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Revista de Derecho

Print version ISSN 0121-8697On-line version ISSN 2145-9355

Rev. Derecho  no.53 Barranquilla Jan./June 2020  Epub June 10, 2021

https://doi.org/10.14482/dere.53.364 

Artículo de Investigación

Enemigos urbanos: control del crimen y gobierno de los habitantes de la calle en Bogotá

Urban Enemies: Crime Control and Governance of Homeless People in Bogotá

Fernando León Tamayo Arboleda1 

David Orrego Fernández2 

1Abogado por la Universidad de Antioquia, especialista en Derecho Penal por la Universidad Eafit, magíster en Derecho Penal por la misma universidad y doctor de Derecho por la Universidad de los Andes. Profesor de la Universidad Autónoma Latinoamericana. fernandoleontamayo@hotmail.com - ORCID ID: https://orcid.org/0000-0003-0960-0849

2Abogado por la Universidad de Antioquia, magíster en Historia por la Universidad Nacional de Colombia y doctor de Derecho por la Universidad de los Andes. Profesor de la Universidad de Antioquia. david.orregof@udea.edu.co - ORCID ID: https://orcid.org/0000-0002-9250-6492


Resumen

Este artículo estudió el surgimiento del sujeto jurídico “habitante de la calle” en Colombia y la forma en que este permitió implementar mecanismos de control para gobernarlos en las ciudades contemporáneas. Concentrándonos en el caso colombiano, sostenemos que las formas de control contemporáneas fueron posibles cuando la noción de habitante de la calle se distanció de otros conceptos, tales como vago, indigente o loco. Para ello, hacemos un análisis de la normativa y de los discursos académicos con los que se ha construido este nuevo sujeto de gobierno y la manera en que ello ha legitimado nuevas formas de control del crimen y de organización de los espacios urbanos. Para su desarrollo, se ha realizado un estudio de caso en Bogotá que se ha centrado en las normativas nacionales y locales al respecto, así como en los discursos sobre la seguridad, el control del crimen y el gobierno de poblaciones problemáticas en ambas escalas de la administración estatal.

Palabras Clave: Habitante de la calle; ciudad; vago; loco; control social; criminalidad

Abstract

In this paper we study how the legal subject “homeless” (habitante de la calle) was created in Colombia, and how it allowed certain ways of governance in contemporary cities. Focusing on the Colombian case, we argue that contemporary forms of control were only possible when the subject ‘homeless’ was distanced from other concepts such as lazy, indigent or mad. Furthermore, we make an analysis of the legal frame and academic discourses that developed the new subject of government, and studied how they legitimized new forms of crime control and new ways of organizing urban spaces. In order to do so, a case study of Bogota has been conducted focusing on national and local regulations on the matter, as well as on the discourses on security, crime control and government of problematic populations in both scales of the state administration.

Keywords: Homeless; city; vagrant; mad; social control; criminality

1. INTRODUCCIÓN

Desde hace tres décadas, el gobierno de las personas que viven en la calle ha mostrado signos de cambio en la manera como se construye el sujeto al cual se dirigen las políticas públicas y las narrativas de justificación de nuevas formas de orden social.1 En este sentido, se pueden evidenciar diversos aspectos que han redefinido la forma en que actualmente se interviene la cuestión de quienes viven en la calle. En primer lugar, las etiquetas de “vagos, locos o indigentes” impuestas por los sistemas de gobierno tradicionales han sido reemplazadas por la construcción del sujeto “habitante de la calle”. En segundo lugar, la caridad, disciplina para el trabajo y la defensa de la sociedad, como discursos de justificación para controlar a quienes viven en la calle, han sido reemplazados por narrativas en torno a la prevención del crimen y la defensa del espacio público como lugar compartido.

En el siglo XIX, las personas que hacían de la calle su lugar de vida fueron definidas con dos etiquetas que permitían ejercer ciertos tipos de controles sobre ellos. La primera los clasificaba como locos o enfermos, lo cual permitía poner en operación la naciente tecnología médica ligada al poder psiquiátrico, el asilo y la clínica (Roselli, 1968). El tratamiento de los locos iba, desde la vigilancia, la medicación y el eventual internamiento de los sujetos no peligrosos, al encierro permanente de los locos furiosos. La segunda herramienta usada para organizarlos fue la de vagos y mendigos. Esta clasificación permitía poner en acción instrumentos de adiestramiento para el trabajo y argumentar la necesidad funcional del indigente como objeto de la caridad ilustrada (Castro, 2005).

Durante el siglo XX, las categorías de loco y vago permanecieron, pero fueron reformuladas en clave de la defensa social. La idea de la defensa de la sociedad implicaba un enfoque preventivo para lidiar con el desorden y el crimen, a través del control de los considerados sujetos peligrosos. Este ideal de aseguramiento estaba fundado en el conocimiento psiquiátrico y criminológico del positivismo científico imperante, que traía consigo la idea de quienes vivían en la calle como peligrosos y la organización binaria de estos sujetos como corregibles e incorregibles (Melossi, 2018). Ello implicó la reformulación del ideal rehabilitador, ya no solo en clave de capacitación para el trabajo, sino de acondicionamiento para vivir en sociedad, que estuvo acompañada de una intervención principalmente excluyente de los llamados sujetos incorregibles (Foucault, 1999).

Las personas que habitaban la calle serían reguladas a través de diversos cuerpos normativos que incorporaban medidas administrativas para lidiar con la mendicidad y la vagancia. En Colombia el Código Penal de 1936 ya había incorporado medidas de seguridad para restringir la libertad de los locos o enfermos peligrosos, a este se sumaron un conjunto de leyes que tenían una línea común de regulación de la indigencia: el Decreto 1863/1926, de 12 de noviembre; la Ley 48/1936, de 13 de marzo; el Decreto 3518/1949, de 9 de noviembre; el Decreto 14/1955, de 12 enero; el Decreto 1699/1964, de 16 de julio; y el Decreto 1136/1970, de 19 de julio. Estas normativas que hacían una cuidadosa, pero a la vez frágil, separación entre locura, enfermedad, vagancia y mendicidad permitían el internamiento definitivo de las personas que vivían en la calle -primero en colonias agrícolas, y luego en asilos, clínicas o psiquiátricos- o su inscripción en bolsas de trabajo.

La clave era, entonces, rehabilitar a los individuos corregibles para convertirlos en mano de obra, y aislar a los incorregibles. Con la idea de rehabilitación de los sujetos corregibles, se fortalecieron los mecanismos seculares de asistencia social a cargo del Estado; sin embargo, el problema de la asistencia continuó como un asunto primordialmente de caridad privada, especialmente religiosa (Castro, 2005). También el avenimiento de estas ideas fortaleció un sistema represivo orientado a la rehabilitación, a través de sanciones dirigidas a disciplinar al individuo para el trabajo y la convivencia con sujetos en circunstancias similares (Castro, 2009).

Con la constitucionalización de los derechos se presentaron cambios fundamentales para el gobierno de quienes vivían en la calle. Por un lado, la secularización de la asistencia social reformuló la caridad en clave de garantía de derechos de prestación exigibles frente al Estado; por otro, la idea de los sujetos intrínsecamente peligrosos fue sustituida por la noción de que los individuos podían decidir sobre todos los aspectos de su existencia, como la vagancia, la mendicidad o el consumo de drogas que, en la legislación citada, eran tratados como estados peligrosos para la sociedad.

Para esta nueva narración jurídica se construyó un sujeto específico de las políticas sociales del Estado. Las categorías de loco o vago usadas para definir a quienes vivían en la calle fueron reemplazadas por el concepto de habitante de la calle, que confirió ciudadanía formalmente plena a sujetos antes marginados por sus elecciones de vida o condiciones mentales preexistentes. Para el discurso jurídico del constitucionalismo colombiano, la mendicidad, la vagancia, el consumo de drogas y la decisión de vivir en la calle son decisiones legítimas de los sujetos y, por ello, no pueden ser penalizadas por el solo hecho de existir (Sentencia C-224/1994, de 5 de mayo; Sentencia C-040/2006, de 1 de febrero). Como consecuencia, el “habitante de calle” surgió como un mecanismo jurídico pretendidamente neutral que permitió gobernar a los otrora vagos, locos y enfermos, ya no como los sujetos peligrosos relativa o completamente incapaces de comprender sus actos, sino como ciudadanos con derechos y obligaciones.

Por un lado, el habitante de la calle deja de ser objeto de caridad, para ser concebido como un sujeto de derechos que puede demandar políticas públicas asistenciales al Estado para dar fin a su condición o para mitigar los rigores de vivir en la calle. Por otro lado, este sujeto es un individuo racional que, a pesar de las oportunidades ofrecidas para su asimilación/rehabilitación a través de los mecanismos asistenciales, puede optar por continuar habitando la calle como una decisión personal. Sin embargo, aunque la decisión de habitar la calle es constitucionalmente legítima, el surgimiento del nuevo sujeto jurídico racional viene acompañado de obligaciones que definen cuándo, dónde y cómo es admisible habitar la calle, e imponen sanciones administrativas y penales en casos de quebrantamiento (Mitchell, 2014).

Los mecanismos de gobierno otrora fundados en la peligrosidad del sujeto han sido reescritos a través de nuevas formas de control del crimen preocupadas por la contención del riesgo y por la necesidad de protección del espacio público como parte del derecho a la ciudad (Stuart, 2014). Estas formas de control del crimen y el espacio son justificadas a partir de la necesidad de controlar las drogas o el hurto como factores de riesgo para la ciudadanía, recuperar espacios públicos para el desarrollo de la participación democrática y el cuidado del espacio público como un derecho compartido que no puede ser privatizado de facto por la ocupación realizada por los habitantes de calle.

En este artículo, analizamos la forma en que se ha construido el habitante de la calle como sujeto jurídico y la manera en que esto ha permitido implementar diversas formas para controlarlo, así como los discursos mediante los cuales se legitimaron los mecanismos para gobernar dicho sujeto. Argumentamos que el habitante de la calle se diferencia de anteriores nociones como las de vago, loco e indigente, pues es pensado como un sujeto de derechos y obligaciones (Sentencia C-040/2006, de 1 de febrero), lo cual permite poner en acción nuevas formas de gobierno en las ciudades. Para lo anterior, se realizó un estudio de la normativa sobre organización de las políticas sobre habitantes de la calle en la ciudad y su interacción con las trazadas por el Gobierno Nacional. Asimismo, enfocamos nuestra mirada en los discursos gubernamentales proferidos a nivel nacional y en Bogotá.

El artículo se divide en tres secciones. En primer lugar, se muestra la forma en que se creó el habitante de la calle como un sujeto de derechos y obligaciones en reemplazo del sujeto anormal que era objeto del gobierno durante el siglo XIX y parte del siglo XX. En segundo lugar, analizamos la relevancia del discurso liberal en el control del habitante de la calle. En esta sección, mostramos cómo la libertad y la capacidad de elección fueron herramientas necesarias para mantener diversos mecanismos de control sobre las personas que habitan la calle. En tercer lugar, analizamos la forma en que, una vez creado el sujeto libre de derecho, las narrativas de derecho al acceso a la ciudad y el control del desorden urbano sirvieron para construir obligaciones para los habitantes de la calle que permitieron implementar diversas formas de gobierno de la indigencia en las ciudades contemporáneas. Finalmente, se ofrecen unas conclusiones.

2. DEL INDIGENTE AL HABITANTE DE LA CALLE

Desde el siglo XIX, se ha visto cómo el individuo que vivía en la calle era relacionado con el desorden, el crimen y el problema del espacio urbano (Samper, 1998). Las primeras herramientas para controlar a esta población estaban ligadas a la moral y defensa de la sociedad, y se hacía referencia a los problemas de desorden y la necesidad de controlar ciertas poblaciones problemáticas por su potencial lesivo para las personas. La penalización de la vagancia y el tratamiento obligatorio de la locura eran herramientas para reaccionar ante comportamientos y estados (de vida) peligrosos (Roselli, 1968). Por su parte, la caridad religiosa los relegaba a ser objeto de salvación para los económicamente favorecidos y la Iglesia, por lo que los sustraía de un reconocimiento como sujetos de derecho.

El Decreto 1863/1926, de 12 de noviembre; la Ley 48/1936, de 13 de marzo; el Decreto 3518/1949, de 9 de noviembre; el Decreto 14/1955, de 12 enero; y el Decreto 1699/1964, 16 de julio regularon la vida en la calle de manera similar y permitieron el internamiento definitivo en colonias agrícolas, asilos, clínicas o psiquiátricos, así como la inscripción de los indigentes en bolsas de trabajo. Todas estas normas mostraban una clara intención de rehabilitar a las personas que vivían en la calle para que se incorporaran a la mano de obra nacional, o en caso de no poderlos rehabilitar, aislarlos para controlar la peligrosidad que representaban. La regulación descrita se unía a las medidas de seguridad del Código Penal de 1936, para crear un sistema penal y administrativo de control en que los sujetos peligrosos podían ser aislados por su sola existencia y decisiones de vida.

Por su parte, el Decreto 1136/1970, de 19 de julio, que permaneció vigente hasta la expedición de la Constitución Política de 1991, estableció mecanismos de control de las personas en situación de vagancia o mendicidad, los enfermos mentales, los toxicómanos y los alcoholizados. Para el caso de la mendicidad y la vagancia, los artículos 1 y 2 distinguían entre capaces e incapaces para el trabajo en consideración a su capacidad física y psíquica. En el caso de los incapaces, ordenaban su reclusión en asilo, hospital, clínica o instituciones similares, y ponía a estas personas a cargo de la asistencia social del Estado, salvo en los casos en que contaran con una persona obligada y capaz de prestarle alimentos. Para el caso de los capaces, se ordenaba su inscripción inmediata en la bolsa de trabajo. Para el caso de enfermos mentales, toxicómanos y alcoholizados, se ordenaba su internamiento es las instituciones descritas, si era necesario, y su tratamiento inmediato.

Las normas establecidas en el Decreto 1136/1970, de 19 de julio permanecieron vigentes hasta la aparición de la Constitución Política de 1991, a partir de la cual se problematizó el tratamiento que se había dado a la cuestión y se abrió la puerta a la transformación de los mecanismos de gobierno de las personas que viven en la calle. La nueva carta magna no solo cobijaba los derechos a drogarse, alcoholizarse o vivir en la calle como parte del derecho a dignidad humana (Tamayo y Sotomayor, 2018), sino que establecía la asistencia social como resultado de un conjunto de derechos fundamentales que no resaltaban el aislamiento, ni la capacitación para el trabajo. A partir de ahí, el habitante de la calle como sujeto de derechos comenzó a aparecer durante la década de 1990.

Ya en una temprana sentencia de la Corte Constitucional -expedida en vigencia de la nueva Constitución- se había comenzado a forjar un discurso de los derechos de quienes habitan en la calle, que afirmaba la obligación estatal de prestar atención básica a esta población (Sentencia T-533/1992, de 23 de septiembre). Esta nueva forma jurídica de mirar al individuo se consolidó a partir del Decreto 897/1995, de 29 de diciembre en que se trazaba como uno de los objetivos centrales la lucha contra los estigmas que las leyes sobre vagancia, pequeña delincuencia y locura habían generado sobre esta población, mientras se propendía a su atención integral.

El Decreto 897/1995, de 29 de diciembre, por el cual se crea el Programa Distrital de Atención al Habitante de la Calle fue la primera norma que trataría a las personas que viven en la calle ya no como vagos, mendigos, locos y enfermos, sino como un sujeto de derecho denominado. Seis meses antes de su aparición, la Alcaldía Mayor de Bogotá había acordado la creación de un programa de atención en que se definía como indigente “a los ancianos y limitados físicos abandonados, adultos y menores desprotegidos (niño de la calle, infractor o contraventor); mendigos y enfermos mentales callejeros”. A pesar de ello, la posterior definición de habitante de la calle que apareció en este decreto afirmaba que se podía considerar habitante de la calle a toda “población que de manera permanente vive en la calle y establece con ella una relación de pertenencia e identidad y realiza actividades de supervivencia”. Esta definición, si bien contenía la tautología del habitante de la calle como quien habita la calle, agregó dos elementos nuevos en la construcción del sujeto: la relación de pertenencia e identidad con la calle y la realización de actividades de supervivencia.2

A pesar de lo anterior, el Decreto 897/1995, de 29 de diciembre sería declarado inconstitucional con el argumento de que la prohibición de la mendicidad contenida no podía considerarse acorde con la norma superior y que las medidas establecidas para lidiar con los habitantes de la calle como enfermos mentales eran también inconstitucionales por ser indeterminadas y, con ello, sumamente discrecionales. Derivado de lo anterior, las medidas coercitivas existentes para disciplinar a los habitantes de la calle desaparecieron definitivamente del ordenamiento jurídico por vía jurisprudencial y se solidificó la visión para la cual habitar la calle es, ante todo, un derecho individual de elegir la forma de vida que se desee (Sentencia C-040/2006, de 1 de febrero). La construcción del habitante de la calle como sujeto de derechos estaba, entonces, completa.

La Sentencia C-040/2006, de 1 de febrero, marcó un punto de partida que finalizó con la expedición de la Ley 1641/2013, de 12 de julio. Esta ley presentó una definición del habitante de la calle en que se lo caracteriza como la “persona sin distinción de sexo, raza o edad, que hace de la calle su lugar de habitación, ya sea de forma permanente o transitoria y que ha roto vínculos con su entorno familiar” (art. 2, lit. b). Si bien la falta de claridad en el significado en expresiones como “habitar” o “calle”3 ayuda poco a saber quiénes son o pueden ser considerados habitantes de la calle, la categorización es un mecanismo abierto que permite gobernar personas cuya situación se encuentra en el limbo de esta indefinición.

Este nuevo sujeto del derecho que apareció en el Decreto 867/2003, de 8 de abril, y se ha ido consolidando hasta la fecha modificó por completo la situación de quienes viven en la calle. Esta definición comenzaba un proyecto de liberalización del sujeto que, en lugar de regular al individuo como un sujeto incapaz que por su situación no podía valerse por sí mismo y por tanto debía ser aislado y rehabilitado, lo trataba como ciudadano pleno y, por ende, como sujeto de derechos y obligaciones. La liberalización de la concepción del sujeto que vive en la calle, reformulado en términos jurídicos como habitante de esta, implicaba dejar atrás los fundamentos científicos, filosóficos y morales que permitían controlar a quienes vivían en la calle como sujetos problemáticos. La peligrosidad intrínseca de estos sujetos se fue diluyendo ante la crítica demoledora del derecho penal (Fernández, 1982; Parada, 2012). La secularización del Estado y la reformulación de la caridad en clave de asistencia social fueron paulatinamente dejando de lado el papel “funcional” que había sido conferido al habitante de la calle desde la caridad privada y religiosa (Castro, 2005). Las críticas a la psiquiatría como mecanismo de normalización contribuyeron la disminución del gobierno coercitivo de los locos (Pavarini, 2013). La despenalización del consumo de estupefacientes y alcohol como parte del proyecto liberal hicieron desaparecer la presión sobre el indigente como sujeto con prácticas ilícitas. De hecho, la Sentencia C-040/2006, de 1 de febrero hacía referencia explícita a la forma en que la ideología peligrosista de las tesis científicas lombrosianas y demás ideólogos de la defensa social quedaba obsoleta en el nuevo modelo de Estado establecido en la Constitución Política de 1991 (Sentencia C-040/2006, de 1 de febrero).

A esta corriente de despenalización de la mendicidad y la locura, la acompañó la despenalización del consumo de estupefacientes y del alcoholismo.4 Así, el habitante de la calle quedaba fuera de cualquier tipo de control coercitivo por su sola condición, de modo que era solo objeto de políticas sociales del Estado asistencialista en materia de derechos fundamentales que había nacido con la Constitución Política de 1991; sin embargo, la desaparición de las herramientas de control usadas para gobernar a mendigos, vagos, enfermos mentales y locos no implicó una renuncia a gobernar al habitante de la calle, sino que sirvió para reformular la definición del sujeto problemático para encasillarlo en un problema social, ya no por quien es sino por lo que hace en la vida pública (Valverde, 2005). El discurso liberal sobre derechos y obligaciones permitía controlarlo por el mal uso de la ciudadanía, en lugar de gobernarlo como sujeto anormal o por su estilo de vida.

Lo que antes se constituía en una política reactiva ante estados peligrosos pasó a ser una política para atacar las posibles causas del crimen que, en el caso del habitante de la calle, parecían abundar.5 Para establecer las nuevas formas de control del sujeto de derechos habitante de la calle, surgieron discursos que lo concebían como un riesgo para la criminalidad por su relación con factores que los ponían en una especial vulnerabilidad: la pobreza y el consumo de drogas. El reconocimiento de los derechos a conducir su vida de manera libre fue seguido por el encasillamiento de los habitantes de la calle como delincuentes, okupas de zonas destinadas a ser disfrutadas por todos y por la reorganización del sistema policial y asistencial de control.6

La regulación del uso del espacio público pasó a primer plano como mecanismo para gobernar la indigencia, a través de un discurso de derechos en torno a la ciudad como propiedad compartida, que convirtió al habitante de la calle en un sujeto que hace mal uso de los derechos que se le han conferido como ciudadano pleno, en detrimento del derecho “de todos” de usar la ciudad. La protección del espacio se ligaba, además, con el crimen a través de una preocupación por el aseguramiento cartográfico de la ciudad a través de estrategias de vigilancia de espacios problemáticos como los llamados puntos calientes.7

El habitante de la calle seguía apareciendo como consumidor de drogas y alcohol, aunque ya no se lo castigaba solo por este hecho (Sentencia T-533/1992, de 23 de septiembre; Sentencia C-040/2006, de 1 de febrero; Sentencia T-043/2015, de 4 de febrero), sino que se hablaba de los riesgos que el consumidor en extrema marginalidad representaba para el crimen, como sujeto activo o víctima del mismo. La guerra del Estado contra el microtráfico de estupefacientes veía en el habitante de la calle un potencial vendedor, o bien como un consumidor que buscaba la manera de poder acceder a su vicio, o bien como víctima de bandas organizadas que aprovechaban su marginalidad para darle trabajo como distribuidor de drogas. La idea de que el consumidor adicto es un enfermo compulsivo apareció para argumentar que los sujetos en extrema marginalidad podían eventualmente recurrir a medios ilícitos -como los crímenes contra la propiedad- para acceder a la sustancia que satisface su padecer. Esta relación entre las drogas y el crimen permitía, además, conectar el gobierno de la adicción a las drogas con la vigilancia de los espacios problemáticos de la ciudad, para estructurar una tecnología de control del habitante de la calle (Alcaldía Mayor de Bogotá, 2010; Escobedo, Ramírez y Sarmiento, 2017).

La constitucionalización de la atención a los adictos a las drogas como un problema de salud pública a través del Acto Legislativo 2/2009, de 17 de diciembre, reformuló las políticas represivas de forma definitiva para convertirlas en un problema humanitario, aunque el consumo de drogas como enfermedad aparecía ya presente en el tratamiento rehabilitador establecido en el Decreto 1136/1970, de 19 de julio. Esta mirada hospitalaria al consumo de drogas invitaba a relacionar al habitante de la calle con otras actividades, y la idea de “tráfico” era un mecanismo lo suficientemente indefinido como para mantener mecanismos de represión administrativa o penal.

Por su parte, la reorganización de la normativa de policía permitió nuevos mecanismos de control coercitivo de los habitantes de la calle. A pesar de que el control policial de la mendicidad y la habitación de calle fundado en ese solo hecho desapareció, el nuevo código de policía traía herramientas bastante indefinidas para regular de distintas formas a la población callejera. Si bien la Corte Constitucional se pronunció reiterando la imposibilidad del internamiento forzoso de indigentes y la prohibición de penalizar la habitación de calle por sí misma (Sentencia T-043/2015, de 4 de febrero), la Ley 1908/2018, de 9 de julio, dispuso herramientas lo suficientemente amplias como para extender mecanismos punitivos de control, tales como la persecución de la alteración del espacio público en contra de la normativa vigente o las sanciones por ocupación arbitraria del espacio público.

3. EL HABITANTE DE LA CALLE COMO SUJETO LIBRE

El nuevo sujeto habitante de la calle es entonces titular de derechos de asistencia social, y se le da, además, el derecho a consumir drogas y mendigar. Sin embargo, como se mostró, las intenciones de ejercer control sobre esta población buscaron cargarlos con obligaciones que permitieran exigirles ciertas formas de comportamiento. Para esto, el discurso de la elección racional resultó en una herramienta más que adecuada.

Las definiciones de vago y loco partían mayoritariamente de una perspectiva determinista. La idea de que el indigente lo era porque así creó Dios el mundo era el vehículo discursivo que fundamentaba la caridad con el desfavorecido (Castro, 2005), mientras las definiciones de las patologías psiquiátricas encasillaban los comportamientos del loco (Foucault, 2014). Por su parte, el vago, única categoría que gozaba de algo de “libertad” en estos discursos, fue cubierto por el positivismo criminológico que concebía la vagancia como la consecuencia de sujetos -o contextos sociales- deficientes que no comprendían debidamente los valores del trabajo (Melossi, 2018).

Este determinismo religioso y positivista que informaba la regulación de la indigencia durante el siglo XX en Colombia, cuyo epítome era el Decreto 1136/1970, de 19 de julio, fue paulatinamente reemplazado por concepciones que negaban la existencia de un determinismo absoluto, pero predicaban la posibilidad de condicionantes en las decisiones del ser humano. El hecho de vivir en la calle se desprendía de las ideas ligadas a la indigencia, vagancia y locura de los siglos XIX y XX, y se remodelaba a través del reconocimiento de factores que podían contribuir a que una persona habitara la calle. El riesgo aparecía como concepto central para este nuevo “condicionismo” y las políticas públicas se dirigieron inmediatamente a conjurar estos factores (Feeley & Simon, 1992).

Esta visión de la habitación de calle como una situación condicionada por distintos factores de riesgo construyó una política pública asistencialista de la pobreza que se extendía a mecanismos de vigilancia y control de poblaciones en riesgo como los jóvenes desescolarizados o en etapa temprana del consumo de droga. La definición de los factores de riesgo era una vía para dirigir la asistencia social y para llamar la atención sobre poblaciones que debían ser supervisadas para prevenir la habitación de calle.

El riesgo gozaba de la legitimidad otorgada por la idea de prevención. A pesar de que la idea tradicional de peligrosidad parecía acercarse en algunos aspectos al concepto de riesgo, el discurso era completamente distinto. La peligrosidad, dirigida por la ideología determinista, operaba fundamentalmente como un mecanismo de reacción para controlar sujetos o estados peligrosos; por su parte, la idea de prevención definida a través del concepto de riesgo se dirigía a controlar factores que se ofrecían como previos y externos al sujeto habitante de la calle. Con ello, la intervención asistencial del Estado tenía como fin garantizar que todos los sujetos tuvieran las mismas posibilidades de decisión, lo que lo hacía perder su uso como mecanismo correccionalista de sujetos. El tema ya no era acabar con el habitante de la calle, sino atacar las condiciones que podían llevar a una persona a encontrarse a sí misma en esta situación (Ewald, 1997).

El reconocimiento de los factores que generan la habitación de calle, y la intención de conjurarlos a través de políticas públicas enfocadas en ellos, buscaban garantizar que si alguien se encontraba viviendo en la calle esto fuera por su propia decisión y no por la existencia de factores externos que los obligaban a ello. Con esto en mente, la atención de la pobreza y la drogadicción aparecieron en los primeros lugares de los factores de riesgo (Gómez, 2015; Departamento Administrativo Nacional de Estadística [DANE], 2004), y la labor estatal se centró en buscar atender estas situaciones. Los programas de vivienda temporal o permanente, de satisfacción de las necesidades alimentarias y de formación para el trabajo constituyeron herramientas para neutralizar estas condiciones de riesgo. La constitucionalización del tratamiento para los adictos a las drogas a través del Acto Legislativo 2/2009, de 17 de diciembre, se enfocaba como mecanismo, ya no para controlar la decisión de consumir drogas como tal, sino para controlar un factor de riesgo que podía llevar a que la decisión de habitar la calle no fuera libre.

Por su parte, el habitante de la calle que escogía su situación con independencia de los factores de privación extrema o drogadicción era un individuo aceptado por el ordenamiento jurídico constitucional (Sentencia C-040/2006, de 1 de febrero) y debía ser tolerado en el Estado social como corolario de la libertad de expresión, el libre desarrollo de la personalidad y la dignidad humana. Pero ese derecho a habitar la calle conllevaba la obligación de someterse a los mismos controles que el resto de los ciudadanos. Así, el individuo libre era, además, responsable de sus decisiones como cualquier otro individuo enmarcado dentro del proyecto liberal. El derecho definía y reconocía al sujeto pero también lo capturaba. El habitante de la calle debía responder ante los demás, no por su decisión -legítima jurídicamente- de habitar la calle y consumir drogas, sino por los problemas que estas decisiones podían representar para terceros. Ser un individuo racional capaz de elegir la calle para vivir es también, para el discurso jurídico, ser un sujeto responsable por las propias acciones. Esta ficción de la libertad permitió establecer viejos mecanismos de control con una nueva legitimidad.

4. EL DERECHO A LA CIUDAD Y LAS OBLIGACIONES QUE CONLLEVA

Durante el siglo XX se fue dando un proceso en que la mayoría de la población se concentraría paulatinamente en las ciudades que agruparían la mayoría de la población mundial en los centros urbanos. Colombia no fue ajena a dicho proceso, y las principales urbes colombianas pasaron a agrupar la mayor parte de la población en detrimento de lo rural. Por su parte, Bogotá presentó un crecimiento que la llevaría a reunir casi una quinta parte de la población total de un país con casi cincuenta millones de habitantes (DANE, 2010).

La concentración de las relaciones sociales en los centros urbanos fue la antesala de un discurso en torno a la necesidad de estructurar técnicas de gobierno que facilitaran la convivencia en estos espacios y, con ello, de la regulación del habitante de la calle como un problema de mal uso de la ciudad. La construcción de la ciudad pasó a primer plano y, con ello, se elevó la cuestión sobre la preocupación por el espacio y la conformación de los derechos al uso de este.

Por un lado, apareció la idea de que es necesario recuperar ciertos espacios urbanos deteriorados por considerarlos patógenos para la convivencia ciudadana. La idea de la arquitectura funcional de Le Corbusier sirvió para dar una mirada sobre cómo debía ser gobernado el espacio urbano, para lo cual la Escuela de Chicago construyó un andamiaje teórico que justificaba el control del espacio (Park, 1999; Park & Burguess, 1982; Park, Burguess & McKenzie, 1929). La obsesión por el espacio y por los ecosistemas urbanos llevó a la creación de ciudades. La ville radieuse como utopía urbana (Bauman, 2013) vio la luz con el nacimiento de Brasilia. Una ciudad de espacios cuidadosamente diseñados para el orden, donde los ecosistemas se construían para una convivencia disciplinada desde el principio. El desorden, el crimen y la desigualdad no debían existir en los espacios urbanos de la capital brasileña, una ciudad burocrática e igualitaria desde su nacimiento.

Las ideas del proyecto urbanizador desprendido de las propuestas de Le Corbusier supieron expandirse por otros lugares. En Colombia, él mismo llegó para diseñar espacios urbanos a mediados del siglo XX (Martin y Ceballos, 2004). La construcción de los nuevos espacios urbanos a través de la arquitectura planificada para el orden y la igualdad comenzó a desmantelarse con la llegada de los nuevos medios de segregación de las sociedades contemporáneas. Las comunidades cerradas de habitación eran la manifestación de un fracaso en la lucha por recobrar los espacios públicos (Low, 2001).

El sugestivo writing on cities de Lefevre (1996) se convirtió en un lugar común para comenzar a construir el espacio como un derecho. Aunque el análisis filosófico de Lefevre apuntaba a mostrar la forma en que la lucha por el espacio era una ventana al problema de segregación en las ciudades, el discurso político y jurídico capturó solo su idea del derecho a la ciudad, y comenzó a forjarla a partir de visiones relacionadas con el medio ambiente, la dignidad humana y el crimen. El derecho a la ciudad se convirtió en herramienta para el gobierno del espacio, y los derechos a la seguridad, la vida en condiciones dignas, la recreación, la calidad de vida o el medio ambiente sirvieron para moldear una ideología en que la necesidad de una convivencia pacífica y agradable en las ciudades contemporáneas creaba una serie de derechos para los ciudadanos, así como unas obligaciones correlativas a estos (Borja, 2004; López, 2012), que fueron extendidas al individuo habitante de la calle como sujeto de derechos.

Lo anterior se puede observar en la Guía metodológica 5: Mecanismos de recuperación del espacio público del Ministerio de Ambiente, Vivienda y Desarrollo Territorial (MinAmbiente, 2005):

El espacio público es un bien colectivo, lo que significa que nos pertenece a todos. Su cantidad, buen estado, así como el adecuado uso y aprovechamiento que se le dé, reflejan la capacidad que tienen las personas que habitan en las ciudades de vivir colectivamente y progresar como comunidad, sin caer en visiones individualistas y oportunistas. Allí, las personas, especialmente las más pobres y vulnerables, encuentran un lugar para recrearse, conversar con sus vecinos, ejercer sus derechos y deberes democráticos, encontrándose como iguales, independiente de su condición social, raza o religión. Por ser un lugar donde las personas ejercen de forma plena su ciudadanía, el espacio público genera apropiación y sentido de pertenencia, los cuales son vitales en la cultura de una comunidad. (p. 11)

La concepción del espacio público como lugar para la materialización de los derechos ciudadanos implicaba entonces disponer de mecanismos de control que protegieran la posibilidad de todos de acceder y disfrutar de estos espacios. En esta mirada jurídica al espacio, la regulación de los comportamientos que impiden o dificultan el acceso a la ciudad es un mecanismo ineludible, que se justifica bajo la égida liberal de que los derechos deben limitarse cuando perturban el derecho ajeno. Así, la ocupación ilegal del espacio, la destinación indebida de este o la realización de otros comportamientos infractores se convirtieron en un problema, ya no de moralidad o defensa social, sino de perturbación del espacio compartido que sirvió para controlar al habitante de la calle.

Reorganizar la protección del espacio a través del crimen y las infracciones demandaba un nuevo discurso de justificación para controlar al habitante de la calle. El discurso de la defensa de la sociedad a través de la intervención frente a sujetos peligrosos o afrentas contra la moralidad pública había quedado en desuso. La crisis de la criminología positivista derivada de los cuestionamientos realizados a su objeto y método de estudio, así como a las ideologías del crimen natural y el hombre criminal, puso en jaque el discurso de justificación de las intervenciones policiales y penales que se pretendían fundadas en un conocimiento verdadero.

Por su parte, el derecho penal en Colombia tuvo su propia crisis. Aunque este había intentado resistir las formas de castigo centradas en la personalidad de los sujetos peligrosos, como el vago, el loco, o el enfermo mental (Fernández, 1982), la ciencia jurídica se construía a través de un discurso altamente tecnificado que la hacía inaccesible para los “no iniciados”. La dogmática penal italiana, ligada enormemente a los postulados de la criminología positivista, comenzó a ceder terreno ante el conocimiento jurídico proveniente de Alemania, que tenía el corte hipertecnificado del positivismo kelseniano (López, 2004). El discurso jurídico-penal tomó un camino en que los académicos serían los principales directores de una discusión permanente consigo mismos, con los profesionales del derecho y con las estructuras normativas del ordenamiento, pues su nivel de tecnificación les impedía hablar a personas sin conocimientos previos en la materia. Este alejamiento entre el discurso penal y el “pueblo” estaría acompañado de un desprestigio de los órganos de administración judicial y de los derechos penales como obstáculo al uso de la fuerza (Sotomayor y Tamayo, 2014).

La hipertecnificación del discurso penal disminuyó la capacidad de los juristas para incidir políticamente, y las nuevas justificaciones del control del crimen y la indigencia que apelaban al sentido común comenzaron a pulular. La aparición de los discursos de la nueva derecha en los Estados Unidos que admitían los problemas de definición, etiquetamiento y selectividad del sistema penal, pero afirmaban la necesidad de combatir el crimen, comenzaron a dotar de nuevos discursos de control a la criminología. En 1982, fixing broken windows (Wilson y Kelling, 2001) apareció como emblema de los nuevos discursos de control del espacio, el crimen y las infracciones. La tesis central de los autores retomaría las perspectivas de la Escuela de Chicago sobre la relación entre espacio, crimen e infracciones, para sostener que los espacios deteriorados son más propensos a carecer de control y, con ello, a ser lugares donde se cometen infracciones o pequeños crímenes, lo cual, a su vez, lleva eventualmente a la comisión de delitos más graves.

Más allá de la enorme discusión y el amplio descrédito de las ideas sostenidas por Wilson y Kelling (2001),8 el discurso de las ventanas rotas se expandió rápidamente por Europa y América Latina, acompañado de otros eslóganes de la criminología de derecha estadounidense, como la tolerancia cero o la prevención situacional (Benavides, 2008; Sozzo, 2008; Wacquant, 2004; Wacquant, 2012). En Colombia, el discurso de la pedagogía ciudadana de Antanas Mockus sería el abrebocas para la llegada de esta nueva criminología de derecha y del sentido común en el gobierno del desorden urbano. La visión de Mockus, ligada a las clásicas teorías del control, afirmaba la necesidad de fortalecer los controles informales que se ejercían sobre las infracciones y el crimen, fundamentalmente a través de la creación de una nueva cultura ciudadana.

Consiste en desencadenar y coordinar acciones públicas y privadas que inciden directamente sobre la manera como los ciudadanos perciben, reconocen y usan los entornos sociales y urbanos, y cómo se relacionan entre ellos en cada entorno. Pertenecer a una ciudad es reconocer contextos y en cada contexto respetar las reglas correspondientes. Apropiarse de la ciudad es aprender a usarla valorando y respetando su ordenamiento, y su carácter de patrimonio común. La estrategia comprende cuatro formas de acción: a) modificar ciertos comportamientos individuales y colectivos que riñen fuertemente con la vida social de la ciudad, a través de la autorregulación ciudadana, de la capacitación de funcionarios y del rediseño y la construcción de algunos espacios urbanos donde interactúan los ciudadanos entre sí y con los funcionarios; b) construir colectivamente una imagen de ciudad compartida, actual y futura, y buscar que la comprensión y el respeto de las reglas confiera identidad ciudadana y sentido de pertenencia; c) impulsar lo que tradicionalmente se reconoce como cultura, la cultura popular y las manifestaciones artísticas que puedan contribuir a generar sentimiento de pertenencia a la ciudad; d) y propiciar la participación comunitaria y la regulación de la Administración por parte de la ciudadanía (Decreto 295/1995, de 1 de junio).

La relación entre la cultura ciudadana y el espacio de la ciudad parecía inescindible, aún más cuando se hizo presente el discurso criminológico de las ventanas rotas que buscaba gobernar los espacios como mecanismos para controlar las infracciones y el crimen. El gobierno de los habitantes de la calle ya no era un asunto de anormalidad física o psíquica, sino una cuestión de cultura urbana en Bogotá. El habitante de la calle era un actor de cultura y su uso del espacio era juzgado con los mismos parámetros de los demás individuos en la sociedad.

El espacio sucio, antiestético y cargado de crimen ocupado por habitantes de la calle era un problema de y para sus habitantes. La población que se encontraba en barrios como el Cartucho y el Bronx, que fueron intervenidos para “atacar al delito”, eran mayoritariamente ocupados por habitantes de la calle que aparecían a la vez como víctimas de un espacio tomado por el crimen y como victimarios del delito. La relación entre el habitante de la calle, la suciedad del espacio y las infracciones y el crimen estaba servida, y la limpieza del paisaje urbano era una alternativa necesaria, no solo para acabar con el crimen y las infracciones, sino también para poder implementar la nueva cultura ciudadana e, incluso, para rescatar a un habitante de la calle que se concebía como cautivo de su propia situación. En alusión al programa de recuperación del barrio el Cartucho, funcionarios de la Alcaldía Mayor de Bogotá (2010) afirmaban:

Lo primero que aprendí de esta historia triste fue que el Cartucho nació del deterioro humano y urbano, la segregación y la marginalidad; también, de las decisiones administrativas, de la descomposición social, de las guerras no declaradas, de la complacencia o la indiferencia ante la ilegalidad y el fabuloso negocio del narcotráfico. Contribuyeron también, como alguien lo dijera, los urbanistas, cuando abrieron la 10a, la Caracas, la 6ª y la Jiménez, y aislaron de esa manera esta zona del resto de la ciudad. Por ello se fortalecieron los submundos ilegales que prosperaban en su “interior”. (p. 77)

La imagen del Cartucho como un espacio cargado de suciedad, crimen y habitantes de la calle era un objetivo ideal para materializar la nueva ideología de control de la indigencia como un problema urbano.9 La recuperación de Bogotá pasaba por renovar las estructuras físicas de la ciudad, pero también por controlar el uso indebido que los okupas del espacio público -habitantes de la calle- hacían de ellas. La cultura ciudadana local y nacional, y la ideología de las ventanas rotas internacional fueron los trasfondos ideológicos para controlar la indigencia para acabar con las infracciones y el crimen. El habitante de la calle dejaba de ser una amenaza en sí mismo y se convertía en un sujeto de derechos que dotado de elección racional decidía usar la ciudad de formas intolerables para la convivencia urbana.

A la expulsión geográfica que se dio de los grandes espacios ocupados por habitantes de la calle, se sumaron las regulaciones de la Ley 1801/2016, de 29 de julio, sobre los usos del espacio público. La regulación jurídica general que permite castigar administrativamente la alteración del espacio público, la ocupación arbitraria del espacio público o ciertos comportamientos típicos de quienes viven en la calle, como realizar las necesidades fisiológicas o cocinar en el espacio público, se convierten en herramientas pretendidamente neutrales para gobernar a los sujetos libres que deciden habitar la calle. Aunque es obvio que la habitación de calle es imposible sin algunos de estos comportamientos, la penalización centrada en las acciones permitidas en lugar de en las características de los sujetos permite un nuevo fundamento para seguir utilizando la fuerza del Estado a fin de gobernar al habitante de la calle en formas similares a las disposiciones del siglo XX utilizadas para controlar la mendicidad y la vagancia. Aunque el internamiento permanente ha desaparecido, el Código de Policía sigue manteniendo la posibilidad de limitar la libertad por un tiempo, y facilita a las fuerzas del Estado mantener un estricto control sobre los lugares donde el indigente es admisible.

5. CONCLUSIONES

El nacimiento del sujeto habitante de la calle como mecanismo de definición jurídico, para referirse a quienes viven en la calle, se ha cubierto de una imagen de tolerancia que parece sugerir que se ha virado hacia la aceptación de quienes antes eran encasillados en etiquetas que resaltaban su peligrosidad y su falta de capacidad para contribuir a la sociedad. Sin embargo, la reinvención liberal del sujeto ha sido una herramienta que ha permitido poner en marcha nuevos discursos de justificación que fundamentan viejas formas de ejercer control e inventan nuevas estrategias de gobierno para rehabilitar/excluir al habitante de la calle.

La concepción del habitante de la calle como un sujeto de derechos y obligaciones, en contraposición a la concepción tradicional que lo veía como un sujeto sin derechos y, por tanto, un objeto meramente de caridad o represión no parece una garantía para la participación equitativa de quienes viven en la calle, sino una creación jurídica necesaria para la actualización de diversos esquemas control en clave del constitucionalismo liberal.

El cambio en la concepción del sujeto no parece relacionarse con un interés por atenuar los mecanismos de control ejercidos sobre indigentes, vagos y locos, sino una consecuencia de la puesta en acción de discursos que sostienen la necesidad de intervenir las ciudades. La caída de la criminología positivista, el cuestionamiento de la ciencia médica y el proceso de laicización del Estado, acompañados del ascenso de la corriente constitucionalista en los ordenamientos continentales, el abandono de concepciones deterministas en favor de una visión liberal en que el sujeto aparece con la posibilidad de decidir sobre su propia vida y los cambios sobre el control del crimen que se centran en factores de riesgo para la comisión de diversas conductas desviadas, más que llevar a una revisión del lugar que socialmente ocupaban quienes habitan la calle, reformulan herramientas que permiten refinar los controles sobre estos.

La concepción liberal del habitante de la calle como un sujeto de derechos y obligaciones llevó a construir un nuevo imaginario sobre la necesidad de asistencia y control más allá de la caridad y el peligrosismo. Primero, la asistencia fue reformulada en clave de derechos. Segundo, la concepción del habitante de la calle como potencial perpetrador o víctima del crimen permitía poner en marcha mecanismos represivos de control que iban desde la vigilancia hasta el uso del aparato penal. Finalmente, la guerra contra las drogas y su posterior modificación a partir de la permisión del consumo generaron discursos que legitimaron el uso de herramientas de vigilancia, rehabilitación y represión a partir de las ideas de riesgo para el crimen, el consumo de drogas como enfermedad y la relación del consumo de drogas con el narcotráfico y otros crímenes afines.

En esta dinámica, los discursos de gobierno del espacio y control del crimen surgieron como herramientas fundamentales para legitimar el control del habitante de la calle. El discurso de los espacios deteriorados como lugares problemáticos para la convivencia ciudadana y su relación con el crimen permitió establecer mecanismos de gobierno de poblaciones que ocupaban dichos espacios, a veces a través de la expulsión, como el caso del Cartucho, y a veces de coerción a través de la regulación de los usos del espacio público en la Ley 1801/2016, de 29 de julio. Las ideas locales de la cultura ciudadana y las teorías criminológicas del realismo de derecha crearon discursos que justificaban “científicamente” el control de la indigencia.

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1 Por gobierno nos referimos al conjunto de estrategias dirigidas a encauzar los comportamientos de los individuos en un campo específico. Según Foucault (1988), esta noción nos sugiere la posibilidad de intervenir de diferentes formas —no siempre coercitivas— en los campos sociales para producir un conjunto de conductas

2El artículo 1 señala: “La población que de manera permanente vive en la calle y establece con ella una relación de pertenencia e identidad y realiza actividades de supervivencia”.

3Si bien la misma ley intenta definir por aparte estas expresiones, el resultado no es tampoco afortunado. Lo cierto es que definir una población tan heterogénea es bastante complejo, pues habitar la calle puede ir desde dormir en ella de forma permanente hasta construir sus principales relaciones sociales en esta, pasando por una larga lista de posibilidades.

4Es posible encontrar infinidad de sentencias de las altas cortes, tribunales y juzgados en este sentido. La más relevante de todas ellas fue la que por primera vez anunció que en vigencia de la Constitución Política de 1991 en Colombia quedaba despenalizado cualquier tipo de consumo de sustancias estupefacientes (Sentencia C-224/1994, de 5 de mayo).

5Al respecto, pueden confrontarse los textos referidos en la nota anterior. Asimismo, puede verse el imaginario construido en el documento emitido por la Secretaría Distrital de Integración Social (Alcaldía Mayor de Bogotá, 2010).

6En un estudio conducido durante la década de 1990, Niño (2000) mostraba cómo los ciudadanos de la capital concentraban sus miedos por la inseguridad en la ciudad en el espacio público y en la presencia de habitantes de la calle y mendigos. También algunos informes sobre el gobierno de los habitantes de la calle en la ciudad muestran una relación a veces real y otras construida discursivamente entre los problemas de seguridad y la existencia de habitantes de la calle (Escobedo, Ramírez y Sarmiento, 2017).

7Diversas estrategias de control del espacio han sido utilizadas en los últimos decenios, de ellas, la más publicitada por los propios organismos de control es la vigilancia comunitaria por cuadrantes, que consiste en la división de la ciudad en espacios que tienen sus propias comandancias de policía, encargados de controlar estos lugares en atención a sus especificidades (Policía Nacional de Colombia, 2012).

8Las ideas de Wilson, y Kelling (2001) han sido ampliamente debatidas y casi siempre desacreditadas. Al respecto, véanse Herbert (2001), Tonry (2011) y Wacquant (2004).

9La anterior afirmación es un parafraseo de la visión ofrecida por el Enrique Peñalosa en el documental danés Cities on speed: Bogotá Change dirigido por Andreas Dalsgaard, donde se difundió la visión de los alcaldes bogotanos entre 1995 y 2004 sobre los problemas de espacio y crimen de la ciudad.

Recibido: 02 de Febrero de 2019; Aprobado: 03 de Marzo de 2020

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