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Nómadas

Print version ISSN 0121-7550

Nómadas  no.51 Bogotá July/Dec. 2019

https://doi.org/10.30578/nomadas.n51a6 

Tema monográfico

La "princesa antropóloga": disciplinamiento de cuerpos feminizados y método etnográfico*

A "princesa antropóloga": disciplinamento de corpos feminizados e método etnográfico

The "Anthropologist Princess": Disciplining Feminized Bodies and the Ethnographic Method

Ingrid Espitia-Beltrán** 

Diana Ojeda-Ojeda*** 

Claudia Rivera-Amarillo**** 

** Estudiante de la Maestría en Estudios de Género de la Universidad Nacional de Colombia, Bogotá (Colombia). Antropóloga de la Pontificia Universidad Javeriana (PUJ). E-mail: espitia.i@javeriana.edu.co.

*** Profesora asociada del Cider, Universidad de los Andes, Bogotá (Colombia). Doctora en Geografía de la Universidad de Clark. E-mail: dianaojeda@gmail.com.

**** Profesora de cátedra del Departamento de Antropología de la PUJ, Bogotá (Colombia). Magíster en Historia Social de la Universidad Federal de Río de Janeiro y Antropóloga de la Universidad Nacional de Colombia. E-mail: rivera-claudia@javeriana.edu.co.


RESUMEN

El artículo reflexiona sobre las prácticas de disciplinamiento de los cuerpos que hacen etnografía; para ello, explora la formación en pregrado en ciencias sociales en Colombia. Se basa en el análisis de 32 programas de enseñanza de metodologías cualitativas y en un proyecto de investigación sobre formación a estudiantes. Encuentra que ese entrenamiento se apoya en la comprensión del etnógrafo como un cuerpo capaz, valiente y masculino. Retoma la expresión "princesa antropóloga" para hacer referencia a ese proceso de disciplinamiento que produce cuerpos fuera de lugar y "el campo" como un lugar agreste.

Palabras clave: etnografía; antropología; trabajo de campo; feminismo; género; Universidad

RESUMO

El O artigo reflete sobre as práticas de disciplinamento dos corpos que fazem etnografia. Para fazer isso, pesquisa a graduagño em ciencias sociais na Colombia. Baseia-se na análise de 32 sílabas de metodologias qualitativas e em um projeto de pesquisa sobre treinamento de estudantes. Evidencia-se que esse treinamento é baseado no entendimento do etnógrafo como um corpo capaz, corajoso e masculino. Retoma a expressáo "princesa antropóloga" para se referir a esse processo de disciplinamento que produz corpos fora de lugar e "o campo" como um lugar agreste.

Palavras-chave: etnografia; antropologia; trabalho de campo; feminismo; genero; Universidade

ABSTRACT

The article reflects on the disciplining practices of bodies doing ethnography. To do this, it explores undergraduate training in social sciences in Colombia. It analyzes 32 syllabi on qualitative methodologies and a research project on training for students. Its findings show that this training stands on the idea of the ethnographer as a capable, brave and masculine body. It takes up the expression "anthropologist princess" to refer to the discipline process that produces out-of-place bodies and "the field" as a rough place.

Keywords: Ethnography; Anthropology; Field Work; Feminism; Gender; University

Introducción

El propósito de este artículo es reflexionar sobre las prácticas de disciplinamiento de los cuerpos que hacen etnografía. La enseñanza y el aprendizaje de las técnicas etnográficas y del trabajo de campo en ciencias sociales en Colombia han estado basados, históricamente, en el arquetipo del etnógrafo: un cuerpo capaz, valiente y masculino. De ahí que insultos u ofensas emitidos durante las clases, los trabajos de campo y los proyectos de investigación, como "princesa" y sus variaciones, pongan en marcha un proceso de disciplinamiento cuyo objetivo es corregir, a través de su feminización, comportamientos o actitudes considerados inapropiados. Estos insultos, usualmente contra mujeres estudiantes jóvenes, vienen de profesores/as, compañeros/as quienes reafirman constantemente cuál es la manera apropiada de hacer trabajo de campo. Como mostramos aquí, las implicaciones de estas prácticas no se limitan al silencio y al miedo, sino que producen: cuerpos fuera de lugar, "el campo" como un lugar lejano y agreste y la investigación como un fin último que excusa distintas formas de violencia sobre ciertos cuerpos. En este artículo retomamos la expresión "princesa antropóloga" para hacer referencia a ese proceso de enseñanza-aprendizaje y a las violencias que implica. De este modo proponemos una reflexión sobre sus repercusiones y sobre las posibles formas de desestabilizarlo.

Metodológicamente nos apoyamos en: i) el análisis de 32 programas de metodologías cualitativas y etnográficas provenientes, en su mayoría, de planes de estudio de pregrados ofrecidos entre el 2008 y el 2018 en 7 universidades en Bogotá (3 públicas y 4 privadas), y dirigidos principalmente a estudiantes de antropología y ciencias sociales. Estos nos fueron facilitados por sus docentes y estudiantes. ii) Las reflexiones colectivas en torno a nuestra propia experiencia como estudiantes, docentes e investigadoras en universidades públicas y privadas de Bogotá. Dentro de esta experiencia incluimos los resultados del proyecto "Propuesta de lineamientos para las salidas de campo" . La información relacionada con el proyecto proviene de múltiples conversaciones con estudiantes de la Pontificia Universidad Javeriana (12 estudiantes que en ese momento estaban realizando su tesis en la Facultad de Ciencias Sociales sobre temas como sexualidad, cocina, mujeres y masculinidades en diferentes lugares de Colombia; 2 estudiantes de ecología que realizan doble programa con la carrera de antropología, y un egresado de la carrera de antropología sobre su trabajo de campo, su tesis fue realizada en el norte de Colombia) y con una profesora del Departamento de Antropología de la PUJ frente a sus preocupaciones sobre el trabajo de campo. Además, incluimos reflexiones recogidas a partir de la realización de dos grupos focales: uno adelantado con 12 estudiantes, en su mayoría mujeres, las cuales se encontraban formulando su proyecto de tesis y algunas ya habían efectuado su práctica, y, el otro, con 2 egresadas de la carrera de antropología, 2 estudiantes de ciencia política, 3 de antropología, una estudiante de historia y una estudiante de psicología, algunas estaban en procesos de tesis y terminando sus prácticas, además de ser asistentes de algunos proyectos de la Facultad de Ciencias Sociales. Incluimos también las reflexiones provenientes del evento académico Reflexiones sobre la Etnografía, el Trabajo de Campo y el Lugar en la Investigación que se llevó a cabo el 23 de noviembre del 2017 en la PUJ en Bogotá.

El análisis de la producción de cuerpos en trabajo de campo no es nuevo, pues la antropología y la geografía feministas han hecho ya esta crítica (Abu-Lughod, 1990; Caplan, 1988; Craven y Davis, 2013; Desbiens, 1999; Gergorio, 2019; Katz, 1994; Hernández, 2019; Nast, 1998; Santamarina, 2018), así como los estudios feministas de las ciencias (Haraway, 1991; Harding, 1991) y la antropología latinoamericana y colombiana (Castañeda, 2012; Escobar, 2018; Esguerra, 2019; García-Mingo, 2015; Guizardi et al., 2017; Lagarde, 2003; Viveros, 2017a). A pesar de décadas de debate, los trabajos de grado que están siendo producidos en el presente, los programas de docencia y la investigación que se realiza en ciencias sociales nos mostraron que, a pesar de que estas reflexiones han venido en aumento, ocupan todavía un lugar marginal, especialmente en la docencia. Así, no sólo se reproduce el insulto y se silencian sus efectos, también se desestiman aquellos trabajos de campo donde lo femenino se convierte en fuerza, como aquellos estudios que privilegian espacios de cuidado para llevar a cabo la investigación. Esto nos lleva a preguntarnos por las prácticas pedagógicas detrás de este disciplinamiento y a considerar, para este análisis, la relación entre cuerpo y espacio.

Si bien consideramos que estas observaciones son extensibles a todas las metodologías cualitativas de investigación, nuestra reflexión se centra en la etnografía. Esto, por tratarse de la práctica que nos vincula, pero también por el lugar central que se le otorga en la enseñanza de las metodologías cualitativas en ciencias sociales, objeto de nuestro análisis. En virtud de ello, una gran parte de nuestra discusión toma en cuenta la antropología, aunque no se reduzca a ésta, pues se trata de una disciplina que en insiste particularmente en reclamar la etnografía como suya, pero también porque ha producido, desde el feminismo, amplias críticas. En este artículo entendemos que la etnografía, como metodología de investigación, implica modos corporificados y emplazados (García-Gradros, 2017) de "poner cuidado". Las relaciones de saber-poder en la práctica etnográfica han sido ampliamente discutidas por la antropología desde hace décadas considerando sus componentes epistemológicos, pero requieren también de una reflexión ética que, según proponemos aquí, parta desde la ética feminista del cuidado (Arango, 2018; Puig, 2012).

Creemos que esta reflexión desde el caso colombiano puede aportar al estudio crítico del papel que juega el género en articulación con otros ejes de dominación como la raza, la clase y la sexualidad, en la configuración de los espacios académicos, más aún en contextos de neoliberalización y precarización rampantes y en los entrecruzamientos con movilizaciones en contra del sexismo de la academia lideradas por estudiantes mujeres, como #MeTooPhD, y las manifestaciones recientes a lo largo de toda la región en países como Argentina, Chile, Colombia, Costa Rica, México y Perú. Más allá de esto, una mayor atención a la producción de conocimiento en el marco de las instituciones de educación superior en el país permite explorar en mayor detalle los retos de llevar a cabo investigación cualitativa en contextos de crisis (Jimeno et al., 2011) y de repotenciación y transnacionalización de discursos de la derecha (Esguerra, 2017; Rivera, 2017; Rodríguez, 2017; Serrano, 2017). Esto en particular si se tiene en cuenta que la historia de las ciencias sociales y humanas en el país ha estado atravesada por asesinatos, amenazas, persecución y encarcelamiento. La criminalización de profesores/as como "el bloque intelectual de las FARC" o del "castrochavismo" es un claro ejemplo de ello (Semana, 2009, 2018). A este contexto se deben agregar las nuevas formas de hostigamiento a profesoras acusadas de promover "la ideología de género", dañar el buen nombre de las instituciones y calumniar colegas en una supuesta cacería de brujas que quiere desprestigiar a sus colegas hombres, como los casos de Debora Diniz y Mónica Godoy, entre tantas otras académicas en Colombia y América Latina.

En la siguiente sección, profundizamos en la expresión "la princesa antropóloga" y cómo opera a través del insulto y la vergüenza. La tercera sección muestra cómo se enseña y se aprende la investigación cualitativa y las consecuencias del arquetipo del etnógrafo en la producción de cuerpos y espacios. Allí mostramos las correspondencias entre las lógicas masculinistas que evidencian los programas de metodología y los imaginarios y las vivencias de las/os estudiantes en torno al trabajo de campo. Por último, en las conclusiones, discutimos la posibilidad de practicar y enseñar métodos cualitativos de investigación de un modo que irrumpa en estas violencias.

El insulto y la vergüenza

La expresión "princesa antropóloga" hace referencia al proceso de disciplinamiento de los cuerpos que hacen etnografía durante la formación en antropología y otras ciencias sociales. Retomamos el concepto de disciplina de la teoría queer más clásica al considerar la vergüenza como eje de configuración de subjetividades. En esta teoría, la vergüenza es una experiencia compartida por las personas cuyas orientaciones sexuales e identidades de género se apartan de la norma, y cumple un papel normalizador a través del escarnio en la vida cotidiana (Butler, 2004 [1997]; Sedwick, 2003). "Princesa", "niña" y sus variaciones son los insultos con los cuales se pone en marcha el disciplinamiento de cuerpos feminizados que están aprendiendo a hacer o están haciendo etnografía, por parte de profesores/as, investigadores/as a cargo y pares. A través de la feminización, estos términos corrigen comportamientos considerados como inapropiados en los trabajos de campo, pero también en los procesos de escritura y publicación, los eventos académicos y otros espacios de la producción del conocimiento. Sus implicaciones no se limitan al silencio y al miedo, sino que configuran cuerpos fuera de lugar que resultan problemáticos y que, justamente por ello, invitan a cuestionar las prácticas del saber. Se trata de cuerpos que no se ajustan a la norma patriarcal que define a quiénes se entienden como equipados para hacer etnografía: cuerpos masculinos, blanco-mestizos, cisgénero, urbanos, sin responsabilidades de cuidado y entendidos como capaces y funcionales. En estas prácticas, la vergüenza y el escarnio juegan un papel fundamental en el disciplinamiento de estos cuerpos vistos como menos aptos para hacer investigación.

Princesa, por supuesto, no es una categoría que en sí misma ni en todo contexto implique un insulto. Sin embargo, es su asociación con lo femenino -lo doméstico, la debilidad, la sensibilidad y la cobardía, entre otras características- lo que termina movilizándose como ofensa. La vergüenza que implican estas características emerge justamente porque el contexto del trabajo de campo se asume como uno descorporificado, donde caminar lento, enfermarse, pedir ayuda o tener miedo están fuera de los límites. La princesa es subvalorada y despreciada, se convierte en una carga, y se produce como un cuerpo fuera de lugar. A lo largo de nuestra experiencia como estudiantes, docentes e investigadoras y, más recientemente, acompañando casos de violencia sexual en contextos universitarios, los sentidos y experiencias asociadas a la expresión "princesa antropóloga" han sido una constante. En ocasiones, "la princesa" es puesta en ridículo por parte de sus profesores/as y otros/as estudiantes al expresar sus reservas frente a tener que quedarse sola, por ejemplo, en contextos masculinos y de violencia paramilitar. En otras, porque su salud física o mental no tienen cabida en un trabajo de campo raras veces diseñado para caminar al ritmo de quien necesita más tiempo o más ayuda.

Una de las consecuencias del insulto que nos interesa abordar es el silencio, ya que uno de sus efectos es justamente el silenciamiento de los miedos, las dudas, las quejas o los reportes que pueda hacer la princesa. Esto es claro en el artículo de Natalia Escobar, quien hace lo que ella llama una "etnografía del silencio" (2018: 257) sobre la violencia sexual que enfrentan las mujeres antropólogas en campo. En su trabajo, Escobar propone entender el campo de investigación como un espacio sexualizado, con efectos perversos para las mujeres académicas. La autora se centra en

[...] la manera en que las facultades de ciencias sociales nos envían a campo como antropólogas en un mundo ficticio basado en la nulidad del género, los peligros a los que estamos expuestas como investigadoras y las acciones y actitudes de las facultades frente a estas situaciones en campo. (2018: 257-258)

Escobar señala cómo lo que en la academia se valora como rigurosidad científica o validez en el trabajo etnográfico necesita ser analizado a la luz de las relaciones de género. Allí es importante prestar atención al lugar que estos supuestos, para nada neutros en términos de género, asignan a las mujeres antropólogas que no se ajustan a las demandas masculinistas del ejercicio de la disciplina y, en particular, de la etnografía.

Más aún, como señala la autora, la formación de las/os antropólogos juega un papel central en la perpetuación y el silenciamiento de estas violencias:

Fui formada en la tradición antropológica que se ha construido como una disciplina androcéntrica, esto ha implicado para nosotras, las investigadoras, asumir el rol del "antropólogo" silenciando el hecho que las experiencias de campo se viven de manera distinta para hombres y mujeres. La consecuencia de esta tradición que desconoce las diferencias de género ha sido la representación de las investigadoras como objetos en campo y, la invisibilización de situaciones que nos ponen en condición de vulnerabilidad. (Escobar, 2018: 258)

Su análisis parte de su propia experiencia de violencia sexual en campo, una que es demasiado recurrente para seguir pensando que se trata de "casos aislados".

Marcha "Un violador en tu camino", Ciudad de México (México), noviembre del 2019 | Foto: Galo Cañas/Cuartoscuro. Tomada de: Infobae 

Esto parece corroborar el argumento de Beatriz Santa-marina, según el cual, es claro que "la responsabilidad última recae en un sistema sustentado y articulado en la normalización de las distintas formas de violencias de género" (2018: 12), que no se limitan a las violencias más reconocidas como tales, como la violación, sino que también reducen otras como el acoso sexual y de género, e imponen agresiones de segundo orden, como las denomina Santamarina, a quienes denuncian y a quienes buscan transformaciones estructurales. Así mismo, dialoga de cerca con el trabajo de Sara Ahmed (2018) sobre los altos costos que implica poner una queja sobre estas violencias ante el poder institucionalizado que detenta la Universidad. Entre otras formas de violencia, Ahmed señala el carácter sistemático del acoso sexual en espacios universitarios y la complicidad de la institución a través de su silenciamiento.

A partir de nuestra experiencia como estudiantes, docentes e investigadoras, hemos podido constatar la descalificación generalizada de los reportes y denuncias de las estudiantes como "asuntos personales", "situaciones incómodas", "malentendidos", o algo de lo que simplemente "no estamos exentos de que ocurra" (todas frases literales que nos han dicho colegas profesores/as y administrativos/as al referirse a casos de violencia sexual en los trabajos de campo). Esto, en parte, resulta del hecho de descalificar las emociones en campo, así como de reproducir la idea de que la etnografía no tiene género, sexualidad ni cuerpo. "La princesa", como insulto, termina siendo funcional a este silencio e inscribe la violencia en los cuerpos feminizados, es decir, femeninos, jóvenes, racializados, con diversidad funcional o disidentes en términos de género y sexualidad. Esto lo pudimos corroborar como parte del proyecto encargado por parte de la Facultad de Ciencias Sociales luego de un caso de presunto abuso sexual en campo. La idea de generar lineamientos para el trabajo de campo surgió como demanda de la estudiante afectada y se pensaba como una forma de establecer algunas pautas para que estudiantes y profesores/as sepan qué hacer en casos de cualquier incidente de seguridad en campo. De nuestras conversaciones con alumnas y egresadas pudimos constatar que las distintas formas de violencia basadas en género en el contexto del trabajo etnográfico constituían una forma sostenida y naturalizada de violencia que afecta sobre todo a mujeres y a otros cuerpos feminizados en la investigación. Así mismo, pudimos identificar la frustración generalizada frente a la sensación de que las instituciones no hacen nada para prevenir y atender estos tipos de violencia. Si bien en los últimos tres años las universidades en Colombia han ido generando protocolos de atención a casos de acoso sexual, entre otras formas de violencia basadas en género y sexualidad, éstos constituyen principalmente rutas administrativas que no logran cumplir con las demandas de estudiantes (mujeres sobre todo) de prevenir y atender este tipo de agresiones, cuyas raíces tienen que ver, como es claro, con desigualdades basadas en género y sexualidad.

No es de sorprender que en el proyecto la participación de estudiantes fuera mayoritariamente de las mujeres -de hecho, sólo un estudiante hombre contribuyó con la investigación- y que fueran las profesoras mujeres quienes expresaran interés y apoyo. Durante la realización del proyecto (entrevistas, grupos focales y asistencia a clase) surgieron temas como la violencia sexual en campo, los retos y miedo a la hora de abordar ciertas temáticas y el aislamiento. Además de la urgencia de contar con primeros auxilios psicológicos y físicos para quienes van a campo, tanto estudiantes como profesores/as e investigadores/as de semilleros y grupos de investigación. Por otro lado, hubo gran énfasis en las distintas fases que conforman el trabajo de campo, es decir que éste no consiste en "estar allá", por el contrario, tiene que ver con qué sucede antes, durante y después. La socialización de los lineamientos y, con ésta, sus posibilidades de implementación, aún están pendientes. Incluso algunos profesores expresaron que no los consideran relevantes y que de hecho podían interferir con el desarrollo de sus investigaciones. A pesar de ello, las estudiantes y las egresadas continúan hablando de sus experiencias y del gran vacío que existe en relación con estos temas tanto en la enseñanza como en la práctica de la investigación etnográfica.

Marcha “Un violador en tu camino”, Palacio de Gobierno, Toluca (México), noviembre del 2019 | Foto: Crisanta Espinos/Cuartoscuro. Tomada de: Infobae 

Si bien sabemos que estos problemas no son exclusivos de los espacios universitarios ni de la enseñanza de la etnografía, ya que tienen que ver con la forma en la cual el género opera como un poderoso eje articulador de un orden social cisheteropatriarcal, el objetivo de este artículo es justamente dar cuenta de la manera en la que las prácticas de enseñanza y aprendizaje reproducen este orden, a la vez que se originan en su seno. Vemos así la necesidad de prestar atención a formas relacionales de violencia (simbólica, epistémica, física, etcétera) que se naturalizan en los espacios académicos, que se silencian de manera constante y que rara vez son estudiadas.

¿Cómo se enseña? El arquetipo y sus consecuencias

Encontramos numerosas similitudes y escasas diferencias entre los 32 programas revisados. En cuanto a las diferencias, el momento de las carreras en el cual se imparte el curso, su modalidad (entre teoría, seminario o práctica) y la disciplina a la cual va dirigida son las tres principales. Sin embargo, estas divergencias pierden peso al tener en cuenta las formas generalizadas de entender y de enseñar metodologías cualitativas. La primera similitud se refiere a las definiciones de las metodologías cualitativas, de la etnografía y de las técnicas que las caracterizan. Las metodologías cualitativas son reducidas en algunos casos a técnicas o métodos, al usar estos términos indistintamente. Cuando ello no sucede, las definiciones transmiten en varios casos la idea de que no pueden ser enseñadas, que responden a un talento innato o que son muy difíciles -sobre todo sucede con la etnografía-, confundiendo la plasticidad e infundiendo cierto misticismo a dicha práctica, que las estudiantes participantes del proyecto asociaban con nociones que incluyen, entre otras, la imagen del etnógrafo como un trabajador solitario y la reflexividad como práctica intelectual no situada.

Durante uno de los grupos focales realizado con estudiantes en formulación de trabajo de grado en el 2017, cuando preguntamos por las situaciones que generan ansiedad o miedo en su trabajo, las estudiantes se refirieron a estar solas:

[...] hay un miedo general a lo que significa enfrentar esas situaciones de campo solos […] en el campo uno está realmente solo. No hay una conciencia de las redes de solidaridad en las cuales uno está inscrito cuando hace trabajo de campo. (Grupo focal, 3 de noviembre del 2017)

Construir el campo significa que la enseñanza y el aprendizaje dependen de cada quien, y da la sensación de que el campo y la etnografía surgen de "sí mismos" y "estando en campo" en solitario. Esta idea fue recurrente en el siguiente grupo focal que se realizó, pues varias egresadas, estudiantes y tesistas señalaban: "El trabajo de campo y la etnografía no era algo que se aprendía sino que dependía de cada uno. Los profesores y directores de tesis dicen que estando en campo es que se aprende a hacerlo" (grupo focal, 2 de febrero del 2018).

El segundo punto tiene que ver con la noción de reflexividad que se enseña. En general, se trata de un concepto presente en todos los programas desde un par de textos de Bourdieu, y reproduce una visión descarnada del oficio. En la enseñanza de los métodos cualitativos se ignoran largos debates del feminismo sobre el conocimiento situado, en particular las teorías del punto de vista feminista y la interseccionalidad. La reflexividad, si bien es un tema constante en los programas revisados, no es problematizada, sino asumida y entendida como parte de la realización del trabajo de campo y de la escritura del informe o del trabajo final. Así vista, es una reflexividad vaciada de ética. El rapport, según pudimos constatar en los grupos focales, se reduce a una relación masculina de supuesta empatía y suspensión temporal de los privilegios, que no entiende las complejas relaciones de poder que informan las interacciones entre los/as participantes de la investigación. En ello, se ignora el rapport como una exploración cognitiva.

La tercera idea que surgió en los grupos focales enfatizó la necesidad de la enseñanza práctica. Si bien los cursos incluyen el uso de talleres de diseño y aplicación de técnicas de investigación, se privilegia el uso de manuales frente a las lecturas de etnografías que permitan entender cómo se piensan dichas metodologías desde la práctica. Esto puede estar contribuyendo a la descorporalización de la etnografía y, paradójicamente, a que se desconozca su complejidad. Cuando se leen etnografías, estas suelen tener el lugar de ejemplos técnicos. Adicionalmente, las etnografías que se leen remiten a tópicos más clásicos en la disciplina, como creencias en pueblos indígenas y movimientos sociales, sobre todo identitarios. Los programas enfatizan en ámbitos masculinos donde se le asigna a lo femenino (usualmente circunscrito a los espacios íntimos y privados como la crianza y la cocina) un lugar marginal y subsidiario. Apenas uno de los programas, el de metodologías cualitativas para geografía, confronta el androcentrismo al hacer referencia a investigaciones sobre mujeres, así como al usar el feminismo como uno de sus ejes analíticos.

Una cuarta afinidad entre estos programas radica en el uso de un puñado de autores comunes para la reflexión en torno a algunos temas fundamentales. La ausencia de la teoría feminista o al menos de una sensibilidad de género en los programas se manifiesta en parte, en el mayor número de referencias de autores frente a las de autoras en las bibliografías tanto obligatorias como complementarias en estos programas, en los que el número de antropólogas mujeres apenas pasa la mitad del número de hombres, por lo que se encuentran citas múltiples a Rosana Guber, Myriam Jimeno, Joanne Rappaport y Pilar Riaño. Esto no es un factor menor, ya que el universo de referencia de las/os estudiantes continúa siendo predominantemente masculino y se traduce, así mismo, en las arraigadas prácticas de citación de la disciplina que siguen descartando o minimizando los aportes del feminismo y los estudios de género a la antropología en Colombia (Gómez y Ojeda, 2019; Viveros, 2017a). Más aún si se tiene en cuenta que en los programas analizados no se emplean los textos etnográficos de estas autoras ni siquiera en los lugares donde ellas realizan aportes teóricos. Por el contrario, se escogen sus publicaciones de corte más metodológico -que es el caso de Guber y Rappaport- y se asignan en las secciones que sirven para enseñar técnicas -como ocurre con Jimeno y Riaño-. Esto nos indica que estas mujeres, si bien son referenciadas en los programas, son leídas desde una perspectiva que tiende a reducir sus reflexiones epistémicas y sus contribuciones al campo a estrategias de recolección de información. Esto reproduce la dicotomía entre teoría (masculina) e información empírica (femenina) tan arraigada en la geopolítica de la producción del conocimiento.

La quinta nos remite a los que se consideran los objetos/sujetos propios de las metodologías cualitativas. Si bien las cifras nos permiten hablar de disparidad en la cantidad y la manera en la cual son leídas las autoras, resulta más diciente para nosotras los tópicos y las perspectivas en estas bibliografías que, con la excepción del programa de geografía, se concentran en el estudio de dinámicas predominantemente masculinas. Las reflexiones sobre las desigualdades sociales de género son casi nulas: no sólo se lee a hombres, sino que se lee sobre hombres. En las lecturas sugeridas, contrario a las obligatorias, aparecen algunos textos escritos por mujeres, si bien los de autoría masculina siguen siendo más numerosos. A esto se suma el que sólo en tres casos, dos cursos dictados por mujeres y uno por un hombre, se usa el lenguaje incluyente. Todo esto causa extrañeza si se tiene en cuenta que la mayoría de las docentes son mujeres, algunas de ellas con una larga experiencia en sus respectivas disciplinas, que probablemente no han sido ajenas a dicha desigualdad. El desconcierto crece si a lo anterior se añade el hecho de que el número de mujeres en las carreras de ciencias sociales es cada vez mayor, haciendo más apremiante la tarea.

Como hemos mencionado hasta ahora, sobresalen a la hora de evaluar los contenidos y divisiones de estos programas la confusión entre técnicas y metodologías de investigación, los vacíos respecto a la reflexividad dentro de la antropología, la exclusión de formas de investigar temas de sexualidad y género y la reducción de los ejercicios etnográficos e investigativos a temáticas masculinas. A pesar de que temas como sexualidad y género son crecientemente abordados en varios trabajos de grado, existe un claro vacío dentro de la formación en metodologías de investigación. Por ejemplo, sólo un programa incluye etnografías de la sexualidad y dos más problematizan el género durante el trabajo de campo, afirmando la idea de que los temas importantes están atravesados por la clase, la raza y la etnia. Con ello se refuerza el hecho de que las ciencias sociales colombianas son herederas del marxismo y la crítica cultural, desestimando la contribución del feminismo y los estudios de género.

¿Qué está detrás de estas prácticas de enseñanza? Para dar respuesta a esa pregunta exploramos dos ámbitos vinculados con la pedagogía de las ciencias sociales en el presente: los aspectos burocráticos y la persistencia de un arquetipo del antropólogo enunciada ya por Kuklick (1997). Proponemos que estos dos niveles están constituidos y son constituyentes de órdenes y desigualdades de género y sexualidad que los desbordan. Sin lugar a dudas existe un canon del cual profesoras/es no pueden desviarse del todo. Esa regulación es a veces directa por cuenta de las exigencias de las directivas de las universidades y facultades, pero en un número poco despreciable de casos, esta puesta en orden es ejercida por colegas dentro de la academia y por las/os mismas/os estudiantes de los cursos a través de la cita constante de algunos autores, cuando no de la crítica directa y la descalificación de metodologías feministas. Por ejemplo, es recurrente la valorización de la investigación-acción-participación como el único modo de llevar a la práctica procesos comprometidos de investigación. Con ello, se excluye también la enseñanza de otros métodos con potencial de contribuir a proyectos emancipatorios, de cuestionar la neutralidad de la investigación y de revelar el carácter masculinista de la producción de conocimiento.

Exposición artística de los “zapatos rojos” contra la violencia hacia las mujeres, Neuquén (Argentina), octubre de 2019 | Tomada de: VíaNeuquén 

En el plano más institucional de esta normalización, los sílabos de los cursos restringen las posibilidades de reforma de actos altamente ritualizados y burocratizados, imponiendo autores e impidiendo la actualización de los programas. A esto se suma el que, en varios casos en los programas analizados, los cursos de metodologías y técnicas están a cargo de docentes ocasionales o de cátedra, quienes tienen pocas posibilidades de modificar los sílabos y de proponer estrategias pedagógicas propias. Al tratarse de cursos muy demandantes, en la medida en que exigen actualización constante, trabajo cercano con estudiantes y la realización de salidas de campo, son menos apetecidos. De este modo, la enseñanza de las metodologías de investigación se enmarca en la precarización general de la academia.

Por otra parte, a través de la revisión de los programas de curso y de las conversaciones con estudiantes pudimos constatar cómo se perpetúa un arquetipo problemático de quien hace trabajo de campo, ya que no se reduce a la imitación de un modelo, sino que se reinventa en su enunciación y en su práctica. La princesa es su otro constitutivo y su abyección, en un proceso de producción mutua de espacios y cuerpos. La producción del campo, como un lugar que no es la casa, muchas veces se traduce en moverse entre lo urbano y rural. El campo se produce una y otra vez como un lugar lejano, riesgoso y difícil que implica una renuncia (si bien sólo temporal) a los privilegios. Esta producción de un lugar, salvaje en últimas, refuerza la jerarquización de las investigaciones sustentada en una versión limitada de lo que es el campo y de una antropología en propiedad -orientada a lo rural y al estudio de lo nativo- frente a otras antropologías tratadas como menos importantes. Por ejemplo, en nuestras múltiples conversaciones con estudiantes y a través de nuestra experiencia como profesoras, es constante que ellos/ as se refieran a la idea de hacer "antropología de verdad" en relación con prácticas como viajar en un camión o un jeep, hacer caminatas largas y sembrar o usar un machete. Estas prácticas, que reafirman el campo como un mundo masculino, rural y agreste, parecen corroborar su idea de que la antropología "de verdad" es antropología "a la Malinoswki", como ellos/as mismos/as lo expresan.

La designación de trabajos de grado asociados a temas de género y sexualidad como menores se hace evidente en la dificultad que expresaron las/os estudiantes para encontrar quien los dirija y evalúe (grupo focal, 3 de noviembre del 2017). Por ejemplo, "algunas estudiantes estamos realizando el trabajo de campo con niños y las técnicas en antropología no consideran este tipo de poblaciones, sino que están diseñadas para adultos y para trabajar con hombres [en contextos rurales]. Se han trabajado otras metodologías para trabajar con mujeres, pero no se conocen, no nos las enseñan" (grupo focal, 3 de noviembre del 2017).

En los grupos focales realizados con estudiantes y egresadas, la producción del campo como un lugar masculinizado al concentrarse en la fuerza física y la resistencia corporal era muy frecuente para las/os estudiantes, transmitida no sólo por la literatura canónica sobre el trabajo de campo, sino reproducida por comentarios de profesores en las salidas con estudiantes. Durante una de las salidas realizadas en el proceso de formación de antropología se les decía: "[...] el que se sentaba era porque estaba cansado y porque no estaba trabajando ni haciendo nada [...]. Entre más se viva al límite y más se sufra, ese es el mejor antropólogo", contaron algunas estudiantes y egresadas. Otras estudiantes describieron también esta creencia, anotando que "siempre es la idea del antropólogo hasta el máximo extremo porque uno está en campo y uno tiene que pasar por mil cosas duras" (grupo focal, 2 de febrero del 2018). El ideal del antropólogo y la necesidad de vivir en sufrimiento para validar la investigación fue algo constante durante la realización de estos grupos focales. Las dificultades y los riesgos del trabajo de campo son a menudo reales:

De ida hay muchos riesgos... los accidentes físicos, se podía volcar el carro por la vía estrecha. Luego llego a [...] una zona paramilitar y para que esté allí tiene que haber autorización de los paramilitares. […] allí nos toca esperar horas o minutos dependiendo de si la panga se varó o no. Entonces uno queda expuesto en ese espacio. (Grupo focal, 2 de febrero del 2018)

Aquí queremos sobre todo señalar cómo estas dificultades y riesgos se asumen como constitutivos del trabajo de campo hasta el punto de naturalizarlos y asumir que el miedo, las dudas o la exigencia de medidas de seguridad inhabilitan a quienes son asumidos como cobardes o poco aptos para realizar este tipo de trabajo -las princesas-. Por ejemplo, como señalaba una estudiante, "la soledad ha sido la situación más miedosa, el tener que devolverme sola y... [que no había] señal del celular" (grupo focal, 2 de febrero del 2018). O el testimonio de una egresada:

[…] allá en la práctica también... dentro de las cosas que se informan a la Universidad nunca informaron que íbamos a ir a visitar [un lugar determinado]. Entonces a mí me dio mucho miedo porque íbamos con una persona de un jeep que alquilaron ellos porque ni siquiera me preguntaron si se quería viajar ahí o no. Entonces me tocaba ir porque era la practicante y tenía que llevar las cosas. [...] y uno se pregunta qué seguridad hay de subirse a un jeep con una persona que ni le hemos visto la cara. Ese es el riesgo que uno toma y tampoco se le informa que va a tomar ese riesgo. (Grupo focal, 2 de febrero del 2018)

Según expresaban estudiantes y egresadas, durante salidas de campo, trabajos de grado y prácticas, se profundizan los marcadores y las desigualdades de género y sexualidad. Esto, en parte, porque el mandato pedagógico es hacer etnografía como sujeto neutro, es decir, masculino, cis y hetero. La directriz de salida de campo establece que las mujeres no pueden consumir alcohol ni sustancias psicoactivas y que deben acatar una movilidad restringida. Por ejemplo, una egresada relataba:

[...] siempre tenía que haber un hombre con nosotras, además casi todas éramos mujeres porque los salones de antropología están más llenos de mujeres que de hombres. De ahí para allá ya estaba el miedo de quedarnos solas. Esa fue la experiencia más temerosa siendo estudiante de antropología. (Grupo focal, 2 de febrero del 2018)

Aunque la directriz pareciera estar dirigida a todas las personas que asisten a una salida, en la práctica, termina aplicada solamente a las mujeres. Durante el grupo focal realizado con estudiantes en proyecto de grado varias mujeres coincidían en ello:

Hay una alta cantidad de prohibiciones que pesan sobre los cuerpos de las mujeres. El hecho del consumo de alcohol, el cigarrillo [...] las mujeres en campo se movilizan en espacios concurridos en compañía de las compañeras y los hombres ocupan otros lugares más públicos, como salir en la noche. (Grupo focal, 3 de noviembre del 2017)

Sus cuerpos son disciplinados al quedar circunscritos a espacios domésticos o feminizados -aptos para princesas-, con horarios restringidos y geografías reducidas. Estas medidas se ciñen al mandato patriarcal de la protección, a la vez que terminan por convertirse en escenarios de movilización del miedo, la vigilancia y el acoso, entre otras agresiones de tipo sexual.

En nuestras conversaciones con estudiantes y colectivos estudiantiles en distintas universidades de Bogotá pudimos escuchar numerosos testimonios de mujeres agredidas sexualmente en campo. En una ocasión particular de una salida de campo de un curso introductorio de antropología en el 2014, una estudiante que fue abusada sexualmente fue retirada y aislada del resto del grupo en cuanto reportó lo sucedido: fue enviada sola a un hotel alejado del lugar donde se quedaba el resto del grupo. Su agresor, así como los/as demás estudiantes, pudieron seguir con la actividad. La profesora a cargo del grupo nunca reportó lo sucedido a otras instancias dentro de la Universidad y recomendó "discreción" a quienes participaron de la salida. Varios/as estudiantes reportan que los profesores prefieren no hacer salidas, no llevar a las mujeres a campo y hacerles únicamente a ellas recomendaciones de vestuario o comportamiento, entre otras medidas que disciplinan los cuerpos feminizados que hacen etnografía. Estas situaciones revelan además la manera en la cual la princesa antropóloga termina inculpada por la agresión. La revictimización, el silencio y la impunidad son el común denominador de las experiencias que hemos escuchado y acompañado a lo largo de los años.

Marcha "Un violador en tu camino", Ciudad de México (México), noviembre del 2019 | Foto: Graciela López/Cuartoscuro. Tomada de: Infobae 

Es importante notar además cómo la preferencia por trabajos de campo física y psicológicamente demandantes no sólo hace referencia a las mujeres, sino que encubre la imaginación capacitista que hace parte de esta visión masculinizada del campo: "[Una compañera] tiene una ligera discapacidad en su pierna derecha y las salidas fueron planeadas con una gran cantidad de caminatas. Ella necesita un aparato, moverlo, caminar despacio, pausas largas y esto no estaba contemplado" (grupo focal, 3 de noviembre del 2017). El mecanismo de la disciplina es "una vergüenza en campo hacia la enfermedad. porque es la idea del campo, de la persona que va, que tiene que sufrir y ser fuerte y no me puede pasar nada" (grupo focal, 3 de noviembre del 2017). De este modo, condiciones que se salen de la norma terminan siendo disimuladas por las/os estudiantes, quienes además sienten la necesidad de disculparse por haberse enfermado. Otro tema recurrente fue la expectativa de que los estudiantes hombres supieran llevar a cabo actividades físicas como sembrar y manejar herramientas con las que nunca han tenido la posibilidad de interactuar con anterioridad, y la vergüenza que venía asociada con esto, resaltada por parte del profesor/a encargado/a de la salida.

Una de las formas recurrentes en la que las estudiantes y egresadas expresan las demandas naturalizadas como parte del trabajo de campo es que tienen que "fritarse". Esta sensación se refiere a una suerte de quemazón frente a las exigencias físicas y psicológicas a las que se enfrentan sin previa preparación e incluso a menudo sin previo aviso. Esto da cuenta de la falta de consideraciones desde una ética del cuidado y de la responsabilidad relacional en la manera en que se enseñan y llevan a cabo las investigaciones de tipo etnográfico, así como de la urgencia de crear espacios donde no predominen el miedo y la violencia.

De este modo, argumentamos que la invención de un yo etnográfico ocurre a través de un rito de paso en solitario que forma un cuerpo de género supuestamente neutro (o sea, masculino), sin responsabilidades de cuidado y situado fuera de la historia, que estudia a un otro feminizado y racializado a través de la mirada etnográfica (Das y Poole, 2006; Gupta y Ferguson, 1997). Por eso vale la pena preguntarse qué tipo de seres sociales y de lugares de enunciación se producen en el marco de ese ritual, considerando que se cruza con otros lugares de enunciación como el de los nativos, los mestizos y las mujeres en el Tercer Mundo. Un ejemplo de esto es la investigadora que encontrándose en situaciones de acoso o violencias por parte de las personas con quienes trabaja, es forzada a soportar en silencio en aras de culminar los procesos de investigación: "[...] en momentos de acoso no me hacen sentir miedo, pero sí me hacen sentir incómoda. Pero también existe eso de no decir por no querer dañar las relaciones con la comunidad" (grupo focal, 2 de febrero del 2018).

Esta desigualdad configuradora de espacios de trabajo es claramente reconocida por las estudiantes:

Si hubiera sido hombre no me hubieran pasado. Era un acoso constante [por parte de los hombres jóvenes participantes en la investigación] por el hecho de no tener marido, no tener hijos, que uno esté allá sola y esto es muy raro sobre todo para los hombres. Ellos estaban buscando cómo cazarlo a uno. (Grupo focal, 2 de febrero del 2018)

Marcha acoso sexual en campus universitarios, Chile , mayo del 2017 | Tomada de: Observatorio contra acoso Chile 

Las experiencias de las estudiantes (mujeres jóvenes en su gran mayoría) contrastan con la imagen romantizada de la comunidad en la que, según estas experiencias, insisten los/as profesores e investigadores. La idealización etnográfica de la comunidad con la que se trabaja tiene un efecto disciplinante en tanto a la comunidad (a los hombres que hacen parte de ésta) se le autorizan comportamientos que no son aceptables por parte de quienes hacen investigación, en particular a los cuerpos feminizados. Estos comportamientos se traducen a menudo en prácticas de acoso sexual y homofobia que son permitidos, si bien no siempre de manera explícita, por quienes coordinan el trabajo de campo.

Que la docencia y el ejercicio de los métodos etnográficos de investigación insistan en ignorar la naturaleza encarnada del trabajo de campo tiene también que ver con la idea errada de que se trata de actividades horizontales donde las jerarquías (entre estudiantes y el profesor a cargo, y entre estudiantes y quienes participan de la investigación) son reducidas cuando es evidente que, muy por el contrario, las mantiene y las profundiza. De este orden fueron las experiencias compartidas por estudiantes y egresadas en la investigación de Lineamientos, quienes nombran sus experiencias reconociendo las desigualdades de género como parte de dichas jerarquías y denuncian las violencias que implican. Éste es el caso de una egresada que narró una experiencia común para las mujeres en trabajo de campo, que en muchas ocasiones son tratadas como sexualmente disponibles por parte de los integrantes de la comunidad, pero que suele ser un hecho negado. Una de las estudiantes, mientras realizaba su práctica, vivía con una familia que era de confianza para la organización con la cual trabajaba y, sin embargo, narra una situación de acoso:

Cuando hablaron de mi cuerpo, yo me sentí horrible y sentí inseguridad porque estaba sola. Este señor se quedaba además afuera de mi cuarto y yo no sabía que el señor tenía detallado mi cuerpo, además comíamos juntos y le tenía confianza. Me sentí muy vulnerada y lloré a escondidas, pero no podía decir por qué, porque todos avalan esos comportamientos en la comunidad y no podía hacer nada. No me podía enfrentar a la comunidad. (Grupo focal, 2 de febrero del 2018)

Así mismo, otra estudiante contaba que en su práctica:

Mientras salíamos a tomar algunas cervezas con una amiga, que era la médica del lugar, varios hombres de la mesa del frente enviaron aproximadamente dieciocho cervezas y apenas había pasado una hora desde que nos sentamos. Yo me sentí muy intimidada e incómoda, no supe qué hacer. (Grupo focal, 2 de febrero del 2018)

Como hemos señalado, el arquetipo oculta otra de sus violencias constitutivas: el acoso por parte de estudiantes y profesores, particularmente hombres. Como señalan estudiantes y egresadas:

En campo también hay situaciones entre profesores y estudiantes. Esto es un tema del cual no se habla en la antropología y los trabajos de campo y es por miedo a verse perjudicado a nivel académico. Estas situaciones son de acoso y miedo y en antropología son un problema grande. (Grupo focal, 2 de febrero del 2018)

Esta coacción se prolonga más allá de los espacios pedagógicos y acompaña las carreras profesionales de las mujeres, quienes se ven afectadas además por las modalidades activas y agresivas de silenciamiento, pues, como hemos mencionado, las denuncias son desestimadas y en muchos casos se fuerza a las denunciantes a enfrentar a sus agresores. Adicionalmente, la intimidación se extiende a quienes acompañamos las declaraciones y a quienes trabajan para reducir dichas violencias. Los efectos tanto personales como profesionales de estas formas naturalizadas de violencia apenas empiezan a ser tenidas en cuenta como objeto de investigación académica. En la actualidad, no existen cifras que, por ejemplo, permitan dimensionar el acoso en instituciones de educación superior ni sus efectos en términos de afectación psicológica, desempeño académico y deserción, entre otros.

El silencio frente a las agresiones sexuales aparece nuevamente como un tema recurrente. Una estudiante en el grupo focal realizado con tesis, estudiantes y egresadas, cuenta su experiencia mientras realizaba su práctica en un corregimiento de Colombia y cómo el silencio y la soledad la invadió al vivir situaciones de acoso y agresión sexual, pues había un temor a perder el cargo o a ser señalada por quien coordina su práctica:

Yo le conté a mi coordinador, pero no a nadie del corregimiento, con las personas con las que vivía, porque creía que lo podía manejar [...] si hubiera contado eso antes no hubiera pasado mayor cosa, pero como yo me creía invencible no lo hice [...]. (Grupo focal, 2 de febrero del 2018)

En esta medida, el cuerpo y el espacio se coproducen en la enseñanza de la etnografía, haciendo necesario preguntarse por el lugar del trabajo de campo en la formación de investigadoras/es. Por una parte, como un método naturalista caracterizado por una observación directa e intensiva heredada de colonos, misioneros, ejércitos y viajeros (Kukclik, 1997). Por otra, como una categoría del sentido común, especialmente de los antropólogos, pero también de las demás ciencias sociales, que parece brotar del interior de quien observa, como si se tratara de una experiencia no mediada, fetichizándolo. Con ello, incita a que ese campo sea despojado de esa misma historia, para dar paso a una mirada vaciada de los poderes coloniales a través de los cuales fue fundada (Clifford, 1999).

Durante la realización de los grupos focales varias estudiantes, egresadas y tesistas se refirieron a esta idea de que convertirse en y "ser" antropólogo surge en campo. En uno de los grupos focales una estudiante, cuando le preguntamos sobre la formación en antropología y el trabajo de campo, retomó su experiencia en una salida de la carrera de antropología y algunas clases de metodología, y contó que:

[...] durante la formación y principalmente en una salida de campo en la carrera de antropología el profesor nos decía que el campo se hacía solo y que ser antropólogo consistía en eso. En sentirse incómodo, estar lejos de la ciudad y fuera de las comodidades porque era en el campo donde en realidad nos hacíamos antropólogos. Siempre lo decían. (Grupo focal, 2 de febrero del 2018)

Las demandas de aislamiento y valentía que expresaron las/os estudiantes también atraviesan nuestra experiencia y la de nuestras colegas. El 23 de noviembre del 2017 un grupo de investigadoras feministas participó en el evento Reflexiones en torno a la Etnografía, el Trabajo de Campo y el lugar en la Investigación. Como parte de las presentaciones, Alexandra Chocontá, antropóloga y maestra en estudios de género, compartió una reflexión con la que muchas de nosotras en el escenario y el público nos sentimos profundamente identificadas: "Me cansé de ser valiente". Alexandra se refería a las exigencias del trabajo de campo, enseñado, como hemos señalado, desde la naturalización y justificación de la violencia, el riesgo, el miedo y la incomodidad. Alexandra se refería también a su decisión de hacer etnografía feminista, una donde una ética del cuidado (incluyendo de sí misma) no fuera negociable en nombre del proyecto, la disciplina ni la supuesta relación con la comunidad. Junto con ella, reconocíamos que ser valientes -es decir, las exigencias de no ser princesas- había tenido costos demasiado altos que ya no estábamos dispuestas a asumir.

Para nosotras, como para el resto de las participantes en el evento, el cuidado se volvió central a nuestro trabajo. Las tres coincidimos también en que no nos imaginamos una etnografía sin militancia: en las calles, en los consultorios, en los salones, en los juzgados, en la propia casa, en la cama, entre tantos otros espacios. De este modo, no vemos posible la separación entre nosotras y nuestra investigación, y, por tanto, no vemos el campo como un tiempo y un lugar discreto, estático ni preexistente. Vemos en la investigación colaborativa una forma respetuosa, cuidadosa y muy potente de llevar a cabo investigación. Nuestra experiencia como investigadoras ha estado atravesada por el miedo, la duda, la descalificación y el acoso. Sin embargo, creemos en las posibilidades de nuestro trabajo para transformar las realidades de subordinación, opresión y sufrimiento. Es así como reconocemos la urgencia de enseñar y aprender a hacer etnografía desde un enfoque que privilegie el cuerpo y, debido a esto, tenga la capacidad de desestabilizar las distintas formas de violencia que reproduce, naturaliza y excusa la manera en la que predominantemente esta se entiende. Esto corrobora también la experiencia de nuestra colega Andrea García:

Siempre he querido leer un manual de etnografía para niñas, es decir, para mujeres. Incluso, he soñado con encontrar indicaciones, lineamientos o sugerencias para etnógrafas trans, específicamente. Este manual que deseo abarcaría temas como el cuerpo de las mujeres en terrenos etnográficos. Se trataría no sólo del cuerpo de las mujeres de nacimiento, sino del cuerpo femenino, como categoría construida culturalmente, con sus ciclos, con sus reglas, con su reproducción, con el cuidado y con sus violencias, asuntos éstos que deberían ser temas centrales en este manual de etnografía para niñas, donde importan los cuerpos y las diferencias sexuales, de género, raciales y culturales que encarnan. (s/f)

Si bien no negamos que la etnografía puede ser un espacio donde la aventura y la exploración, ámbitos tradicionalmente masculinos, se traduzcan en experiencias gratificantes para distintas personas a lo largo del espectro del género y la sexualidad, en este artículo no quisimos enfocarnos en las posibles conquistas que se han dado en términos de acceso a este espacio. Por el contrario, buscamos enfatizar los altos costos que tiene acceder a éste, sobre todo para los cuerpos feminizados, y cómo sigue reproduciéndose como un espacio patriarcal desde la manera en la que se enseña y aprende a hacer investigación cualitativa. A través de resaltar la manera en la que se corresponden las prácticas de enseñanza de la etnografía, que analizamos a partir de los programas, con la forma en la cual las/os estudiantes la aprenden y experimentan, rastreamos los efectos que tiene la figura de la princesa en el disciplinamiento de los cuerpos que hacen etnografía. Con este trabajo queremos abrir espacios para pensar en posibles maneras de irrumpir en este disciplinamiento.

Conclusiones

En este artículo identificamos cómo opera la princesa antropóloga como un insulto muy efectivo en el disciplinamiento de los cuerpos que hacen trabajo de campo, particularmente desde su feminización. A través del análisis de los programas con los que se enseñan metodologías de investigación cualitativa, de entrevistas, conversaciones y grupos focales con estudiantes y egresadas, y de reflexiones sobre nuestra propia experiencia en la academia, pudimos abordar la manera en la que se enseña y se aprende la etnografía desde el arquetipo masculino y androcéntrico del etnógrafo. La producción de los cuerpos que se asumen como equipados y destinados para el trabajo etnográfico oculta y justifica distintas formas de violencia atravesadas por la descalificación, el miedo y el acoso, entre otras.

Desde un enfoque feminista, señalamos las violencias que se (re)producen en estas prácticas recurrentes e invitamos a cuestionar el cisheterocentrismo de la producción de conocimiento. La forma en la que las/os estudiantes experimentan la posibilidad de hacer investigación cualitativa de tipo etnográfico está profundamente marcada por la manera como se menosprecia el papel determinante del género y la sexualidad en la configuración de los cuerpos y los espacios involucrados. A la vez que estas prácticas son resultado de un entorno sexista, terminan por reproducir relaciones desiguales de poder entre quienes se asumen propiamente equipados para hacer etnografía y el resto de cuerpos que no alcanzamos a cumplir la norma.

Aquí retomamos entonces el insulto y nos asumimos decidida y abiertamente como princesas antropólogas, insistiendo en enseñar y hacer etnografía desde la ética del cuidado y el reconocimiento de que se trata de un ejercicio siempre situado y encarnado, que se puede aprender y que no se esconde en los ideales masculinistas de la valentía y el heroísmo. Enseñamos e investigamos desde la convicción de que investigar y enseñar es abrir espacio para otras realidades menos violentas, injustas y desiguales. Tomamos herramientas de muchas disciplinas y perspectivas, en un diálogo que se actualiza constantemente. Enseñamos desde el trabajo de mujeres y otros sujetos que, al ser feminizados, han sido relegados del canon de cómo se aprende a hacer investigación en ciencias sociales. Ponemos las relaciones de poder todo el tiempo sobre la mesa (dentro y fuera del salón y el campo) pues reconocemos que sólo así pueden ser transformadas. Creemos en una academia feminista y reconocemos la importancia de seguir abriendo espacios dentro de ésta para todas las princesas y para otras formas de enseñar y hacer investigación .

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* Este proyecto es resultado de las actividades de investigación del grupo Espacialidades Feministas.

1. Solicitado y financiado por la Facultad de Ciencias Sociales de la PUJ. Fue desarrollado allí mismo entre agosto del 2017 y febrero del 2018, con investigadoras del Departamento de Antropología y del Instituto Pensar.

2. Agradecemos a las estudiantes y egresadas que participaron en el proyecto “Propuesta de lineamientos para las salidas de campo” financiado por la Facultad de Ciencias Sociales de la PUJ y a su coordinadora, Andrea García Becerra. Agradecemos también a Espacialidades Feministas por sus comentarios, en particular a Sonia Serna.

Recibido: 23 de Julio de 2019; Aprobado: 21 de Septiembre de 2019

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