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Nómadas

versión impresa ISSN 0121-7550

Nómadas  no.45 Bogotá jul./dic. 2016

 

Paisaje racializado de la violencia en Colombia*

Paisagem racializada da violência em Colômbia

Racialized landscapes of violence in Colombia

Gerardo Vásquez Arenas**

* Este escrito se inscribe en el trabajo investigativo del Doctorado en Estudios Culturales Latinoamericanos 2014-2019, adelantado por el autor del presente artículo en la Universidad Andina Simón Bolívar de Quito (Ecuador), denominado "Concepciones 'otras' de hacer la(s) paz(es) en Colombia".
** Docente-investigador de la Facultad de Ciencias Sociales y Humanas de la Universidad de Antioquia, Medellín (Colombia). Allí mismo, integrante del grupo de investigación Estudios Interculturales y Decoloniales. Sociólogo de la Universidad de Antioquia; Magíster en Estudios Internacionales de Paz, Conflicto y Desarrollo de la Universidad Jaume I de Valencia (España); y DEA en Estudios Culturales Latinoamericanos de la Universidad Andina Simón Bolívar, Quito (Ecuador). E-mail: gevas2506@yahoo.es

Original recibido: 24/06/2016 aceptado: 25/09/2016


Resumen

El propósito del trabajo es reflexionar sobre la estrecha relación entre los procesos violentos instaurados en Colombia y los contenidos racializados que se habrían configurado de manera predominante en los márgenes del ámbito rural colombiano. El alcance de denuncia que pretende el escrito concluye que el paisaje racializado de la violencia actual en el país se encuentra delimitado por el pacto establecido entre el Estado y el capital, tanto de Colombia como de los Estados Unidos, a través del diseño y puesta en marcha del Plan Colombia como estrategia de guerra implícita en contra de las comunidades ancestrales rurales.

Palabras clave: violencia, racialización, Plan Colombia, pacto Estado-capital, destierro, comunidades ancestrales.


Resumo

O propósito do trabalho é refletir sobre a estreita relação entre os processos violentos estabelecidos na Colômbia e os conteúdos racializados que teriam se-gestado principalmente ao lado de ambiente camponês colombiano. O alcance da denúncia pretendido pelo escrito conclui que a paisagem racializada da viozência atual no país tem seus limites estabelecidos pelo pacto entre o Estado e o capital, tanto da Colômbia quanto dos Estados Unidos, mediante o desenho e a implementação do Plano Colômbia, como estratégia de guerra implícita contra as comunidades ancestrais rurais.

Palavras-chave: violência, racialização, Plano Colômbia, pacto Estado-capital, desterro, comunidades ancestrais.


Abstract

The purpose of this article is to examine the close relationship between the violence that has occurred in Colombia and the racialized factors that have predominantly shaped the rural areas of Colombia. The scope and claims of the article conclude that the racialized landscapes of current violence in the country is demarcated by the treaty established between the State and the assets of both Colombia and the United States, through the design and implementation of Plan Colombia, as an implicit war strategy against rural ancestral communities.

Key words: violence, racialization, Plan Colombia, State-assets treaty, exile, ancestral communities.


Pasan misiles ahítos de barbarie globalizados.
Mario Benedetti

Breve apunte histórico sobre la violencia racializada en Colombia

Desde la época que la historia oficial registra como el Descubrimiento de América, cuando las naves marítimas de la Corona española arribaron a las costas de lo que hoy llamamos Colombia, hasta el momento del denominado proceso de independencia de 1810, y siguiendo con la promulgación de las cartas constitucionales de 1886 y 1991, podemos evidenciar la continuidad histórica de los procesos violentos en el país, con fuertes contenidos racializados y manifestados por la invención de la idea de raza como instrumento de clasificación, para legitimar la dominación y la diferenciación social por parte de los europeos a partir del siglo XV, a su vez continuada por las élites políticas y económicas del establecimiento colombiano desde el siglo XIX hasta nuestros días.

La raza es un producto colonial que ha clasificado la diferencia como racialidad de los pueblos conquistados y, en la actualidad, como pueblos "minoritarios". Dicho de otro modo, la construcción de la raza obedece a la finalidad de la subyugación, la subalternización y la expropiación y, por tanto, la violencia fue y continúa siendo un instrumento para controlar socialmente lo "no europeo" o lo no desarrollado, es decir, a los denominados indios, negros y mestizos que se resisten al "progreso" y la "civilización".

La racialización, como elemento articulado a los procesos violentos en Colombia, es comprendida en este escrito desde la perspectiva que nos plantea Aníbal Quijano (2000) a través de la colonialidad del poder, definida como el establecimiento de una clasificación social racializada que creó el patrón mundial de poder capitalista eurocentrado y colonial/moderno desde finales del siglo XV, y que en la actualidad sigue vigente como instrumento creador de diferencias dicotómicas tales como superior/inferior, amo/esclavo, señor/siervo, civilizado/bárbaro, desarrollado/subdesarrollado, entre otras. En este sentido, Quijano considera que esta racialización se extendió desde América a una clasificación de la población mundial "en identidades 'raciales" y dividida entre los dominantes/superiores "europeos" y los dominados/inferiores "no-europeos" (2000:374). Es así como las diferencias fenotípicas han sido usadas como expresión externa de las diferencias "raciales" para justificar la violencia racializada en Colombia a través de estereotipos que presumen la "inferioridad racial" y, por tanto, la "falta de humanidad" que tendrían las comunidades ancestrales del país, asentadas primordialmente en el paisaje rural colombiano, que es finalmente el cuadro donde se configura el paisaje racializado de la violencia en Colombia.

Recordemos que estas comunidades ancestrales han sido reconocidas por el poder imperial español y criollo exclusivamente como minorías sociales para ser integradas al modelo colonial y republicano, respectivamente. Ahora bien, es importante mencionar que el reconocimiento que se les hace como minorías sociales no sólo configura el carácter violento que de por sí encubre dicho "reconocimiento", sino que, también, pretende naturalizar y legitimar la violencia sistemática que han padecido y enfrentado las comunidades ancestrales indígenas, afrodescendientes y campesinas en el paisaje rural colombiano, tanto en la época colonial como en el presente.

Lo anterior podría ser contestado por la historia oficial como algo impreciso en tanto se invocaría el cúmulo de conquistas alcanzadas por dichas comunidades y con las cuales habrían podido recrear sus culturas. En breve, se enarbolarían temas como la figura de los resguardos indígenas en la época colonial, la manumisión de los esclavos en 1851 y el reconocimiento en la Constitución Política de 1991, en la cual se establece que Colombia es una República multicultural y pluriétnica. No obstante, son también conocidos los motivos que llevaron tanto al Imperio español a establecer los resguardos indígenas como al poder criollo de la República del siglo XIX y la contemporánea a definir la manumisión de los esclavos o el reconocimiento constitucional de la pluriculturalidad. Estos motivos se encuentran relacionados con momentos de crisis económica, social y política que han conducido a que se den estas "conquistas sociales", las cuales, incluso, han sido objeto de contrarreformas y procesos violentos que han buscado aniquilar a las comunidades ancestrales. Uno de estos procesos violentos a los cuales hace referencia este escrito es el denominado Plan Colombia, que será analizado más adelante.

La relación entre violencia y racialización se convierte en elemento central del análisis que a continuación se realiza, a partir del diálogo con algunos de los planteamientos que establece Rita Segato (2010) en torno a los conceptos de raza y racialización, los cuales aparecen como elementos complementarios a la importante obra de Aníbal Quijano. En particular, puede destacarse el sentido político que le da Segato a la racialización cuando la define como formación de un capital racial positivo para el blanco y un capital racial negativo para el no blanco, que desaloja a este último del espacio hegemónico, del territorio usurpado donde habita el grupo que controla los recursos de la nación y que tiene acceso a los sellos y membretes estatales. En el mismo orden de análisis, sobresale el sentido histórico que Segato le imprime a la racialización y a la raza como signos en los cuerpos de una particular posición en la historia y de su asociación con un paisaje geopolíticamente marcado que precisamente racializa la diferencia entre los pueblos, en el sentido de biologizarla para legitimar la extracción de riqueza.

En tal sentido, el paisaje racializado de la violencia en Colombia, configurado a través de una guerra implícita en contra de las comunidades ancestrales ubicadas en el paisaje rural nacional, se propone como una interpretación no sólo para analizar, sino, también, para develar el grave ocultamiento de "un mestizaje políticamente anodino y disimuladamente etnocida" (Segato, 2010: 21). Este último nos imposibilita cambiar la historia de lo que nos constituye como habitantes de un territorio negado en su riqueza cultural por la hegemonía occidental, la cual ha pretendido comprimir el sentimiento de indignación y la capacidad argumentativa para denunciar el genocidio que hasta nuestros días se ha venido perpetrando en contra de las comunidades afrocolombianas, indígenas y campesinas en Colombia.

El Plan Colombia: pacto y estrategia internacional de violencia racializada

Tal como antes se mencionaba, la violencia racializada, en lo que hoy se conoce como la República de Colombia, ha estado presente de manera continua desde hace cinco siglos, pasando por la experiencia de la invasión española, el ascenso al poder de los criollos con el "grito de independencia" de 1810, las injerencias de potencias mundiales como Inglaterra y Francia, hasta llegar a la política intervencionista estadounidense a partir del triunfo alcanzado por los aliados en el marco de la denominada Segunda Guerra Mundial. Hitos históricos que han marcado directa o indirectamente el genocidio sobre la población indígena, afrodescendiente y campesina por parte de élites extranjeras y nacionales que no han cesado de cometer de manera abierta o soterrada las atrocidades que sempiternamente les caracteriza.

De acuerdo con lo que se viene expresando, se puede observar la fuerte relación que existe entre el proceso de racialización y las estrategias de guerra implementadas en el marco de la inteligencia militar, que son desplegadas a partir de lo que se denominará a lo largo de este escrito como pacto entre Estado y capital. Dicho pacto es entendido como la expresión oculta de una intencionalidad o acuerdo tácito donde confluyen diversos intereses a nivel económico y político por parte de empresas capitalistas e instituciones gubernamentales transnacionales, que buscan, por un lado, maximizar las ganancias de las mercancías que ofrecen y, por otro, garantizar la estabilidad política tanto internamente como a nivel internacional.

En la misma vía de análisis, el Plan Colombia ha sido un eslabón más en esta larga cadena de infamias de los poderes establecidos. Significa una nueva fase, más tecnológica e intensiva, de la violencia racializada a la que venimos asistiendo desde finales del siglo XX, y a la cual se ha sometido, de manera cruel y progresiva, a todas las comunidades afrocolombianas, indígenas y campesinas que históricamente han construido sus territorialidades ancestrales en el paisaje rural colombiano.

El 13 de julio del 2000, después de nueve meses de debate en el Congreso de los Estados Unidos, el presidente Bill Clinton firmó la Ley 106-246, mediante la cual se aprobaron 1.300 millones de dólares de ayuda económica al gobierno de Colombia para financiar el Plan Colombia. Aunque los gobiernos colombiano y estadounidense han reiterado que la finalidad de esta iniciativa ha sido la búsqueda de la paz en Colombia, es evidente que su columna vertebral es la militarización de la lucha antinarcóticos con fines contrainsurgentes, como se expondrá más adelante.

Entre los antecedentes que dieron origen al Plan Colombia, es importante reconocer el acelerado cambio ocurrido en términos de la correlación de las fuerzas de combate entre la insurgencia y el Estado colombiano a partir de la segunda mitad de los años noventa. Frente a esta situación, las élites en el poder alcanzaron un amplio consenso sobre la necesidad de reorganizar, fortalecer y pedir asesoría, entrenamiento y ayuda militar de los Estados Unidos para contener el avance de la guerrilla y buscar su derrota. Así, en la presidencia de Andrés Pastrana (1998-2002) se llevarían a cabo los diálogos en San Vicente del Caguán, convertidos en una herramienta para ganar tiempo en el diseño del Plan Colombia, con la ayuda y asesoría de las agencias de inteligencia de los Estados Unidos.

En correspondencia con lo anterior, la interpretación que se propone en este escrito es caracterizar el Plan Colombia como una narrativa metafórica para la consecución de la paz, que habría sido diseñada por el pacto establecido entre el Estado y el capital de los Estados Unidos, como una estrategia de guerra en contra del narcotráfico, la cual se transmutó, simultáneamente, en el pacto generado entre el Estado y el capital de Colombia como guerra en contra del narcoterrorismo, y donde ambas ofensivas se concretarían como parte de una estrategia de guerra oculta en contra del paisaje racializado. Este último objetivo habría sido diseñado desde sus inicios por el pacto Estado-capital tanto de los Estados Unidos como de Colombia, en gran parte para contener los beneficios jurídicos alcanzados principalmente por los grupos indígenas y afrocolombianos en el marco de la nueva Constitución Política de 1991. Por ejemplo, beneficios y herramientas jurídicas como la consulta previa que constituye un derecho de las comunidades ancestrales para protegerse constitucional y administrativamente de proyectos, obras o actividades que puedan causarles daño y que en algunos casos han impedido el establecimiento y puesta en marcha de macroproyectos lesivos para sus comunidades.

Para extender los argumentos del anterior planteamiento interpretativo, es importante destacar cómo el Plan Colombia, en la trasescena de la "política antidrogas" propuesta por el pacto establecido entre Estado y capital de los Estados Unidos, concibió la guerra en contra del narcotráfico como una metáfora legitimadora que permitía dar respuesta a dos propósitos centrales: uno de carácter político y otro de cuño económico.

El objetivo político cumplía con el interés de mantener y reposicionar la hegemonía norteamericana en América Latina, la cual empezaba a desestabilizarse gracias a las nuevas realidades políticas que se configuraban en la región andina, especialmente por el fuerte ascenso y protagonismo que se anunciaba con el proyecto político del presidente venezolano Hugo Chávez y la creciente inestabilidad política en el Ecuador, que ponía en riesgo la posibilidad de mantener un gobierno afecto a los intereses de los Estados Unidos ante la fuerza que representaba el movimiento indígena ecuatoriano en torno a la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (Conaie) para cambiar el rumbo político del país.

En cuanto al propósito económico, éste cumplía con la expectativa de los intereses capitalistas específicos trasnacionales, vinculados, entre otros, con la industria armamentista, la industria químico-farmacéutica, la industria petrolera, la minería y el llamado biocomercio. Y, desde luego, con el negocio multinacional del narcotráfico y todos los circuitos legales e ilegales que éste activa, pues, paradójicamente, la intensificación de la "guerra contra el narcotráfico" disparaba también las tasas de ganancia en torno a este negocio.

Es en el anterior contexto en el cual el Estado colombiano se va a consolidar como un importante socio de los Estados Unidos en la región al convertirse, por un lado, en instrumento de contención y disuasión político-militar hacia los proyectos políticos que amenazaban la hegemonía estadounidense y, por otro, en socio comercial preferencial. En este sentido, el Plan Colombia actuaría como un componente legitimador de la pretensión imperial concentrada en consolidar la hegemonía y la dominación en la región como marco de profundización de las transformaciones neoliberales emprendidas en Colombia durante la década de los noventa.

Teniendo en cuenta lo que se ha venido mencionando sobre la naturaleza del Plan Colombia, a éste lo podemos entender, partiendo de lo que Rita Segato (2014) sostiene en su trabajo sobre las nuevas formas de guerra, como expresión de la última representación del dominio por parte de la potencia imperial que apela a la proliferación de guerras inconclusas por todas las regiones del mundo como una forma de existencia en sí misma. Una de las razones para comprender esta forma de actuación, en esta fase apocalíptica de la potencia imperial, estaría marcada por la progresiva pérdida de control sobre la economía global y el desplazamiento del epicentro del capital que habría forzado a prepararse, desde hace por lo menos dos décadas, con inversiones descomunales en la investigación científico-tecnológica y en la industria bélica, puesto que "la guerra es su último naipe frente a la pérdida progresiva de dominio" (Segato, 2014: 341).

Porque si en realidad se hubiese querido tratar de afrontar el "problema" del narcotráfico, se habría tenido que definir, en los enunciados del Plan Colombia, la persecución a los grupos paramilitares que se encontraban fundamentalmente en las regiones del centro y norte del país, los cuales aparecían como comprobados traficantes de drogas y permanentes violadores de los derechos humanos. Pero lo real es que en el escalamiento de la guerra no se atacó ni a los paramilitares ni a la élite que dominaba el tráfico de cocaína y heroína sino que, de manera expresa, se señalaba la ofensiva en las áreas cultivadas de coca en el sur de Colombia con fuerte presencia guerrillera a través del entrenamiento y equipamiento de batallones antinarcóticos especiales y apoyo en inteligencia militar, la interdicción agresiva en la región andina, el fortalecimiento de la Policía Nacional de Colombia en las labores de erradicación de coca y amapola y la ampliación de la flotilla de aviones de fumigación (Presidencia de la República de Colombia, 1999).

Lo anterior certifica las advertencias realizadas desde diferentes orillas ideológicas en el país, sobre el agravamiento de la problemática de los derechos humanos y el crecimiento exponencial de los grupos paramilitares y de su accionar en las zonas en las que se hacía la mayor inversión de los recursos del Plan Colombia.

En este orden de ideas, parece claro que el interés de los Estados Unidos no era terminar con el narcotráfico sino profundizar el pacto entre Estado y capital imperial para tomar posiciones estratégicas en el paisaje político y militar andino. Será así entonces como pueda entenderse que tanto el interés implícito de la alianza Estado-capital de los Estados Unidos para posicionarse en la región, junto con el interés explícito por combatir el narcotráfico y a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), dentro del pacto Estado-capital en Colombia, encontraran las coordenadas que justificarían la ruta que les ha permitido navegar en la metáfora de la guerra en contra del narcoterrorismo, para lo cual, los atentados a las Torres Gemelas de Nueva York, sucedidos el 11 de septiembre del 2001, jugaron un papel importante como elemento legitimador de dicha metáfora.

Hay que afirmar que las metáforas anteriormente descriptas fueron establecidas como narrativas sustanciales que pretendían encubrir el verdadero pacto y la verdadera guerra que aún continúa reeditándose en el país: la alianza entre el Estado y el capital de los Estados Unidos y de Colombia como estrategia de guerra en contra del paisaje racializado del país. Ahora bien, la pregunta que seguramente puede surgir de la anterior afirmación es ¿por qué una estrategia de guerra en contra de las comunidades afrocolombianas, indígenas y campesinas del paisaje rural colombiano?

La pregunta es oportuna, ya que es precisamente aquí donde se encuentra el quid del asunto, pues desde los estándares e indicadores tradicionales del desarrollo que utiliza la ONU, estas comunidades ancestrales son etiquetadas como pobres en tanto que sus economías propias se encuentran alejadas del principio de la mercantilización de todas las cosas o porque son, dicho de otra manera, disfuncionales al capital. En este sentido, es importante destacar la conflictividad presentada entre las comunidades ancestrales con todos los gobiernos y empresarios de turno por los intereses opuestos que tienen respecto a los denominados recursos naturales, en términos de que mientras para las primeras no son recursos, sino la madre tierra a la cual hay que cuidar, para los segundos son riquezas que deben ser explotadas para el "desarrollo, progreso y bienestar del país".

Como puede constatarse, el interés del capital es explotar las riquezas económicas que se encuentran en los territorios de las comunidades ancestrales, lo que choca con la concepción que éstas tienen del territorio como espacio sagrado. Es en este marco de comprensión que puede explicarse cómo el destierro, el cual ha sido eufemísticamente naturalizado como desplazamiento forzado, ha sido una práctica violenta racializada que no sólo responde a lógicas de guerra, sino que también se encuentra asociado con una estrategia de acumulación económica que es menos visible a medida que se intensifica el conflicto armado.

Sin duda alguna, el destierro es una de las manifestaciones que concentra los efectos más negativos del Plan Colombia, por lo que un número incuantificable de personas, familias e incluso poblaciones enteras deben dejarlo todo tras de sí para salvaguardar su vida, libertad e integridad. El desarraigo, la multiplicidad de pérdidas afectivas, materiales y simbólicas asociadas con los procesos violentos de diáspora y despojo que conlleva el destierro, socavan desde las bases más profundas las posibilidades de construcción de una sociedad con justicia social, dignidad y pluralidad, que constituyen principios formalmente establecidos en la Constitución colombiana.

Por esto hay fuertes conexiones entre el destierro y el desarrollo de megaproyectos, casi siempre relacionados con el uso intensivo de los denominados recursos naturales. En efecto, la mayor parte de las personas son desterradas de regiones en las que hay iniciativas agroindustriales, macroproyectos, obras de infraestructura, riquezas naturales, y no propiamente de las zonas más deprimidas desde el punto de vista económico. De tal manera que no sólo hay destierro porque hay guerra, sino que hay más guerra para desterrar más gente, porque los intereses económicos, que van más allá de la simple tenencia de la tierra, así lo determinan, y porque el conflicto armado es un escenario favorable para afirmar este tipo de relaciones de poder.

Para visualizar claramente el anterior planteamiento, observamos en la figura 1 algunas de las cifras que nos permitirán dimensionar la directa relación que existe entre el fenómeno del destierro y la cruda dimensión de las consecuencias generadas por la implementación del Plan Colombia desde sus inicios, al igual que sus tendencias año por año.

Como puede verse, el fenómeno del destierro, encubierto y naturalizado como desplazamiento forzado, tendrá sus picos más altos en los inicios del Plan Colombia y se mantendrá de manera sostenida en sus primeros 10 años, según datos oficiales generados por la Unidad de Atención y Reparación Integral a las Víctimas (UARIV). Estas cifras oficiales del gobierno nos señalan un acumulado de cerca de 7.000.000 de personas desterradas. Pero debe mencionarse que el dato es sin duda mayor si tenemos en cuenta el subregistro que se presenta por el rechazo a inscribirse ante el sistema gubernamental y la decisión de las comunidades de no acudir al registro por temor o desconfianza. Esto significa que la reparación integral a todas las víctimas, requisito esencial para la paz, implica un esfuerzo semejante a la construcción de una ciudad como Bogotá con viviendas, hospitales, centros de educación, fuentes de trabajo, acompañamiento psicosocial, museos y otras iniciativas de verdad y memoria, además de los debidos procesos de justicia, indemnización, y demás ejercicios de garantía de derechos y oportunidades para las personas, las colectividades y los pueblos.

Si bien se puede señalar que en el marco de la implementación del Plan Colombia las exorbitantes cifras de crecimiento del destierro han descendido, respecto a las que se registraron durante los períodos de gobierno de Andrés Pastrana y Álvaro Uribe, cuando los promedios anuales alcanzaron las cifras de 519.047 y 428.391 personas, respectivamente, es también necesario recalcar que el destierro sigue siendo una catástrofe humanitaria en permanente incremento en el país, con cifras muy superiores a las que llevaron a la nación y al mundo a alertarse sobre el problema y generar las reacciones correspondientes como la presencia de organismos multilaterales y agencias de cooperación, y la expedición de lineamientos de política como la Ley 387 y las primeras acciones de atención de emergencias en los inicios de los años noventa. Igualmente, debe advertirse que el proceso de las conversaciones con las FARC ha contribuido a salir de esos altísimos niveles de crecimiento del destierro.

Ahora bien, lo que no se evidencia, a la hora de la presentación de las ya anotadas y tan macabras cifras, es el rostro racializado que éstas contienen puesto que la guerra contra buena parte de la población colombiana, especialmente contra campesinos, afrodescendientes e indígenas, continúa sin cesar. Por esto, debe denunciarse cómo se sigue generando, al margen de los diálogos y el cumplimiento de los compromisos de las partes en La Habana, una de las más graves catástrofes humanitarias en el mundo. Los enfrentamientos bélicos tuvieron importantes reducciones en el 2015 que se vieron reflejados en cierta disminución del destierro masivo, pero las afectaciones a las poblaciones, por lo menos en términos de destierro general, no se reducen. Por tanto, hoy puede afirmarse que el destierro no es sólo un efecto colateral del conflicto armado, sino que, por el contrario, es una de las estrategias centrales del pacto Estado-capital estadunidense y colombiano, así como de las partes enfrentadas, y de quienes auspician y se lucran con la confrontación.

En el período que se viene analizando, los distintos actores armados no han cesado de realizar bloqueos, amenazas, reclutamientos, secuestros, asesinatos selectivos, masacres, y de provocar el destierro individual, familiar y en forma de éxodos masivos y múltiples. Estas acciones han sido más funestas y visibles en zonas rurales y de manera particular en los territorios de propiedad colectiva de las comunidades ancestrales.

El destierro de las denominadas minorías étnicas implica en la práctica la inmersión de pueblos indígenas, comunidades afrocolombianas, campesinas, gitanas y raizales en muy profundos procesos de transformación social, económica, política y cultural que en casos extremos ha conllevado a su extinción física y cultural. En este sentido, en el Informe del Relator Especial de la ONU para los derechos de los pueblos indígenas del 2009 se expresa el crítico panorama que atraviesan los pueblos indígenas y de manera especial, la situación que viven 28 de ellos, los cuales están al borde de la extinción. Plantea el Informe que estos 28 pueblos que representan el 30,4 % del total existente en Colombia, actualmente tienen poblaciones que no superan las 500 personas, la mayoría de ellos se ubican en la región amazónica y 4 tienen poblaciones por debajo de las 60 personas. Esta dinámica demográfica se tiende a agravar en la medida en que se integran sus territorios por efectos de la colonización, la presencia de grandes empresas y la guerra racializada encubierta. Un ejemplo bastante conocido, por su difusión en los medios de comunicación, ha sido la reciente historia de la población Nukak Makú1, que nos permite dimensionar la forma como un pueblo de manera acelerada experimenta la reducción de su población y la degradación de su cultura por el contacto con la "civilización" (ONIC, 2009).

Los pueblos indígenas que se encuentran en vías de extinción, según los registros que presenta la ONIC, están ubicados en su mayoría en el sur del país, zona donde precisamente se han venido adelantado las principales acciones del Plan Colombia. Por esto, la guerra racializada debe ser nombrada y denunciada, porque dicho Plan encubre el genocidio cultural de pueblos indígenas como el Yamalero, Makaguaje, Pisamira, Tsiripu, Eduria, Piaroa, Wipijiwi, Muinane, Yaruro, Dujos, Judpa, Yauna, Bara, Ocaina, Yohop, Amorua, Chiricoa, Nonuya, Kawiyari, Carabayo, Matapi, Kacua, Achagua, Carijona, Tatuyo, Tariano, Yagua, Masiguare, Guayavero, Carapana y Bora.

De otro lado, encontramos en el conjunto de acciones del Plan Colombia, una de las actividades más devastadoras en la vida cotidiana de las comunidades como han sido las aspersiones indiscriminadas de glifosato, las cuales se han materializado en la pérdida de cultivos de pan coger, enfermedades en personas y animales, muertes de niños por reacción a los químicos, pérdida de autonomía de los pueblos y la contaminación de fuentes hídricas y de recursos medicinales tradicionales. De igual forma, las erradicaciones manuales han generado señalamientos por parte de los grupos armados a miembros de las comunidades ancestrales. Adicionalmente, las actividades no tradicionales o las trasformaciones arbitrarias en los modos de producción en el territorio y los megaproyectos irrumpen en la armonía de los pueblos, su cosmogonía y su autonomía.

Hay que evidenciar cómo los múltiples ataques a estas comunidades ancestrales y las acciones de los actores armados han estrangulado las redes de aprovisionamiento, sostenimiento alimentario e ingresos; deterioran las formas e instancias de autogobierno y los mecanismos de resolución de conflictos intraétnicos e interétnicos; debilitan, eliminan o suplantan los dispositivos de control social interno; transforman las pautas culturales y de socialización; y rompen los circuitos de intercambio económico, cultural y político, colocando a las comunidades en condiciones de extrema vulnerabilidad.

Según la Agencia Presidencial para la Acción Social y la Cooperación Internacional (Codhes) (2007), entre enero y septiembre del 2007, alrededor de 17.703 personas fueron desterradas de 75 municipios en los cuales hay mayoría de población afrocolombiana que se encuentra ubicada en territorios colectivos. La misma fuente precisa que entre 1997 y el 2007 son por lo menos 355.629 personas de comunidades afrocolombianas las que han sido desterradas por la violencia. Igualmente, sigue la relación perversa entre titulación colectiva, la implementación de megaproyectos, los avances de la guerra y el destierro. En la Audiencia de Octubre que la Corte Constitucional convocó para la población afrocolombiana desterrada se escucharon repetidamente casos de expulsión con fines de apropiación de los territorios para la explotación económica de los recursos naturales, implementación de megaproyectos de infraestructura y de agroindustria como palma africana, explotación forestal, explotación minera, imposición de cultivos de uso ilícito, ganadería extensiva y disputa territorial entre los distintos actores armados (Codhes, 2007).

Lo anterior es una clara muestra de cómo la población afrodescendiente en el corredor del Pacífico ha sufrido un impacto desproporcionado por la confrontación armada y las violencias estructurales derivadas de la discriminación racial. Los ataques recientes en los que han resultado víctimas estas comunidades incluyen voladura de torres de energía, atentados indiscriminados con artefactos explosivos, bombardeos, múltiples desplazamientos forzados, confinamiento, asesinatos selectivos, amenazas colectivas e individuales, entre otras acciones que se constituyen en violaciones a los derechos humanos y a las libertades fundamentales de los afrodescendientes y demás habitantes de esta región. En los departamentos del Pacífico colombiano, se encuentran ubicados un importante número de territorios colectivos pertenecientes a comunidades negras y, según Codhes (2015), el 21% de las víctimas de destierro registradas en el Registro Único de Víctimas (RUV) han salido de departamentos y municipios principalmente afrodescendientes.

En conclusión, las evidencias e interpretaciones que se vienen exponiendo muestran cómo el Plan Colombia, más que una estrategia para la paz en el país, ha sido un pacto y una estrategia internacional de la violencia racializada que han vivido las comunidades ancestrales, especialmente las ubicadas en el paisaje rural del país.

Elementos de comprensión sobre la violencia racializada actual

Si bien ya se ha planteado en páginas anteriores cómo la violencia racializada que se ejerce sobre las comunidades ancestrales es un proceso de larga duración y es un fenómeno que se puede identificar en distintos momentos de la historia del país, es posible también constatar que las conquistas constitucionales alcanzadas por dichas comunidades en los últimos veinticinco años, las cuales les han permitido constituirse en actores sociales de primer orden, no sólo les ha proporcionado herramientas para la interpelación política al Estado frente a sus derechos en los ámbitos social, económico, político y cultural, sino que, al mismo tiempo, se han convertido en objeto de la más aguda represión en todas sus manifestaciones, algunas han sido ya descriptas.

En consecuencia, es clave mencionar que la violencia racializada a través del Plan Colombia ha sido una clara respuesta del pacto entre el Estado-capital de los Estados Unidos y el colombiano para contener el protagonismo político de las comunidades ancestrales que, por la vía constitucional, han demostrado su capacidad de interlocución para proponer otras maneras de construir país. Así, el trasfondo de lo que se viene planteando tiene como antecedente central las históricas tensiones que se han configurado entre las diferentes organizaciones de las comunidades afrocolombianas, indígenas y campesinas del paisaje rural colombiano con diferentes empresas multinacionales interesadas en adelantar algunos megaproyectos que se han encontrado con importantes procesos de resistencia por los inmensos daños que estos ocasionarían a sus territorios, o que ya lo están ocasionando en tanto han logrado desterrar de sus propiedades colectivas a algunos grupos a través de permanentes amenazas y asesinatos selectivos2.

Es importante recordar que esta región cuenta con una gigantesca riqueza petrolera, mineral y de diversidad biológica, la cual es asumida por las comunidades ancestrales desde lógicas y prácticas disfuncionales frente a la acumulación del capital, por el estrecho vínculo que estos pueblos establecen con la naturaleza. En esta línea de análisis, la lógica disfuncional al capital, desde la cual asumen las comunidades la vida cotidiana en sus territorios, genera restricciones a la actuación normal del pacto Estado-capital colombiano y estadunidense que son sorteadas a través de diferentes estrategias como la guerra, que es sin duda la forma principal utilizada y la cual, de forma simultánea, es alternada con la estrategia de la ayuda oficial para el desarrollo (AOD) que construye discursos y prácticas institucionalizadas a partir de la creciente ola del denominado desarrollo sostenible y el desarrollo económico alternativo3, los cuales no son compatibles con las filosofías y prácticas disfuncionales al capital que viven estas comunidades.

En este sentido, la disfuncionalidad al capital que tienen las comunidades ancestrales en Colombia se convierte en un elemento disruptivo para la tan proclamada inversión extranjera, desde la cual se pretende convertir a Colombia en una potencia económica de la región. Esta contradicción es encubierta de manera sistemática con la lucha contra el narcotráfico y el narcoterrorismo, que si bien cosntituyen fenómenos reales, son también parte de la creación de una estrategia de socavamiento cultural, social, político y económico de alta intensidad, a la cual han venido resistiendo y enfrentando de manera valerosa las comunidades ancestrales del país.

Recientemente, a raíz de la celebración del pacto entre el Estado y el capital estadunidense y colombiano, informaba el director del Departamento Nacional de Planeación (DNP) (2016) Simón Gaviria, que mientras Estados Unidos apoyaba al país con 9.600 millones de dólares en los últimos 15 años, el Estado colombiano en igual periodo de tiempo destinó 131.000 millones de dólares para el fortalecimiento del sector de defensa. De cada 10 dólares, 7 se invirtieron en el componente militar y 3 fueron destinados al desarrollo económico y social.

Como puede verse, la inversión en la violencia racializada es el verdadero asunto que se juega de manera encubierta, ya que no se expresa que el Plan Colombia sea una estrategia para desocupar grandes extensiones de tierra y dejarlas al servicio del gran capital transnacional. En suma, el pacto Estado-capital se inventa otros conflictos para soslayar la verdadera guerra oculta en contra de la indeterminada "población civil", porque este concepto encubre el verdadero rostro racializado de las víctimas que está colocando la guerra no nombrada en contra de las comunidades afrocolombianas, indígenas y campesinas que persisten en medio de las adversidades en la construcción de sus propios procesos organizativos a través de la formación nacional de alteridad, según la define Segato en su obra La nación y sus otros (2007), como parte de "la producción y el trazado de líneas de fracturas propias de procesos históricos particulares que configuran la matriz de producción de diferencia" (2007: 28).

En suma, la violencia racializada tiene una intencionalidad clara: impedir el ejercicio de la autonomía de las comunidades ancestrales en sus territorios. Los intereses de las élites locales, multinacionales, narcotráfico y diferentes grupos armados se han unido para desterrar y asesinar a miembros de estas comunidades, buscando debilitar las estructuras comunitarias que se resisten a desaparecer. Es importante constatar que, si bien existen diversas formas de ejercer presión sobre las comunidades ancestrales en la perspectiva de imponer una concepción de desarrollo, un indicador que permite visualizar claramente la situación crítica de estas comunidades es el asesinato de tipo político, es decir, el asesinato realizado sobre gobernantes indígenas, líderes afrocolombianos, campesinos y personas caracterizadas por la defensa de la autonomía.

En el caso de los pueblos indígenas, según cifras de la ONIC, en el período que va de 1974 hasta el 2009 han sido asesinados por este motivo un total de 2.351, pero es importante constatar que, de ese total, el 81% corresponde al período comprendido entre 1998 hasta el 2009, es decir, en los últimos 10 años la cifra de asesinatos políticos llega a 1.905, que es cuando se adelantan las acciones del siniestro Plan Colombia. Las cifras del asesinato político siempre presentan un subregistro, situación que se observa por los eventos que se identifican como desaparición forzosa y que, al cabo del tiempo, luego de investigaciones que en ciertos casos duran varios años, aparecen como un asesinato de carácter político (ONIC, 2009: 19).

Ahora bien, el paisaje racializado de la guerra en Colombia, como posibilidad analítica de nombrar lo no nombrado hasta el momento, es importante entenderlo más allá de la raza como un asunto de carácter fenotípico, ya que el

[...] no-blanco no es necesariamente el otro indio o africano, sino un otro que tiene la marca del indio o del africano, la huella de su subordinación histórica. Son estos no-blancos quienes constituyen las grandes masas de población desposeída. Si algún patrimonio en común tienen estas multitudes es justamente la herencia de su desposesión. (Segato, 2007: 23)

Por lo anterior, es preciso afirmar que el paisaje racializado de la guerra en Colombia no sólo abarca a las comunidades afrocolombianas e indígenas sino, también, a las comunidades campesinas, las cuales han sido empobrecidas por la intervención del pacto Estado-capital a través de sus diferentes estrategias de desarrollo y modernización que se han impuesto en sus territorios. Son comunidades campesinas que en el momento de ser nombradas aparecen como "población civil" o, en su diferencia como marca racial, en la categoría de otros, lo que lleva a encubrir el proceso de racialización al que se ha sometido a la mayoría de las personas ubicadas en el paisaje rural colombiano.

De otro lado, es importante destacar cómo la disputa del Estado-capital en contra de las formaciones nacionales de alteridad, propias de las comunidades afrocolombianas, indígenas y campesinas de Colombia, encuentra en "las nuevas formas de la guerra, caracterizadas por la informalidad, un espacio intersticial que podemos caracterizar como para-estatal porque se encuentra controlado por corporaciones armadas con participación de efectivos estatales y para estatales" (Segato, 2014: 341). En este sentido, son varios los estudios realizados en Colombia que señalan el destacado papel que han jugado las diferentes estructuras criminales del paramilitarismo4 en la mencionada alianza.

En relación con este último punto es importante problematizar una de las metáforas que más se han ventilado en Colombia y otros países de la región, como ha sido la denominada captura del Estado por las mafias del narcotráfico, aún vigente en nuestros días y conocida en una de sus versiones como la parapolítica. Sin duda que esta condición hace parte de la dinámica actual de la violencia experimentada en el país, sin embargo, en la línea de análisis propuesta por Segato, al parecer desde las nuevas formas de guerra, las acciones paraestatales no se configuran como expresiones autónomas sino como definiciones manipuladas por parte del Estado.

Lo anterior es comprensible si entendemos la imposibilidad que tiene el Estado de aparecer de manera abierta como trasgresor de la legalidad establecida dentro de las normas constitucionales de la República, por lo cual, sus manipulaciones y lo que podemos llamar el trabajo sucio debe hacerlo de manera soterrada. Así, podríamos afirmar que el fenómeno realmente ocurrido en las nuevas formas de la guerra en Colombia es la captura del crimen por parte del Estado.

Esta captura del crimen por parte del Estado puede observarse claramente en la crisis sin precedentes que se presentó dentro del Congreso de la República cuando la Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia vinculó a investigaciones sobre los nexos entre paramilitares y políticos en ejercicio activo a cerca de 80 parlamentarios. La mayoría de estos legisladores fueron acusados y condenados por concierto para delinquir agravado, pues según la tesis de la Corte Suprema de Justicia, no sólo se beneficiaron de los paramilitares, sino que hacían parte activa de dichos grupos y algunos de ellos fueron quienes determinaron la realización de horrendas masacres, como la acusación que se hacía al senador Álvaro García Romero, a quien la Corte Suprema acusó de ser el determinador de la masacre de Macayepo en el departamento de Sucre.

Para concluir esta reflexión y continuando con la tesis del paisaje racializado de la violencia en Colombia, la cual se sustenta desde una perspectiva política amplia y comprometida con las comunidades afrocolombianas, indígenas y campesinas que se encuentran ubicadas en el paisaje rural colombiano, estas comunidades sufren a diario los atropellos de los guerreros que tienen entre sus propósitos centrales el acaparamiento de sus tierras o que éstas se sumen al proceso colonizador que se les quiere imponer desde la alianza Estado-capital estadunidense y colombiano a través de la inclusión de los paquetes del desarrollo de diferente cuño.

Pero, más allá de la violencia racializada y tras de ésta, se sitúan factores que dan preponderancia a los proyectos económicos, por encima del derecho a la participación, la consulta previa y la autonomía de las comunidades; podemos encontrar iniciativas como el Proyecto de Interés Nacional Estratégico (Pines) y las Zonas de Interés de Desarrollo Rural Económico y Social (Zidres) que aparecen como nuevas amenazas tendientes a que los territorios ancestrales sean dedicados a la explotación económica rentable e intensiva y sean manejados y adueñados sin ningún tipo de participación o consulta previa de las comunidades ancestrales.

El Plan Colombia, con el cual se ha pretendido someter a las comunidades afrocolombianas, indígenas y campesinas con la argucia del violento proyecto "civilizador", ha sido una estrategia encubierta de la violencia racializada a través de la cual se trata de contener de manera sistemática la construcción histórica de las territorialidades ancestrales en el amplio y profundo paisaje rural colombiano.

Lo que no parece advertir la élite criolla de nuestro país es que la raza, tal como lo plantea Segato (2012), no está debidamente nombrada, por lo cual, no logramos observar bien que todos somos racializados y que por esto mismo, no logramos comprender la lectura de nuestros cuerpos como una historia que ha dividido el mundo entre colonizadores y colonizados, y que quienes estamos en el sur del planeta, incluyendo a esta élite, somos leídos, clasificados y racializados por parte de los que se ubican al norte del globo con referencia al paisaje geopolítico al que pertenecemos.

En este sentido, el mestizaje, que fue construido como un camino homogeneizador en dirección a la blancura para constituirse como "utopía mestiza", unificadora de la nacionalidad de una amalgama de sociedades, ha producido el olvido de sus linajes originarios que deberán revertirse para apostarle a un proyecto común que vincule las diferentes formaciones nacionales de alteridad con sus perspectivas del mundo para construir otros mundos posibles desde el país y la región.


Notas

  1. Pueblo indígena que ha vivido entre los ríos Guaviare e Inírida en el departamento de Guaviare. Después de la persecución que sufrieron para ser capturados como esclavos de las explotaciones de caucho en la región a finales del siglo XIX y comienzos del XX durante la llamada fiebre del caucho, los nukak se aislaron de todo contacto hasta 1965, cuando la colonización ganadera llegó a su territorio y algunos murieron a manos de colonos. Se volvió a tener noticias de ellos en 1988 cuando un grupo de 49 llegó a Calamar, Guaviare, huyendo de un ataque de los colonos que cultivaban coca en las cercanías del río Guaviare.

  2. El 25 de abril del 2005 se dio a conocer por fuentes humanitarias que el Gobierno incumplió los compromisos asumidos ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos para proteger el territorio de ciertas comunidades negras del noroeste del país. La Comisión Intereclesial de Justicia y Paz (CIJP) advirtió en Bogotá que el gobierno de Uribe no ordenó suspender un gigantesco proyecto de siembra de palmas de aceite en las tierras de propiedad colectiva de esos asentamientos negros. Por el contrario, la CIJP planteó que los promo tores del proyecto intensificaron la preparación del terreno para nuevas plantaciones en zonas selváticas de Curvaradó y Jiguamindó, en el departamento del Chocó. Además, los lugareños que trataban de defender sus tierras afrontaron nuevas amenazas de muerte, según la ONG que prestaba asistencia a estas comunidades en esta región fronteriza con Panamá.

  3. En el documento del Plan Colombia se plantea que se debe crear el espacio para soluciones alternativas a los cultivos ilícitos, al igual que asegurar que los cultivos alternativos respondan a los retos de un sector agrícola moderno, pues señala que esto generaría empleo en el sector rural y que sería vital para el éxito de la estrategia general para la paz y el desarrollo.

  4. De las 1.982 masacres documentadas por el Grupo de Memoria Histórica (GMH) entre 1980 y el 2012, los grupos paramilitares perpetraron 1.166, es decir, el 58,9% de éstas. Las guerrillas fueron responsables de 343 y la Fuerza Pública de 158, lo que equivale al 17,3% y al 7,9%, respectivamente. Por otra parte, 295 masacres, equivalentes al 14,8 % del total, fueron cometidas por grupos armados cuya identidad no se pudo esclarecer. Las 20 masacres restantes corresponden a acciones conjuntas de grupos paramilitares y miembros de la fuerza pública, o a acciones de otros grupos armados (agentes extranjeros o milicias populares). Esto significa que, aproximadamente, por cada masacre que perpetraron los grupos guerrilleros, los paramilitares efectuaron 3. En los asesinatos selectivos documentados la tendencia es igual. Entre 1981 y el 2012, 16.346 acciones de asesinato selectivo produjeron 23.161 víctimas. De este total, 8.903 personas fueron asesinadas selectivamente por grupos paramilitares, lo que corresponde al 38,4%; 6.406, es decir, el 27,7% de las víctimas, fueron asesinadas por grupos armados no identificados; 3.899 o el 16,8% fueron víctimas de las guerrillas; 2.339, correspondientes al 10,1% del total de asesinatos selectivos, los causaron miembros de la fuerza pública; 1.511, es decir, el 6,5% de las víctimas fueron asesinados por desconocidos; 83 asesinatos, o el 0,4% del total, fueron el resultado de acciones conjuntas de grupos paramilitares y miembros de la fuerza pública; y, finalmente, 13 asesinatos fueron perpetrados por otros grupos (GMH, 2013).


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