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Nómadas

versión impresa ISSN 0121-7550

Nómadas  no.38 Bogotá ene./jun. 2013

 

A la memoria de Guillermo Hoyos Vásquez

À Memória de Guillermo Hoyos Vásquez

Guillermo Hoyos Vásquez in memorian

Mónica Zuleta Pardo*


* Psicóloga, socióloga y filósofa. Doctora en Historia de la Universidad Nacional de Colombia. Profesora e investigadora del Iesco-Universidad Central, Bogotá (Colombia) y Allí mismo coordinadora de la línea de Socialización y Violencia. E-mail: mzuletaz@ucentral.edu.co


Una de las causas de la crisis de la modernidad radica en que hemos
terminado por considerar ingenuamente que sus propuestas y tareas se
realizan en un único tipo de racionalidad, cuando no inclusive en un
sólo modelo de ciencia y de desarrollo social, llamado hoy
modernización. El reducir la modernidad a meros procesos de
modernización, termina por hacer inútil todo tipo de reflexión
filosófica y de actividad cultural crítica.

Guillermo Hoyos Vásquez

Sabía que Guillermo Hoyos llevaba varios años combatiendo con un cáncer, pero pensaba que al igual como había ocurrido con otras de sus batallas, ésta también la iba a ganar. Me encontraba fuera de Bogotá cuando me enteré de su muerte ocurrida el 5 de enero de este año, y lastimosamente no pude acompañar a su esposa, familiares, amigos, colegas y estudiantes a la ceremonia de despedida. Como a tantos que lo apreciábamos de veras, me apenó mucho la noticia, puesto que tendemos a creer que las personas que admiramos van a estar presentes durante nuestra vida y nos es muy difícil aceptar su muerte. Le digo adiós a este filósofo colombiano con tristeza, pero también con alegría por haber estado presente en algunos de los lugares por donde caminó.

Guillermo Hoyos desempeñó un papel un poco distinto al que suele cumplir un intelectual en el país. Fue el académico que, con sentido del humor, sarcasmo e inteligencia aguda para reconocer la otredad, conversaba con burocracias estatales y se hacía oír en auditorios compuestos por gente no necesariamente intelectual. Fue el profesor que apoyaba proyectos renegados, acompañaba ideas absurdas y coreaba sueños locos que abrían ventanas para dejar entrar aires de pluralismo y diferencia. Fue el amigo de los irreverentes del mundo universitario, con quien se podía conversar tranquilamente y de manera abierta, de filosofía, ética y política, y al que se oía con entusiasmo y respeto porque no inculcaba verdades, sino hacía pensar y decía cosas inesperadas que no pretendía convertir en dogmas. Fue el filósofo que hizo de la crítica un proyecto de vida, sin necesidad de atacar personalmente a los colegas, ni tampoco de complacer a cofrades; más bien lo guiaba el empeño de que muchos, no sólo élites, colaboraran en la construcción de una democracia real que comunicara puntos de vista diferentes sin homogeneizarlos.

Permanentemente advirtió sobre el derrotero que estaba tomando la educación superior y el peligro de subordinarse a intereses económicos al que estaba avocada. Disentía de la manera de funcionar del Estado, y en cada ocasión que se le presentó, recalcó que la democracia en Colombia era sólo apariencia. Según su parecer, los gobernantes eran tecnócratas y el proyecto que intentaban consolidar de modernidad sólo era un cascarón hecho de jirones de procedimientos desarrollistas importados e impuestos. Él no estuvo de acuerdo con la forma usual de hacer política y promovió diversas acciones para que se dieran discusiones abiertas entre grupos políticos distintos, se aceptaran las diferencias, cesara la guerra en el país sin que este hecho significara que se borraran las divergencias entre ideas y se dejara de percibir la inequidad y la injusticia social. Fue de los pocos intelectuales influyentes que sin pertenecer abiertamente a un grupo político identificado con nombre propio, en voz alta y sin miedo se opuso sistemáticamente al gobierno caudillista de Álvaro Uribe, desnudó sus mentiras y triquiñuelas de violencia y reveló sus intereses e intenciones de obtención de gabelas personalistas.

La función intelectual en Colombia es ambigua. La actividad de producir conocimiento no ha fabricado un lugar propio y le ha tocado andar agarrada de la mano con la política o la religión, o abrazada a intervenciones socioeconómicas. La mayoría de las veces esta actividad ha hecho de sostén para la puesta en marcha de proyectos económicos neoliberales, de consejera de rutas por seguir por parte del Estado para que alcance el tan anhelado desarrollo, de apoyo operativo para el trabajo empresarial o de soporte de intentos gubernamentales de contención social. Cuando la dejan y no la persiguen, apoya esfuerzos grupales de organización política insumisa, guía proyectos socioeconómicos alternativos o protege las grandes franjas excluidas. Sin embargo, siempre actúa subordinadamente, y su razón de existir es prestarle utilidad a otros dominios. No se le permiten otras manifestaciones y debe ocultar o disfrazar cualquier disidencia, puesto que a pesar de que nuestro país es grande en tamaño y número de personas, está gobernado por grupos muy pequeños que esgrimen el argumento de que el Estado está en construcción y que el conocimiento debe ayudarlo, o en casos mejores, aducen la razón de que el conocimiento debe doblegarse al propósito de construir un Estado justo e igualitario. Dadas estas circunstancias, las ideas libres de dirección son consideradas lujos innecesarios e inútiles y son valoradas como entretenciones liberales o modas neoliberales.

Pero Guillermo Hoyos luchó por abrir espacio a otras manifestaciones del conocimiento porque consideró que sólo así se le hacía camino en Colombia a un proyecto realmente democrático. Su vida fue el mejor ejemplo de esa lucha.

Lo conocí primero como académico, en 1987, cuando él hacía parte de un comité de intelectuales conformado por el Gobierno para estimular maestrías y doctorados de calidad en el país, y yo trabajaba en el Icfes, un instituto estatal de fomento a la educación superior. En ese entonces, estaba interesado en levantar puentes entre instituciones estatales y universitarias que desordenaran la relación común, según la cual, mientras las burocracias del Estado decían cumplir funciones de control y vigilancia, las de las universidades fingían someterse pero buscaban maneras de escapar de esa tutela o de burlarse de la jerarquía. En lugar de que se opusieran, rivalizaran o se doblegaran una a la otra, propuso alternativas para que conversaran y se fortalecieran mutuamente, a través de la conformación de relaciones horizontales que difirieran de amangualas y seducciones. Suponía que una educación de calidad además de demostrar dominio de saberes específicos, tenía que fabricar modos comunicacionales que permitieran realmente la participación de todos los concernientes, y se esforzaba para que esto sucediera. Sus gestiones fomentaron proyectos que trajeron frescura al ambiente de clausura que se respiraba por entonces en los salones universitarios y en las oficinas de la burocracia.

Lo conocí en 1992 como profesor, cuando él era uno de los docentes del programa de Maestría en Filosofía de la Universidad Nacional de Colombia, y yo ingresé como estudiante. Sus seminarios alemanes eran famosos y siempre estaban llenos. Creaba un ambiente mágico en estas sesiones que podían extenderse durante horas, días, meses y años, y a las que asistían no sólo estudiantes formales, sino egresados de los estudios de pregrado, estudiantes de maestrías que no necesitaban esos créditos pero querían participar y colegas que estaban formulando problemas de investigación. En los seminarios que eran muy exigentes, no se trataba de repetir al pie de la letra lo que filósofos como Kant, Habermas, Hume o Husserl decían, ni de conocer la verdad de estos proyectos. A diferencia de la moda que por ese entonces se imponía en este recinto universitario, Guillermo no buscaba comprobar la ignorancia de los estudiantes o la sabiduría de los maestros, sino poner a marchar la crítica, convertir a los asistentes en pares y efectuar el seminario con la participación de todos. Como consideraba que el conocimiento debía emplearse no sólo para saber más o solucionar dificultades inmediatas, sino para plantear problemas, quienes asistimos a sus clases descubrimos que el conocimiento es tan útil para ayudar a resolver urgencias del país, o para doblegarse a intereses económicos, como para apalancar el pensamiento, y que aparte de aprovecharse para aprender, también puede destinarse a la invención. Gracias a su dirección, los participantes de sus seminarios extraíamos la lógica que utilizaban los filósofos que él tanto amaba, lógica que por medio de su crítica, convertíamos en herramientas para comprender nuestras propias ideas, al tiempo que íbamos analizando las ideas de los autores. Cuando alguien lo contradecía, se ponía furioso, se acaloraba y jalaba con sus dos manos los pocos mechones de pelo que le quedaban en ambos lados de la cabeza, pero en vez de esgrimir su saber para imponerse, obligaba al contrario a aclarar sus ideas, a construir argumentos filosóficos para comunicarse y sustentar su propuesta. Poco a poco, a medida que el contrincante iba fortaleciendo su intuición, se calmaba, escuchaba al contendor con atención y lo alentaba a seguir adelante. Sus seminarios no eran un salón de clase sino un laboratorio en el que se experimentaba con ideas que se volvían proyectos singulares, que germinaban y florecían en ese ambiente mágico construido en común y que cuidábamos entre todos con dedicación y alegría, sin que para nosotros pasara el tiempo o nos amenazaran las calificaciones.

Lo conocí como amigo de los irreverentes un tiempo después, cuando entre sus muchas actividades, participaba en un comité de intelectuales esta vez creado por Colciencias, la institución estatal de fomento a la ciencia, la tecnología y la innovación que iniciaba su proceso de convertirse en rectora de la actividad científica del país. Por entonces, en 1993, yo me volví integrante del Departamento de Investigaciones de la Universidad Central (DIUC) que dirigía María Cristina Laverde, hoy llamado Instituto de Estudios Sociales Contemporáneos (Iesco). Con Gisela Daza y Gloria Alvarado, y gracias al apoyo de María Cristina y de los demás integrantes del DIUC, con un poco de inseguridad nos atrevimos a solicitar financiación a Colciencias y a la Universidad Central para realizar nuestros primeros proyectos de investigación. Nosotras tres éramos tercas y persistentes, y buscábamos examinar el fenómeno de la violencia política desde la comprensión de la subjetividad a la que invita Michel Foucault. Los académicos colombianos han sido recelosos para aceptar novedades, tienden a anclarse en las ideas que consideran clásicas, que son las más ortodoxas e institucionalizadas de las disciplinas humanísticas, y desconfían de propuestas a las que suelen apreciar como modas pasajeras. Al igual que alentó a muchos novatos que intentaban desviarse del camino instituido, Guillermo nos animó a continuar con nuestras ideas que llamaba un poco con humor y un poco con sarcasmo posmodernas; simultáneamente, nos exigió claridad, nos indujo a que abandonáramos la palabrería en la que suelen escudarse quienes tienen intenciones de innovar pero no están pisando suelo firme, y nos exhortó a plantear un problema propio honestamente, no de forma simulada. Igual a como fue nuestro amigo, fue el amigo de muchos investigadores que han querido experimentar con el pensamiento pero se han tropezado con el muro de las trabas institucionales. En ese sentido, acompañó empeños relegados por las élites intelectuales, fue el protector de rebeldes sin causa en el poco amigable mundo académico, fue guardián de quijotadas repudiadas por los feudos de investigación e hizo de faro para inventores en riesgo de seguir senderos sin retorno por la marginación a la que suelen estar avocados quienes disienten, en el árido suelo de las organizaciones destinadas al conocimiento.

Lo conocí como filósofo crítico en 1994, cuando María Cristina, desde el DIUC, hizo realidad el proyecto de la creación de la revista NÓMADAS, pensada como un medio para abrir espacio a manifestaciones precisamente nómadas del conocimiento, a través de la fabricación de puentes de comunicación que pusieran a conversar preguntas de investigación formuladas desde el territorio de los problemas sociales contemporáneos, con puntos de vista sobre lo social generalmente imperceptibles, provenientes de América Latina y otras regiones del mundo. Él fue colaborador permanente, hizo la labor de lector de artículos, de inspirador de articulistas, de examinador de las propuestas monográficas y de escritor. Asistió a todos los eventos que tuvieron que ver con el Iesco, colaboró en la organización de la ceremonia académica para despedir del Iesco a María Cristina, que se realizó en el Centro de Investigaciones de Educación Popular de los jesuitas, el Cinep, en julio del 2007, y asimismo nos acompañó al quinceavo cumpleaños de NÓMADAS que tuvo lugar en junio del 2009, última celebración pública que se ha hecho de la revista. Su mirada polémica estimulaba propuestas como el Iesco y NÓMADAS que consideraba necesarias para aperturas democráticas porque, según decía, le otorgaban un estatuto diferente al conocimiento, al mismo tiempo que permitían modos de comunicabilidad pluralistas guiados por la ética.

Guillermo era un verdadero kantiano y en tal virtud en la relación entre ciencia y ética privilegiaba el punto de vista ilustrado, pero cuestionaba lo que entendía como modernización, y decía que la contemporaneidad tendía a confundir ambas propuestas, la humanista y la del desarrollo. En sus escritos filosóficos, advirtió a los responsables de la actividad científica y de la formulación de políticas públicas para estimular dicha actividad, el grave peligro que corría el país al asimilar los dos puntos de vista como si fueran uno solo, confusión que terminaría por imponer la racionalidad neoliberal como modelo único para hacer ciencia. Comenzó a hacer sus observaciones hace más de veinticinco años cuando todavía estábamos a tiempo de reencauzar estas políticas hacia la conformación de dominios que dieran un giro a la cuestión neoliberal e hicieran de la actividad de pensar y de hacer ciencia un campo de nutrientes donde se fomentara la aparición de un proyecto que vinculara la actividad de producir conocimiento con posturas éticas encauzadas hacia apropiaciones del saber relativas a la construcción de lo propio; continuó batallando para hacerse oír en cada ocasión que se le presentó en los diversos escenarios en los que actuó. Hoy son bien visibles las amenazas a las que se referían sus advertencias, cuando en cambio de abonar el terreno para conformar un proyecto democrático, el conocimiento se ha prestado a la creación de un espejismo que sirve al Estado para acreditar nuestra ciencia y para cumplir lineamientos neoliberales, pero está compuesto de pompas de jabón que ni siquiera cooperan en la solución de las urgencias.

Como decía al principio, el papel que jugó Guillermo Hoyos como intelectual fue extraño si se compara con el patrón acostumbrado. No fue un tecnócrata ni tampoco militó en un grupo político particular. Se alejó del rol de profesor dogmático que enseña la verdad y repite cada vez con mayor exactitud las ideas de otros. Tomó distancia de la tentación de usar el conocimiento para ayudar a resolver cuestiones inmediatas y desarrollistas, o como consigna para inspirar la acción de grupos políticos específicos en su intento de transformar el Estado. Enemigo de las acciones violentas ejercidas tanto por el aparato estatal y paraestatal, como por las resistencias, y de cualquier acto en contra de los derechos humanos, planteó que era necesario construir un Estado incluyente, de derecho, justo, pluralista, y donde se aceptara la diferencia, y convirtió el conocimiento en herramienta para volver real ese plan. El camino que propuso fue aparentemente sencillo, pero difícil de seguir en nuestro país. Éste consistió en inventar modos de comunicabilidad que multiplicaran las racionalidades, conectaran de maneras diversas la vida y el pensamiento e hicieran conversar propuestas y experimentos bosquejados en aras de forjar otredades y volver horizontales jerarquías institucionales y sociales. Tenía claro que su proyecto era una construcción plural compuesta de distintos planos trazados con múltiples líneas y desde puntos de vista diferentes. Sabía que realizarlo demandaba manifestaciones inesperadas de la actividad de producir conocimiento que evadieran los direccionamientos previos hacia finalidades predeterminadas, y por eso estimuló y apoyó experimentos de pensamiento y acción que desconocían el puerto de llegada. En los años en que fui testigo de sus actuaciones, vi cómo él no sólo hablaba y conceptualizaba, sino que cristalizaba su idea a través de sus prácticas intelectuales, insisto, como académico, como profesor, como amigo y como filósofo crítico.

Los académicos en Colombia estamos acostumbrados a imponer una verdad, a jugar el rol de profetas y a conformar grupos de discípulos y admiradores. Creemos que un proyecto debe materializarse previamente, determinarse con antelación y encaminarse hacia una cosa concreta y tangible que está prediseñada, no que se trata de una multiplicidad de signos que tienen mil maneras de experimentarse. En aras de estos propósitos, "damos línea" y le decimos a nuestros seguidores o pupilos qué deben hacer y cómo lo deben hacer, y nos enfrentamos duramente con nuestros opositores hasta un punto en que las cosas se traban y no se permite que surja la novedad. Durante varios siglos no hemos podido cambiar esos hábitos que se replican incesantemente no sólo en las prácticas intelectuales, sino también en las culturales, las políticas y las socioeconómicas. Desempeñar como intelectual un papel que diverja de estos hábitos instaurados y celebrados desde hace tanto tiempo, no sólo es problemático o retador, igualmente supone enfrentar un sinnúmero de resistencias que pueden ocasionar mucho dolor. Guillermo Hoyos lo hizo, con buen humor, de manera polémica, espontáneamente, con entusiasmo y respeto. Su proyecto fue su vida y fue un ejemplo real de que es factible construir propuestas de pensamiento sustentadas en la invención, la experimentación, el pluralismo y la diferencia.

Al despedirme del filósofo colombiano quiero lanzar su flecha a otros intelectuales que como él están experimentando con el pensamiento y la acción para dar apertura a novedades. A aquellos que como Guillermo Hoyos asumen que el lugar para desplegar el pensamiento no es donde va de un punto a otro, sino donde puede ser recogido en una posición cualquiera para ser reenviado a otra cualquiera. A quienes no buscan convertirse en sabios, sino que son espíritus libres que habitan el reino creado por los hijos de los dioses.