INTRODUCCIÓN
Los ecos de las revoluciones rusa y mexicana también resonaron en Colombia, pero tuvieron distintas respuestas jurídicas y tal vez de los modos menos sospechados. En efecto, la hegemonía conservadora, que gobernó desde las tres ramas del poder público entre 1914 y 1930, reprimió las protestas sociales, las movilizaciones de obreros, así como las manifestaciones políticas de los nacientes grupos socialistas, anarquistas y anarcosindicalistas, que en distintos grados, recibían los influjos revolucionarios. Una de las herramientas jurídicas que pretendía frenar el “avance revolucionario” fue el decreto 707 de 1927, o de Alta Policía, que menoscababa severamente las libertades y garantías ciudadanas. La Corte Suprema de Justicia conformada por una abrumadora mayoría de magistrados de origen conservador declaró exequible casi todo el decreto en su fallo del 13 de noviembre de 1928.
Así las cosas, mientras ocurría la Revolución Bolchevique en Rusia y los mexicanos vivían su propia revolución1, bajo la cual aprobaban la célebre Constitución de Querétaro de 1917, primera en el mundo en reconocer los derechos sociales2, el panorama colombiano era diametralmente distinto: empezaban a tomar fuerza los movimientos de obreros en busca de reivindicaciones sociales, principalmente de carácter laboral, y obtenían como respuesta la represión severa de los gobiernos conservadores. Por su parte, el constitucionalismo social, así como los primeros intentos de darle trámite jurídico y político a la “cuestión social” tendrían que esperar hasta la reforma constitucional de 1936, impulsada por el gobierno liberal de la Revolución en Marcha de Alfonso López Pumarejo.3
El último gobierno de la hegemonía conservadora lo presidió Miguel Abadía Méndez (1926-1930) y enfrentó el período más agudo de tensiones sociales y políticas. Hacia 1926 el movimiento obrero lucía más organizado, se incrementaron las huelgas de trabajadores y cada vez más se estructuraban políticamente organizaciones socialistas: como el Partido Socialista Revolucionario, y los grupos de anarquistas y anarcosindicalistas4. A esto se sumaba la preocupación del gobierno de los Estados Unidos que denunciaba los peligros del avance de la Revolución Bolchevique en el mundo y en especial en América Latina, cuya cabeza de lanza se decía era México y su revolución.
Por ejemplo, el Secretario de Estado estadounidense Frank Billings Kellogg había manifestado sus preocupaciones sobre la influencia de México en la expansión de la Revolución Rusa en la región, como lo señaló en un informe al Comité de Relaciones Exteriores del Senado el 12 de enero de 19275, que luego fue difundido a la manera de circular en las oficinas diplomáticas norteamericanas en toda América Latina, y en el que presentaba evidencias de los vínculos mexicanos con los bolcheviques, así como de la propaganda comunista antiestadounidense: “(…) Los líderes bolcheviques (…) han tenido ideas definidas respecto al rol que México y América Latina juegan en su programa de revolución mundial. Ellos establecieron como una de sus tareas fundamentales la destrucción de lo que ellos nombraron Imperialismo Americano como un prerrequisito necesario para el desarrollo exitoso del movimiento revolucionario internacional en el Nuevo Mundo (…)”.6
Así que el presidente Abadía con la guía de su Ministro de Guerra Ignacio Rengifo consideró prioritario detener el “comunismo” que avanzaba de la mano del movimiento obrero y de otros sectores subalternos. Una de las políticas para la “defensa social” se materializó en el Decreto 707 de 1927 o de Alta Policía, que le confirió amplios poderes a la fuerza pública en detrimento de derechos y libertades ciudadanas.7
Ante el despliegue de esas herramientas legales para la represión, hubo voces de sectores subalternos que intentaron la defensa jurídica de sus derechos, como fue el caso de la “acción popular de inconstitucionalidad” en contra del decreto de Alta Policía que presentó un abogado que militaba en la Liga de Inquilinos y el Partido Socialista. No obstante, el Ejecutivo contaría con un gran aliado en sus propósitos de impedir “la revolución”: la Corte Suprema de Justicia. En efecto, el juicio de constitucionalidad al mencionado decreto le correspondió a una Corte integrada en su mayoría por magistrados de origen Conservador, a quienes los había elegido en 1924 un Congreso también mayoritariamente Conservador, de ternas integradas por el Presidente Pedro Nel Ospina, del mismo partido: cuatro de los doce magistrados que componían la Corte eran liberales.
Como se dijo, la Corte declaró exequible la gran mayoría de las medidas del decreto de Alta Policía, Como se verá en este trabajo, el fallo de 1928 puso en evidencia una vez más que el tribunal actuaba como una institución del régimen conservador. Así, la Corte respondió con un Derecho “desde arriba” a una acción pública de inconstitucionalidad formulada “desde abajo”.
En suma, este artículo busca hacer memoria del juicio de constitucionalidad al decreto 707 de 1927, que se dictó en uno de los picos más altos de la represión del último gobierno de la hegemonía conservadora8. Así, pone en evidencia el respaldo del tribunal a las medidas del Ejecutivo que intentaban contener la protesta social y al movimiento obrero. El estudio de este fallo sirve, además, para apreciar los mencionados “usos del Derecho” tanto del régimen conservador como de sectores subalternos.
La estructura del trabajo es la siguiente: primero ofrece un breve panorama de las tensiones sociales y políticas bajo la hegemonía conservadora, que fueron percibidas como desafíos a la tranquilidad social y la paz pública que por tanto exigían emplear medidas severas. Después se centra en el fallo de la Corte Suprema de Justicia del 13 de noviembre de 1928, que respaldó la constitucionalidad de uno de esos instrumentos represivos: el decreto 707 de 1927, y da cuenta de algunas reacciones a la sentencia. Al cierre se ofrecen unas consideraciones finales.
LA HEGEMONÍA CONSERVADORA Y LA “CUESTIÓN SOCIAL”
El Partido Conservador dominó a sus anchas los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial entre 1914 y 1930. Durante ese período el opositor partido Liberal fue una exigua minoría tanto a nivel nacional como sub nacional. Con la derrota de la Unión Republicana en 1914, los conservadores ganaron cuatro veces seguidas la Presidencia de la República, además fueron mayoría en el Congreso y con ello de paso aseguraron las mayorías en la Corte Suprema de Justicia y en el Consejo de Estado, pues los magistrados eran elegidos por el Congreso de ternas presentadas por el Ejecutivo. Además, con el diseño institucional que favorecía la intervención de la Corte y de los órganos colegiados de elección popular en la designación de jueces y magistrados el nivel sub nacional9, la rama judicial a lo largo y ancho del país era abrumadoramente conservadora: muy pocos jueces y magistrados eran liberales (Cajas, 2016).
La hegemonía conservadora enfrentó el enorme descontento social que producían las transformaciones económicas de un país camino a la industrialización y con una clase obrera creciente y cada vez más organizada. La condición de los trabajos era precaria, con bajos salarios, extensas jornadas laborales y modalidades de contratación indirecta que perjudicaban al trabajador. Los sucesivos gobiernos conservadores, en general, no abordaron esta problemática que exigía una mayor intervención social por parte del Estado sino que prefirieron darle un tratamiento de orden público: la “cuestión social” fue un asunto de subversión del orden establecido que debía contenerse por la fuerza (Archila, 1989).
Por su parte, el movimiento obrero colombiano se había empezado a gestar a finales del siglo diecinueve, pero serían las primeras dos décadas del siglo veinte las que determinarían su avance con la creación de las primeras organizaciones políticas, en el auge de la industrialización10. Las huelgas fueron constantes durante los gobiernos conservadores11. Por ejemplo, tan solo entre 1920 y 192312 se registrarían más de cincuenta huelgas, cifra que iría en aumento hasta el final de la hegemonía conservadora en 1930 (Archila 1989).
Pero los conflictos sociales no solo tenían una faceta doméstica. Como se dijo, había un contexto regional y mundial que desafiaba las tradiciones y el liberalismo político, y que se expresaba en la amenaza de la Revolución agrarista Mexicana, así como de la Revolución Bolchevique de 1917 que se expandía por el mundo. Una de las respuestas jurídicas a tales desafíos fue la ley 78 de 1919, que ordenaba investigar y expulsar del país a aquellos extranjeros que tomaren parte o fomentaren “asonadas o motines” con “pretexto” u “ocasión” de huelgas. De igual modo, prohibía el ingreso al país a los extranjeros con pasaporte sin visa colombiana, pues ese motivo los hacía “sospechosos de constituir peligro para el orden o la seguridad de la República”13.
Otra evidencia de la preocupación de la hegemonía conservadora por la influencia revolucionaria “foránea” era la ley 48 de 1920, que prohibía la entrada al país de los extranjeros “(…) que aconsejen, ensañen o proclamen el desconocimiento de las autoridades de la República o de sus leyes, o el desconocimiento de la fuerza y la violencia de su gobierno; a los anarquistas y a los comunistas que atenten contra el derecho de propiedad (…)”14. La ley, además, ordenaba la expulsión del territorio nacional de aquellos extranjeros que incurrieren en las mismas conductas señaladas15.
Como se dijo, el último gobierno de la hegemonía conservadora fue el del reconocido jurista y profesor de Derecho Constitucional, Miguel Abadía Méndez16. En lo que constituye otra evidencia del enorme poder acumulado por el partido Conservador, Abadía llegó a la presidencia con 370.494 votos frente a 431 de “otros candidatos” en una contienda electoral en la que no participó el Partido Liberal. Su cuatrienio enfrentó una aguda agitación laboral17 alimentada por el creciente sindicalismo que se levantaba en contra de las injustas condiciones laborales de la mayor parte de la población obrera colombiana18. Por ejemplo, el mismo año en el que Abadía iniciaba su mandato estalló una ola de huelgas por todo el país: en septiembre de 1926 se produjo la huelga del Ferrocarril del Pacífico, en la que intervinieron miles de trabajadores del suroccidente colombiano en ciudades como Cali, Buenaventura, Palmira y Popayán: el conflicto fue reprimido por la fuerza pública, pero al final el gobierno aceptó el pliego de los trabajadores, que incluía una jornada laboral de 8 horas, la remuneración dominical y el reconocimiento de 15 días de vacaciones19.
Luego, por la presión de los conflictos laborales se aprobó la ley 57 del 16 de noviembre de 1926, que estableció el descanso dominical remunerado para los trabajadores. Posteriormente, en 1927 estalló la huelga de los trabajadores de la Tropical Oil Company en Barrancabermeja, dirigida por el reconocido líder obrero Raúl Eduardo Mahecha y la Confederación Obrera Nacional, con la participación de los dirigentes socialistas Ignacio Torres Giraldo y María Cano. El gobierno pidió la intervención de la policía para disolver las protestas de los trabajadores y se produjo la muerte de dos de ellos. Abadía entonces recurrió al estado de sitio para enfrentar la movilización de los trabajadores luego de la reacción policial.
El gobierno de Abadía también movilizó el Derecho para detener de distintos modos el “comunismo internacional” y sus conexiones con las movilizaciones sociales locales, como se verá en detalle en el análisis del decreto 707 de 1927. Pero antes de abordar tal examen resulta de importancia mencionar otra de las herramientas jurídicas que sirvieron al mismo fin, como fue el caso del decreto No. 1954 del 3 de diciembre de 1927, por ejemplo, el decreto 1954 del 3 de diciembre de 1927, que creó una sección especializada de la Policía Nacional dedicada exclusivamente a mantener “relaciones con la Policía de los países que tengan tratados de extradición con Colombia, para dar y recibir información sobre los sindicados y reos prófugos, y procurar su captura; “canjear información con la “Policía extranjera respecto de los migrantes sospechosos”, así como llevar información tanto de los extranjeros que ingresaran al país como de sus “antecedentes y actividades”. La medida sin duda le apuntaba a mejorar la capacidad institucional para controlar a militantes y activistas socialistas, anarquistas y anarcosindicalistas que por entonces se movilizaban por el mundo, y establecían alianzas o participaban con movimientos y organizaciones locales. El decreto se expidió aprovechando la reciente coyuntura de la aprobación de las leyes 51 y 88 de 1925, relacionadas con la reorganización de la Policía Nacional20.
En suma, la hegemonía conservadora enfrentó de manera reactiva y represiva la “cuestión social”. El gobierno de Abadía, en particular, entendió las movilizaciones de los trabajadores y las huelgas como la expresión del avance comunista y de grupos interesados en perturbar el orden público. El juicio de constitucionalidad al decreto 707 de 1927 deja ver cómo esas percepciones influenciaron la imaginación jurídica de la Corte Suprema de Justicia.
LA CORTE SUPREMA DE JUSTICIA TAMBIÉN “REACCIONA” A LA PROTESTA SOCIAL
Para abordar el fallo sobre el célebre decreto de Alta Policía de la Corte Suprema de Justicia de 1928 resulta de importancia recordar brevemente el origen de esa corporación Conservadora. Como los períodos de los magistrados de la Corte eran de cinco años, con posibilidad de reelección, durante el último gobierno de la hegemonía conservadora (1926-1930) ejercieron dos Cortes: la que se posesionó en mayo de 1925 y la que lo hizo en mayo de 1930. Así, el presidente conservador Pedro Nel Ospina (1922-1926) propuso las ternas de los magistrados de la primera en agosto de 1924, y en la segunda le correspondió a Miguel Abadía Méndez en 1929. Ambas Cortes fueron elegidas por Congresos conservadores con una mínima participación del partido liberal21.
Así las cosas, los magistrados que tuvieron a cargo el juicio de constitucionalidad del decreto 707 de 1927 habían sido postulados por el gobierno de Ospina en 1924, cuando precisamente la conformación del tribunal estuvo salpicada por la confrontación partidista entre liberales y conservadores. Por ejemplo, el periódico El Tiempo elogió las ternas propuestas en representación liberal, pero criticó las conservadoras porque en su opinión los candidatos eran más políticos que juristas; incluso señaló que algunos de ellos provenían de las propias curules del Congreso de la República. En particular, comentó que el gobierno había ternado a dos “políticos apasionados”: Marceliano Pulido, que aspiraba a la reelección y de quien se decía que usaba su silla en la Corte para dirigir los hilos de la “política boyacense” con resultados “funestos” para la administración de justicia en ese Departamento, y Jesús Perilla, otro “cacique” político del mismo Departamento. También comentó que había más candidatos que eran “célebres en los fastos electorales”22. Ante tal panorama el periódico hizo un llamado a tomarse “en serio” la elección del tribunal23:
Aspiración eterna del patriotismo es ver al Poder Judicial- y de la Corte Suprema-, que es su culminación, dimana él en gran parte- colocado en una serena altura, a donde sólo lleguen el saber y la rectitud, lejos de las intrigas políticas y de los intereses privados. El gobierno nacional, si tuviera el valor de mirar a lo alto, desdeñando pasajeras ventajas y combinaciones sospechosas, podría realizar esa aspiración. Pero no quiso colocarse a tal altura, y ha incurrido en la tantas veces execrada falta de no proscribir la política partidista, de permitir que ella continúe ocupando posiciones en el primer tribunal del país.(…) El Poder Ejecutivo, contra el espíritu de la Constitución, ha dado cabida en las ternas a miembros del Congreso (…) El Gobierno está en la obligación de no dar jamás pretexto para que se crea que los juegos de la política entran para algo en la formación de estas ternas, que debieran ser como la mujer del César (...).
Más adelante, cuando el Congreso eligió a los magistrados el 23 de septiembre de 1924, El Tiempo parecía moderar su opinión: “La Corte Suprema para el nuevo período ha quedado constituida, muy bien constituida, digna del respeto y la confianza de la Nación”. Asimismo, destacó que el Congreso y el Ejecutivo al final se habían esforzado por escoger más perfiles de juristas que de políticos. Por supuesto, no ahorró elogios para los cuatro magistrados de la minoría liberal. De igual modo, señaló que “solo uno o dos personajes públicos” habían quedado en la Corte; y mostró su preocupación por un magistrado que había salido del propio Congreso y se caracterizaba por sus “apasionamientos políticos”. Cabe anotar que, salvo el mencionado magistrado conservador Pulido, que fue reemplazado por Jesús Perilla, todos los demás resultaron reelegidos24.
En cuanto al Decreto 707 del 26 de abril de 1927, “Por el cual se dictan reglamentos de Policía Nacional, sobre orden público, reuniones públicas y posesión de armas y municiones”25, como ya se ha dicho este hacía parte de las herramientas jurídicas que empleó el gobierno de Abadía Méndez para intentar frenar la “revolución”, bajo la batuta de su Ministro de Guerra, Ignacio Rengifo. El ministro se había encargado de encender las alarmas ante los “inminentes ataques del comunismo y la subversión del orden interno”. Con este argumento Rengifo también logró que el Congreso incrementara el pie de fuerza del Ejército y la Policía Nacional. En particular, las medidas del decreto de Alta Policía intentaban prevenir un gran levantamiento de trabajadores, que el ministro Rengifo decía que ocurriría el día 1º de mayo de 1927. Esto manifestó en vísperas de su expedición26:
El ministerio tiene abundante información de procedencia muy seria y honorable y de muy diversas fuentes sobre el propósito que hay en algunas regiones del país de provocar un movimiento contra el orden público. (…) tengo fundamentos para pensar que estas actividades no pertenecen en manera alguna a los bolcheviques solamente (…) Las noticias que ha recibido el ministerio es de que se trata de una revuelta provocada por determinados elementos obreros en connivencia con una fracción del liberalismo.
El decreto 707 hacía parte de las herramientas jurídicas para la llamada “defensa social”, entendida esta como la “necesaria” acción del Estado para reprimir a quienes pretendían atentar contra la “paz pública” y el “orden social”. Se trataba de un paquete de medidas pensado para detener la “temible alianza entre obreros y bolcheviques” que tanto preocupaba al último gobierno de la hegemonía conservadora.
El propio decreto de Alta Policía expresaba que la fuente de su legalidad eran las facultades que el Congreso le había conferido al Ejecutivo en la ley 51 de 1925, tanto para reorganizar el Ejército como la Policía. El decreto dotaba de gran poder a la fuerza pública con el propósito de “prevenir” los actos delictivos y hechos de turbación del orden público, es decir, facultades para reprimir la protesta social y la movilización obrera que “enmascaraban” los propósitos del “comunismo internacional”. Por ejemplo, autorizaba a la Policía a prohibir y disolver reuniones públicas, detener a quienes hicieran “excitaciones al desorden”; de igual modo, ante la simple sospecha de que se afectaría el orden público, se autorizaba a la Policía para interrogar a personas y si la respuesta no era satisfactoria, imponerles multas y hasta confinarlos luego de un juicio policivo. Además, permitía que la Policía usara la fuerza en caso de que los manifestantes se negaran a disolver reuniones públicas o emplearan la violencia contra las autoridades policiales. Incluso llegaba al punto de ordenar que cuando los jefes de Policía no tuviesen la fuerza suficiente para “conservar la paz pública” en los términos del decreto, “en caso de emergencia” podrían requerir el “auxilio o concurso de los ciudadanos capaces de llevar armas, y se organizará la defensa sin pérdida de tiempo”, y el que se negare “a prestarlos sin justa causa, será castigado con una multa de dos a veinte pesos”27.
Ahora bien, aun cuando la academia parece centrarse en el protagonismo de los sectores subalternos o de los movimientos sociales en el uso de mecanismos de defensa judicial de la Constitución bajo la Carta Política de 1991 y la Corte Constitucional, uno de los casos que obligaría a revisar ese papel un poco más atrás en el tiempo es la demanda ciudadana de inconstitucionalidad que se presentó en contra del decreto 707 de 1927. En efecto, la “acción popular” de inconstitucionalidad la formuló ante la Corte Suprema de Justicia el abogado Pablo Emilio Sabogal González, reconocido dirigente socialista, que militó en la Liga de Inquilinos28 y era conocido por prestar sus servicios jurídicos gratuitos29.
El abogado Sabogal le manifestó a la Corte que el gobierno había dictado un decreto inconstitucional30, pues contenía medidas que invadían las competencias legislativas del Congreso. Además, en su demanda señaló que el decreto contrariaba la Carta Política porque: (i) atribuía funciones de los jueces ordinarios a la Policía Nacional, (ii) pretermitía “las formalidades y procedimientos legales propios de cada juicio para juzgamiento y castigo de los juicios criminales”,(iii) permitía a la policía hacer detenciones y allanamientos, así como cerrar lugares de reunión, (iv) restringía la libertad de tránsito y de cambio de domicilio, estableciendo formalidades no establecidas en el Código Civil, y (v) se prohibía el comercio de armas y municiones, y con todo esto se desconocían “los derechos y garantías sociales que la Constitución consagra y deja a las personas residentes en Colombia a merced y voluntad de funcionarios de policía, las más de las veces ignorantes y arbitrarios”.31
Por su parte, el Procurador General de la Nación, que según la Constitución debía conceptuar sobre la constitucionalidad de las normas demandadas, un poco más de un año después de expedido el decreto, el 23 de junio de 1928 escuetamente le manifestó a la Corte que los cargos formulados por Sabogal carecían de fundamentos y por tanto le pidió al tribunal declarar exequible el decreto 707 de 1927.32
La Corte, que en su fallo del 13 de noviembre decidió declarar exequibles casi la totalidad de las medidas del decreto de alta policía, se dividió estrictamente en líneas partidistas: los ocho magistrados conservadores aprobaron la sentencia, mientras que todos los cuatro magistrados liberales salvaron su voto33. Para entonces el tribunal había sido reforzado con tres nuevas plazas de magistrados gracias a la creación de la Sala de Casación en lo Criminal. La Sala Plena estaba integrada por los magistrados: Juan N. Méndez, Julio Luzardo Fortoul, Francisco Tafur, Juan C. Trujillo Arroyo, Jesús Perilla, Enrique Becerra, Germán B. Jiménez, Jenaro Cruz, Tancredo Nannetti, José Miguel Arango, Luís Felipe Rosales y Parmenio Cárdenas.
La lectura de la sentencia pone en evidencia la grave preocupación de la Corte por la expansión global de corrientes revolucionarias, tanto de anarquistas como de socialistas. En el fallo afloran permanentemente diversos datos del ambiente de agitación que vivía el país, bajo el cual la corporación interpretó tanto la Constitución como el paquete de medidas sobre el que debía pronunciarse. Ese temor tal vez llevó a que la Corte recurriera a una batería de criterios de interpretación jurídica y echara mano de distintas doctrinas, incluyendo algunas que provenían del derecho comparado. Es decir que hizo un despliegue de creatividad con el fin de garantizar la constitucionalidad del decreto considerado necesario para enfrentar el desafío revolucionario que tanto atormentaba a la hegemonía conservadora.
Lo primero que hizo la Corte fue manifestarse en contra del argumento del Ejecutivo según el cual el decreto 707 de 1927 tenía como fundamento la ley 51 de 192534. Para la corporación era claro que aquella regulación legal tan solo se circunscribía a la reorganización administrativa y material del Ejército y de la Policía Nacional, de modo que el Congreso no había autorizado al gobierno para dictar las medidas contenidas en el decreto de Alta Policía35.
No obstante, la Corte recurrió a una doctrina que justificaba la expedición del decreto 707, y consideró que las medidas contenidas en el mismo correspondían plenamente a las facultades constitucionales y legales que tenía el Ejecutivo para garantizar la seguridad y el orden público en el territorio nacional. En primer lugar porque el “ordinal 8” del artículo 120 de la Constitución señalaba que el Presidente de la República, como máxima autoridad administrativa, debía “conservar en todo el territorio el orden público, y restablecerlo donde fuere turbado”. De igual modo, porque el Presidente conservaba las facultades delegadas por el Congreso en la ley 41 de 1915, cuando se organizó la Policía Nacional. Y por último, porque el “ordinal 3” del artículo 120 la Constitución le otorgaba al Jefe del Ejecutivo la “facultad reglamentaria general” según la cual este tenía competencia para reglamentar todas las leyes.
Otra de las razones más poderosas que encontró la Corte para fundamentar la constitucionalidad del decreto, fue la doctrina de la “naturaleza” y los “fines” del mismo, pues según estas aquel había sido dictado en ejercicio de las facultades que la Constitución le confería al Presidente de la República para preservar el orden público. Según el tribunal, esas atribuciones se clasificaban en preventivas y represivas: en este caso, el decreto 707 regulaba las atribuciones preventivas de policía, que buscaban preservar el orden público y la paz pública a través de la "Policía Política" y de "Seguridad" En palabras de la Corte, aquellas que: “tienen por misión descubrir los planes y confabulaciones secretas y hacerlas malograr antes de que estallen las obras, y la defensa de las autoridades, de las personas, y de las propiedades. Una y otra previenen el crimen y preparan la represión”36.
Esas facultades, según la Corte, contribuían a preservar la tranquilidad pública y enfrentar posibles perturbaciones. El tribunal no desaprovechó para hacer eco de esas amenazas a la “paz social” que preocupaban al régimen conservador37:
La tranquilidad pública puede ser perturbada de diversas maneras; pero la más grave y trascendental es la revolución que atente contra la seguridad del Estado y ataque aquellas instituciones fundamentales sobre que descansa la sociedad política. La salvaguardia de ellas y la estabilidad del Gobierno imponen al poder público la obligación ineludible de prevenir con medidas eficaces las maquinaciones, propagandas y conatos que preceden siempre las revoluciones.
La corporación además estimó que los acechos eran de tal magnitud que superaban la capacidad de las policías locales. De ahí que debían enfrentarse por la Policía Nacional, institución creada por la ley 41 de 1915, cuya jurisdicción en el territorio nacional buscaba garantizar la tranquilidad pública en todo el país. Así, en una interpretación del contexto, en el que dirigentes obreros, socialistas y anarquistas (incluyendo extranjeros) se desplazaban por distintas regiones en actividades proselitistas, promoviendo huelgas y movilizaciones, la Corte consideró que las policías locales no contaban con la capacidad institucional para enfrentar esos nuevos factores de turbación del orden público, debido a aspectos tales como: la estrechez de su jurisdicción, la “mezquindad de sus recursos en hombres y material”, y la “carencia de instrucción o de independencia”.
Para la Corte, entonces, la policía local no podía conjurar “las maquinaciones que pueden darse más allá de sus lindes, y cuyos autores [vagan] de un Departamento a otro, en comunicación con los diversos centros de propaganda o conjuración”38. El tribunal incluso hizo una afirmación lapidaria sobre la capacidad institucional de las policías locales: dijo que si estas tuvieran que afrontar los actuales y graves desafíos a la tranquilidad pública, “la acción rápida que es necesaria para contener el mal, se convertiría en la rutina burocrática de los exhortos y providencias que se obedecen pero no se cumplen”39.
Para el tribunal, aunque la mencionada ley 41 de 1915 no hacía referencia explícita a las atribuciones preventivas de policía, como las de vigilancia y seguridad, estas debían considerarse como perfectamente cobijadas por la Constitución, y que requerían ser reguladas así fuera por parte del Ejecutivo. La corporación fue más allá y dijo: “la sociedad de los tiempos modernos y la multitud de problemas graves y complejos que surgen a diario con relación a la paz pública y al orden social han dado origen a la especificación de un de Policía separada en sus procedimientos y funciones del de vigilancia y seguridad”: la “Policía Política”, definida por “Lacaud en su reciente tratado de Policía” como aquella que “se encarga de la prevención contra las maquinaciones y conjuraciones que atenten contra la seguridad del Estado, y de la supervigilancia de los partidos u organizaciones que, como la de los anarquistas, amenacen el orden social”40.
Así las cosas, si bien la Corte aceptó que la “Policía Política” no estaba explícitamente contemplada en la ley 41 de 1915, tuvo en cuenta el complejo contexto político y social del último gobierno de la hegemonía conservadora y parecía aceptar que era imposible pedirle al Congreso que se hubiera anticipado a legislar para enfrentar las graves afectaciones a la tranquilidad pública atribuida a los socialistas, anarquistas y obreros. Por todo esto, encontró plenamente justificado que el Ejecutivo dictara el decreto 707 de 1927, actuando como “suprema autoridad administrativa, y poder concurrente en la conservación del orden público”41, en su calidad de “guardián supremo de la paz pública”.
La Corte también dejó otro registro expreso del contexto y de que compartía las preocupaciones del gobierno conservador frente al avance comunista y la movilización de sectores sociales. En efecto, afirmó que existían amenazas revolucionarias, a pesar de aquellas no tenían la “intensidad que en otras naciones”, y se refirió a la expansión mundial de la Revolución Rusa de 1917: ”(…) y es lo cierto, con evidencia, que un partido político social existe hoy en el mundo, con organización vasta y robusta, con programas definidos, con centros poderosos, como la Unión Soviet, con proselitismo ardoroso y pujante, cuya acción universal no respeta fronteras, sino que penetra en todas las naciones (…)”, y que suponían un grave atentado a la familia y la propiedad de la “patria”42.
El tribunal aludió, además a otro dato del contexto externo. Se refirió al mencionado Informe del Secretario de Estado Kellogg sobre las operaciones de los “centros bolsheviki”, aunque lo citó como si hubiese sido emitido en el año 1924, cuando realmente fue en 192743. Así, haciendo eco de la amenaza “bolchevique” detectada por el gobierno estadounidense, la corporación alertaba sobre los peligros que se cernían sobre Colombia, frente a los cuales pensaba que no había una salida distinta que enfrentarlos con la actuación armónica del Legislativo y el Ejecutivo. Y sin duda con el fallo la Corte se sumaba a esa “acción conjunta”.
La Corte también recurrió a un fundamento doctrinal proveniente del derecho constitucional de los Estados Unidos, que usó con un propósito estratégico. En efecto, de ahí tomó el respaldo jurídico al decreto 707 con el fin de dejar sin sustento la acusación del demandante según la cual el Ejecutivo había excedido las facultades otorgadas por el Congreso. Según la corporación el gobierno había hecho uso de unas “facultades incidentales o implícitas de los poderes nacionales”, que en este caso suponía que el Presidente de la República tenía competencia constitucional para velar por la seguridad y el orden público. En opinión del tribunal, tal doctrina había sido desarrollada por la jurisprudencia de la Corte Suprema de los Estados Unidos, según la cual: “no existe en la Constitución atribución alguna que no entrañe y lleve consigo en su aplicación otras que, si bien tácitas son vitales para las primeras y necesarias a su ejercicio”.
La Corte encontró que tal doctrina era aplicable al caso colombiano, pues esta provenía del “intérprete soberano de la Constitución de aquella República”, y esa Carta Política era “fuente y norma de las Constituciones colombianas”, de modo que parecía adecuado usarla “para fijar el sentido y alcance de las disposiciones de nuestra propia Constitución.” Y agregó: “Esta teoría, conocida en Derecho Constitucional moderno con la denominación de “facultades incidentales o implícitas de los poderes nacionales,” no es sino la aplicación del principio de derecho natural de que quien debe realizar un fin licito tiene derecho a emplear cuantos medios legítimos sean necesarios44.
Así, en la interpretación de la Corte, los rendimientos de tal doctrina en el contexto colombiano consistían en que la Constitución de los Estados Unidos le atribuía a los poderes de la Unión facultades explícitas que llevaban consigo otras tácitas (implícitas), pero vitales para el ejercicio de las primeras. De este modo, el tribunal consideraba que estaba obligado a hacer una apreciación amplia de las necesidades de cada momento e interpretar el contexto para adaptar los contenidos constitucionales a las exigencias de la realidad, pues la Carta Política era mucho más que “cánones rígidos”45.
La corporación también evaluó los cargos de que el decreto vulneraba gravemente libertades y garantías constitucionales. En primer lugar, consideró que no vulneraban la Constitución las medidas que ordenaban a la policía “velar por la conservación de la paz pública…descubriendo las tramas, maquinaciones y conciertos contra la seguridad de la Nación”. De este modo, también estimó que era ajustado a la Constitución lo dispuesto por el artículo 5 del decreto, que ordenaba a la policía disolver las reuniones que degeneraran “en asonada o tumulto, obstruya las vías públicas, o llegue a vías de hecho contra las personas o las propiedades”.
Con respecto al artículo 7, que facultaba a la Policía para disolver reuniones públicas y detener a los responsables de que se produzcan “manifestaciones o actos sediciosos que puedan degenerar en delitos contra la tranquilidad y el orden público”, castigados por el Código Penal, o “se hagan excitaciones” que amenacen la seguridad de la nación o los intereses particulares o públicos, la corporación diferenció entre una reunión en la que el “tribuno” realiza incitaciones y amenazas, “que no se realizan al instante” ni ocasionan “tumulto o alboroto”, en los concurrentes sino que estos permanecen como “auditorio tranquilo”, y aquella reunión de la cual se seguía una actuación sediciosa. En el primer caso, determinó que la medida era inconstitucional porque violaba “el derecho de reunión pacífica” e imponía “una sanción inmerecida sobre personas que no cometen atentado alguno”; en cuanto al segundo consideró que este cabía dentro de una “necesaria y racional reglamentación del derecho de reunión”. Por tal motivo, moduló su sentencia y declaró que la “disposición válida” del artículo 7 era esta: “Cuando en una reunión pública tengan lugar manifestaciones que puedan degenerar en delitos contra la tranquilidad y el orden público según el Título 3, Libro 2, del Código Penal, los Jefes de Policía deberán disolver la reunión, detener a los que aparezcan responsables de los hechos y procurar que se inicien las investigaciones del caso para la aplicación de las sanciones legales”.46
Pese a su deferencia con el Ejecutivo, la Corte también declaró inexequible la medida que le permitía a la Policía detener provisionalmente a las personas hasta por veinticuatro horas, cuando hubiera “motivos fundados para temer un movimiento contra la paz pública o el orden social”, con el fin de averiguar los hechos e imponerles las sanciones respectivas. La corporación consideró que la norma vulneraba la Carta Política, pues la única excepción al habeas corpus en tiempos de paz era la provisión constitucional que autorizaba al gobierno nacional, previo el dictamen de los ministros del despacho, a aprehender a quienes se sospechase que podían atentar contra la paz pública.
De igual modo, moduló el contenido del artículo 2 del decreto, que ordenaba cauciones y hasta confinamientos a quienes siendo interrogados no dieren respuestas satisfactorias a la Policía en el caso de que esta tuviera conocimiento de que aquellas podrían “inferir agravio”, o que se confirmaren las sospechas. Para la Corte, el artículo debía quedar así: “Artículo 2º. Cuando un Jefe de Policía tenga conocimiento de que alguna o varias personas asociadas proyecten inferir agravio a los intereses particulares o públicos indicados en el artículo anterior, puede interrogar a aquellos que a su juicio aparezcan como promotores, principales responsables, etc. (…)” Es decir, que declaró inexequibles las facultades policiales para imponer cauciones o confinamientos.
De igual modo, la Corte no encontró justificados los cargos de inconstitucionalidad relacionados con la obligación que se les imponía a los ciudadanos de prestar ayuda a la autoridad en caso de emergencia. Asimismo, las reglas relacionadas con la obligación de reportar los cambios de residencia, pues consideró que estas ya estaban reguladas por otras leyes y eran necesarias por razones de “seguridad”, “protección legal” y “convivencia”. También consideró ajustadas a la Constitución las disposiciones que restringían el comercio de armas, así como las que establecían reglas para la tenencia y el porte de las mismas47.
En suma, con este fallo la Corte se decantó por el respaldo al régimen conservador, cuando la “cuestión social” parecía inmanejable para el gobierno de Abadía: ocurrían grandes movilizaciones y huelgas obreras, y todas esas expresiones se etiquetaban bajo el rótulo de “amenazas revolucionarias”. El apoyo del tribunal no solo se manifestaba en la declaratoria de constitucionalidad de la mayoría de las medidas del decreto 707 sino también en la posición doctrinal según la cual la Constitución le confería al Ejecutivo facultades “implícitas” para asegurar el orden público y la paz social; es decir que el fallo ampliaba considerablemente las competencias reglamentarias del gobierno.
De igual modo, la división partidista de la Corte se puso en evidencia con el salvamento de los cuatros magistrados liberales disidentes, que ocurría justo en momentos en que el Partido Liberal mostraba cierta simpatía con sectores obreros y algunas facciones de la naciente izquierda colombiana, y criticaba fuertemente la respuesta represiva del gobierno a la protesta social48.
Por ejemplo, el magistrado Luís Felipe Rosales rechazó tajantemente la doctrina estadounidense de las facultades implícitas: en su opinión, esta contradecía el orden constitucional colombiano que ordenaba a todo empleo tener funciones detalladas en la ley o el reglamento, así como la responsabilidad del Presidente de la República por sus actos u omisiones. También criticó el uso inadecuado de la doctrina, pues dijo que la corporación le había dado un sentido diferente a como aquella había surgido en los Estados Unidos, pues en ese país la Corte Suprema entendía que esas “facultades implícitas” únicamente se aplicaban con respecto a las atribuciones del Congreso, pero jamás para el Ejecutivo. De igual modo, consideró que las medidas policiales establecidas en el decreto eran inconstitucionales porque violaban el derecho a la libertad individual y las garantías constitucionales.
El magistrado José Miguel Arango fue más allá y denunció que la mayoría de la Corte había actuado de manera “insólita”, pues cuando se discutió la decisión él había solicitado los antecedentes de la teoría de las “facultades implícitas” en los Estados Unidos, pero que no se los suministraron y luego sorpresivamente aparecieron incluidos en el fallo. En su estudio del constitucionalismo estadounidense, dijo, era claro que la doctrina de los poderes implícitos se aplicaba únicamente al Congreso.
Parmenio Cárdenas, destacado jurista y dirigente liberal, también se apartó del fallo por razones similares a las de sus otros dos colegas en la minoría, pero enfatizó en los modos como el decreto vulneraba algunas garantías del Derecho Penal de corte liberal. Así, se mostró sorprendido de que el tribunal hubiese confiado facultades tan delicadas al Ejecutivo, como lo era la “penalidad en las contravenciones”, pues estas, por hacer parte del Código Penal, solo podían ser reguladas por el legislador. En opinión de Cárdenas se quebrantaban “las reglas de derecho constitucional”, que “estaban sometidas al principio antiguo y jamás desconocido de “nulla poene sine lege, nuIlum crimen sine lege”. 49
Pero más allá de la división partidista de los magistrados que integraban la corporación ese 13 de noviembre de 1928, hay otros elementos que ayudan a situar el fallo en su contexto político. En primer lugar, la sentencia se dictó al mismo tiempo en que se producía una de las más poderosas movilizaciones en la historia del país: en la región bananera del Magdalena los trabajadores se enfrentaron a la United Fruit Company en búsqueda de reivindicaciones laborales, luego de un mes de huelga fueron reprimidos por la fuerza pública y se desencadenaría la Masacre de las Bananeras del 5 y 6 diciembre de 1928.
De igual modo, durante gran parte del juicio de constitucionalidad al decreto 707, el Congreso de la República debatió y finalmente aprobó la “ley heroica” o ley 69 del 30 de noviembre de 1928: “por la cual se dictan algunas disposiciones sobre el orden social”; que fue votada con la total oposición del liberalismo y de alguna facción conservadora. La ley imponía restricciones a la libertad y contenía medidas “preventivas-represivas” que modificaban el decreto de Alta Policía50. Precisamente, El Tiempo se refirió al fallo y criticó tanto el decreto como la sentencia, en el marco de la recién aprobada ley heroica51:
Expedida por la corte suprema de justicia la sentencia que declara exequibles, excepción hecha de dos o tres artículos abrumadoramente torpes, los decretos de alta policía, el ánimo se inclina a celebrar, con el criterio, que aconseja escoger entre dos males el menor, la aprobación de la ley heroica de este año, cuyas disposiciones dejan en parte sin aplicación algunas todavía más monstruosas de aquellos decretos. Es doloroso decirlo, pues la verdad de los hechos lo comprueba, que si en manos de la corte hubiera quedado exclusivamente, a falta de una intervención del congreso, determinar los preceptos solicitados por la reacción para deprimir el movimiento de clase de los obreros, hoy estarían las libertades más destrozadas de lo que están después de los estragos hechos en ellas por el asalto liberticida de las mayorías parlamentarias.
El mismo periódico ubicó el fallo en el conjunto de las políticas represivas de la administración Abadía: en tono crítico señaló que aun cuando la ley heroica restringía libertades, al menos despenalizaba las “ideas” y no dejaba en manos de la jurisdicción de la policía las “nuevas formas de delincuencia proletaria e intelectual”, pues de no ser así, la Corte habría sido incapaz de detener los atentados a la Constitución. Para el diario, el tribunal estaba permeado por el interés partidista, que había infestado el “sereno y limpio recinto donde ejercen su noble sacerdocio civil los más altos magistrados de la justicia republicana”, y agregó:
(…) La Corte, agobiada de sabiduría, envejecida en el estudio de las perfecciones ganadas lentamente a través de los siglos por el Derecho, es decir, por la civilización en el campo de los preceptos, no hubiera vacilado en entregar la libertad, cristalización de la cultura jurídica del mundo, a la barbarie de la gendarmería iletrada y uniformada”52.
De este modo, para El Tiempo no cabía duda de que el fallo de la Corte tuvo tintes sectarios: “Pero los magistrados de la derecha no podían sustraerse a la movilización reaccionaria, y aunque fuera tardíamente, e ineficazmente, necesitaban concurrir con su aporte a la cruzada contra los derechos políticos más preciosos y arraigados de la República”. como advirtiendo que a los magistrados conservadores no parecía quedarles otro camino que colaborar con el régimen, expresó53:
(…) existía el propósito de sumar al coro oscuro de la reacción, las voces más autorizadas de quienes si hubieran permanecido recatados al culto del Derecho, ajenos a la zarabanda partidarista de la calle, habrían sido sospechosos para la organización que monopoliza el poder y acabado inevitablemente por salir de ese elevado recinto judicial, donde también existe y domina el partido conservador. No se podrá dejar a la corte suprema, en el plano y en la atmósfera de serenidad y de imparcialidad que le corresponde. Se quiso que entrara en la movilización, y ese fin ha sido logrado.
Otro aspecto importante del contexto del fallo es que el gobierno se mostraba cada vez más dispuesto a aplicar herramientas para la “defensa social” a través de medidas administrativas. Por ejemplo, la ley 18 de 192854 creó nuevas divisiones de la Policía Nacional en todo el país e incrementó el pie de fuerza en varias zonas que concentraban las mayores proporciones de trabajadores: Antioquia, Atlántico, Bolívar, Magdalena y Valle del Cauca55. Esto, en parte, también parecía responder a las peticiones del propio Director General de la Policía Nacional, quien por ejemplo en 1926 solicitaba más personal y entrenamiento para afrontar las tareas que le imponían tanto la “legislación sobre huelgas como “la vigilancia” relacionada con el “orden social”56:
Las leyes que reglamentan las huelgas dan facultad al Gobierno para asumir la dirección de las empresas públicas correspondientes (…) Empero esta facultad no puede llevarse a cabo, según elocuente experiencia, porque no hay Policía suficiente ni la que forma este Cuerpo ha sido técnicamente adiestrada en tan importantes menesteres.
La Policía Nacional, organismo encargado de aplicar los instrumentos de “defensa social”, expresó su satisfacción por la expedición del Decreto 707 de 1927, y también manifestó la urgencia de que se aprobara la “Ley Heroica”. El director general de esa institución, Manuel Vicente Jiménez, celebró la expedición del decreto de Alta Policía (al que llamó “reglamento de orden público y reuniones públicas”), porque en su opinión este había servido para “calmar los fermentos subversivos en las postrimerías del mes de abril”, pues de “muchas partes se recibieron noticias sobre un posible movimiento comunista revolucionario”. A renglón seguido, expresó que finalmente todo había transcurrido en completa calma tal vez por la “acertada” decisión del Ministro de Guerra o porque los “centros comunistas” supieron de las instrucciones que esa dependencia dio a la fuerza pública. Agregó que las medidas del decreto 707 de 1927 orientaban fácilmente a las autoridades sobre cómo “echar mano para garantizar la paz pública, amenazada por la más descarada propaganda que nunca se haya visto”. Por último, sobre los peligros del comunismo internacional dijo lo siguiente57:
El comunismo o socialismo revolucionario no ha sido “planta exótica entre nosotros”, pero hasta hace poco tiempo nadie podía inquietarse justamente por ella: faltaban la enseñanza y el conocimiento o divulgación de los principios económicos y filosóficos en que se basa, la dirección de sus adoctrinales (sic), la organización y los medios y recursos necesarios para todo movimiento colectivo”, Hoy sería una “necedad” no darle importancia a una escuela, “cuando se sabe que del Exterior le llegan la propaganda y organización convenientes y se le ofrecen recursos (…) cuando las leyes de inmigración no bastan para impedir la entrada de extranjeros perniciosos; cuando en muchas ciudades y aldeas están funcionando comités socialistas; cuando en todas partes circulan periódicos y hojas que excitan a la revolución social; cuando en los centros de trabajadores, por medio de conferencias públicas, se propagan doctrinas incendiarias y se siembra el odio contra los capitalistas, la religión y el Gobierno.
Jiménez, en suma, planteaba que el decreto de Alta Policía buscaba la “redención social”, pues era necesario “conservar el orden social, defender las instituciones de la República y salvar al proletariado de la ruina que aparejaría el triunfo de esos sistemas ya desacreditados en la teoría y en la práctica, obligación que tenía la policía como encargada de la “seguridad y la tranquilidad pública”, al igual que “todo buen patriota”.58
Como si lo anterior fuera poco, la voz editorial de la misma Policía enviaba un mensaje contundente sobre la necesidad de las medidas de “defensa social”. Su revista, (“órgano oficial”) No. 94 de julio de 1928 dedicó unas páginas a la “necesidad de defender la tranquilidad pública y el orden social contra las actividades de “aquellas corrientes que aspiran a transformar la estructura ética, política y económica de la humanidad, y que en los últimos años se han venido manifestando en nuestro país con caracteres inquietantes y peligrosos”. Así, para la Policía, el gobierno buscaba una legislación que interpretaba “los anhelos de la nación” y le pusiera “coto a los abusos de la libertad y la propaganda de doctrinas consideradas universalmente como antisociales y funestas para la estabilidad moral de los pueblos”. Agregaba que la principal preocupación era regular “la prensa”, pues esta no había quedado suficientemente cubierta por medidas anteriores de modo que se hacía difícil derivar “responsabilidades” y favorecían la “impunidad” de los “escritores públicos” que cometían delitos a diario “por medio de la imprenta”.
Para la Policía, además, era necesario contar con procedimientos más ágiles que los establecidos en varios decretos del año 1927 para así poder actuar con oportunidad y evitar las “excitaciones contra la paz pública, la seguridad social y los derechos individuales que se hagan por medio de carteles y avisos”. En suma, que si bien la normatividad dictada por vía administrativa había dotado a las autoridades de herramientas efectivas para garantizar la tranquilidad pública, estas permanecían en “desventaja” para “prevenir los delitos de prensa contra el orden social y la paz pública”59.
Regresando a la sentencia del 13 de noviembre de 1928, una Corte Suprema de Justicia dominada por los conservadores interpretó la Constitución del modo que mejor le permitía al gobierno de Abadía reprimir la protesta social; así justificó la intervención del Ejecutivo en reemplazo del legislador para regular la “defensa social”, al igual que el paquete de severas medidas que menoscababan garantías y libertades ciudadanas reconocidas por la Carta Política. Sin duda, pues, la Corte parecía creer el argumento de que el movimiento obrero nacional facilitaría la expansión del comunismo internacional en Colombia, tal como pensaban el Ejecutivo, el Legislativo, y hasta la Policía Nacional.
CONSIDERACIONES FINALES
El descontento ante la represión del régimen conservador al naciente movimiento obrero y a la protesta social a finales de la década de los veinte, en parte fue canalizada por el Partido Liberal, que de tener una plataforma política propia del liberalismo clásico decimonónico, recogió las banderas sociales de la izquierda germinal y dio un giro a su agenda. De este modo, los liberales aprovecharon el desgaste de la hegemonía conservadora, que en gran medida se debió a su incapacidad de tramitar las demandas sociales por vías distintas de las medidas de orden público, cuya expresión más trágica fue la masacre de las bananeras de 1928. De hecho, una de las primeras acciones del gobierno liberal de Enrique Olaya Herrera, que ganó las elecciones sorpresivamente en 1930, fue reconocer el derecho de asociación sindical e impulsar la Ley 83 de 193160.
Como se dijo al inicio, habría que esperar hasta 1936 para que la reforma liberal de la Revolución en Marcha, conducida por el presidente Alfonso López Pumarejo (1934-1938), reconociera constitucionalmente el derecho a la huelga, la asistencia social, y la función social de la propiedad. La reforma de 1936, como es sabido, recibió influencias del constitucionalismo social mexicano de 1917, de la Constitución española de 1931, del New Deal del presidente Frankin D. Roosevelt en los Estados Unidos de América y de la obra del jurista francés Leon Duguit.61
Por último, este tipo de reflexiones, a cien años de la Constitución de México de 1917 y de la Revolución rusa, tendrían que seguir alimentando la historia del derecho en perspectiva comparada. A la historia del Derecho y al Derecho Comparado no solo le importan las influencias o circulaciones del pensamiento jurídico, de instituciones o doctrinas legales, sino también de las decisiones judiciales en contextos políticos y sociales.
Por ejemplo, una historia del Derecho judicial como la que aquí se ha propuesto ayuda a pensar las Cortes como operadores jurídicos que actúan en contextos políticos concretos y que a veces toman decisiones para frenar el cambio social: cambios o resistencias que en parte se inspiran o se conectan con experiencias y procesos de otros países o contextos.