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Anuario de Historia Regional y de las Fronteras

Print version ISSN 0122-2066

Anu.hist.reg.front. vol.19 no.2 Bucaramanga Jul./Dec. 2014

 


De negociaciones cotidianas y de
posibilidades históricas: una
aproximación a los intercambios
entre médicos y trabajadoras.
Buenos Aires, 1870-1940*

Valeria Silvina Pita: Doctora en Historia. Profesora de la Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires, Argentina. Correo electrónico: vspita@gmail.com.

Fecha de recepción: 8/04/2014 Fecha de aceptación: 2/05/2014



Resumen

Este ejercicio histórico, anclado en la historia social con perspectiva de género, se detiene en una serie de encuentros y desencuentros entre médicos y mujeres trabajadoras con el objeto de reconocer algunas de sus características a lo largo del tiempo. Para ello, ubica la mirada en los posibles recorridos históricos de ciertas mujeres que trabajaron diaria o alternadamente y que habitaron en la ciudad de Buenos Aires (Argentina) entre las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del siglo XX. Busca de este modo delinear, a partir de las posibles experiencias de vida de distintas mujeres, los tonos de sus arreglos cotidianos con los médicos, las formas en que distintas generaciones de mujeres se entendieron con el dolor y la enfermedad y cómo, finalmente, las reuniones entre diplomados y trabajadoras, con sus asimetrías y jerarquías, requirieron de constantes y complejos tratos e intercambios.

Palabras clave: Médicos, medicina del trabajo, trabajadoras, negociaciones, experiencias sociales, género, clase.


On Daily Negotiations and Historical Possibilities:
an Approach to the Exchange Between Doctors
and Female Workers. Buenos Aires, 1870-1940


Abstract

This article analyzes the multiple concordant and discordant relations between doctors and female workers and elicits some characteristics of this relation throughout time. This study is based on a social history approach with elements of gender perspectives. The study focuses on the lives of some women who worked as daily or casual employees in the city of Buenos Aires, between the last decades of the nineteenth century and the early decades of the twentieth century. The objective is to analyze the life experiences of these women in order to outline their arrangements with doctors, the way women from various generations dealt with pain and disease, and the meetings held between doctors and female workers to make complex and constant arrangements while the entailed asymmetry and hierarchy is present.

Keywords: doctors female workers, negotiations, social experiences, gender, class.


De negociações cotidianas e de possibilidades
históricas: uma aproximação aos intercâmbios
entre médicos e trabalhadoras.
Buenos Aires, 1870-1940


Resumo

Este exercício histórico, ancorado na historia social com perspectiva de gênero, se detém numa serie de encontros e desencontros entre médicos e mulheres trabalhadoras no objetivo de reconhecer algumas de suas caraterísticas ao longo do tempo. Para isto, fixa o olhar nos possíveis percorridos históricos de algumas mulheres que trabalharam diária ou alternadamente e que moraram na cidade de Buenos Aires (Argentina) nas ultimas décadas do século XIX e as primeiras do século XX. Deste modo procura delinear, partindo das possíveis experiências da vida de distintas mulheres, as tonalidades dos seus arranjos cotidianos com os médicos, as formas em que distintas gerações de mulheres se entenderam com a dor e a doença e como, finalmente, as reuniões entre diplomadas e trabalhadoras com suas assimetrias e jerarquias, precisaram de constantes e complexos acordos e intercâmbios.

Palavras-chave: encontros e desencontros entre médicos diplomados e mulheres trabalhadoras, negociações, experiências sociais, relações de gênero e classe.


Referencia para citar este artículo: PITA, Valeria Silvina (2014). De negociaciones cotidianas y de posibilidades históricas: una aproximación a los intercambios entre médicos y trabajadoras. Buenos Aires, 1870-1940. En Anuario de Historia Regional y de las Fronteras.19 (2). pp. 365-390.



Introducción

A inicios de la década de 1880, Daniel Lizarralde, un aspirante al título de doctor en medicina por la Universidad de Buenos Aires, escribió en su tesis que a la hora de entrevistar a una paciente mujer el médico debía evitar caer en dos errores frecuentes: el primero, ser tan afable al punto de "que las preguntas pareciesen suplicas"; el segundo, emplear "[…] un lenguaje parco y austero, un tono seco y una actitud que dé a las palabras los visos de un mandato autoritario y perentorio"1. En ambos casos, afirmaba, se podía estar seguro de perder el ánimo de la enferma, la que se mostraría reservada y prevenida sin poder así el médico recoger datos útiles para formular un diagnóstico.

En ocasiones, palabras como las del universitario Lizarralde han sido comprendidas por la historiografía como una muestra de la consolidación de la medicina científica en la Argentina, al interpretarlas como parte del empeño médico para establecer, normativizar y regular un canon de aquello que debía acontecer en la clínica. Sin embargo, su escrito -como el de otros estudiantes o diplomados que por esos años dejaron sus reflexiones en papel- puede ser pensado como una respuesta a otras preocupaciones que rondaban a los médicos argentinos en las últimas décadas del siglo XIX. Particularmente, cómo interactuar con las mujeres que los consultaban cuando era corriente que las pobres y las trabajadoras se mostraran apáticas, insolentes o desconfiadas ante la presencia médica. Dichas inquietudes revelaban que las relaciones entre unas y otros distaban de ser armónicas y basadas en el respeto, la confianza y la autoridad que los profesionales de la medicina creían que debía emanar de su figura.

Este escrito busca aproximarse a una serie de encuentros y desencuentros entre los médicos y las mujeres que los consultaron; intenta en él reconocer algunas de las características que estos tuvieron como así también las tensiones, negociaciones y acuerdos que involucraron. Para ello, centra el foco en los posibles recorridos históricos de ciertas mujeres que trabajaron diaria o alternadamente y que habitaron en la ciudad de Buenos Aires, entre las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del siglo XX, las cuales residían en las viviendas colectivas de la ciudad portuaria, que compartían con otras mujeres y con sus familias: el patio, las piletas, las azoteas y los espacios comunes de los inquilinatos. Además, que asistían a las instituciones sanitarias y hacían atender a sus hijos en alguno de los consultorios gratuitos que el municipio, los gremios y las mutuales dispusieron. Pero, también esas trabajadoras frente a situaciones de parto, dolor o enfermedad recurrían a curadores no oficiales, es decir, a personas consideradas por ellas como idóneas en distintas medicinas y artes curativas, pero, que no estaban reconocidas ni habilitadas por la ley argentina para ejercerlas; será entonces a partir de sus experiencias sociales que se entreverá a los profesionales de la medicina científica.

Se aspira así, a repensar las relaciones que esas mujeres entablaron con los médicos, procurando reconocer las actitudes, los intercambios y las negociaciones que se gestaron entre ambos. Por ello, el lapso de tiempo que comprende este artículo -que abarca desde la década de 1870 hasta la de 1940- más que delimitar una periodización en los términos planteados por la historia de la medicina en Argentina, busca presentar un amplio arco temporal que permita percibir los cambios, las oscilaciones y las permanencias en los modos en que las trabajadoras y los médicos se vincularon y acordaron los términos de sus cruces y tratos.

A grandes rasgos, en Argentina, el lapso comprendido entre las últimas décadas del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX ha sido historiográficamente asociado a la formación del estado y la nación. Desde la historia socio cultural de la salud y la enfermedad -por ejemplo- se han estudiado los procesos de constitución de la medicina como una disciplina científica, de medicalización de la sociedad y de maternalización de las mujeres2. Investigaciones ancladas en la perspectiva de género, por otro lado, abordaron cómo en la comunidad médica circularon sanciones que cooperaron en construir una serie de asociaciones entre lo femenino y lo anómalo o lo deficitario, develando algunas de las operaciones discursivas e ideológicas que habían ido estableciendo, por ejemplo, que la histeria era un padecimiento coligado a las mujeres y la herencia patológica se transmitía preferentemente desde el seno materno. Estas afirmaciones, respaldadas en mediciones, comparaciones y datos asumidos como positivos y, por lo tanto, científicos, daban cuenta de las deficiencias psíquicas, morales y físicas de las mujeres y a la par, avalaban su exclusión legal de la vida pública, del trabajo y de la política. A su vez, otra línea de indagación histórica se ocupó de reconocer cómo entre las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del siglo XX, para ciertos profesionales de la medicina aquellas sanciones tuvieron determinados sentidos políticos que buscaron forjar públicamente la idea de que era la medicina científica y sus agentes quienes podían contener las anomalías que las mujeres portaban. En diversos espacios institucionales y ámbitos políticos, los voceros médicos publicitaron que eran ellos y su ciencia quienes lograrían evitar que la degeneración, la disolución social o la enfermedad se adueñaran del futuro de la nación. Pero, para ello -como argumentaron- era prioritario abarcar todo el recorrido vital de las mujeres, sobre todo si eran inmigrantes, trabajadoras o pobres. Así, para esos profesionales, intervenir sobre el cuerpo de esas mujeres se transformó en un asunto patriótico y esperaban de los gobiernos un fuerte aval para actuar tanto en las salas hospitalarias, en los consultorios, en las escuelas como también, en las viviendas populares, en las calles de la ciudad entre otros sitios e instituciones.

El siguiente ejercicio histórico se nutre de estas investigaciones y entiende que - entre las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del siglo XX- las prédicas de la ideología médica científica tuvieron en Argentina réditos de peso. Estos pueden vislumbrarse en los puestos que los médicos fueron asumiendo en la administración pública, en la construcción de nuevos establecimientos sanitarios, en la creación de las especialidades médicas y en la creciente presencia pública que ciertas representaciones en torno a lo femenino fueron ganando. Empero, esta investigación encuentra que gran parte de aquellas narrativas han sobrevalorado las capacidades de los miembros de la corporación médica tanto para llevar adelante los mentados proyectos de medicalización y maternalización como también para influir sobre los destinos de sus pacientes. Al respecto, este trabajo dialoga con un conjunto de estudios que en los últimos años se han interrogado acerca de cuanto de lo que los publicistas de la ideología de la medicina científica impulsaban se tornó efectivo, y que a la par se han interesado en examinar cómo las personas entendieron, asumieron y reelaboraron lo que los médicos decían y hacían3.

En este artículo se inquiere sobre las relaciones entre los médicos que ejercían su práctica en instancias públicas, en las habitaciones de los inquilinatos o en los consultorios gratuitos y las mujeres que los consultaban. Tal interrogante permite organizar de un modo distinto la discusión sobre los procesos asociados a la medicina científica, su poder de intromisión y su constitución como saber. Así, en las páginas que siguen, el lente se enfoca en las huellas de las experiencias sociales de ciertas trabajadoras que en distintos momentos del siglo XIX o XX y con singulares expectativas se vincularon con los profesionales de la medicina científica. Al orientar la mirada hacia esas mujeres los discursos de la ideología científica y las instituciones como instancias de control social se vuelven menos poderosas y el argumento de que el éxito de las intervenciones médicas se cifraba en el arte de saber preguntar, de encontrar el tono justo y de guardar una estricta distancia por parte del médico debe ser revisada. Las historias que se enlazan en este trabajo se alejan de estas conjeturas al exhibir que entre médicos y pacientes no se trató simple y unidireccionalmente de vencer resistencias o aceptar injerencias, pues ni sus encuentros ni sus relaciones estuvieron pautadas de antemano. Por el contrario, como lo insinuó el tesista Lizarralde, se trataba de crear una base de avenencia que habilitara diálogos e interacciones entre unos y otras, lo que implicó el trabajo continuo de convenir para llegar a acuerdos que involucraran a ambas partes.

En las páginas que siguen se busca delinear, a partir de las posibles experiencias de vida de un grupo de mujeres, los tonos de esos arreglos; pero, aún más, se intenta exponer cómo a lo largo del tiempo que aquí se abarca, las concurrencias y reuniones entre diplomados y trabajadoras, con sus asimetrías y jerarquías, requirieron de constantes y complejos tratos, negociaciones e intercambios.


De últimos recursos

En 1890, Dolores del Moral tenía 66 años de edad, había nacido en la provincia mediterránea de Córdoba, pero había vivido gran parte de su vida en Buenos Aires. Fue en esta ciudad donde la morena4 -eufemismo con el cual se indicaba su color de piel y sus rasgos africanos- había comenzado a los doce años a trabajar como lavandera, su buena constitución física le había permitido llevar sin problemas su oficio. Así, diariamente a lo largo de muchos años cargaba "en la cabeza grandes atados de ropa",5 recorría la distancia entre su casa, una pieza de inquilinato en el borde sur de Barracas, y la de sus clientas y de ahí hasta el río "sin fatigarse ni mostrar síntomas de cansancio".6 A los quince años se había casado y poco tiempo después tuvo familia, su primer parto de doce. Según era aceptado en la parroquia donde vivía y por algunos de los vecinos que la socorrían, su marido había fallecido y ella "trabajando de rodillas de sol a sol" había "soportado con energía la doble carga de su numerosa familia y la ruda tarea de su oficio"7.

La lavandera había gozado de buena salud hasta sus cincuenta años. Esta ni siquiera se quebrantó durante la epidemia de fiebre amarilla en 1871 ni en la de cólera años después. En la primera mitad de 1871, cuando el vomito negro se había afincado con virulencia en Buenos Aires, algunos de sus hijos se habían enfermado y uno fallecido como también varios de sus vecinos del conventillo, quienes al decir de un empleado municipal eran los "constantes proveedores de los cementerios".8 Para Dolores, los meses de la peste habían sido un tramo difícil, con sus hijos aquejados por la enfermedad, las calles desiertas, sus clientas fuera de la ciudad y la presión de los señores de municipales que con la policía revisaban las casas imponiendo multa tras multa -como justificaban en las notas que redactaban- "por no estar en las condiciones higiénicas que el Reglamento exige"9.

La lavandera había sobrevivido, contradiciendo lo que desde la prensa algunos médicos afirmarían tiempo después acerca de que los afro-descendientes habían sido los más proclives a contraer la peste. Sin embargo, pasado unos años de la epidemia, Dolores comenzó a sentir "fuertes dolores en el lado izquierdo del vientre". Según expresaba, esos malestares, que "la inquietaban mucho"10, habían comenzado cuando las reglas la habían abandonado; pero obligada a darle el pan a su familia, continuó trabajando.

Con el tiempo sus achaques fueron empeorando. En 1885, se percató de que su "vientre se abultaba". Luego de probar algunos ungüentos caseros, decidió vencer su aversión a los médicos y visitar a uno que tenía una consulta en las cercanías de la casa de inquilinato en la que vivía. Este le recetó "algunos purgantes y una untura", que compró en la farmacia y luego se aplicó. Pero el tratamiento no dio resultado. Viéndose "en circunstancias tan desfavorables", Dolores volvió a probar suerte en unos consultorios médicos gratuitos donde "le aconsejaron dirigirse al hospital"11. Al escuchar semejante orientación, decidió no hacer caso y, aunque adolorida y con un vientre cada vez más prominente, siguió con su vida.

Nuestra lavandera no era la única que desconfiaba de la palabra de los médicos diplomados. En aquellos años, otras trabajadoras también recelaban de ellos y de sus indicaciones y tratamientos. Este fue el caso de Catalina Odera de 56 años, quien se presentó en uno de los consultorios gratuitos del Círculo Médico Argentino por unos fuertes dolores en la zona del bazo y fue diagnosticada como enferma de bocio, lo que ella habría considerado errado, decidiéndose -según informó uno de los médicos que la atendió- a no retornar a la consulta.12 Estela Vergara, una planchadora argentina de 25 años que también se fue a atender al mismo consultorio, luego de recibir las indicaciones sobre el tratamiento terapéutico que debía realizar, resolvió no volver. Un tiempo después, en la misma consulta, una mujer francesa de 47 años, que expresó tener sudores nocturnos y temblores diurnos recibió un diagnóstico y las indicaciones para realizar un tratamiento terapéutico, pero, según reseñó el médico interviniente la mujer "no ha vuelto al consultorio".

Dolores del Moral luego de desoír la recomendación médica de dirigirse al hospital siguió trabajando por dos años más. Pero, hacia 1888 ya no pudo continuar. Desde entonces, había estado postrada en la cama de su habitación de la calle Brasil, siendo asistida por algunas de sus hijas y por los auxilios que le ofrecían varias mujeres para las que ella había trabajado lavando ropa en el pasado.

Fue una de esas mujeres, quien desde hacía unos meses "la socorría con el óbolo de la caridad", la que le insistió a la lavandera para que se dejara ver por un otro médico diplomado. Para la morena no debió ser fácil mantener la negativa a ser asistida por otro médico; sus experiencias previas la habían conducido a no querer tener contacto con ellos. Pero en ese momento no estaba en condiciones de poner en riesgo su propia supervivencia, pues quién le insistía en dejarse revisar era la persona que diariamente se acercaba a su cuarto de alquiler con comida y ropa limpia. Tampoco parecía que tenía mucho más que perder. Así, unos días después, su antigua clienta llegó a su cuarto de inquilinato acompañada de un médico de su confianza. Este, una vez que practicó varios exámenes, tuvo un diagnóstico: Dolores padecía a causa de un tumor y el mismo debía ser extirpado, pues debido a su tamaño (luego se comprobó que pesaba 37 kilogramos) ya tenía una importante obstrucción respiratoria, un cuadro de desnutrición y problemas digestivos que solo tendrían recuperación si la mujer se sometía a una intervención quirúrgica.

Inicialmente, la mujer rechazó operarse. Su aversión a los hospitales y a los médicos la habían resignado a vivir en una cama convencida de que "su fin estaba próximo". Como otras trabajadoras, la lavandera no solo recelaba de los médicos y sus métodos curativos sino que también tenía temor a las intervenciones quirúrgicas y más aún a morir en una cama hospitalaria.

A finales de siglo XIX, la idea de que los hospitales eran sitios de muerte o donde recurrir cuando no había otra opción tenía peso entre las mujeres de la clase trabajadora de Buenos Aires. Así lo creía Carolina, una costurera italiana de 42 años, que tomó la decisión de llegarse hasta un hospital, luego de doce años de padecer de menstruaciones dolorosas y de haber sufrido siete abortos a causa de un fibroma. Mas aunque su caso demandó una intervención quirúrgica, esta fue definida por el cirujano que la atendió como "totalmente inocua"13. En una situación semejante estuvo María, una mucama argentina de 18 años de edad, quien también llegó al hospital como un último recurso ante su padecimiento, saliendo de este "completamente sana" después de haber sido intervenida quirúrgicamente; no obstante, el éxito de la medicina científica en casos como estos no era lo suficientemente estruendoso para generar una mayor confianza entre las trabajadoras hacia aquella y sus representantes.

Otras experiencias, las menos exitosas, resonaban en los patios de los inquilinatos, en los talleres de costura, en los puestos del mercado. Pero también en la prensa y en los anales médicos. Mientras Dolores se debatía sobre si aceptar la decisión médica o terminar sus días en una cama, un joven médico del Hospital Rivadavia se lamentaba frente a la muerte de una joven obrera de 20 años, quien luego de su parto y a pesar del tratamiento antiséptico realizado había fallecido a consecuencia de la fiebre puerperal. Su parto había sucedido sin complicaciones, salvo que la placenta había salido en trozos. Pero, según el médico, no había causas aparentes que pudieran pronosticar ese final. No obstante, una vez realizada la autopsia, descubrió que la infección había avanzado irremediablemente en silencio durante dos días pues la sonda que se había empleado para lavar el útero era más corta. Por lo tanto, las inyecciones intrauterinas no habían tenido el efecto esperado. Preocupado dio a conocer el caso, convencido de que así se podrían evitar otras muertes. Invitaba, entonces, a sus colegas a prestar más atención a las características físicas de la matriz y del cuello del útero como también a continuar con este tipo de prácticas entendiendo que el éxito se alcanzaría tras arduas prácticas14. Pero, así como algunos médicos confiaban en que la práctica otorgaría las pericias necesarias para no errar, entre ciertas trabajadoras las intervenciones médicas sobre sus cuerpos continuaban despertando certeros temores. Más aún cuando por ejemplo la muerte sorprendía en los hospitales a parturientas jóvenes y sanas, quienes quizás bajo la atención de comadronas experimentadas hubieran logrado que la placenta se desprendiera entera.

Desde la década de 1870, los partos se habían vuelto un asunto de importancia para un sector de la corporación médica inserta en las cátedras universitarias, en las salas hospitalarias y en el Consejo de Higiene de la provincia. No obstante, el número de mujeres pobres o trabajadoras que terminaban pariendo en las dependencias sanitarias públicas era bajo15. Para Dolores como para otras trabajadoras que vivieron en Buenos Aires, en la segunda mitad del siglo XIX, parir era un asunto que se resolvía en los dominios de la vivienda y entre mujeres.

Nuestra lavandera no pudo saber el destino de aquella obrera que falleció luego de dar a luz en el Hospital Rivadavia; acaso si conocía algún caso semejante y con igual suerte. Ella como sus hijas habían parido en sus cuartos de alquiler con la asistencia de otras mujeres con quienes compartían el patio del inquilinato y la parroquia y cuyos honorarios resultaban significativamente menores a los de los médicos16. A su vez, Dolores, como otras trabajadoras, cuando sus hijos habían tenido estreñimiento no los había llevado al médico sino que los había purgado con jarabe de achicoria. Tampoco lo había hecho cuando estos tenían la lengua blanca, decidiéndose por que le curasen el empacho con palabras o tirándoles el cuerito17. Y cuando había recurrido a ellos como un último recurso, el resultado no fue el esperado. Sin embargo, a los 66 años y dependiendo para su sostén de la mano de caridad, encarnada en su antigua clienta, quién no solo oficiaría en este caso como intermediaria sino también con el peso de quien se sabe portador de un cierto poder, la lavandera aceptó la intervención quirúrgica. Pero, la presión de quien la socorría cotidianamente no generó que Dolores aceptara la intervención del médico de manera incondicional. A pesar de que en la balanza de la negociación el peso pareciera que no se inclinaba a favor de la lavandera, esta hizo que -como el mismo cirujano dejó constancia- para convencerla tuviera que comprometer su palabra, ya que tal como registró "no titubee en asegurar a la enferma que su mal, si bien era grave, podía curarse".

Este tipo de aseveraciones bien podían poner de relieve la autoconfianza de los diplomados en sus saberes y pericias, no obstante, también pueden ser entendidas como una forma de aproximarse a la paciente a partir de un compromiso, en el cual el médico intentaba dar una respuesta que trajera algo de consuelo a la enferma, y a la par construir un trato basado en cierta confianza. Al volver a revisar el caso de Dolores, se pueden ubicar otros gestos en este sentido. Por un lado, el diplomado dejó su consultorio o el lugar donde atendía para acompañar a una conocida suya hasta el cuarto de un conventillo. Por el otro, le ofreció gratuitamente sus servicios y una vez que ella le presentó sus objeciones, intentó convencerla dándole su palabra de que la intervención que le proponía tenía sus riesgos pero también serias probabilidades de mejorar su estado. En las últimas décadas del siglo XIX, otros médicos tuvieron gestos similares, tras los cuales buscaron hacer más accesible su arte del curar, flexibilizando sus posiciones sobre los requisitos a cumplir en el caso de algunos tratamientos o renunciando a sus honorarios, en suma, distintos gestos que algunos galenos dispusieron como parte de la negociación cotidiana con aquellas mujeres de la clase trabajadora que se acercaban con recelo a la consulta profesional.

Este fue el caso de un practicante que tuvo que recibir en un consultorio hospitalario a una cocinera de origen italiano. Ella le había expresado que sufría mucho y que no podía "continuar más en este estado". Pero, cuando aquel le había pedido que se desvistiera para revisarla, la mujer se negó, teniendo que, según lo escribió el joven médico, "insistir y desplegar lujo de erudición"18 para convencerla de que sólo procediendo de este modo se podría saber qué enfermedad la aquejaba. Escenas como estas ponían en evidencia la falta de confianza de las mujeres en los médicos diplomados y simultáneamente los gestos que ellos articulaban para acceder a ellas.

Finalmente, la lavandera aceptó. Unos días después, fue llevada de su casa y operada en presencia de diez médicos19. Dos semanas más tarde, el cirujano revisó la herida, confirmándole que ésta estaba sanando y que afortunadamente no estaba infectada. Aún cuando la fiebre la había molestado en los últimos días, según el doctor, era fruto de una "enfermedad eruptiva"20 que pronto iría cediendo. El médico estaba en lo cierto, la morena se recuperó y tan agradecida estaba que cuando este le propuso que se sacara una foto al lado de su quiste que había sido preparado por un bioquímico y que lucía como una gran bola brillosa, Dolores no dudó y posó junto a él21.


De batallas cotidianas

Seguramente, la lavandera Dolores luego de la operación asumió que "ponerse en las manos del médico"22 le había salvado la vida. Pero su nueva idea acerca de los médicos no era ampliamente compartida entre el resto de las mujeres de su familia ni por sus vecinas. A fines del siglo XIX, en la ciudad de Buenos Aires no eran pocas las mujeres de la clase trabajadora que antes de acudir a un médico diplomado, preferían recurrir a otros curadores no oficiales.

Las preferencias entre las trabajadoras por otros sanadores eran reconocidas por los médicos argentinos, quienes se lamentaban al respecto. En ocasiones, entendían que las enfermas habían soportado inútilmente dolores y molestias cuando, como explicaba el médico que atendió en 1891 a la costurera Carolina, una simple operación la hubiera salvado de "arrostrar los padecimientos de una enfermedad por toda la vida"23. En otras, los médicos buscaban a sus pacientes, llegándose como en el caso de Dolores hasta donde vivían para comprometerlas en los tratamientos. Pero, también, entre los galenos las opciones de las trabajadoras ante sus problemas de salud generaban reproches y acusaciones. Esto sucedió por ejemplo en 1905 cuando un practicante de medicina, es decir, un estudiante de los últimos años, que estaba encargado de la sala de partos de un hospital capitalino registró la llegada de una parturienta auxiliada por dos agentes policiales. Su reacción, entre adversa y azorada, no radicaba en quienes la acompañaban sino en que tenía colocado en su canal de parto un par de fórceps con una criatura a medio nacer. Según registró, al no haber demasiado tiempo intentó operar en la misma camilla de la recepción con tal suerte que ni la criatura ni la mujer sobrevivieron.

Para el practicante, este tipo de situaciones en que "las embarazadas llegaban al servicio en trabajo avanzado, suministraban por sí mismas más de la mitad de la mortandad infantil" de ese hospital público. Como siguió explicando, "son realmente grandes los prejuicios que la falta de preparación y de conciencia de parteras", quienes sólo cuando reconocían que la situación era irreparable, "mandan a llamar a la ambulancia o a la policía para que lleve a algún hospital a la parturienta"24. Para aseverar sus dichos, continuó describiendo las marcas que los fórceps dejaban en la cabeza de las criaturas, de los fetos, en las paredes vaginales y en el cuello del útero de las madres, "casos todos desgraciados", como aclaraba, y a los cuales "había que poner fin"25.

A simple vista, su registro daría cuenta de las denuncias de los médicos diplomados en torno al ejercicio de comadronas y parteras que asistían en sus domicilios a las parturientas. Sin embargo, dicho escrito también puede informarnos en otros sentidos. Si se presta atención a los daños físicos que el practicante describió, esos "casos todos desgraciados", cuyas huellas eran asociadas a la supuesta impericia de comadronas y parteras, se hallaban también en los registros hospitalarios y en las crónicas que en esos mismos años los médicos publicaron. Tales evidencias permiten desdibujar las supuestas distancias y diferencias que se publicitaban entre las formas de asistir los partos de las comadronas, las parteras y los médicos, situándolos en un marco de cierta semejanza, ya que el uso por ejemplo de fórceps era común tanto en la sala de maternidad como en las casas de inquilinato.

Las trabajadoras de Buenos Aires no leían los artículos que los distintos médicos publicaban en la prensa especializada. Pero, la experiencia hospitalaria de unas, los dichos y corridos sobre el hospital como un lugar donde ir a morir, el contacto fallido con algún que otro doctor, podrían indicar un camino para comprender las distancias y negativas de aquellas para ponerse en las manos de los médicos diplomados.

Aunque en 1891 la lavandera Dolores podía agradecer la ciencia de los médicos, el recelo entre las trabajadoras de su familia y de su barrio hacia la medicina científica y sus representantes era poderoso. Dolorosa, su hija menor, por ejemplo, a pesar de que un cirujano había salvado la vida de su madre, seguía desconfiando de los médicos diplomados, de sus palabras e intervenciones. Pero su rechazo estaba asociado a otras experiencias, una serie de encuentros desafortunados, que habrían definido su mirada acerca de la medicina científica y sus hombres. Detengámonos un poco en su historia.

Dolorosa también era lavandera y como su madre, estaba a cargo de sostener a sus hijos. Habitaba en un populoso conventillo y como otras trabajadoras, se había topado con algunos doctores no solo en los consultorios médicos sino en sus propias viviendas. En parte, eran los inspectores de la municipalidad que revisaban los pisos, patios, techos, ventanas y sumideros de las casas colectivas, quienes traían a los médicos diplomados a la cotidianeidad de los inquilinatos o mejor dicho eran los inspectores quienes llevaban las palabras de los médicos a las viviendas de mujeres como Dolorosa. En el inquilinato de la calle Comercio hacía unos años, la Comisión de Higiene había pedido el desalojo por "malas condiciones de higiene y solidez",26 mientras que en una de la calle Belgrano al 1000 se había impuesto una alta multa por tener -según el inspector que lo visitó -"el patio, letrina y sumidero en pésimo estado y malas condiciones higiénicas".27 A veces eran los mismos médicos los que actuaban. Así sucedió en uno de los conventillos de la calle Libertad al 800. El médico de la sección municipal había sido llamado para que atendiera a unos enfermos de viruela. Pero el diplomado, una vez que se había retirado del lugar, había denunciado "el pésimo estado de la casa"28 ante el director de la Asistencia Pública, quien poco tiempo después ordenó el desalojo de las casi cuarenta familias que ahí vivían.

Las inspecciones, las multas, los desalojos o inhabilitaciones no eran cuestiones aisladas que pasaban de vez en cuando en Buenos Aires. Por el contrario, estas formaban parte de la cotidianeidad e involucraban una serie de arreglos precarios, tensiones y conflictos. Ciertamente, desde comienzos de la década de 1870, tras la higiene y la salubridad de las casas colectivas, de las plazas, de las calles y de los mercados se libraba una compleja batalla, en la cual los agentes de la municipalidad buscaban reordenar los modos de vivir en la ciudad. Así, con las banderas contra las epidemias, las infecciones, los miasmas o los microbios, las autoridades públicas intentaron intervenir y regular la vida cotidiana, los espacios de trabajo y de descanso de la clase trabajadora porteña. Hacia la última década del siglo XIX, las políticas reguladoras ganaban ímpetu amparadas en la ideología de la medicina científica y en el temor que despertaba en las elites la presencia en la ciudad de cientos de miles de inmigrantes, con sus formas de vida, hábitos y culturas.

En ese contexto, la forma cómo vivían los trabajadores y sus familias se había transformado para las autoridades públicas en un asunto preocupante y, más aún, en un asunto de intervención política. Para mujeres como Dolorosa que debían vivir de su trabajo y además sostener con su trabajo a sus hijos, las ordenanzas municipales y las palabras de los sanitaristas tenían efectos en sus vidas. Así, por ejemplo, si la casa de inquilinato era multada por sus condiciones insalubres, el costo del alquiler de los cuartos se incrementaba; lo mismo sucedía si los inspectores determinaban que era necesario "blanquear y pintar las habitaciones"29, "[…] construir pisos […] en las habitaciones que los tienen de ladrillo, aumentar la vereda que existe hasta cinco varas […], consolidar el resto de piso que es de tierra, con cascote"30, como una manera de evitar el cierre o el desalojo.

A su vez, en la medida en que las ordenanzas y reglamentaciones municipales sobre las viviendas colectivas fueron refinándose, intentando de este modo regular las maneras de vivir, los propietarios y los encargados de estas fueron estableciendo una serie de condiciones que llamaron reglamentos internos. A partir de estos intentaron contar con un instrumento capaz de ofrecerles garantías para poder demandar judicialmente a sus inquilinos, por ejemplo, ante la falta de pagos 31. Pero a la par, esos reglamentos buscaron depositar en los inquilinos parte de las responsabilidades sobre el orden y las pautas de conducta que se debían observar, como una manera de sortear los juicios morales que acompañaban a las definiciones de hacinamiento e insalubridad. Algunos reglamentos, por ejemplo, indicaban que "el orden y la moral son exigidos estrictamente a todos los inquilinos" como también que "[…] el dueño de la casa se reserva el derecho de inspeccionar las habitaciones para ver si se encuentra en el estado de limpieza que la higiene requiere"32. Cuando hacia la década de 1890, los reglamentos comenzaron a prosperar, la capacidad de negociación de quienes alquilaban un cuarto en un inquilinato se vio afectada, sobre todo cuando la demanda de cuartos subía.

Para mujeres como Dolorosa las definiciones de los hombres del municipio y de los diplomados en medicina sobre la higiene, la salubridad, las enfermedades y los usos que los propietarios de las casas colectivas podían hacer de estas cuestiones no eran lejanas. Sabía que un inquilino principal podía apelar a cualquiera de esas definiciones para negociar a su favor e incrementar el costo del alquiler o para evitar el cierre de su negocio ante la presión de los municipales o de la policía, la que también intervenía en este tipo de asuntos. También las habría escuchado de los médicos, cuando al asistir a alguno de los consultorios gratuitos, los diplomados apelando a "los peligros morales", "las enfermedades latentes", "la higiene", "la influencia del medio", se arrojaban el derecho de dar consejos y de "entremeterse" en asuntos que superaban estrictamente el marco de la consulta médica.

Una de las vecinas de Dolorosa, una obrera de un taller, sin quererlo ni buscarlo había tenido que escuchar a un doctor que se había llegado hasta su habitación. Según habría entendido la lavandera, el médico había ingresado al conventillo preguntando por uno de los hijos de la obrera, a quién veía todos los días jugando en la puerta de la vecindad. Justamente, una mañana al no divisarlo, preguntó por él a un grupito de niños, quienes le dijeron que el pequeño estaba enfermo. Sin más, el médico ingresó al conventillo y "en la última pieza, tirado sobre un camastro" encontró al pequeño y a su madre a quien interrogó sobre quien cuidaba de él. La mujer le había dicho "un curandero". Ante lo cual, el hombre le había respondido "desde hoy lo cuido yo"33. Pero, el asunto no terminó ahí, pues poco después el doctor le anunció que el pequeño en realidad no estaba enfermo sino triste, ante el cuadro "de fealdad de aquella habitación miserable"34. Para la obrera escuchar tales palabras no había sido fácil. Pero decidió guardar silencio y agradecer su interés, despidiéndose para continuar con sus quehaceres.

Un par de años después, fue Dolorosa en persona la que decidió no callar y pudo demostrar abiertamente que sabía reconocer lo qué era beneficioso o no para ella y para sus hijos. La oportunidad se presentó a comienzos de 1895, cuando se hizo público que la municipalidad de Buenos Aires había prohibido a las lavanderas continuar trabajando en el Río de la Plata, precisamente en la región cercana al Paseo de Julio. A partir de entonces, deberían hacerlo en los lavaderos habilitados por la Municipalidad, abonando un tributo diario para usufructuar las piletas, amén de tener que caminar -en muchos casos- un largo trecho para llegar hasta ellos.

Según los municipales, la instalación de los lavaderos respondía a una decisión de higiene pública, justificada en "el progreso, la fiebre amarilla, la difteria, el cólera y hasta la peste bubónica"35. Desde hacía años, la autoridad pública de la ciudad había ido restringiendo el uso del río mediante ordenanzas impuestos y multas. Tales medidas habían generado que un sector de las lavanderas se retirase del río para lavar en las piletas de los patios de sus viviendas. Pero, en 1887, una nueva ordenanza prohibió lavar y tender la ropa en los patios y azoteas de las casas de inquilinato, fondas y bodegones, acortando las posibilidades de muchas al imponer altas multas. Aunque no pocas lograron sortear las regulaciones interpuestas tanto por la falta de personal municipal como por los acuerdos y negociaciones que podían establecer con los inspectores o los agentes policiales, año tras año los controles en nombre de la higiene y de los perjuicios que las lavanderas ocasionaban convirtiendo el río y sus propias viviendas en "focos permanentes de infección36 fueron incrementándose.

Así, para el verano de 1895, cuando la disposición municipal se hizo de conocimiento público, las lavanderas entendieron que les estaban colocando un cepo mayor, decidiéndose a marchar juntas hasta la sede del gobierno municipal para exigirle al intendente que diera marcha atrás.

Entre esas mujeres estaba Dolorosa quién cuando un reportero de La prensa se acercó a preguntar qué hacían, se adelantó y le explicó por qué estaban en las calles:

[…] al hacernos retirar del río y viéndonos obligadas a ganar el sustento para nuestros hijos tenemos que lavar en nuestras viviendas, que generalmente son en esas casas de vecindad habitadas por mujeres de nuestro oficio, donde nos vemos obligadas a aglomerarnos sobre la pobreza en que vivimos [y] las inmundicias de las aguas servidas del lavado, que tras de la miseria vendrá sobre nosotras y nuestra familia la epidemia de la enfermedad por falta de condiciones de higiene37.

Dolorosa ponía en evidencia que en Buenos Aires existía un grupo de trabajadoras que se presentaban públicamente como responsables del sostén de sus hijos, y que no solo conocían los principales argumentos de la ideología higienista sino que también podían emplearlos a su favor. De tal forma, luego de años de escuchar sobre lo riesgoso de las inmundicias de las aguas servidas, el peligro de las epidemias por ausencia de higiene, la asociación entre enfermedad, hacinamiento y pobreza, y de ser señalada como la responsable por ignorancia de esos males, la lavandera fue capaz de invertir la carga de la prueba. Pero, por sobre todo, esta mujer fue capaz de politizar los términos en los cuales se justificaba desde la autoridad municipal y sus técnicos la prohibición de lavar en el río, indicando cómo en nombre de la higiene se ponía en marcha una medida de exclusión social que cercenaba sus posibilidades de obtener su sustento.

En los próximos años, Dolorosa debería afrontar nuevos y renovados intentos de regulación sobre su trabajo, su cuerpo y sus valores por parte de diversos funcionarios, inspectores, médicos y publicistas de la ideología higienista. A pesar de que las palabras e intervenciones de estos hombres resonaron e impactaron en la lavandera, no siempre resultaron en el sentido en que ellos esperaban.


De complejos intercambios

El fin del siglo XIX fue un tiempo de prédicas en torno a los peligros que entrañaba para la nación y para una populosa ciudad como la de Buenos Aires, el crecimiento urbano, al arribo de cientos de miles de inmigrantes, la ausencia de obras de infraestructura sanitaria, las epidemias o -como varios contemporáneos se empeñaron en afirmar- las enfermedades asociadas a "la mala vida". Mujeres como Dolorosa eran las protagonistas de muchas de las alocuciones de estos publicistas quienes notablemente influenciados por lecturas evolucionistas, racialistas y positivistas entendían que en los vientres femeninos se libraba una batalla a ganar.

Las palabras de los diplomados fueron útiles para transformar lo político en asuntos de biología y naturaleza, habilitando viejas y nuevas desigualdades y jerarquías sociales. Con frecuencia, los argumentos médicos acerca de las mujeres avalaron la exclusión de éstas de la escena pública, pero también fueron empleados para justificar la relevancia pública que tenía la medicina científica y sus representantes. Dicho de otro modo, era en esa intervención política sobre las mujeres, respaldada en palabras, protocolos y redes, asumidas como científicas, que los médicos buscaron edificar su legitimidad como actores insoslayables al ejercer un poder sobre un sujeto excluible por una naturaleza que solo ellos podían comprender, cambiar, curar, en síntesis, tutelar.

El siglo XX despuntó con más obras de salubridad, más controles sobre la ciudad, nuevos y modernos gabinetes, laboratorios, hospitales, dispensarios y dependencias sanitarias. Sin embargo, los balances médicos marcaban magros resultados. Un sector nutrido de trabajadoras no solo continuaba teniendo a sus hijos a manos de comadronas y parteras sino que cuando asistían al hospital o a la consulta se mostraban distantes, apáticas y hasta insolentes, a los ojos de esos hombres de ciencia. Se hizo necesario entonces, intentar llegar de otras formas, por otros canales y con otros instrumentos. Así, para algunos técnicos y profesionales, la escuela pública se transformó en un ámbito ideal de inculcar conocimientos y valores en pro de crear madres argentinas, sanas, responsables y amorosas38.

Ni Dolores ni su hija Dolorosa ni la hija de esta asistieron a la escuela pública. La primera porque quienes no poseían sus papeles de libertad no podía hacerlo ni siquiera en las escuelas para niñas de color que las señoras de la Sociedad de Beneficencia administraban. La segunda porque su madre así lo había decidido, necesitada de tener quien la ayudara en el trabajo y con los quehaceres cotidianos. A su turno, Dolorosa envió a sus dos hijos varones a la escuela para que aprendieran a leer y a escribir.39 Pero, una vez que adquirieron cierto manejo, seguramente para los técnicos del Consejo Nacional de Educación, "una instrucción muy rudimentaria"40, abandonaron la escuela para comenzar sus días como pequeños trabajadores41.

En cambio, a su tiempo, la hija de Dolorosa, llamada Dolor, inscribió a sus hijos en la escuela elemental. Para ella era un esfuerzo importante, pues al asistir a la escuela disminuía el dinero que ingresaba a casa. Afortunadamente, los pequeños recibían todos los días un gran vaso de leche. Los maestros lo llamaban copa de leche y -según afirmaba la directora del establecimiento escolar- había sido la idea de un importante médico. Según lo expuso en un acto al que los padres fueron citados:

[…] la lucha por la vida es penosa, y los espíritus que no tienen la fortaleza y energía que se necesita, para triunfar y mostrar a las contrariedades que se empeñan por agobiarnos por fuerza de sus azotes, necesitan el apoyo moral de la sociedad42.

Para la directora, la copa de leche era una especie de arma de combate no sólo contra el hambre, como entendía Dolor, sino también contra la debilidad, la lucha diaria por la vida sobre la enfermedad y, como continuaba diciendo contra "el vicio", al ser los niños "probables víctimas del extravíos a que conduce una vida que no es la de los buenos"43.

Dolor escuchó la alocución de la directora, asumiendo que en parte tenía razón, la escuela y su copa de leche eran buenas armas y servirían para que sus hijos pudieran obtener un mejor trabajo. Ella, gracias a una española, había aprendido el arte de cortar y coser camisas. Lo hacía en su pieza para "una casa por mayor", lo que significaba que trabajaba diariamente, cobrando por la cantidad de camisas que confeccionaba. En varias oportunidades, Dolor había buscado emplearse en un taller, donde podía percibir un salario más alto. Sin embargo, había sido rechazada. Algunas de sus vecinas habían ingresado a los talleres de Alpargatas, otras en los de Ángel Bracera, y pese a que se lamentaban de las largas jornadas, la mirada constante del capataz y de lo magro de sus salarios, para ella esas mujeres estaban en mejores condiciones de trabajo. A Dolor le habían rebajado la tarifa de las costuras en demasiadas ocasiones, so pretexto de que "la competencia comercial era furiosa", la falta de ventas o los desperfectos en su trabajo44.

Cada mañana, Dolor salía de su casa con el atado de camisas confeccionadas. Su madre, de pequeña, le había enseñado a llevarlas en la cabeza. Sin embargo, la costurera había dejado de hacerlo así pues desde hacía un tiempo sentía un profundo dolor en su cuello y espalda. Por ello había probado con infusiones de corteza de sauce, como le había recomendado un curandero y con unos ungüentos que otro le había preparado. También fue a la Droguería Popular en la calle las Artes para comprar un frasco del tónico de Iberbiotini, que se decía obraba milagros fortaleciendo a los organismos debilitados, permitiéndoles en poco tiempo "soportar sin gran fatiga ejercicios físicos"45. Pero sus esfuerzos no fueron compensados, decidiéndose por concurrir a los consultorios de la Asistencia Pública de la municipalidad.

Optó por ellos, pues eran totalmente gratuitos, es decir no se requería la tramitación de un certificado de pobreza, la que la hubiera obligado a concurrir hasta el Juez de Paz de su parroquia para que le labrara uno. Una comadre le había dicho que debía ir temprano, pues el lugar se llenaba pronto. Dolor así lo hizo. Luego de esperar toda la mañana fue atendida. El médico la hizo sentar en una silla y comenzó a hacerle algunas preguntas, mientras llenaba una planilla con su nombre, edad, lugar de residencia, lugar de nacimiento, número de hijos. Después le preguntó el motivo de la visita. Dolor le contó de su padecimiento, recibiendo a cambio una receta que debía llevar a alguna de las boticas municipales y la indicación de tomar unas píldoras de cafeína dos veces por día. En unos minutos, el médico había despachado a Dolor, quien había perdido casi todo el día de trabajo y con seguridad perdería el siguiente, cuando fuera a buscar las píldoras recetadas.

Hacia el cierre de la primera década del siglo XX, situaciones como esta no eran extrañas. En realidad, se habían transformado en un asunto tan corriente que hasta el director de la Asistencia Médica de la Municipalidad de la Capital lo había consignado con mucha preocupación en su informe anual. Según este:

[…] el ejercicio de la medicina efectuada en esta forma [por los consultorios] es menos perfecta y eficaz […], pues a fuerza de pretender salvar sumariamente una necesidad impuesta por las enfermedades leves, concluye en relajarse la disciplina del médico que más de una vez termina por limitar el examen clínico a una simple interrogación, y como por tal camino el diagnóstico no se alcanza, el tratamiento tiene que ser forzadamente inocente para no dañar; pero también insuficiente para curar46.

Para el director de la Asistencia, los médicos que trabajaban en los consultorios de su dependencia, mostraban una relajación en la atención, que no sólo la hacía menos eficaz sino también que tentaba contra la misión de los mismos consultorios. Pero a la par, indicaba que dicho problema se asociaba a los enfermos que asistían ahí, portadores de enfermedades leves, quienes recibían una atención acotada aunque también un tratamiento que no dañaba ni curaba. Proponía entonces una profunda reforma en los mismos.

La consulta médica había desilusionado a Dolor, quien pasados unos meses y a pesar de seguir el tratamiento indicado no sintió ninguna mejoría. La camisera no sabía de las preocupaciones del alto funcionario municipal. Tampoco podía darse el lujo de volver a la consulta de la Asistencia Pública. Para ella haber ido al médico había sido una pérdida de tiempo y de dinero, ya que había malogrado dos días de su trabajo. Dolor continuó sus días sufriendo de su espalda. Las fricciones que le realizaba una de sus comadres le aliviaban y cuando ya se le hizo difícil caminar hasta el tranvía, uno de sus hijos la acompañaba con el fardo de camisas. Fue unos años después del fallido tratamiento con píldoras de cafeína cuando su hija, Dolorcitos, le dijo que debía concurrir al hospital. Allá, según ella, era donde los doctores curaban, como le había dicho su maestra.

Dolorcitos era de todos sus hijos, quien más disfrutaba de asistir a la escuela. Para continuar en ella, se levantaba primero, encendía el calentador para preparar el mate cocido, alistaba a sus hermanos y ayudaba a su madre a contar y doblar las camisas que había finalizado la noche anterior. Cuando finalizó su cuarto grado, la directora le pidió a Dolor que la inscribiera para el año próximo a su hija, pues "tenía aptitudes para el estudio".

Sin embargo, Dolor no estaba en condiciones de ello y Dolorcitos comenzó a aprender el oficio de costura. Años después, cuando su madre yacía en una cama postrada por la artritis y ella ya era una buena costurera, fue acompañada a las puertas de Alpargatas por una de las obreras que trabajaba ahí, y a diferencia de su madre, logró ser empleada.

Algunas de las mujeres del conventillo hicieron notar su disconformidad con el paso que había dado Dolorcitos. Entrada la década de 1920, la ideología maternalista diseminada por una nueva generación médica en la prensa, la folletería y los álbumes, más las acciones pedagógicas constantes que se gestaban en la sala hospitalaria, en la escuela, en la iglesia y en el comité o el local partidario enfatizaban, aunque con distintos tonos, que el ámbito natural de las mujeres era la casa, en procura de proteger y custodiar la reproducción de la prole. Las trabajadoras fabriles, en ese clima -llamado posteriormente como de domesticación y maternalización- eran percibidas como un elemento disgregador de la unión del hogar47. En parte, sus vecinas entendían que la fábrica era un mal lugar para una joven, un sitio insalubre y asechado por el vicio. Sin embargo, no todas las paisanas de la casa condenaban a Dolorcitos, entendiendo que era la necesidad de ayudar económicamente a su familia, lo que había determinado su decisión, y por lo tanto, una vez que los varones de la familia consiguieran trabajo estable, la joven retornaría al trabajo de costura en su hogar48.

La joven Dolorcitos asumía también que la fábrica era un lugar de paso. Ella tenía una ilusión, alimentada por los folletines semanales que compraba y leía en el tranvía: cuando se casara, ella tendría su propia casa, tal vez en Villa Castellino o en Gerli o en alguna de las localidades de la provincia cercana a la Capital donde siempre había loteos a precios módicos. Ella se encargaría de llevar la casa, tendría un gallinero para tener huevos todos los días y arboles de fruta, como los que tenía su amiga de la fábrica, Teresita, en Gerli. También cuidaría a sus hijos mientras su marido procuraba el sostén para la familia. De vez en cuando recordaba una lámina que estaba colgada en el aula de la escuela. En esta estaba representado el hogar de una familia compuesta por la madre, el padre y cuatro pequeños. La madre amamantaba al más pequeño, la hermana mayor lavaba a la menor, mientras el padre llegaba del trabajo. Recordaba que la maestra le había pedido a la clase que observaba la escena, deteniéndose en: "[…] los cuidados de la madre con el bebe y el esmero con que una hermana lava a la otra, sin maltratarla ni ensuciar la casa". Luego había preguntado "¿Quién entra en la casa? ¿Quién corre a su encuentro y por qué?". Ese día, la respuesta la había dado la misma maestra: "estos niños aman a sus padres y son correspondidos ¿Qué ha hecho el padre durante todo el día, el anterior y toda la semana? […] Trabajar"49.

Seguramente, cuando Dolorcitos recordaba esa lámina y esa clase, también rememoraba su sorpresa al verla por primera vez, su familia no se parecía en nada a ese cuadro. En ella no había un padre proveedor. Al llegar la noche, su madre no tenía entre sus brazos a un bebe rozagante, sus manos hinchadas y su espalda estaba encorvada por el cansancio del trabajo diario. Ese cuadro que buscaba crear una escena familiar y a la par inculcar ciertos valores, se alejaba notablemente de la vida cotidiana de muchas otras familias obreras de las primeras décadas del siglo XX. Esas representaciones habrían hecho mella y la asociación mujer-madre-familia y su contraparte hombre-padre-proveedor también formaban parte de las expectativas, demandas e ideales de hombres y mujeres de la clase obrera50.

No obstante, no todas las familias obreras podían darse el lujo de hacer que sus mujeres dejaran de trabajar. Muchas de ellas, optaron por llevar el trabajo a sus casas y cuando este no era suficiente para complementar el ingreso familiar o mantener a sus familias siguieron empleándose en las industrias que iban prosperando tanto en la ciudad como en sus alrededores. No pocas lo hacían deseosas de salirse lo antes posible de la fábrica, buscando de ese modo "no descuidar sus deberes domésticos". Pero a la par, porque deseaban escapar de una ingeniería industrial cada vez más exigente y peor paga. A su vez, muchas eran las que toleraban al padre de sus hijos, intentando de este modo mantener a la familia unida. No obstante, hacia 1940, uno de cada tres niños nacidos en la ciudad de Buenos Aires todavía era inscripto como ilegítimo.51 Aunque la categoría ilegitimo abarcaba por entonces a diversas situaciones como las criaturas nacidas de uniones sacrílegas, incestuosas y adulteras, la mayoría respondía a uniones fuera del matrimonio. Dicha situación ponía en evidencia que la familia idealizada en las láminas escolares, en las publicidades, en las radionovelas y en los folletines, entre otras representaciones por entonces cotidianas, confrontaba con las prácticas y experiencias de estas mujeres que formaban parte de la clase trabajadora.

Ciertamente trabajadoras como Dolorcitos tomaron caminos distintos a los de sus madres y abuelas, en torno al cuidado de su salud y la de sus hijos. También asumieron y construyeron otras formas de vivir en familia, de criar a su descendencia y de relacionarse y de pactar con los representantes de la medicina científica. Así, por ejemplo, en la década de los treinta, fue cada vez más notorio que la hora de parir, muchas trabajadoras optaron por volcarse a las maternidades públicas. Mas esto no significó que Dolorcitos, como otras obreras, se volviera una paciente sumisa, atenta y buena aprendiz de los médicos, como se quejaba uno de ellos:

Muchas buenas madres que en ningún momento se atreverían a discutir con el zapatero o con el mueblero sobre el mejor método para clavetear una suela o cepillar una tabla, pues de antemano se les concede la debida competencia en sus respectivos oficios. No tienen el más mínimo escrúpulo de discutirle al médico, de igual a igual, sus diagnósticos y sus tratamientos52.

Su queja ponía de relieve una compleja situación: aun cuando las mujeres se asistieran bajo los preceptos de la medicina científica, concurrieran a la consulta médica, parieran en las maternidades, vacunaran o alimentaran saludablemente a sus hijos, las relaciones con los profesionales médicos estaba rodeada de tensiones y negociaciones. En tal sentido, y pese a que la ideología maternalista había hecho mella entre las trabajadoras de la época, y con ello algunas se ganaran el título de buenas madres, la confianza sin temor y la obediencia a los consejos médicos y a sus tratamientos, era aun algo que no todas estaban dispuestas a otorgar.


A modo de cierre

En ocasiones, los historiadores tenemos una ventaja sobre quienes son materia de nuestros desvelos: conocemos el final de sus historias, les ponemos nombres a los procesos en los que se vieron envueltos y somos capaces de reunir una diversidad de materiales y escritos a los cuales ni ellas ni ellos no pudieron acceder. Sin embargo, como explicaba E.P. Thompson, en muchos aspectos nuestro trabajo es inferior al conocimiento de la época, no siempre tenemos acceso directo a las voces de los sujetos que nos interesan, no podemos preguntarles que sentían y pensaban, por qué hicieron lo que hicieron o cuáles de sus huellas fueron borradas, tergiversadas o simplemente no escritas.

Este ejercicio es en gran medida fruto de un intento por acercarme a aquello que nos fue vedado directamente. Dolores, Dolorosa, Dolor, Dolorcitos no formaron parte de una misma familia. Sin embargo, todas ellas tuvieron una. Sus nombres, salvo en el caso de Dolores, fueron trocados, buscando unirlas, en base a indicios registrados (lugar de residencia, edad, hijos, oficio, dolencias, tiempo en el que vivieron, lugar de trabajo, experiencias). Al enlazarlas intenté por un lado, distinguir los recorridos posibles de ciertas trabajadoras frente a sus cuerpos, su salud y las enfermedades en un largo periodo. Simultáneamente, procuré recuperar algo de lo que se pudo trasmitir de generación en generación, entendiendo que los valores, las actitudes, las estrategias y capacidades de negociación y los conocimientos de las personas son fruto no sólo del tiempo que les tocó vivir sino también y de manera conjunta de tramas y experiencias pasadas y compartidas, condensadas en otras personas y que pasaron de unos a otros resignificándose en el camino.

En tal dirección, a través de Dolores, Dolorosa, Dolor, Dolorcitos o de Dolores Delmoral, Catalina Costa, Rosa Gauna, Juana Echeverría, María Mozoqui, María O., Carolina, Teresa Giarrusso -como fueron registrados sus nombres- es posible vislumbrar, aunque sea tímidamente, los significados que algunas trabajadoras, situadas en momentos y lugares históricamente precisos, le otorgaron a sus encuentros con la medicina científica y a los tratos y negociaciones que dichas reuniones forjaron. Pero, a la vez, hace tangible el reconocimiento de que todas ellas, aunque de modos diversos, estuvieron presentes en su propia formación como trabajadoras, como enfermas, como pacientes de los médicos, como madres y como hijas.

Sus presencias indican que no fueron sujetos pasivos, carentes de expectativas, desprovistas de demandas y de experiencias propias sobre sus cuerpos sino que- de distintos modos, y cada una en particulares circunstancias- esas trabajadoras pujaron por definir los contornos de sus encuentros, arreglos e intercambios con los médicos. Por supuesto, las formas en que lo hicieron no fueron uniformes y se fueron redefiniendo con el tiempo y en la medida en que la medicina científica y sus representantes comenzaron a ofrecerles algo a cambio, lo que implicó a su vez, nuevas tensiones, renovadas negociaciones, apropiaciones y elaboraciones. En otro sentido, al acentuar la mirada en estas trabajadoras y en sus experiencias sociales es posible reflexionar en torno a cómo la construcción de una hegemonía forma parte de densos procesos sociales, continuamente entrelazados a través de los cuales se legitima, se redefine y se disputa el poder. Por lo tanto, los procesos hegemónicos no se desenvuelven en una sola dirección. Justamente por ello, involucraron conflictos, negociaciones y acuerdos más o menos provisorios que se dieron y resignificaron en diversos niveles de la sociedad, desde la familia, las comunidades, las instituciones estatales hasta en las relaciones forjadas en los ámbitos de trabajo, en las salas hospitalarias, en los paseos públicos y entre otros ámbitos de la vida social.


* Artículo de Investigación producto de la ponencia presentada en las Jornadas sobre Cuerpos, Pedagogías e Instituciones Educativas, organizadas por la Universidad Nacional de Quilmes en octubre 2012. Agradezco los generosos comentarios realizados por los participantes de dicho evento. Me siento en deuda con Andrea Andújar, Florencia D'uva, Silvana Palermo, Martha Santillán Esqueda y Cristiana Schettini quienes leyeron con detenimiento este ejercicio histórico, señalaron fortalezas y apuntaron debilidades. Por último, agradezco la minuciosa lectura que realizaron Florencia Gutiérrez, Mario Barbosa Cruz y Vanesa Teitelbaum, sus comentarios y señalamientos fueron imprescindibles para que este artículo llegara a buen término.

1 LIZARRALDE, Daniel, Interrogatorio médico, Tesis de doctorado, Buenos Aires, Imprenta La Central, 1880, p. 22.

2 Algunos ejemplos representativos de las distintas perspectivas de abordaje pueden verse en: ALVAREZ, Adriana, MOLINARI, Irene y REYNOSO, Daniel, (editores), Historia de enfermedades, salud y medicina en la Argentina del siglo XIX y XX, Mar del Plata, Editorial Universidad de Mar del Plata, 2004; ARMUS, Diego, Entre médicos y curanderos. Cultura, historia y enfermedad en la América Latina moderna, Buenos Aires, Norma, 2002; ARMUS, Diego, Avatares de la medicalización en América Latina, 1870- 1970, Buenos Aires, Lugar Editorial, 2005; LOBATO, Mirta Política, médicos y enfermedades. Lecturas de historia de la salud en la Argentina, Buenos Aires, Editorial Biblos, 1996; NOUZEILLES, Ficciones somáticas. Naturalismo, nacionalismo y políticas del cuerpo (Argentina 1880-1919, Rosario, Beatriz Viterbo, 2000; SALESSI, Médicos maleantes y maricas, Rosario, Beatriz Viterbo, 1995; STEPAN, Nancy, The hour of eugenics, Race, gender and nation, Ithaca, Cornell University Press, 1991; NARI, Marcela, Políticas de maternidad y maternalismo político, Buenos Aires, Biblos, 2004.

3 En tal sentido, este trabajo intenta profundizar en la línea que hace unos años abrieron Silvia Di Liscia y Ernesto Bohoslavsky, quienes han convocado a una lectura más reflexiva y a un trabajo historiográfico menos apegado a las visiones tradicionales en torno a Foucault y a los procesos de control social en América Latina. DI LISCIA, Silvia y BOHOSLAVSKY, Ernesto, (edits.), Instituciones y formas de control social en América Latina 1840-1940, Buenos Aires, Prometeo, 2005. También puede verse: PITA, Valeria Silvina, La casa de las locas. Una historia social del Hospital de Mujeres Dementes. Buenos Aires, 1852-1890, Rosario, Prohistoria, 2012; PITA, Valeria Silvina, "Dilemas médicos en el proceso de patologización de las mujeres de las clases trabajadoras. Argentina 1880-1900", en CARBONETTI, Adrian, GONZALEZ LEANDRI, Ricardo, (edits), Historias de salud y enfermedad en América Latina, siglos XIX y XX, Córdoba, Universidad Nacional de Córdoba- CEA, julio 2008, pp.51-71.

4 El empleo del término morena alude a una categoría nativa, es decir, hace referencia a como los contemporáneos nombraban a una persona cuando buscaban poner de relieve su carácter de origen africano.

5 MAGLIONI, Norberto, "Historia de un quiste del ovario", en Anales del Círculo Médico Argentino (en adelante ACMA), Volumen XIV, Año XIV, Nro.2, Buenos Aires, 1891, p. 35

6 MAGLIONI, Norberto, Notas sobre el caso de Dolores del Moral, Universidad de Buenos Aires, Biblioteca de Graduados, Folletos, s/p.

7 MAGLIONI, Norberto, "Historia de un quiste de ovario", p. 35.

8 Archivo Histórico de la Ciudad de Buenos Aires, Servicios Públicos (en adelante AHCBA), Fondo Archivo Histórico, Sección Servicios Públicos, Caja 15, Año 1871, junio 29 de 1871.

9 AHCBA, Fondo Archivo Histórico, Sección Servicios Públicos, Caja 16, Año 1871, julio 1871.

10 MAGLIONI, Norberto, "Historia de un quiste de ovario", p. 35.

11 Ibid., p.36.

12 PACHECO, Román, "Cuatro casos de bocio exoftálmico", en ACMA, Volumen XIV, Año XIV- Nro. 24, Año 1891, p. 650.

13 CHIOCCONI, Atilio, "Elitrofonía intergamentaria: sus indicaciones y manual operatorio", en ACMA, Volumen XVIII, Año XVIII, Nro. 2, 1895, pp. 26-29.

14VERA, Carlos, "Antisepsia obstétrica", en ACMA, Volumen XIV, Año XIV, Nro. 6, 1891.p. 268.

15 MARTIN, Ana Laura, Partear en Buenos Aires, ponencia presentada en el V Taller de Historia Social de la Salud y la Enfermedad, Buenos Aires, del 3 al 5 de octubre de 2012.

16 CORREA, Alejandra, "Parir es morir un poco. Partos en el siglo XIX", en GIL LOZANO, Fernanda, PITA, Valeria Silvina, INI, María Gabriela, (dirs.), Historia de las Mujeres en Argentina, Tomo I, Buenos Aires, Taurus, pp. 193- 211.

17 NARI, Marcela, Políticas de maternidad y maternalismo político, p. 145.

18 PODESTA, Manuel, "Un caso de hemafroditismo", en ACMA, Volumen X, Año X, Nro. 2, Año 1887, p. 46.

19 MAGLIONI, "Historia de un quiste de ovario", p. 40.

20 Ibid., p. 42.

21MAGLIONI, Norberto, "Sin título", en ACMA, Volumen XVI, Año XVI, Nro. 11, Año 1993, p. 646.

22 Ibid., p. 667.

23 CHIOCCONI, Atilio, " Elitrofonía intergamentaria: sus indicaciones y manual operatorio", p. 29.

24 Ibid., p. 30.

25 Ibid., p. 29.

26 AHCBA, Fondo Archivo Histórico, Sección Obras Públicas, Caja 27, Año 1887, 25 de junio de 1887.

27 AHCBA, Fondo Archivo Histórico, Sección Obras Públicas, Caja 27, Año 1887 , 28 de junio de 1887.

28 AHCBA, Fondo Archivo Histórico, Sección Obras Públicas, Caja 18, Año 1881, 4 de julio de 1887.

29 AHCBA, Fondo Archivo Histórico, Sección Obras Públicas, Caja 28, Año 1887, 23 de diciembre de 1887.

30 AHCBA, Fondo Archivo Histórico, Sección Obras Públicas, Caja 18, Año 1887, 4 de julio de 1887.

31 SURIANO, Juan, Movimientos sociales: la huelga de inquilinos de 1907, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1983, p.12.

32 Citado en SURIANO, Movimientos sociales: la huelga de inquilinos de 1907, p. 48.

33 ALIAGA SARMIENTO, Rosalba, "Ricardo Gutierrez", en El Monitor de la Educación Común, Consejo Nacional de Educación, Año LIV, enero 1935, Nro. 745, Buenos Aires, p.39.

34 Ibid., p.39.

35 "Los lavaderos municipales", en Caras y Caretas, 28 de octubre de 1899, Año II, Nro. 56, Buenos Aires, 1899, p. 78.

36 "Lavaderos Públicos", en Memoria de la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires correspondiente al año 1895, Buenos Aires, Establecimiento de Impresiones de G. Kraft, 1896, p. 67.

37 "Las lavanderas", en La Prensa, Buenos Aires, 27 de enero de 1895, p. 3.

38 ARAOZ ALFARO, Gregorio, "La protección de la infancia", en Boletín del Museo Social Argentino, Año XVI, Entregas 67-68, 1928, pp.19-20.

39 Según los datos oficiales en 1896 el número de inscriptos en las escuelas primarias de la Capital Federal ascendía a un total de 92.560 niños y niñas entre los 6 y los 14 años. Sin embargo, este número no da cuenta de cuantos asistían permanentemente. La forma de distribuir y asignar el presupuesto escolar, basado en la cantidad de inscriptos, hacia que la distancia entre los estudiantes permanentes y aquellos que habían asistido solo por un tiempo se diluyera. No obstante, en los informes de directores y en los de los Inspectores, la brecha aparece. Para los datos oficiales, ver: "La educación y el censo", en El monitor de la educación común. Año XVI, febrero 29 de 1896, Nro. 271, Buenos Aires, pp. 526-528.

40 Ibid., p. 527.

41 AVERSA, Marta, "Colocaciones y destinos laborales en niños y jóvenes asilados en la ciudad de Buenos Aires (1890-1900)"; en LIONETTI, Lucia, MIGUEZ, Daniel, (comp.), Las infancias en la historia argentina. Intersecciones entre prácticas, discursos e instituciones (1890-1960), Rosario, Prohistoria Ediciones, 2010.

42 TORRA, María Amalia, "La copa de leche: alocución de la Directora Señorita María Amalia Torrá, pronunciada con motivo del establecimiento de la Copa de leche en la Escuela Infantil núm. 13 del Consejo Escolar 7", en El monitor de la Educación Común, Año XXVII, 31 de gosto de 1907, Serie 2, Nro. 36, Buenos Aires, p. 95.

43 Ibid., p.96. Sobre las preocupaciones de la elite en torno a la infancia existe una amplia bibliografía en Argentina, ver a modo de ejemplo: FREIDENRAIJ, Claudia, "De diagnósticos sombríos y fantasías regeneradoras. La campaña bonaerense en el imaginario reformista porteño", en Revista Forjando, Nº4. Buenos Aires, Disponible on line en: http://www.bancoprovincia.com.ar/Jauretche/pdf_forjando/freidenraij.pdf., 2 de febrero 2014, pp. 25-36; COSSE, Isabella, LLOBET, Valeria; VILLALTA, Carla y ZAPIOLA, María Carolina (edit.), Infancias: políticas y saberes en Argentina y Brasil, Buenos Aires, Editorial Teseo, 2012.

44 Ver: BIALET MASSE, Juan, El estado de las clases obreras argentinas. Informe para la comisión organizada por el Presidente Julio Argentino Roca, Tomo II, La Plata, Ministerio de Trabajo, 2010 (1905), pp. 268-269. Por el caso de Alpargatas, ver CEVA, Mariela, Empresas, trabajo e inmigración en la Argentina. Los casos de la Fábrica Argentina de Alpargatas y la Algodonera Flandria (1887-1955), Buenos Aires, Editorial Biblos, 2010; un interesante estudio sobre el trabajo femenino en talleres y fabricas entre finales del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX, ROCCHI, Fernando, "Concentración de capital, concentración de mujeres. Industria y trabajo femenino en Buenos Aires, 1890-1930". en GIL LOZANO, Fernanda Gil, PITA, Valeria Silvina, INI, María Gabriela (dirs.), Historia de las mujeres en la Argentina. Siglo XX, pp. 223- 243.

45 Publicidad Iberbiotini Malesci, en Caras y Caretas, 14 de enero de 1911, Año XIV, Nro. 641, Buenos Aires, p. 5.

46 "Asistencia en los consultorios", en Memoria de la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires correspondiente al año 1909, Buenos Aires, Establecimiento de Impresiones de G. Kraft, 1910. p. 58.

47 LOBATO, Mirta, "Lenguaje laboral y de género. Primera mitad del siglo XX", en GIL LOZANO, Fernanda, PITA, Valeria Silvina y INI, María Gabriela, (dirs.), Historia de las mujeres en la Argentina. Siglo XX, Vol. 2, pp. 95-116.

48 Existen diversos trabajos que han abordado este problema. En especial ver: LOBATO, Mirta, "Entre la protección y la exclusión. Discurso maternal y protección de la mujer obrera. Argentina, 1890-1940", en SURIANO, Juan (comp), La cuestión social en Argentina, 1870-1943, Buenos Aires, La Colmena, 2000, pp. 245-275.

49 "Enseñanza moral y economía doméstica", en El Monitor de la Educación Común, Año XIX, Nro, 317, 31 de agosto 1899, p.772.

50 Sabemos más sobre el campo de las representaciones que en torno a las expectativas sobre la vida cotidiana y familiar de la clase obrera en Argentina. No obstante, los trabajos de Silvana Palermo sobre las expectativas y demandas de los trabajadores ferroviarios, sus luchas por sus derechos laborales en nombre de la familia, el lugar de padres proovedores permiten contar con una base para futuras indagaciones al respecto en un período temporal más amplio, pero previo a la experiencia peronista. Ver: PALERMO, Silvana, "¿Trabajo Masculino, Protesta Femenina? La participación de la mujer en la gran huelga ferroviaria de 1917", en BRAVO, María Celia, GIL LOZANO, Fernanda, PITA, Valeria Silvina, (comps.), Historia de luchas, resistencias y representaciones. Mujeres en la Argentina, siglos XIX y XX, Tucumán, Editorial de la Universidad Nacional de Tucumán, 2007, pp.91-121; PALERMO, Silvana, "Masculinidad, conflictos y solidaridades en el mundo del trabajo ferroviario en Argentina (1912-1917)", en Mundos do Trabalho. Publicacao Eletrônica Semestral do GT Mundos do Trabalho, vol. 1, n. 2, julio-diciembre, 2009, Santa Catarina, pp. 94-123.

51 COSSE, Isabella, Estigmas de nacimiento. Peronismo y orden familiar, 1946-1955, Buenos Aires, FCE, 2006, pp.23-67.

52 NARI, Políticas de maternidad y maternalismo político, Buenos Aires, p. 199.



Fuentes

Fuentes primarias

Archivos

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Publicaciones periódicas

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Documentación primaria impresa

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Fuentes secundarias

Libros

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Páginas WEB

FREIDENRAIJ, Claudia, "De diagnósticos sombríos y fantasías regeneradoras. La campaña bonaerense en el imaginario reformista porteño", Revista Forjando, Nº4. Disponible on line en: http://www.bancoprovincia.com.ar/Jauretche/pdf_forjando/freidenraij.pdf pp. 25-36.         [ Links ]

Ponencias en Evento

MARTIN, Ana Laura, "Partear en Buenos Aires", ponencia presentada en el marco del V Taller de Historia Social de la Salud y la Enfermedad, Buenos Aires, del 3 al 5 de octubre de 2012.         [ Links ]