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Historia y Sociedad

versão impressa ISSN 0121-8417versão On-line ISSN 2357-4720

Hist. Soc.  no.36 Medellín jan./jun. 2019  Epub 17-Maio-2019

 

Editorial

Carta a los lectores

Orián Jiménez Meneses* 

Daniela López Palacio** 

* Director-editor

** Coordinadora editorial


La revista Historia y Sociedad se complace en presentar su edición 36 (enero-junio de 2019), los contenidos incluidos en este número son de Tema Libre. Aunque las propuestas son diversas en sus temáticas, metodologías y marcos conceptuales, tienen en común el abordar la historia latinoamericana desde una temporalidad que va desde la época colonial hasta la actualidad, pero con una preeminencia de los análisis situados en los siglos XVI-XVII y XX. Asimismo, llama la atención que la mayoría de los artículos coinciden en apelar a una mirada cultural y regional para reinterpretar problemas clásicos de la historia del arte, de la política, de los intelectuales o de las economías latinoamericanas -Andes septentrionales, Brasil y Cono Sur-, priorizando el juego de escalas y el método comparativo como estrategias que -a partir de un uso creativo de las relaciones micro y macro- permiten, en primer lugar, establecer las resonancias locales de fenómenos globales, entendiendo que los choques culturales han estado atravesados no solo por actos de dominación sino de negociación, apropiación y mestizaje -étnico, artístico o político-, que invitan a matizar la suposición de un sometimiento unilateral, aunque sin desconocer el peso que ha tenido el ejercicio del poder en escenarios de conquista imperial. En segundo lugar, este juego de escalas también permite replantear las convencionales de clasificaciones: centro y periferia, bien sea en la jerarquización de individuos, de espacios o de procesos colectivo. En tercer lugar, conduce a repensar desde un enfoque interdisciplinar, las relaciones internacionales entre países, así como los intercambios epistemológicos, enriqueciendo así nuestras formas de acceder al pasado.

En primera instancia encontramos los trabajos de las historiadoras Rie Arimura y Patricia Zalamea quienes proponen para los casos de Nueva España (México) y del Nuevo Reino de Granada (Colombia) respectivamente, interpretaciones desde la geografía del arte para explicar a partir de contextos globales manifestaciones artísticas locales, las cuales de otra manera aparecerían como excepcionalidades. En el caso de Arimura, su intención es repensar las relaciones propiciadas por el Imperio español entre el Pacífico y el Atlántico. El objeto de estudio que sirve para este fin es el arte namban o nanban, una técnica de producción artística -biombos, paneles y cuadros- que surgió en el Japón del siglo XVI como fruto de los primeros contactos de este país con los europeos, portugueses y españoles. Tradicionalmente se ha priorizado el impacto europeo en esta práctica, pero como lo indica la presencia de un cuadro pintado en este estilo en 1597 en un convento de Morelos (Nueva España), hay evidencias que prueban que al arte namban recibió la influencia de distintas regiones del mundo y que este a su vez nutrió técnicas artísticas en otras latitudes del globo y no solo de Europa o de Asia.

Dimensionar el rol de la América hispana -hasta ahora soslayado- en este diálogo propiciado por la primera mundialización es el objetivo de Arimura, quien tomando fuentes gráficas e impresas de archivos italianos y mexicanos, así como una abundante bibliografía latinoamericana, norteamericana y japonesa demuestra que el arte namban estuvo presente de forma significativa en el Nuevo Mundo, primero por el gran tráfico de productos japoneses que llegaron a Nueva España entre el siglo XVI y XVII; y segundo, porque muchos misioneros mendicantes viajaron desde territorio novohispano a Japón y allí forjaron una relación cercana con la escuela de Kanó -principal impulsora del arte namban- propiciando así una circulación bilateral de ideas y prácticas -en este caso artísticas- entre las dos orillas del Pacífico hispano (asiático y novohispano). Por otro lado, Patricia Zalamea estudia materiales artísticos presentes en espacios domésticos de la ciudad de Tunja. Nos referimos a los emblemáticos murales pintados entre el siglo XVI y XVII en la casa de Juan de Vargas, en la supuesta casa de Juan de Castellanos y en la Casa del Fundador. Desde el siglo XX, momento en que fueron redescubiertas estas pinturas, los motivos y composiciones se han identificado con el humanismo europeo. Sin embargo, la interpretación ha sido dominantemente iconográfica -relación entre texto e imagen según el canon europeo- y se ha limitado a entenderla en términos de atribuciones o influencias unilaterales -desde el Renacimiento europeo hacia una América pasivamente receptora- en el que sus analistas se cuestionan si pudo existir un Renacimiento en el arte colonial y cómo fue posible tal excepcionalidad.

Por el contrario Zalamea demuestra que estos murales no fueron resultado de una expansión renacentista, ni una derivación periférica, sino de una creación con voz propia. No se trataría entonces de una copia, sino de adaptaciones producidas por hombres que bebían de una fuente compartida por humanistas en distintas partes el mundo: el Renacimiento no fue un patrimonio europeo sino un lenguaje común que circuló ampliamente gracias a la expansión del mundo ibérico y el efecto multiplicador de la imprenta; fenómenos que conectaron simultáneamente a centros políticos, económicos y artísticos situados en la Europa mediterránea, en el Nuevo Mundo o en Asia Pacífico. Lo anterior implica que hubo una amplia difusión de la tradición renacentista, la cual permitió que esta se resignificara en nuevos contextos. Zalamea concluye entonces que el Renacimiento no se trasplantó al Nuevo Reino, no se impuso en un movimiento jerárquico del Viejo Mundo al Nuevo Mundo, sino que se reinventó en un humanismo local -en este caso en Tunja-, es decir, que fue una relectura del Viejo Mundo a partir de las condiciones específicas del Nuevo Mundo. Siguiendo esta línea de trabajo, la reseña escrita por Nicolás Ceballos sobre el libro de Joanne Rappaport y Tom Cummins, Más allá de la ciudad letrada, también muestra que la formación de la cultura colonial no fue unilateral, sino que fue hija de un sincretismo en el que la cultura indígena no recibió pasivamente los códigos europeos sino que los adaptó hasta formar un sistema bicultural, en el que el indio colonial dejaba de ser el indio prehispánico, pero sin someterse de forma absoluta a las formas españolas. Mientras que a su vez los españoles tuvieron que comprender las figuras y prácticas nativas para combatirlas, no sin consecuencias para su propia cosmovisión.

Desde una lectura antropológica y etnohistórica de la historia del arte y el lenguaje en los antiguos territorios de Colombia, Perú y Ecuador -con énfasis en las comunidades nasas, pastos y muiscas- el concepto de letramiento propuesto por Rappaport y Cummins apunta a resaltar el carácter creativo del choque entre los sistemas culturales indígena y español, aunque sin desconocer el tono violento subyacente a un escenario de conquista. Por eso los autores denominan a este proceso "reinscripción en la dominación", pues más allá de la ciudad letrada española, también existió un letramiento indígena que incluía el lenguaje escrito, pero también el visual y el gestual: los títulos notariales, las imágenes religiosas y hasta sus cuerpos se apropiaron de los códigos europeos para poder sobrevivir en la sociedad colonial, generando negociaciones -muchas veces asimétricas, pero en todo caso presentes- que permitieron generar una voz propia aun en su rol de colonizados, y por tanto reinventar localmente referentes globales de comunicación. Mostrando también el grado en que las singularidades locales -y particularmente el factor étnico- obligaron a replantear paradigmas generales de los españoles y, por tanto, a gestionar la inevitable tensión entre prácticas y discursos, el artículo de Jesús Paniagua -que reconstruye la vida urbana de la Audiencia de Quito a partir del prolífico uso de archivos españoles y ecuatorianos- demuestra cómo los españoles debieron negociar con los indígenas americanos, particularmente en lo ateniente a sus pretensiones de organizar espacialmente el trabajo de estos. La división entre república de españoles y república de indios fue uno de los principales objetivos de las autoridades coloniales. Sin embargo, esta segregación proyectada en el papel se vio confrontada por la realidad. Así lo demuestran los avatares en la construcción del espacio social en la Audiencia de Quito donde se buscó distribuir espacialmente a los artesanos indígenas a partir de su oficio. Una clasificación cuya lógica se dividía entre aquellos situados fuera o dentro de la traza urbana. Paniagua concluye que la concentración dispuesta en el papel no fue posible y la contravención a las disposiciones oficiales fue lo habitual.

El investigador reconoce que la concentración de ciertos oficios se debió más a causas pragmáticas que legales: la necesidad de estar cerca de materiales de difícil transporte; la necesidad de mantener alejadas actividades contaminantes -motivación ambiental-, o la necesidad de estar cerca de la clientela. Una excepción a esta dispersión fue la de los astilleros de Guayaquil; pero esto se debió, una vez más, a razones prácticas -actividad a gran escala- y no a un respeto premeditado por la norma. En resumen, Paniagua muestra que el factor étnico tuvo un papel disruptivo en la idea de la ciudad hispana de cuño medieval, claramente ordenada y jerarquizada. En ese sentido las contradicciones y modificaciones que sufrió esta traza ideal -evidenciadas por la heterogénea geografía laboral de la Audiencia de Quito- prueban que tanto en su imagen como en su desarrollo físico, las ciudades americanas fueron más caóticas de lo pretendido por los funcionarios coloniales, quienes debieron aceptar las adaptaciones locales aplicadas a la traza urbana y a la distribución de sus habitantes, en un giro que trastocó sus representaciones ideales sobre el deber ser de la ciudad como sistema simbólico y productora del espacio social.

En cuanto a la reconsideración de los ejes centro-periferia y a la forma en que la adopción de miradas micro permite enriquecer, matizar e incluso replantear interpretaciones macro encontramos las investigaciones de Rebeca Camaño, Sandra Fernández y Karina Ramacciotti y Federico Rayez, las cuales analizan la historia política e intelectual argentina durante la primera mitad del siglo XX, así como la transcripción documental presentada por Hugo Castro, a propósito de la historia política chilena en el siglo XIX. En efecto, el artículo de Camaño propone una mirada regional y microanalítica de un tema clásico de la historiografía argentina como es el peronismo, pero el cual ha sido abordado desde la perspectiva capitalina, es decir, donde una Buenos Aires cosmopolita e industrializada se muestra como el caso paradigmático del ascenso peronista, el cual se ha identificado con la expulsión de la oligarquía y la defensa de la clase obrera. Esta lectura ha dado lugar a una interpretación monolítica de este movimiento político. Sin embargo, apelando a la prensa de la época y a los archivos institucionales argentinos, Camaño reduce la escala de observación del fenómeno para mostrar que este fue menos homogéneo de lo que se cree y que estuvo plagado de contradicciones.

El objetivo de Camaño es analizar desde una perspectiva regional cómo se organizó el oficialismo peronista en la ciudad de Río Cuarto (provincia de Córdoba, Argentina) y cómo fue su relación con los partidos de oposición. Rebeca Camaño evidencia que los elementos conservadores formaron la sustancia del peronismo riocuartense (1946-1954) y que ese fenómeno -coincidente con una agresiva centralización del Estado argentino- llevó a la formación de una cultura política local reticente a la disidencia democrática y a la pluralidad política. La autora concluye que estos rasgos del peronismo cordobés extremaron la vocación hegemónica del peronismo general, y que en esta ciudad ese atributo se expresó particularmente en la adopción de un discurso doble: por un lado declarar el respeto de las libertades, pero por el otro llevar a cabo acciones arbitrarias que coartaban y deslegitimaban a las minorías políticas, desalentando el multipartidismo y anulando la capacidad de maniobra de la oposición.

Por su parte, Sandra Fernández también recurre a la mirada local para repensar discursos hegemónicos. Alejándose de Buenos Aires, esta autora estudia el interior argentino, en este caso, la ciudad de Rosario situada en la provincia de Santa Fe. Su objeto de análisis es la reconstrucción de una institución cultural, el Colegio Libre de Estudios Superior (CLES) en su filial rosarina, tomando como piedra de toque la figura de la profesora Olga Cossettini. Apelando a una sociología de los intelectuales, la autora reconstruye las tramas de sociabilidad informal que condujeron a la formación en 1939 de esta sucursal del emblemático proyecto educativo y cultural, el cual fue impulsado por intelectuales socialistas y liberales como alternativa para el ejercicio de su trabajo tras el derrocamiento del Gobierno liberal argentino en 1930. El primer objetivo de Fernández fue iluminar las relaciones sociales que hicieron posible la creación de una institución que no solo tenía pretensiones pedagógicas sino políticas: formar un frente antifascista en un contexto marcado por el giro internacional hacia la derecha, y que para ello reunió a intelectuales de distintas afiliaciones ideológicas y estéticas que coincidían en oponerse al autoritarismo y que estaban interesadas por la masificación de la divulgación académica. El segundo objetivo de la autora fue replantar la clasificación canónica de los intelectuales, como aquellos expertos -por lo general hombres- dedicados al mundo de las ideas. En este caso, Olga Cossettini se muestra como una figura clave para la creación rosarina del Colegio Libre de Estudios Superiores (CLES) y con toda propiedad como una intelectual, en la medida en que participó activamente del debate público e intervino más allá de la pedagogía en la conformación de un campo cultural. Cossettini se presenta así como un caso representativo de la generación de mujeres normalistas argentinas, convertidas en intelectuales emergentes y que lucharon como mediadoras culturales por la defensa de los valores democráticos.

Asimismo Karina Ramacciotti y Federico Rayez siguen una metodología similar a la de Fernández, pero esta vez para analizar el desarrollo de la medicina pública argentina entre los años de 1930 y 1980. Efectivamente, los autores apelan a la figura de Francisco Martone, médico marginado de los discursos oficiales, pero cuya labor fue esencial para la consolidación de este saber y de la enfermería argentina. En un enfoque cercano a la historia social de la medicina, Ramacciotti y Rayez recurren al análisis de las trayectorias profesionales individuales como método para conocer la constitución de un campo disciplinar y, sobre todo, para establecer las relaciones de este con el campo de poder -consecuencias políticas de la ciencia-. En este caso, el campo disciplinar analizado es el de la salud pública, definida por los autores como la medicina interesada por un enfoque poblacional -y no individual- en el tratamiento y prevención de problemas sanitarios -administración de hospitales, epidemiología, salud ambiental, laboral y maternoinfantil-. A partir de la producción intelectual de Martone y de los archivos administrativos sobre su participación pública y universitaria, los autores describen los intereses científicos del médico y los avatares de su carrera política en calidad de agente del Gobierno peronista, así como las consecuencias que tuvo en su trayectoria el proceso de desperonización iniciado en 1955. Los autores concluyen que como experto higienista Martone contribuyó a la legitimar la intervención sanitaria del Estado peronista en un contexto internacional marcado por la expansión de prácticas sanitarias modernas. Asimismo, Ramacciotti y Rayez afirman que la vinculación de Martone a la Cruz Roja permitió que su carrera se mantuviera activa después de la caída de Perón, y que apelando a una extraña mezcla entre el discurso moderno y el discurso moral católico tuviera un rol fundacional en la profesionalización de la enfermería en Argentina.

Cerrando este bloque de artículos que confrontan las visiones hegemónicas y centralistas sobre procesos históricos del Cono Sur, tenemos la transcripción documental presentada por Hugo Castro. Se trata de una carta escrita por un amotinado de la provincia de Aconcagua (Chile), quien rememora su participación en la revolución chilena de 1851 a petición del historiador Benjamín Vicuña quien una década después de los hechos estaba escribiendo una crónica al respecto. La revolución de 1851 hizo parte del difícil camino que caracterizó la formación posindependentista de las naciones latinoamericanas, y esta fue particularmente importante porque constituyó un capítulo representativo de la lucha liberal en contra del Gobierno conservador, al ser la revolución que enfrentó por primera vez la hegemonía conservadora instalada veinte años atrás.

Sin embargo, Castro llama la atención sobre que la historiografía ha tenido un sesgo oficialista, el cual ha impedido reconocer el papel de las localidades en el intento por lograr un cambio político nacional a través de las armas. En ese sentido, este documento privado se muestra como un contrapunto frente a la versión oficial, la cual además ha pretendido deslegitimar el movimiento, negándole la presencia de finalidades políticas. Por el contrario, esta carta -que transcribe con detalle los antecedentes del alzamiento en San Felipe (provincia de Aconcagua), así como la posición y maniobras de las tropas- evidencia que las acciones regionales -y no solo los movimientos de la capital- jugaron un papel central en el devenir nacional, y que por tanto la Historia regional de los movimientos revolucionarios y populares debe considerarse como un factor sustancial para entender la historia política chilena y especialmente el conflicto que enfrentó a liberales y conservadores por el acceso al poder en el siglo XIX.

Como hemos visto, las interpretaciones locales de fenómenos mundiales han sido el elemento transversal de los contenidos en esta edición de la revista. En esa misma línea, se ubica el artículo de Álvaro Fleites sobre historia de las representaciones políticas y de las relaciones diplomáticas de la España franquista con el continente americano (Cuba y Estados Unidos). Haciendo un minucioso sondeo de periódicos españoles como ABC, Imperio, La Vanguardia española y la Hoja del Lunes de Madrid, Barcelona y La Coruña, el autor identifica la posición que tuvo la prensa y por tanto el Gobierno de Francisco Franco frente a la Crisis de los Misiles de Cuba, evento ocurrido entre octubre y noviembre de 1962, y que constituyó un episodio central en el contexto de la Guerra Fría. El principal objetivo de Fleites era identificar cómo el Gobierno autoritario de Franco -quien directa o indirectamente controlaba los órganos de opinión- había asumido una posición frente a un conflicto de dimensiones globales. Las conclusiones de la investigación muestran que la España franquista tuvo inicialmente una posición ambivalente, pero que finalmente dominó el anticomunismo del régimen, imponiéndose una sensación de frustración ante el desenlace favorable que tuvo la Crisis para la isla. En efecto por razones económicas -intercambio comercial- y sentimentales -Cuba como última colonia perdida- España mantuvo contacto con la isla y en ciertos momentos celebró la retirada de los misiles y criticó algunas figuras de Washington. No obstante, el análisis de conjunto demuestra que estas fueron opiniones aisladas, pues Franco era esencialmente un anticomunista, por lo cual se definía como un contradictor del régimen castrista -y por tanto de la Unión Soviética- que buscaba convertirse en aliado de Estados Unidos. De ahí que la investigación concluya que la prensa española terminó por concebir la retirada de los misiles como una oportunidad desaprovechada para derrocar a Fidel Castro del Gobierno cubano.

Por otro lado, en esta edición de la revista también se dio un espacio para repensar la disciplina histórica desde un enfoque transversal y heterodoxo que invita a revaluar las jerarquías o convenciones metodológicas y epistemológicas de su ejercicio. En esta dirección se inscribe la propuesta de Clara Inés Carreño quien ofrece argumentos desde la historia cultural y la historia comparada para asignar nuevos usos a una fuente histórica clásica como han sido los archivos notariales. Por un lado, la autora apela a la noción de cultura material para resignificar la utilidad cualitativa de este tipo de archivos utilizados convencionalmente para análisis cuantitativos. Por el contrario, si estos se entienden como instrumentos que materializan las actividades cotidianas -en las que los hombres se relacionan con los objetos y les asignan un valor social- pueden convertirse en oportunidades para considerar los patrones de consumo e intercambio como manifestaciones de códigos de significación atribuidos por los grupos sociales a la familia, los sistemas económicos y los roles de género. Pero si esta perspectiva ya es innovadora, Carreño hace un llamado a la necesidad de combinar la cultura material con la historia comparada. Solo superando las fronteras nacionales -artificiales e históricas por demás- podrá enriquecerse el análisis histórico a través de una dialéctica en la que los problemas históricos dejan de ser exclusivos de determinadas unidades territoriales, y en la que identificando semejanzas y diferencias a partir de referentes globales puede determinarse con mayor precisión cuál es la singularidad, dimensión y significado de los fenómenos locales.

En este orden de ideas, Carreño divide su artículo en dos partes. En la primera de ellas presenta un balance conceptual en el que dialogan diversas definiciones de la historia comparada; ejercicio que le permite diseñar un esquema o ficha de análisis de variables. En la segunda parte, la autora retoma estos conceptos analizando un ejemplo empírico de historia cultural económica y comparada con base en los archivos notariales de Franca (ciudad situada al suroeste brasileño) y de Bucaramanga (ciudad del nordeste colombiano). De esta manera, la autora pretende explicar las similitudes y diferencias de la vida comercial de estos dos países latinoamericanos a lo largo del siglo XIX. En ese sentido, la observación micro de las prácticas mercantiles de un grupo familiar brasileño y de otro colombiano -siguiendo sistemáticamente sus redes comerciales, objetos, intereses e intercambios de muebles e inmuebles- se constituye no solo en un método para estudiar las historias fami liares o urbanas de estas localidades, sino en una estrategia para determinar con suficiente probidad empírica las características y direcciones que tomó la conformación de la vida económica en Brasil y Colombia en el momento fundacional de sus economías nacionales.

Por último, el artículo de Claudia Leal propone una revisión epistemológica de la disciplina histórica latinoamericana a partir de las reflexionas suscitadas por la historia ambiental. Como bien lo indica el título "aguzar la mirada colectiva", el reto propuesto por este enfoque histórico no tiene tanto que ver con descubrir o subsanar los vacíos temáticos de una "subdisciplina" de la historia, sino en convertirla en piedra de toque para generar alianzas y solidaridades intelectuales y divulgativas que, incluyendo distintas voces, enriquezcan la comprensión del pasado. Para desarrollar sus argumentos la autora promete tres apartados. En el primero, Leal realiza un balance de la historiografía colombiana que ha incorporado desde mediados de 1990 hasta la actualidad temas ambientales como objeto de estudio. Allí se identifican los motivos y formatos en que se tratado la naturaleza como problema histórico. En el segundo apartado la autora muestra que la historia ambiental es la oportunidad más directa de espacializar la historia -un saber basado en el tiempo-, y por tanto de abordar de forma novedosa las viejas cuestiones que han inquietado a los historiadores: las guerras, las repúblicas, la economía, las identidades, los roles de género, las reformas agrarias y las políticas públicas. Por ejemplo, la deforestación o la oposición a la minería industrial son problemas históricos de gran significación política en los que la historia ambiental tiene un papel explicativo protagónico. La inclusión de la naturaleza como vector de análisis es, en ese sentido, otra forma de llamar la atención sobre el hecho que la historia humana no se construye sobre el vacío sino sobre territorios simultáneamente concretos e imaginados a los cuales la humanidad les ha atribuido distintos valores según el momento y los grupos que lo habitan -naturaleza como madre mercancía, obstáculo, servicio o compañera-. En la tercera parte, Leal reflexiona sobre la incidencia de la historia ambiental en la apertura de la historia en general a nuevas formas de exposición, es decir, a alternativas narrativas que lleven sus hallazgos a un público más amplio.

Por eso, la autora invita a la realización de monografías más sensibles al papel de la naturaleza en la vida humana, en donde se prioricen los trabajos comparativos y, sobre todo, las alianzas con otros actores extraacadémicos que intervengan en la narrativa de historias -cantantes, curadores, directores de cine-, y con otros socios académicos que enriquezcan la construcción del pasado con colaboraciones interdisciplinares provenientes de saberes como la biología. En última instancia, el artículo responde la pregunta de la historia para qué o para quién, y en ese orden de ideas la consideración de la naturaleza como enfoque histórico se muestra como una oportunidad contundente para que los historiadores sean más creativos en la construcción y divulgación de sus hallazgos, al ofrecer explicaciones históricas sobre y desde el entorno en que habitamos, y las cuales contribuyan, inclusive, a tomar decisiones sobre las políticas públicas que atañen a la conservación de la biodiversidad o a la redistribución de la tierra; problemas sin duda centrales en las agendas políticas latinoamericanas del presente.

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