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Historia y Sociedad

versão impressa ISSN 0121-8417

Hist. Soc.  no.22 Medellín jan./jun. 2012

 

ARTÍCULO DE REFLEXIÓN

 

Progreso y precaución*

 

Progress and precaution

 

 

Dominique Lecourt**

 

** Filosofo francés. Profesor de Filosofía hoy emérito de la Universidad Denis Diderot (París 7). Director general del Institut Diderot, un think-tank privado. Dirección de contacto: contact@institutdiderot.fr

 

Artículo recibido el 27 de octubre de 2011 y aprobado el 15 de marzo de 2012.

 


Resumen

¿Cómo reconciliar precaución y progreso? Con la irrupción del principio de precaución en el debate público, estamos frente a una revolución intelectual que tiene que ver con el estatuto de la ciencia y los límites de sus aplicaciones. Dominique Lecourt aclara los términos del debate. Explica por qué la posición positivista surgida de la tradición filosófica francesa merecer ser revisitada. Por esto, nos invita también a no renunciar al progreso resignándonos al inmovilismo. Que lo queramos o no —nos dice el filósofo —el hombre transforma el mundo y la única pregunta válida es la de saber hasta dónde se da los medios para controlar esta transformación antes de lanzar una especie de advertencia en forma de íntima convicción: ¡el ''hombre precavido'' no podría ser el futuro del hombre!

Palabras clave: certeza, positivismo, precaución, progreso, prospectiva, técnica.


Abstract

How to reconcile precaution and progress? With the irruption of the precaution principle in public debate, we face an intellectual revolution that has to do with the statute of science and the limits of its applications. The terms of the debate are cleared by Dominique Lecourt. He explains why the positivist point of view, suggested by the French philosophical tradition, should be revised. Thus, he also invites us not to abandon progress by resigning ourselves to immobility. Whether we want it or not –the philosopher tells us- man transforms the world, and the only valid question is to know up to what point man gives himself the means to control such transformation, before releasing a sort of warning in the shape of an intimate conviction: the ''cautious man'' could not be the future of man!

Key words: certainty, positivism, precaution, progress, foresight, technique.


 

 

Los debates que han acompañado las formulaciones sucesivas del principio de precaución han sido especialmente intensos en Francia. Estas formulaciones, relacionadas con el medio ambiente, subrayan la ausencia de certezas que se refieren a los riesgos que hay que evitar. Se trata de un principio de acción pública que autoriza a los poderes públicos para que se tomen las medidas necesarias con el fin de enfrentar estos riesgos —que son eventuales — puesto que no han sido comprobados1.

Pero poco a poco —y de forma muy rápida — el principio de precaución se extendió a terrenos cada vez más alejados del medio ambiente. Este es ciertamente el caso de los organismos genéticamente modificados (OGM), que en la opinión pública fue relacionado con las preocupaciones de la salud asociadas al traumatismo de la sangre contaminada y luego con la amenaza de las vacas locas. El informe que Philippe Kourilsky y Geneviève Viney2 le entregaron al Primer Ministro, el 15 de octubre de 1999, dice: ''El principio de precaución debe exigírsele a todas las personas que toman decisiones''. Se trataría de un nuevo principio de responsabilidad que se aplica ''a toda persona que tiene el poder de desencadenar o interrumpir una actividad susceptible de presentar un riesgo para otro''.

Tomada al pie de la letra, ¿esta definición de alcance universal no conlleva el riesgo de una banalización del principio? Bruno Latour publica, con sarcasmo, un artículo en Le Monde del 4 de enero de 2000 que empieza con estas palabras: ''Si no estamos atentos, el principio de precaución, una invención tan útil como frágil, va a banalizarse hasta tal punto que se confundirá con la simple prudencia''. Latour termina sus reflexiones con estas palabras: ''En definitiva, si era necesario un sinónimo de prudencia, no valió la pena haber inventado un término tan pedante —''poner cuidado'' — habría bastado''. Afirma también, que con la invención del principio de precaución se trata realmente de algo más serio, más nuevo, y no simplemente de la reactualización de una sabiduría milenaria. Latour le replica aquí implícitamente a Jean-Jacques Salomon3, quien defendía en el mismo momento la idea según la cual la ''precaución'' no sería sino la versión moderna de la ''prudencia'' aristotélica''.

En esta materia Latour tenía razón, pues el uso del principio se degradó, hasta el punto de ver, este último invierno, al presidente de la liga francesa de fútbol justificar su aplicación para decidir si se jugaba o no un partido importante en una cancha congelada. Más seriamente, el Ministerio de la Salud invocó el mismo principio para explicar la importancia de las inversiones financieras y de los esfuerzos logísticos destinados a combatir la pandemia de la gripa H1N1 cuando en realidad se trataba de prevención y no de precaución. El bloqueo del tráfico aéreo en el cielo europeo a raíz de la erupción del volcán islandés ha acabado de banalizar el principio. Con todo esto, se podría tener la impresión de una simple renovación de la sabiduría popular que sugiere a los más timoratos de nosotros ''que nunca se es demasiado prudente'', o incluso, que en ciertas circunstancias, no se debería ''correr el más mínimo riesgo''.

Sin recordar aquí el historial de los debates epistemológicos y jurídicos que dividen todavía a partidarios y adversarios del principio, quisiera decir desde ya que su carácter apasionado radica en que este principio terminó por expresar el cuestionamiento del fundamento intelectual de la modernidad en su versión francesa. Su banalización poco seria es una muestra de la abreacción ante la gravedad de este cuestionamiento.

La noción filosófica de prudencia no permite captar un aspecto esencial de la noción de precaución. Este aspecto está constituido por la noción de incertidumbre del saber en un riesgo no probado. La precaución no es la prevención que se refiere a un riesgo seguro.

Si hemos sentido la necesidad de recurrir de repente a la palabra precaución, es porque la noción de ''certeza'' había estado ligada a la concepción moderna de la ciencia, o más exactamente a la relación de la ciencia con sus ''aplicaciones''. El uso de la noción de precaución tiene que ver con que el fundamento de la concepción moderna del progreso está desmoronado debido a dicha situación de ''incertidumbre'' en la que se encuentran las personas que deciden en lo referente a la realidad y a la gravedad de los riesgos que se corren.

Esta concepción la formuló —mejor que nadie — Auguste Comte (1798-1857) relevando a Condorcet (1743-1794) y a Turgot (1727-1781). Nuestro egresado del Politécnico y filósofo, uno de los primeros en reflexionar en el estatuto de los ingenieros modernos en su célebre Curso de filosofía positiva (1830-1842), tenía el arte de las fórmulas. Creía en el valor práctico de la filosofía. No dudaba en acuñar máximas y lemas. Una de las más célebres se encuentra en la segunda lección de su Curso.

''De la ciencia la previsión; de la previsión la acción'': esta es la fórmula tan simple —escribe él — que expresa, de una manera exacta, la relación general de la ciencia y del arte, al tomar estas dos expresiones en su acepción total. Fórmula inspirada en el Novum Organum4 de Francis Bacon (1561-1626) cuyo fiel eco encontramos en la política positiva: ''saber para prever, con el fin de proveer''.

Esta máxima introduce un término curiosamente ausente de todas las discusiones actuales sobre el principio de precaución: la previdencia. Ahora bien, con la pluma de Comte, esta previdencia viene a duplicar el término previsión. De esta manera trata de zanjar, pero sin plantearla claramente, la relación entre la ciencia y la acción, puesto que de la previsión a la previdencia no hay sino un paso. Entre uno y otro, se constata un verdadero cambio de actitud: la previsión —que según Comte deriva de la ciencia — supone una actitud pasiva: se espera a que los acontecimientos ocurran. La previdencia, consiste por el contrario en tomar activamente la delantera, haciendo, llegado el caso, provisiones.

El secreto de la concepción moderna de la ciencia se encuentra así puesto al día: hemos actuado como si la previsión implicara la previdencia. Como si de prever a proveer se mantuviera la continuidad de un misma mirada. Actuamos como si la acción estuviera subordinada al conocimiento. Así nos ahorrábamos epistemológicamente una reflexión necesariamente metafísica sobre la acción. Aquí está la esencia del positivismo bajo diferentes formas.

Las preguntas por el medio ambiente dejaron ver, antes que otras, que a esta lógica se le podía encontrar una falla. Que la concepción positivista predominante en la ciencia se debería interrogar de nuevo. ¿El carácter propio del pensamiento científico reside en la previsión racional de los acontecimientos? ¿No reside más bien en la rectificación de los primeros errores que se cometieron en el esfuerzo por el conocimiento? ¿La certeza no designa la ilusión de que ciertos resultados obtenidos —por definición siempre provisionales — podrían jugar un papel de garantía absoluta de validez para el conjunto de las presuposiciones cuya adquisición es siempre tributaria? ¿Puede decirse que la ciencia está destinada a proveer la felicidad de los seres humanos? ¿Qué sentido tiene pues hablar de destinación en esta materia, si no es por la ilusión de un control absoluto? Destinación que puede volverse, llegado el caso, simple fatalismo.

Si esto es así, se entienden mejor las razones del éxito de este principio. En una época en la que los estados (así como las organizaciones públicas super-estatales) parecen perder el control de las decisiones que moldean nuestro mundo —las que se toman cada vez más en la esfera económica y especialmente en los mercados financieros —¿no se trata de la reafirmación, que podemos considerar patética o en todo caso desesperada, de una exigencia de poder de los estados, o por lo menos de las instancias políticas? El famoso principio ¿no podría tener un sentido opuesto al de la idea ultraliberal de la política considerada como perturbación o parasitismo del libre juego de las leyes económicas, que en definitiva serían todas benéficas?

Pero existe otro sentido del mismo principio, mucho menos noble, el que permite explicar también el gran entusiasmo del que goza actualmente. En un momento en el que la judicialización de la vida pública crece cada día, el principio de precaución expresaría el miedo que tienen los políticos y los administradores de la ciencia para asumir sus responsabilidades. Maurice Tubiana habla del ''principio paraguas''. En este sentido, amenazaría en un momento dado con paralizar tanto la vida pública como la investigación científica.

Lo que se expresa en definitiva a través de la invocación y la fortuna del principio de precaución, es el delicado asunto del control intelectual colectivo de los riesgos que se pueden tomar (o rechazar). Y este asunto pone abiertamente a prueba las formas de democracia existentes.

* * *

El ser humano es un ser vivo como los demás. Como tal, mantiene relaciones de interacción con su medio. Lo transforma inevitablemente, y se encuentra él mismo transformado. Decir que debe renunciar a transformar el mundo para salvarlo es un falso dilema.

Querámoslo o no el hombre transforma el mundo. La única pregunta válida es la de saber en qué medida controla o no esta transformación. Este control y los medios para lograrlo los ha adquirido el hombre progresivamente, aunque siempre de manera imperfecta, gracias a los progresos de los conocimientos.

Si por ''principio de precaución'' se entiende una incitación a mejorar este control sobre la base del desarrollo de las investigaciones necesarias, tanto en las ciencias humanas y sociales como en las ciencias duras, ¿cómo no aprobarlo?

Este principio estimulará una gestión más racional y más justa de los recursos naturales de los que disponemos. Y los países en desarrollo que sufren directamente las consecuencias de la despreocupación ecológica del norte saludarán esta iniciativa.

Desgraciadamente, en Francia, a este principio se le da la mayoría de las veces un tono negativo, prohibitivo: abstenerse, diferir, detener... Concebido de esta manera, afecta tanto al espíritu de empresa como al de la investigación. ¡Hemos visto incluso a un explorador curtido elogiar el ''inmovilismo'' para resolver el problema de la energía! ¡Situación paradójica, porque nuestros contemporáneos también se apiñan para aprovechar los últimos logros de la revolución de las tecnologías de la información y de la comunicación o para beneficiarse de los avances de la medicina! Contribuyen masivamente a la artificialización de nuestras existencias denunciada por ellos mismos.

El principio se inscribe en un contexto más general donde los discursos apocalípticos de la izquierda y la derecha se encuentran (¡en Francia en la Calle Grenelle!) para especular sobre las amenazas que acosarían la existencia de la especie humana y sacar conclusiones inmovilistas.

¡De allí la sospecha que recae en los científicos aunque no todos son aprendices de brujo y en los industriales que tampoco son todos contaminantes! De allí sobre todo la tentación de traducir esta filosofía en reglas jurídicas o parajurídicas.

Pero no debería ocurrir que el principio de precaución, entendido como un ''principio de suspicacia'', logre inspirar algunas ''leyes de sospechosos'' de una nueva clase. La democracia, invocada de buena gana por los grupos que participan en este asunto, no tendría nada que ganar.

Ante estas ''revoluciones tecnológicas'' (electrónica, genética...), que transforman profundamente las condiciones de la vida humana a escala planetaria, se hace necesaria una reflexión sobre dos realidades que se confunden demasiado: invención e innovación. Es necesario pensar la invención para controlar la innovación.

La invención —el proceso y su resultado — pertenece a la especie humana en su lucha con el medio. Ella distingue al hombre de cualquier otro animal al hacer entrar en la existencia objetos técnicos llenos de humanidad. Un etnógrafo como André Leroi-Gourhan o un filósofo como Gilbert Simondon lo han mostrado ampliamente: el hombre moldea su ''medio ambiente'' gracias a esta facultad mayor que es en él la imaginación que incita su invención. La palanca, la rueda, el timón, el sistema de biela manivela... son algunos ejemplos.

La innovación designa en primer lugar los efectos en el sistema técnico existente por la introducción de una invención. Desde que los marineros pudieron alejarse de las costas se fueron dando innovaciones que afectaron cada vez más el comercio, la alimentación, el arte militar... El asunto es entonces el de saber controlar estos efectos. Los interrogantes que se plantean hoy en día por el impacto de la televisión en el psiquismo de los niños, por el de los teléfonos celulares en el cerebro de los adolescentes, por el de internet en las estructuras del comportamiento humano no podrían ser ignorados a riesgo de exponerse a graves errores.

La idea en boga es que a raíz de estas innovaciones la humanidad encontraría amenazada su existencia.

Los tesoros de astucia y de inteligencia que el hombre ha desplegado a lo largo de los siglos para moldear el mundo de su existencia se han devaluado radicalmente; la civilización occidental es acusada por su industrialismo productivista y su egoísmo poco previsor.

Por medio de una simple inversión de signo, se mantiene así la ficción de la todopoderosa ''tecno-ciencia'', impuesta en Occidente por los ingenieros y los médicos positivistas del siglo pasado. Ayer nos imaginábamos la salvación laica de la humanidad por la ciencia aplicada, hoy también se anuncia un Apocalipsis laicizado.

Estamos siendo acosados por una pequeña metafísica —la que le asigna al hombre el lugar de Dios o del Diablo, como tan bien lo saben hacer los directores hollywoodienses. En nombre del principio de precaución, se le pide a todo el que emprende algo (una actividad productiva o una investigación creadora) que aporte antes ''la prueba de ausencia de riesgo'' que él corre o que hace correr a los demás — lo que excede las posibilidades de la condición humana y depende de esta ubris que se condena tan enérgicamente. Se les pide también, en nombre del mismo principio, que prevean lo imprevisible. ¡Otra hazaña que nos exigiría liberarnos de nuestros límites humanos!

Se suscita y se promueve el nacimiento de un nuevo tipo de hombre —el hombre precavido — el que se arriesga a renunciar a todo progreso en el conocimiento y en la acción, por no tener certezas absolutas que él mismo se ve obligado a exigirse antes de emprender algo.

No, no sabemos ni nunca podemos ''prever lo imprevisible'', pero como lo subrayaba en su época el filósofo y hombre de acción Gaston Berger, siempre debemos conservar la conciencia de que lo imprevisto puede ocurrir y tenemos que estar preparados para ello. El inventor de la ''prospectiva'', en Francia, explicaba que entendida así, esta ''disciplina'' nunca podría pretender al título de ciencia pero debería ser considerada como una ética: apertura a lo imprevisto, no solamente para conjurar el peligro sino para aprovechar la oportunidad que se presentase.

No, que no se disgusten nuestros ''sabios'' del Consejo de Estado que se han extraviado filosóficamente un instante, no es posible aportar la prueba de una ausencia de riesgo , pero, al haber tomado conciencia del riesgo potencial , se puede —se debe — hacer el esfuerzo intelectual y físico no sólo para comprobarlo (o no) sino para esquivarlo. Una vez más, se trata de una actitud ética, que se encuentra en la técnica, al comienzo del progreso de los conocimientos y de sus aplicaciones en el mundo moderno.

Es una nueva civilización la que se anuncia, si sabemos aprovechar el momento oportuno de las discusiones que se han anudado alrededor del futuro del planeta para volver a pensar estos problemas a fondo.

 

Notas al pie

* Conferencia de clausura del Coloquio ''L'Ésprit d'aventure et le principe de précaution en sciences et en arts'', organizado por la Academia Real de Bélgica en el Palacio de las Academias en Bruselas, el sábado 18 de septiembre de 2010. Su traducción al español fue realizada por María Luisa Jaramillo Arbeláez, Licenciada en Lenguas Modernas de la Universidad Pontificia Bolivariana; Especialista en Literatura Latinoamericana de la Universidad de Medellín y traductora.

1. Catherine y Raphaël Larrère, ''Les OGM, entre hostilité de principe et principe de précaution'', Cités No. 4 (2000).

2. Philippe Kourilsky y Geneviève Viney, Le principe de précaution (Paris: Odile Jacob, 2000).

3. Jean-Jacques Salomon, Survivre à la science: une certaine idée du futur (Paris: Albin Michel, 1999).

4. Francis Bacon, Novum Organum (1620) reedición, traducción e introducción de Michel Malherbe y Jean-Marie Pousseur (Paris: PUF, 1986).