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Nómadas

Print version ISSN 0121-7550

Nómadas  no.39 Bogotá July/Dec. 2013

 

Malestar y psicofármacos: dependencia en la posmodernidad*

Mal-estar e psicofármacos: dependência na pós-modernidade

Illness and psychopharmaceutical drugs: addiction in post-modernity

Tânia Pinafi**

* Las problematizaciones presentadas en este artículo son producto de la monografía producida en el 2012 en el marco del Programa de Actualización en el Campo de Problemas de la Subjetividad, Universidad de Buenos Aires, que la autora transformó en su tema de tesis doctoral en el 2013.

** Psicóloga, Magíster en Psicología de la UNESP (Brasil). Reside en Ciudad de Buenos Aires (Argentina). E-mail: tania.pinafi@gmail.com

{original recibido: 13/06/2013 · aceptado: 24/08/2013}


El artículo examina el fenómeno de la medicalización del sufrimiento acentuado en las últimas décadas con el advenimiento de los psicofármacos. El análisis se efectúa en la trama subjetiva de separación de la sensibilidad y de demanda por psicofármacos a partir de las figuras arquetípicas del zombi y del monstruo. Al final, se presentan las implicaciones biopolíticas de la medicalización y psicologización de lo social que intervienen sobre la experiencia sensible.

Palabras clave: biopolítica, malestar, posmodernidad, medicalización, psicofármacos, dependencia, figuras arquetípicas.

O artigo examina o fenômeno da medicalização do sofrimento acentuado nas últimas décadas com o advento dos psicofármacos. A análise se efetua na trama subjetiva de separação da sensibilidade e de demanda por psicofármacos a partir das figuras arquetípicas do zumbi e do monstro. Ao final, se apresentam as implicações biopolíticas da medicalização e psicologização do social que intervêm sobre a experiência sensível.

Palavras-chave: biopolítica, mal-estar, pós-modernidade, medicalização, psicofármacos, dependência, figuras arquetípicas.

This article addresses the issue of medicalizing suffering, exacerbated in the last decades with the upcoming of psychotropic drugs. The analysis takes place within the subjective net of the sensibility separation and demand for psychopharmaceutical drugs, setting out from the archetypical figures of zombies and monsters. Finally, the article presents the biopolitical implications of medicalization and psycologization of social matters that intervene with the sensible experience.

Key words: Biopolitics, post-modernity, medicalization, psychopharmaceutical drugs, addiction, archetypical figures.


Es significativo, y para nada un tema menor, que Sigmund Freud (2004) haya conceptualizado sobre la cuestión del malestar en la cultura, abordando el problema de los efectos de las condiciones de vida sobre los sujetos. En este texto de 1930 [1929], él dice: "La vida, como nos es impuesta, resulta gravosa: nos trae hartos dolores, desengaños, tareas insolubles. Para soportarla, no podemos prescindir de calmantes" (2004: 75).

En la historia de la sensibilidad moderna, el dolor ha sido arduamente combatido. Sin embargo, todo indica que estamos muy lejos de ganar esa batalla, ya que la proporción entre el número de medicamentos que prometen la cura al dolor de vivir está siendo seguida por igual incremento en el número de clasificaciones diagnósticas que mapean comportamientos patológicos.

Frente a los discursos de la industria farmacéutica que alardean proveer la cura a los malestares de la contemporaneidad en miligramos de diversos colores y tamaños, sufrir parece haberse tornado una elección individual. El sufrimiento ha sido transformado en una anomalía que tiene que ser combatida. ¡Y cuanto más rápido, mejor! Para la psicoanalista Elaine Brum:

    [Las personas] no quieren saber nada sobre sus sufrimientos o sobre su infelicidad, no desean descifrarlos o interrogarlos. Quieren solamente que el sufrimiento y la infelicidad silénciense, y aún demandan de nosotros una respuesta rápida, eficaz y, especialmente, que no les exija mucho esfuerzo. Estamos tornándonos una generación de humanos que temen su propia humanidad (2013: s/p)1.

Actualmente, el miedo a sufrir parece ser igual, o mayor, que el miedo a morir. De tanto temer, el hombre ya no vive, o mejor, se transmuta en muerto-vivo, un zombi. Pero, aunque no pulse, habita este mundo y consume, consume mucho, incesantemente.

Por un lado, la trama subjetiva de separación de la sensibilidad y de demanda por psicofármacos podría ser elucidada a partir de las figuras arquetípicas del zombi y del monstruo, dado que son figuras que inexorablemente aluden a una imagen del cuerpo que expone una ontología. En efecto, los zombis y los monstruos pertenecen a la misma familia que los cyborgs2 de Donna Haraway, por el hecho de que sus cuerpos conjuran "nuestra ontología, nos otorga nuestra política" (1991: 254). Zombis, monstruos y cyborgs son criaturas de realidad social que conjuran los impensables que se avecinan a la experiencia humana como lo anómalo. Los cyborgs, por ejemplo, surgieron cuando se señaló la posibilidad de un híbrido "hombre-máquina". Por otro lado, la figura del monstruo habla de nuestro malestar ante lo desconocido y aparece de tiempo en tiempo corporificando miedos y temores, pero siempre expresando una relación emblemática con la alteridad: como en el caso de Frankenstein, pasando por los cuentos de los Hermanos Grimm o en "Strange Case of Dr Jekyll and Mr Hyde" de Robert Louis Stevenson. Finalmente, el paradigmático zombi conceptualiza la idea de humanos sin conciencia condenados a la experiencia solipsista.

Por otro lado, el proceso de desvinculación del sufrimiento como algo que tiene que ser corregido, silenciado, banido y exterminado nos dice mucho sobre quiénes somos hoy y, por eso, será tomado en cuenta como objeto de análisis en el prospecto de lo que Foucault (2000) llamó una ontología histórica de nosotros mismos. En nuestros días es evidente que las modalidades de sufrimiento no son las mismas que en la época de Freud. En efecto, el antiguo modelo del sufrimiento centrado en el conflicto psíquico, donde "toda cultura debe edificarse sobre una compulsión y una renuncia de lo pulsional" (Freud, 2011: 7), dio paso a una modalidad en que el malestar se evidencia en los registros de lo corporal. Sea como fuera, no cabe la menor duda de que las nuevas formas de sufrimiento en la sociedad contemporánea son el resultado de las profundas modificaciones sociales y políticas a las que fuimos sometidos desde la época en que Freud escribió El porvenir de una ilusión (1927). En ese sentido, la elección del término posmodernidad que aparece en el título del artículo, hace referencia a un enfoque que considera el entrecruce entre cambios culturales y modalidades de sufrimiento. Por lo tanto, su uso se restringe a una mera categoría descriptiva que enmarca el progresivo aprisionamiento del hombre en un sistema que lo deshumaniza.

Nuestro objetivo no es tan ambicioso como para querer agotar el tema del proceso de la subjetivación medicada en la contemporaneidad, sino simplemente reflexionar acerca de la calidad de vida que nos es ofertada cuando somos subjetivados por la vía de los psicofármacos3, o sea, proporcionar elementos para pensar sobre el actual movimiento de sumisión voluntaria a la medicalización de la vida.

Sobre la vida, la muerte y la sexualidad: tramas subjetivas de sentido

El proceso de construcción del sujeto moderno está caracterizado por la delimitación de fronteras entre identidades disímiles, ya sea a través de la distinción hombre versus máquina, yo versus otro, nosotros versus ellos, normales versus abyectos, humanos versus no humanos y, ¿por qué no?, monstruos versus zombis.

El hombre moderno que se comprende a sí mismo como subjectum (sujeto) va a formarse en el siglo XVII con el advenimiento de la ciencia moderna. En ese periodo, Descartes funda las bases de la modernidad con su formulación de la duda metódica: "Cogito, ergo sum". En suma, el dualismo cartesiano hace una separación entre el sujeto y sus enunciados, o sea, si puedo dudar de todo, de lo que no puedo dudar es de que hay un sujeto que duda. Así, la existencia irrefutable del ser humano se queda situada en el pensamiento racionalista.

Según Le Breton, fue en ese proceso que se constituyó la concepción moderna del hombre como machina: del cuerpo como objeto, cuantificable y separado de sí mismo "bajo los auspicios de la división ontológica entre el cuerpo y el hombre" (2004: 57). De allí en adelante, la herencia del pensamiento cartesiano, que al mismo tiempo en que sobrevalora el pensamiento desprecia el cuerpo, se instituye como un modo de inteligibilidad respecto del hombre que lo disocia del mikrós kósmos —en el cual el hombre era un compuesto de psykhé y söma o anima y corpus—. O sea, "se trata del paso de la scientia contemplativa a la scientia activa" (Le Breton, 2004: 65).

Al parecer, la creciente medicalización de la vida está atrapada en la noción mecanicista del cuerpo como máquina. Al reducir la corporalidad humana a la lógica del mecanismo, el dolor será desvinculado de cualquier transcendencia y pasará a ser interpretado en términos de un "mal funcionamiento", un "defecto" que debe ser arreglado. De modo que el dolor será una experiencia marcadamente solipsista porque estará encerrado en una subjetividad aprisionada a su proprio malestar corporal. Además, la cuestión del consumo de psicofármacos no es ajena a la incidencia del discurso capitalista que ha impregnado la subjetividad contemporánea a través del hedonismo de masas y el fetichismo de la mercancía generalizada. En ese sentido, la exigencia del máximo rendimiento y de la mejor performance social acaba por tornar a los individuos susceptibles al consumo de psicofármacos como medio legítimo de obtener alivio al sufrimiento psíquico de modo rápido y eficaz, con la intención de mantener asegurada su integración sociolaboral.

Con el desarrollo tecnológico, "a fines del siglo XIX, el dolor prácticamente no conllevaría ningún referencial metafísico y sería reducido a un simple asunto neurológico o farmacológico"4 (Rodrigues, 1999: 60).

En el intento por comprender mejor el modo por el cual se instauró esa visión mecanicista del cuerpo, debemos retroceder a las posibilidades históricas y políticas de constitución de sí dadas a los sujetos. En primer lugar, en relación con "la verdad"5, con los modos de objetivación que nos constituyeron como sujetos del conocimiento en el siglo XVII y, en segundo lugar, en relación con los mecanismos de poder que instituyeron la diferencia como criterio de delimitación de la ontología del humano.

A propósito de los modos de subjetivación que objetivan al ser humano en nuestra cultura occidental, Michel Foucault hace referencia a las prácticas divisorias, las cuales se refieren al hecho de que "el sujeto se encuentra dividido en su interior o dividido de los otros" (1988: 227). Este régimen de producción de verdad instituye el dualismo como una forma particular de hermenéutica sobre la constitución del sujeto.

Al evaluar las condiciones históricas que intervienen en la producción del conocimiento —las cuales nos hacen pensar de un modo y no de otro— vamos a ver que algunas veces la sensibilidad deviene contraria a los cambios y transformaciones que asaltan el mundo; cuando habitantes de la penumbra y la oscuridad pasan a rondar ruidosamente nuestras moradas. Un caso ejemplar es del fin del siglo XVIII e inicios del XIX, periodo ampliamente atravesado por la ansiedad colectiva frente a las transformaciones históricas. En ese momento aparecen las figuras monstruosas del vampiro6, de Frankenstein (Shelley, 1997), de la existencia abyecta de Gregor Samsa de Franz Kafka (1991), así como del parricida Pierre Riviére (Foucault, 2003).

Frente a un mundo cada vez más hostil, donde la existencia humana se ve atacada por los microorganismos patogénicos, flujos migratorios, muertes, hambre, violencia, no sorprende que las subjetividades pasen a ser cada vez más marcadas por el terror, por el miedo a la muerte o a la vida después de la muerte.

En el proceso de instauración de la racionalidad científica, cuando el hombre deviene capaz de dominar la "naturaleza", el cuerpo emerge como locus de preocupación de la sociedad disciplinar, siendo visto como espacio ontológico de verdad sobre el yo, al mismo tiempo que pasa a ser exhaustivamente investigado y sujetado a técnicas y procedimientos de control. En ese momento, empieza a producirse una lógica de producción de conocimiento que va a alejarse paulatinamente de los enunciados teológicos y a ubicarse cada vez más dentro del conocimiento laico del hombre y del mundo. La desacralización del mundo y del hombre permite la disección de los cadáveres por los anatomistas, abriendo el camino a la medicina moderna y al consecuente desprecio de los saberes populares.

Mientras tanto, en el pasaje del siglo XVIII al XIX, el control del cuerpo individual será dejado de lado en favor del control de la población —debido a la "biopolítica" (Foucault, 2000) que despuntaba en el horizonte—. Es en ese momento en que la psiquiatría produce un corpus de proposiciones disciplinares sobre los sujetos, en estrecha relación con el contexto médico-legal e higienista del siglo XIX. Es entonces cuando los discursos sobre las anomalías sexuales se difunden sobre el imaginario social, visibilizando los miedos profundos al aniquilamiento (teoría de la degenerescencia) que se gestaba en la interioridad de los sujetos —donde el lado de dentro se constituye como un pliegue coextensivo del afuera, es solamente un pliegue del afuera (Deleuze, 1987)—.

Así, las nuevas indagaciones entablaron "un combate 'por la verdad', o al menos 'en torno a la verdad' [...]" (Foucault, 1992: 199). La construcción de la verdad, en el sentido que le atribuye Foucault, se refiere al "conjunto de reglas según las cuales se discrimina lo verdadero de lo falso y se ligan a los verdadero efectos políticos de poder [...]" (1992: 199). La verdad pasa a ser tematizada en términos cada vez más empíricos y cada vez menos vinculada con la relación con Dios. Sin embargo, el cuerpo no es una fuente fiable de conocimiento, pues presenta fallas, posee límites. El cuerpo no es una máquina perfecta, ya que es lugar de la muerte del hombre. Por este motivo es necesario superarlo, sobrepasarlo. En esa interpretación mecanicista del cuerpo humano que se establece a finales del siglo XIX, el dolor va a ser interpretado como señal de un mal funcionamiento de la máquina corporal que necesita ser corregido.

Ese proyecto de lucha contra el dolor se acentuó con el avance del capitalismo y el desarrollo tecnológico. La búsqueda por el máximo rendimiento posible afectó a humanos y máquinas, aunque de modos diferentes. Entre tanto, se llegó al consenso de que una máquina jamás iba a rendir al cien por ciento, el ser humano utópicamente podría ser la máquina perfecta y alcanzar su máximo potencial bajo los estímulos apropiados. Hoy por hoy, los estantes de las farmacias evidencian este legado. Dondequiera que se mire va a aparecer una medicina (psicofármaco) que promete mejorar el desempeño. ¿No logras dormir? Rivotril. ¿Te sentís deprimido? Prozac. ¿Dolores musculares? ¿Cambios de humor? Las medicinas que prometen una respuesta farmacológica a los sufrimientos generan billones de dólares todos los años. Es una de las industrias de mayor crecimiento en las últimas décadas en el mundo. Freud, como un excepcional intérprete de su tiempo, ya había dicho:

    Bien se sabe que con ayuda de los "quitapenas" es posible sustraerse en cualquier momento de la presión de la realidad y refugiarse en un mundo propio, que ofrece mejores condiciones de sensación. Es notorio que esa propiedad de los medios embriagadores determina justamente su carácter peligroso y dañino (2004: 78).

En la actualidad, cuando las personas buscan más y más anestesiarse para no sufrir, es comprensible el éxito de los aparatos farmacológicos7 sobre los cuerpos y las subjetividades —especialmente a partir de la Segunda Guerra Mundial—. Poner en tela de juicio las posibilidades históricas y políticas de constitución de sí dadas a los sujetos implica cuestionar la subjetividad como una producción llevada a cabo en un territorio existencial socio-histórico-político y culturalmente delimitado, como efecto de formaciones discursivas gestadas junto a un juego de saberes y poderes, así como de placeres. Igualmente significa problematizar los modos de pensarnos a nosotros mismos, pues, como nos dice Foucault:

    Lo que es necesario aprehender es en qué medida lo que sabemos, las formas de poder que ahí se ejercen y la experiencia que hacemos de nosotros mismos solamente constituyen figuras históricas determinadas por una cierta forma de problematización, que definió objetos, reglas de acción, modos de relación consigo mismo (2000: 350)8.

Para Beatriz Preciado, en la actualidad "asistimos a la progresiva infiltración de las técnicas de control social del sistema decimonónico disciplinario dentro del cuerpo individual" (2008: 133), lo cual elevó la noción de biopolítica de Michel Foucault a un ámbito jamás visto. Por eso, para esta autora es imperativo que se conceptualice

    [...] un tercer régimen de subjetivación, un tercer sistema de saber-poder, ni soberano ni disciplinario, ni premoderno ni moderno, un régimen que tome en consideración el impacto de las nuevas tecnologías del cuerpo en la construcción de la subjetividad. [...] Yo prefiero denominarla, leyendo a Burroughs con Bukowski, sociedad farmacopornográfica [...] (Preciado, 2008: 66).

Ante las imposiciones biopolíticas del régimen farmacopornográfico que se establece con el avance de las tecnologías de la comunicación y de las biotecnologías, vivimos en la más hermética de las prisiones —aquella que se constituye en nuestros cuerpos y mentes a través de la progresiva asimilación individual de los mecanismos de control, cuando en la ilusión de ser libres nos tornamos carceleros de nosotros mismos—. De acuerdo con Preciado:

    En la era farmacopornográfica, el cuerpo se traga el poder. Se trata de un control democrático y privatizado, absorbible, aspirable, de fácil administración, cuya difusión nunca había sido tan rápida e indetectable a través del cuerpo social. [...] No es el poder el que infiltra desde afuera, es el cuerpo el que desea poder, el que busca tragárselo, comérselo, administrárselo, metérselo, más, cada vez más, por cada orificio, por cada vía posible de aplicación. Hacérselo con el poder (2008: 136).

En las tramas subjetivas de sentido sobre la sensibilidad del hombre moderno, el modo de subjetivación zombi podría ser descrito como el modelo hegemónico de subjetivación del neoliberalismo. El zombi y su consorte, el monstruo, son dos imágenes que parecen corporificar las fronteras que se establecieron entre lo que cuenta como humano e inhumano en relación con los agenciamientos contemporáneos de subjetivación.

Etimológicamente, monstrum es "aquél que revela" —una proyección que demuestra la cultura de lo que calificamos como humano, mientras que el zombi refleja la pérdida de una humanidad que un día habitó aquel cuerpo—. Al principios del siglo XXI, el zombi retorna a las pantallas9 del cine como un género de terror de gran éxito entre el público. De acuerdo con Steen Christiansen, el zombi "es lo que acontece cuando nos tornamos Otro para nosotros. Este es el miedo de crear terror en nuestra propia imagen, de que nuestras acciones sean la causa, antes que nada, de dicho terror" (2012: 152, cursivas mías)10. Por el contrario, la corporalidad del monstruo incorpora toda suerte de diferencias (raciales, económicas, sexuales, políticas, nacionales, etcétera), que funcionan como registro de inscripción "en el cual la diferencia es percibida como la división entre, de un lado, la voz que registra la 'existencia' del 'diferente' y, de otro, el sujeto así definido"11 (Cohen, 2000: 44-45). Así, al establecerse las fronteras en donde la identidad humana se desintegraría, se muestra "como potencialmente la humanidad del hombre, configurada en el cuerpo normal, contiene los gérmenes de su inhumanidad"12 (Gil, 2000: 176). De este modo, el cuerpo monstruoso no deja de reflejar la ontología del humano al amalgamar las diversas posibilidades existenciales de sí.

En la actualidad, el miedo a sufrir nos ha alejado de nuestra sensibilidad en la medida en que la búsqueda de los "quitapenas" nos ha sustraído no sólo de los dolores, sino también de nosotros mismos. Aunque es verdad que tanto el sufrimiento como el dolor inciden sobre el registro del cuerpo, no se manifiestan del mismo modo sobre la subjetividad, ya que implican distintos registros de acción (Birman, 2003). En el dolor hay un encierro de la subjetividad sobre sí misma que suele caracterizarse por la falta de acción, mientras que en el sufrimiento es común que la subjetividad sufriente se dirija al otro en su lamento. De tal manera, el sufrimiento involucra una experiencia con la alteridad que no se encuentra presente en la experiencia del dolor. Quizás sea por eso que estamos más proclives a pensar el malestar en la contemporaneidad en términos de dolor y no de sufrimiento, dado que la subjetividad actual se ha caracterizado por un individualismo desamparado.

Cada vez comprendemos menos lo que nos pasa, y el interés por aprehender el significado del dolor que se siente se derroca tan pronto se le da un nombre, un diagnóstico. Al apartar el cuerpo del sufrimiento dejamos de ser monstruos para ser zombis, muertos vivos que nada sienten. Del cuerpo monstruoso como superficie de inscripción que refleja una polifonía en la base de lo que significa la naturaleza humana nos queda muy poco, pues en los agenciamientos contemporáneos de subjetivación, la alteridad ha sido rechazada en favor de una mismidad que resiste a la diferencia. Dicho esto, es importante aclarar que la elección de trabajar con los monstruos y zombis no implica una predilección por ninguno de ellos, más bien se trata de poner en evidencia dos grandes modelos teóricos para circunscribir el fenómeno de la medicalización de la vida que se ha puesto en marcha en la contemporaneidad.

La psicofarmacología moderna y sus implicaciones en la producción de subjetividad

El privilegio de la respuesta farmacológica a los sufrimientos individuales y cotidianos nos ha ubicado en el campo de las intervenciones psiquiátricas bajo la tutela de una serie de especialistas que legislan sobre la normalidad o patología de los comportamientos humanos. Según Sandra Caponi:

    En el momento en que el dominio de la ética y de la política es reducido al campo de lo biológico, del cuerpo especie, nuestros sufrimientos individuales y cotidianos, nuestros vínculos sociales, miedos y deseos pasarán a estar mediados por intervenciones terapéuticas o preventivas, sean ellas médicas o psiquiátricas, interesadas en clasificar todos los temas propios de la condición humana en términos de normalidad o de patología, limitando cada vez más nuestra margen de decisión ética y de acción política (2012: 112-113)13.

La historia de la psicofarmacología moderna se inició a finales de la década de los cuarenta, cuando se introdujo el litio en el tratamiento de desórdenes psiquiátricos (Gorenstein y Scavone, 1999). Desde entonces, se ampliaron no sólo el número de fármacos disponibles, sus modos de uso y fines terapéuticos, también se expandieron considerablemente, impactando tanto el mundo de la medicina psiquiátrica como la sociedad en general.

El mercado de las sustancias psicoactivas posee el control de los instrumentos que prometen amenizar el dolor e intensificar el placer, cuya publicidad incita al consumo "fetichizado e hipocondríaco, en la búsqueda de panaceas químicas para malestares sociales y psicológicos"14 (Carneiro, 2011: s/p). En los últimos años, adquiere preeminencia el progresivo aumento del uso abusivo de medicamentos psicotrópicos por parte de sujetos que sufren de malestares de causa indefinida. Un estudio realizado por Brasesco sobre el consumo de psicofármacos en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, mostró que la gran mayoría de las personas buscan al médico clínico: "[...] ante malestares somáticos asociados al estrés, angustia y estados del humor de tipo depresivo. Es el clínico quien prescribe una primera terapéutica psicofarmacológica y sólo en caso en que resulte fallida, el profesional deriva al psiquiatra para una interconsulta" (2010: 46). Así, los principales prescriptores de psicofármacos son médicos de varias especialidades —a saber: gastroenterólogos, ginecólogos o cardiólogos (Brasesco, 2010)—, y no los psiquiatras. Según la investigación del Observatorio Argentino de Drogas:

    En el marco de una sociedad en pleno proceso de pérdida del peso de las instituciones colectivas que regulaban la vida social, es el individuo el que "se hace cargo" del malestar social, llevando al plano personal, individual, las consecuencias de las crisis originadas en el plano de lo social y ejerciendo sobre el individuo nuevas demandas de autocontrol e iniciativa individual, en virtud de lo cual el psicotrópico se integra como herramienta en esa búsqueda de control de sí mismo, en pos de una vida más socializada (2010: 4).

En ese contexto, sentimientos como la inhibición, el decaimiento, la ansiedad o el insomnio tienden a ser tratados químicamente a través de sustancias tranquilizantes o estimulantes, que sirven para acallar el síntoma sin hacerse cargo del móvil que ha generado el sufrimiento. Tal situación es una amenaza a la práctica clínica, pues se atribuye a los psicofármacos la respuesta completa y absoluta a los sufrimientos humanos, dejando intacta la pérdida del yo que subyace al sufrimiento. El mayor problema oriundo de ese escenario quizás sea la farmacodependencia como el estilo de vida hegemónico en los siglos a porvenir.

No son pocas las dificultades e incomodidades que enfrentamos en la vida moderna, donde, por un lado, la búsqueda de pastillas puede tener origen en el deseo de poder rendir más y, por otro, deviene de la necesidad de sobrellevar el día tras día. En el primer caso, es la idea de calidad de vida y bienestar la que rige la medicalización. De acuerdo con el informe final del Observatorio Argentino de Drogas:

    Cuando el psicotrópico se convierte en una pastilla para el rendimiento puede tomar la característica de estimulante (para tener pilas), para frenar la excitación que trae la exigencia ("me pasé de rosca") o para el doble juego que llamamos el circuito del sube y baja: para estimularse (cargar pilas) y luego parar la excitación y poder recuperar fuerzas (2010: 78).

Ya en el segundo caso, la medicalización operaría como un bastón para que la persona pueda seguir "funcionando", para que pueda comparecer y, en ese caso,

    [...] el consumo de una pastilla para sentirse mejor cobra un significado muy distinto: el bienestar resulta más una cuestión de supervivencia que de competencia y superación. Más que un sujeto competente, aparece la idea de "apechugarla" para poder zafar, antes que para lograr el éxito individual (Sedronar, 2007: 83).

En los dos casos, el tratamiento del síntoma por la vía farmacológica está reemplazando la práctica terapéutica como procedimiento de intervención preferible por aquellos que se ven expuestos a los malestares psicosociales. Callar el síntoma es extremamente dañino, ya que éste nos ayuda a descifrar sus causas y discriminar su origen. En ese marco de análisis, no hacemos la defensa de que el uso de psicofármacos sea prescindible, más bien la crítica es dirigida a la medicalización sin la debida deliberación bioética. Además, puesto que los malestares en la contemporaneidad son manifestaciones del somático que se ha presentado con frecuencia como quejas difusas ubicadas en el cuerpo, todo parece indicar que lo más adecuado sería asistir a la fuente de este desamparo o sufrimiento que amenaza al paciente en varias direcciones, al revés de ofrecer la solución de medicamentos para quienes rechazan transformar el dolor en sufrimiento. Para Michel Onfray:

    Muchos ansiolíticos, antidepresivos y somníferos curan menos una patología manifiesta que la incapacidad del sujeto para vivir en paz en una civilización que recluta a sus miembros con violencia o destruye al que se resiste. Esta farmacia logra la sumisión y sujeción de los recalcitrantes con la ayuda de su transfiguración química en zombis. En el mundo, están fuera del mundo (2008: 181).

En esta línea, llamamos la atención sobre los debates que se desarrollan alrededor del proceso de elaboración de la quinta edición del Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders (DSM-V). En un texto recientemente publicado por el exjefe del Grupo de Tareas del DSM-IV, Allen Frances, es pun-gente su preocupación ante el primer borrador del DSM-V, especialmente en lo que se refiere a tasas más altas de trastornos mentales.

Esto aparece de dos maneras:

  • Nuevos diagnósticos que podrían ser extremadamente comunes en la población general (especialmente después del marketing de una siempre alerta industria farmacéutica).
  • Umbrales diagnósticos más bajos para muchos desórdenes existentes (2010, s/p).

El DSM-V podría crear decenas de millones de nuevos mal identificados pacientes "falsos positivos", exacerbando así, en alto grado, los problemas causados por un ya demasiado inclusivo DSM-IV. Habría excesivos tratamientos masivos con medicaciones innecesarias, caras, y, a menudo, bastante dañinas. El DSM-V aparece promoviendo lo que más hemos temido: la inclusión de muchas variantes normales bajo la rúbrica de enfermedad mental, con el resultado de que el concepto central de trastorno mental resulta enormemente indeterminado.

En suma, las preocupaciones de Frances tienen relación con el poder dado al campo de las intervenciones psiquiátricas y sus efectos sobre el proceso de medicalización de los malestares y padecimientos comunes al vivir. Es decir, ¿qué tipo de sociedad estará produciendo ese saber que se ejerce más y más sobre la vida cotidiana de los individuos, a través de clasificaciones arbitrarias a partir de categorías aparentemente objetivas?

A modo de desenlace

La medicalización y psicologización de lo social ha sometido la vida a un proceso de normativización a través de la gestión biopolítica de los cuerpos. Hoy en día, es como si se dijera: "¡Dime tu síntoma y te diré quién eres!", tal es la fuerza de las categorías psiquiátricas sobre las identidades. Sin embargo, este poder que tiene la psiquiatría de legislar sobre la identidad de los sujetos no se da de modo unidireccional, de arriba hacia abajo, sino que suele seguir caminos más intrincados.

Para Takabian: "La psicofarmacología que había nacido en el intento de devolverles a los locos su palabra y salvarlos de tratamientos abusivos e ineficaces, finalmente perdió parte de su prestigio al encerrar al sujeto en una nueva alineación" (2006: s/p). De hecho, el proceso de medicalización de la vida es un problema importante en la sociedad actual que está muy integrado a la ley de la oferta y la demanda, estableciendo un circuito voraz de consumo. De tal modo, si por un lado existe la promesa de felicidad y alivio rápido que la vía farmacéutica ofrece, por otro, existe el deseo de los "usuarios" de apartarse del sufrimiento. De esta manera, sufrir se ha transformado en una elección personal. A largo plazo, dicho proceso podría homogenizar la producción de subjetividad entre los que compran la ideología de la medicalización sin percatarse de las implicaciones biopolíticas y los que resisten a ésta. De cualquier modo, el gran peligro presentado por ese escenario, quizás, sea la farmacodependencia y la pérdida de autonomía del sujeto.

En efecto, al reducir el dolor, los sufrimientos y malestares psicosociales a los términos de la racionalidad científica, concedemos un poder excepcional a la respuesta farmacológica que nos alejará de nosotros mismos, pues nos quedaremos a merced de la red alienante del mercado de consumo y, al mismo tiempo, nos arriesgaremos a transformarnos en zombis que nada sienten. Además, cuanto más se extiende el paradigma de tratamiento basado en la prescripción de fármacos, mayor es la probabilidad de que sobrevenga una respuesta iatrogénica, o sea, el riesgo de inducir una patología (Whitaker, 2010).

Por ende, si seguimos por ese camino, ignorando cualquier contigüidad entre el yo y sus sufrimientos —en donde sufrir ya no es una elección aceptable—, estaremos ayudando a construir un mundo poblado de zombis desconfiados de la diferencia monstruosa de aquellos que resistieron a las imposiciones biopolíticas del régimen farmacopornográfico. En ese marco, vale recordar las palabras de Goethe, quien señaló: "También yo tengo por cierto que la humanidad acabará venciendo; sólo temo que, a la vez, el mundo llegue a ser un gran hospital, y cada hombre sea el enfermero de otro hombre" (citado en Laín,ont 1996: s.p.). ¿Habrán sido proféticas sus palabras?


Notas

1 Traducción mía.

2 "Un cyborg es un organismo cibernético, un híbrido de máquina y organismo, una criatura de realidad social y también de ficción. La realidad social son nuestras relaciones sociales vividas, nuestra construcción política más importante, un mundo cambiante de ficción" (Haraway, 1991: 253).

3 Aunque sea común la ingesta de psicofármacos con otras drogas, especialmente respecto al consumo de benzodiazepinas mezcladas con alcohol, no se hará hincapié en este tema, dado que nuestro interés recae sobre los psicofármacos como método de elección privilegiada para evitar al sufrimiento en el momento actual de la civilización, cuando se presentan profundos cambios en los lazos sociales.

4 Traducción mía.

5 La concepción de verdad a que nos referimos es la del Michel Foucault, para quien: "La verdad es de este mundo; está producida aquí gracias a múltiples imposiciones. Tiene aquí efectos reglamentados de poder" (1992: 198).

6 Se otorga al escritor inglés John William Polidori la creación de la legendaria figura del vampiro en 1819.

7 De acuerdo con el Observatorio Argentino de Drogas, en el 2006, casi un 20% de la población nacional, de entre 12 y 65 años, había hecho uso de tranquilizantes o ansiolíticos. En referencia al uso de tranquilizantes, los datos apuntan que: "Si bien el uso de tranquilizantes es mayoritariamente por prescripción médica, unas 600 mil [sic] personas se auto medicaron y otras 60 mil [sic], primero siguieron las indicaciones de un médico y luego continuaron administrando sus propias dosis" (Observatorio Argentino de Drogas, 2010: s/p).

8 Traducción mía.

9 Algunas de las películas lanzadas a partir del 2000 son: 28 Days Later (2002), Resident Evil (Paul Anderson, 2002, y sus secuelas), House of the Dead II: Dead Aim (Michael Hurst, 2005), Severed: Forest of the Dead (Carl Bessai, 2005), The Zombie Diaries (Kevin Gates y Michael Bartlett, 2006), I Am Legend (Francis Lawrence, 2007), Awaken the Dead (Jeff Brookshire, 2007), Deadgirl (Marcel Sarmiento y Gadi Harel, 2008), Quarantine (John Erick Dowdle, 2008), Zombie Strippers (Jay Lee, 2008), Zombies! Zombies! Zombies! (Jason Murphy, 2008), Plaguers (Brad Sykes, 2008), Zombieland (Ruben Fleischer, 2009), Doghouse (Jake West, 2009), Carriers (Àlex Pastor y David Pastor, 2009), Pontypool (Bruce McDonald, 2009), The Walking Dead (Frank Darabont, et ál., 2010, basado en una serie de historietas creadas en el 2003), The Crazies (Breck Eisner, 2010), Devil's Playground (Marc McQueen, 2010), Quarantine 2: Terminal (John Pogue, 2011) y World War Z (Marc Forster, 2013).

10 Traducción mía.

11 Traducción mía.

12 Traducción mía.

13 Traducción mía.

14 Traducción mía.


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