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Historia y Sociedad

versão impressa ISSN 0121-8417

Hist. Soc.  no.23 Medellín jul./dez. 2012

 

ARTÍCULO DE REFLEXIÓN

 

Pueblos y naciones: los sujetos de la independencia

 

Towns and nations: subjects of the independence

 

 

José María Portillo Valdés**

** Doctor en Geografía e Historia. Profesor Titular de la Universidad del País Vasco y catedrático de la Universidad Externado de Colombia. Dirección de contacto: portival@gmail.com

 

Artículo recibido el 24 de septiembre de 2012 y aprobado el 9 de octubre de 2012.

 


Resumen

Este artículo analiza en primer lugar, el choque imperial de 1808 para prestar atención luego a la posición y el lugar ocupado en la crisis respectivamente, por los pueblos —y su organización institucional en juntas— y las naciones en sus distintas versiones hispanas.

Palabras clave: Historia constitucional, Constitución de Cádiz, independencias, nación.


Abstract

This article first analyzes the imperial shock of 1808 and then deals with the position and the place occupied in the crisis respectively by the people —and their institutional organization in juntas—, and the nations in their various Hispanic versions.

Key words: Constitutional history, Constitution of Cádiz, Independence, Nation.


 

 

Planteamiento

Cuando el 24 de septiembre de 1810, las Cortes Generales y Extraordinarias declararon que en ellas residía la soberanía nacional y, posteriormente, cuando aprobaron como primer capítulo de su constitución una serie de artículos en los que se definía la naturaleza y derechos de la nación española, estaban transitando hacia un modelo político en el que, idealmente, la nación debía sustituir a los pueblos como sujeto esencial. El momento de los pueblos se había producido desde marzo y mayo de 1808, es decir, desde que la monarquía había entrado en una crisis desconocida hasta ese momento. La presión militar y política de Napoleón, combinada con la actuación criminal de la familia real en Bayona, cediendo lo que no podían, produjo una situación desconocida hasta el momento en la monarquía y, por ello mismo, de difícil respuesta. El fallo encadenado de las distintas autoridades que restaban en España tras la salida de la familia real al completo, provocó que la reacción se trasladara de la Corte al país. El panorama a partir de ese momento se hizo muy complejo porque esa reacción se produjo en unas dimensiones atlánticas —a diferencia de la crisis dinástica precedente de comienzos del setecientos— y fue súbitamente transformándose en una crisis constitucional, también a lo largo y ancho de la monarquía hispana.

La defección de la Corte dejó, en efecto, la iniciativa exclusivamente en manos de un país que, a su vez, se mostró radicalmente dividido. A la altura de marzo y mayo de 1808, no estaba ni mucho menos claro el apoyo mayoritario de las élites intelectuales y políticas, a la opción fernandina. Si una buena parte de esas elites, apoyó la opción josefina consolidada en junio de 1808 fue porque realmente existía convencimiento sobre su superioridad moral y política, entre otras cosas porque se trataba de un rey que venía ya con una constitución. La Constitución de Bayona se convirtió así, paradójicamente, en uno de los principales acicates que conducen a la Constitución de Cádiz. La lectura de ambas constituciones nos ofrece la medida del problema político, de muy hondo calado, que se produce en el Atlántico hispano desde 1808: dos modelos imperiales chocan tratando de establecer un control sobre todo ese espacio y su resultado, es la reanimación política de los pueblos y la eclosión de las naciones como sujetos políticos esenciales.

Historiográficamente, podemos considerar el surgimiento de las naciones en el espacio del Atlántico hispano, como un fenómeno estrechamente ligado al momento de competencia imperial planteada abiertamente por Napoleón, desde el Tratado de Fontainebleau (octubre 1807), y a los intentos de recomponer la monarquía y su imperio, apelando precisamente a su forma de nación. En esa tensión es donde se produjeron los procesos que conllevaron la posibilidad de imaginar distintas salidas políticas y constitucionales a la crisis de la monarquía (nación unitaria con territorios autónomos, territorios federados en la monarquía, territorios independientes como nuevas naciones, etc.). Enfrentada a una forma imperial absorbente, pero sin dejar del todo la propia tradición imperial heredada de la monarquía, y disputando el espacio político a los pueblos, fue que la nación se fue abriendo paso en distintos lugares del Atlántico hispano.

Para ofrecer un planteamiento que tiene aún más de hipótesis que de contrastada comprobación documental, presentaré en primer lugar, el choque imperial de 1808 para prestar atención luego a la posición y el lugar ocupado en la crisis respectivamente, por los pueblos —y su organización institucional en juntas— y las naciones en sus distintas versiones hispanas.

 

1. El imperio absorbente

Aunque es extremo que no suele recordarse, debe tenerse presente lo que Antonio Alcalá Galiano recordaba en sus memorias, que a la altura de marzo de 1808 la mayor parte de los personajes influyentes tanto en el espacio de la monarquía como en los niveles locales y regionales de gobierno, se mostraban proclives a aceptar la mediatización de la monarquía por Napoleón y, tras las renuncias de mayo en Bayona, la nueva dinastía. No era para menos, ciertamente, dado el espectáculo ofrecido por los Borbones entre El Escorial, octubre de 1807, y Bayona, mayo de 1808. La lógica del pensamiento ilustrado apuntaba sin duda, más a aceptar esa intervención dinástica por los beneficios políticos que podía reportar a la monarquía española, cálculo que, como es sabido, hicieron personajes de la influencia y prestigio intelectual de Juan Meléndez Valdés, Francisco Cabarrús, José Marchena y otros muchos.

Si otra parte significativa de las élites letradas y políticamente influyentes decidieron posicionarse en contra de lo obrado en Bayona se debió, en buena parte, al significado político que entrañaba la operación finalmente decidida por Napoleón y forzada tras los sucesos del 2 de mayo en Madrid. Las escenas recogidas por Toreno, en que Carlos IV y Fernando VII literalmente le acaban vendiendo a Napoleón sus derechos dinásticos, incluido el título de príncipe de Asturias, y los del resto de sus familiares, no sólo entrañaban un grave delito político sino también una aniquilación internacional de la monarquía1. En realidad, se trataba del punto al que se dirigía la política española de Napoleón desde hacía tiempo. Desde que el Tratado de San Ildefonso resituara a España en la estela de Francia en las relaciones internacionales, y sobre todo, tras la llegada de Napoleón Bonaparte al poder en Francia y su transformación en imperio, la intervención gala en la dirección de la política de Estado de España no dejó de intensificarse2.

El Tratado de Fontainebleau, de octubre de 1807, no hacía sino sancionar de manera bastante ominosa lo que ya de hecho venía funcionando como una mediatización de la política de Estado española por parte del emperador de Francia. El reparto de Portugal en tres reinos, la retención de otros territorios en depósito y la apertura de una vía militar franca por la península ibérica a las tropas napoleónicas evidenciaban la capacidad de disposición que había adquirido Napoleón. Esta se vio reforzada, además, por la pugna interna a la familia real española que se manifestó a manera de libreto de opereta de segunda fila en el mismo momento de la firma del Tratado. En efecto, la pugna entre el partido fernandino y Godoy, transformada en ese momento en un enfrentamiento abierto entre el príncipe de Asturias y el rey, no hizo sino incrementar la influencia francesa sobre la corte al diputarse ambos partidos cortesanos el favor del emperador.

El Tratado de octubre de 1807, la entrada incesante de tropas francesas en la península y la toma del mando por relevantes en plazas militares como Pamplona y Barcelona, demostraron que la línea jalonada con las derrotas de cabo San Vicente (1797) y Trafalgar (1805) podría continuarse merced a una absoluta subordinación de las fuerzas españolas al proyecto imperial francés. Lo que se estaba produciendo ya de hecho era una mediatización imperial, que se seguiría en breve con la mediatización de la monarquía. En efecto, si el goteo de viajes a Francia de la familia real española significaba de facto el cierre del giro hacia una dependencia exterior de la monarquía, lo ocurrido en Bayona después de llegadas a oídos del emperador las noticias sobre el levantamiento de Madrid superaban toda previsión.

La cesión a Napoleón de los derechos dinásticos de los Borbones españoles, satisfacía plenamente el anhelo de algunos consejeros del emperador que querían ver extinta en Europa la dinastía que había suplido Bonaparte en Francia3. El error de cálculo estuvo, sin duda, en la previsión de que el cambio dinástico podría producirse en esta ocasión como había ocurrido a comienzos del setecientos. Como el propio Stendhal recogía de la abundante literatura publicada en las dos primeras décadas sobre la guerra de España: ''Cambió de rey precisamente en la única nación donde esa medida no convenía''4.

La llegada a finales de mayo de las noticias sobre la cesión de los derechos dinásticos de Carlos IV y Fernando VII, a favor de Napoleón, espoleó la reacción de las élites locales en distintas ciudades. Se combinaba con la noticia también de los sucesos de comienzos de mayo en Madrid, pero era la definitiva absorción imperial lo que realmente posicionó a buena parte de esas élites contra la operación napoleónica. Stendhal, cuyo resumen de memorias vengo citando, no es precisamente sospechoso de afinidad alguna con España. Al contrario, literalmente los asuntos de esta monarquía le parecían ''repugnantes''. Sin embargo, no se le escapó lo arriesgado de la operación pergeñada por el propio emperador en Bayona a comienzos de mayo de 1808: ''Si Bonaparte hubiera hecho ahorcar al príncipe de la Paz, hubiera devuelto a Fernando VII a España con la Constitución de Bayona, una de sus sobrinas como mujer, una guarnición de 80.000 hombres y un hombre de ingenio como embajador, hubiera obtenido de España todos los navíos y todos los soldados que podía proporcionar''5.

Creo que la apreciación es absolutamente certera. Lo que soliviantó realmente los ánimos y condujo a aquella porción de las élites locales y provinciales a una oposición abierta al cambio dinástico, fue el hecho de que se combinó con una absorción imperial de la monarquía española. Napoleón, que de hecho controlaba ya lo que más le interesaba del sistema imperial español, es decir, sus inyecciones fiscales, quiso entonces, entre octubre de 1807 y mayo de 1808, hacerse también con la monarquía. De lo primero es buena prueba la decisión adoptada en 1804 para consolidar los vales reales en América, un literal expolio de todas aquellas personas y corporaciones que utilizaban el sistema crediticio gestionado desde las instituciones que se vieron afectadas por el Real Decreto de 28 de noviembre de 1804 (eclesiásticas, educativas y de beneficencia principalmente). El traslado a América de una buena parte de la deuda generada por el Tratado de suministros con Napoleón, que de eso se trataba, definió muy claramente la subordinación imperial de España respecto del nuevo imperio generado en Francia6. De lo segundo se encargaba la operación de sustitución dinástica y mediatización constitucional que se pergeñó entre mayo y junio de 1808.

Lo que Artola denominó el ''error monárquico de Napoleón'' consistió, en esencia, en lo que Stendhal apuntaba, sólo que cambiando el nombre Fernando VII por el de José I. Si el nuevo monarca se hubiera presentado no sólo con una constitución sino sobre todo con una ''política nacional'', como quería esa nutrida élite de intelectuales, cortesanos y oficiales que le apoyó, probablemente las cosas habrían ido de otro modo. El error, por tanto, de Napoleón consistió en fundir ambas absorciones de España, la de su imperio y la de su monarquía7. Si las previsiones constitucionales del gobierno de la monarquía, con su nuevo rey a la cabeza, tuvieron que enfrentar dificultades provenientes tanto de la resistencia al cambio dinástico como del propio emperador que prefirió mantener un prolongado estado de gobierno militar, las relativas a la anulación de la presencia con pie propio de la monarquía española en la escena internacional se cumplieron a rajatabla desde el espacio controlado por los hermanos Bonaparte8. Tanto el artículo 2 —que preveía la titularidad raíz de la dinastía en el propio Napoleón— como el 124, —que subordinaba constitucionalmente la política española a la imperial— redondearon aquella operación. Estaba el nuevo imperio europeo haciendo buena la recomendación que a mediados de la anterior centuria había formulado Montesquieu sobre la necesidad de poner a España bajo tutela9.

La Constitución de Bayona culminaba este proceso consolidando el cambio dinástico y —esta era la novedad respecto a la anterior crisis dinástica— anulando la presencia de España en el escenario internacional. La remisión del derecho dinástico sobre la monarquía de España al propio emperador de Francia y la obligación permanente de España al tratado de alianza con el imperio, significaban que España desaparecía como sujeto del ius gentium. En los términos que había definido con éxito desde 1758 Emmerich de Vattel equivalía ello literalmente a pasar del estado de nation al de mero pays o parte dependiente de un sujeto realmente soberano10. El peculiar imperio europeo construido por Bonaparte no era desde luego la primera vez que procedía a una operación de este tipo, como mostraban, entre otros, los casos de Holanda, Nápoles y Westfalia. Lo que singularizaba el caso de España era que la monarquía llevaba anexo un vastísimo imperio territorial extendido por varios continentes. Era algo que Napoleón tuvo muy presente desde primera hora y que tuvo su reflejo en la elaboración de la Constitución de 180811. Al acceder a algunas de las peticiones de los americanos designados por Murat para acudir a Bayona, especialmente las que hacían referencia a la igualdad entre todas las provincias de la monarquía, Napoleón estaba, por un lado, iniciando una senda que seguirá en breve la Junta Central y, por otro, asimilando monarquía e imperio, ambos ya bajo su control directo, cosa que harán también las Cortes de Cádiz.

 

2. Los pueblos resistentes

Napoleón consideró que la crisis interna de la familia real española, de la que tanto aprovechó, podría cerrarse en el ámbito cortesano. De hecho, toda su operación de asimilación imperial de la monarquía española fue bastante cortesana, incluida la elaboración de la Constitución de 1808. Sin embargo, desde mayo de ese año, en el momento inmediatamente posterior a las abdicaciones de Carlos IV y Fernando VII, se comprobó que aquella arriesgada operación no se iba a llevar a cabo sin contradicción. De hecho, como ya lo caracterizó Artola, el reinado de José I fue un prolongado estado de emergencia12. Fue debido esto al hecho, inaudito en la historia española precedente, de que si la Corte se plegó sin más a las decisiones imperiales tomadas en Bayona, el país decidió resistirlas. Entiendo aquí por ''país'' el conjunto de élites locales y provinciales junto a los efectivos populares que se movilizaron con relativa facilidad y que se opusieron abiertamente y generando sus propias instituciones de emergencia a lo hecho en Bayona. Por lo general, mostraron una conciencia bastante evidente acerca de la naturaleza cortesana de la operación, asimilando siempre la Corte al momento inmediatamente previo de la privanza de Godoy. A ello, de manera también bastante habitual añadieron la presentación su resistencia como una emanación de la ''política popular'', es decir, de la que no estaba contaminada por el vicio y la corrupción cortesanas y que haría de Fernando VII su propio talismán.

No es por casualidad que los relatos que prácticamente sobre la marcha comienzan a escribirse sobre la ''revolución española'' arranquen del momento que cubre de octubre de 1807 (con el Tratado de San Ildefonso de 1796 como referencia última) y que llegaba hasta el momento de formación de las primeras juntas en mayo de 1808. En ese arco de tiempo era donde se quería mostrar el tránsito de la Corte al país en el protagonismo de la crisis13. La cuestión que, de nuevo, singularizaba la escena española era que ese ''país'' no conocía articulación política alguna en tanto que tal. Los escritores de finales del siglo anterior lo habían recordado una y otra vez: España carecía de constitución en el sentido de que no tenía forma alguna de articulación conjunta del reino. Más aún, la cuestión en términos históricos —que era la forma de abordaje más habitual— no estaba casi ni planteada para ese reino nuclear de toda la monarquía que era Castilla14. Sin historiografía civil, ni constitución activa ninguna el reino podía decirse que, de hecho, era en cuanto sujeto político algo totalmente inexistente entonces.

Como León de Arroyal dejó dicho en sus entonces inéditas Cartas político económicas, España se podía describir mejor como un enjambre de pequeñas repúblicas, tantas como pueblos15. Fue justamente esa extraña ''constitución'' la que se mostró con toda contundencia desde mayo de 1808. Desacreditada la Corte en toda su integridad, tanto por lo acumulado como por la actitud de pliegue incondicional a las demandas imperiales, fueron los pueblos quienes protagonizaron el momento primero de la resistencia a la intervención de la monarquía pergeñada en Bayona. No corresponde a este lugar entrar en el relato pormenorizado del proceso de formación de juntas que se produjo a partir de finales de mayo de 1808, que ha sido objeto preferido tradicionalmente de la historiografía interesada en este período. Debe, sin embargo, recordarse que, con algunas variables de interés, el mecanismo para la conformación de aquellas instituciones de emergencia consistió en la utilización combinada de la acción de las élites locales —civiles, militares y eclesiásticas— junto al uso de los ayuntamientos o de instituciones de representación precedentes (Junta de Asturias, Cortes de Aragón) y la presencia en las calles de la muchedumbre en los momentos más críticos. No se trataba, por tanto, de ninguna irrupción en escena del ''pueblo español'' sino más bien de los ''pueblos de España''16.

Es también un dato relevante para nuestro argumento el hecho de que fueran las noticias de Bayona, en mucha mayor medida que los sucesos de Madrid, los que espolearan el proceso de resistencia17. Las dudas que muestran los propios actores y testigos del momento para calificar estos hechos como una revolución, un levantamiento o una guerra (a la vez internacional y civil) son buena muestra de que no se está ante un momento revolucionario como los que se habían vivido ya previamente en América y Europa. La reacción de aquellas élites que se negaron al reconocimiento de la nueva dinastía se produjo, efectivamente y sin excepción, en defensa de la monarquía española. No se trataba de la defensa del rey, ni tampoco exactamente de la dinastía. La elaboración y reiteración permanente de un relato que presentaba a Fernando VII como un joven rey secuestrado por el ''monstruo de los abismos'' para hacerse con su corona junto con la no menos reiterada presentación de José I como un inmoral usurpador constituían herramientas para oponerse a la desaparición de la monarquía en términos del ius gentium.

En este sentido la independencia se convirtió entonces en un motivo para la guerra al imperio. Adviértase que no se trata de la independencia entendida como el acto consciente de una nación que quiere segregarse de otro sujeto político que la incluye y reclama como parte del mismo. Esto vendrá luego, pero no está en el discurso de 1808. Se trataba de evitar la liquidación de la monarquía española en el ámbito internacional, que era el de las naciones, estados o soberanías y que a nadie mínimamente letrado se le escaba entonces que era lo que habían provocado Napoleón, Carlos IV y Fernando VII en Bayona. Cuando en la Constitución de Cádiz se afirme en su segundo artículo ''La Nación española es libre e independiente y no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona'' se estará condensando precisamente esta contestación tanto a Napoleón como a los monarcas españoles de la casa de Borbón que habían reducido la monarquía española a una dependencia imperial en Bayona.

La cuestión es que esta resistencia, por un lado, no fue protagonizada por ningún sujeto de radio ''nacional'' sino por una multitud de ellos que tenían una entidad local o provincial. Eran los pueblos que, una vez liquidada la legitimidad de las instituciones monárquicas, fueron los únicos cuerpos políticos subsistentes. Lo expresó con claridad el síndico del ayuntamiento de México, Francisco Primo de Verdad y Ramos, al recordar el Real Acuerdo en el que las instituciones de gobierno como esa misma u otras (consejos, secretarías de Estado, tribunales, etc.) no eran de esencia de la monarquía sino contingentes y accidentales. De esencia eran únicamente el rey y los pueblos, por lo que tocaba a estos hacerse cargo de la situación extraordinaria generada en Bayona. El argumento del síndico mexicano es perfectamente coherente con la tradición política de la propia monarquía, como lo muestra cualquier vistazo a la literatura sobre gobierno de los pueblos de los siglos precedentes. De acuerdo con ella, por pueblo debe entenderse no la masa de habitantes de un determinado espacio ni tampoco la generalidad ciudadana de hombres libres a la que imputar la soberanía sino la comunidad local políticamente organizada a través de su cabildo o ayuntamiento. Lo relevante es el hecho de que, en el contexto de una crisis de dimensiones absolutamente inauditas en la historia de la monarquía, se hicieran valer los pueblos como la única vía de escape para evitar la aniquilación de la monarquía en los términos realmente relevantes que eran los del derecho de gentes.

Por otro lado, la resistencia encarnada en juntas fue un fenómeno que se extendió de manera notable, también a la parte americana de la monarquía18. A diferencia de lo ocurrido en la anterior crisis dinástica, ahora en América se produjo una reacción idéntica a la ocurrida en los pueblos de la monarquía al saberse de lo maquinado y ocurrido en Bayona. Las élites locales apoyadas por parte de la oficialidad y del clero local junto a la activa presencia de la muchedumbre en los momentos críticos, fueron, al igual que en la península, los actores principales de tales procesos. Había, sin embargo, de entrada un par de diferencias notables en el espacio americano: ni sus reinos y provincias habían sido invadidos por un ejército extranjero ni ninguna autoridad dio muestras de adhesión a la nueva dinastía. El discurso exhibido desde estos cuerpos, sin embargo, estuvo también inicialmente centrado en una defensa de la monarquía en los términos que he señalado más arriba y que tenían que ver con la independencia de la misma en el ámbito de las naciones.

Es por ello que las juntas, en Europa y América, adquirieron desde su creación un carácter bastante peculiar. Por un lado, no tuvieron duda alguna respecto de su capacidad y legitimidad para hacer uso de la soberanía: declararon la guerra, administraron justicia, nombraron autoridades, establecieron acuerdos con otras potencias y les enviaron sus embajadores. Por otro lado, sin embargo, entendieron y proclamaron en todo momento que esa soberanía estaba en depósito o dicho de otro modo entonces también bastante habitual, las juntas defendieron siempre que estaban tutelando la soberanía del rey19. Esta idea del depósito de soberanía se derivaba directamente del derecho civil que establecía las obligaciones del tutor y cuidador respecto de los bienes de las personas impedidas permanente o transitoriamente para tomar decisiones sobre los mismos. De este modo, las juntas utilizaron un principio de derecho civil para defender la independencia de la monarquía en el espacio del derecho de gentes. Nada había en ello que impidiera, por tanto, que esa forma de resistencia se universalizara y se manifestara en toda la dimensión de la monarquía hispana. Al contrario, en los términos que se plantea la naturaleza y cometido de las juntas lo esperable era que fueran surgiendo de manera autónoma allá donde hubiera un pueblo.

La insurgencia de los pueblos con su institucionalización en juntas estuvo cargada de consecuencias. En primer lugar, porque al establecer el ámbito de su gobierno sobre un espacio provincial activaron ese ámbito territorial que hasta entonces únicamente había quedado políticamente vivo en el área vasconavarra. En segundo lugar, porque al ser los pueblos los primeros sujetos que lideraron la defensa de la independencia de la monarquía trasladaron a la siguiente fase de la crisis, la constitucional, una cuestión fundamental sobre la organización de la monarquía. Como ha explicado la historiografía, las juntas fueron creándose y definiendo un espacio de actuación y gobierno propio que estableció un primer mapa provincial de España. En algunos casos esto era más consecuente y menos conflictivo, como en el caso de la Junta de Asturias que ya desde su denominación hizo de todo el principado su espacio de gobierno, consiguiendo así prolongar la vida política de este gobierno provincial tradicional20. En la mayoría, sin embargo, la definición del espacio provincial de gobierno de cada junta fue un proceso conflictivo que en algunos casos, como el de Sevilla y Granada acabó con la sumisión de una a otra, en otros, como el de Galicia, Asturias y Castilla y León en una especie de federación provisoria y en otros, como las creadas en Nueva Granada, derivó en fuertes enfrentamientos civiles21.

La gestación de un espacio provincial alrededor de las ciudades ''capitales'' conformó en aquellos meses del verano de 1808 una multiplicidad de depósitos de soberanía o, mejor dicho, de instituciones que reclamaban la tutela del mismo simultáneamente. Como entonces se dijo por parte de las distintas juntas al cruzarse sus propuestas de generar un poder central, se estaba configurando un temible modelo ''federativo'' en la monarquía. El hecho es que, sin embargo de todas las prevenciones hechas al respecto, la solución adoptada en septiembre con la creación de la Junta Central no dejaba de tener un evidente sabor federal por su composición senatorial a base de dos representantes por cada Junta Provincial. Aunque la Central intentará en enero de 1809 regular su posición preeminente respecto de las juntas provinciales —las que el reglamento del día 1 llamaba ahora Superiores— en su misma naturaleza llevaba inscrita la genética federal. La propuesta de la Junta de Valencia de 16 de julio de 1808, de la que partió todo el proceso de formación de la Central, había previsto un cuerpo más cercano al federalismo que al unitarismo:

La junta central entenderá en todos los puntos a que no puede extenderse la autoridad e influencia de cada junta suprema aislada, y en aquellos de que el interés general exige se desprenda cada una, para ganar en la totalidad lo que a primera vista parece que pierden en renunciar alguna fracción de la soberanía, que siempre será precaria si no se consolida y concierta22.

Es justamente ese carácter federalista de las primeras formas de resistencia a la absorción imperial de la monarquía lo que hace especialmente interesante la irrupción ahí de la ''cuestión americana'', que acompañará ya permanentemente a la crisis de la monarquía. Como ya se ha recordado, el proceso de formación de juntas fue un fenómeno universal a la monarquía que, sin embargo, fue truncado en el momento en que se conformó aquel primer gobierno central de aire federal. No es sólo que no hubiera representantes elegidos en América en la Central por falta de tiempo para su llegada antes de su disolución en enero de 1810, sino sobre todo, como no dejó permanentemente de señalar la literatura política criolla, fue que la representación americana fue diseñada en precario ya desde este primer esbozo de gobierno central23. En efecto, como Camilo Torres recordaría oportunamente al redactar las instrucciones del representante neogranadino en la Central, si para América eran bastante nueve representantes mientras las provincias europeas se asignaban un par de representantes por cabeza poca igualdad en la representación podía caber24.

No fue sólo este hecho, ya de por sí significativo de la poca capacidad europea para asumir el postulado de la igualdad de derechos que proclamarán para América todos los gobiernos de la crisis, desde la Central a las Cortes, sino algo más de fondo. Se trataba de que para ningún gobierno de la crisis las juntas americanas existieron políticamente. Fueron consideradas siempre reuniones tumultuarias fuera de toda legalidad, a pesar de que en su formación y actuación eran un calco de lo que estaba ocurriendo en España desde mayo de 1808. No sólo, pues también apoyaron su disolución por la fuerza, como en México, La Plata o La Paz o les hicieron directamente la guerra como a Caracas. Como José María Blanco White observó en su periódico, el origen de las disensiones de los americanos no había que buscarlo, como haría Flórez Estrada, en cuestiones de economía imperial sino en razones puramente políticas ligadas al reconocimiento de la capacidad de sus élites para gestionar la crisis y a la equidad en la representación en las instituciones centrales de gobierno de la monarquía25. De este modo, con la formación de las juntas y la gestación de espacios provinciales en su alrededor, nació también una ''cuestión americana'' que acompañará permanentemente el intento de dar una salida constitucional a la crisis de la monarquía.

 

3. Las naciones surgentes

En el Atlántico hispano las naciones fueron los últimos sujetos en entrar en escena en la larga crisis de su monarquía. Como acabamos de ver, los pueblos les precedieron y lo hicieron con una legitimidad que entroncaba perfectamente en la legalidad de la monarquía. Las naciones, por el contrario, se tuvieron que presentar necesariamente como sujetos nuevos en el orden político aunque no dejaran de utilizar eficazmente el envoltorio de la historia. Debe advertirse de entrada que por naciones se entiende aquí también lo que en América más comúnmente se llamó ''Pueblo'', así en singular y con mayúscula para diferenciarlo de los ''pueblos''. Pueblo fue asimilado al sujeto político capaz de abarcar en sí los pueblos y asimilarse a la soberanía de un territorio26. De ahí que el término fuera disputado entre las distintas soberanías en lucha que surgen en el espacio hispano desde 1810. Podría ejemplificarse este asunto perfectamente con el caso del Río de la Plata, donde Buenos Aires reclamaba esa condición frente a España y la negaba, a su vez, a Montevideo por entenderla parte dependiente de su soberanía.

Las naciones entran en escena en el momento en que en la crisis se produce una mutación sustancial que implicó su transformación en crisis constitucional. Es un proceso que se produce también a ambos lados del Atlántico hispano, aunque por motivos ahora distintos. La derivación tuvo lugar, de hecho, antes en América que en Europa implicando la transición también de unos sujetos plurales, los pueblos, que formaron juntas para dotarse corporeidad política a otro sujeto, el Pueblo, que implementó también un tipo de institución propio y distinto, la Asamblea o Congreso. Así se verificó en Venezuela entre 1810 y 1811 y en Santafé de Bogotá por lo que hacía al territorio de la provincia de Cundinamarca en 1810. El caso venezolano permite perfectamente observar cómo el Pueblo se va superponiendo a los pueblos: la Junta de Caracas dio paso al Congreso de Venezuela que pugnó por asimilar en sí los distintos pueblos de su demarcación. La resistencia de Nueva Barcelona a integrarse en un primer momento en el Congreso venezolano demostraba algo que se observará con mucha mayor crudeza en la Nueva Granada y el Río de la Plata, que los pueblos no estaban dispuestos sin más a una relegación y subordinación en nombre del Pueblo.

Las soluciones constitucionales que los congresos que se forman en América y Europa arbitraron para dar salida constitucional a la crisis de la monarquía fueron múltiples. Por un lado, cabía la posibilidad de romper todo lazo político con la monarquía e iniciar una andadura propia en el escenario del ius gentium, reproduciendo así de nuevo el motivo de la independencia a una escala hispana ahora. Fue el caso de Venezuela, donde el debate sobre la conveniencia de una efectiva y expresa declaración de independencia dejó ver los temores de algunos diputados al respecto, precisamente por entender que se exponía Venezuela a una reabsorción por parte de alguna otra soberanía imperial y a una posible defección de algunos pueblos que entendieran demasiado arriesgada la operación del Pueblo de Venezuela27.

En el Río de la Plata se demostró que la posibilidad insinuada por algunos diputados al Congreso de Venezuela cabía también: ejercer de hecho de pueblo independiente sin necesidad de hacer una declaración formal al respecto. Como es sabido, hasta 1816 en el Congreso de Tucumán las provincias del Río de la Plata no contaron con una declaración de independencia, a pesar de lo cual ninguna autoridad metropolitana española volvió a establecerse en Buenos Aires desde mayo de 1810. Las dificultades que en este espacio encontró la nación, o el Pueblo, para definirse como una soberanía singular en un contexto de soberanías provinciales concurrentes mostraron en toda su envergadura que las naciones no tenían de entrada asegurado su lugar de preeminencia ni mucho menos28. En el Río de la Plata esa contención entre soberanías obligó a implementar un sistema constitucional que hizo de la provisionalidad su seña de identidad más distinguida. Si la independencia formalmente declarada no llega sino en 1816, la constitución habrá aún de esperar tres años más y la estabilización de algo que pueda llamarse nación argentina varias décadas29.

En ese laboratorio excepcional que constituyó desde 1810 el Atlántico hispano, cupieron otros experimentos que contemplaban también la eclosión de las naciones. En Cundinamarca, Chile y Quito se ensayó la posibilidad constitucional de recomponer el lazo monárquico hispano a través de relaciones federales entre cuerpos en sí mismos soberanos vinculados a través de la monarquía y el príncipe común, así como de unas prácticas constitucionales aceptables. En realidad se trataba de una forma de entender la recomposición de la monarquía que fue bastante habitual entonces en los discursos políticos surgidos de las élites criollas. Se trataba de imaginar un Atlántico hispano reelaborado sobre la base de una cultura constitucional que asumía el valor del autogobierno, a través de gobiernos y representaciones propias de cada territorio y de la representación colectiva en instituciones centrales de gobierno de la monarquía. No era nuevo, pues ya había sido insinuada la posibilidad desde finales de la centuria anterior30. Tampoco era incoherente con la marcada tendencia en esos discursos políticos a derivarse de una interpretación que asumía la propia legalidad tradicional de la monarquía incluso en grado mayor de lo que hicieron las autoridades metropolitanas, como mostraron los casos de México y Quito31.

Cádiz es también coherente con ese proceso de reimaginación del Atlántico hispano. Efectivamente, por un lado, las Cortes de Cádiz reciben al completo la herencia de los gobiernos precedentes de la crisis respecto de la reconstrucción de la dimensión imperial de la monarquía. Eso significa que se asume desde un principio el discurso de la igualdad entre españoles americanos y europeos a la vez que se lleva a la práctica un sistemático proceso de minorización política de las provincias americanas. Será realmente su talón de Aquiles.

Como es bien sabido, la nación de Cádiz nació con la singularidad de su vocación universal dentro del contexto Atlántico de iniciativas en que se produjo. ''La Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios.'' Esta primera oración constitucional contenía toda una serie de implicaciones políticas directas a las que la Constitución tenía que dar respuesta y que tenían que ver tanto con la representación como con el gobierno. Todo ello en un escenario en el que la facción liberal que tomó el mando de la situación desde el 24 de septiembre de 1810, fecha de la reunión de las Cortes en la Real Isla de León, procuró denodadamente establecer la supremacía política de ese nuevo sujeto llamado nación española. Tuvo que afirmarse evidentemente frente a la monarquía, a lo que se procedió en el primer decreto aprobado por las Cortes el día de su primera reunión. En él se procedió a una literal restauración monárquica con una reinstitución de la dinastía de Borbón en la persona de Fernando VII derivada ahora de la propia voluntad de la nación. La Constitución no hará luego sino desarrollar en sus títulos III y IV este principio de la supremacía nacional en la monarquía, dando lugar a un sistema que los críticos con el texto de 1812 enseguida calificarán de república disfrazada de monarquía.

Pero la nación tenía que vérselas también con otros sujetos. Por un lado, los individuos que la componían según su primer artículo, los españoles, y sus derechos. El peculiar tratamiento que esta relación recibe en el artículo 4 del texto: ''La Nación está obligada a conservar y a proteger por leyes sabias y justas la libertad civil, la propiedad y los demás derechos legítimos de todos los individuos que la componen'', es ya un síntoma de que la comprensión de los individuos dotados de derechos, los españoles, obedecía a un imperativo de la propia nación más que a una radicalidad individual de los derechos32. Por otro lado, ahí seguían estando los pueblos que habían protagonizado, sin nación alguna de por medio, el primer momento de la resistencia a la absorción imperial de la monarquía y que no podían ser obviados ahora que la nación procedía a hacer su constitución33. Los pueblos presentaron a la nación un complejo problema de organización política de la monarquía con constitución por dos razones. En primer lugar, porque desde 1808 su dimensión se había duplicado al ampliarse el gobierno municipal al radio provincial a través de las juntas. En segundo lugar, porque como ya se ha dicho, las Cortes asumieron desde un principio la integración americana en la nación española.

La replicación de los pueblos en un ámbito provincial condujo a la necesidad de establecer una relación entre territorios y nación que motivó uno de los debates más interesantes del proceso de elaboración de la Constitución de 1812. Ahí pudo verse hasta qué punto el primer liberalismo español tomó en serio el rechazo del federalismo, pero también el de una idea de la administración como instrumento en manos exclusivas del gobierno y sus agentes. La creación constitucional de las diputaciones provinciales, inspirada en buena medida en las que hasta entonces habían funcionado regularmente, las vascas, se concibió como una aplicación a la administración provincial de los principios defendidos de manera ejemplar por Jovellanos en su Informe de 1795 sobre la libertad con capacidad individual de autogestión de asuntos particulares sin intervención del gobierno34. En ese espacio económico y administrativo se situaron también en principio los municipios con sus ayuntamientos electos y obligatorios en poblaciones de más de mil habitantes. Lo relevante de la previsión constitucional de Cádiz fue que en esos dos ámbitos, y precisamente por concebir la intervención ciudadana como un requisito de la libertad civil con la que se había ya comprometido la nación desde el arranque del texto, provocó toda una revolución dentro de la revolución de nación que estuvo referida a espacios locales y provinciales35.

Pero fue, sobre todo, América y su ''cuestión'' lo que sometió realmente a prueba al ''sistema'' —como Argüelles gustaba denominarlo— de 1812. Por un lado, porque el sistema no dio de sí lo suficiente como para satisfacer políticamente sus propias previsiones de igualdad y equidad en la representación. Como es bien sabido, fue a través de una decisión racista, la exclusión de la ciudadanía de los originarios de África y sus descendientes, y de sus implicaciones en el propio texto (artículos 22, 29 y 31) que el censo americano fue manipulado para evitar las consecuencias políticas de la igualdad representativa de españoles europeos y americanos. Por otro lado, porque el sistema promovió una concepción del autogobierno como parte medular del orden constitucional que tendrá amplia repercusión en la historia posterior de las repúblicas independientes americanas36. Unida como condición a la libertad civil de los ciudadanos, la autonomía de los territorios pudo conducir bien al federalismo bien a un permanente debate sobre la relación entre territorios y nación en la historia constitucional. En cualquiera de los casos mostró cómo en el Atlántico hispano la eclosión de las naciones no implicó la aniquilación política de los pueblos sino que estos siguieron disputando espacios de soberanía a las primeras.

 

Notas al pie

1. José M. Queipo de Llano (conde de Toreno), Historia del levantamiento, guerra y revolución de España (1836) (Madrid: B.A.E., 1953), 47 ss.

2. Reconstruye esa relación y su influencia en la política interna Emilio La Parra, Manuel de Godoy. La aventura del poder (Barcelona: Tusquets, 2002) y previamente en, del mismo, La alianza de Godoy con los revolucionarios (España y Francia a fines del siglo XVII) (Madrid: CSIC, 1992).

3. Stendhal, al comenzar los capítulos sobre España de su Vida de Napoleón, recogía la insistencia de Talleyrand, al respecto véase: Stendhal (Henri-Beyle), Napoleón (Barcelona: Verticales de Bolsillo, 2007).

4. Stendhal, Napoleón, 139.

5. Stendhal, Napoleón.

6. Carlos Marichal, La bancarrota del virreinato. Nueva España y las finanzas del Imperio español, 1780- 1810 (México: Fondo de Cultura Económica, 1999) cap. V y Gisela von Wobeser, Dominación colonial. La consolidación de Vales Reales, 1804-1812 (México: UNAM, 2003).

7. Miguel Artola, Los afrancesados (Madrid: Alianza, 1989), 91.

8. Carmen Muñoz de Bustillo, Bayona en Andalucía: el Estado bonapartista en la prefectura de Xerez (Madrid: CEPC, 1991).

9. Pablo Fernández Albaladejo, ''Entre la 'gravedad' y la 'religión'. Montesquieu y la 'tutela' de la monarquía católica en el primer setecientos'', en Materia de España. Cultura política e identidad en la España moderna (Madrid: Marcial Pons, 2007).

10. Emmerich de Vattel, Le Droit des Gens ou Principes de la Loi Naturelle, Appliqués à la conduite et aux affaires des Nations et des Souverains (1758), edición facsimilar (Washington: Carnegie Institution of Washington, 1916).

11. Eduardo Martiré, La Constitución de Bayona entre España y América (Madrid: CEPC, 2000).

12. Miguel Artola, Los afrancesados, 92.

13. Sobre estos relatos aporto datos en José M. Portillo, ''Memoria de Cádiz'', en Manuel José Quintana y su tiempo, eds. Marieta Cantos y Fernando Durán (Cádiz: Universidad de Cádiz, en prensa).

14. José Manuel Nieto, Medievo constitucional. Historia y mito en los orígenes de la España contemporánea (ca. 1750-1814) (Madrid: Akal, 2007).

15. León de Arroyal, Cartas económico políticas (con la segunda parte inédita) (Oviedo: Instituto Feijoo, 1971, 110). (''La España debemos considerarla compuesta por varias repúblicas confederadas, bajo el gobierno y protección de nuestros reyes. Cada villa la hemos de mirar como un pequeño reino, y todo el reino como una villa grande.'') y 57 (''[...] nuestro mal será incurable en tanto que subsistan las barreras que en el día tienen al rey como separado de su reino [...]'').

16. José Álvarez Junco, Mater Dolorosa. La idea de España en el siglo XIX (Madrid: Tecnos, 2001). cap. III.

17. Richard Hocquellet, ''Élites locales y levantamiento patriótico: La composición de las juntas provinciales de 1808'', Historia y Política No. 19 (2008).

18. Roberto Breña, ed. En el umbral de las revoluciones hispánicas. El bienio 1808-1810 (México: El Colegio de México y Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2010); Manuel Chust, La eclosión juntista en el mundo hispano (México: Fondo de Cultura Económica, 2007).

19. Resumo aquí las conclusiones que expuse en Revolución de Nación. Orígenes de la cultura constitucional en España, 1780-1812 (Madrid: CEPC, 2000). Sobre las juntas americanas y su condición de tutoras de la soberanía regia, Jaime E. Rodríguez O., The Independence of Spanish America (Cambridge: Cambridge University Press, 1998).

20. Francisco Carantoña, Revolución liberal y crisis de las instituciones tradicionales asturianas (Oviedo: Silverio Cañada, 1989); Marta Friera, La Junta General del Principado de Asturias a finales del Antiguo Régimen (1760-1835) (Oviedo: Junta General del Principado de Asturias, 2003).

21. Manuel Fernández Martín, Derecho parlamentario español (1885) (Madrid: Congreso de Diputados, 1992), cap. II y Rebeca Earle, Spain and the Independence of Colombia, 1810-1825 (Exeter: University of Exeter Press, 2000).

22. Manuel Fernández Martín, Derecho parlamentario, 322.

23. Resumo aquí planteamientos más desarrollados en José M. Portillo, Crisis atlántica. Autonomía e independencia en la crisis de la monarquía española (Madrid: Marcial Pons-Fundación Carolina, 2006), cap. I.

24. Representación del Cabildo de Santa Fe, capital del Nuevo Reino de Granada, a la Suprema Junta Central de España (1809), en Colombia. Itinerario y espíritu de la independencia. Según los documentos principales de la Revolución (Recopilación, introducción y notas de Germán Arciniegas) (Bogotá: Biblioteca Banco Popular, 1972).

25. André Pons, Blanco White y América (Oviedo: Instituto Feijoo, 2007).

26. José Carlos Chiaramonte, Nación y Estado en Iberoamérica. El lenguaje político en tiempos de las independencias (Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 2004).

27. Véanse las actas de estas sesiones en el Libro de Actas del Supremo Congreso de Venezuela. Comienza en 25 de junio y concluye en 31 de agosto del mismo año, recogido en Textos oficiales de la primera república de Venezuela (Caracas: Biblioteca de la Academia Nacional de la Historia, 1959), vol. III.

28. Noemí Goldman, ''Crisis Imperial, Revolución y Guerra (1806-1820)'', en Nueva Historia Argentina (Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1998) y, Noemí Goldman, ''El debate sobre las formas de gobierno y las diversas alternativas de asociación en el Río de la Plata'', Historia Contemporánea No. 33 (2006): 495-511.

29. Geneviève Verdó, L'indépendence argentine entre cités et nation (1808-1821) (París: Sorbonne, 2006).

30. José M. Portillo, Victorián de Villava. Itinerarios y circunstancias (Madrid: Mapfre-Doce Calles, en prensa).

31. Annick Lempérière, Entre Dieu et le roi, la republique.mexico, XVI-XIX siècles (Paris: Le Belle Lettres, 2004); Federica Morelli, Territorio o Nación. Reforma y disolución del espacio imperial en Ecuador, 1765- 1830 (Madrid: CEPC, 2004).

32. Bartolomé Clavero, Manual de Historia constitucional de España (Madrid: Alianza, 1989).

33. Aunque planes bien elaborados hubo para hacerlo. Cfr. Javier Burgueño, Geografía política de la España constitucional. La división provincial (Madrid: CEPC, 1996).

34. Carmen Muñoz de Bustillo, ''De corporación a constitución. Asturias en España'', Anuario de Historia del Derecho Español No. 65 (1995): 321-404; José M. Portillo ''Nación política y territorio económico'', Historia Contemporánea No. 12 (1995): 247-278.

35. Las consecuencias de primer orden que tuvo en América la aplicación del texto de Cádiz, se examinan en Antonio Annino, ''Cádiz y la revolución territorial de los pueblos mexicanos, 1812-1821'', Historia de las elecciones en Iberoamérica. Siglo XIX, coord. Antonio Annino, (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 1995).

36. Como va constatando con análisis pormenorizados la historiografía mexicana en su caso ciertamente paradigmático: El establecimiento del federalismo en México (1821-1827), coord. Josefina Zoraida Vázquez (México: El Colegio de México, 2003); La independencia de México y el proceso autonomista novohispano, 1808-1824, coord. Virginia Guedea (México: UNAM, 2001).