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Historia y Sociedad

versão impressa ISSN 0121-8417

Hist. Soc.  no.28 Medellín jan./jun. 2015

https://doi.org/10.15446/hys.n28.47965 

http://dx.doi.org/10.15446/hys.n28.47965

ARTÍCULO DE INVESTIGACIÓN

 

Los Dominicos, la Tercera Orden y un orden social. Santafé de Bogotá, siglos XVI-XIX

 

The Dominicans, the Third Order and a social order. Santafé de Bogotá, XVI-XIX centuries

 

 

William Elvis Plata**

** Doctor en Historia de la Universidad de Lovaina (Bélgica). Profesor Asociado de la Escuela de Historia de la Universidad Industrial de Santander. Bucaramanga-Colombia. Correo electrónico: williamelvis@hotmail.com

 

Artículo recibido el 1 de marzo de 2014 y aprobado el 12 de agosto de 2014.

 


Resumen

Desde su establecimiento en la Nueva Granada, los dominicos impulsaron la llamada ''Tercera Orden'', que agrupaba una serie de organizaciones laicales que iban desde cofradías y hermandades hasta beaterios. Este artículo analiza dichas corporaciones como nodos fundamentales de la sociedad colonial, a través de un vínculo simbiótico con las élites coloniales, que se mantuvo hasta el amanecer de la era republicana. Este vínculo se favoreció por instituciones como las capellanías y las obras piadosas; permitía, entre otras cosas, el suministro de buena parte de los nuevos miembros de la orden y dotaba a los conventos de bienes muebles e inmuebles y de capital necesarios para su funcionamiento, a cambio de garantizar el orden social y proporcionar prestigio para esta vida y salvación para la otra. Este exitoso modelo se desquebraja con el advenimiento de la Ilustración y caerá estrepitosamente poco después de la Independencia.

Palabras clave: Dominicos, Tercera Orden Dominicana, Cofradías, Orden social, Santafé de Bogotá.


Abstract

Since their arrival in New Granada, the dominicans promoted the so called ''Third Order'', which brought a number of lay organizations such as fraternities, sororities and devouts groups. This article analyzes such organizations as key nodes of colonial society, through a symbiotic relationship with the colonial elite, which continued until the dawn of republican era. This link were favored by institutions such as chaplaincies and pious deeds. It allowed, among other things, the provision of many of the new members of the order and endowed convents of movable and immovable property and capital necessary for its functioning, in exchange for ensuring social order and provide prestige for this life and salvation for the other. This successful model was torn apart with the advent of the Enlightenment and will fall precipitously shortly after Independence.

Keywords: Dominicans, Dominican Third Order, Fraternities, Social Order, Santafé de Bogota.


 

Introducción

Una de las más famosas comunidades mendicantes, nacida en el siglo XIII, la Orden de los Frailes Predicadores, estuvo entre las primeras órdenes religiosas que llegaron a América, poco después de las expediciones de Cristóbal Colón. Los dominicos venían de experimentar una reforma interna que les suscitó el interés a varios de ellos de embarcarse para la evangelización de nuevas tierras. Arribaron a lo que se conoció como Nueva Granada hacia 1528 y fundaron sus primeros conventos en las nacientes ciudades de Santa Marta (1529) y Cartagena (1533).1 Teniendo como misión acompañar a los conquistadores en sus expediciones, algunos religiosos marcharon al sur en busca del reino mítico de ''El Dorado''. Una de esas expediciones arribó al Altiplano Cundiboyacense y fue protagonista del proceso de evangelización de los Muiscas.

Los frailes dominicos establecieron pequeñas casas, llamadas ''conventillos'' u ''hospicios''2, en distintos lugares, con el propósito de hacer de algunos de ellos conventos ''mayores'' o canónicos donde pudieran vivir en comunidad, estudiar y formarse para la vida religiosa según las reglas de su instituto. En 1550, al tiempo que se constituyó la Real Audiencia del Nuevo Reino de Granada, se fundó oficialmente el convento de Nuestra Señora del Rosario (conocido también como ''Santo Domingo''), en Santafé de Bogotá, que fue considerado el principal convento dominicano del reino y uno de los más influyentes entre todas las órdenes religiosas. Este convento se encargó de evangelizar en un radio que en el siglo XVI abarcó el sur del Altiplano Cundiboyacense. Al disminuir las doctrinas de la zona, por secularización y disminución física de la población indígena, los frailes, desde finales del siglo XVII, se encargaron de evangelizar en los actuales estados venezolanos de Barinas y Apure y, tras la expulsión de los Jesuitas en 1767, asumieron buena parte de sus misiones en los actuales departamentos de Arauca y Casanare.3

Aunque el trabajo evangelizador realizado no fue del todo exitoso y conllevó muchas dificultades,4 la labor desarrollada por los dominicos los convirtió en una corporación de gran poder e influencia, no solo entre los indígenas, sino además entre la población hispano-criolla, a la cual se articularon muy bien, convirtiendo a la Orden en un baluarte del orden y la sociedad coloniales. Estudiaremos a continuación cómo se dio dicho proceso de articulación, deteniéndonos en lo que constituyó el vínculo de ''unidad'': las corporaciones laicales, en especial la Tercera Orden y las cofradías, instituciones tan importantes en su momento como insuficientemente estudiadas por la historiografía colombiana.

 

1. Criollización del convento del Rosario

Debido a las leyes de jerarquización social a partir de la ''limpieza de sangre'', es decir, del origen familiar y étnico, en poco tiempo se dieron normas para evitar que nadie distinto a los miembros de los grupos hispano-criollos pudiera ingresar a las órdenes religiosas. La idea era evitar que los ''cristianos nuevos'', propensos a adoptar formas religiosas de tendencia sincrética, ingresaran a las órdenes y las ''contaminaran'' con sus prácticas, además de mantener un rígido principio jerárquico de orden social. No hay información que pruebe que los religiosos se hayan opuesto a este sistema de exclusión y de jerarquías. Por el contrario, es claro que lo asumieron en sus provincias y conventos. Aunque hubo un debate entre autoridades civiles y cabezas de las órdenes religiosas por la conveniencia o no del ingreso de indígenas a la vida religiosa y sacerdotal,5 en la práctica se sentenció su imposibilidad.6 Descartados los indígenas y los miembros de las ''castas'', los vínculos humanos se estrecharon con la población hispánica y criolla. Dado el prestigio con que contaba el convento de los dominicos, tanto por su trabajo en las doctrinas, como por su labor educativa, desde el comienzo los hijos de los distinguidos linajes de la capital y la región comenzaron a formar parte de la comunidad dominicana, contribuyendo así a su rápida criollización. La vida religiosa se fue convirtiendo en una excelente oportunidad para que los ''segundones'' y los ''tercerones'' pudieran colocarse y sustentarse, evitando así disgregar el patrimonio familiar que heredaba el hijo mayor.7

Es así que el número de criollos superó en poco tiempo al de los españoles peninsulares y era ya visible en la primera mitad del siglo XVII. Esto apoya la hipótesis de que en la Nueva Granada y al menos en la Orden de Predicadores, la criollización avanzó más rápido que en otros contextos americanos. Las escasas noticias sobre conflictos entre peninsulares y criollos, tan recurrentes en otras órdenes establecidas en América es otro elemento que sostiene dicha idea. A mediados del siglo XVIII la tendencia era ya abrumadora: de los casi doscientos cincuenta frailes con que contaba la provincia dominicana de la Nueva Granada en 1763, solo nueve eran oriundos de España y la mayoría estaba destinada a las misiones de los Llanos Orientales, ubicadas a más de 500 kilómetros del convento de Santafé de Bogotá.8

La ''criollización'' sería definitiva no solo en la orientación pastoral que se tomó desde finales del siglo XVI, sino en el mismo estilo de vida del convento. No hace falta ahondar mucho en las hojas de vida de los frailes para detectar que en el siglo XVII el convento del Rosario tenía entre sus miembros a varios hijos de encomenderos, terratenientes y autoridades locales, con lo que se evidenciaban vínculos estrechos con los poderosos de la ciudad y la región. Estas personas solían tener parientes en los conventos de otras órdenes, en el clero secular, en los monasterios de monjas o entre los burócratas y funcionarios locales.9 Dichos lazos de parentesco proporcionaban seguridad y estabilidad a los conventos y, en cierta forma, estos fueron una prolongación de la familia, pues es sabido que muchas monjas, y también algunos frailes, ayudaban a la crianza de sus sobrinos o primos, los cuales representaban potencialmente nuevas profesiones a mediano plazo.10

Una de las consecuencias de este éxito fue que el convento se jerarquizó internamente, no solo de acuerdo a los parámetros tradicionales en toda la iglesia occidental (titulados, profesos clérigos, profesos legos, donados), sino que se añadieron elementos como el origen étnico, la familia y el geográfico. En un comienzo, a los puestos de mando solo llegaban los españoles peninsulares, quienes contaban con mayor formación académica y títulos correspondientes. Entre los dominicos, quienes aspiraban a ser superiores debían tener además unos grados obtenidos en el interior de la orden (presentaturas y magisterios). Pronto los criollos buscaron llegar a los altos puestos a través de la formalización de sus estudios generales y la demanda de dichos títulos a las autoridades de la Orden, única habilitada para concederlo.11 Y lo consiguieron desde inicios del siglo XVII.

Otra consecuencia fue que el convento dejó en un segundo plano la evangelización y la doctrina de indígenas –muy disminuidas por lo demás en el siglo XVII– y orientó preferentemente su atención a dar apoyo y protección a los grupos dominantes de la escala social colonial, a través de instituciones como las corporaciones laicales, que se convirtieron en expresiones muy interesantes de la amalgama de intereses espirituales y temporales que caracterizó a la sociedad colonial.

 

2. La Cofradía del Rosario

Las cofradías se crearon en la Edad Media y se fortalecieron durante la Época Moderna, amparadas en lo espiritual por las corrientes surgidas del Concilio de Trento y especialmente por la idea del Purgatorio, que se popularizó por esos años. Esto aumentó la preocupación por la suerte de las almas de las personas luego de la muerte. Se creía que entre las diferentes vías que existían para encaminar el alma hacia su salvación estaban las oraciones, las penitencias, las donaciones piadosas, la celebración de misas, la adquisición de bulas de difuntos y las limosnas.12 La espiritualidad de las cofradías se centraba en el culto a un santo patrón, pero especialmente a lo que Asunción Lavrin y otras investigadoras denominan ''economía de la salvación eterna'', ''que fue un motivo de fundamental importancia en su misión y en la percepción que el creyente colonial tuvo de la misma. Buscaba el último la seguridad de la inversión espiritual que se presumía asegurar tan humanamente como fuera posible con la asociación y participación en la misión y actividades de la congregación''.13

Los cofrades contraían un riguroso ''contrato espiritual'' que regulaba su tiempo y que exigía la búsqueda de una reforma de costumbres y de vida, según la ética y la doctrina impartida por la iglesia católica; implicaba además tener presente a la muerte como el acontecimiento trascendental, frente a la cual cada uno debía prepararse toda la vida. La congregación –dice Lavrin– también instaba a ordenar la vida con respecto a la muerte en sus aspectos más prácticos. Se recomendaba al congregante tener listo su testamento y tener sus cuentas arregladas para evitar sorpresas en caso de una muerte súbita. La economía espiritual no perdía de vista la material y al ordenar la vida económica de la membresía proponía una regla de orden social y personal que beneficiaba a la familia y posiblemente a la iglesia, ya que se esperaba que algunos congregantes pudientes donaran misas por su alma, para proveer una congrua para los párrocos encargados de decirlas.14 En este sentido, se dio un enlace directo entre cofradías, capellanías y censos, instituciones últimas que se convirtieron en la fuente principal de recursos de los conventos y comunidades religiosas.

Las cofradías no solo involucraron a los vecinos de las villas y ciudades, también generaron gran atracción entre los indígenas y aun entre la población negra y mulata. Y si las cofradías permitieron a los grupos dominantes conservar su identidad y apoyarse mutuamente, también les ofrecieron a los indígenas un campo preciso para ''mantener sus redes de poder social tradicionales, sus acostumbradas expresiones de devoción y adoración y sus sistemas hereditarios''15. Fueron entonces, según afirma Constanza Reyes, un instrumento o medio, incluso para la resistencia pasiva a la dominación.

La principal cofradía que promocionaban los dominicos por doquiera que iban era precisamente la de Nuestra Señora del Rosario. Y mantuvo, durante buena parte de la época colonial, gran popularidad y atracción; era una de las más importantes de las existentes en la ciudad de Santafé.16 Dicha cofradía nació temprano, en 1558, una vez se entronizó la imagen de la Virgen del Rosario traída al convento dominicano. Dice Zamora que ''lo más noble de la ciudad entró en ella'' y que su ''inauguración'' contó con la presencia del Arzobispo y todas las autoridades de la ciudad y de la Audiencia. Una de las primeras actividades de la cofradía fue la construcción de la capilla del Rosario, en la iglesia de Santo Domingo; los máximos donantes eran los encomenderos y conquistadores Juan de Penagos y Francisco Arias Maldonado.17 La cofradía, articulada en torno a la imagen de la Virgen del Rosario del convento, se encargó de propagar su culto y, con el tiempo, incidió en la proclamación del patronazgo que se dio a la imagen y advocación. Se sabe que también se fundaron cofradías similares en todos los demás conventos dominicanos establecidos en el país.18

Aún no se ha hecho una investigación sistemática sobre el funcionamiento interno de esta cofradía. Los documentos tampoco abundan; los más antiguos datan de la década de 1630 y varios de ellos han sido transcritos –no siempre de forma cuidadosa– por Fr. Enrique Báez en su inédita obra sobre los dominicos de Colombia.19 A partir de ellos podemos decir algunas cosas sobre la vida interna y las actividades de la misma.

La cofradía tenía dos tipos de miembros: los miembros fundadores y los miembros ''hermanos''; los fundadores tenían más preferencias. La cofradía tenía además tres ramas: la masculina y la femenina, ambas integradas por personajes ''nobles y distinguidos'' de la ciudad. Una tercera rama que existía a mediados del siglo XVII era la que integraba indígenas, también en un ''doble coro'' de hombres y mujeres.20 Las dos primeras ramas estaban vigentes todavía a comienzos del siglo XVIII;21 cada una se reunía de forma separada, aunque coincidían para las actividades principales, la más representativa de las cuales era mantener y adornar la capilla de la Virgen del Rosario y, sobre todo, preparar solemnemente su fiesta, para lo cual no se escatimaban gastos. También la cofradía debía cargar las andas de la Virgen en la procesión del Martes Santo y portar el pendón respectivo en la procesión del Santísimo Sacramento. Otra actividad que realizó la cofradía, al menos entre los siglos XVII y comienzos del XVIII fue el rezo del rosario todos los días y, de manera pública, en la iglesia de Santo Domingo. Cada una de estas actividades era financiada por los mismos cofrades, a través de censos, capellanías y donaciones pías.22

La cofradía no era solamente una asociación piadosa, era también una mutual para la buena muerte y para la buena vida. Así, si alguno de los cofrades moría, los demás compañeros debían acompañarlo en el entierro y alumbrarlo con doce cirios (si la que moría era mujer, los cirios eran diez). Además, la cofradía ayudaba económicamente a los hermanos y fundadores presos. El convento, por su parte, concedía espacio en su iglesia para las tumbas de los fundadores(as) y otro sitio para los demás hermanos.23 Las reglas de la cofradía insistían en la observancia de la obediencia y de un comportamiento ''ejemplar''. Por ello se permitía expulsar a aquellas personas ''soberbias'' que precisamente dieran ''mal ejemplo'' y fueran rebeldes o díscolas.24

No se sabe mucho más de lo dicho hasta aquí, pero, ateniéndonos a investigaciones hechas en casos gemelos –como la Cofradía del Rosario de Quito–, se puede afirmar con poco grado de equivocación que la intervención de la comunidad dominicana debió ser limitada y estaba reducida a compartir resoluciones –elección de directivas por ejemplo– con los cofrades, a conceder aprobaciones a la contabilidad que la cofradía manejaba y a cumplir servicios religiosos que la asociación debía costear.25 Es decir, existía una autonomía en el funcionamiento de la cofradía, este era uno de los pocos casos en los que el laico podía actuar dentro y para la iglesia con alguna libertad frente al poder eclesiástico.

La Cofradía del Rosario en su rama hispano-criolla estaba íntimamente ligada a las autoridades locales. Varios mayordomos o priostes eran miembros de la Real Audiencia o del Cabildo, siempre en rigurosa observancia jerárquica. En este sentido, la cofradía no rompía sino que reproducía el cuadro del poder político local; exaltó las jerarquías políticas, que tuvieron un espacio de sociabilidad que difícilmente se podía obtener de otra manera, ante la ausencia de ambientes cortesanos. Se daba lo que Rosemarie Terán llama ''una apropiación del espacio sagrado como recurso decisivo para la reproducción simbólica de las elites''26. Si se tiene en cuenta esta simbiosis, se intuye la decisiva importancia que debían tener las ceremonias religiosas en las que la cofradía participaba o era protagonista.

Sin embargo, pese a su importancia y al papel desempeñado, la Cofradía del Rosario del convento del mismo nombre experimentó fluctuaciones que dependían mucho, al parecer, del estado de la economía de la región. Por ello, hacia 1639, cuando el visitador de los dominicos Fr. Francisco de la Cruz arribó a la ciudad, encontró que la cofradía se encontraba alicaída, especialmente en sus ''caudales'', pues, decía, ''apenas se puede mantener el gasto cotidiano necesario''. Esta época coincide con la crisis económica que se desata en el siglo XVII, producida, en el caso de la Nueva Granada, por el fin de un ciclo minero. Precisamente De la Cruz tuvo que realizar en 1640 una ''refundación'' de la cofradía, con nuevos estatutos y con nuevos fundadores: quince hombres y veinticuatro mujeres.27

Tal vez el período que se inicia con esta reorganización fue el más importante de la cofradía, a juzgar por sus efectos, como la consecución del patronazgo para la Virgen del Rosario y su continuidad durante unos ciento cincuenta años, además del relativo fortalecimiento económico que la asociación mantuvo desde fines del siglo XVII, época en la que adquirió varios bienes inmuebles, entre los cuales se destacan casas y tiendas en los barrios de la Catedral, Santa Bárbara y Belén, en Santafé, y la hacienda La Huerta, en inmediaciones de los actuales municipios de Nocaima y la Vega.28 También fue un tiempo de fundación de capellanías, donaciones y obras pías.

Aunque la Cofradía del Rosario fue de lejos la más importante de los dominicos en el Nuevo Reino, el convento intentó promover otras cofradías que nacieron y se extinguieron en distintas épocas del período estudiado. Se tiene conocimiento de tres de ellas; una fue la del Santísimo, creada poco después del nacimiento del convento; otra más fue la Cofradía de los Nazarenos, fundada en 1598; y una tercera, la de San José, data de 1777.29

 

3. La Tercera Orden Dominicana

Las terceras órdenes fueron creadas por las órdenes mendicantes en la Baja Edad Media y constituyeron una de sus grandes realizaciones. A través de esa institución, los laicos podían prestar sus servicios sin renunciar a su profesión ni a sus vínculos afectivos; en suma, a ningún privilegio de la vida secular. Las terceras órdenes son el antecedente directo de la participación laical activa en la vida de la iglesia.30 Eran organizaciones diferentes a las cofradías, aunque guardaban similitudes con ellas, algo que ha llevado a que muchos autores, por error, no realicen la distinción entre unas y otras.31 Una gran diferencia es que las terceras órdenes seguían constituciones universales, mientras que las cofradías eran particulares. Otra son sus alcances: las cofradías estaban ligadas a un culto religioso particular, local, mientras que las terceras órdenes se orientaban en torno al carisma de la orden, con una perspectiva más general o universal.

La regla mediante la cual se rigió la Tercera Orden de los dominicos hasta comienzos del siglo XX se dividía en veintidós capítulos, que comenzaban con la admisión y la profesión, después trataba sobre el modo de vida y la obligación de los penitentes y terminaba por la manera como estas asociaciones debían gobernarse. El vocabulario utilizado era clerical: se hablaba de prior, novicios, noviciado, y se llamaba ''maestro'' al director espiritual, entre otros. Los laicos debían tomar un nombre ''de religión'', portar un hábito (algunos lo llevaban externamente, otros bajo la ropa); tener ritos de admisión y de profesión, que era perpetua. Las obligaciones de los laicos de la Tercera Orden se centraban sobre todo en la celebración de las horas canónicas y en la ascesis. Quienes no podían leer, recitaban una serie de padrenuestros en lugar de los maitines, las vísperas y demás horas. También se definía el ritmo de frecuencia a los sacramentos, los tiempos de ayuno y abstinencia, ligados a los tiempos mandados por la iglesia, como la cuaresma o fiestas especiales. Se pedía además orar mucho por los ''hermanos'' y ''hermanas'' fallecidos. La regla buscaba someter a los laicos a una obligación de estabilidad, prohibiéndoles dejar su pueblo o ciudad sin el permiso del ''maestro'' de la asociación. Cada fraternidad era independiente y no se preveían estructuras provinciales. En lo organizacional, la Tercera Orden mostraba otra gran diferencia respecto de las cofradías, que consistía en la ausencia casi total de la distinción entre el estatus de los hombres y el de las mujeres. Los artículos de las constituciones se aplicaban sin distinción a hombres y mujeres y las obligaciones fijadas para unos y otras eran recíprocas: por ejemplo, si una mujer casada no podía ser admitida en una fraternidad sin la aprobación de su esposo, la regla preveía lo mismo para el hombre casado.32

En el mundo colonial hispanoamericano la Tercera Orden estaba reservada a personas ''de honesta vida y buena fama, de ningún modo sospechoso de herejía''33, y en el ambiente de la colonización española, la nota racial no podía faltar. Es decir, estaba dirigida a la comunidad hispano-criolla, ''cristiana vieja'' y con pretensiones de limpieza de sangre. Sin embargo, en la práctica no se excluyeron las relaciones con otros grupos, como los indígenas o los mestizos, aunque de manera ocasional.34 Los lazos familiares eran muy importantes. Generalmente los parientes de los frailes ingresaban a sus filas; también lo hacían algunos clérigos seculares. Así, al igual que a la cofradía, la Tercera Orden fomentaba una red de compromisos sociales y profesionales entre los miembros. Esto llevó a que la Tercera Orden se elitizara y, a su vez, se restringiera a un tipo de población, que al no ser abundante en términos numéricos impedía su expansión. Pero esto último no era lo que se buscaba; según Calvo, la Tercera Orden adquiría mayor importancia ante los ojos de los frailes cuanto más estuviera integrada por personajes de la élite local y regional.35 Así, ''la religiosidad de los 'ricos' también pasa por su religión de poder''. Y, por lo tanto, ''su ejercicio'', dice este autor.36

Pero hay algo más. La Tercera Orden, a diferencia de la cofradía, tenía pretensiones intelectuales. Había un espacio para la ''formación'' espiritual e intelectual que las cofradías no tenían. Ejercicios espirituales semanales, sermones y conferencias complementaban a los rosarios, letanías, látigos, luces, velas, sombras, misas y procesiones que constituían la rutina de las cofradías. En México, dice Thomas Calvo, llegaron a ser una élite intelectual y cultural dentro del laicado, antes que una élite económica. Los integrantes ''ya no participan de la cultura del común''37. Para este autor, durante la época colonial, las terceras órdenes, y entre ellas la dominicana, fueron escuelas para la discusión y la formación político-social de élites laicas y clericales.38

En el caso particular del convento de Nuestra Señora del Rosario de Santafé hay indicios suficientes para decir que organizó hermandades adscritas a la Tercera Orden, pero sabemos poco de ellas, especialmente debido a la falta de fuentes. Un 28 de enero de algún año entre 1665 y 1669, bajo el auspicio de Fr. Esteban Santos, fue creada en el convento la Milicia Angélica. Según lo poco que refieren los historiadores dominicos Báez y Ariza, dicha fraternidad estaba ligada a la Universidad de Santo Tomás y tenía como fin promocionar el culto al santo patrón y propagar su pensamiento, es decir, el tomismo. Contaba con bienes muebles e inmuebles, patrocinaba la fiesta anual al santo, las novenas y tenía rentas, como las demás asociaciones piadosas. Sin embargo, no era considerada una cofradía y se encontraba adscrita a la Tercera Orden Dominicana.39 A comienzos del siglo XVIII los documentos refieren la existencia de otra hermandad de la Tercera Orden, llamada Escuela de Cristo y dirigida en la fecha por Fr. Francisco Romero. Esta asociación también había sido instituida en los conventos dominicanos de Cartagena, Tunja y Ecce-Homo.40 Su fin era educativo y se dedicaba a la instrucción primaria de niños, en articulación con el Colegio-universidad de Santo Tomás. Estas corporaciones fueron oscilantes y su organización nunca estuvo totalmente clara, especialmente en el siglo XVIII, cuando personas que pertenecían a la Tercera Orden Dominicana llegaron a integrar también la Tercera Orden Franciscana.41

 

4. Las beatas dominicanas

Los beaterios son otro interrogante en la Nueva Granada. El beaterio era una institución que ofrecía, junto con los conventos, una alternativa de existencia recogida a las mujeres. Según Magdalena Chocano, ''Las beatas eran mujeres que prometían llevar una vida de recogimiento, penitencia, castidad y oración por su cuenta; aunque nunca profesaron, sí usaban los hábitos de la orden religiosa con la que mantenían un vínculo formal. Podían vivir solas o en grupo en el beaterio''42. Los beaterios estaban supervisados por el clero y podían –muchos lo hicieron– convertirse en conventos formales. Según Magdalena Chocano, ''la beata era un personaje ambiguo, pues podía representar muy bien un ideal de mujer casta, capaz de controlarse y llevar una vida religiosa autónoma. A algunas beatas esta circunstancia les permitió crearse un aura de autoridad y un halo de santidad que llegó a ser inquietante en el medio en que se desenvolvían''43. Por ello, en varios lugares algunas pasaron a ser sospechosas por la Inquisición. Pero también entre ellas se dieron varias santas. Tal vez las más famosas beatas son Santa Catalina de Siena en Europa y Santa Rosa de Lima, en América. Curiosamente, ambas pertenecían a la orden dominicana y ambas fueron consejeras de reyes, príncipes, virreyes y obispos.

Los beaterios dominicanos eran en realidad una rama de la Tercera Orden y se regían por sus reglas. En Santafé, las beatas dominicanas eran mujeres piadosas que podían convertirse –y lo hicieron– en importantes apoyos del convento de los frailes. Ellas pertenecían a las clases pudientes y dominantes de la región; eran hijas de encomenderos y terratenientes y por tanto de ''cristianos viejos, limpios de mala raza y sin nota'', como hace notar Flórez de Ocáriz en su crónica.44 Los beaterios surgían por consejo de los frailes, confesores de estas personas, y ellos dirigían espiritualmente (más no materialmente) la obra.

Una de las primeras beatas de la Tercera Orden registradas en los anales de la historia neogranadina fue María Ramos, vidente del milagro del cuadro de la Virgen del Rosario de Chiquinquirá (1586), quien recibió en 1623, ya anciana, el hábito de la Orden.45 Por la misma fecha aparece una hija de Juan de Mayorga, encomendero del valle del Ecce Homo, cerca de Villa de Leiva. Ella asumió el nombre de Catalina de Jesús Nazareno y en la época era venerada como una santa viva, según narra Flórez de Ocáriz: ''traía una corona de espinas en la cabeza taladrada de sus púas y de penitencias y enflaqueció y enfermó de tal modo que se rindió en una cama sin quien la socorriese''46. No era extraño, dadas estas manifestaciones externas, que se tejieran leyendas piadosas en torno a ella. Pero lo que más se recuerda es el activo papel que jugó en la fundación del convento del Ecce-Homo, en tierras de su familia, para que en él se venerara una imagen de Jesús doliente que poseía y que había sido obtenida originalmente durante el saqueo de Roma en 1527.

Ocáriz menciona otros casos de ''beatas de Santo Domingo y de Santa Catalina de Siena'', lo que indica que llegaron a crearse por lo menos dos beaterios dominicanos, uno en Santafé y otro en Cartagena. El de Santafé estaba dedicado a Santa Catalina de Siena. A él perteneció Isabel de San José, natural de Santafé, hija de una familia encomendera de la región. De ella se dice que ''recibió el hábito de beata dominica y profesó mejorándose cada día en la virtud y frecuencia de sacramentos, de tal modo que recibía la comunión todos los días sin perder ninguna misa''47. Todo indica que las beatas dominicanas no vivían en comunidad, aunque se regían según la regla de la Tercera Orden y hacían profesión solemne en el convento de Santo Domingo de la ciudad.

Las beatas eran reconocidas dentro de la familia dominicana. Fr. Alonso de Zamora, en su crónica escrita a fines del siglo XVII, afirma que ''ha sido muy feliz este convento del Rosario con las religiosas profesas de nuestra Tercera Orden porque resplandecían todas en su honestidad, recogimiento y frecuencia de sacramentos, sobresalían con estimaciones de virtud, como mujeres fuertes de precio incomparable'' 48. Incluso varias de ellas fueron enterradas en el convento de los frailes, en sepulturas hechas por los mismos familiares. Por ejemplo, Sor Bárbara Suárez –destacada por Zamora entre la lista de terciarias notables– murió en 1659 y fue enterrada en el convento del Rosario de Santafé, ''en la capilla de San Andrés, propia de sus padres''49.

Las mujeres se hacían beatas por varias razones y en momentos claves de su vida. En la mayoría de los casos el factor ''conversión'' era muy importante, a diferencia de lo que ocurría con las monjas de los conventos, cuyo destino era generalmente decidido por los padres de las religiosas desde muy temprana edad. Una razón que animaba a una mujer a hacerse beata era haber enviudado a edad relativamente avanzada, sin esperanza de conseguir otro partido y haber experimentado un proceso de conversión interior que le invitaba a cambiar radicalmente su vida. Por ejemplo, Isabel de San José se hizo beata dominica porque enviudó sin tener hijos ''y con desengaño de la vanidad del mundo, por habérsele pasado los dos primeros tercios de su edad''50. Este caso fue común. Bárbara Suárez, viuda, con hijos, ''pasados algunos años de viuda, en los últimos de su edad, con repugnancia de su yerno el Gobernador Fernando Lozano Infante Paniagua, se vistió el religioso hábito''51. Agustina de San Pablo al enviudar, sin tener hijos de su esposo Ciprián de Ávalos, encomendero, ''se hizo beata de Santa Catalina de Siena''52. Otra razón era la conversión a edad temprana, caso similar al ocurrido con Santa Rosa de Lima, en el Perú. En Santafé, durante las primeras décadas del siglo XVII, el cronista resalta a Margarita de Penagos, quien permaneció ''en estado de doncella y en su mocedad usó de afeites y galas hasta que advertida que semejantes cosas podían perderla, les dio de mano y se acogió al hábito de beata del glorioso patriarca Santo Domingo''53.

En este sentido había una relación entre las beatas y los frailes legos. A diferencia de las monjas y los frailes de coro (que ingresaban muy niños, enviados por sus padres, quienes escogían su destino por ellos), en el primer grupo se observa con mayor frecuencia como aliciente para ingresar el arrepentimiento por pecados cometidos, el propósito de expiarlos, el cambio de vida y una conciencia clara de búsqueda de salvación. No faltó, sin embargo, la influencia de terceras personas, quienes escogían por la beata. Juana de Jesús, natural de Pamplona, huérfana a temprana edad, fue criada en Santafé por Catalina Romero de Saavedra, quien ''la instruyó en buenas costumbres; tomó el hábito y profesó de beata dominica''54.

Las beatas, además de cumplir con sus oraciones diarias (rosarios y oficio parvo, especialmente) y de ir a la misa cada día, ayudaban al convento dominicano en actividades concretas. Una de ellas era, por ejemplo, preparar la comida en la fiesta de Santo Domingo. Margarita de Penagos, que vivió a mediados del siglo XVII, era reconocida por ser única en ''curiosidades de conservas y guisos''55. También participaban en la caridad del convento, en las actividades que este realizaba con enfermos y pobres. La misma Margarita de Penagos visitaba enfermos ''de todos estados'' y ayudaba a cuidarlos; además, amortajaba a los muertos, ''velándolos y acudiendo a sus entierros y honras''; también recogía limosna y ella misma aportaba de sus fondos personales.56

Resumiendo, las beatas eran mujeres que pertenecían a las élites locales y que, gracias a su convicción religiosa, a su gran personalidad y a la influencia que podían tener en sus poderosas familias, se convertían en personas sumamente activas y con gran incidencia local, apoyaban a la Orden Dominicana en sus actividades, y llegaron incluso a promover la fundación de conventos, como fue el caso del Ecce-Homo. Estamos en mora de hacer una investigación más profunda sobre los beaterios y su rol social y religioso en el contexto neogranadino, cuyo papel fue algo diferente al de los conventos de monjas, en los cuales se han enfocado preferentemente los estudios históricos sobre la vida religiosa femenina.

 

5. El convento de monjas de Santa Inés

Otra forma de corporación que el convento de Nuestra Señora del Rosario contribuyó a fundar, aunque no de forma directa, fue el convento de monjas de Santa Inés. Y es que, a diferencia de los beaterios, que surgían por inducción directa de frailes confesores del convento frente a algunas de sus feligresas, el convento de monjas, debido a su estructuración, necesitaba mucho más apoyo y recursos. En la América hispana, el origen de la mayoría de estas entidades fue, generalmente, producto de la iniciativa laical-episcopal. No obstante, en el caso del convento-monasterio de Santa Inés, su nacimiento tuvo que ver también con la influencia del Convento de frailes dominicos. Sucedía que dicho convento era un lugar preferido por los varones de familias prestantes para hacer retiros espirituales y otros ejercicios piadosos.57

A comienzos del siglo XVII uno de ellos, el acaudalado Hernando Caicedo, con la ayuda de Alonso López de Mayorga y de Tomás Velásquez, parientes suyos, intentó fundar en la ciudad un convento de religiosas dominicas. En un comienzo la iniciativa no tuvo éxito; para ello se requería un procedimiento legal jurídico que concluía con la aceptación del Rey. Había que dejar, además, cuantiosos bienes para el sostenimiento del convento. Más adelante, el proyecto fue recogido por Juan Clemente de Chávez, Alférez Mayor de Santafé, quien se propuso fundar dicho monasterio dominicano bajo la advocación de Santa Inés de Montepulciano, luego de haber sido gratamente impactado por una hagiografía de la santa, suministrada por un fraile del Convento del Rosario durante una confesión general. Chávez expresó su voluntad en su testamento: dejó una obra pía de más de cincuenta mil pesos representados en estancias de ganado, trapiches, rentas de encomienda y dinero en efectivo.58

Tal proyecto prosperó, pues tras su muerte, Antonia, su esposa, se dedicó a hacer realidad este deseo, logrando incluso que una de sus hermanas, que ya era religiosa de la Concepción, hiciera parte del grupo fundador del nuevo convento. El hecho de que gran parte de las fundadoras se integrara por religiosas de otros monasterios de la ciudad era común, pues la limitada movilidad de las mujeres de la época impedía que vinieran de España monjas de la misma orden y regla. Lo que importaba era que las monjas fundadoras tuvieran la ''experiencia necesaria para el gobierno'' del convento.59 También fue decisivo el apoyo prestado por el Arzobispo de Santafé, el dominico Fr. Cristóbal de Torres, bajo cuyo gobierno se dio la cristalización del proyecto, en 1645.

Las reglas de ingreso de las nuevas monjas no diferían mucho de las de los frailes, salvo en la dote: si se quería ser religiosa de coro, la familia de la candidata debía desembolsar dos mil pesos de dote, más ajuar y cien pesos o patacones extra para la alimentación durante el año de noviciado. Además de dinero, la familia debía demostrar su limpieza de sangre y la candidata provenir de ''legítimo matrimonio, nobles de sangre, virtuosas y por lo menos limpias de toda mala raza, sin excluir la hija natural''60. Por lo demás, el nuevo convento pasó a cumplir la misión que por entonces se le encomendaba como lugar de salvaguarda de fortunas familiares, de ''protección'' de doncellas y viudas, y aun de refugio y penitencia para las mujeres arrepentidas de su vida pasada. También cumplió con otros papeles que la sociedad colonial le otorgó, como el de ser una entidad financiera, además de servir de guarda de valores y tradiciones religiosas y culturales de las élites hispano-criollas, gracias a las relaciones de parentesco que allí se generaban, con mayor intensidad incluso que en los conventos masculinos. Por ello, los monasterios de monjas eran protegidos, pero, a la vez, intervenidos constantemente por los vecinos de la ciudad, incluyendo al Arzobispado. Por todo esto, podría hablarse de una actividad de apoyo recíproco entre los dos conventos (masculino y femenino), el arzobispado y los laicos. Estos últimos ofrecían bienes y apoyo jurídico; los frailes, apoyo espiritual y organizativo y las monjas retribuían con sus oraciones por el éxito de las actividades que estas personas y corporaciones desempeñaban. Así, el convento del Rosario en sus relaciones con el de Santa Inés se inscribía en la lógica de intercambio de bienes espirituales y materiales, tan acorde con la mentalidad de la época.

 

6. Crisis y declive de la ''alianza'' con las élites: el siglo XVIII

Este exitoso modelo de articulación entre los frailes dominicos y los grupos de poder locales a través de las corporaciones laicales comenzó a resquebrajarse en la segunda mitad del siglo XVIII, con la implementación de las llamadas Reformas borbónicas. Estas buscaron, en lo que respecta a las órdenes religiosas, reducir la presencia pública de los frailes, suprimiendo sus doctrinas y confinando a los frailes a los conventos, además de limitar su influencia ideológica y educativa, procurando alejarlos de las instituciones escolares, que hasta entonces ellos controlaban sin discusión. Aunque en el plazo inmediato no lograron eso (los dominicos, por ejemplo, se resistieron con cierto éxito a la supresión de doctrinas, continuaron participando de la esfera pública y lograron evitar la supresión de su colegio y universidad Tomística), sí se inició un proceso de alejamiento de las élites locales, expresado no solamente en la reducción de ingresos vocacionales provenientes de este grupo, sino además en los cambios producidos en las corporaciones ligadas a la Tercera Orden.

A mediados de la década de 1770, en plena época de reformas borbónicas, aparentemente la influencia del convento dominicano en la sociedad y en los grupos de poder seguía incólume. Así lo hacen ver varios informes, tanto de los frailes61, como del mismo virrey. Ciertamente el convento experimentaba por entonces un periodo muy activo en el ámbito pastoral, en la ciudad de Santafé y sus alrededores, lo que era generalmente reconocido. Asimismo, las fiestas oficiales promovidas en honor a la Virgen del Rosario (desde el siglo XVII) y a Santo Domingo (desde mediados del siglo XVIII) continuaban siendo oficiadas y realizadas con la gala de antaño.

Las principales cofradías organizadas en torno al convento también seguían con buena salud en el último tercio del siglo XVIII. En 1790, la Cofradía del Rosario continuaba integrada por gente de alcurnia, como el Teniente del Rey Antonio Narváez; el Coronel José de Pedregal; el Mariscal Antonio Arévalo; el Conde de Pestagua, Andrés Madariaga; el Gobernador José Carrión y Andrade; el Oidor José Antonio Berrío y el Capitán de Artillería Francisco de Devos. Entre las mujeres se encontraban las esposas de varios de los mencionados: Josefa Manzo, casada con el gobernador; María Teresa de Vera, esposa del mariscal; María Isidora de Castro, mujer del teniente del Rey; la Condesa de Pestagua, Luisa Olano y otras más.62

La presencia de estos personajes se traducía en relativamente buenas rentas para la cofradía: 712 pesos anuales, producto de rentas producidas por capellanías y arriendos urbanos y rurales.63 De hecho, estas habían crecido con respecto al siglo XVII. En los informes no se habla más de ''limitaciones económicas'' o de ''pobreza'' de la cofradía, como sucedía antaño. Además, en varios documentos expuestos por Báez se observa que la gente donaba casas y solicitaba censos a la cofradía, incluso las mismas autoridades reales. En 1807, por ejemplo, se prestaron más de tres mil seiscientos pesos y mil patacones a censo para el Virrey.64 La hermandad Escuela de Cristo también vivió un momento de reactivación en el último tercio del siglo XVIII, gracias a personajes como Fr. Juan Antonio de Buenaventura. Menos ''próspera'' y dinámica que la Cofradía del Rosario –y también más dependiente del convento que la primera–, la Hermandad contaba entre sus miembros a sujetos de las clases adineradas de la ciudad.65

El convento no solo mantuvo estas dos antiguas organizaciones socioreligiosas; en 1777, con iniciativa de vecinos prestantes de la ciudad, se creó una nueva cofradía, la de San José, santo venerado en el convento el 19 de cada mes con la celebración de una liturgia especial, del rezo del rosario, de una predicación, de la exposición del Santísimo Sacramento y de la celebración de la misa. Hay que resaltar que entre los más de veinte firmantes del acta de fundación se encontraba el Marqués de San Jorge, legendario noble de la ciudad de Santafé.

Sin embargo, un detalle en los documentos merece ser resaltado, dado que constituye un aviso de los tiempos que se avecinaban. Cuando la propuesta de creación de la cofradía fue presentada al consejo o ''consulta'' del convento, Fr. Juan José de Rojas, regente de estudios del Convento, y otros frailes de la consulta, pidieron que los cofrades no eligieran ellos mismos al capellán, sino que la elección quedara bajo disposición del convento. Esto debido al temor que ocasionaba en ellos ''a que con el tiempo la dicha confraternidad quedara secularizada''66. Es decir, bajo ningún motivo los frailes querían perder el control de la religiosidad y de los grupos que orbitaban alrededor del convento en torno a las prácticas religiosas. El creciente poder del laico en el mundo religioso era vislumbrado como una amenaza que deseaban evitar.

Se mantenía, pues, la influencia del convento entre las élites, a través de instituciones como las cofradías y de la promoción y control de prácticas y expresiones religiosas. Sin embargo, algunos detalles muestran que se estaban generando ciertos cambios significativos. Uno de ellos es que en 1790 la Cofradía del Rosario se componía de veinticuatro hombres y cincuenta y cinco mujeres. Esto quiere decir que la devoción se estaba ''feminizando'', contrario a lo ocurrido en la época precedente, lo que marcaba la tendencia de los años siguientes, en los que se dio un progresivo alejamiento de los varones de las instituciones con fines piadosos. Las cofradías comenzaban a ser menos interesantes para las élites masculinas, que ahora parecían fijarse más en las ideas ilustradas que llegaban de Europa.

Otro hecho indicativo de la presencia de cambios fueron las frecuentes trabas y demoras –bajo toda clase de excusas– impuestas al desembolso de los dineros que ayudaban a financiar la fiesta de la Virgen del Rosario por parte de las autoridades. La cuota anual correspondiente para financiar la fiesta era de cien ducados, equivalentes a algo más de ciento treinta y siete pesos. El dinero salía de los tributos de los indígenas de las encomiendas de Tabio y Subachoque.67 Un voluminoso expediente al respecto hace ver que fue cada vez más difícil obtener que las autoridades dieran el dinero convenido; la maquinaria burocrática se volvía lenta al máximo cuando se llegaba la hora de pagar; las autoridades se ''olvidaban'' cada cierto tiempo de su responsabilidad y los dominicos tenían que ''recordarles'' su obligación a través de la gestión de autos y la promoción de desgastantes procesos jurídicos. Al parecer, las autoridades se daban cuenta de que los principales beneficiados por la fiesta eran los propios frailes y que este tipo de actividades ya no otorgaban el ''capital simbólico''68 suficiente a las autoridades civiles y a las élites criollas. En muchas ocasiones era la propia Cofradía del Rosario la que tenía que poner los dineros, que luego eran cobrados, tras mucho papeleo, al cabo de varios años y no siempre de forma completa.69

Otro elemento para tener en cuenta fue la reducción del número y capitales de capellanías y obras pías creadas a favor del Convento del Rosario. Entre 1761 y 1806 se redujeron a once, el guarismo más bajo de toda la historia, que representaba veinticinco fundaciones menos que las del período 1721-1761. El monto de las mismas también bajó sensiblemente: de 36 860 pesos pasó a 11 900 pesos. Este es un importante signo que puede evidenciar una relación directa con la implementación de las reformas borbónicas y la influencia de la Ilustración en las élites masculinas locales. Varios de sus miembros comenzaron a comulgar menos con la idea de que se podía ''comprar'' la salvación desde este mundo, prefiriendo otras maneras de buscar la felicidad eterna, a través de formas más directas, sencillas y racionales. También es un signo de que la política económica conservadora que guiaba a las élites, con el objetivo preciso de obtener solo una renta, comenzaba a sufrir mella al darse el advenimiento de nuevos fundamentos en el sistema económico.70

 

Conclusión y epílogo

La historia que narramos buscó dar cuenta de unas corporaciones laicales articuladas a una orden religiosa y a un convento que en su momento fue una organización clave en del orden de la sociedad colonial. Las cofradías, hermandades y terceras órdenes fueron mucho más que asociaciones piadosas. Fueron el vínculo que las órdenes religiosas establecieron con distintos sectores de la población, que crearon una relación simbiótica con ellos, especialmente con las élites locales, los descendientes de los encomenderos, con quienes antes habían confrontado en relación con los indígenas. Este vínculo se transformó en una alianza, un pacto basado en un modelo corporativista que permitió que dichas élites dominaran sobre el resto de la sociedad, a cambio de beneficios materiales e inmateriales. En síntesis, el convento les sirvió a los propósitos de dichas élites (otorgar prestigio, formación académica, facilitar la cohesión como grupo y justificar ideológicamente el régimen) y, a su vez, en intercambio, dichas élites sostuvieron al convento, integraron sus filas, aportaron sus bienes, le dieron seguridad jurídica y lo apoyaron en sus conflictos internos o externos.

Puede decirse, entonces, que el Convento del Rosario se articuló muy bien a un sistema de ''clientelismo'' con la población criolla y las autoridades, que garantizó su supervivencia y poder. Esto es definido por algunos autores como una ''forma de reciprocidad asimétrica e interpersonal entre agentes que por el hecho de poseer un estatus social similar intercambian recursos (fuerzas productivas, rentas, poder político, contenidos ideológicos) con objeto de conservar o mejorar sus posiciones económicas y políticas. Estos vínculos se explicarían en último extremo por una estructura económica que determina la posición objetiva de quienes la protagonizan''71.

Las corporaciones tenían, además, otros fines: reunían a personas de un mismo nivel social e intereses, creaban lazos de fraternidad entre ellas y las concentraban en proyectos comunes, todo lo cual facilitaba la cohesión de los hispano-criollos como grupo (evitaba, por ejemplo, que fueran influenciados por el paganismo indígena) y los separaba de los demás grupos sociales, sobre quienes se había establecido un prolongado pacto de dominación.

Dichas corporaciones permitían el acercamiento del convento con las familias pertenecientes a los grupos dominantes, quienes suministraban buena parte de los miembros a la comunidad conventual, convertida así en su principal ''cantera vocacional''. Esto se facilitaba además debido a las leyes de segregación por origen familiar, que impedían el acceso a la profesión religiosa –salvo excepciones– a indígenas, negros y mestizos. Eran los padres quienes decidían que sus hijos menores formaran parte de las filas de la comunidad religiosa, llevándolos allí a edad muy temprana, de modo que toda su formación, incluida la básica, se realizaba en el convento. Esta vinculación a las familias de las élites locales y las barreras puestas a otros grupos sociales para que se integraran al convento, hicieron que la población del mismo estuviera fundamentalmente compuesta por criollos y –en menor medida– por peninsulares. Los mestizos y algunos indios fueron admitidos únicamente, y en algunas épocas, como religiosos donados, especie de servidores que no hacían profesión religiosa, pero vivían en el mismo régimen disciplinar que los demás.

Este modelo, que engranaba el convento del Rosario a las élites locales fue desquebrajándose con el advenimiento de la Ilustración y las reformas borbónicas (segunda mitad del siglo XVIII). Aunque dichas reformas se proponían reducir la influencia pública de las órdenes religiosas en varios aspectos, lograron hacer mella en lo educativo, sembrando la semilla de la deslegitimización ideológica de las órdenes religiosas entre la población criolla. Por otra parte, las corporaciones religiosas, en las cuales se basaba la relación del convento con la sociedad civil y sostenían el sistema colonial, comenzaron a mostrar signos de fatiga y debilidad, en especial cuando una parte de las élites masculinas optaron por alejarse de ellas, pues ya no respondían a sus necesidades, en especial ideológicas, que comenzaban a orientarse hacia principios ilustrados. Estas personas tenían además preocupaciones económicas, luego de la pequeña bonanza que las reformas borbónicas representaron para muchas de ellas. Las nuevas vías de promoción social abiertas por las transformaciones económicas generadas por las reformas borbónicas produjeron que gran parte de las élites y sectores en ascenso abandonasen el modelo corporativo que ofrecían los regulares como método para posicionarse en la sociedad y en la política.

Esta progresiva deslegitimación ideológica desencadenó una importante pérdida de recursos sociales y políticos que, a su vez, determinó la modificación de la organización patrimonial. Cada vez ingresaban menos individuos en el claustro, y el número de fundaciones (capellanías y obras pías) a favor de la comunidad también se redujo dramáticamente. La vieja estructura rentística de los conventos se desmoronaba.

El desplome del vínculo se completó tras la Independencia, cuando las élites criollas que se habían alejado de la órbita de las órdenes religiosas, dueñas ahora del control del Estado, buscaron conformar nuevas estructuras políticosociales en las cuales el antiguo modelo corporativista colonial sería desechado. Ello llevó a la Orden Dominicana y a las comunidades religiosas establecidas en la Nueva Granada a una profunda crisis general de la cual solo se recuperarán a comienzos del siglo XX, cuando se establecieron un nuevo modelo de relación iglesia-Estado, e iglesia-sociedad.

 


1. Alberto Ariza, O.P., Los Dominicos en Colombia Vol. 1 (Bogotá: Provincia de San Luis Bertrán de Colombia, 1993), 94.

2. Pese a la naturaleza urbana de los conventos de las órdenes mendicantes, en América esas órdenes establecieron dos tipos de conventos: en el ámbito rural y en las ciudades. Los primeros estaban situados en los pueblos y doctrinas de indios. En ellos habitaban pequeños grupos de frailes itinerantes (tres o cuatro) encargados de la evangelización de indígenas. En las ciudades con significativa presencia hispánica y criolla, los conventos eran más grandes y tenían funciones diversas. Manuel Esparza, Santo Domingo Grande. Hechura y refiejo de nuestra sociedad (Oaxaca: Manuel Esparza, 1996), 221; Panayota Volti. Les couvents des ordres mendiants et leur environnement à la fln du Moyen Âge (Paris: CNRS Editions, 2003), 46.

3. Ver: William Elvis Plata. Vida y muerte de un convento. Dominicos y sociedad en Santafé de Bogotá, Colombia, siglos XVI-XIX (Salamanca: Editorial San Esteban, 2012), Caps. 1 y 2.

4. Conviene tomar distancia de aquellas visiones que exponen la evangelización de manera victoriosa, como un trabajo exitoso y acabado. Para empezar, es evidente que los frailes sufrieron en el proceso, pues aunque algunas doctrinas eran ricas en recursos, la mayoría eran pobres y se encontraban aisladas. La soledad atormentaba a estos doctrineros, quienes debían caminar varios días para poder encontrar a otro sacerdote y poder, por ejemplo, confesarse o al menos conversar. A eso hay que añadir la inclemencia del clima, las enfermedades tropicales que no daban tregua y la presencia de fieras, mosquitos, etc. Finalmente, se encontraban los conflictos con los propios encomenderos y las autoridades eclesiásticas, que veían a los frailes con celos y los consideraban una ''competencia'' desleal. Llega incluso a ser sorprendente el hecho de que el cristianismo se haya expandido en regiones donde muchas veces el trabajo de doctrina se limitó a ciertas prédicas, un par de veces al año. ''Memorial enviado al Rey'', Santafé, 1750, citado en Enrique Báez, La Orden Dominicana en Colombia, t. VIII (inédito, ¿1950?), 220- 221; Archivo de la Provincia Dominicana de San Luis Betrán de Colombia (APCOP), Secciones Personajes, Baeza VIII, Fondo San Antonio; Alberto Ariza, Los Dominicos, t. 2, 1102; Constanza Reyes, ''Cristianismo y poder en la primera evangelización'', en Historia del Cristianismo en Colombia, dir. Ana María Bidegain (Bogotá: Taurus, 2004), 52.

5. Rafael Moya, ''Las autoridades supremas de la Orden y la Evangelización de América'', en Actas del I Congreso Internacional sobre Los Dominicos y el Nuevo Mundo. Sevilla: 21-25 de abril de 1987, ed. José Barrado Barquilla (Madrid: DEIMOS, 1988), 868.

6. En 1647, el Capítulo General de los Dominicos, celebrado en Valencia, España, ordenó no solo que no se debía recibir al hábito a los indígenas, sino además a los mestizos y a los mulatos, grupos sociales cada vez más numerosos en América. La exclusión debía observarse hasta la cuarta generación inclusive: Alberto Ariza, Los Dominicos, t. 2, 1165.

7. María Milagros Ciudad Suárez, Los Dominicos, un grupo de poder en Chiapas y Guatemala. Siglos XVI y XVII (Sevilla: Escuela de Estudios Hispanoamericanos, editorial DEIMOS, 1996), 117.

8. Luis Carlos Mantilla O.F.M., Fuentes para la historia demográflca de la vida religiosa masculina en el Nuevo Reino de Granada (Santafé de Bogotá: Archivo General de la Nación, 1997), 57-58. A propósito de la progresiva disminución de españoles entre las filas dominicanas, algunos autores afirman que, paralelamente a lo que sucedía en América, el ideal ''misionero'' surgido en la primera mitad del siglo XVI, pronto entró en declive. Cada vez había menos vocaciones misioneras en España y no era por falta de personal, pues otros estudios se refieren a la superpoblación de religiosos en la Península Ibérica. [Maximiliano Barrio Gonzalo, ''El clero regular en la España de mediados del siglo XVIII a través de la ''encuesta de 1764'', Hispania Sacra Vol: XLVII n.o 95 (1995): 124]:. Así, ''Los frailes que llegaban a América carecían del entusiasmo de los primeros momentos, llegando incluso en la última década del siglo XVI y primera del XVII, a enviarse personal sin que apenas tuviera idoneidad misionera; muchos de esos frailes tenían incluso problemas de disciplina en sus conventos respectivos'': Manuel Esparza, Santo Domingo grande, 273.

9. Juan Flórez de Ocáriz, Genealogías del Nuevo Reino de Granada (Bogotá: Prensas de la Biblioteca Nacional, 1944) [1674]:, 223-229.

10. Juan Flórez de Ocáriz, Genealogías, 307.

11. Andrés Mesanza, Apuntes y documentos sobre la Orden Dominicana en Colombia (de 1680 a 1930) (Caracas: Editorial Suramérica, 1936), 8.

12. María del Pilar Martínez et al. (coord), Cofradías, capellanías y obras pías en la América Colonial (México: UNAM, 1998), 13.

13. Asunción Lavrin, ''Cofradías novohispanas: economías material y espiritual'', en Las mujeres latinoamericanas. Perspectivas históricas, ed. Asunción Lavrin (México: Fondo de Cultura Económica, 1985), 49.

14. Asunción Lavrin, ''Cofradías'', 49.

15. Asunción Lavrin, ''Cofradías'', 74.

16. En la segunda mitad del siglo XVII existía en Santafé nueve hermandades y cofradías: La Vera Cruz, Nuestra Señora del Rosario, El Santísimo Sacramento, Jesús Nazareno, Dulce Nombre de Jesús, Nuestra Señora de la Salud, la Milicia Angélica, la Escuela de Cristo y San José. Luis F. Téllez, ''La cofradía de Nuestra Señora del Rosario en Santafé'', en Los Dominicos y el Nuevo Mundo. Actas del II Congreso Internacional. Salamanca, 28 de marzo-1 de abril de 1989, ed José Barrado (Salamanca: Editorial San Esteban, 1990), 212.

17. Alonso de Zamora, Historia de la Provincia de San Antonino del Nuevo Reino de Granada (Caracas: Parra León Hermanos, Editorial Suramérica, 1930), libro II, cap. 7, 177; Luis F. Téllez, ''La cofradía'', 217.

18. Luis F. Téllez, ''La cofradía'', 216-221.

19. Enrique Báez, La Orden, t. III, 197 y ss.

20. Alberto Ariza, Los dominicos, t. 1, 424; Enrique Báez, La Orden, t. III, 198.

21. Testamento de Francisco Cortés Vasconcelos. Santafé, octubre de 1702, citado en Enrique Báez, La Orden, t. III, 218.

22. Enrique Báez, La Orden, t. III, 217-218.

23. ''Cristiana sepultura a cofrades'' (Santafé, 11 de octubre de 1639), en Biblioteca Nacional de Colombia (BNC), Sección Libros Raros y Manuscritos, Fondo Antiguo, 335 pieza única, f. 14r.

24. Enrique Báez, La Orden, t. III, 198-99.

25. Rosemarie Terán Najas, Arte, espacio y religiosidad en el Convento de Santo Domingo (Quito: Ediciones Libri-Mundi, 1994), 48.

26. Rosemarie Terán, Arte, espacio, 48.

27. Enrique Báez, La Orden Dominicana, t. III, 198 y 202.

28. Enrique Báez, La Orden Dominicana, t. III, 213-223. Esta hacienda la adquirió en 1673, al ejecutar una deuda de 1400 pesos contraída por el padre Martín de Urquijo. La vendió en 1756, pero la recuperó diez años más tarde, al no recibir los réditos dispuestos en la escritura de venta. La cofradía fue beneficiaria de censos sobe diversas fincas y estancias en Nocaima, Nemocón, La Vega y Santafé.

29. Enrique Báez, La Orden Dominicana, t. III, 211.

30. Durante mucho tiempo se consideró que las terceras órdenes habían nacido por iniciativa de San Francisco de Asís y del mismo Santo Domingo de Guzmán. Las investigaciones actuales ponen un manto de duda a esa afirmación, por basarse sobre todo en leyendas. Sin importar quién haya tomado la iniciativa, lo cierto es que ya en la primera mitad del siglo XIII se registran las primeras ''milicias'' laicales y movimientos penitentes que giraban en torno a la Orden de Predicadores. Munio de Zamora, maestro general de la O.P., redactó en 1285 la primera regla para las asociaciones penitenciales laicales dominicanas, conocidas como ''Los Penitentes negros'' por el color del hábito. Sin embargo, debido a las disputas con los franciscanos, esta regla solo fue aprobada por el Papa hasta 1405. Tal regla permaneció inalterable hasta 1923, cuando se realizó la primera de las cuatro reformas del siglo XX, la última de las cuales data de 1987 y que han buscado adecuar las organizaciones laicales dominicanas al espíritu de los tiempos modernos. Como impulsores de la Tercera Orden Dominicana, se destacan en Europa Santa Catalina de Siena (s. XV) y en América Santa Rosa de Lima (x. XVII): François Xavier Cuche, ''Le Droit des Laïcs Dominicains. 1285-1985'', en Mémoire Dominicaine No. 13, Les Dominicains et leur droit. Les frères - les moniales, les soeurs apostoliques - les laïcs (Paris: Cerf, 1999), 211.

31. Thomas Calvo, ''¿La religión de los 'ricos' era una religión popular? La Tercera Orden de Santo Domingo (México), 1682-1693'', en Cofradías, Capellanías y Obras Pías en América Colonial, coord. María del Pilar Martínez Lopez-Cano et al. (México: UNAM, 1998), 75.

32. François Xavier Cuche, ''Le droit des laïcs'', 214-216.

33. Thomas Calvo, ''¿La religión de los ricos'', 76.

34. Thomas Calvo, ''¿La religión de los ricos'', 77.

35. Thomas Calvo, ''¿La religión de los ricos'', 79.

36. Thomas Calvo, ''¿La religión de los ricos'', 79.

37. Thomas Calvo, ''¿La religión de los ricos'', 90.

38. Thomas Calvo, ''¿La religión de los ricos'', 81.

39. Enrique Báez, La Orden Dominicana, t. III, 213.

40. Enrique Báez, La Orden Dominicana, t. III, 221.

41. Alberto Ariza, Los dominicos, t. 2, 1563.

42. Magdalena Chocano, La América Colonial (1492-1763). Cultura y vida cotidiana (Madrid: Editorial Síntesis, 2000), 79.

43. Magdalena Chocano, La América Colonial.

44. Flórez de Ocáriz, Genealogías, 233.

45. Alonso de Zamora, Historia de la Provincia, libro III, cap. 7.

46. Flórez de Ocáriz, Genealogía, 203.

47. Flórez de Ocáriz, Genealogías, 203.

48. Alonzo de Zamora, Historia, libro IV, cap. 19.

49. Flórez de Ocáriz, Genealogías, 237.

50. Flórez de Ocáriz, Genealogías, 235.

51. Flórez de Ocáriz, Genealogías, 237.

52. Flórez de Ocáriz, Genealogías, 238.

53. Flórez de Ocáriz, Genealogías, 236.

54. Flórez de Ocáriz, Genealogías, 235.

55. Flórez de Ocáriz, Genealogías, 236.

56. Flórez de Ocáriz, Genealogías, 236.

57. Beatriz Álvarez O.P., ''El monasterio de Santa Inés de Montepuliciano de Santa Fe de Bogotá'', en Los dominicos y el Nuevo Mundo, 364.

58. Flórez de Ocáriz. Genealogías, 150-153.

59. Flórez de Ocáriz, Genealogías, 157.

60. Flórez de Ocáriz, Genealogías, 161.

61. Citado en Enrique Báez, La Orden, t. III, 51.

62. Enrique Báez, La Orden, t. III, 226.

63. Aunque aparentemente 712 pesos de renta no era mucho, hay que tener en cuenta que los gastos de ''funcionamiento'' no eran muy significativos, por lo que para una cofradía en el medio en que se encontraba, tal cantidad de dinero no estaba mal.

64. Enrique Báez, La Orden, t. III, 232.

65. ''Informe de méritos de Fr. Juan Antonio de Buenaventura y Castillo'' (Santafé, febrero de 1800), en AGN , Sección Colonia, Fondo Conventos, t. 48, f. 181r.

66. Enrique Báez, La Orden, t. III., 225.

67. ''Autos sobre financiación de la fiesta del Rosario'' (Santafé, 1771-1773), en APCOP, Sección Conventos-Bogotá, Fondo San Antonino, caja 5, carpeta 3, ff. 11-12.

68. Utilizando el término acuñado por Pierre Bourdieu: Razones Prácticas. Sobre la teoría de la acción (Barcelona: Anagrama, 1997), cap. 4.

69. ''Autos sobre financiación'', ff. 11-34.

70. Marcela Rocío García, ''Las capellanías fundadas en los conventos de religiosos de la Orden del Carmen descalzo, Siglos XVII y XVIII'', en Cofradías, capellanías, 228.

71. Martín Izquierdo, J.M. López García y Martín Reguillo de las Mulas, ''Así en la corte como en el Cielo, Patronato y clientelismo en las comunidades conventuales madrileñas (siglos XVI-XVIII)'', Hispania Sacra Vol: 59 n.o 201 (1999): 151.

 

 


 

Bibliografía

Fuentes primarias

Archivos y bibliotecas

Archivo de la Provincia Dominicana de San Luis Bertrán de Colombia (APCOP), Bogotá- Colombia. Secciones Conventos-Bogotá, cajas 2 y 5; Personajes, Baeza II y VIII; Externo-AGN, caja 2. Fondo San Antonino.         [ Links ]

Archivo General de Indias (AGI), Sevilla-España. Santa Fe, 140 N.o 31.         [ Links ]

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Impresos y fuentes editadas

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