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Nómadas

Print version ISSN 0121-7550

Nómadas  no.38 Bogotá Jan./June 2013

 

Género, belleza y apariencia: la clientela de peluquerías en Bogotá*

Gênero, beleza e aparência: a clientela de salões de beleza em Bogotá

Gender, beauty and appearance: the customers in beauty salons in Bogota

Luz Gabriela Arango Gaviria**, Jeisson Alanis Bello Ramírez*** y Sylvia Alejandra Ramírez Ramírez****


* Este artículo hace parte de la investigación concluida: "Microempresa, trabajo y género en el sector de servicios: el caso de las peluquerías y salones de belleza", coinanciado por Colciencias, la Universidad Nacional de Colombia y la Universidad de los Andes (2011-2012).

** Socióloga de la Universidad Paul Valéry, Montpellier (Francia), Doctora en Sociología de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales, París (Francia). Profesora Asociada de la Universidad Nacional de Colombia, Bogotá (Colombia). E-mail: lgarangog@unal.edu.co

*** Socióloga, candidata a Magíster en Estudios de Género de la Universidad Nacional de Colombia. Docente y activista en el campo de los estudios de género, raza y sexualidad, teoría queer y el movimiento social de mujeres trans. Consultora para la Política Pública Nacional LGTI, Ministerio del Interior, Bogotá (Colombia). E-mail: jbellor@unal.edu.co

**** Fonoaudióloga, Especialista en Estudios Feministas y de Género, estudiante de la Maestría en Estudios de Género de la Universidad Nacional de Colombia. Fonoaudióloga del Centro de Atención Integral Forjar, de la Corporación Cultural Nueva Tibabuyes (Cultiba) y de la Secretaría Distrital de Integración Social (SDIS), Bogotá (Colombia). E-mail: saramirezr@unal.edu.co

{original recibido: 21/10/2012 · aceptado: 31/01/2013}


Se analizan prácticas y significados que los usuarios/as de peluquerías y salones de belleza en Bogotá otorgan a estos servicios y al cuidado de la apariencia, con base en diecinueve entrevistas semiestructuradas. Se examina cómo estas elecciones están condicionadas por el habitus y la posición social, y cómo contribuyen a producir, reproducir o desestabilizar el género, moduladas por las intersecciones de clase, raza y sexualidad en el contexto de expansión y escasa profesionalización de dichos servicios. Se concluye con el vínculo de estas categorías con la búsqueda de< honor y prestigio o la estigmatización.

Palabras clave: belleza, género, peluquerías, cuerpo, apariencia, dominación.

Analisam-se práticas e significados que os usuários/as de salões de beleza em Bogotá outorgam a estes serviços e ao cuidado da aparência, com base em dezenove entrevistas semiestruturadas. Examinam-se como estas escolhas estão condicionadas pelo habitus e a posição social, e como contribuem a produzir, reproduzir ou desestabilizar o gênero, moduladas pelas intersecções de classe, raça e sexualidade no contexto de expansão e escassa profissionalização de ditos serviços. Conclui-se com o vínculo destas categorias com a busca de honra e prestígio ou a estigmatizacão.

Palavras-chave: beleza, gênero, salões de beleza, corpo, aparência, dominação.

Based on nineteen semi-structured interviews the article analyses the use and meaning the customers give to the care of their appearance and to the services provided by beauty salons and hairdressers. It examines how some choices, which help produce, reproduce and destabilize the gender, are influenced by habitus and social status, and modulated by the convergence of social background, race and sexuality in the context of expansion and low professionalization of said services. It concludes that these categories are linked to the search of honor and prestige or lead to stigmatization.

Key words: Beauty, gender, hairdressers, body, appearance, domination.


Producto social, el cuerpo, única manifestación sensible de
la "persona", es percibido generalmente como la expresión
más natural de su naturaleza profunda: no hay signos
puramente "físicos". El color o el espesor del labial [...] la
forma del rostro o de la boca, son leídos inmediatamente
como índices de una fisionomía "moral", socialmente
caracterizada, es decir, de una forma de ser "vulgar" o
"distinguida", naturalmente "natural" o naturalmente
"cultivada".

Pierre Bourdieu

En otros artículos (Arango y Pineda, 2012)1, propusimos un análisis de las características del sector de los servicios personales en Bogotá en términos de "campo" o "universo de posibilidades estilísticas", siguiendo la sociología de la dominación de Pierre Bourdieu. Estos análisis permitieron destacar el carácter segmentado, competitivo y jerarquizado de dicha oferta estilística, así como la diversidad de condiciones sociales de prestación de los servicios (Pineda, 2012). Nos interesamos igualmente por los sentidos que otorgan a su trabajo las personas que se desempeñan como estilistas, peluqueros, barberos o manicuristas, y encontramos instrumentos heurísticos en categorías como trabajo emocional y corporal (Hochschild, 1983; Kang, 2010; Gimlin, 2002; Black, 2004) para dar cuenta de las luchas que se libran por el reconocimiento del carácter profesional y de la utilidad social de sus oficios (Arango, 2011a).

Dada la importancia de la relación con la clientela, expresada en las narrativas de estilistas y propietarias/os, decidimos explorar las modalidades en que la las/os usuarias/os de estos servicios estéticos los utiliza y otorga sentido a los tipos de servicio, a las relaciones con las/os profesionales de la belleza y al cuidado de su propia apariencia.

En este artículo analizamos las experiencias subjetivas de la clientela de peluquerías y salones de belleza en Bogotá, desde dos perspectivas: en primer lugar, examinamos los modos de uso de estos servicios, las expectativas y prácticas en torno a la relación clienta-estilista y su vínculo con las asimetrías ligadas a la posición en el espacio social. En segundo lugar, abordamos las formas de producción, reproducción y desestabilización del género, y de sus intersecciones con desigualdades de clase, raza y sexualidad, mediante la representación del carácter femenino o masculino de los estilos de llevar el pelo. Estas reflexiones se apoyan en los resultados de dos investigaciones orientadas a entender las particularidades del trabajo realizado en establecimientos que ofrecen servicios de peluquería en Bogotá, y las dinámicas de producción y transformación de las relaciones de género, clase, raza y sexualidad que los atraviesan.

Nuestra aproximación teórica

Género, cuerpo y sujeto

Uno de los debates centrales en las ciencias sociales y en los estudios feministas es el que atañe a la reproducción o transformación social y al papel que juegan los agentes en estos procesos. En la presente investigación nos hemos apoyado en perspectivas teóricas que coinciden en su esfuerzo por entender al sujeto como agente social encarnado/a, cuya subjetividad y corporalidad se construyen en la experiencia de un mundo social moldeado por múltiples relaciones de poder. Hemos buscado establecer un diálogo entre la teoría de la dominación de Pierre Bourdieu y teorías feministas como la de Judith Butler y Teresa de Lauretis, desde una perspectiva interseccional.

De Pierre Bourdieu nos interesan principalmente dos conceptos interrelacionados: habitus y campo. El habitus es el concepto mediante el cual este sociólogo propone superar las dicotomías entre sujeto y estructura. El habitus, como conjunto de disposiciones incorporadas, busca aprehender el efecto duradero de la experiencia social acumulada, la cual, si bien posee una singularidad individual, remite a una historia colectiva. Desde una perspectiva "praxeológica", Bourdieu busca aprehender la lógica práctica que orienta la acción de los agentes y descifrar sus condicionamientos estructurales. Las estructuras sociales son entendidas como campos de lucha, redes de relaciones de poder y dominación duraderas, constituidas históricamente, recreadas y transformadas mediante la acción de quienes participan en éstas. Estas relaciones se objetivan doblemente: en instituciones, normas y visiones del mundo, y en disposiciones corporales de los agentes.

El concepto de habitus se refiere a disposiciones profundas y duraderas, pero no rígidas ni mecánicas, que son el resultado de nuestra experiencia y conocimiento práctico, corporal y emocional del mundo social. Las luchas de clases y las diferencias de condición, apreciación y percepción se transmutan por medio de las operaciones del habitus y del gusto en estilos de vida, a saber, formas de llevar los cuerpos, modos de hablar, apreciar y actuar en el mundo, que conforman sistemas de prácticas estéticas y morales. Bourdieu diferencia tres grandes clases de gustos (distinguidos, pretenciosos y ordinarios), que se corresponden con las tres grandes zonas que conforman el espacio social (zona alta, media y popular). Esta diferenciación de clase está atravesada por la dominación masculina que naturaliza la diferencia sexual y tiene efectos sobre la construcción social de cuerpos como "femeninos" y "masculinos". La experiencia del orden social androcéntrico se traduce entonces en disposiciones sexuadas incorporadas (Bourdieu, 1998). Bourdieu concibe el cuerpo como producto social, a la vez "portador de signos" y "productor de signos" (Bourdieu, 1979: 214).

Si bien la obra de Bourdieu está guiada por la intención de develar los mecanismos ocultos de la dominación social que la hacen persistente y duradera, en Meditaciones pascalianas (1997), el sociólogo revisa aspectos de su teoría: la unidad del habitus que predominaba en La distinción (1979) y en El sentido práctico (1980) da paso a la idea, según la cual, las disposiciones incorporadas a lo largo de la trayectoria social pueden ser contradictorias e incluso generar "habitus desgarrados". Admite, asimismo, que mediante un control autorreflexivo, el agente puede generar efectos transformadores en las disposiciones incorporadas.

A pesar de las grandes diferencias en sus perspectivas políticas y en las fuentes disciplinares de su pensamiento, Judith Butler y Pierre Bourdieu comparten el propósito de develar los dispositivos del poder y la dominación superando la separación entre sujeto y estructura, entre lo material y lo simbólico, entre lo corporal, lo emocional y lo racional. Judith Butler aborda el cuerpo como una realidad material producida, diferenciada y circunscrita a partir de diversas prácticas reguladoras y normativas. Destaca cómo la categoría sexo opera como un "ideal regulatorio" que fabrica y califica los cuerpos a través de normas y discursos que se reiteran, de modo diferencial y contextual, a lo largo de la vida de los sujetos. Los cuerpos no se encuentran acabados ni constituyen realidades discretas definidas de manera estable; son los efectos de los mecanismos del poder los que producen la materialización de los cuerpos y su inscripción en categorías de diferencia. En el abordaje de Butler, es necesario situar el régimen heterosexual como un dispositivo regulatorio que materializa el "sexo" en los cuerpos como su principal forma de control, jerarquización y gobierno.

Su análisis feminista y queer rechaza la consideración funcionalista, según la cual, las normas reguladoras de los cuerpos siempre serían satisfactoriamente incorporadas y acatadas dócilmente. Butler acude a la noción de identificación para trascender la división entre estructuralismo y fenomenología; analiza como las normas del sexo y el género que regulan los cuerpos requieren de la participación de los sujetos, no necesariamente consciente, en los procesos que conducen a su materialización. En esta medida, los individuos están sujetos al género y son subjetivados por el género: el "yo" no está ni antes ni después del proceso de esta generización, sino que emerge dentro de las relaciones de género mismas (Butler, 2010a).

Para Butler, la construcción de los cuerpos generizados se realiza mediante procesos de reiteración en el tiempo que se sedimentan a través de prácticas rituales y coercitivas que le dan al sexo el efecto de naturaleza. Existe una conexión fundamental entre la materialización del sexo y la performatividad del género: ésta remite al proceso de reiteración de las "citas" que constituyen las normas de sexo y género y que los sujetos incorporan a través del "hacer". Ello no implica que sea una actividad automática o mecánica. Por el contrario, en virtud de las reiteraciones, se producen fisuras y desestabilizaciones inherentes a todo proceso de construcción de cuerpos. Además, "el género propio no se 'hace' en soledad. Siempre se está 'haciendo' con o para otro, aunque el otro sea sólo imaginario" (Butler. 2010b: 13).

La identificación de los agentes con la feminidad o la masculinidad, es decir, su deseo de asumir cierto tipo de cuerpo "implica un mundo de estilos corpóreos ya establecidos". La elección de un "cuerpo establecido" es un proyecto a través del cual los agentes incorporan las jerarquías sociales y contribuyen a producirlas o a desplazarlas. Extraviarse en relación con las normas de género es un proceso doloroso y profundamente íntimo, corporal. No llegar a ser lo que estas normas disponen, expone a quienes tienen experiencias discordantes a múltiples sanciones sociales, constreñimientos y temor.

El debate entre Butler y Bourdieu ha sido reconstruido por autoras como Lois McNay (2004), quien critica a Butler la subsunción de lo social dentro de lo lingüístico-discursivo, la escasa problematización del dominante y la ausencia de una noción substantiva de agencia, y a Bourdieu, la subestimación de la autonomía de los agentes al reducir las relaciones simbólicas a relaciones sociales preestablecidas (McNay, 2004). En este artículo, relacionamos de manera complementaria los principales aportes de estos dos autores, rescatando de Bourdieu la perspectiva relacional y situada de la dominación, y de Butler la idea de inestabilidad de las identidades de género, la performatividad y su preocupación por sujetos abyectos.

Utilizamos, de igual modo, la propuesta teórica de De Lauretis (2004), en particular su concepto tecnologías del género. Para esta autora, el género opera como una representación con efectos materiales y simbólicos en las relaciones sociales y en las subjetividades. Como sistema semiótico que otorga significados diferenciales y jerárquicos a los cuerpos y a las colectividades, el género constituye un sistema de posiciones sociales en el cual los sujetos, al ser representados y al representarse como femeninos o masculinos, asumen los efectos de significado que estructuran esta matriz de poder. Las tecnologías del género son aquellas instituciones, técnicas y prácticas discursivas que construyen el género como proceso y como producto de la representación y la autorrepresentación. De Lauretis comprende que las subjetividades pueden ser afectadas y afectar los procesos sociales de representación de género en contextos sociales particulares. Las prácticas de autorrepresentación de los sujetos son habilitantes en términos no sólo de asimilación de las tecnologías de género, sino también de la posibilidad de su exceso: al margen de los discursos hegemónicos, en los intersticios de las instituciones y del "contrato heterosexual", emergen prácticas de desidentificación, excentricidad y desplazamiento del género.

Finalmente, quisimos articular las anteriores construcciones teóricas con una perspectiva interseccional. El análisis interseccional, término acuñado por Crenshaw (1989), es una alternativa crítica a las pretensiones universalistas del feminismo norteamericano dominante, propuesta desde el black feminism (Davis, 2004; Collins, 2000; Viveros, 2012; Gil, 2008). El propósito del término era destacar las interrelaciones entre distintas relaciones de poder y dominación, resaltando la necesidad de entender las inequidades de género en relación con otros vectores de opresión como las desigualdades socioeconómicas, el racismo o la sexualidad. En esta perspectiva, el abordaje de Lois McNay (2004) resulta de utilidad. La autora destaca la noción de experiencia como uno de los conceptos centrales en esta corriente de pensamiento, y defiende su comprensión en términos de "relación social vivida". Esta idea le permite situar la experiencia dentro de configuraciones históricas concretas de relaciones sociales, evitando los riesgos tanto de un uso subjetivista y autoexplicativo de la experiencia, como de un uso determinista que deduzca la agencia de estructuras sociales abstractas.

La investigación de Beverly Skegg (citada por McNay, 2004) sobre la relación de las mujeres trabajadoras inglesas con los ideales de belleza, le permite a McNay ilustrar esta idea. Estas trabajadoras ocupan posiciones de sujeto contradictorias y tienen una relación incómoda con las normas dominantes de feminidad, desarrolladas a partir de nociones burguesas de mujer, mientras las trabajadoras han sido construidas como lo opuesto a las normas de elegancia y refinamiento. Las trabajadoras manifiestan distancia con muchos de estos valores y tienen un fuerte sentido de la injusticia de su posición social pero, paradójicamente, hacen grandes inversiones en el cuidado del cuerpo y la apariencia. Su agencia, aparentemente contradictoria, busca obtener el reconocimiento de su propia respetabilidad, negociando las normas dominantes de feminidad, en contra de los estereotipos sobre el desaliño de las mujeres trabajadoras. Al abordar la identidad como relación social vivida, Skegg muestra cómo la feminidad es un lugar difícil de ocupar para ciertas mujeres, no debido a inestabilidades semánticas o psíquicas, sino debido a las dinámicas de clase y género (MacNay, 2004).

Perspectivas sobre género, belleza y apariencia

En las investigaciones sociales contemporáneas, las relaciones entre género, belleza y apariencia han sido abordadas desde perspectivas que varían de acuerdo con lo que se construye como problemático, los métodos de investigación y las consideraciones políticas que las motivan. Presentamos un panorama selectivo de algunas de estas perspectivas. La tradición feminista más antigua se ha preocupado por analizar los cánones de belleza hegemónicos, su transformación, su difusión y el modo en que contribuyen a reproducir la dominación masculina (Wolf, 1992; Bordo citada por Muñiz, 2011). Wolf propuso en 1990 su controvertida tesis sobre el "mito de la belleza", entendido como una estrategia patriarcal para contrarrestar los logros alcanzados en la igualdad entre los sexos. Posteriormente, estudios como el de Hunter (2005) diferencian las experiencias de mujeres con distintas características sociorraciales, y muestran las implicaciones de las normas de belleza y color de piel en la vida cotidiana de mujeres afroamericanas y chicanas en Estados Unidos, revelando cómo la concepción dominante equipara belleza y blancura. En América Latina, inspirada en aportes de Foucault y de Butler, Muñiz (2011) estudia las cirugías estéticas en tanto prácticas corporales que se inscriben en los procesos de disciplinamiento y normalización de los cuerpos femeninos. Amadieu (2002) incorpora a los varones en el análisis de los efectos de la apariencia sobre las oportunidades en el mercado laboral, la educación, el matrimonio...En los últimos años, el énfasis en las dimensiones normativas se ha desplazado hacia el estudio de la experiencia y la capacidad de agencia de las mujeres, los múltiples sentidos que ellas confieren a sus prácticas en torno a la belleza y las lógicas que subyacen a sus escogencias. Allí se ubican trabajos como los de Clarke y Grifin (2007) sobre las concepciones y prácticas en torno al envejecimiento, el de Pedwell (2008) sobre prácticas corporales como la cirugía estética y la ablación del clítoris o el de Cole y Sabik (2009) sobre las percepciones y usos diferenciados de los ideales de belleza entre jóvenes norteamericanas en distintas posiciones de clase, raza y sexualidad.

Desde una perspectiva no centrada en el género, se han propuesto interpretaciones sobre las relaciones entre cuerpo y belleza en la construcción del individuo moderno o posmoderno (Lipovetsky, 1997; Pedraza, 1999; Le Breton, 2008). Le Breton (2008) sitúa la inversión estética en el cuerpo como característica de las sociedades posmodernas en las que parte del trabajo de los individuos sobre sí mismos se ejerce sobre el propio cuerpo, siendo las mujeres las principales destinatarias de los nuevos imperativos estéticos (Le Breton, 2008). Lipovetsky (1997) defiende la tesis de la belleza como un poder femenino subordinado que dejó de ser un privilegio de las mujeres de las clases dominantes, para convertirse en una posibilidad abierta a todas. En este contexto, las industrias de la belleza lideran los procesos de mercantilización del cuerpo y configuran las posibilidades estilísticas (Jones, 2010).

Dentro de las dimensiones de la apariencia, existen reflexiones sobre el significado del pelo y del peinado, su capacidad de expresar el estatus social, el honor o la vergüenza, la feminidad o la virilidad. Synnott (1987) afirma que el pelo es un símbolo poderoso de la identidad individual y de grupo por tratarse de algo físico y personal, pero también público. El peinado transmite mensajes sobre creencias y compromisos, lo que explica los juicios que se realizan a partir de la apariencia estética del cabello (Delaney, 1994). En relación con las mujeres, la representación del pelo ha sido un tema mayor, convertido en "símbolo de la feminidad, una síntesis de sensualidad (y) una gran herramienta de seducción" (Perrot, 2008: 64). En la actualidad, se ha ampliado la diversidad de estilos y significados del pelo, así como las formas individuales de interacción con los modelos sociales y culturales (Weitz, 2001).

Algunas investigaciones han destacado las resistencias culturales en torno a la belleza y la apariencia. Un lugar importante lo ocupan los estudios afroamericanos sobre el peinado y los salones de belleza como parte de las luchas de las comunidades negras en Estados Unidos (Walker, 2007; Rooks, 1996). Craig (2002) reconstruye los cambiantes significados de la apariencia del pelo en distintos momentos de la historia de las comunidades afronorteamericanas, mostrando las tensiones en las interpretaciones que distintos movimientos políticos hicieron al respecto. En América Latina, también se han adelantado estudios sobre los significados culturales presentes en los peinados afroamericanos (Gomes, 2002; Dos Santos, 2000; Santos, 2007; Vargas, 2003).

Finalmente, en la última década, algunas investigadoras analizan la producción de la apariencia como un trabajo que demanda habilidades emocionales y corporales. Gimlin (2002) aborda los salones de peluquería como espacios femeninos en los que se negocia la difusión de las "ideologías de la belleza". Black (2004) estudia salones de belleza femeninos como espacios semipúblicos divididos por líneas de clase y raza, en los que el trabajo emocional de las esteticistas ocupa un lugar central. Kang (2010) analiza las experiencias de empresarias y trabajadoras coreanas en los salones de manicura en Nueva York, y pone en evidencia las desigualdades entre mujeres que subyacen a la dominación estética. Kang también amplía la categoría de trabajo emocional de Hochschild (1983) y propone el concepto de trabajo corporal para referirse al cuidado del bienestar físico y la apariencia de la clientela, mediante un contacto directo con su cuerpo.

El cuerpo y la apariencia como trabajo y servicio

En concordancia con la aproximación teórica y metodológica que orientó la investigación desde la idea de campo, configuramos una muestra intencional de usuarios/as de salones de belleza y peluquerías, utilizando criterios similares a los que empleamos para la selección de la muestra de establecimientos (Arango y Pineda, 2012). Para ello, recortamos en una representación aproximada del espacio social de la ciudad tres grandes zonas (alta, media y popular), diferenciadas por las condiciones socioeconómicas de sus residentes. Considerando el carácter multidimensional de las posiciones y condiciones sociales, diversificamos en cada una de estas zonas las propiedades de las personas entrevistadas, de acuerdo con el sexo, la profesión, la edad, la atribución racial y la sexualidad. Realizamos diecinueve entrevistas semiestructuradas a once mujeres y ocho hombres2.

Atención profesional, estilo y estatus de clienta

La mercantilización del cuidado del pelo y las uñas son procesos que sólo recientemente se han generalizado en Colombia. Aunque en Bogotá3 estos negocios están distribuidos a lo largo y ancho de la ciudad, las experiencias de las personas entrevistadas revelan la gran heterogeneidad de esta oferta estilística, la calidad desigual de los servicios y su escasa profesionalización. Las desigualdades de posición socioeconómica y cultural marcan grandes diferencias en las condiciones de acceso a servicios profesionales y en la medida en que éstos se complementan con el arreglo hecho en casa.

El recurso a servicios profesionales remunerados no depende únicamente del nivel de ingresos sino también de las ideas y sentimientos de las personas sobre su propio cuerpo y apariencia, sobre su "derecho" a ser atendidas por especialistas, así como de su disposición a invertir tiempo y dinero en ello; depende también de su deseo o reticencia a exponerse a la evaluación estética de estilistas. La posición en el espacio social y el habitus de clase condicionan estas escogencias, moduladas por la especificidad de las experiencias individuales.

En la "zona popular" de Bogotá, Ana y Elisa relatan que conocieron por primera vez un salón de belleza cuando viajaron a la ciudad (Armenia y Bogotá) durante su adolescencia. Elisa tiene 44 años, nació en Santander, estudió hasta quinto de primaria y vive en Bogotá hace 12 años. Ana tiene 53 años, nació en Montenegro, Quindío, estudió hasta séptimo grado y vive en Bogotá hace 40 años. Elisa trabaja como empleada doméstica y Ana como vendedora de comidas rápidas. Ambas migraron a esta ciudad cuando eran jóvenes pero su relación con los salones de belleza difiere.

Elisa no los frecuenta y realiza por sí misma buena parte del cuidado de su apariencia personal. Sólo acude a ayuda externa para cortarse el pelo: una vecina le hace el mismo corte cada tres o cuatro meses. La señora trabaja en su casa y responde a las solicitudes de sus clientas por un precio muy económico (5.000 pesos por corte y peinado4). El corte de pelo cómodo y duradero de Elisa se inscribe dentro de un "gusto de necesidad" en el que aquello que es posible y necesario en su vida y trabajo se ha vuelto deseable. Su pelo corto en capas es práctico: la libera del calor y le evita tener que dedicarle mucho dinero y esfuerzo a mantenerlo arreglado.

En contraste, Ana manifiesta la pretensión de diferenciarse, especialmente de la gente no citadina: "[...] para que no me vea siempre como una foto, quiero cambiar y si voy a los pueblos pues quiero verme diferente y que me vean diferente". Ella valora los servicios profesionales y acepta pagar sumas que resultan elevadas para su medio social: va a salones de belleza para corte y tintura, arreglo de cejas, depilación. Paga cerca de 40.000 pesos5 por la tintura y en alguna ocasión, alcanzó a hacer "la locura" de pagar 80.000 pesos6. Ana explica su gusto por los salones de belleza porque empezó a frecuentarlos como parte de la libertad que conquistó después de enviudar siendo muy joven. Por eso, probablemente, persevera en esta búsqueda a pesar de las numerosas experiencias desafortunadas que ha tenido en las peluquerías.

Ana y Elisa se sienten partícipes del ideal moderno del estilo personal, afirman la libertad de sus escogencias y defienden la naturaleza femenina de su apariencia. En condiciones de trabajo manual rutinario, poco favorables para la expresión de la individualidad, Ana y Elisa destacan su singularidad mediante el realce de lo que consideran su feminidad, en los resquicios que dejan las normas del trabajo:

    [...] yo uso gorrito para el trabajo, el cabello lo llevo suelto pero con un gorrito que lleva caucho alrededor y no se me ensucia ni se me daña y se ve higiénicamente la atención [...] entonces por eso tengo que tener las cejas bien marcadas, bien arreglada la cara sin maquillaje, pero con buenos aretes (Ana).

Sus expectativas frente a los salones de belleza se centran en el resultado y no contemplan ser objeto de cuidados especiales por parte de las/os estilistas. Aspiran, eso sí, a un servicio en condiciones acordes con su dignidad, en donde el trato sea suave, se respeten las normas de higiene y se evite el chisme.

En la "zona media", donde prevalecen las pretensiones de ascenso social o se experimentan procesos de desclasamiento, las experiencias de Ángela y Carolina poseen diferencias significativas. Ángela tiene 49 años, hizo estudios tecnológicos y trabaja como secretaria en una universidad. Carolina tiene 56 años, es psicóloga, posee un título de maestría y trabajó en el sector financiero. La relación favorable que su familia de origen, en particular, su madre, ha tenido con el cuidado profesional de la belleza, incide en la actitud positiva de Ángela hacia las peluquerías. Ella va con la frecuencia que le permiten sus ingresos y como no puede acceder a las más caras, busca compensar con tácticas como comprar ella misma tinturas de buena calidad o seleccionar cuidadosamente a los estilistas.

Su búsqueda de bienestar y relajación en el salón de belleza y la deferencia que espera de su peluquero revelan su adhesión a una idea de clienta que no logra concretar:

    [...] algo que no me gusta es que si yo tengo mi peluquero y él me conoce, me diga: "Hoy no puedo atenderla, que la atienda fulanita de tal", eso para mí es lo más ofensivo del mundo entero y no vuelvo donde ese peluquero, no vuelvo, porque se supone que yo soy su clienta.

Ángela ha modificado su apariencia tiñendo su pelo de color rubio. Aunque se considera "mestiza"7, dice que ha "huido de su naturaleza" para construir la imagen que desea de sí misma. Ella explica esta escogencia aduciendo que el pelo castaño "marca" y acentúa con dureza los rasgos faciales, mientras el tono rubio genera claridad y suavidad. Desde su posición social, amenazada por el desclasamiento, para Ángela, cuidar su apariencia es una estrategia de supervivencia. Ella es consciente de que "la pinta" no es lo de menos y que tanto en el mercado de trabajo como en la obtención de un trato respetuoso en la vida cotidiana, la apariencia es fundamental.

Carolina tiene una relación más conflictiva con los salones de belleza. Como militante de izquierda, rechazó durante mucho tiempo la frivolidad asociada a éstos y aún hoy en día, el mundo de los salones de belleza y el ambiente que allí reina no son de su agrado: le disgusta el mercantilismo, el chisme y la falta de profesionalismo. Carolina relata cómo a través del feminismo descubrió el gusto por el arreglo personal y la feminidad:

    [...] esa época en que yo tuve el pelo corto era una época de militancia muy dura, militancia sindical y política y era una época en que lo personal pasaba a un segundo plano [...] andar con el pelo corto, no maquillarme, usar zapato –pues no masculino pero un zapato bajito o de cordón–, o estar todos los días de bluyín era parte de una negación del arreglo del cuerpo y de la figura femenina, que desaparecía en función de lo político.

Carolina ha tenido la oportunidad de conocer salones de belleza de alta calidad pero son demasiado costosos. Ella desearía encontrar asesoría profesional, propuestas novedosas para cambiar su corte, peinado o color de pelo en los salones que frecuenta pero no lo consigue. Ella mantiene una actitud libre y exploratoria, sin estabilizarse en ninguna peluquería. En contraste con Ángela, a Carolina le molesta la fidelización de la clientela que hacen algunos estilistas: "[...] una costumbre muy fea y que a mí me molesta mucho en los salones, es que uno llega y el que lo atendió la primera vez ya lo coge a uno como cliente o sea como que no es uno el que escoge quién le gusta sino que son ellos los que lo escogen a uno".

En la "zona alta", Luisa y Carmen expresan dos modos privilegiados, pero distintos, de frecuentar el servicio profesional de la belleza. Luisa tiene 65 años, es psicóloga, posee un doctorado y es pensionada de una prestigiosa universidad privada de Bogotá. Carmen tiene 57 años, es contadora pública, tiene un título de maestría y ocupa un alto cargo ejecutivo en una entidad financiera. Mientras Luisa pertenece a un selecto grupo social que ha ocupado por varias generaciones una posición cultural y económica dominante en Bogotá, Carmen ha llegado recientemente a ocupar una posición económica solvente. Esta diferencia de antigüedad en la clase marca contrastes en la relación que cada una tiene con los servicios estéticos profesionales.

Luisa recuerda que ha ido a peluquerías "toda la vida": empezó a los diez años cuando su mamá la llevó a que le ondularan el pelo. Le agrada ir y obtener allí una atención profesional que la haga sentirse bien. El salón de belleza es un lugar de encuentro con sus pares, con personas que comparten su posición social y sus gustos. Para ella, "verse bien" es una dimensión importante y cotidiana de la vida, significa, ante todo, lucir un pelo y unas uñas cuidados y atendidos y define "su propia presentación frente a los demás". De esta buena apariencia depende el bienestar interior y el estado de ánimo de Luisa:

    [...] yo me siento muy cómoda con el pelo limpio y con el pelo atendido, cuidado. Si el pelo está como muerto, apagado, eso me afecta mi estado de ánimo entonces yo le consulto al peluquero [...] para mi propia presentación frente a las demás, frente a las otras mujeres, me parece importante tener las manos cuidadas y estar con el pelo bien cuidado.

Luisa establece diferencias en el uso de servicios estéticos: el "artista" estilista ocupa un lugar muy importante y es quien le corta el pelo. Luisa ha sido clienta leal de peluqueros de reconocida trayectoria en su medio social, y ha tenido la oportunidad de ser atendida por grandes estilistas en París o Nueva York: "[...] yo los veo como artistas. Yo tengo peluqueros que me cortan y me maquillan a veces y tengo la que me hace lo regular pues son cosas distintas".

Luisa asegura su arreglo cotidiano gracias a los servicios de una manicurista que la atiende en su casa para hacerle manicura y aplicarle color en las raíces. Como clienta, Luisa exige cumplimiento y se interesa por la vida y la familia de quienes le prestan servicio.

Carmen, en cambio, no se refiere a las peluquerías en términos placenteros. Su relato revela una disciplina de vida centrada en el trabajo en la que el uso de servicios estéticos profesionales se asocia con control sobre el tiempo, manejo del estrés, eficiencia. Como ejecutiva, Carmen busca mantener una apariencia impecable en el trabajo pero sin perder tiempo. Para lograrlo, evita las peluquerías por considerar que los estilistas "son incumplidos por naturaleza". Prefiere ser atendida de modo eficaz y económico en su casa:

    [...] mi peluquera llega los lunes por la mañana: yo ya estoy vestida, con el pelo mojado, ella me seca el pelo, me deja rulos o cepillo y mientras estoy así, ella me va haciendo manicure y yo estoy con los pies en agua caliente [...] y ya, listo en hora y media; yo me vengo en el carro y con el aire prendido para que airee los pies y las manos y aquí llego, me pongo las medias y los zapatos y bajo a trabajar [...] llego acá perfecta.

Cultura de la belleza y tecnologías de género

Como tecnología de género, la oferta estilística que abordamos en esta investigación lleva insertos signos y significados sobre la belleza y la apariencia, la feminidad y la masculinidad. El género informa y estructura las prácticas de belleza, así como los esquemas de percepción y apreciación que tienen las/os clientas/es sobre su "estilo corporal" y su apariencia.

Las prácticas de cuidado de la higiene y la apariencia del pelo, rostro, manos y pies, tal como se desarrollan en peluquerías y salones de belleza, están inmersas en lo que algunas autoras han llamado la "cultura de la belleza" (Gimlim, 2002: 17-18; Black, 2004: 125). Esta expresión hace referencia a los discursos que han contribuido a producir significados de la belleza como una apariencia ideal, alcanzable mediante disciplinas de cuidado de sí, el uso de productos adecuados y la consulta a profesionales. La belleza es un dispositivo de marcación de la diferencia sexual que refuerza las oposiciones entre hombre-sujeto y mujer-objeto (Bourdieu, 1998). Como categoría normativa, la belleza femenina genera diferencias, privilegios y exclusiones entre mujeres y feminidades, ligadas a desigualdades de clase, raza, etnicidad, sexualidad y edad (Arango, 2011b).

En este apartado, nos interesamos por los modos en que las personas participan en la producción, expansión o transformación del género a través de sus prácticas y usos de servicios estéticos y corporales. Como tecnologías del género (De Lauretis, 2004), los peinados, los cortes y la manicura son conjuntos de prácticas que definen representaciones y autorrepresentaciones, femeninas y masculinas; son "actuaciones" (performances) en el sentido de Butler (1991), que distribuyen posiciones legítimas o ilegítimas, legibles o ilegibles. La legitimidad no se refiere únicamente a la coherencia con la oposición entre lo femenino y lo masculino, sino también a las interrelaciones de clase, edad, raza, profesión u ocupación que modulan las pautas de distinción.

En los relatos de clientas/es de peluquerías y salones de belleza en las distintas zonas del espacio social, la identificación con las categorías de feminidad y masculinidad permean los sentidos desde los cuales hombres y mujeres construyen su apariencia física.

En diferentes posiciones sociales, económicas y culturales, los hombres tienden a otorgar a su pelo y a su arreglo personal un sentido eminentemente "práctico" y "descomplicado" a través del cual buscan una adecuada "presentación" en sus contextos laborales. Carlos, hombre heterosexual de 46 años, asesor de seguridad para empresas multinacionales, evita las peluquerías "unisex" porque en éstas gobierna una estética de "lo femenino" que va en contra de la visión que posee de sí mismo como "varón normal". Prefiere acudir a barberías afro donde impera un ambiente de camaradería, distancia emocional y corporal, del que están ausentes mujeres y gais y en donde puede afirmar su masculinidad.

La mayoría de los hombres entrevistados dijeron tener una relación "funcional" con la peluquería. Airmaron ser usuarios poco frecuentes de servicios de manicura o depilación y negaron rotundamente utilizar tintes, peinados o maquillaje. Como lo señala Fuller, el manejo de la apariencia es un ámbito en el que se actúan y se materializan las diferencias entre hombres y mujeres, de ahí que el adorno masculino deba evitar cuidadosamente cualquier acercamiento al patrón femenino y exacerbar, por el contrario, la oposición entre ambos (Fuller, 2002).

La exacerbación de las diferencias de género en las prácticas de belleza y de cuidado corporal produce situaciones ambivalentes para muchos hombres. En su resistencia a ser expulsados del campo simbólico de la masculinidad heterosexual, algunos efectúan autocontroles para acomodar su estilo corporal a la lógica binaria de las estructuras de género. Este es el caso de Alfredo, un hombre heterosexual, casado, administrador, de clase media, quien reveló su deseo de tinturarse el pelo, pero ante la ausencia de "modelos masculinos" que legitimaran su interés, desistió de esta idea para evitar burlas. Alfredo critica que la "sociedad" injurie con la categoría gay a un hombre que se preocupa por la apariencia estética:

    [...] yo creo que algo que mucha gente critica y que la sociedad critica es que un hombre sea vanidoso...¿por qué no me puedo arreglar y por qué no me puedo cuidar, porque soy hombre? no nada, ustedes [las mujeres] se pueden cuidar de diez mil maneras y eso es rico [...].

Entre los hombres de clases populares entrevistados, la idea de una presentación "sencilla", "práctica", que no implique "someterse" al arreglo excesivo propio de la feminidad, es compartida en igual proporción. Asimismo, en términos de remarcar la frontera de género, la mayoría de hombres atribuyen una valoración positiva a la barba como indicador de virilidad, fuerza o autoridad. Si bien la apariencia masculina no es homogénea y asume diferentes valoraciones a partir de la ubicación de los hombres en contextos situados de clase y raza, la construcción de una estética del "mínimo arreglo" emergió como principio definitorio de la identidad masculina. La paradoja es que este arreglo "mínimo" requiere de esfuerzos continuos y de visitas regulares a la peluquería.

Para las mujeres, la peluquería y los usos de los servicios de belleza en la construcción de su apariencia son un punto nodal sobre el cual se expresa su individualidad femenina y se manifiestan las diferencias y jerarquías de clase, raza, sexualidad, ocupación y edad. La apropiación que hacen de la cultura de la belleza a través de sus autorrepresentaciones y performances refuerza y disloca el binarismo de género y otras categorías de diferencia.

Carmen codifica su aspecto físico en términos de "distinción, elegancia y discreción". Sostener una imagen de sí misma como una "mujer clásica y exclusiva" le permite generar un sentido de coherencia respecto a las exigencias estéticas de su cargo como alta ejecutiva. Para ella, mantener una presentación "sobria" en el vestido, su pelo cuidado, largo, rubio, sus uñas con un estilo "francés y delicado", y el uso de maquillaje "leve", la distancia de otras posiciones femeninas subalternas. Al establecer una relación de afinidad y concordancia con las pautas estéticas femeninas que se producen en la clase alta, Carmen ha obtenido beneficios simbólicos, materiales y laborales:

    [...] uno tiene que aprovechar ese poder seductivo [sic] de nosotras las mujeres...uno tiene que ser muy simpático, yo aquí manejo más o menos mil proveedores, entonces tengo que estar negociando permanentemente todo lo que el banco necesita [...] pero sí tiene uno que manejar su simpatía para hacer excelentes negocios.

Situada en una zona popular, Vanesa, de 35 años y trabajadora sexual del centro de Bogotá, construye una relación distinta con la cultura de la belleza. A través de ésta reivindica su identidad femenina y la dignidad de su trabajo en tanto actividad socialmente estigmatizada. Vanesa acostumbra llevar el pelo largo, negro y cepillado. La longitud del pelo es un marcador importante de feminidad y un atractivo potencial en su trabajo. Para ella, la apariencia femenina se caracteriza por "mantenerse maquillada, bien arreglada, bien perfumada y aseada". Describe su estilo como el de una mujer "sencilla, coqueta y de tacón alto". Su lugar como trabajadora de la industria del sexo le exige el despliegue de símbolos de feminidad construidos para captar la mirada masculina heterosexual de sus clientes. De ahí su uso intensivo de los servicios de belleza en los que invierte fuertes sumas de dinero.

Aunque su trabajo en la industria del sexo impone controles masculinistas sobre su apariencia y su corporalidad, esta actividad también le ha permitido construir una autorrepresentación de identidad femenina en confrontación con las normas de pasividad, delicadeza y dependencia que se erigen desde la matriz heterosexual contra las mujeres.

En la investigación que sustenta el presente artículo tuvimos la oportunidad de conocer las experiencias de dos mujeres jóvenes, Sonia y Alejandra, que a través de la reflexividad sobre su ubicación no privilegiada, han cuestionado la cultura de la belleza y los contornos racistas, clasistas y heterosexistas que estructuran la oferta estilística de los servicios de belleza en la ciudad.

Sonia se identifica con la ideología política y la estética corporal punk, es estudiante universitaria y proviene de una fracción de clase popular urbana. Desde los dieciséis años suele llevar su cabeza con tintes de colores excéntricos, cortes con cuchilla al ras y en eventos especiales como conciertos y marchas sociales, utiliza las "crestas" como símbolo de inconformidad y rebeldía. El pelo de Sonia hace eco de lo que el feminismo ha planteado como una de sus principales consignas políticas: "El cuerpo es un campo de batalla".

Para Sonia, las peluquerías constituyen espacios de feminización donde se enseña a las mujeres a realizar severos autoexámenes con el in de cumplir con el mandato heterosexual de "ser bellas". Sonia reivindica el autocuidado de su pelo y su apariencia física por fuera del campo de las peluquerías como un acto de autonomía corporal y de autodefinición:

    [...] bueno y creo en mi pelo y yo por eso digamos tampoco se lo voy a prestar a nadie para que le meta mano, mi pelo es mi lienzo [...]. Yo no voy a ir a pagar a una peluquería, no voy a pagar plata cuando yo lo sé hacer y lo puedo hacer y me parece que queda perfecto. O sea, el tema del consumismo sigue ahí y no voy a consumir, no voy a consumir y no lo consumo. También me alejo de la idea de la fem, no me interesa ser la fem pelilarga, lisa, maquillada, no, y me alejo mucho de esa estética y también por eso me tildan de lesbiana y no me parece mal, perfecto. [...] y no nos digamos mentiras, las peluquerías están muy relacionadas con eso de ir a arreglarte, a verte bonita no sé qué y no, no me cuadra, no me cuadra.

Por su parte, Alejandra, joven autoidentificada como negra, feminista y docente universitaria, realiza una crítica del modelo de blanquitud, como norma que estructura las concepciones de belleza, los servicios que ofrecen las peluquerías y la estética de los lugares, lo que marca estos espacios como sitios de racismo. En su experiencia como usuaria de peluquerías, su mayor dificultad proviene de la inexistencia de una oferta para el cuidado del pelo afro o de las técnicas de maquillaje para pieles oscuras en los establecimientos de clase media y alta. Dice que el racismo ha instaurado la imagen de lo negro como lo "antiestético", y, por lo tanto, los servicios de peluquería para mujeres negras por fuera de los espacios populares no existen:

    En las peluquerías de Bogotá lo negro no es estético y a eso va toda mi carreta de que el canon [de belleza] es racial; como lo negro no es estético, en las escuelas de belleza nadie aprende a peinar un afro...todos los pelos lisos, crespos y ondulados, que no son los típicos de nosotros [las personas negras], para esos pelos se estudia estética [...] una vez intenté teniendo el pelo alisado que me hicieran un blower...y la peluquera me dijo que ella no se comprometía porque mi pelo es crespo.

La experiencia de Alejandra pone en cuestión los ideales de belleza existentes en las peluquerías y los salones de belleza blanco-mestizos en la ciudad, y, en especial, en los establecimientos de sectores medios y altos, donde la normatividad de género expresada en los servicios y las representaciones de lo bello y la feminidad, reproducen no sólo la diferencia sexual, sino también las jerarquías raciales y de clase. Esta situación pone a Alejandra en tensión con sus aspiraciones culturales de clase media y las condiciones objetivas donde se reproduce la estética afro en la ciudad, a saber, en las zonas populares. Sus reclamos por una "estilización" de las peluquerías afro y por la "dignificación" de la peluquería negra en la ciudad, le han acarreado señalamientos de "traición" y aburguesamiento que ella rechaza argumentando que es necesario romper la naturalización de la negritud con lo popular, lo no estético, lo feo y lo exótico.

Síntesis final

La oferta estilística en la que se sitúan las escogencias que hemos estudiado a través de los relatos de usuarios/ as de servicios estéticos y corporales en Bogotá se presenta como un sector heterogéneo cuya legitimidad no ha sido ganada aún entre su público potencial. Aunque reconocieron la utilidad y el bienestar que el recurso a estos servicios les ha proporcionado, muchas de las personas entrevistadas manifestaron dudas frente al saber profesional de los/as estilistas, la higiene de los establecimientos, el trato respetuoso a la clientela.

Paradójicamente, estas insatisfacciones revelan la existencia de expectativas compartidas en torno al deber y el derecho de los individuos modernos a expresar su estilo a través del arreglo personal, del que hacen parte el cuidado del pelo y las manos. Muestran la penetración de los discursos difundidos por la industria de la belleza sobre la existencia de productos y servicios en el mercado que puedan facilitar u optimizar esta tarea.

El análisis de las narrativas de las mujeres invita a repensar el concepto de clienta. Es posible identificar características "legítimas" de lo que es o debe ser una clienta, a través de las experiencias de las usuarias de la "zona alta", quienes acceden más plenamente a este estatus. Ser clienta supone poder acceder regularmente a servicios profesionales, sentir que se tiene derecho a exigir una atención profesional de buena calidad, a recibir un trato personalizado, a ser objeto de cuidados y atenciones especiales que le permitan sentirse contenta con su apariencia y consigo misma. Las experiencias frustradas de las entrevistadas de la "zona media" y la "zona popular" confirman por contraste la idea de una condición de clienta que resulta difícil de conseguir o a la que ni siquiera se aspira.

El estatus de cliente/a en Colombia no puede entenderse sin tener en cuenta la estratificación social del país y la familiaridad que ha adquirido históricamente para sectores altos y medios contar con una abundante oferta de trabajo barato que, en el área de los cuidados personales, es fundamentalmente femenina. La demanda de profesionalización de las peluquerías se combina paradójicamente con el aprovechamiento de una oferta de servicios no profesionales y mal remunerados.

La "cultura de la belleza" como tecnología del género y componente fundamental de los discursos sobre la apariencia moderna, está presente en las experiencias de las mujeres y de los hombres entrevistados. En los relatos de diferentes clientas/es de peluquerías y salones de belleza en las distintas zonas del espacio social, la identificación con las categorías de feminidad y masculinidad, entendidas en términos dicotómicos, permearon los sentidos bajo los cuales mujeres y hombres construyen su apariencia física.

Para los hombres, la cultura de la belleza establece el límite que no debe ser traspasado para evitar correr el riesgo de extraviarse del orden simbólico masculino heterosexual dominante, mientras, para las mujeres, define ideales normativos, modulados por la edad, la posición social y racial que se negocian en las distintas zonas del espacio social. La relación de las mujeres entrevistadas con las normas de feminidad revela autorrepresentaciones que reproducen y desplazan el género, a través de elecciones estilísticas reiteradas y renovadas (performadas) que van de la adecuación relativamente exitosa a la feminidad hegemónica, hasta su rechazo frontal, pasando por el uso ambivalente de las normas de género para reivindicar la dignidad de posiciones sociales desventajosas o estigmatizadas.

La valoración de la belleza y la apariencia es inseparable del mandato moderno de concordancia entre interioridad y exterioridad. El habitus condiciona las escogencias que orientan la búsqueda del bienestar emocional que produce percibir la apariencia propia en armonía con la "persona" –tal como la define Bourdieu en la cita con que iniciamos este artículo–, y que no puede ser entendida por fuera del honor, el prestigio o la estigmatización que proporciona la posición en el orden social, sexual, racial o etario.

Notas

1 Esta investigación se realiza en continuidad con el proyecto concluido: "Los servicios estéticos y corporales en las nuevas configuraciones del trabajo: empleo, trayectorias sociales y construcción social de la diferencia", Facultad de Ciencias Humanas, Universidad Nacional de Colombia (Convocatoria Orlando Fals Borda, 2010). Investigadora principal: Luz Gabriela Arango, co-investigador: Javier Pineda (Universidad de los Andes).

2 Agradecemos la colaboración y la confianza de las personas entrevistadas. Sus nombres han sido cambiados para proteger su anonimato. El análisis de sus relatos y experiencias es una interpretación parcial, desde determinadas perspectivas teóricas, y no necesariamente coincide con su propia autorreflexión.

3 La encuesta que realizamos a partir de la base datos de la Cámara de Comercio de Bogotá muestra cómo las peluquerías cubren todas las zonas y estratos de la ciudad (Pineda, 2012).

4 Un poco menos de 3 dólares (USD$3,oo).

5 Aproximadamente, 22 dólares (USD$22,oo).

6 Aproximadamente, 44 dólares (USD$44,oo).

7 La pregunta por la atribución étnico-racial y la clasificación fueron introducidas por la entrevistadora, dado el interés del proyecto en este tema. Ello obligó a la entrevistada a proporcionar explicaciones adicionales.


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