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Revista de Derecho

Print version ISSN 0121-8697

Rev. Derecho  no.38 Barranquilla July/Dec. 2012

 

Las vicisitudes de la Primera República en Colombia (1810-1816). La interpretación centralista de nuestro proceso de Independencia

The vicissitudes of the first Republic in Colombia. The centralist interpretation of our process of independence

Ricardo Zuluaga Gil*
Pontificia Universidad Javeriana (Colombia)

* Abogado, doctor en Derecho por la Universidad de Salamanca, profesor titular en la Pontificia Universidad Javeriana sede Cali. Actualmente se desempeña como director del Departamento de Ciencia Jurídica y Política de esa institución y es también director de la revista Criterio Jurídico, publicada por esa Universidad. rzuluaga@javerianacali.edu.co

Fecha de recepción: 21 de octubre de 2011
Fecha de aceptación: 13 de abril de 2012


Resumen

Este artículo se ocupa de una de las cuestiones menos estudiadas en la nuestra historia constitucional. Se trata del proceso de formación y colapso de la llamada Primera República, etapa que se desarrolló entre 1811 y 1816. El documento destaca el espíritu altamente federativo que caracterizó a ese momento, lo cual desmitifica el acento altamente unitario y nacional que la historiografía tradicional le ha dado a ese proceso.

Palabras clave: Constitucionalismo provincial, federalismo, regionalismo, autonomismo, independencia.


Abstract

This paper analyzes one of the least studied issues in our constitutional history. This is the process of formation and collapse of the so-called First Republic, and that is a stage that was developed between 1811 and 1816. The document emphasizes the highly federal spirit that characterized that time and demystifies the highly national and unitary focus that traditional historiography has given to that process.

Keywords: Provincial constitucionalism, federalism, regionalism, autonomism, independence.


Las quince provincias que en 1810 conformaban el Virreinato de la Nueva Granada (Antioquia, Cartagena, Casanare, Cundinamarca, Chocó, Mariquita, Neiva, Pamplona, Panamá, Popayán, Riohacha, Santa Marta, Socorro, Tunja y Veraguas) se fueron independizando libre y soberanamente de la Corona española. De ello resulta que ese no fue, como se ha querido hacer ver, un proceso promovido y dirigido desde la vieja capital virreinal, y menos aun se puede decir que el movimiento tuvo su primera manifestación en la tan promocionada Acta del 20 de julio de 1810 emanada del Cabildo de Santafé y que desde finales del siglo XIX viene siendo asumida como la piedra angular de nuestra organización republicana.

Lo anterior resulta cierto en la medida que previas a ese documento son las actas preindependentistas de los cabildos de Cartagena del 22 de mayo, de Cali del 3 de julio, de Pamplona del 4 de julio y del Socorro del 11 de julio, todas de 1810. En honor a la verdad, parece necesario decir que en el caso colombiano se trató de una revolución que se inició en las provincias y que culminó en la capital. Además, el movimiento secesionista1 que se dio en la Nueva Granada no fue más que una proyección del movimiento "juntero" que, aprovechando el vacío de poder generado por la invasión de la península ibérica por los ejércitos napoleónicos, se había iniciado en toda América a partir de 1808. O lo que es lo mismo, en estricto sentido, en Colombia no existió un acto formal de declaratoria de independencia, sino varias manifestaciones de este tipo, tal como se podrá ver más adelante.

Pese a lo evidente de esta realidad que se viene describiendo, la historiografía oficial, como manifestación del síndrome centralista capitalino, inveteradamente ha hecho prevalecer al movimiento ocurrido en la capital del virreinato el 20 de julio de 1810 como el referente general para la totalidad del país2. Y en este contexto se ha llegado a afirmar, con ese acento declamatorio que le es tan característico a esta visión de la historia, que

Los colombianos hemos venerado, admirado y amado siempre a los firmantes del acta del 20 de julio, puesto que dejaron fundada sobre ese frágil pliego de papel la torre augusta de nuestro derecho constitucional (cf. Forero, 1966, p. 226).

Pero tanta retórica solo sirve para enmascarar una lectura tendenciosa de la historia que incluso resulta contradictoria con el texto de la declaración santafereña, primera en reconocer que el proceso emancipador se debía llevar a cabo:

Contando con las nobles Provincias, a las que en el instante se les pedirán sus diputados, formando este cuerpo el reglamento para las elecciones en dichas provincias, y tanto éste como la constitución de gobierno deberán formarse sobre las bases de libertad e independencia respectivas de ellas, ligadas únicamente por un sistema federativo.3[La negrilla es nuestra].

Con el propósito de poner en marcha lo dispuesto en el Acta, el 29 de julio siguiente la Junta de Bogotá remitió una comunicación a las provincias invitándolas a que enviaran delegados para la formación de un gobierno provisional. La convocatoria fue contestada el 19 de septiembre por la Provincia de Cartagena mediante circular en la que advertía a las demás provincias que

El sistema federativo es el único que puede ser adaptable en un reino de población tan dispersa, y de una extensión mucho mayor que toda España. De otra manera, si se pensase en concentrar toda la autoridad en cualquier punto del reino, nos hallaríamos con los mismos inconvenientes de necesitarse de largos recursos, apoderados y expensas para que las provincias consiguiesen una providencia que exigía con urgencia su prosperidad o evitar graves daños... En este sistema ya no se verán condenados a lentitudes y a persecuciones, y finalmente envueltos en el polvo del olvido, los proyectos de caminos y canales, los establecimientos de sociedades económicas, de fábricas y de mil otros pensamientos benéficos, que nacerán con la facultad de poderlos llevar a cabo (citado en De la Vega, s.f., pp. 34 y 35).

Premonitoriamente adivinaban los cartageneros un ánimo expansionista de la hasta entonces capital virreinal y frente a la cual ellos mantenían reticencias pluriseculares, desde cuando ambas eran los ejes de la vida colonial.

A pesar de estas objeciones, el Congreso se reunió en Bogotá a partir del 22 de diciembre de 1810. Pero como solo acudieron delegados de las provincias de Cundinamarca, Mariquita, Neiva, Socorro y Nóvita y dada la marcada tendencia centralista de los primeros, fue disuelto dos meses después. Como consecuencia del fracaso de ese proceso constituyente fracasó también cualquier proyecto de construcción de un gran Estado-nación. Por lo tanto, cada provincia, con excepción de Popayán y Santa Marta, que eran decididamente afectas a la monarquía, optó por darse su propia organización. En principio lo hicieron a través de actas orgánicas de gobierno no reputables como constituciones por carecer de declaraciones de derechos y, posteriormente, a través de textos constitucionales.

En este momento parece incluso necesario aclarar que fue la ciudad de Mompox la que declaró primeramente su independencia absoluta de "España y de cualquier otra nación extranjera" el 6 de agosto de 1810. Posteriormente, el 11 de noviembre de 1811 lo hizo Cartagena de Indias, que fue muy tajante en su Acta de Independencia: "... la Provincia de Cartagena de Indias es desde hoy de hecho y por derecho Estado libre, soberano e independiente". De tal suerte que para fines de 1811, las viejas provincias virreinales

(...) habían organizado sus gobiernos propios y mantenían las más amigables relaciones con la Junta Suprema de Santafé (cf. Samper, 1982, p. 29).

Es decir, las provincias colombianas se convirtieron en estados libres, soberanos e independientes, dotados de su propio aparato político-jurídico y muy celosas de sus fueros y autonomía. Por eso y contra la pretensión del historicismo oficial, podemos decir con McFarlane(1977) que

Si la junta tuvo éxito en imponer su autoridad en Bogotá para fines de 1810, sus pretensiones de liderazgo sobre el resto de la Nueva Granada pronto se frustraron (p. 510).

En el cuadro siguiente aparecen las constituciones provinciales que fueron expedidas en esos años, aunque no todas las enumeradas coinciden con las 15 provincias que tuvieran vida soberana a lo largo de la Primera República; mientras que hay otras que más que constituciones eran decretos orgánicos. La razón y explicación de este hecho se verán más adelante. De todas formas, esta es una cuestión poco estudiada, y de seguro que en la medida que se ahonde en las pesquisas por los archivos aparecerán nuevos textos.4 El orden de estos documentos constitucionales adoptados por cada provincia es como sigue:

Una vez aceptada la prevalencia del espíritu autonomista y soberano de las provincias, que con excepción de Cundinamarca era generalizado, se convocó a nuevo congreso general, que se reunió en Bogotá en noviembre de 1811 y dio origen a la primera forma de organización política que registra nuestra historia: la Confederación de las Provincias Unidas de la Nueva Granada, que tenía como propósito preservar algunos de los elementos que brindaba la anterior unidad virreinal. Así, las jóvenes repúblicas, al igual que lo habían hecho las trece colonias norteamericanas en 1777,5 procedieron a establecer una alianza mediante la cual se agrupaban en una

asociación federativa, que remitiendo a la totalidad del gobierno general las facultades propias y privadas de un solo cuerpo de nación, reserva para cada una de las provincias su libertad, su soberanía y su independencia, en lo que no sea del interés común, garantizándose a cada una de ellas estas preciosas prerrogativas y la integridad de sus territorios". [La negrilla es nuestra].

Esa acta, que fue suscrita el 27 de noviembre de 1811 por Antioquia, Cartagena, Neiva, Pamplona y Tunja, no fue firmada por Cundinamarca, que no compartía esta forma de organización política y abogaba por una organización fuertemente centralizada. En el acta se declaraba, además, que toda competencia que las provincias no hubieran delegado expresamente en la Confederación seguía perteneciendo a ellas:

Las provincias se estimarían como iguales e independientes, conservando su administración interior, la de ciertas rentas, y el nombramiento de todo el equipo de empleados. Las provincias estaban facultadas para conformar su propio gobierno de acuerdo con sus circunstancias y los intereses de la Unión; expedir sus códigos civiles y criminales; formar sus finanzas provinciales; organizar el gobierno interior de sus pueblos y nombrar sus empleados; organizar las milicias provinciales; establecer juzgados y tribunales provinciales; proteger y fomentar la agricultura, artes, ciencias, comercio y demás aspectos considerados importantes para la prosperidad de cada una de las provincias.6

Finalmente, la misma Acta Confederal decía que este primer acuerdo debía avanzar hacia una estructura federal, cuya creación, mediante una Constitución, se dejaba para mejor oportunidad:

Artículo 60. Para la debida organización de estos poderes, o el más acertado desempeño de sus funciones, el Congreso hará los reglamentos que estime oportunos, mientras que una Constitución definitiva arregla los pormenores del gobierno general de la Unión. [La negrilla es nuestra].

Infortunadamente, el turbulento curso de la historia subsecuente impidió el perfeccionamiento de esa segunda fase y a lo que se llegó fue a esa catástrofe conocida como "reconquista española", proceso a partir del cual se dio el restablecimiento en nuestro medio de la autoridad española entre 1816 y 1819.

Antes de seguir adelante parece necesario explicar cómo llegaron los líderes del movimiento independentista a adquirir ese arraigado espíritu federal, advirtiendo de antemano que fueron tanto el amplio conocimiento de las instituciones norteamericanas7 como una vieja tradición de autonomía local española las fuentes de donde se nutrieron nuestros primeros ideólogos. En este sentido, Uribe Vargas (1996) afirma que

La idea federal había penetrado en el espíritu de las provincias del antiguo virreinato con caracteres que superaban el cálculo prospectivo y los temores de Reconquista. La Constitución de Filadelfia golpeaba el alma de los próceres y seducía sus inteligencias. La Federación no sólo era insignia de lucha para las facciones locales, sino anhelo profundamente compartido en las antiguas gobernaciones (p. 54).

Pero también fue muy significativo el legado que dejó el Gobierno colonial español, al menos en lo que tenía que ver con la administración local, pues el régimen jurídico aplicado a los municipios fue un trasplante de la vieja municipalidad castellana de la Edad Media, que si bien al momento del descubrimiento y durante el proceso de construcción del Estado-nación español había perdido todo el esplendor de que había gozado durante los siglos XII y XIII, al menos se mantuvo como un esquema que sirvió como modelo para instaurar en América (cf. Ots Capdequí, 1991, pp. 113 y ss., y Marsal & Marse, 1959, pp. 272 y ss.). El sistema colonial hispánico estaba ideado bajo el principio de la mayor división posible entre las provincias, pues fomentando la dispersión y manteniendo la separación entre ellas, la Corona aseguraba su política de dominación imperial. La idea era que no se originara un espíritu de identidad nacional eventualmente peligroso, y este propósito se logró manteniendo a las distintas provincias prácticamente incomunicadas entre sí y haciendo que los gobernadores, en vez de depender del Virrey, que era la autoridad nacional, estuvieran subordinados directamente al Rey, autoridad imperial, que los nombraba y ante quien eran responsables.8 Ese sofisticado sistema de disgregación de poderes se complementaba con el fortalecimiento del poder local, que recaía en los cabildos, cuyos miembros, en ocasiones vitalicios, gozaban de una gran autonomía en el desempeño de sus labores (cf. Zambrano Pantoja, 1998, p. 215).

Ese peculiar modelo de gestión colonial dio origen a un fuerte acento localista que logró mantenerse aun por encima de las centralizadoras políticas borbónicas de la segunda mitad del siglo XVIII y cuya mayor expresión en el contexto colombiano fue la creación y fortalecimiento del virreinato granadino en 1717 (cf. McFarlane, 1997, p. 372). De ahí que

En la víspera de los movimientos de independencia, la fragmentación regional de la Nueva Granada, contra la cual nada había podido la voluntad centralizadora de los borbones, seguía siendo por obra de la naturaleza y de su historia, la característica central de su organización social y el factor determinante de su cultura (cf. Múnera, 1998, p. 52).

Además, en ningún otro lugar de la América española la geografía marcó rasgos tan específicos como en la Nueva Granada, en la medida que sus tres cordilleras, los valles y las costas, las mesetas y las selvas, así como sus llanos, confieren a este territorio un paisaje peculiar, no solo en lo geográfico sino también en lo humano. A ello se agrega que (...) la Nueva Granada no fue una prioridad para la metrópoli durante la Colonia, mientras si lo fueron los territorios aztecas, incaicos o del río de la Plata, nuestro territorio terminó caracterizado por la incomunicación y Santafé de Bogotá se convirtió en una de las ciudades más aisladas del mundo. Tales hechos le imprimieron más fuerza al fenómeno regional, y con él a una especie de cultura de región que, en buena medida, ha sobrevivido hasta nuestros días (cf. Trujillo Muñoz, 2001, p. 113).

Los anteriores argumentos parecen explicar suficientemente la razón por la cual, al momento de la Independencia, muchas ciudades se negaron a reconocer la autoridad de las capitales provinciales y exigieran el mantenimiento del sistema autonómico local. De esta manera es como se entiende que una ciudad como Mompox se levantara contra Cartagena, que era la capital provincial, y que Sogamoso lo hiciera contra Tunja, Girón contra Pamplona y las ciudades de Cali, Anserma, Buga, Caloto, Cartago y Toro, por encima de Popayán, su capital provincial, se confederaran el 1 de febrero de 1811.

Pero retomemos el hilo de la exposición que habíamos dejado en la creación de la Confederación de las Provincias Unidas de la Nueva Granada, la primera forma de Estado bajo principios republicanos que operó en Colombia. Ella afrontaba prematuros problemas originados en la conspiración promovida por Antonio Nariño, quien desde la presidencia del estado de Cundinamarca y la dirección del periódico La Bagatela se oponía política e ideológicamente a la Confederación, aduciendo que

(...) el sistema de convertir nuestras provincias en estados soberanos para hacer la federación, es una locura hija de la precipitación de nuestros juicios y de una ambición mal entendida9.

Y más allá de la diatriba periodística, Nariño de hecho comenzó a anexionarle a Cundinamarca una serie de ciudades circunvecinas que eran parte de los estados de Tunja, Socorro y Mariquita, pues como los santafereños no estaban

(...) dispuestos a debilitar el prestigio de su tradicional mayorazgo capitalino ni a quedar eventualmente superados en importancia política, se dieron a la tarea de ensanchar vorazmente su territorio con los de comarcas vecinas (cf. Restrepo Piedrahíta, 1993, pp. 28-29).

Esa acción desplegada por Nariño, y que era violatoria del Acta Confederal, dio origen a la primera guerra civil de la república, desarrollada entre 1812 y 1813 y que solo vino a finalizar cuando se dio el total sometimiento de Cundinamarca por parte de las fuerzas del Congreso, órgano que había tenido que abandonar la ciudad capital confederada (Bogotá) para despachar de forma itinerante desde Ibagué, Tunja y Villa de Leyva.

Vistas así las cosas, debe quedar entonces muy claro que

(...) el federalismo, que postulado en el Acta de Independencia de 1810, desde un comienzo fue combatido por la prepotente vanidad de los centralistas santafereños, cuyo espíritu, impregnado de tradición virreinal, rechazaba con vehemencia el establecimiento de instituciones -como las federales- que distribuyeran colectivamente las instancias del poder político10. [cursivas del autor].

El debilitamiento a que fue sometido el naciente Estado por las guerras internas entre centralistas y federalistas, sumadas a las de patriotas contra realistas, finalmente vino a propiciar la reconquista de todo el territorio por las tropas españolas. Y en este punto vale la pena tener presente que España pudo reconquistar el territorio de la Nueva Granada gracias a que ella misma había librado una ardua guerra de independencia en el marco de la invasión y ocupación napoleónica de la península.

La reconquista supuso la consecuente brutal coerción del movimiento libertario, el restablecimiento del gobierno virreinal y la aplicación del llamado régimen del terror, bajo el cual fue sacrificada en el patíbulo lo mejor de la intelectualidad granadina. Semejante represión condujo a que durante los 50 años subsiguientes el país fuera gobernado por la casta militar, que tuvo que combatir para conseguir de nuevo la libertad de estos territorios. Pero la consecuencia más nefasta fue que

El fracaso del régimen federalista en el mantenimiento de la independencia contra la oposición de España trajo el desprestigio del sistema, y ayudó en el establecimiento de un sistema centralista (cf. Gilmore, 1995, p. 3).

Probablemente otro hubiera sido el destino de los nacientes estados si en esa primera hora crucial no se hubieran desperdiciado esfuerzos preciosos en el proceso de consolidar la recién obtenida libertad. De todas formas, es difícil reconstruir unos hechos trepidantes, poco documentados y escasamente analizados. Todo ello ha favorecido que la interpretación que hoy se da a nuestra primera forma de organización política sea muy desigual, y así, hay quienes piensan que

Un exceso de autonomía en las provincias hizo que la Federación en la Primera República Granadina los llevara al reconcentramiento y al aislamiento político-regional al estilo de las republiquetas (cf. Ocampo López, 1999, p. 297).

Mientras que para otros:

La rígida ideología centralista y el autocrático temperamento del Libertador contribuyeron a fortalecer la resistencia, esquivez y desgano de los fanáticos centralistas y a ellos -y no a los federalistas, que fueron mayoría en la naciente formación política de la Nueva Granada- son imputables las desdichas de la Primera República (cf. Restrepo Piedrahíta en el prólogo a la obra de Gilmore, p. XIX).

En 1819, cuando la campaña libertadora avanzaba firmemente, Bolívar convocó un congreso preconstituyente en la ciudad de Angostura y allí esbozó su estrecho ideario constitucional: libertades moderadas, senado hereditario, ejecutivo vigoroso y Estado centralizado. Ese catálogo, que serviría de punto de partida del Congreso Constituyente de Cúcuta que se reunió en 1821, vino a quedar, con algunas modificaciones, reflejado en la Constitución finalmente aprobada. En lo que concierne a la forma de Estado, cuestión tan ampliamente debatida en esa década, fue determinante el fracaso del sistema confederal que había imperado en los breves años de la Primera República:

Constituiría ligereza imperdonable el no atribuirle justo valor al experimento infortunado de la primera República en el ánimo de los constituyentes. Se creyó que la debilidad, que había conducido a la catástrofe, partía del apetito federal desorbitado, con subsiguiente desgaste de energías en enfrentamientos pueriles o domésticos (cf. Uribe Vargas, 1996, pp. 71 y 72). [Cursivas del autor].

Además, Bolívar, con todo su prestigio y su peso político, era muy desafecto al sistema federal porque lo consideraba un monstruo de discordia y anarquía, y así lo había manifestado claramente en la célebre Carta de Jamaica de 1815, uno de sus documentos políticos capitales:

No convengo en el sistema federal entre los populares y representativos por ser demasiado perfecto y exigir virtudes y talentos políticos muy superiores a los nuestros.

Finalmente, el Congreso Constituyente reunido en la ciudad de Cúcu-ta expidió la primera Constitución de la República de Colombia, y allí quedaron definidos los grandes elementos que todavía hoy, al menos en lo que tiene que ver con la parte orgánica, caracterizan nuestra organización republicana: presidencialismo muy acentuado, centralismo muy enfatizado, Congreso nacional bicameral, organización político-partidista muy fragmentada.


1 Este movimiento comenzó en 1810, siendo autonomista pero sin desconocer las prerrogativas de la autoridad del rey. De esa manera se entiende que el decreto de promulgación de la Constitución de Cundinamarca de 1811 dijera que ese texto era promulgado por "Don Fernando VII, por la gracia de Dios y por la voluntad y consentimiento del pueblo, legítima y constitucional-mente representado, Rey de los cundinamarqueses". El texto, igualmente, reconocía la autoridad real e indicaba que la forma de gobierno era la monarquía. Sin embargo, ese movimiento pasó rápidamente, a partir de 1812, a ser claramente independentista respecto de la Corona.

2 La visión centralista de nuestra historia es tan absoluta, que siempre se ha considerado a la comunidad aborigen que habitaba el altiplano cundiboyacense, los muiscas, como el paradigma de cultura prehispánica en nuestro país, olvidando que en el territorio de la actual Colombia habitaban muy diversas tribus, incluso algunas tanto o más poderosas que ella y con muy escasos vínculos de unión entre sí.

3 Valencia Villa (1987) ha dicho: "No existe bibliografía histórica o jurídica sobre el problema de la independencia colombiana... Al contrario, la tradición académica se ha dedicado a embellecer, mistificar o enrarecer el proceso de formación del Estado-nación de tal modo que pueda ser visto como una epopeya, como una hazaña ejemplar del patriotismo heroico y del republicanismo sin tacha" (p. 62).

A ello se agrega, como dice Alfonso Múnera (1998), que "La llamada Nueva Historia Colombiana, de las décadas de 1960 y 1970, estuvo demasiado preocupada por entender los grandes procesos sociales y económicos, de tal modo que mostró poco interés por los asuntos de la política y la cultura. No hubo mayor discusión durante este período en torno a la formación de la nación, y casi ninguna preocupación por el tema de la Independencia" (p. 15).

4 En este aspecto una referencia sólida es la obra de Manuel A. Pombo y José J. Guerra (1986), en la que recogen un listado de 7 constituciones: 2 de Cundinamarca, 2 de Antioquia y una de Tunja, Cartagena y Mariquita respectivamente. Restrepo Piedrahíta (1993) agrega dos más: Popayán y Neiva, de 1814 y 1815 respectivamente.

5 Los artículos del acta de la Confederación fueron aprobadas por el Segundo Congreso Continental el 15 de noviembre de 1777 y en principio se constituyeron en una directriz no obligatoria, lo cual solo se logró a partir de su ratificación cuatro años después, el 1 de marzo de 1781.

6 Cf. Ocampo López (1998, pp. 47 y 48). Similares ideas expone en su trabajo Historia de las ideas federalistas en los orígenes de Colombia (1997, pp. 97 a 110).

7 Esta afirmación es tan cierta, que Miguel de Pombo había publicado en Bogotá en 1811 la obra Constitución de los Estados Unidos de Norteamérica con las últimas adiciones, precedida de las actas de independencia y federación, traducidas del inglés al español por el ciudadano Miguel de Pombo, e ilustradas por el mismo con notas y un discurso preliminar sobre el sistema federativo.

8 Múnera (1998), hablando de los virreyes, dice que fueron "... factores de orden natural e histórico [los que] volvieron en extremo difícil el ejercicio de su poder más allá de las fronteras situadas al oriente de los Andes. El resto de éstas -en particular Cartagena, Popayán y Antioquia-tendían de manera natural a funcionar como entidades autónomas, muchas veces en conflicto con la autoridad del virrey y de la audiencia" (p. 32).

9 La expresión es de Antonio Nariño y es citada por Rodrigo Llano Isaza en su obra Centralismo y federalismo (1810-1816) (1999, p. 97).

10 Cf. Restrepo Piedrahíta, en el prólogo a la obra de Robert Louis Gilmore (1995) El federalismo en Colombia (1810-1858) (p. XIX). Bogotá: Universidad Externado.


REFERENCIAS

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