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Revista de Derecho

Print version ISSN 0121-8697

Rev. Derecho  no.46 Barranquilla July/Dec. 2016

https://doi.org/10.14482/dere.46.8814 

Artículos de investigación

Modelos constitucionales en el ocaso del siglo XVIII. El péndulo entre regla y estratégia*

Constitutional models at sundown of eighteenth century. The pendulum between rule and strategy

José Ignacio Núñez Leiva** 

1** Abogado. Licenciado en Derecho por la Pontificia Universidad Católica de Chile. Diplomado en Derechos Humanos por la Universidad Católica del Uruguay. Posgraduado en Derecho por la Universidad de Castilla La Mancha (España): Especialista en Constitucionalismo y Garantismo (2009) y Especialista en Justicia Constitucional y Procesos Constitucionales (2012). Magíster en Derecho Público por la Pontificia Universidad Católica de Chile. Diploma de Estudios Avanzados (DEA) y doctor © en Derecho por la Universidad de Castilla La Mancha. Investigador en la Facultad de Derecho de la Universidad Finis Terrae. jinunez@uc.cl -jinunez@uft.cl


Resumen

Este trabajo revisa los perfiles de los prototipos constitucionales derivados de la Revolución francesa y de la independencia de los Estados Unidos de Norteamérica, con el objetivo de identificar sus matrices y orientaciones. Propone que uno aspira a ser una regla de la vida política, mientras que el otro es más ambicioso y pretende erigirse como plan para la vida política.

Palabras clave: constitucionalismo; modelos constitucionales; constitucionalismo revolucionario

Abstract

This paper reviews the profiles of constitutional prototypes derived from the French revolution and the independence of the United States, with the aim of identifying their matrix and guidance. One aspires to be a rule of political life, while the other is more ambitious and aims to be a plan for political life.

Keywords: constitutionalism; constitutional models; revolutionary constitutionalism

PUNTO DE PARTIDA: ¿REGLA O ESTRATÉGIA?

El rótulo del Reto y la Respuesta con que el historiador británico Arnold Toynbee sintetizó su teoría sobre el origen y evolución de las civilizaciones ofrece una interesante perspectiva para aproximarse al Constitucionalismo como fenómeno histórico-político, surgido y desarrollado de manera prácticamente simultánea en los Estados Unidos de Norteamérica y en Francia pero que adquirió cauces e improntas diversas en ambos lados del Atlántico. Se trata de dos revoluciones que al enfrentar contextos diferentes terminaron por erigir instituciones que fueron la cuna de tradiciones jurídicas bastante disímiles.

Esa misma diferencia puede medirse en la distancia existente entre las inspiraciones ideológicas predominantes en aquellas revoluciones: más democrática la francesa, más liberal la americana, aunque las dos fueron alimentadas por el iusnaturalismo racionalista (Ruiz, 2009).

Consecuencia de lo anterior es que ambos procesos nos ofrecen dos modelos -o si se quiere, conceptos- diversos de Constitución, que si bien no son irreconciliables (el neoconstitucionalismo es prueba de su potencial fusión), ponen de relieve dos finalidades políticas susceptibles de ser asignadas a las cartas fundamentales. Cuestión de relevancia no menor en contextos de reflexión en torno a cambios constitucionales -como el denominado "Proceso Constituyente" que actualmente se desarrolla en Chile-, pues la opción por uno u otro esquema, incluso la combinación de sus componentes, genera importantes consecuencias.

Una alternativa consistió en instalar a la Constitución como Regla de Juego, esto es, una norma lógicamente superior a toda otra emanada de los poderes constituidos y a la que debe subordinarse la actividad de estos, pero que confiere un importante margen de acción a los órganos de Estado a efectos de que adopten los cursos de acción que estimen pertinentes, siempre y cuando no excedan sus competencias. La otra, en diseñarla como Estrategia de Juego, es decir, como elemento verte-brador de la organización política, fundante pero no jurídicamente superior y en la cual su virtualidad no depende de una jerarquía normativa sino de la superioridad de los objetivos axiológicos predefinidos y a los cuales deben subordinarse y orientarse los poderes estatales. El primer modelo corresponde al concepto originario de la Constitución de los Estado Unidos de Norteamérica, mientras que el segundo se plasmó en las constituciones francesas prenapoleónicas.

La frontera entre una y otra opción viene dada por la presencia/ausencia de dos factores: el contenido axiológico y la garantía constitucional. Ambos modelos -como se apreciará a continuación- obedecieron a sistemas escritos, autoproclamados como supremos y rígidos. Pero serán los binomios neutralidad axiológica/garantía versus militancia axiológica/ausencia de garantía los que marcarán las diferencias ya anotadas. Alternativas que, vinculadas de esa forma, nos permitirán -aunque tangencialmente- plantear además algunas ideas en torno al nexo supremacía y rigidez constitucional.

Lo anterior puede sintetizarse en el siguiente esquema:

ESTADOS UNIDOS DE NORTEAMÉRICA Y LAS REGLAS DEL JUEGO

La independencia de Estados Unidos y el establecimiento de su régimen constitucional y jurídico autónomo tiene un doble carácter: fundacional, en tanto instituye una nueva entidad jurídico-política, y de restauración, pues tiende al restablecimiento de derechos reconocidos por el Derecho de la metrópoli, pero que habían sido conculcados por el Parlamento.

Precisamente, el propósito de la generación de un orden político propio tenía como finalidad la protección de esos derechos, y para la generación de tal institucionalidad se empleó al Derecho. Sobre el particular Luis Prieto (2009) anota que el establecimiento del régimen constitucional de los Estados Unidos se asocia al proceso de independencia de la metrópoli y que este último viene motivado justamente en una protesta contra las leyes del Parlamento británico que pretende fundamentarse en los propios principios del Derecho inglés. La lucha no se sostenía contra un antiguo régimen. Las desigualdades que aquejaban a las colonias no eran internas, sino en contraste con los ingleses de la metrópoli. Por tanto, la nueva institucionalidad no venía a remover el orden imperante, sino, en cierta forma, a confirmarlo. No se luchaba por la emancipación de un régimen, sino solo contra un Parlamento que no respetaba los principios básicos del orden establecido. Por ello no se buscaba un legislador omnipotente y virtuoso que liderase las transformaciones libertarias, se pretendía, para resguardar la libertad, limitar al legislador.

Sin embargo, el uso del Derecho tuvo características dignas de ser destacadas. Para resguardar los derechos de eventuales conculcaciones por parte del legislador -y en general de cualquier poder- se los ubicó en una esfera jurídica que precede al Derecho que puede generar el legislador, como un patrimonio subjetivo autónomo del individuo que debía mantenerse inalterado y protegido. Por ello se los situó fuera del ámbito de competencia de la ley, en una posición de primacía por sobre aquella y por sobre todo poder constituido. En un principio como fundamento constitucional de los poderes del Estado y luego por la vía de enmiendas al texto originario de la Carta Fundamental.

Siguiendo a Roberto Blanco Valdés (1998), la Constitución de los Estados Unidos de 17 de septiembre de 1787 presenta dos características esenciales desde el punto de vista de su virtualidad política y jurídica, tales son: su esquema de separación de poderes y el diseño de un procedimiento específico de regeneración de normas constitucionales, destinado a garantizar lo que se ha dado en llamar rigidez constitucional. Ello trae como consecuencia lo que Luis Prieto (2009) designará como el modelo de las constituciones garantizadas, efecto que -como constataremos más adelante- surge como consecuencia de los dos primeros rasgos ya enunciados.

A diferencia de lo que ocurriera con algunas de las precedentes constituciones de algunos Estados de la federación (Blanco, 1998) -factor que da cuenta del arraigo de tal principio en la cultura institucional de aquella nación-, la Constitución Federal no contuvo disposición alguna que consagrase como principio institucional la separación de poderes. Con todo, de su lectura se desprende que irradia la totalidad de aquella Carta Política.

Este texto constitucional hace suya una versión particular de la separación de poderes que de una parte atribuye a entidades diversas las clásicas funciones estatales -legislativa, ejecutiva y jurisdiccional-, empero de otra establece una serie de excepciones o matizaciones de la regla absoluta de la distribución funcional. Surge así el denominado sistema de equilibrios y contrapesos o checks and balances.

Hamilton, Madison y Jay (2010) explican con claridad la matriz teórica de tal diseño en El Federalista n° 48:

Procuraré en seguida demostrar que a no ser que estos departamentos se hallen tan íntimamente relacionados y articulados que cada uno tenga injerencia constitucional en los otros, el grado de separación que la máxima exige como esencial en un gobierno libre no puede nunca mantenerse debidamente en la práctica. ... después de diferenciar en teoría las distintas clases de poderes, según que sean de naturaleza legislativa, ejecutiva o judicial, la próxima tarea, y la más difícil, consiste en establecer medidas prácticas para que cada uno pueda defenderse contra las extralimitaciones de los otros. ¿En qué debe consistir esa defensa? He ahí el gran problema al que es necesario darle solución. (p. 210)

El departamento legislativo tiene en nuestros gobiernos una superioridad que procede de otras circunstancias. Como sus poderes constitucionales son a la vez más extensos y menos susceptibles de limitarse con precisión, puede encubrir con tanta mayor facilidad, bajo medidas complicadas e indirectas, las usurpaciones que realiza a costa de los departamentos coordinados. A menudo es cuestión verdaderamente difícil en los cuerpos legislativos, el saber si los efectos de determinada medida se extenderán o no más allá de la esfera legislativa. En cambio, como el poder ejecutivo está circunscrito a un círculo más estrecho y es de naturaleza más sencilla, y como el judicial tiene su campo demarcado por linderos aún menos inciertos, los designios usurpadores de cualquiera de ambos departamentos se descubrirían enseguida y se malograrían. (p. 211)

Para respaldar esta tesis Hamilton et al. (2010) citan a Jefferson y sus impresiones acerca del funcionamiento de una separación absoluta de poderes en la Constitución del Estado de Virginia. Su discurso es categórico: "Todos los poderes del gobierno, el legislativo, el ejecutivo y el judicial, convergen en el cuerpo legislativo. La concentración de ellos en las mismas manos constituye precisamente la definición del gobierno despótico" (p. 212). Comprueba con ello Madison su tesis principal en la materia: el proyecto constitucional de la excolonia debe apostar por un sistema de controles recíprocos entre los diversos órganos a efectos de evitar el despotismo (Blanco, 1998).

Claramente, el peligro que se quiere evitar, con base en los fundamentos de filosofía política ya anotados por Madison -empíricamente acreditados en Virginia- y como resultado lógico de los antecedentes de la Declaración de Independencia, es la extralimitación del poder legislativo. Ello marca una nota distintiva del Constitucionalismo norteamericano, que enfatiza la paradoja de temer a un ejecutivo hereditario pero confía ciegamente en un legislativo capaz de idénticas usurpaciones o extralimitaciones de poder.

Tal paradoja tiene su origen lógico. Mientras el constitucionalismo europeo fue de índole transicional, pues -como veremos más adelante-siempre estuvo marcado por la necesidad de insertar en el nuevo orden la figura de la monarquía, la fundación republicana en Norteamérica tuvo como pilares a órganos estatales democráticamente legitimados y tributarios de la soberanía popular. No se trataba, pues, de hallar la respuesta a un problema institucional congénito en la biografía de una antigua nación, sino de precaver dificultades que habrían de generarse en un contexto diverso.

Nuevamente recurrimos a Blanco Valdés (1998), quien describe el estado de las cosas con envidiable precisión. La primordial barrera que debió enfrentar el constitucionalismo europeo -expresa el catedrático compostelano- fue la necesidad de convertir en titulares de órganos constitucionales a los antiguos monarcas absolutos. Mientras en el Viejo Continente el fin de la separación de poderes será repartir entre viejos y nuevos sujetos las actividades estatales -origen de los ejecutivos dualistas-, del otro lado del Atlántico se disfrutaba de un espacio que Tocqueville célebremente calificó como "el único país en donde se ha podido asistir a desarrollos naturales y tranquilos de una sociedad". Por eso, mientras que en Europa la separación de poderes figurará por mucho tiempo como una tensión orgánica entre un legislativo con legitimación democrática (en mayor o menor medida) y un ejecutivo hereditario, resabio de un proyecto político diverso, cuando no antagónico, al de la soberanía popular, en los Estados Unidos sus poderes democráticamente legitimados desde su nacimiento harán emerger una problemática que en Europa se apreciará mucho más tarde. Nos referimos a la tensión minoría-mayoría en el contexto de los Estados Constitucionales de Derecho.

Esta problemática se vaticina en El Federalista n° 51:

En una república no sólo es de gran importancia asegurar a la sociedad contra la opresión de sus gobernantes, sino proteger a una parte de la sociedad contra las injusticias de la otra parte. En las diferentes clases de ciudadanos existen por fuerza distintos intereses. Si una mayoría se une por obra de un interés común, los derechos de la minoría estarán en peligro. Sólo hay dos maneras de precaverse contra estos males; primero, creando en la comunidad una voluntad independiente de la mayoría, esto es, de la sociedad misma; segundo, incluyendo en la sociedad tantas categorías diferentes de ciudadanos que los proyectos injustos de la mayoría resulten no sólo muy probables sino irrealizables. (Hamilton et al., 2010, p. 222)

Más allá de la arquitectura institucional concreta que terminó vertebrando el modelo americano de separación de poderes y de que los Padres Fundadores depositaron su fe en las capacidades de anulación de las facciones políticas en la estructura federal, el modelo de pesos y contrapesos contenido en la primera Carta Fundamental del constitucionalismo moderno encarga una función protagónica al poder jurisdiccional, tanto en el control del resto de los poderes como en la salvaguarda de la propia Constitución.

Ello se aprecia con meridiana claridad en El Federalista n° 78, el cual reza:

La independencia completa de los tribunales de justicia es particularmente esencial en una Constitución limitada. Por Constitución limitada entiendo la que contiene ciertas prohibiciones expresas aplicables a la autoridad legislativa, como, por ejemplo, la de no dictar decretos que impongan penas e incapacidades sin previo juicio, leyes ex post facto y otras semejantes. Las limitaciones de esta índole solo pueden mantenerse en la práctica a través de los tribunales de justicia, cuyo deber ha de ser el declarar nulos todos los actos contrarios al sentido evidente de la Constitución. Sin esto, todas las reservas que se hagan con respecto a determinados derechos o privilegios serán letra muerta. (Hamilton et al., 2010, p. 331)

EL derecho de los tribunales a declarar nulos los actos de la legislatura, con fundamento en que son contrarios a la Constitución, ha suscitado ciertas dudas como resultado de la idea errónea de que la doctrina que lo sostiene implicaría la superioridad del poder judicial frente al legislativo. Se argumenta que la autoridad que puede declarar nulos los actos de la otra necesariamente será superior a aquella de quien proceden los actos nulificados. Como esta doctrina es de importancia en la totalidad de las constituciones americanas, no estará de más discutir brevemente las bases en que descansa. (Hamilton et al., 2010, p. 332)

No hay proposición que se apoye sobre principios más claros que la que afirma que todo acto de una autoridad delegada, contrario a los términos del mandato con arreglo al cual se ejerce, es nulo. Por lo tanto, ningún acto legislativo contrario a la Constitución puede ser válido. (Hamilton et al., 2010, p. 332)

La interpretación de las leyes es propia y peculiarmente de la incumbencia de los tribunales. Una Constitución es de hecho una ley fundamental y así debe ser considerada por los jueces ... Esta conclusión no supone de ningún modo la superioridad del poder judicial sobre el legislativo. Sólo significa que el poder del pueblo es superior a ambos y que donde la voluntad de la legislatura, declarada en sus leyes, se halla en oposición con la del pueblo, declarada en la Constitución, los jueces deberán gobernarse por la última de preferencia a las primeras. Deberán regular sus decisiones por las normas fundamentales antes que por las que no lo son. (Hamilton et al., 2010, p. 332)

Así entendidas las cosas, el poder del Estado deriva de los derechos y no a la inversa. Y a su vez, la Constitución proviene del pueblo. Lo cual permite fundamentar no solo la ordenación jerárquica del sistema de fuentes del derecho, otorgando primacía a la Constitución en cuanto norma que reconoce los derechos, sino también el sistema de checks and balances, como medio de resguardo de aquellos y la revisión judicial de las leyes. Doctrina que luego recogerá la Constitución Federal en su artículo VI sección 2 en la cláusula que proclama a la Constitución como supreme law of the land y que más tarde serviría de fundamento a la conocida sentencia Marbury versus Madison. Idea que en su momento destacó Tocqueville al enumerar al poder judicial -junto a la estructura federal y las instituciones municipales- como una de las tres cosas que mantiene la democracia en América. Este último se ha encargado, escribió, de corregir los extravíos de la democracia y de encauzar sin detener los movimientos de las mayorías (Nolla, 1989).

En síntesis y en palabras de Luis Prieto Sanchís (2007a), esta es la tradición originaria de los Estados Unidos de Norteamérica, cuya contribución básica se cifra en la idea de supremacía constitucional y en su consiguiente garantía jurisdiccional. Dado su carácter de "regla de juego", y por tanto de norma lógicamente superior a quienes participan en el juego, la Carta Fundamental se erige como jurídicamente superior a las demás normas. La idea del poder constituyente del pueblo se traduce aquí en la limitación del poder político y, particularmente, del que se considera más peligroso de aquellos: el legislativo, que encarna -ideal pero no necesariamente- la voluntad de la mayoría.

Otro factor relevante a efectos de nuestro análisis de la Constitución de los Estados Unidos de 17 de septiembre de 1787 -como anunciamos en páginas anteriores- consiste en la introducción de un mecanismo especial y exigente de modificación de la Carta Fundamental: la rigidez constitucional.

Con la noción "rigidez constitucional" nos referimos a la existencia de un mecanismo especial de modificación de las disposiciones vigentes de una Carta Fundamental, dispuesto por ella misma, que contiene previsiones que lo hacen orgánicamente diverso y procedimentalmente más complejo que la creación, modificación o derogación del Derecho subconstitucional.

La existencia de la rigidez constitucional permite la distinción orgánica entre el poder normativo constituido y el poder de reforma constitucional, o si se quiere, entre las funciones normativas ordinarias y la función constituyente, especialmente la derivada.

La rigidez constitucional no debe confundirse con la idea de supremacía constitucional. Siguiendo a De Otto y a Prieto Sanchís, la rigidez de la Constitución no es un elemento esencial de la supremacía de la misma. La especial posición de la Carta Fundamental en el interior del sistema de fuentes -particularmente su supralegalidad- dependerá de que el sistema exija que su reforma sea expresa (Prieto, 2009), esto es, que el mismo haga improcedente la derogación tácita de la Constitución en virtud de una norma inferior posterior e incompatible, sino que requiera al menos que tal enmienda a la Carta Fundamental se haga de forma explícita, reconociendo que obedece al ejercicio de una función diversa a la meramente legislativa (De Otto, 1987). La rigidez, por sí sola, tiene como único propósito directo la estabilidad de la norma o fuente formal. Establecer un sistema con diferentes intensidades de dificultad en la creación modificación o derogación de normas tiene como único efecto necesario revestir de mayores pretensiones de estabilidad a aquellas normas dotadas de los procesos generativos más gravosos. Esto se aprecia con claridad en el caso de aquellas leyes que sin dejar de serlo y sin necesariamente subordinarse unas a otras están sujetas a tramitaciones de diversa complejidad en su etapa de formación.

En palabras de Blanco Valdés (1998), Hamilton habría tenido claridad absoluta de que -al menos en el diseño institucional que proponía- lo distintivo de la superioridad formal de la Constitución como fuente formal del Derecho depende no de la dificultad para su reforma, sino de las solemnidades que dan cuenta expresamente de que se procede a modificar la Carta Fundamental. Así el autor del El Federalista habría manifestado:

Aunque confío en que los partidarios de la Constitución que ha sido propuesta no estarán nunca de acuerdo con sus adversarios en poner en duda el principio fundamental del gobierno republicano que admite el derecho del pueblo a modificar o abolir la Constitución establecida, en cualquier momento en que lo considere contradictorio con su felicidad, no debe inferirse de tal principio que los representantes del pueblo puedan violar justificadamente alguna de las previsiones de la Constitución, en cualquier momento en que una mayoría de sus electores de forma momentánea considerasen sus inclinaciones incompatibles con la Constitución existente . Hasta que el pueblo, por medio de una ley solemne y competente, haya anulado o cambiado la forma de gobierno establecida, estará vinculado a la misma, tanto colectivamente como desde el punto de vista individual; y ninguna presunción, ni incluso ningún conocimiento de los sentimientos del pueblo, puede justificar a sus representantes para apartarse de la Constitución antes de haberse aprobado tal ley. (Hamilton et al., 2010, p. 334)

La articulación de los factores supremacía / rigidez / garantía, según el modelo estadounidense, se aprecia con nitidez en la conocida sentencia Marbury versus Madison, en la que la supremacía constitucional resulta resguardada no por la rigidez de Constitución (que como ya dijimos tiene como propósito asegurar la estabilidad), sino por la existencia del control de constitucionalidad ejercido en este caso por el poder judicial. Así consta en los pasajes que se reproducen a continuación:

¿Con qué objeto se consignan tales límites por escrito, si esos límites pudieran en cualquier tiempo sobrepasarse por las personas a quienes se quiso restringir? La distinción entre gobiernos de poderes limitados y los poderes ilimitados, queda abolida si los límites no contienen a las personas a las cuales les han sido impuestos y si lo prohibido y lo permitido se equipara. Este es un razonamiento demasiado obvio para dejar lugar a dudas y lleva a la conclusión de que la Constitución controla cualquier acto legislativo que le sea repugnante; pues de no ser así, el Legislativo podría alterar la Constitución por medio de una ley común, expresa la mencionada sentencia de 1803.

Los siguientes párrafos de la sentencia son los más citados y conocidos, pues en ellos el juez Marshall plantea la base conceptual sobre la que se asienta a partir de entonces la revisión judicial de las leyes:

Entre estas alternativas no hay término medio. O bien la Constitución es una ley superior inmodificable por medios ordinarios, o bien queda al nivel de las demás leyes del Congreso y como tales, puede ser alterada según el Legislativo quiera alterarla. Si el primer extremo de la alternativa es la verdad, entonces un acto legislativo contrario a la Constitución, no es una ley; si el segundo extremo de la alternativa es el verdadero, entonces las constituciones escritas son intentos absurdos por parte del pueblo, para limitar un poder que por su propia naturaleza es ilimitable. Ciertamente que todos aquellos que han elaborado constituciones escritas las consideran como la ley fundamental y suprema de la nación y, en consecuencia, la teoría de todo gobierno de esa naturaleza, tiene que ser que una ley del Congreso que repugnara a la Constitución, debe considerarse inexistente.

Indudablemente, es de la competencia y del deber del Poder Judicial el declarar cuál es la ley . Si una ley se opone a la Constitución; si tanto la ley como la Constitución pueden aplicarse a determinado caso, en forma que el tribunal tiene que decidir ese caso, ya sea conforme a la ley y sin tomar en cuenta la Constitución, o conforme a la Constitución, haciendo a un lado la ley, el tribunal tiene que determinar cuál de estas reglas en conflicto rige el caso. Esta es la verdadera esencia del deber judicial. (Carbonell, 2006, p. 294)

En síntesis, a partir de lo expresado se puede confirmar -respecto de la primera formulación de la Constitución de los Estados Unidos de Norteamérica- la afirmación efectuada al comenzar este trabajo. Su modelo optó por instalar a la Constitución como Regla de Juego, esto es, una norma lógicamente superior a toda otra emanada de los poderes constituidos y a la que debe subordinarse la actividad de estos; cuestión que solo resultó efectiva a causa del control de la constitucio-nalidad de las leyes desarrollado -en este caso- por el Poder Judicial y que terminó por instalarse como la principal garantía de la supremacía constitucional.

FRANCIA Y LA ESTRATEGIA DE JUEGO

Sin que ello implique afirmar que la construcción del Estado en la autodenominada "Norteamérica" fuere simple y exenta de tensiones internas, el proceso de instalación de la República francesa posrevolucionaria experimentó un intrincado desarrollo que -entre otras cosas-supuso la dictación de tres cartas políticas hasta antes de la irrupción de la dictadura napoleónica mediante el golpe de Estado de 1799. Con todo, la propia Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 y las cartas fundamentales de 1791, 1793 y 1795 forjaron, al menos en sus caracteres esenciales, el Constitucionalismo galo. Por ello, a continuación emplearemos tales acontecimientos para delinear un perfil de la Constitución en el constitucionalismo francés.

Hubo en Francia, incluso después de la revolución social, y antes de la revolución institucional y jurídica, dos notorias fuerzas en permanente oposición: una favorable a la libertad y otra amiga y defensora del despotismo monárquico. Aquel fue -recurriendo a una gráfica metáfora de Blanco Valdés (1998)- el telón de fondo de la revolución (social, jurídica y política). Los revolucionarios franceses, a diferencia de los estadounidenses, debieron forjar el Estado Liberal y sentar las bases para el desarrollo de la sociedad burguesa encima de los restos del antiguo régimen que gozaron de una notable capacidad de resistencia ante los embates republicanos y que solo pudieron ser paulatinamente neutralizados mediante la celebración de un compromiso inicial -posteriormente fracasado- con el ícono máximo del sistema que se pretendía sustituir: la monarquía absoluta, que en virtud de este pacto devino transitoria, brevemente y muy a su pesar en monarquía constitucional.

La Constitución de 3 de septiembre de 1791, en consonancia con el famoso artículo 16 de la Declaración de Derechos de Hombre y del Ciudadano (en adelante, la Declaración), configuró una división de poderes diversa al modelo diseñado por la Carta de Filadelfia. En la mayoría de las cuestiones de relevancia la asamblea constituyente francesa confió en el poder legislativo restando atribuciones al Ejecutivo que permaneció domiciliado en el monarca, que no por eso dejó de ser considerado el principal enemigo de la revolución (Blanco, 1998).

Con todo, la primera Constitución francesa, fiel al principio de la soberanía popular consignado en el artículo 3° de la Declaración, estipuló en su artículo 2° del título III la tesis de la soberanía nacional, al afirmar que "La Nación, de la que exclusivamente emanan todos los poderes, no puede ejercerlos más que por delegación. La Constitución francesa es representativa: los representantes son el cuerpo legislativo y el Rey". Queda así sentada la tesis que diferencia entre Poder Constituyente, que reside en la nación, y poderes constituidos, cuyo ejercicio es delegado por aquella en los órganos representativos.

Constatado aquel endémico principio del Constitucionalismo, la Carta de 1791 optó por un régimen de separación de poderes distinto al de los Estados Unidos de Norteamérica. Se optó -empleando palabras de Michel Troper- por una balanza de poderes desequilibrada a favor del Parlamento (Blanco, 1998). Aquello se evidencia en perímetro de poder delimitado por cuatro instituciones o modelos elementales: un Parlamento unicameral, el derecho de veto real con efectos suspensivos, la existencia de responsabilidad de los ministros nombrados por el Rey y el principio de permanencia del Parlamento. Revisaremos someramente a continuación el significado de cada uno de ellos.

Fue en la sesión de 10 de septiembre de 1780 donde se optó por un Parlamento unicameral, en una decisión casi aplastante: 490 diputados a favor, 89 en contra (y 122 votos perdidos). La explicación de este triunfo arrollador puede encontrarse en que justamente durante aquella oportunidad fueron los convencionales monárquicos los principales promotores de la figura. Albergaban en aquella alternativa la posibilidad de restar algo de poder al Parlamento y disminuir la remota diferencia de potestades entre este último y el Rey.

La propuesta del veto, por su parte, fue otro intento de los convencionales monárquicos de frenar los bríos revolucionarios en la construcción del nuevo representante de la voluntad soberana. La discusión se planteó en términos jurídico-políticos: no se pensó, o al menos no se manifestó así, en el veto real únicamente como una modalidad de participación de la monarquía en el ejercicio de la función normativa del Estado (o en realidad como una manera de conservar algo de ella), sino como un mecanismo que contribuyese a mantener la separación de poderes ubicando al Rey como un contrapeso ante eventuales violaciones a la Constitución por parte del Parlamento, que podría usurpar funciones o atribuciones que la Carta Política no le confería (Blanco, 1998). Emerge en este punto -para bien o mal- el que en verdad se consideró núcleo del constitucionalismo francés consignado en el artículo 16 de la Declaración, que terminó por preterir la garantía normativa iusfundamental de los derechos: la separación de poderes.

Esta perspectiva es propia de la ideología del Constitucionalismo continental y tiene como base la idea de que solo los atentados a la separación de poderes son violaciones de la Constitución. Por lo tanto, mientras los dos principales poderes del Estado, Rey y Parlamento, se mantengan fieles a sus competencias constitucionalmente atribuidas no existirá afectación alguna de la Carta Fundamental (Blanco, 1998). La garantía de la separación de poderes se confía al veto, y la de los derechos al Parlamento, pues tal como lo explica Luis Prieto, en el racionalismo del siglo XVIII algunos, influenciados por el pensamiento de Rousseau1, creyeron que la justicia del Derecho dependía no tanto del respeto a algunos principios inmutables y sustantivos, no tanto de la limitación al poder soberano desde una instancia externa, sino de las cualidades internas del propio legislador. No era, en definitiva, el carácter absoluto e ilimitado del poder lo que lo convertía en peligroso, sino su ejercicio por un sujeto malicioso o incompetente. Al respecto cabe destacar que el preámbulo de la Declaración habla de principios "sencillos e incontestables" que deben orientar los actos de los poderes públicos, en definitiva, principios evidentes. Y se inicia, justamente, afirmando que "la ignorancia, la negligencia, o el desprecio de los Derechos Humanos son las causa de calamidades públicas y la corrupción de los gobiernos". En abono de lo anterior, el ya citado catedrático español trae a colación el artículo cuarto de la Declaración en cuanto señala que los límites a los derechos son los propios derechos, pero que es la ley la que determina cuáles son los derechos2. Lo cual se ve ratificado por la afirmación de Fioravanti (2007) en orden a que para el pensamiento francés de la época el legislador no puede lesionar los derechos individuales porque este es necesariamente justo.

Sin perjuicio de que el debate en torno a veto fue tan extenso como arduo -Sieyes, por ejemplo, se negaba tajantemente a él, afirmando que en realidad el único potencial infractor de la Constitución sería el monarca (Blanco, 1998)- y tuvo como resultado el triunfo de la existencia de un veto suspensivo, pues se consideró incompatible con los ideales de la Revolución cualquier limitación absoluta a la voluntad popular, su sola ocurrencia y la propia consagración del veto en tales términos sirve para poner de manifiesto uno de los rasgos congénitos del Constitucionalismo galo: su confianza en la soberanía popular como garante de los derechos, tesis que reformulada en términos de Teoría del Derecho y pese a su origen -el iusnaturalismo racionalista-paradójicamente luego será el principal pilar del positivismo jurídico.

El aparente triunfo que para los monarquistas constituyó el reconocimiento del veto suspensivo resultó compensado con los dos últimos elementos cuyo análisis ofrecimos más arriba. La Constitución de 1791 estableció, a continuación de la facultad real de nombrar a los ministros, la responsabilidad penal de estos. Por último, en consonancia con la idea revolucionaria de que la existencia de la Asamblea o Parlamento es la mejor garantía para la vigencia de la Constitución (y de los derechos) se consignó el principio de permanencia del Parlamento, esto es, que el cuerpo legislativo no puede ser disuelto por el Rey.

Con ello el representante de la soberanía popular no solo aseguraba su independencia orgánica respecto del ejecutivo, sino que se instalaba definitivamente como el guardián de la separación de poderes, o de lo que para el pensamiento de la época era lo mismo, en el defensor de la Constitución.

La Constitución de 1791 tuvo una vigencia breve. Las fuerzas en oposición en el interior de la Revolución y las jornadas insurreccionales de agosto de 1792 pusieron término a la monarquía constitucional, abolieron la monarquía y dieron comienzo a la que se denominó Primera República francesa. Tan radical fue la intención de quebrar con la historia, que se creó un nuevo calendario, en el que 1792 sería el año 1. El 21 de enero del año 2 (1793), el nuevo Parlamento, denominado Convención, elegido mediante votación popular, condenó al Rey a muerte por una pequeña mayoría, acusándolo de conspiración contra la libertad pública y la seguridad general del Estado.

Este nuevo proceso constituyente originario estuvo marcado por cuatro características distintivas: la abolición de la monarquía, la consolidación del poder del legislativo, la responsabilidad del ejecutivo y la ausencia de controles heterónomos para la labor del Parlamento.

La desaparición del Rey en el panorama histórico de la Revolución se tradujo en una extensión irrefrenable de la Asamblea Nacional (de la Convención)(Blanco, 1998). A consecuencia de ello, la Constitución de 1793 aparece inequívocamente permeada por una separación de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, sin que en principio se establecieran interferencias de ninguna clase tendientes a derogar parcialmente la especialización de funciones. El legislativo no interviene en la labor ejecutiva, ni el ejecutivo interfiere de ninguna manera en la actividad del legislador, pues se suprime la institución del veto suspensivo atribuido al rey en 1791. Lo anterior, junto a la pervivencia del principio de permanencia del Parlamento, garantiza la hegemonía de la asamblea sobre los otros poderes (Blanco, 1998).

Con todo, la separación de poderes resultará atemperada por la previsión de los convencionales en torno a la posibilidad de que la asamblea elija en conjunto con el pueblo al Consejo Ejecutivo y que pueda perseguir la responsabilidad del ejecutivo (Blanco, 1998).

Por último, la asamblea se erigió con absoluta inmunidad a toda clase de control externo eficaz y directo. Aunque la Constitución del año segundo contempló un germen de ámbito competencial material del legislador (Blanco, 1998), la ausencia de un control heterónomo directo del mismo lo tornó en insuficiente y meramente retórico. Las únicas instancias de control del Parlamento estuvieron radicadas en una breve periodicidad del mandato de los asambleístas -un año- y la inclusión de un referendo ciudadano a efectuarse en el plazo de 40 días, contados desde la proposición de una nueva ley. Con todo, este procedía únicamente respecto de las materias propias de ley, no de la potestad decretal, que también residía en el Parlamento, en condiciones de que aquel mismo resultaba soberano para establecer qué norma correspondía a cada fuente del derecho, acotando, consiguientemente, la facultad de revocación popular (Blanco, 1998).

En síntesis, la Constitución del año segundo alzó hasta su máxima expresión la lógica institucional esbozada por la Carta de 1791: la supremacía del Parlamento, que en aquella pretérita organización resultó matizada por la necesidad de coexistir con el monarca, concretada -aunque tímidamente- en el veto suspensivo.

El 17 de agosto de 1795 (año III), la Convención aprobó una nueva Constitución, que fue ratificada popularmente el 26 de septiembre en un plebiscito. La principal novedad de este nuevo texto fue la atribución del poder ejecutivo a un Directorio integrado por 5 miembros y el reconocimiento de la función legislativa a una asamblea que -ahora- sería bicameral. Este nuevo proyecto institucional no buscará limitar los poderes en una instancia externa al legislador, sino que optará por un equilibrio con base endogámica: la existencia de un Consejo de Ancianos y del Consejo de los Quinientos, ambos ramas del Parlamento. Este proyecto político se apartó así del -hasta ahora- tradicional unicameralismo revolucionario pero sin traicionar en lo más mínimo el ideal de la soberanía popular y sin ceder ante la tentación de instaurar modelos de control heterónomos (como el Jurado Nacional). La división entre ambas ramas del Parlamento no tuvo base social ni estamental, solamente etaria. El Consejo de los Quinientos, integrado por los miembros más jóvenes, tenía la misión de proponer las normas que le parecieren útiles, era -según Blanco Valdés- la "Imaginación de la República", mientras que el Consejo de Ancianos era el domicilio de la razón y la experiencia. Su misión consistiría en discriminar entre las leyes que se debían admitir y sin tener facultades de proponer nuevas normas (Blanco, 1998). Lo interesante es que la facultad de veto del Consejo de Ancianos constituía una especie de control procedimental o formal de la constitucionalidad de los actos de la Cámara de los Quinientos, pues podían anular las decisiones adoptadas por aquellos sin tomar en cuenta las formas prescritas por la Constitución (Blanco, 1998).

Además de la faz institucional del constitucionalismo revolucionario francés, cada una de las tres primeras constituciones tuvo de compañera a una Declaración de Derechos que habría de operar -en principio- como límite material a los poderes estatales. Para el Constitucionalismo, la principal novedad de las cartas políticas francesas, más allá de los intrincados mecanismos de articulación de la soberanía popular con los resabios de la monarquía, está dado por lo que podríamos llamar el constitucionalismo axiológico, esto es, un régimen político no solo basado en los derechos -como ocurrió al otro lado del Atlántico-sino de uno que declamaba con grandilocuencia derechos en sus cartas políticas. Por ejemplo, ya en la Declaración de 1789 se contemplaban: el derecho a la seguridad individual, el derecho a la presunción de inocencia, el principio de irretroactividad de la ley penal y la libertad de expresión, entre otros. En el título primero de la Carta de 1791 se consignaban derechos tales como la igualdad ante los cargos públicos, la igual repartición de los tributos y la libertad personal. Algunos de estos derechos se repitieron y otros se sumaron en las declaraciones y cartas de 1793 y 1795. Empero, la idea de límites a la actividad legislativa no fue entendida durante este período como una demarcación jurídica sino como una Carta de Navegación Política: un conjunto de objetivos sociales de la más alta importancia que habrían de ser perseguidos por el depositario de la voluntad soberana, el legislador.

La declaración de 1789 (que nutrió doctrinariamente a la Constitución de 1791) disponía que los actos del Poder Legislativo y del Poder Ejecutivo debían ser en todo momento comparados con el fin de toda institución política. La Carta de 1793, por su parte, hallaba su justificación en que todos los ciudadanos pudieran comparar en todo momento los actos del Gobierno con el fin de toda institución social, y en que ellos no se dejen jamás oprimir o envilecer por la tiranía, con la finalidad de que el pueblo tenga siempre ante sus ojos las bases de su libertad y felicidad. En la misma línea aparece la Declaración de Derechos y Deberes que encabeza la Constitución del año III, que expresa rotundamente que ella contiene las obligaciones de los legisladores (Blanco, 1998). En los tres casos -además- se contemplaron disposiciones encaminadas (aunque no alcanzaren jamás en la práctica tal objetivo) a mantener dentro de cierto margen la actividad del legislador. Este es el soporte principal de la Constitución entendida como estrategia de juego: una norma políticamente (no jurídicamente) superior que funciona como hoja de ruta para la actuación de los poderes públicos.

Lo cierto, entonces, es que las constituciones del período revolucionario se limitaron a depositar en el pueblo la defensa final del ordenamiento constitucional (Blanco, 1998). Alternativa que resultará evidente al apreciar la devaluación intencionada que desde un comienzo tuvo el Poder Judicial en materia de competencias constitucionales. Indicio de ello es el Référé Legislativo (que pervivió hasta 1837), empero incontestable demostración de aquello es el precepto consagrado en similares términos en las cartas de 1791, 1793 y 1795 que prohibía a los tribunales tomar parte directa o indirecta en el ejercicio del poder legislativo, ni impedir, ni suspender la ejecución de las leyes, bajo pena de prevaricación (Blanco, 1998). El poder judicial, entonces, prontamente fue perfilado como un mero aplicador de la ley y se intentó reducir al mínimo posible la eventualidad de que alterase el contenido de esta. Este hecho da cuenta de una nota distintiva de la teoría de separación de poderes revolucionaria de raíz francesa: la absoluta ausencia de controles hete-rónomos de Derecho activos o pasivos sobre la labor legislativa, y en particular sobre las leyes vigentes.

En fin, desde la Declaración de 1789 el constitucionalismo francés construyó un sistema político caracterizado -aunque no deliberadamente-por lo que Alfonso Ruiz Miguel (2009) denomina una "desconstitu-cionalización de los derechos fundamentales", pues la ya mencionada remisión al legislador para el desarrollo -dotación de contenido- y limitación de los Derechos enunciados en la Declaración, y en las sucesivas cartas, sumado al concepto de ley en sentido rousseauniano, como expresión de la voluntad general, definición que se acopla con la doctrina de la soberanía nacional, portan el germen de apoderamiento por parte del Parlamento en la interpretación última y desarrollo decisivo de los derechos constitucionalmente reconocidos.

Este diseño termina por vertebrar una ideología constitucional legalista, que hacía imposible el carácter normativo de la Carta Fundamental en un contexto de supremacía de la ley. La Constitución del modelo revolucionario francés erige y/o legitima el poder político, atribuyendo competencias diferenciadas pero desniveladas entre los clásicos entes estatales y privilegia al depositario de la voluntad soberana, superponiendo sus atribuciones a los otros tradicionales miembros del poder tripartito, convirtiéndolos en meros ejecutores subordinados al nuevo monarca: el pueblo.

Con todo, pareciera ser que la distinción entre poder constituyente y poderes constituidos, y -por lo tanto- la imposibilidad de reformar sin mayores solemnidades la Constitución, fue un tema rescatado por los artífices de la Revolución. Es más, en las normas sobre reforma de la Constitución contenidas en las cartas de 1791, 1793 y 1795 se aprecia con nitidez la pretensión de estabilidad que se persigue con la Rigidez Constitucional. El título séptimo de la Constitución de 1791, los artículos 115 a 117 de la de 1793 y el título décimotercero de la de 1795 son una clara muestra de que -también en el constitucionalismo francés- la idea de rigidez constitucional se resume en la necesidad de procedimientos expresos para proceder a una reforma de la Carta Fundamental (y no guarda relación directa con la supremacía jurídica de la Constitución).

En síntesis, a partir de lo expresado se puede confirmar -respecto del constitucionalismo francés prenapoleónico- la afirmación hecha al comenzar este trabajo. Su modelo optó por instalar a la Constitución como Estrategia de Juego, esto es, una norma respecto de la cual resulta imposible predicar una supremacía jurídica respecto de las otras fuentes formales del derecho, pero que en términos políticos delineaba los objetivos que debían ser perseguidos por los poderes públicos con base en el contenido axiológico inserto en sus cartas políticas. En este diseño, factores preponderantes son el binomio militancia axiológica/ inexistencia de garantía jurisdiccional de la supremacía constitucional.

REFLEXIONES FINALES

Luego de lo escrito es posible atribuir algún grado de precisión a lo afirmado en las primeras páginas de este trabajo. Esto es, que el proceso constituyente originario de Estados Unidos de Norteamérica y sus equivalentes franceses prenapoleónicos nos ofrecen dos modelos -o si se quiere, conceptos- diversos de Constitución, que ponen de relieve dos finalidades políticas susceptibles de ser asignadas a las cartas fundamentales.

Una alternativa consistió en instalar a la Constitución como Regla de Juego, esto es, una norma lógicamente superior a toda otra emanada de los poderes constituidos y a la que debe subordinarse la actividad de estos, pero que confiere un importante margen de acción a los órganos de Estado a efectos de que adopten los cursos de acción que estimen pertinentes, siempre y cuando no excedan sus competencias. La otra, en diseñarla como Estrategia de Juego, es decir, como elemento vertebrador de la organización política, fundante pero no jurídicamente superior y en la cual la su virtualidad no depende de una jerarquía normativa sino de la superioridad de los objetivos axiológicos predefinidos y a los cuales deben subordinarse y orientarse los poderes estatales. El primer modelo corresponde al concepto originario de la Constitución de los Estado Unidos de Norteamérica, mientras que el segundo se plasmó en las constituciones francesas prenapoleónicas.

En tal sentido, a partir de lo analizado se puede confirmar respecto de la primera formulación de la Constitución de los Estados Unidos de Norteamérica que su modelo optó por instalar a la Constitución como Regla de Juego, esto es, una norma lógicamente superior a toda otra emanada de los poderes constituidos y a la que debe subordinarse la actividad de estos; cuestión que solo resultó efectiva a causa del control de la constitucionalidad de las leyes desarrollado -en este caso-por el Poder Judicial y que terminó por instalarse como la principal garantía de la supremacía constitucional.

Por su parte, respecto del constitucionalismo francés prenapoleónico se puede concluir que su modelo optó por erigir a la Constitución como Estrategia de Juego, esto es, una norma respecto de la cual resulta imposible predicar una supremacía jurídica respecto de las otras fuentes formales del derecho, pero que en términos políticos delineaba los objetivos que debían ser perseguidos por los poderes públicos con base en el contenido axiológico inserto en sus cartas políticas. En este diseño, factores preponderantes son el binomio militancia axiológica/ inexistencia de garantía jurisdiccional de la supremacía constitucional.

También, a partir de ambos casos se constata que la institución de la rigidez constitucional no tiene una conexión necesaria con la supremacía constitucional, pues se trata -como se ha dicho- de una figura destinada a asegurar la estabilidad de la Carta Fundamental (no su rango normativo) y que estuvo presente en ambos conceptos o modelos de Constitución analizados.

Finalmente, en una época en la que ambas tradiciones constitucionales han tendido a mezclarse -mediante la configuración de cartas fundamentales axiológicas y garantizadas- no resulta baladí pensar en las perspectivas de ese modelo, que vendría a ser una especie de estrategia reforzada de juego.

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3* El autor agradece la colaboración de la colega Betzabé Araya Peschke. Sin su ayuda no habría sido posible la preparación de esta versión de este trabajo. Los errores, formales o de fondo, que este texto presente son de exclusiva responsabilidad de quien lo suscribe. Algunas de las ideas presentes en este trabajo ya las hemos mencionado (con menor desarrollo) en nuestro trabajo "Vigencia del Dogma de la Irresponsabilidad del Estado Legislador", publicado en 2011 por la revista Estudios Constitucionales. En aquella oportunidad nuestro objeto de estudio era otro: la Responsabilidad Patrimonial del Estado Legislador.

1 En El Contrato Social se lee: "Es contrario a la naturaleza del cuerpo político que el soberano se imponga una ley que no puede infringir ... no hay ni puede haber ninguna especia de ley fundamental obligatoria para el conjunto del pueblo, ni siquiera el contrato social".

2 El mencionado artículo reza: "La libertad política consiste en poder hacer todo aquello que no cause perjuicio a los demás. El ejercicio de los derechos naturales de cada hombre, no tiene otros límites que los necesarios para garantizar a cualquier otro hombre el libre ejercicio de los mismos derechos; y estos límites sólo pueden ser determinados por la ley".

Recibido: 16 de Noviembre de 2015; Aprobado: 02 de Mayo de 2016

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