se habla de proceso (llegar a ser), del otro se ensalza la fijeza y lo estático (lo que fue).

La cultura como proceso mira al futuro; como conjunto de características más o menos fijo, cosificado, se ancla al pasado. En el primer caso, a partir de la premisa de que "cultura en todos sus usos originales fue un sustantivo de proceso: la tendencia (o crecimiento) de algo […]" (Williams, 2003: 88 ); se pone en evidencia la estrecha relación entre "cultura" y "cultivo" ("cultivar"), lo que supone la idea de un proceso que requiere tiempo y trabajo (los dos principios básicos del capital para Marx), y si se invierte algún tipo de recurso en la cultura es porque "vale la pena". Justamente, desde esta lógica de que la cultura tiene valor, y, por tanto, eventualmente puede ser capitalizable, se planteará más adelante el uso de la cultura como una forma específica de capital: capital cultural (Bourdieu, 2000).

Por su parte, la popularización de la metáfora botánica de las raíces para referir la cultura aparece en un momento histórico particular, y va a desempeñar un papel determinante en la consolidación de los Estados nacionales; en este caso, lo que se valora es la autenticidad y la tradición de "lo que fue", con miras a la configuración de un sentido de nación a partir de la glorificación de una comunidad imaginada con un pasado compartido (Anderson, 1993). El tránsito hacia esta nueva noción se dio a partir de lo que "pasó principalmente a comienzos del siglo XIX, bajo la influencia de Herder y muchos otros escritores del movimiento romántico, en Alemania, Inglaterra y Francia, fue una aplicación social e histórica de una idea alternativa del desarrollo humano: alternativa, esto es, a las ideas ahora centradas en 'civilización' y 'progreso'" (Williams, 1976).

Cultura y civilización /Cultura e imperialismo4

El primer proceso y uso de la noción de cultura que me interesa analizar es el que se dio en el marco de las relaciones coloniales de poder que se configuraron en la modernidad, en este contexto histórico la idea de cultura como "civilización" —síntoma de progreso, de un estadio superior de desarrollo— se usó para apuntalar, legitimando y justificando, un sistema de dominación económico, político y cultural5; de suyo, entonces, los cruces entre cultura e imperialismo son obligados. Si bien la relación casi de identidad entre "cultura" y "civilización" es de vieja data, es en el marco de la modernidad donde va a desarrollar todo su potencial como instrumento legitimador de un orden colonial e imperialista centrado en el mundo occidental europeo (Said, 1996). En efecto, según Williams, el principal uso de la palabra cultura en alemán "fue como sinónimo de civilización: primero en el sentido abstracto de proceso general de volverse 'civilizado' o 'cultivado'; segundo, en el sentido que realmente habían establecido para civilización los historiadores del iluminismo en la forma popular del siglo XVIII de las historias universales, como una descripción de los procesos seculares del desarrollo humano" (Williams, 2003: 89).

En Cultura e imperialismo, Edward Said analiza un escenario estratégico de entrecruzamiento de dos formas de cultura (la alta cultura y la civilización), en el marco de la expansión del sistema de poder colonial: las novelas, expresión por antonomasia de la "cultura superior", en particular, aquellas en las cuales aparece la figura del viajante-aventurero europeo que "descubre" nuevos territorios; no es gratuito, por tanto, el interés permanente en los "grandes textos de la literatura occidental por lo que se consideraba como mundo inferior, poblado por gente inferior de color, retratada siempre en actitud receptiva ante la intervención de muchos Robinsones Crusoes" (Said, 1996: 18). Desde Defoe hasta Conrad aparece el protagonista blanco, europeo y civilizado, verdaderos representantes de "la cultura", cuya misión es llevarla e imponerla allí donde haga falta, esto es, a los pueblos despojados o bárbaros, cuya resistencia a la arremetida civilizadora es interpretada como un signo más de su "barbarie". En esta medida, afirma Said:

[…] erraremos en la comprensión tanto de la importancia de la cultura como de su resonancia en el imperio a menos que podamos comprender de qué modo la gran novela realista europea cumplió uno de sus propósitos principales: el casi imperceptible reforzamiento del consenso de sus sociedades en torno a la expansión de ultramar (Said, 1996: 48).

Ahora bien, "Conrad parece estar diciendo: nosotros los occidentales decidiremos quién es un buen o mal nativo, porque los nativos tienen existencia únicamente en virtud de nuestro reconocimiento, los hemos creado, les hemos enseñado a hablar y a pensar y cuando se rebelan, lo que hacen es sencillamente confirmar nuestra visión de ellos como niños" (Said, 1996: 25). Para Said, escritores como Conrad, representantes de la alta cultura, personas ilustradas y "cultivadas" si las había, cumplen una doble función, pues al tiempo que caracterizan al "nosotros" (los europeos civilizados mayores de edad) y a los "otros" (los no europeos), justifican el ejercicio de poder y la dominación al ensalzar la cultura propia y presentar a esos "otros" como bárbaros ingobernables, o, en el mejor de los casos, como niños carentes de gobierno; lo cierto es que los (re)presentan y construyen como "sujeto de una culpable inmadurez. De manera que la dominación (guerra, violencia) que se ejerce sobre el Otro es, en realidad, emancipación, 'utilidad', 'bien' del bárbaro que se civiliza, que se desarrolla o moderniza" (Dussel, 1992: 100).

A juzgar por las relaciones de poder inscritas en denominaciones tales como "la vieja Europa" y "el Nuevo Mundo", la idea de la mayoría de edad pregonada por la Ilustración en algún punto se va a trastocar con la presunción de la autoridad que se ejerce en función de la adultez. Así, el principio ilustrado de "la capacidad y voluntad de pensar por uno mismo" se transfiguró en la "necesidad y obligación de pensar al otro", y se hizo desde rígidos esquemas de pensamiento. Se trata de un género de totalitarismo epistemológico y discursivo que justifica llevar la modernidad a todas partes, y usar e instrumentalizar la razón y la cultura como principios legitimadores de la dominación y la subordinación, esto es, como fuente de poder y como monopolio de "la verdad", que no como la capacidad de reconocer al otro su capacidad de autodefinición.

Evidentemente, este planteamiento pone en entredicho el sentido emancipador de la razón moderna, cuya naturaleza es dicotómica y maniquea (superior/inferior, progreso/atraso, magia/ciencia, cuerpo/mente, razón/sentidos, alma/cuerpo, modernidad/tradición). Se gestó, entonces, un tipo de conocimiento simple que buscaba explicar y ordenar el mundo para controlarlo y dirigirlo, y una de las principales estrategias ontológicas y epistemológicas para producir este nuevo ordenamiento fue la sistemática caracterización dicotómica de la realidad, producto tanto del maniqueísmo cristiano como del binarismo cartesiano. El cuestionamiento obligado en este punto es por la utilidad histórica de esta forma de pensamiento que es, en sí mismo, totalitario y excluyente: ¿por qué el blanco o el negro y no una escala de grises?

A nombre de la modernidad se construyeron muchas categorías dicotómicas para poder entender, y en este proceso se echó mano de lo concreto y objetivo para facilitar las operaciones de clasificación, igualación, comparación, medición y dominación. En suma, a partir de las argumentaciones de Said y Dussel se deduce que si bien la noción de cultura hacia dentro de Europa se caracterizó por complejas elaboraciones discursivas de sujetos ilustrados, su uso hacia afuera estuvo marcado por el ejercicio explícito, poco sutil y desmedido de la violencia, física y simbólica, en nombre de la cruzada civilizatoria.

La cultura como capital: la virtud (y las ventajas) de cultivarse

En su texto Los alemanes. Una digresión sobre el nacionalismo (1999), Norbert Elias ilustra el proceso mediante el cual la (alta) cultura fue apropiada y usada de manera estratégica por las élites ilustradas de clase media en la Alemania del siglo XVIII, en el contexto de una sociedad abiertamente excluyente y regida por los principios cortesanos. Todavía lejos de la meritocracia que sería celebrada posteriormente por el capitalismo, tanto como la iniciativa y el "hacer empresa", el orden social cortesano se regía por la cuna, la sangre y los títulos nobiliarios. Salvo contadas excepciones, se negaba de tajo la posibilidad de que miembros de las clases medias en ascenso ocuparan cargos importantes que aumentaran el estatus y la valía social de sus familias.

Un sector minoritario de esta nueva clase media adinerada, una intelligentsia, se vio por primera vez con dos recursos hasta ahora inéditos: tiempo libre y educación letrada, aunque bien pensado, lo inédito no era el tiempo ni la educación, sino la disposición a entender éstos como recursos capitalizables, y fueron precisamente capitalizados en función de lo único que les era negado por su época: distinción y prestigio. Así, hacen de la cultura —el "cultivarse" y ser "culto"— una virtud, una empresa aparentemente desinteresada ("amor al conocimiento", "el arte por el arte"). Bajo la lógica del "capital cultural" se crea una nueva ética del trabajo, la del trabajo sobre uno mismo, el cultivo de la mente, y en la medida en que supone esfuerzo y dedicación, ennoblece, pues: "Quien se esfuerza por adquirir cultura, trabaja sobre sí mismo, 'se está formando'" (Bourdieu, 2000: 139)6.

De esta manera, la alta cultura "fue gradualmente adoptada por las élites de clase media en ascenso del siglo XVIII, como una expresión de su auto-imagen y de sus ideales" (Elias, 1999: 119). A este proceso subyacen dos dinámicas diferentes. De una parte, la cultura aparece por primera vez como un espacio estratégico de reposicionamiento social y sirve para algo concreto: obtener distinción, lo que justifica invertir tiempo, autodisciplina y sacrificio, en suma, "trabajo sobre sí mismo"; y, por otro lado, ante su exclusión de "la política" por las clases altas, estas minorías optan por un proceso de "elevamiento" y distanciamiento de la esfera política, que empieza a ser construida simbólicamente como el plano de lo corrupto, lo fingido y lo viciado7. En este sentido:

Se puede decir que en el significado del término alemán Kultur estaba imbuida una predisposición no-política, o tal vez antipolítica, sintomática del sentimiento frecuente entre las élites alemanas de clase media de que la política y los asuntos de Estado representaban el área de su humillación y la falta de libertad, mientras que la cultura representaba la esfera de su libertad y de su orgullo. Durante el siglo XVIII y parte del XIX, la predisposición antipolítica del concepto de cultura alimentada por la clase media se dirigía contra la política de los príncipes autocráticos (Elias, 1999: 122).

Muchos de estos grupos de clase media optaron, entonces, por "retirarse al área no-política de la cultura, que les ofrecía oportunidades compensatorias de creatividad, interés y placer, y les permitía mantener intactas su 'libertad interior', la integridad propia y el orgullo" (Elias, 1999: 123); así, los esfuerzos por ponerse "por encima" de la política vía cultura y refinamiento, van a ser proporcionales a la distancia social en la que se hallan los puestos de poder. En este contexto, el carácter estratégico de la alta cultura se hace más evidente si se toma en cuenta que poco a poco se concibió como una suerte de refugio, otorgándole así un carácter compensatorio e incluso vindicativo, lo que permite entender la índole de los esfuerzos por aislarse y distanciarse cada vez más de una realidad donde su destino parecía ya estar escrito.

Apuntalando este hilo discursivo, y haciendo una lectura histórica a contrapelo, como sugiriera Benjamin, Alessandro Baricco va a demostrar que el "alma" y la "espiritualidad" fueron invenciones de la burguesía del siglo XIX; su "nobleza intelectual, su superioridad espiritual" (Baricco, 2008: 139) fueron sus mejores argumentos frente a la exclusión y el elitismo propios de las sociedades cortesanas. No hay que olvidar, entonces, que el "aura" fue una estrategia de legitimación cultural para permitir el acceso de un grupo al cerrado juego del poder.

El aura de la obra de arte nació patentada y era propiedad privada. Por ello, como advierte Baricco, la labor que por horas llevaban a cabo los burgueses en sus flamantes estudios atiborrados de libros, cuadros y todo tipo de manifestaciones del arte y el pensamiento, tiene en el fondo algo de derroche pero, también, más importante aún, una similitud inquietante con la labor del minero: la necesidad de ir al fondo del mundo (espiritual). Era un trabajo duro, difícil, no apto para cualquiera, pues "el acceso al sentido profundo de las cosas presuponía esfuerzo: tiempo, erudición, paciencia, aplicación, voluntad" (Baricco, 2008: 142); además, tenía un remanente cristiano que extrañamente no se hacía evidente, y es que "sin esfuerzo no hay premio, y sin profundidad no hay alma" (Baricco, 2008: 144). Así, el sentido, el conocimiento y la verdad eran cuestiones de merecimiento y de sacrificio. Con todo, el culto al arte no fue sólo una estrategia de clase, para muchos fue también una apuesta vital y una forma de sacralidad.

Hasta aquí he mostrado cómo la idea de cultura asumió un sesgo de clase en un momento histórico específico, y cómo el uso de la alta cultura por parte de las élites de la clase media alemana apuntaló diferentes "alejamientos", en un primer momento frente al mundo corrupto de la política, desmarcándose así de las clases altas, y, posteriormente, un alejamiento del mundo ordinario y de la vida cotidiana, que más adelante asumiría la forma de un marcado desdén por el "entretenimiento" fácil y burdo, y también corrupto (Adorno y Horkheimer, 2005), diferenciándose de las clases populares y del germen de las masas urbanas industriales. Considero que en este doble proceso de "elevamiento" puede rastrearse el imaginario del "desclasamiento" propio de los intelectuales y los artistas, su autoexclusión por el aislamiento en la torre de marfil de la cultura "superior"; además, vale la pena señalar que ese "elevamiento" se pensó bajo otra forma metafórica, en este caso espacial y relacional: "Estar por encima de", en otras palabras, cultura superior/cultura inferior, arte/entretenimiento. Finalmente, el carácter de la cultura como un espacio de retiro y aislamiento sería más o menos desdibujado con la lógica totalitaria y mercantilista del capitalismo, que al revitalizar las dinámicas de ascenso social por la vía de los negocios y la meritocracia contribuiría a instrumentalizar abiertamente el capital cultural, ya no como un medio de distinción (y un aparente fin en sí mismo), sino como la forma para hacer empresa y posicionarse favorablemente en el sistema productivo de la sociedad burguesa.

La cultura como recurso: hacia una política y una economía de la cultura

Una política de la cultura conlleva la culturización de la política.
El efecto es una extensión de la cultura en, y como acción política.

Marshall Sahlins

El último proceso que quiero relievar en esta cartografía, es el uso estratégico que, contemporáneamente, muchos grupos sociales están haciendo de la cultura para acceder a diferentes recursos, con lo cual ésta se torna en un escenario abiertamente político (y económico). El contexto histórico en el que se va a gestar un discurso celebratorio de la alteridad y la diferencia cultural es el progresivo vaciamiento de una cultura nacional centrada, compacta y autocontenida, que poco a poco dará paso al reconocimiento y empoderamiento relativo de diversas minorías que hacen de la cultura un dispositivo de agenciamiento, configurándola, si es preciso, como un conjunto de diacríticos sociales, reconocidos y reconocibles, que dialécticamente los distinguen, acercándolos mutuamente ("nosotros") y alejándolos de los demás (los "otros"). Así: "[…] la cultura, equiparada con lo tradicional, fue cada vez más empleada, en estas circunstancias cambiantes, como una fuente y como un recurso. Esto se entendió como un determinante central y explícito para la actual identidad y eficacia política" (Sahlins, 2001: 295).

El ascenso de lo cultural como estrategia política de relativa efectividad debe ser pensado a la luz de los discursos que conciben la posmodernidad como la puesta en evidencia de la multiplicidad y diversidad históricamente invisibilizada y burdamente ocultada por los relatos nacionales. Desde esta perspectiva, posmodernidad es sinónimo de fragmentación, heterogeneidad, quiebre de las jerarquías y las autoridades, descanonización, desmitificación, deconstrucción (Harvey, 2004); en suma, debe ser entendida "no como un estilo, sino más bien como una pauta cultural: una concepción que permite la presencia y coexistencia de una gama de rasgos muy diferentes e incluso subordinados entre sí" (Jameson, 1995: 16). Dentro de esta "nueva pauta cultural", el lugar central de la cultura lo delata el hecho de que muchas veces se piense el posmodernismo solamente, o fundamentalmente, como estética cultural.

"[…] posmoderno es, a pesar de todo, el campo de fuerzas en el que han de abrirse paso impulsos culturales de muy diferentes especies (lo que Raymond Williams ha designado a menudo como formas residuales y emergentes de la producción cultural)" (Jameson 1995: 20-21). Con todos sus matices y claroscuros, el posmodernismo es, al menos desde lo discursivo, políticamente correcto en la medida en que pretende romper con las categorías dicotómicas y las jerarquías, al tiempo que reivindica el pluralismo y el multiculturalismo, dando lugar a una suerte de "perspectivismo" o, si se quiere, al "relativismo posmoderno".

Precisamente, en este contexto muchos grupos sociales se volverán autoconscientes de su cultura, además de gestores y promotores de ésta, pues "tanto en los recursos culturales como en los naturales la gestión es cada vez más el nombre del juego" (Yúdice, 2008: 14).

"Así, parece que los pueblos —y no sólo aquellos con poder— desean la cultura y a menudo la desean precisamente de la forma delimitada, objetivada, esencializada y eterna, que la mayoría de nosotros rechazamos ahora" (Sahlins: 2001: 297). "El nuevo juego cultural" premia a los buenos jugadores, a los más estratégicos, y se ha demostrado que una de las mejores cartas en esta contienda política es la invocación de "la tradición", con lo cual la noción de cultura deja de connotar un proceso y tiende hacia la cosificación y la museificación. Por su parte, con las nuevas reglas del juego cultural, muchos científicos sociales han pasado de ser los "descubridores de la cultura" a los "los árbitros de la tradición y la autenticidad", de allí que muchos sostengan que "las llamadas tradiciones que los pueblos ostentan no son más que charlatanería útil. Son 'tradiciones inventadas', fabricadas con una mirada política a la situación presente" (Sahlins, 2001: 297).

Esta actitud, una suerte de "escepticismo antropológico", comporta el choque de dos formas diferentes de concebir la cultura. De un lado, se sanciona negativamente la condición de cambio, actualización y transmutación propia de las culturas, negándole a los sujetos la posibilidad de reinventar sus identidades y sus culturas, algo que de todas formas terminan haciendo; además: "El que [una tradición] pueda ser reinventada para cada ocasión podría entenderse como un signo de vitalidad y no de decadencia" (Sahlins, 2001: 309). Por otro lado, hay una evidente paradoja en que la academia condene, hacia afuera, aquello que premia hacia adentro: la novedad y la renovación. En efecto, bajo la lógica de la lucha propia del campo académico, se celebra la aparición de construcciones teóricas y discursivas cada vez más sofisticadas (y, a veces, francamente esotéricas), para "entender" y "dar cuenta de" la cultura, sin embargo, se condena a los grupos que se empoderan de su cultura y por ésta, poniéndola en escena, y, por qué no, actuándola8. De esta manera, por momentos la lectura desde la academia parece hecha desde una postura moralista y poco progresista sobre la cultura y la tradición. Este fenómeno lleva a Marshall Sahlins a afirmar que

[…] la antropología, siguiendo un poco los estudios "pos", al sucumbir al "poderío" ha hecho de la moralidad política tanto el comienzo como el fin de la sabiduría intercultural […]. La nueva "crítica cultural" juega a favor o en contra de las formas culturales de las que está hablando, con la esperanza de tener algún efecto sobre su existencia. Algo así como trabajo misionero (Sahlins, 1991: 303).

Finalmente, cabe preguntarse por qué hoy más que nunca parece redituable la diferencia, o por qué definirse como un "otro" es tan estratégico actualmente. Frente a estos cuestionamientos, conviene referirse al debate sobre los llamados derechos de primera, segunda y tercera generación. El orden secuencial es ya bastante elocuente, pues nos habla de un proceso histórico en el que aparecen los derechos políticos, posteriormente los derechos sociales y económicos, y, por último, los derechos culturales. Por supuesto, estos derechos no sólo se cruzan y se superponen empíricamente, sino que en el plano político unos se usan (se instrumentalizan) para la reivindicación de los otros, sin embargo, lo diciente en este caso es cómo los derechos culturales se conciben casi como patrimonio exclusivo de determinados grupos sociales, muchas veces en detrimento del ejercicio de sus otros derechos, sobre todo los económicos y sociales. Así, suele tratarse de sujetos a los que, en la mayoría de contextos, casi que solamente se les reconocen derechos culturales.

Si se analiza este fenómeno desde una perspectiva no moralista y conservadora, ¿en verdad sorprende que algunos usen la cultura como el medio para mejorar sus condiciones estructurales y su calidad de vida?, ¿o que otros busquen simple y llanamente enriquecerse mercantilizando su cultura? Lo cierto es que desde hace tiempo la cultura se convirtió en un escenario transaccional y de intercambio; con la cultura, en la cultura y desde la cultura se pueden hacer múltiples transacciones políticas y económicas, de suyo, "la cultura es políticamente ininteligible a menos de pensarla como inscripta en (objeto de, atravesada por) un campo de fuerzas en pugna, un campo de poder en el cual lo que se dirime es, en última instancia, el sentido de la constitución de las identidades colectivas" (Grüner, 2004: 3).

Cultura: usos, discursos y recursos

He analizado tres procesos y tres usos históricos divergentes de la "cultura": i) la cultura como empresa civilizatoria en el marco de la configuración del sistema de dominación colonial, ii) la cultura como estrategia de distinción social por parte de las élites ilustradas y iii) la cultura como recurso de reivindicación política (y económica) para algunos grupos sociales minorizados. Con ello, he pretendido demostrar que la cultura siempre ha sido funcional, siempre ha servido para algo y siempre ha sido usada por alguien, lo que cambia históricamente es el tipo de recursos que se pueden movilizar con su reivindicación. Además, he mostrado que lo que está en juego en las múltiples discusiones y debates sobre "cultura" es siempre un problema de valor. Ya sea que se entienda como proceso o como objeto cosificado, ya sea como trabajo sobre sí mismo o como tradición cosificada y museificada, sello de autenticidad, pureza y valor, toda noción de cultura hace referencia a un conjunto de prácticas, formas estético-expresivas o saberes que desde alguna perspectiva aparecen como "valiosos" para alguien en un momento determinado, de suyo que sea una suerte de imperativo visibilizarlos, protegerlos, conservarlos, promoverlos y capitalizarlos.

En la medida en que tiene que ver con el acceso a diferentes tipos de recursos (lo que cada grupo pueda juzgar como valioso), está claro que tampoco se puede marcar una ruptura clara entre política y cultura, pues evidentemente la instrumentalidad de la cultura siempre ha sido política. En este sentido, como señalé al principio del texto, resulta muy relevante la concepción de cultura como proceso que mira al futuro, pues cuando se elimina el sentido de proceso y se prioriza el resultado o el producto, termina por exigirse que se encarne (demuestre) una cultura coherente y ausente de conflictos y contradicciones, con lo cual se está, en nombre de la "conservación", atacando la cultura como praxis, como agencia, como "tradición viva", que no como discurso (Bauman, 2002). Hoy, una de las principales apuestas teóricas y políticas debe ser reconocer "la inventiva de la tradición", o la tradición de la inventiva, y para ello es necesario superar la "noción de culturas rígidamente delimitadas, separadas, estáticas, coherentes, uniformes, totalizadas y sistemáticas" (Sahlins, 2001: 300), y avanzar hacia nociones elásticas y dúctiles que sirvan menos como envase protector y más como una herramienta para entender para qué nos sirve la cultura hoy.

Notas

1 Uso la expresión bárbaros en un sentido cercano al esbozado por Alessandro Baricco en su sugerente libro Los bárbaros. Ensayo sobre la mutación (2008).

2 Norbert Elias también evidencia el talante dicotómico y reduccionista que ha enmarcado buena parte de las discusiones sobre el lugar de la cultura en la vida social y sus tensiones y relaciones con la identidad; así, afirma: "La tendencia creciente a conceptualizar procesos como si fueran objetos inmutables representa un patrón muy generalizado de desarrollo conceptual que se da en dirección inversa al de la sociedad" (Elias, 1999: 119).

3 "Cultivar y cultivado pasó a través de la misma extensión metafórica, desde un sentido físico a uno social o educacional, en el siglo XVII, y fueron palabras especialmente significantes en el siglo XVIII" (Williams: 1976).

4 "Ni la cultura ni el imperialismo están inertes, y así las conexiones entre ellos en tanto que experiencias históricas son dinámicas y complejas. Mi principal cometido no es separar sino vincular, lo cual sobre todo me interesa por una razón: metodológica y filosóficamente las formas de la cultura son híbridas, mezcladas, impuras, y ha llegado el momento, para el análisis de la cultura, de volver a ligar sus análisis con sus realidades" (Said, 1996: 51).

5 "La Modernidad, como mito, justificará siempre la violencia civilizadora —en el siglo XVI como razón para predicar el cristianismo, posteriormente para propagar la democracia, el mercado libre, etcétera—" (Dussel, 1992: 115).

6 "El capital es trabajado acumulado, bien en forma de materia, bien en forma interiorizada o incorporada […]. La mejor medida para el capital cultural es indudablemente la duración del tiempo dedicado a su obtención. Es decir, la transformación de capital económico en cultural presupone un gasto de tiempo que resulta posible por la posesión de capital económico" (Bourdieu, 2000: 160).

7 "Para muchos miembros de las clases medias alemanas educadas, 'cultura' continuó representando un campo de dominio de retiro y de libertad frente a las presiones insatisfactorias de un Estado que les otorgaba una posición de ciudadanos de segunda clase, en comparación con la nobleza privilegiada, y les negaba el acceso a la mayoría de posiciones de liderazgo en el Estado y las responsabilidades, el poder y el prestigio asociados a estas posiciones" (Elias, 1999: 123).

8 "Traficar con tales distinciones es criticado variadamente como esencialismo, simplificación, objetivación o rigidez de la cultura. Equivaliendo a cierta auto parodia, los signos de representación también dotan a la cultura nativa de eternidad, coherencia, unidad y delimitación espurias" (Sahlins, 1991: 297).


Referencias bibliográficas

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